Introducción
En febrero de 2011, funcionarios del Sistema de Transporte Colectivo Metro (STCM) de la Ciudad de México decidieron que los últimos tres vagones de los trenes dejarían de operar a partir de las diez de la noche. Si bien en el mensaje oficial este cierre obedecía a motivos de seguridad, en diversos medios se presentó una versión alterna: el cierre tenía como finalidad evitar la práctica del “metreo”.
El término “metreo” se utiliza para definir los encuentros sexuales que se llevan a cabo por varones en los últimos vagones de los trenes del STCM. Dichas prácticas pueden ir del coqueteo al toqueteo, pasando por la felación y el coito. Así, lo que se buscaba con el cierre de vagones era evitar que tales encuentros pudieran realizarse. Ante esta medida, algunos practicantes del “metreo”, conocidos como “metreras”, externaron en los medios de comunicación que el cierre de los vagones no los afectaría, ya que “hay más vagones para buscar ligues” (Espinosa, 2011). De hecho, desde entonces el “metreo” se ha convertido en una consigna, a tal grado que cuando se inauguró la tristemente célebre línea 12, también conocida como “Línea Dorada”, las “metreras” hicieron acto de presencia para inaugurar de forma simbólica, con discursos y bailes, el “putivagón” -también conocido como “jotivagón” o “cajita feliz”- (Montalvo, 2012). Incluso en los medios se ha llegado a hablar del “metreo” como un derecho (Castañeda, 2012). Además, existen diversas páginas en internet dedicadas a difundir el “metreo”. Al respecto, encontramos al menos tres grupos y fanpages en una red social en línea dedicados al “metreo”, lo cual refleja que se trata de prácticas bien conocidas y difundidas entre los varones que gustan de ellas.1
Ahora bien, más allá de toda cobertura mediática, desde el punto de vista sociológico el “metreo” es un fenómeno por demás interesante. Por una parte, en tanto que es una práctica “desviada”, no puede llevarse a cabo así como así. Para poder “metrear” no sólo es necesario que una “metrera” identifique a otra, sino que tiene que haber atracción física y compatibilidad de gustos entre ambas (por ejemplo, uno de los entrevistados comentó que: si una es pasiva, la otra tiene que ser activa). Además, tienen poco tiempo para ponerse de acuerdo respecto de lo que quieren hacer y buscar la forma de llevarlo a cabo sin llamar la atención de los demás pasajeros (cuando mucho tal vez sólo la atención de otras “metreras” que pueden llegar a fungir como un “equipo” para que las primeras tengan el encuentro sexual deseado).2 Y por si fuera poco, la mayoría de las veces todo esto tiene que ocurrir sin que se diga una sola palabra. Estamos, pues, ante un caso sumamente interesante de orden interactivo.
Por otra parte, en tanto fenómeno desviado, el “metreo” supone una triple desviación de los programas convencionales, ya que no sólo supone realizar en el espacio público acciones que se consideran propias del ámbito privado, sino que éstas son llevadas a cabo por un sector de la sociedad cuya identidad y prácticas sexuales siguen estando profundamente estigmatizadas: los varones que mantienen prácticas homoeróticas. Y, por si fuera poco, al ser relaciones sexuales impersonales, éstas también transgreden el programa convencional de las relaciones íntimas en general.
Vale la pena tomar aquí un espacio para indicar que utilizamos el término “metreras” porque fue al que los varones entrevistados hicieron referencia. Cabe resaltar que al feminizar el término hacen una resignificación lúdica del lenguaje, y para comprender esta operación discursiva suscribimos la noción de “performatividad del género” de Judith Butler, quien indica que hay una matriz heterosexual que impone su normatividad de forma violenta a las demás manifestaciones sexuales, a través de una prescripción legal y obligatoria del sexo, género, deseo y prácticas, de tal manera que, por ejemplo, alguien masculino deberá ser hombre y manifestar deseo sexual por personas del sexo-género opuesto y tener prácticas sexuales activas o insertivas (Butler, 2004, 2007).
Esta matriz heterosexual,3 mediante la cual se ha hecho inteligible la identidad de género, exige que algunos tipos de “identidades” no puedan “existir”: como aquellas en las que el género no se desprende del sexo y otras en las que las prácticas del deseo no son “consecuencia” ni del sexo ni del género.
El lenguaje ha fortalecido las normas heterosexuales al relegar a la clandestinidad a los otros a través de las agresiones. Para Didier Eribon la injuria (que es el signo de la vulnerabilidad psicológica y social) es un problema presente en la vida de los no heterosexuales, pues se encuentran “sujetos” por el orden sexual; también lo es el modo en que, de forma diferente en cada época, se han resistido a la dominación, produciendo estilos de vida, espacios de libertad, un mundo “gay” (Eribon, 2001: 18, 29; Núñez, 2007).
Nos interesa resaltar que a pesar de la estigmatización de las prácticas e identidades no heterosexuales, éstas son posibles maneras de resignificación del mandato heterosexual. Así, el género es un proceso que estabiliza la heterosexualidad, como un acto performativo, mediante la repetición de actos ritualizados (Butler, 2007: 262, 266). Y por medio de la repetición de dichos actos performativos es que el ideal nunca se completa, y es por ello que las normas se vuelven vulnerables en su repetición, no determinan todo cuanto es posible. Los actos de género pueden socavar las normas que los organizan (Díaz, 2009: 190), permitiendo la subversión de la heterosexualidad, por lo que es posible reconstruir y dotar de nuevo significado a la heterosexualidad agresiva de los espacios públicos. Consideramos que con esta acción de feminización del término por los varones entrevistados se percibe un acto subversivo de incorporación de la injuria, donde opera el papel iterativo de la performatividad, que mediante su repetición y asimilación cambia el sentido original homofóbico de rechazo.
Nuestra intención no es generalizar este término a todas las prácticas homoeróticas que se llevan a cabo en el metro. Hemos encontrado que otros se asumen como “metreros”, o que existen más que incluso no utilizan ninguna categoría de adscripción, pero viven este tipo de prácticas como una más que forma parte del homoerotismo.
