En los últimos años, distintos autores nos han empujado a pensar en la tierra como mucho más que un recurso de producción o una relación de propiedad. Por ejemplo, la geógrafa canadiense Tania Murray Li (2014) plantea que la respuesta a la pregunta «¿Qué es la tierra?» pasa por analizar la forma particular en que materia, relaciones, prácticas y discursos son ensamblados dentro de contextos concretos. Ensamblajes que, a su vez, cambian a través del tiempo como resultado de las disputas políticas entre distintos grupos. Así, la tierra no es, per se, un recurso, una propiedad, o un territorio, sino que es producida como tal. Unos de los contextos donde se nota de manera más clara este proceso de ensamblaje de la tierra son la comida y lo que conocemos como sistemas agroalimentarios.
La construcción de los sistemas agroalimentarios pasa, históricamente, por la gestión de la naturaleza -tierra y agua en primer lugar-, pero también por su manejo a través de la tecnología, el conocimiento, el control de los recursos y las formas simbólicas y rituales. Las ciencias sociales han considerado el espacio como un elemento determinante, desde la perspectiva del medio y de la relación entre las personas y la naturaleza, pasando de una interpretación determinista a otra posibilista, que tomó más en cuenta el potencial de organización y apropiación. Sin embargo, en la última mitad del siglo, el concepto de espacio revirtió una dimensión social y política más marcada que permitió poner atención en las relaciones de poder, en los sistemas y en el juego de actores, a través de la interpretación de los procesos de producción del espacio económico y social, en la configuración de distintos territorios.
El concepto de territorio permite enfatizar aún más en el carácter no neutral del espacio geográfico, en las ideas de apropiación, atribución de valor (de uso y de cambio) y representación. El territorio está forjado por relaciones de fuerzas dinámicas, por la presencia de grupos sociales diversos, por lógicas de dominación y explotación (de los recursos tanto naturales como laborales). Un debate epistemológico emerge, entonces, en particular, desde la geografía política, social y cultural, planteando a partir de la década de 1970 la necesidad de entender un conjunto de nuevos procesos -decolonización, disputas fronterizas, transformación del campo o luchas de las clases populares- a través de una mirada espacializada de las relaciones de poder (Lefebvre 1974; Raffestin [1980] 2013; Harvey 1981). Seguirá una preocupación permanente por el carácter situado de los procesos sociales y el papel del espacio en la comprensión del actuar político (Cairo 2013; Dikeç 2012), llevando a un interés creciente por las relaciones de poder territorializadas: «el territorio es todo espacio que tiene el acceso controlado; por lo tanto, desde el momento en que se controla espacial y materialmente el acceso de algún flujo (sea de mercancías, de personas o de capital), se está transformando el espacio en un territorio» (Haesbaert 2013, 18).
En el orden actual, los territorios se rigen como propiedad y espacios de gobernanza, en el marco de políticas de desarrollo neoliberales y de un ordenamiento territorial que promueve la expansión del capital más que la distribución de los recursos. En el sector agrícola, la literatura en ciencias sociales y el discurso de los movimientos sociales de defensa del territorio presentan, muy a menudo, el panorama de dos modelos de desarrollo totalmente opuestos y, por ende, adversarios (Mançano Fernandes 2013). Por un lado, los agronegocios, el dumping, la desregulación y la desposesión del régimen alimentario corporativo (McMichael 2005), asociado con los monocultivos, la alta tecnología, los insumos químicos, el trabajo asalariado y la depredación ecológica; por el otro, el modelo de desarrollo campesino, autosuficiente, diverso, de pequeña escala y organizado en torno al trabajo familiar.
El resultado es una tensión entre las tendencias hacia la homogenización del espacio, propia de la lógica de la mercancía y el espacio abstracto del que nos habla Lefebvre, y su diferenciación, como resultado de las luchas de distintos grupos subalternos por producir formas de estar en el mundo distintas a las del capital (Smith 2010). Lo que queda detrás son un conjunto de paisajes marcados, por un lado, por plantaciones monocultivistas, haciendas y plantas agroindustriales organizadas alrededor del trabajo asalariado y la mercantilización de la agricultura; y por el otro lado, por formas de agricultura campesina e indígena, entre otras, dominadas por la variedad de cultivos, de formas de organización del trabajo y de relación con la naturaleza. Sin embargo, sería un error pensar que estas formas de agricultura son independientes y completamente opuestas. Más bien, lo que encontramos, es un conjunto de interacciones y relaciones entre ambas. Por ejemplo, en lo que se conoce como la «agricultura de contrato», medianos y pequeños productores producen mercancías agrícolas para su comercialización por grandes empresas transnacionales, que controlan la forma en que se produce y concentran las ganancias generadas, pero externalizan los riesgos de la producción (Little y Watts 1994; Echánove y Steffen 2005; Borras Jr. y Franco 2013).
