¿Águila o sol?, de 1951, representa, en la vasta obra poética de Octavio Paz, un libro extraño en cuanto a su forma: prosa lírica, modalidad que el poeta no retomará sino hasta 1970, con El mono gramático; pero ¿Águila o sol? denota un interés narrativo del que carece aquél. Confesará Octavio Paz, ya en 1999 en el testimonial “El llamado y el aprendizaje”, que se interesó, momentáneamente y durante su adolescencia, en el relato: “Casi al mismo tiempo que la poesía, comencé a escribir cuentos. Tendría yo unos quince años”. Y agrega que este interés continuó y llegó a concretarse ya en la edad adulta:
Más tarde escribí otros cuentos, con mayores pretensiones literarias y con temas urbanos que me parecían insólitos, como las confidencias de una esquina a un farol. También pequeños textos: algunos eran monólogos líricos y otros descaradamente sexuales. No fueron muchos y todos se han perdido. Ninguno de ellos valía gran cosa pero revelaban cierta afición por las ficciones literarias. ¿Por qué abandoné tan pronto el género? No lo sé. En todo caso, tuve una recaída y entre 1949 y 1950 escribí Arenas movedizas, un delgado volumen recogido en el primer tomo de Obra poética (1999).
Como se observa, el autor no se refiere a ¿Águila o sol?, sino sólo a “Arenas movedizas”, una parte del tríptico que conforma el libro, al lado de “Trabajos del poeta” (1949) y el homónimo “¿Águila o sol?”. Todos en prosa con elementos líricos, pero también ficcionales o narrativos, más algunos planteamientos reflexivo-argumentativos. “Trabajos del poeta” contiene 16 apartados sobre el enfrentamiento entre un yo lírico y obstáculos de naturaleza creativa. “¿Águila o sol?” muestra una clara intención lírica: el presente poético de las imágenes suspendidas en un instante intemporal. En tanto que “Arenas movedizas” reúne aquellos textos que podrían considerarse cuentos, por mostrar un contraste en el manejo de tiempos verbales en pretérito,1 personajes específicamente caracterizados, unidad de acción y construcción orientada al desenlace. La particularidad de estos cuentos, surgidos de una pluma poética, es el uso de la metáfora como procedimiento narrativo, hipótesis que orienta este artículo.
En función de este propósito, la presente lectura, interpretación y análisis tratará algunos textos de “Arenas movedizas” de acuerdo con los parámetros teóricos del género, como los señalados por Alberto Paredes: “relato cuyos fines se encaminan a la obtención de un efecto único o de un efecto principal, por encima de los demás objetivos expresivos. Todo lo que confluye a la escritura de este tipo de texto se organiza con miras a dicho efecto” (22). El autor hace notar una particularidad del cuento que se aplica de manera explícita a la obra en cuestión: su cercanía con el poema en prosa, el modo particular en que se emplean los recursos poéticos:
El cuento es el punto intermedio entre novela y poesía lírica. Tiene en común con la primera los elementos participantes, que se resumen en contar una historia con base en personajes, y, con la segunda, el tratamiento discursivo o verbal: buscar un solo efecto, comunicar o contagiar un estado de conciencia excepcional y hacerlo bajo una cierta intensidad. El cuento bien puede ser visto como el denso punto donde se cruzan ambas coordenadas; es una clase de relato, dadas sus características comunes con la novela (y con los demás géneros narrativos), pues claro que hace el pacto imaginario por el que le pasan “cosas” a “personas”; a ello se suma la carga poderosa de los recursos lírico-poéticos (23).