También resulta necesario mencionar que en la actualidad presenciamos una gran variedad de trabajos sobre la sexualidad y sus manifestaciones. Desde que Michel Foucault publicó sus tres volúmenes de Historia de la sexualidad (2011a, 2011b, 2011c), en América Latina se presentan, sobre todo a partir de la incursión de los feminismos que utilizaron argumentos postestructuralistas (McLaughlin, 2003) y a la queer theory (Fonseca y Quintero, 2009; Viteri, Serrano y Vidal-Ortiz, 2011; Valencia, 2015), considerables esfuerzos por hacer visible y relevante para la academia el cómo se viven las prácticas sexuales no hetero, así como las implicaciones de la heterosexualidad como régimen para la vida sexual de las personas (sobre la conceptualización de la diversidad sexual y algunas implicaciones en Latinoamérica véase Núñez, 2011).4
Sobre el tema que aquí nos compete, consideramos que, aunque presenciamos más trabajos académicos sobre la configuración sociocultural del homoerotismo (Núñez, 1999, 2007), la producción científica respecto de los espacios públicos y la sexualidad no hegemónica aún es incipiente. En México, encontramos los trabajos realizados desde la antropología, principalmente, que analizan las dinámicas de interacción social y la recreación de la identidad gay citadina en los bares (List, 2002; Laguarda, 2004), así como el papel del turismo sexual en baños y saunas de Puebla (List y Teutle, 2008). En América Latina sobresalen las producciones académicas brasileñas que han analizado cómo se configura el homoerotismo en los saunas y clubes para prácticas homoeróticas (Braz, 2010; Nogueira y Gomes, 2016), así como también la configuración de Brasil como país receptivo de turismo sexualmente diverso (Amaral, 2002).
El presente artículo tiene como objetivo desarrollar estos temas desde el punto de vista de la teoría de la reducción social de la contingencia.5 Se desarrollarán los fundamentos de este enfoque teórico en el primer apartado del texto. El segundo dará cuenta de las estructuras fundamentales del orden de la interacción. El tercero se enfocará en el análisis de la sexualidad impersonal en lugares públicos, la figura del outsider y en un breve excurso se reflexionará sobre algunos elementos metodológicos propios de esta investigación. En el cuarto apartado analizamos la forma en la que los principales mecanismos sociales reductores de contingencia posibilitan una improbable coordinación de acciones en el último vagón del metro. Y también daremos cuenta de la forma en que la comunicación, las disposiciones, las capacidades corporales y la materialidad hacen posible el “metreo”. Finalmente, en el quinto apartado concluimos con una breve reflexión sobre los rendimientos del empleo de la teoría de la reducción social de la contingencia y apuntamos algunas de las tareas pendientes en el desarrollo de este marco conceptual.
La contingencia inherente del mundo social
Sin lugar a dudas, el carácter rutinario de la vida social y la seguridad ontológica que de éste se desprende dificultan enormemente la observación de la contingencia inherente a toda relación social. Para poder dar cuenta de esta contingencia, hace falta observar desde coordenadas sociológicas capaces de percibir en el supuesto carácter no problemático de la vida social la respuesta a un problema de referencia. En efecto, sin importar si se trata de un mero saludo, del intento de adquirir un bien o un servicio o del respeto de una norma legal, para la sociología todo fenómeno social parte de un problema fundamental, a saber: el problema de la doble contingencia.
Observar a la realidad social desde el punto de vista del problema de la doble contingencia implica ver que el resultado de una determinada relación social no es ni necesario, ni imposible. Implica, pues, dar cuenta de que las cosas siempre pudieron haber sido distintas a como efectivamente son. Para regresar a los ejemplos arriba mencionados, digamos que el resultado de un saludo es contingente porque la persona a la que saludamos bien pudo no haberse percatado de que estábamos tratando de saludarla y pudo dejarnos con la mano extendida; en este sentido el éxito del saludo sólo puede verificarse una vez que, efectivamente, éste se ha llevado a cabo. En el caso de las operaciones económicas, la doble contingencia se hace presente de muchas maneras. Un caso típico tiene que ver con el hecho de que la compraventa de un determinado bien o servicio puede no llevarse a cabo simplemente porque no se tenga suficiente dinero para cubrir el precio de dicho bien o servicio. Por último, en el caso del respeto a la norma, la contingencia se deja ver en el hecho de que, sin importar cuán racional o conveniente sea una reglamentación, ésta siempre puede ser transgredida.
Ahora bien, hablamos de doble contingencia y no meramente de contingencia debido a que, a diferencia de lo que pasa en otros ámbitos de la realidad, en lo social las expectativas reflexivas -es decir, las expectativas de expectativas- desempeñan un rol fundamental. Esto quiere decir que cuando dos individuos se relacionan y buscan coordinar sus acciones, de una u otra forma se ven obligados a considerar las expectativas del otro en las propias. Hablar, pues, de doble contingencia implica recordar que lo que vale para ego vale para alter. En este sentido, también las gratificaciones, reacciones y expectativas de alter dependen de las de ego. Por eso se habla de que en lo social existe una “complementariedad de expectativas”. Ahora bien, en principio esta última no remite al hecho de que los actores tengan las mismas expectativas sobre algo, sino simplemente a que “la acción de cada uno se orienta por las expectativas del otro” (Parsons, 1962: 15).
Tenemos, pues, que de la observación de la realidad social desde el punto de vista del problema de la doble contingencia se desprenden dos rendimientos teóricos fundamentales. En primer lugar, dicha perspectiva nos permite dar cuenta de que las cosas siempre hubieran podido ser de otra manera. En segundo lugar, gracias a este enfoque podemos ver la forma en que, en términos prácticos, los individuos tratan de resolver dicho problema al orientar sus expectativas hacia lo que consideran que son las expectativas del otro. Justamente, esta orientación los lleva a actuar de una forma y no de otra en aras de alcanzar sus objetivos. Por ejemplo, si espero que un determinado producto esté más caro en la tienda X que en la tienda Y, entonces iré a la tienda Y a adquirirlo o llevaré más dinero en caso de que no me quede de otra que ir a la tienda X.