En este sentido, más que de un rechazo absoluto de las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes a la producción industrial, lo que encontramos son distintos tipos de acomodo complejos, que van desde la resistencia hasta la subsunción (León Araya 2019; Castellanos-Navarrete, Tobar-Tomás y López-Monzón 2019; Alonso-Fradejas 2015, 2021).
Al mismo tiempo, muchas de las alternativas a la agricultura industrial se producen a través de pensar en su contra. Por ejemplo, el académico estadounidense James Scott (2009), siguiendo el trabajo del mexicano del mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán (1967) y del francés Pierre Clastres (1974), ha propuesto que las periferias de las ciudades, entendidas como espacios de dominación y control, tienden a buscar formas de organización social que impiden la concentración de oportunidades y recursos en pocas manos. En un ejemplo más contemporáneo, podemos pensar en cómo el movimiento de la agroecología en América Latina se ha desarrollado, en buena parte, a partir de imaginar una forma de producir, y vivir de la tierra, que sea radicalmente opuesta a la de la Revolución Verde y basada en la recuperación de prácticas ancestrales (Altieri y Nicholls 2012). Así las cosas, es mejor pensar las relaciones entre estos dos tipos de agricultura como una de coproducción, resultante de la disputa entre distintos proyectos territoriales y propia de la lógica contradictoria del modo de producción capitalista.
Disputas por los recursos: La confrontación de distintos proyectos territoriales
Sin lugar a duda, el espacio es un recurso. Los mecanismos de apropiación territorial pasan por la atribución de valores sobre los espacios, sistemas o fragmentos de ellos. La diversidad de los registros de valores (económicos, productivos, vitales, simbólicos, culturales, etc.) provoca dilemas, oposiciones, reacciones y conflictos, puesto que la disposición, movilización y valorización de los recursos se determina por la definición de intereses colectivos que, evidentemente, pueden ser opuestos los unos con los otros (Estado, corporaciones, usuarios o consumidores, campesinos, intermediarios, etc.). Por un lado, explotar los recursos (tierra, agua, minerales, fuerza de trabajo, elementos socioculturales) tiene por objetivo la acumulación de capital y el fortalecimiento de un modelo de desarrollo inclinado hacia la consolidación de las cadenas de valor de la agroindustria transnacional; generalmente, en un contexto neoliberal, el ordenamiento territorial promovido por las instituciones públicas y las metas de lucro de los organismos privados van de la mano, se impulsan mutuamente y actúan desde una misma concepción del valor atribuido al territorio. Por otro lado, un valor territorial distinto está defendido por individuos, grupos y colectivos más o menos organizados que priorizan el valor de uso del espacio y reivindican otro tipo de organización productiva y social para la explotación de los recursos y la defensa de un territorio en donde los paisajes, la identidad, el acceso cotidiano a recursos esenciales, la conservación del medio ambiente o la distribución justa son valores prioritarios.
Desde una perspectiva del poder del Estado o de la clase hegemónica, el territorio es, básicamente, vinculado a las grandes estructuras político-económicas dominantes. Pero también se manifiesta como movimiento de resistencia que está involucrado en todo tipo de relación social. Existen, por lo tanto, muchas otras formas de reconstruir el poder y el territorio, ya que el poder no siempre es centralizado, sino también difuso en la sociedad (entonces, desigual). Esta concepción compleja del territorio permite concebir la resistencia, ya no como lo contrario del poder, sino como uno de sus componentes fundamentales, en el presente contexto de despersonalización de las relaciones de dominación, de borrosidad en la definición de las cadenas de responsabilidad y, por lo tanto, de emergencia de nuevos espacios de contestación del poder (Nicholls, Miller y Beaumont 2016; Prunier 2021). En este sentido, los grupos subalternizados se territorializan mucho más por apropiación simbólica y vivencial del espacio que por dominación. Al eludir la dimensión multidimensional y multiescalar del territorio, el modelo de desarrollo y de gobernanza hegemónico y centralista busca imponer una forma vertical de tomar decisiones y de hacer uso de los recursos para intereses minoritarios. Por consecuencia, la lógica actual de desarrollo rural «está generando e intensificando las desigualdades sociales, mediante la exclusión y expropiación territorial, el control social de la mayor parte de la población rural, la precarización de las relaciones de trabajo, el desempleo estructural y la destrucción de territorios campesinos e indígenas» (Mançano Fernandes 2013, 125).
De la conflictividad a la soberanía
Si bien el origen de la noción de soberanía alimentaria es, muy a menudo, atribuido al movimiento social y agrario Vía Campesina (1996) y es presentado en oposición frontal a la noción de seguridad alimentaria de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), es preciso detenerse sobre la emergencia y la evolución de estos modelos.