Y en ese territorio fronterizo del cuento, los de “Arenas movedizas” se acercan aún más al poema en prosa. Las imágenes establecen relaciones entre la ficción, narrativa y lírica, y la biografía poética del autor, su preocupación por la escritura, la palabra, la poesía, la patria del poeta, el bosque, el paseo nocturno, el ramo azul, el agua, la búsqueda de la desconocida. Estas imágenes aparecen deformadas por procesos de difícil explicación, como el sueño o la metáfora, continuada a lo largo del texto con un desarrollo narrativo. De la interpretación metafórica depende, al menos en parte, el sentido que el lector atribuirá a los acontecimientos. Así, con estos pilares como base del análisis, la narrativa y la metáfora, es que se plantea aquí una interpretación de los textos narrativos de “Arenas movedizas”.
Ante la novedad que representa una obra poética sobre la que hay pocas referencias, pues es una de las obras menos estudiadas de Paz,2 mi análisis parte de la suposición de que la metáfora es la figura nodal de ciertos relatos. Esta figura se integra de manera natural en las situaciones narradas y entabla relaciones causales con los demás elementos del poema. A partir de la desorientación natural provocada por la combinación sorpresiva de términos, busco el establecimiento de una orientación hipotética que establezca los significados de la metáfora. El análisis se apoya en la escuela hermenéutica, particularmente en los planteamientos de Paul Ricœur y Paul B. Armstrong. Ricœur rompe con el principio de la retórica clásica según el cual la metáfora se limitaba a una sustitución que afectaba la denominación; esto implica que la metáfora no se limita a la sustitución de una palabra por otra, sino que “es el resultado que tiene sobre la palabra una producción de sentido que tiene lugar en el nivel de una expresión u oración completa” (62). Es decir, la metáfora es una conmoción engendrada por dos ideas incompatibles reunidas en una misma expresión, de la que resulta una ampliación de sentido. En tanto que Armstrong explica el poder de asombro de la metáfora de “plantear un reto a nuestros supuestos acostumbrados acerca de las semejanzas” (64). Y añade que comprender una metáfora es un proceso cognitivo: leemos y, al mismo tiempo, establecemos un sentido; al surgir la expresión metafórica que no se ajusta al contexto de lectura, comienza un proceso de rastreo de asociación de significados.3 Este proceso incluye la formulación de hipótesis acerca del significado que interactúe con todos los elementos del poema: palabras y enunciados,4 incluso el texto completo o partes de él. Luego ponemos a prueba esas conjeturas, es decir, verificamos si el sentido hallado armoniza con los demás enunciados del poema, en tanto que, como indica Armstrong, “la interacción metafórica es un caso especial de la dependencia general que las palabras tienen en relación con su contexto para determinar su significado” (67).
El modo más recurrente para interpretar las ideas disonantes de “Arenas movedizas” consiste en la asociación genérica con lo fantástico. Se trataría de relatos en los que suele incorporarse una situación extraordinaria, más o menos cercana a lo sobrenatural. Anthony Stanton ha señalado su categoría genérica así como su tendencia a lo fantástico, lo maravilloso, a las alusiones a la cultura prehispánica y a la intervención de acontecimientos sobrenaturales de corte surrealista:
“Arenas movedizas” consta de cuentos de estirpe fantástica que expresan temas como el doble, los vuelos de la imaginación y los caprichos absurdos, […] Anécdotas de apariencia rutinaria invadidas de pronto por ritos mágicos, extrañas ceremonias que nos llevan a otro tiempo y a otra dimensión de la realidad. Esta poética semi-surrealista se ve enriquecida en Paz por el recurso a la mitología precolombina de México (214).
Tales temáticas y tratamientos de los acontecimientos son susceptibles de ser analizados como procesos metafóricos. Mediante la metáfora, el autor establece una serie de sugerencias capaces de comunicar estéticamente las preocupaciones del poeta; asimismo, establecerá un sentido narrativo cuya interpretación se enriquecerá por la acción del sistema de relaciones significativas de estos enunciados cuyos componentes resultan disonantes: una imagen verbal que evoca un objeto, una figura o un espacio, por asociación de sonidos, o ideas. Los vocablos, sin embargo, están unidos por vínculos intuitivos, más que analógicos o de semejanza: contradicción, estructura cercana a la alucinación o concreción de una abstracción. Así, el procedimiento de análisis que propongo inicia con la localización de la imagen, con frecuencia de procedencia surrealista,5 seguida de la interpretación metafórica para, finalmente, comprobar dicha interpretación en la sucesión de episodios del relato y en otros relatos del mismo volumen.