Ahora bien, sin importar cuán útil resulte observar a la realidad social desde esta perspectiva, es obvio que nos brinda una imagen parcial de dicha realidad social, ya que en ella existe mucha más regularidad de la que el problema de la doble contingencia permite observar. En este sentido, resulta fundamental complementar al problema teórico de la doble contingencia con el principio empírico de la reducción social de la contingencia. En efecto, en la realidad empírica la doble contingencia inherente a las relaciones sociales se ve permanentemente reducida por diversos operadores sociales reductores de la contingencia (OSRC).6 Dichos operadores pueden ser vistos como “logros evolutivos” en tanto son resultado de la historia de la humanidad. La identificación de estos OSRC es una de las tareas fundamentales de la teoría de la reducción social de la contingencia (TRSC), la cual funge como marco conceptual del presente artículo. El grado de avance de la TRSC nos ha llevado a identificar tres OSRC, a saber: la comunicación, las disposiciones prácticas y la materialidad tecnológica.7
Sin lugar a dudas, la comunicación es el OSRC fundamental, pues ésta queda implicada en toda relación social. El concepto de comunicación propio de la TRSC incluye tanto a la comunicación verbal (oral y escrita) como a la comunicación no verbal. Así, por ejemplo (y muy a propósito de lo que vamos a analizar a continuación), si en el vagón del metro alguien se acerca a la puerta puede estar comunicando, aun sin decir nada, su intención de descender pronto. Ciertamente, esto puede o no ser así, ya que dicha persona pudo haberse colocado allí por otras razones. Justo por eso, en muchas ocasiones la comunicación no verbal resulta insuficiente para la coordinación de acciones (si me dirijo a la puerta, espero que la persona que está parada frente a ella me ceda el paso). Es aquí cuando la comunicación verbal pone de manifiesto lo mucho que aporta a la reducción de la contingencia, pues con un simple “¿baja a la próxima?” o “con permiso, por favor”, la otra persona tendrá clara nuestra intención de que vamos a salir del vagón y entenderá que tiene que hacerse a un lado.
Es evidente que los rendimientos de coordinación derivados de la comunicación no se agotan en casos meramente interactivos como el expuesto. A lo largo de la evolución sociocultural se han diferenciado formas particulares de comunicación que contribuyen a delimitar el sentido de las relaciones sociales y a reducir la contingencia derivada de éstas. Así, por ejemplo, hay comunicaciones específicamente científicas que resuelven los problemas derivados de la definición de lo verdadero, y otras concretamente económicas que nos ayudan a lidiar con los problemas relativos a la escasez.
Entonces, tenemos que la comunicación es fundamental para la reducción de la contingencia inherente a las relaciones sociales. No obstante su importancia, es un hecho que resulta insuficiente para dar cuenta de la regularidad del mundo social, pues está claro que no siempre basta con que nos comuniquen algo para que lo aceptemos. En este sentido, en muchas ocasiones una efectiva coordinación de acciones requiere de la incorporación de disposiciones y capacidades prácticas a lo largo del proceso de socialización. Así, por ejemplo, la cabal participación en el sistema de la ciencia requiere de los actores un manejo suficiente no sólo de las semánticas propias de una disciplina en particular (teorías y métodos), sino también de actitudes y habilidades prácticas. Sin pretender brindar aquí un listado definitivo y con plena conciencia de las diferencias disciplinares, las mencionadas disposiciones y capacidades para el ámbito de la ciencia incluyen: la aproximación analítica a los fenómenos, la imaginación estadística, el descentramiento del sujeto (es decir, la comprensión de que lo que pasa no pasa porque uno quiera), la distinción entre correlación y causalidad, el reconocimiento de la dimensión temporal de los fenómenos, la capacidad de aceptar (o al menos procesar) la crítica, etcétera.
Cuando ni la comunicación, ni las disposiciones y capacidades prácticas son suficientes para reducir la contingencia entra en juego el tercer OSRC, a saber: la materialidad tecnológica. Así, para seguir con el ejemplo anterior, para cumplir cabalmente su función social, la ciencia no sólo requiere de teorías, métodos, posibilidades y destrezas, sino que también necesita de artefactos que le permitan probar sus afirmaciones para poder etiquetarlas como “verdades científicas”.
Resulta importante aclarar que las fronteras que separan a los distintos OSRC tienen un carácter meramente analítico, ya que en la realidad la puesta en marcha de uno implica la participación de otro u otros operadores. Justamente esta dependencia recíproca es la que ha permitido el desarrollo de ámbitos de sentido tan complejos como la ciencia, la economía o el derecho.
Por último, cabe mencionar que la forma que adopta la contingencia y su eventual reducción depende tanto de la estructura de la relación social como de su temporalidad. Así, por ejemplo, no es lo mismo el tiempo fugaz de la interacción entre desconocidos que difícilmente volverán a verse, que el tiempo meso de la organización, o el tiempo largo de los sistemas sociales. En este texto nos centraremos, justamente, en la observación de la dinámica que adquiere la contingencia y su eventual reducción en los encuentros interactivos que se llevan a cabo por algunas “metreras” en el último vagón del metro en aras de responder a la pregunta: ¿cómo es posible el “metreo”? Para ello es necesario dar cuenta de las estructuras fundamentales del orden de la interacción, que es el objetivo central del siguiente apartado.
El orden de la interacción
El concepto de orden de la interacción fue desarrollado por Erving Goffman en el texto del mismo título que, a la postre, se convertiría en su “testamento” científico. En efecto, Goffman lo escribió en 1982 para presentarlo en su toma de protesta como presidente de la American Sociological Association. Sin embargo, tal presentación nunca pudo llevarse a cabo, pues poco después de terminar el escrito tuvo que ser hospitalizado. El padecimiento que lo llevó al hospital terminaría por quitarle la vida en noviembre del mismo año. Tiempo después el texto se publicó como artículo en la American Sociological Review.
Afirmar que “El orden de la interacción” es el “testamento” científico de Goffman tiene que ver más con su contenido que con su circunstancia, ya que allí este autor sintetiza el trabajo de toda una vida orientado a la delimitación analítica y a la defensa de la relevancia científica de la interacción como ámbito de estudio autónomo de la sociología. Es importante apuntar que para Goffman ambos aspectos no implicaban de forma alguna negar la relevancia científica de otros órdenes (otras escalas) de la realidad social. La siguiente caracterización del orden de la interacción retoma muchas ideas de Goffman y las complementa con las reflexiones de Niklas Luhmann en torno a los sistemas de interacción, así como con ideas propias acerca de la teoría de la reducción social de la contingencia antes esbozada.
Para Goffman, el orden de la interacción se define como la interacción que se da “exclusivamente en situaciones sociales, es decir, en las que dos o más individuos se hallan en presencia de sus respuestas físicas recíprocas” (Goffman, 1991: 173). Con ayuda de la teoría sistémica de la sociedad de Luhmann podemos precisar aún más esta definición al decir que el orden de la interacción es un ámbito diferenciado de comunicación que se distingue de otras órbitas comunicativas en las que la presencia física recíproca no juega un rol estructural.