Es importante aclarar y cuestionarnos sobre la genealogía de ambos conceptos, con el fin de entender mejor los retos que se plantean para la agricultura y la alimentación contemporánea, en términos tanto epistemológicos como políticos y prácticos. La soberanía alimentaria fue, inicialmente, parte del proyecto político del gobierno mexicano a inicios de la década de 1980 y fue apropiada por activistas centroamericanos a finales de esa misma década. El punto de divergencia reside en la atención puesta en las condiciones bajo las cuales se producen y se distribuyen los alimentos: se considera que la meta de la seguridad alimentaria está promovida por los organismos internacionales con base en condiciones de producción que favorecen el deterioro ambiental, la imposición de las corporaciones transnacionales y la explotación laboral, mientras el enfoque en la soberanía tiene como puntos clave la justicia socioeconómica, el mantenimiento de la producción local, la preservación de los recursos naturales y el derecho a la alimentación desde una perspectiva tanto económica como racial, cultural, de clase y de género. Pero, a lo largo de las tres últimas décadas, ambos conceptos parecen caracterizarse por la multiplicidad y la transformación de sus definiciones, al punto de estar mencionadas de manera intercambiable, tanto en el ámbito académico como activista o de las políticas públicas (Edelman 2014). Dentro de los cambios significativos que ha tenido la noción de seguridad alimentaria -hasta coincidir siempre más con la de soberanía alimentaria-, sobresalen dos elementos centrales:
la idea de derecho y acceso: se trata de un esfuerzo por no solamente prestar atención a la cantidad y la necesidad nutricional, sino también a las condiciones de distribución y consumo, lo que implica una perspectiva cultural y de justicia en el acceso a la alimentación;
las preguntas «¿Para quién?», «¿Para qué el territorio?»: si bien se relaciona, muy a menudo, la idea de soberanía alimentaria con la escala del Estado, las reivindicaciones de la diversidad cultural y de la importancia de considerar territorialidades múltiples se impusieron progresivamente, dando menos preponderancia a la nación, y más a los pueblos, las comunidades o los hogares, como entidades soberanas. Además, la cuestión de las fronteras y de la globalización de los sistemas agroalimentarios resulta esencial: localización de la producción y del consumo, interdependencia de la agroexportación y del comercio internacional o viabilidad del «comer local» son tantos puntos de debate que siguen pendientes, hacia la construcción de sociedades más soberanas, seguras o justas (Prunier et al. 2020).
En este dosier temático «Agricultura, alimentación y disputas por los recursos: Tierra, agua, diversidad biocultural y conocimientos agrícolas»,1 la perspectiva de la soberanía y de la justicia alimentaria nos lleva a reflexionar sobre la relación entre las disputas por los recursos territoriales y la problemática agraria, en contextos muy diversos. También nos conduce a repensar las distintas formas en que la tierra es ensamblada y producida. El paradigma de la cuestión agraria ofrece, en particular, la posibilidad de criticar el sistema capitalista y los modelos de desarrollo rural que este sostiene, a través del análisis de las contradicciones, de los conflictos y de la agravación de las desigualdades en el campo hoy en día. La problemática de las relaciones de poder en torno a los recursos en el sistema agroalimentario global permite visibilizar los mecanismos que ponen en tensión la tierra, el agua, la diversidad biocultural y los conocimientos agrícolas. Nos ofrece también la posibilidad de comprender las lógicas capitalistas del sector, en sus permanencias -necesidad de explotar e invadir territorios de «la economía natural» y de «la economía campesina» para apropiarse de fuerzas productivas (tierra, materias primas y trabajo), apoyándose en desequilibrios y convirtiendo la naturaleza en mercancía (Luxemburgo [1913] 2018)-, pero también en sus reconfiguraciones recientes y capacidades de adaptabilidad en contextos plurales y cambiantes.
Presentación de las contribuciones
Para empezar este número temático, el artículo de Silvia Iveth Moreno Gaytán, titulado «Entre lo comunitario y la escasez: La práctica de la agricultura urbana en la zona oriente del valle de México», propone una reflexión sobre la reconfiguración de los espacios periurbanos en cuanto a sus dinámicas de producción agrícola y de consumo de alimentos. La propuesta se enfoca en la escala micro, con tres estudios de caso de la zona metropolitana de la Ciudad de México, para subrayar los procesos comunitarios y el papel de las organizaciones populares en la revitalización socioterritorial de los espacios de vida, producción y consumo, a través de iniciativas de agricultura urbana. La autora muestra que las zonas urbanas y, en particular, las más marginadas y periféricas, deben ser consideradas también como lugares centrales para la transformación de la relación entre sociedad y naturaleza, dado que presentan retos -y a la vez alternativas- para alcanzar mejores niveles de soberanía alimentaria desde el cuidado a la salud, la autogestión, la equidad y la sostenibilidad.