“Arenas movedizas” inicia con “El ramo azul”: el protagonista despierta a media noche, sale y es asaltado por un hombre que intenta sacarle los ojos, apenas se salva para salir huyendo del pueblo. La imagen del ramo es frecuente en la obra de Paz; por ejemplo, en la sección “¿Águila o sol?” volverá a ella en el texto “Salida”: “Ven, amor mío, ven a cortar relámpagos en el jardín nocturno. Toma este ramo de centellas azules” (2001a: 180). En ambos textos, la imagen de la amada como receptora es el referente común. El cuento inicia con el mismo motivo del paseo nocturno, la indefensión de los pasos en la oscuridad que transitan al goce sensorial y contemplativo de percibir que “los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas” (“Arenas movedizas” en 2001a: 155). Los objetos musitan conversaciones, las frases y sílabas que el aquí narrador busca incesantemente en sus trabajos de poeta; los insectos abundan -“mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. […] Vibraba la noche, llena de ojos e insectos” (155)-. Entonces, un hombre bárbaro, enigmático, como muchos protagonistas del realismo mexicano posrevolucionario, lo asalta para despojarlo de sus ojos, por un capricho de su novia, que “quiere un ramito de ojos azules” (156). El diálogo absurdo pero cargado de sensibilidad6 termina en la salvación del protagonista y deja abierto el destino del enamorado, ya que el narrador no se queda para averiguarlo, quien sabía que por aquella región “hay pocos que los tengan” y probablemente no logrará cumplir el deseo de la novia.
El relato podría pasar por una anécdota del “México bárbaro”; no obstante, las imágenes y acontecimientos del relato contienen elementos de la mirada surrealista, particularmente el “Recuerdo de México” (1938) de André Breton:
Uno de los primeros fantasmas de México lo constituye uno de esos cactus gigantes, del tipo candelabro, tras el cual surge, ardientes los ojos, un hombre que sostiene un fusil. No hay por qué discutir esta imagen romántica. Siglos de opresión y de loca miseria le han conferido, en dos ocasiones, una deslumbrante realidad, y nada puede impedir que esa realidad no permanezca latente, que no siga incubándola la aparente somnolencia de las extensiones desérticas. El hombre armado está siempre allí, con sus espléndidos andrajos, como sólo él puede elevarse súbitamente desde la inconsciencia y la desgracia. De la próxima maleza que cortará su camino, se librará de nuevo; llevado por una fuerza desconocida, irá al encuentro de los otros, se reconocerá por vez primera en ellos (2002).