A manera de ejemplo podemos decir que la reproducción autopoiética de la comunicación científica no requiere necesariamente de la interacción entre presentes y que justo esto es lo que la distingue de la interacción. Evidentemente, lo anterior no niega que pueda haber interacciones en las que la comunicación científica sea fundamental (como las que se dan en un laboratorio). Sin embargo, lo específicamente interactivo de dichos encuentros no radica en el contenido de lo que se dice -pues además de hablar sobre sus experimentos los científicos también pueden comunicarse acerca de sus familias o sobre lo que han visto recientemente en la televisión-, sino en los canales comunicativos abiertos por el hecho de estar en presencia física recíproca, es decir, en la posibilidad que tienen los actores de percibir la precepción de los otros. En dichos canales lo importante no es lo que se dice, sino toda la comunicación que se lleva a cabo mediante lo que Goffman denomina “el dialecto corporal”. Está claro que una determinada situación social no se agota en el intercambio verbal, por lo que se hace necesario atender “el aspecto físico y los actos personales, tales como el vestido, el porte, los movimientos y las actitudes, la intensidad de la voz, los gestos como el saludo o las señales de la mano, el maquillaje del rostro y la expresión emocional en general” (Goffman, 1982: 287).
Dado que en el orden de la interacción es imposible no comunicar, los actores que buscan establecer una determinada definición de la situación se ven enfrentados a la permanente tarea de condicionar la conducta de los otros. En gran parte este control se logra
influyendo en la definición de la situación que los otros vienen a formular, y él puede influir en esta definición expresándose de modo de darles la clase de impresión que habrá de llevarlos a actuar voluntariamente de acuerdo con su propio plan. De esta manera, cuando un individuo comparece ante otros, por lo general habrá alguna razón para que desenvuelva su actividad de modo tal que ésta transmita a los otros una impresión que a él le interesa transmitir (Goffman, 2012: 18).
Tenemos, pues, que el proceso para establecer una determinada definición de la situación es uno cuyo resultado siempre es contingente.8 En este como en otros ámbitos de la realidad social, la contingencia inherente a las relaciones sociales se reduce mediante la participación de los OSRC. Más adelante veremos cómo, en el caso específico de las “metreras”, la contingencia se reduce mediante la puesta en marcha de la comunicación, disposiciones prácticas y materialidad tecnológica. Por ahora, lo importante es tener claro que los encuentros que acontecen en el último vagón del metro pueden analizarse con la ayuda del concepto de orden de la interacción, pues no sólo presuponen una presencia física recíproca (y, por lo tanto, una mutua percepción de la percepción), sino que también en ellos el lenguaje verbal muchas veces sale sobrando.
Un acto “triplemente desviado”: sexo impersonal en lugares públicos
Así como Goffman es el clásico de la sociología de la interacción, Laud Humphreys ocupa un lugar preponderante en los estudios sociológicos sobre el sexo impersonal. En efecto, en su obra clásica Tearoom Trade, de 1970 (Humphreys, 2008), nos muestra las estrategias empleadas por varones para tener prácticas sexuales instantáneas e impersonales con personas de su mismo sexo en baños públicos de Estados Unidos, durante la segunda mitad de la década de los sesenta. Y si bien es cierto que gran parte de la notoriedad del libro se debe a las consideraciones éticas que despertó (pues, al estudiar a un grupo fuertemente estigmatizado en la época, Humphreys puso a sus informantes en riesgo), no deben dejarse de lado los rendimientos científicos que la obra ha tenido para la sociología. Entre otros se encuentra la precisa caracterización de un orden interactivo en el cual las palabras desempeñan un papel totalmente secundario para la coordinación de encuentros sexuales impersonales. En este sentido, y sin dejar de tomar en cuenta que la situación de los hombres que mantienen prácticas homoeróticas se ha modificado enormemente en los últimos años en varios países (incluyendo México, y en particular en la Ciudad de México), los paralelismos entre los “intercambios en los cuartos de té” observados por Humphreys y los encuentros sexuales de las “metreras” que analizaremos más adelante son notables. Justo por esta razón nos pareció pertinente recuperar algunas de las dimensiones de análisis de este autor en aras de afinar nuestra propia observación del fenómeno.
En tanto involucra, al menos, a dos individuos que coordinan sus acciones respectivas mediante disposiciones y comunicación, el sexo es un fenómeno social. Evidentemente, el placer sexual puede experimentarse también en solitario mediante la masturbación. Sin embargo, en dicho caso la doble contingencia inherente a las relaciones sociales no siempre se activa, pues no se busca necesariamente una coordinación de acciones.9 Otro caso en el que esta doble contingencia puede ponerse en duda es cuando el sexo no es consensuado. Aquí el encuadre de sentido no ocurre en términos de sexualidad, sino de violencia, por lo que la doble contingencia se resuelve recurriendo a factores como el engaño, la amenaza y la fuerza física y no a habilidades específicamente sexuales. Un último caso que quedará fuera de nuestro universo de observación es aquel en el que la relación es consensuada, pero dicha coordinación se logró mediante el dinero. Al ser reducida mediante mecanismos de mercado propios de la economía, la doble contingencia en estos casos también deja fuera, en principio, los “juegos de seducción”. Aquí no sólo hay que tener presente a la prostitución, sino también el trabajo de los actores de películas y de revistas pornográficas. Resulta evidente que el hecho de que la relación sexual no haya sido resultado de un encuadre propiamente sexual, sino económico, no niega que en el transcurso de la relación los individuos involucrados tengan que activar disposiciones y comunicaciones propiamente sexuales.
En prácticamente todas las culturas, el ejercicio de la sexualidad está mediado por rituales interactivos cargados de un enorme simbolismo. En las sociedades occidentales (u occidentalizadas) contemporáneas, este ritual gravita en torno al concepto de amor. Si bien es cierto que, tal y como lo veremos a continuación, el amor no siempre es el medio de comunicación que orienta a la sexualidad, no puede negarse que es fundamental en la expectativa que podríamos caracterizar como culturalmente dominante. Así, en principio se tiene sexo con quien se ama (o al menos se quiere), y para llegar a amar (o a querer) a una persona es necesario conocerla. Justamente de esto trata el cortejo. Este simbolismo es tan fuerte que incluso cuando no se ama a alguien, muchas veces es necesario simular el amor para poder llegar a tener sexo con dicho sujeto. Aun cuando la dinámica sexual se ha modificado significativamente en los últimos tiempos, sigue siendo improbable que un individuo que recién conoce a otro tenga éxito si lo invita a tener sexo sin mayor preámbulo. Sin lugar a dudas, un mínimo ritual de conocimiento y reconocimiento sigue siendo fundamental en los encuentros sexuales.