El texto siguiente nos lleva a una región de producción cañera del estado de Morelos, en México. Luis Enrique Parral Quintero describe el modelo de agricultura por contrato y lo califica como «sistema sociotécnico», en el sentido de un dispositivo que articula relaciones entre actores sociales (propietarios de tierras, ingenios, intermediarios, jornaleros) y componentes no humanos (normas, tecnologías e informaciones del dominio agroindustrial). En el artículo «Relaciones complejas en la agroindustria azucarera mexicana y la agricultura por contrato en Cuautla, Morelos», el acento está puesto en los mecanismos de regulación de la agricultura por contrato, entendido como «alianzas y acuerdos» que generan interdependencias y buscan satisfacer las necesidades del mercado global.
Nos trasladamos al sur de Costa Rica para el siguiente artículo, en el que Alonso Ramírez Cover, Tania Rodríguez Echavarría, Laura Henry y Sara Blanco Ramírez nos presentan la reciente evolución de la cadena productiva del cacao. En el texto «Domesticando el territorio: Genealogía de la transferencia tecnológica del cacao en Talamanca, Costa Rica en el siglo XX», seguimos las políticas de promoción de la integración de los territorios y sistemas productivos indígenas en lógicas de productividad y modernidad, y la construcción histórica de una retórica de racionalización de la relación entre explotación de la naturaleza y conservación y disminución de la pobreza. A partir del surgimiento de una enfermedad (la monilia) que devastó la producción tradicional de cacao a inicios de la década de 1980, un dispositivo público-privado se desplegó para empujar la tecnificación y optimización de los suelos y de los recursos naturales. Este proceso se da a través de la modificación genética, del mejoramiento y selección de semillas y de la implementación de técnicas de agroforestería presentadas como sustentables, además de intervenciones activas tanto del Estado como de empresas transnacionales y organizaciones supranacionales. El artículo demuestra que la experiencia del cacao de Talamanca se inscribe en una lógica más amplia de promoción de las comodities para la exportación como la única opción para aumentar los rendimientos, racionalizar el uso de la tierra y del material genético y, finalmente, insertarse en un modelo de desarrollo acorde a las lógicas de acumulación por despojo propuestas por el capitalismo globalizado.
El cuarto artículo es una reflexión teórica sobre una zona gris que persiste en el entrecruce entre estudios agrarios y estudios de género. Al discutir «El punto ciego de la propiedad: Género, tierra y despojo en América Latina», Diana Ojeda afirma urge comprender la relación entre género y tierra, más allá del tema de la propiedad. Basándose en una amplia revisión de la literatura y en una experiencia de largo plazo en territorios aquejados por los mecanismos de despojo y de violencia alrededor de los monocultivos, la autora propone poner el foco en las prácticas socioespaciales de lo cotidiano, del cuidado y de la reproducción, alrededor de la tierra y de la agricultura. La ecología política feminista le permite abordar el poder y los dispositivos de control de los recursos naturales a través del lente de las relaciones de género. Este texto contribuye a la reflexión general de nuestro número desde una lectura crítica de los propios trabajos académicos que suelen adoptar categorías de análisis patriarcales (el Estado, el título de propiedad, la normatividad) e ignorar la importancia vital de las formas invisibles de trabajo, sociabilidad y comunalidad.
Finalmente, en su contribución «Vulnerabilidades rurales a partir del envejecimiento entre nahuas del sur de Veracruz», Elena Lazos-Chavero y Marcela Jiménez-Moreno ponen las disputas generacionales en el centro del análisis sobre seguridad alimentaria, tierra y futuro de la agrobiodiversidad. Plantean que la falta de acceso a la salud y la estabilidad económica para los adultos mayores tiene impactos decisivos en la gestión de los recursos naturales de esta región de la Sierra Santa Marta, al provocar un desequilibrio entre la fuerza de trabajo y la disponibilidad de tierras. Por un lado, mientras los hombres mayores retienen -confiscan/acaparan- el poder (económico, político y productivo), al no ceder su lugar como ejidatarios, tampoco están en capacidad de mantener la actividad física suficiente para cuidar el medio ambiente local y asegurar la continuidad del cultivo de granos básicos. Por el otro lado, los más jóvenes, en plena edad (re)productiva, ven posponerse siempre su acceso al recurso agrario (es decir, a la tierra para la producción agrícola y al título para el ejercicio de una participación activa en las decisiones del ejido) y se alejan del campo vía la migración, la venta de tierras y la compra de alimentos procesados. Resalta en este texto la importancia de entender las relaciones de poder internas del mundo rural para evidenciar la gran complejidad de las pugnas por los recursos y sus impactos en la transformación de los sistemas agroalimentarios locales.