Justo por lo anterior, los casos de los asistentes a los “cuartos de té” analizados por Humphreys y de las “metreras”, en tanto ejemplos paradigmáticos de sexo impersonal resultan tan interesantes. Aquí la doble contingencia no se supera mediante un cortejo verbalmente mediado o con ayuda del dinero, sino a través de un “diálogo” de miradas y gestos. Además, aquí también hay aspectos rituales que establecen una frontera entre lo permitido y lo prohibido. Sin embargo, este ritual subvierte las expectativas convencionales, pues mientras que en lo cotidiano nos parecería insoportable que alguien que no sabe nuestro nombre tocara nuestros genitales, en el “metreo” pudimos observar que lo que en muchas ocasiones se considera imperdonable es preguntar el nombre de la persona con la cual se acaba de tener un encuentro sexual.
Por ejemplo, cierto día uno de los investigadores abordó el último vagón del metro. Eran las siete de la mañana y, como de costumbre, en esa línea del STCM había mucha afluencia de gente. Al abordar sintió detrás de sí movimientos bruscos y percibió el frotamiento sin cesar de la tela de dos chamarras de piel. Al voltear, vio que dos varones, aprovechando el nulo espacio entre las personas, se masturbaban de manera mutua. Después de dos estaciones uno se retiró y bajó del tren. Nadie emitió expresión verbal alguna. Cabe señalar que en muchas ocasiones vimos la misma dinámica. En el “metreo” el uso de la palabra se considera una pérdida de tiempo. Como se verá más adelante, las miradas son más efectivas para aprovechar el tránsito del metro y evitar ser sorprendido por las demás personas.
Además del carácter impersonal de los encuentros sexuales, otro rasgo compartido por la investigación de Humphreys y la llevada a cabo por nosotros remite al hecho de que en ambos casos los escarceos ocurren en lugares públicos. Dado que estos sitios no están diseñados para que la gente tenga acercamientos eróticos, los individuos involucrados no sólo enfrentan la contingencia derivada de las dificultades de la coordinación de la acción, sino también aquella que se desprende del carácter clandestino del acto en dicho escenario y de los riesgos que de esto se desprenden.10
Así, tanto por el lado de la manera de establecer la relación como por el lugar en el que ésta se lleva a cabo, estamos ante grupos de individuos que Howard Becker denominó outsiders. Este autor, a diferencia de otras aproximaciones al fenómeno de la conducta desviada, no considera que ésta se deba a que haya algo inherentemente patológico en el actor que la lleva a cabo, sino que se centra en la forma en que el establecimiento de una norma genera de manera residual su propia conducta desviada. En este sentido, Becker afirma:
Me refiero más bien a que los grupos sociales crean la desviación al establecer las normas cuya infracción constituye una desviación y al aplicar esas normas a personas en particular y etiquetarlas como marginales. Desde este punto de vista, la desviación no es una cualidad del acto que la persona comete, sino una consecuencia de la aplicación de reglas y sanciones sobre el “infractor” a manos de terceros. Es desviado quien ha sido exitosamente etiquetado como tal, y el comportamiento desviado es el comportamiento que la gente etiqueta como tal (Becker, 2009: 28).
Cuando se analiza, desde el punto de vista de la sociología de Becker, un fenómeno como el “metreo”, se está ante una acción, por así decirlo, “triplemente desviada”. Por un lado, el orden heteronormativo que, a pesar de algunos signos de transformación, sigue rigiendo nuestra sociedad, nos señala que sentir atracción por personas del mismo sexo-género es una conducta “desviada”. Por otro lado, si bien es cierto que, en lo general, nuestra sociedad no reprueba que una pareja se bese o acaricie en público (aunque ciertamente existen lugares donde esta conducta sería inapropiada, como las iglesias), no puede negarse que lo que hacen las “metreras” en la “cajita feliz” rebasa por mucho los límites del decoro público. No cabe duda que masturbarse o practicar la felación o el coito en el Metro resultaría un acto escandaloso incluso si fuera llevado a cabo por una pareja heterosexual. Sin embargo, cuando estas acciones son cometidas por hombres que se sienten atraídos por otros hombres, el escándalo alcanza niveles extremos. Por último, con su acción las “metreras” se desvían de lo que se considera “normal” en las relaciones sexuales, pues como mencionamos anteriormente, tienen encuentros sexuales impersonales.
Es importante distinguir analíticamente entre estos tres tipos de “desviación”, porque cada una pone a debate distintas ideas de normalidad. Así, mientras que el sexo impersonal cuestiona nuestras ideas del amor y del cortejo, tener prácticas sexuales en el Metro no sólo lo hace sobre lo que pensamos en torno a lo que es permitido llevar a cabo en el espacio público, sino que cuestiona la distinción misma que divide lo público de lo privado. Por último, las prácticas homoeróticas realizadas por las “metreras” cuestionan la heteronormatividad dominante en nuestra sociedad. Cada una de estas transgresiones pone de manifiesto la contingencia de los ordenamientos normativos (formales o informales) al mostrarnos las posibilidades que han quedado excluidas. Gracias a las “metreras” (y a otros outsiders) podemos ver que el sexo impersonal es posible, que el goce sexual en el espacio público puede ir más allá de los límites del decoro y de la Ley de Cultura Cívica de la Ciudad de México,11 y que las identidades y prácticas no heterosexuales son reales.
En particular, esta última idea resulta importante en términos sociológicos (y normativos) ya que, a diferencia de las otras dos transgresiones (no hay movimientos en favor de la impersonalidad en las relaciones sexuales o que busquen normalizar el sexo en los espacios públicos), el movimiento LGBTTTI no se ha conformado con la práctica de la conducta “desviada”, sino que ha buscado transformar tanto las normas formales mediante la ampliación de derechos, como las normas informales (es decir, las ideas preconcebidas que se tienen sobre todo lo que va contra el mandato heteronormativo). En este sentido, e independientemente de lo radicales que nos puedan parecer sus otras acciones transgresoras, la actividad de las “metreras” bien puede verse como el resultado de un agravio moral ante la falta de reconocimiento.12 Como históricamente los varones no heterosexuales no han podido mostrar sus preferencias sexuales en público,13 se han convertido, tal y como se menciona en uno de los testimonios citados antes, en “detectores de cuerpo”.14 Esta capacidad práctica para comunicarse mediante un “diálogo de miradas” los ha llevado a apropiarse del espacio de manera desviada para poder resignificarlo. Así, para las “metreras” el último vagón del Sistema de Transporte Colectivo Metro ya no es sólo un espacio para transportarse en el que rigen las normas del mandato heteronormativo, sino que, mediante su práctica, se ha convertido en la “cajita feliz” o el “putivagón”, es decir, en un espacio de movilidad y placer donde la heteronormatividad, sin dejar de estar presente, pierde mucha de su fuerza simbólica al verse cuestionada.15
Ahora bien, más allá de estas importantes similitudes, también existen diferencias entre el trabajo llevado a cabo por nosotros y la investigación de Humphreys. Entre ellas existen dos que vale la pena destacar: la relativa a los objetivos de la investigación y la que concierne a los métodos empleados, mismas que analizaremos a continuación.
Excurso metodológico
Puesto que Humphreys investigó el fenómeno cuando las actividades homoeróticas estaban mucho más estigmatizadas que hoy en día, para él resultaba interesante saber a dónde tenía que ir un individuo común para poder tener un encuentro sexual con otro individuo del mismo sexo. Por ello, decidió realizar su investigación en los baños públicos, pues en éstos se efectuaban la mayoría de los arrestos relacionados con la actividad homosexual. Además de interesarse por el comportamiento estigmatizado en sí, Humphreys también quería saber quiénes eran los hombres que llevaban a cabo dichas prácticas. Por esta razón, su investigación no terminó con la observación de los encuentros sexuales impersonales en los baños públicos, sino que además incluyó entrevistas con un importante número de personas que en su vida cotidiana participaban en dichos encuentros. Justo en este punto yace el aspecto más polémico de su trabajo, pues si bien es cierto que, como veremos más adelante, tomó todo tipo de precauciones para no poner en riesgo a sus informantes, no puede negarse que el estudio pudo haber destruido sus vidas por el hecho mismo de que esta conducta estaba penada. Más allá de las implicaciones jurídicas, vale la pena mencionar que muchos de los entrevistados no se veían a sí mismos como homosexuales y que, incluso, bastantes estaban casados.
Entre las diversas estrategias metodológicas empleadas por Humphreys para llevar a cabo su investigación nos parece importante destacar dos. En primer lugar, pudo observar directamente los encuentros sexuales impersonales en los baños públicos gracias a que se convirtió en un integrante más del grupo desviado en tanto equipo,16 a saber, en una watchqueen. Posicionándose cerca de la puerta o las ventanas del baño público, la watchqueen tenía la función de avisar a los involucrados en un encuentro sexual impersonal, generalmente mediante un tosido, si alguien se aproximaba al lugar. La segunda tiene que ver con la forma en la que pudo abordar a los individuos que había observado, ya que para poder hacerlo y no ser reconocido, Humphreys no sólo tuvo que esperar un año antes de realizar las entrevistas, sino que también cambió su peinado, vestimenta y automóvil.
Al igual que Humphreys, nosotros también observamos el encuentro sexual impersonal que se lleva a cabo en un lugar público como un fenómeno social “desviado”. Sin embargo, como ya lo hemos mencionado, nuestro interés no sólo tiene que ver con esa característica, sino también con el hecho de que es un claro ejemplo de la manera en la que la contingencia inherente a los encuentros sociales es reducida mediante diversos operadores capaces de contribuir con la construcción de un (micro)orden social. Por otra parte, a diferencia de Humphreys, a nosotros no nos interesa saber quiénes son los varones que se involucran en esta práctica. Así, el lector de este trabajo no llegará a saber quiénes son las “metreras” más allá de este ámbito interactivo.
Si bien es cierto que nosotros también recurrimos a la observación y a las entrevistas para obtener información empírica sobre el fenómeno, nos distinguimos de Humphreys por la forma en la que llevamos a cabo estas actividades. En primer lugar, cabe destacar que nuestra observación no fue participante.17 Desde 2011 hasta la fecha hemos abordado periódicamente el último vagón del metro en las líneas 1, 2, 3, 7, 8, 9 y 12 para llevar a cabo nuestras observaciones. Lo hemos hecho en distintos momentos del día para comparar la influencia del horario y la aglomeración de la gente en las dinámicas del “metreo”. Nos posicionamos en la puerta contraria a la de descenso del último vagón. Sólo utilizamos la mirada como medio de indagación del “metreo”, no nos hicimos pasar en ningún momento por “metreras”, ni participamos como integrantes de un equipo de apoyo para dicha actividad. Cuando alguien intentó iniciar cortejo sexual con nosotros decidimos indicarle con el cuerpo que no queríamos.
En segundo lugar, después de varios meses de observación en 2011, llevamos a cabo diez entrevistas semiestructuradas con “metreras”. En un principio buscamos hacerlas inmediatamente después de que hubieran terminado la interacción sexual. Sin embargo, enfrentamos grandes dificultades para encontrar informantes de esta manera, pues la mayoría están interesadas sólo en cortejar a alguien o en tener relaciones sexuales, por lo que nuestra propuesta les pareció una pérdida de tiempo.18 Ante esta situación, decidimos seguir las indicaciones sugeridas por William Foote Whyte en su obra La sociedad de las esquinas. En dicho trabajo sugiere que los métodos y técnicas de investigación pueden corregirse e implementarse de acuerdo con la naturaleza de la situación del estudio que se está llevando a cabo. De esta manera, recurrimos a gente conocida que nos ayudó a establecer contacto con “metreras”. Al tratarse de un tema de difícil acceso por ser una práctica estigmatizada, decidimos acercarnos a conocidos que formaban parte de grupos de activistas de la diversidad sexual. Aunque al inicio se negaron a apoyarnos, después de algunos días decidieron auxiliarnos en establecer contacto con varones que gustan del “metreo”. Cuando entrevistamos al primero, nos contactó con otro de sus conocidos y así sucesivamente, hasta llegar a celebrar diez entrevistas, las cuales fueron realizadas en cafeterías, la calle y en las casas de algunos de ellos. Como no nos interesaba saber quiénes son las “metreras”, sólo hicimos preguntas relativas al “metreo” (de hecho, la única no relacionada con este tema fue la de su edad).
Entre los tópicos abordados estuvo: la carrera de la “metrera” (es decir, cómo se llega a serlo; las modalidades del “metreo”; las experiencias de las “metreras”, y los códigos comunicativos empleados para poder “metrear”). Durante las charlas se intentó establecer una relación empática con los informantes para que, en la medida de lo posible, les resultara más fácil compartir con nosotros su mundo simbólico (Taylor y Bogdan, 1987: 55). La duración de las entrevistas fue de aproximadamente una hora por entrevistado, fueron audiograbadas y transcritas en el programa Word, y se les aplicó un análisis de contenido a partir del cual se seleccionaron los fragmentos discursivos que dilucidarán las estrategias más representativas del “metreo”. La edad de los entrevistados osciló entre los 23 y los 30 años. Es importante señalar que a los informantes se les garantizó preservar su identidad, manteniéndola en el anonimato.
Después de realizar las entrevistas decidimos continuar con la observación del “metreo” durante algunos meses más para determinar si se habían suscitado cambios en lo descrito por los entrevistados, y pudimos observar que se conservaron las mismas estrategias después de dos años desde que se inició la recolección de la información.
El “metreo”: la construcción de un orden interactivo “desviado”
En este apartado nos serviremos de las herramientas teóricas desarrolladas a lo largo del texto para dar cuenta de la manera en que se ha formado un orden social interactivo mediante el “metreo” en “la cajita feliz”.
En primer lugar, destaca el aspecto comunicativo de este orden social interactivo, pues el paso de la mera fantasía a la acción requiere expresar comunicativamente el deseo. Sin embargo, dado que la comunicación directa en este caso es peligrosa, las “metreras” recurren al “diálogo de miradas”, como queda de manifiesto en los siguientes testimonios:
Empecé cuando tenía quince años. Me empezaban a mirar, cada uno se sobaba su pene y se lo agarraba al otro. A mí me daba pena y morbo, se me antojaba pero me daba miedo, ya después le agarré la confianza. Siempre fue con la mirada, les dices de alguna manera que te gustan, ves el paquetito de una forma muy directa, como de “quiero tu verga o quiero coger contigo”. He hecho de todo desde mamadas hasta cogidas (Raúl, 25 años).
Regularmente, en la estación Pantitlán de la línea rosa están las jotas esperando a ver quién llega, entonces te acercas, escaneas y si alguien te gusta, no le quitas la mirada, si te ve es que ya triunfaste. Te subes con él, no te le despegas, y ves qué sale… (Ernesto, 27 años).
Pudimos observar que el lugar idóneo para el “metreo” es la esquina del vagón en el lado opuesto a la puerta de salida, pues es donde se aglomera la mayor cantidad de gente. Además, si alguien se posiciona ahí, significa que no descenderá rápido del tren, lo que asegura algunos minutos para el cortejo. Si pensamos en la mirada, ese lugar también permite observar a más personas y tener cierto control de lo que hacen los demás. Regularmente el “metreo” dentro del vagón inicia con la mirada; si se da la conexión con otro varón y existe atracción comienza el “diálogo de miradas”: la mirada fija y la respuesta del otro es el indicio de que hay un gusto mutuo y de que algo más puede pasar. Este diálogo puede estar acompañado de guiños y en algunos casos hasta de sonrisas.
Sin embargo, hay ocasiones en las que la mirada no basta para definir la situación, y dado que el tiempo apremia, las “metreras” se ven en la necesidad de recurrir a otras formas de comunicación no verbal:
Conozco muchas técnicas, la más habitual es la mirada, otra es agarrarse los genitales. Yo no uso ropa interior, he tenido coito anal, sexo oral, y en una ocasión dedeé a una jota (Ignacio, 30 años).
Se da primero el cambio de miradas, [pues] a pesar de todo debes ser reservado. Es muy padre tener ese tipo de experiencias, [ya que] te permiten conocerte. Vas compartiendo el mismo grupo de asientos, te toca al lado de alguien que te gusta, el roce del cuerpo te va diciendo muchas cosas, los pies también hacen algo, los acercas, los vas frotando con los del otro, como ejercicio para saber si el otro te responde, debes hacerlo porque me ha sucedido que me acerco y me repelen o repelo, hay un ejercicio de ver si queremos lo mismo, no se debe perder tiempo en el Metro, los periodos son cortos, cuando no basta la mirada, entonces utilizas las manos (Joaquín, 22 años).
En diversas ocasiones vimos cómo operaban estas estrategias corporales. La ropa es un accesorio muy importante para el “metreo”. Una vez observamos a un varón joven que vestía ropa deportiva ajustada. Se posicionó al final del andén de una estación del STCM. Cuando llegó el tren abordó el último vagón junto con nosotros. Nos paramos a su lado; traía una mochila en las manos, nos percatamos de que la llevaba allí para tapar sus genitales, cuando veía a alguien que le gustaba la movía y los frotaba un poco con su mano izquierda. Alguien lo vio, se acercó y la mochila sirvió como barrera para la mirada de otros. De manera sutil la colocaron entre las manos de los participantes y sus genitales. El encuentro, aparentemente, sólo incluyo este tipo de caricias durante el trayecto del tren por dos estaciones. El participante que llevaba la mochila se bajó abruptamente, mientras que el otro involucrado continuó en el mismo lugar y siguió su viaje.
Ahora bien, puede ser que para otros usuarios estas historias resulten inverosímiles. Por lo general, no solemos asociar los viajes en el metro con el placer, y la idea de que algo así pueda ocurrir sin que nos demos cuenta es difícil de creer. Es aquí donde entran en juego otros factores, tales como las disposiciones prácticas y la materialidad.
Un claro ejemplo de la relevancia de las disposiciones puede observarse en el siguiente testimonio, en el que se pone de manifiesto que, en tanto miembros de un grupo “desviado”, las “metreras” han generado habilidades para identificar que alguien quiere llamar su atención o para llamar la de alguien de manera sutil:
[…] tener este tipo de actividades podría ser una especie de válvula de escape. Qué más rico que salgas de tu casa a tu trabajo y mientras “te trastean” bien a gusto. A mí me parece un ejercicio de madurez, porque si vas a viajar bien apretado, mínimo que te toquen y la pases bien, ¿no? Además, no hay tiempo, las cosas deben ser rápidas, las “metreras” vamos a eso, no platicamos, vamos a eso, vemos si nos gustamos, le damos y ya. Como homosexuales somos detectores del cuerpo, entendemos esos códigos a la perfección, sabemos cuando le gustamos a alguien o no. Generalmente pasa en todos los lugares, no sólo en el metro; aquí como se trata de homosexuales llama la atención (Ignacio, 30 años).
Además de poner en práctica las disposiciones adquiridas, dichos “detectores del cuerpo” se sirven de todo cuanto esté a su alcance para reducir la contingencia inherente a estos encuentros sociales. Justamente aquí es donde la materialidad es reclutada para que el programa de acción pueda llevarse a cabo con éxito. Lo anterior puede observarse en los siguientes casos:
Soy pasivo y me gusta utilizar jeans ajustados y rotos para enseñar la mercancía (Adrián, 27 años).
Después de mirar y ver reciprocidad, tocar el tubo como si éste fuera el pene del otro y lo masturbaras, luego das el siguiente paso, sentarme al lado de la persona, dar el rozón con la pierna y si el otro acepta, a darle […] (Raúl, 25 años).
Observamos en varias ocasiones que la posición corporal en el vagón es crucial para el “metreo”: mientras que los varones que desean que les toquen los genitales suelen ponerse de frente, recargando la espalda sobre la puerta de manera que la cadera sobresalga y facilite el contacto con los genitales, otros se posicionan de espaldas y cuando identifican con quién desean sentir frotamiento se acercan hacia él. Incluso, vimos también que algunos están de espaldas y ponen alguna de sus manos sobre las bolsas traseras del pantalón de tal manera que puedan sentir los genitales de quien está detrás de ellos. O también, como ya mencionamos, se emplean dispositivos externos para ocultar lo que se está haciendo: “Siempre llevo un morralito cruzado, es buenísimo el pretexto, [ya que pones] la mano abajo simulando que agarras tu mochila, pero en realidad tienes la mano en área de cancha, te acercas, le tocas la verga, si puedes se la sacas y le das con todo” (Armando, 27 años).
En ocasiones, incluso el espacio del vagón es utilizado: “Si te vas en el lugar estratégico es más fácil y rico, si le ves buena verga al otro, pues te dejas ‘dedear’, si es ‘pastilla’ (pasivo), los volteas y los ‘dedeas’ mientras se las jalas bien rico” (Raúl, 25 años).
Como puede verse, resulta fundamental definir los roles de los participantes en el “metreo”. A este respecto nos comentaron lo siguiente: “[…] cuando compartimos el mismo rol sexual, ser pasivos, entonces pues no me servirán de nada, mejor nos hacemos comadres, para qué las quiero si ambas somos pasivas” (Juan, 30 años).
En el siguiente testimonio se pone de manifiesto de manera esquemática cómo opera el “metreo”, desde la mirada hasta el encuentro sexual:
Veo primero el pene para que el otro sepa, luego veo la cara, me voy acercando, lo rozo con las manos. El activo se pone para que le entres y como pasivo te las vas ingeniando para que la gente no te vea; yo hago como que voy viendo hacia afuera, hago como que veo los letreros para que no se den cuenta de que estoy excitado, pero debo ir rápido porque no sé cuándo se va a bajar él; uso el suéter o el periódico para disimular. Si traigo suéter en la mano lo [utilizo] para tapar mis manos, debe ser muy discretamente, debes ser observador de cómo se mueve el Metro de estación en estación para que no te delaten, aunque los tuyos saben a lo que vas. Si coincido con otro tipo, los demás se separan y te dejan actuar (Juan, 30 años).
En el siguiente cuadro resumimos la manera en la que operan los diversos OSRC en el caso del “metreo”.
Conclusiones
En el presente trabajo hemos abordado desde la óptica de la teoría de la reducción social de la contingencia la forma en la que el “metreo” se constituye como un micro-orden interactivo, en el cual la comunicación verbal sale sobrando. Es un caso en el que una, por demás improbable, coordinación de acciones se logra a través de los distintos operadores sociales reductores de la contingencia, como son: la comunicación no-verbal (lo que hemos llamado “diálogo de miradas”), las disposiciones prácticas y la materialidad tecnológica.
Si bien es cierto que la TRSC todavía está en desarrollo y que quedan tareas pendientes por hacer (regresaremos a ello), no puede negarse que ésta ha dejado de rendir frutos meramente conceptuales y ha empezado a ser útil para la observación de la realidad empírica.
Entre sus rendimientos conceptuales se encuentra la posibilidad de recuperar en un único marco conceptual algunas de las ideas centrales de las distintas teorías que hasta hoy han permanecido inconexas. Así, por ejemplo, la TRSC nos permite hacer una lectura teóricamente orientada de la manera en que lasZ distintas teorías sociológicas han dado cuenta del problema de la doble contingencia para interpretar sus diversas soluciones como equivalentes funcionales capaces de complementarse. De tal suerte que en la TRSC las reflexiones sobre la comunicación, propias de la sociología de la interacción de Erving Goffman y de la teoría de sistemas de Niklas Luhmann, se complementan con las ideas derivadas del análisis de las disposiciones, de perspectivas como la sociología de las figuraciones de Norbert Elias y la teoría de la práctica de Pierre Bourdieu, y con el materialismo derivado de los trabajos de la teoría del actor red desarrollada, entre otros, por Bruno Latour.
Sin embargo, más allá de este rendimiento meramente conceptual, el presente texto es un ejemplo de lo que la TRSC puede aportar en lo empírico, pues la observación de los OSRC nos ayuda a conocer la diversidad ontológica de los elementos que contribuyen a la formación de órdenes sociales tan improbables como el “metreo”. Así, la TRSC da cuenta de la manera en que el éxito de una determinada oferta comunicativa depende de la posesión, por parte de los agentes involucrados, de las disposiciones necesarias para reconocer una determinada acción como un acto comunicativo y para decodificar la información de éste como un mensaje específico. Esta investigación también pone de manifiesto la relevancia de la comunicación no verbal en la constitución de órdenes interactivos.
Por último, cabe destacar que el empleo de una teoría con pretensiones generales resulta sugerente, pues permite comparar la estructuración de los diversos fenómenos y la manera en que en cada uno de ellos se actualiza por medio de los distintos OSRC.