En una lectura metafórica, el texto adquiere las características del cuento a partir de la amenaza del hombre, pues hasta ese momento la reflexión parecía predominar, y desemboca hacia la salvación del narrador protagonista: la metáfora que pone en marcha la historia radica en la incongruencia en la interacción entre el deseo de la mujer -una expresión referencial- y el objeto de ese deseo, “un ramito de ojos azules” -que rompe el sentido de la expresión referencial-. A la desorientación inicial surgida por la combinación, sigue la búsqueda de una orientación, el descubrimiento de una relación. Hay dos posibilidades para la extraña solicitud: la primera, la del espacio bretoniano, de fauna hostil y miseria sistemática, que “devora” a sus opresores en la forma de la ofrenda de un ramo de ojos azules; la segunda, la exigencia de la amada (sobrenatural, extraña y cruel) de ese ramo funciona como la síntesis del amor destructivo e imposible presente en los relatos de tema amoroso de este libro. Esta exigencia enfrenta un reto a su posible semejanza con un ramo de ojos azules, pero son estas diferencias y desigualdades un estímulo que refuerza la novedad de la imagen del ramo. No hay mayores detalles sobre la novia, su función es señalar el carácter de proscrito que tiene el amador y poeta en la poética de Paz. El amor como anomalía de la convención, del orden público, de la imaginación posible.7
Esta segunda interpretación metafórica se apoya en el cuento “Mi vida con la ola”, una historia de amor imposible en diferentes niveles, en el textual, porque un hombre de materia orgánica difícilmente podrá amar a una mujer de agua -el enunciado metafórico se extiende a lo largo del relato-; en el interpretativo, porque una mujer y un hombre no se encuentran jamás a través de sus desigualdades y contradicciones, como el narrador explica desde el inicio: “le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba” (2001a: 160). Se trata de un amor loco, como tituló Breton su libro, que también es un conjunto de prosas líricas, ensayos y crónicas, y en el que también abundan las referencias acuáticas de la mujer, caracterizada como una suma de emociones violentas, primitivas -locura, histeria-, tan caras al surrealismo.8 La aventura contiene todo tipo de obstáculos advertidos desde el día de su partida: un conflicto para trasladar una ola en tren entre los pasajeros y la absurda e irónica escala de autoridades:
—Ay, el agua está salada.
El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor:
—Este individuo echó sal al agua.
El Conductor llamó al Inspector:
—¿Conque usted echó substancias en el agua?
El Inspector llamó al policía en turno:
—¿Conque usted echó veneno al agua?
El policía en turno llamó al Capitán:
—¿Conque usted es el envenenador? (2001a: 161).
La convivencia entre el poeta y su amante está llena de reminiscencias al amor erótico comunicadas mediante la metáfora del acto sexual,9 pero también de diferencias determinadas por la inhumanidad de la amada:
Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como la de las mujeres, se propagaba en ondas, sólo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro… no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba (162).
Si bien el episodio conforma una serie de imágenes que remiten al énfasis en las fuerzas misteriosas del universo que animaba al surrealismo, su sentido es evidentemente metafórico: las palabras son disonantes, tanto para lo que se refiere a la ola como para lo que se refiere a la mujer. Como señala Armstrong, la expresión desorienta por la anomalía que introduce en la construcción del significado que perturba la fluidez de la comprensión (70): no es “coherente” afirmar que la sensibilidad de las mujeres se propaga en “ondas concéntricas”, menos aún que esta sensibilidad se encuentre también en una ola. La metáfora puede aludir a múltiples significados, uno de ellos es la imposibilidad de encuentro y comunicación entre la pareja, sentido que ya se había propuesto en la interpretación metafórica de “El ramo azul”.
Las imágenes poéticas son entrañables por la efectiva analogía entre la ola y los extremos pasionales de un amante. Las secuencias del amor van de la plenitud del amor a la frialdad y la rabia de la insatisfacción, a pesar del intento del amante por cumplir los deseos de esta mujer de mar:
Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, de pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacía naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundían en sus feroces o graciosos torbellinos). ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Tuve que instalar en la casa una colonia de peces. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores (2001a: 163).
Esta forma de envilecer sus exigencias es similar a la de la desconocida de “El ramo azul”. El relato cierra con la separación definitiva de los amantes:
encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. […] La eché en un gran saco de lona […]. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas (164).
Para entonces, la imagen metafórica está tan incorporada en la mente del lector que puede predominar la vivencia del hecho como si se tratara de un espejo o continuar el sentido metafórico e inferir las posibilidades de destrucción física que insinúa ese sentido de lectura. La imagen metafórica se incorpora al desarrollo narrativo. Precisamente por esta categoría lírica, tal vez sea uno de los personajes femeninos más memorables de la literatura mexicana: la mujer recreada desde la misoginia de los primeros años de ese siglo XX que vio derrumbarse los mitos románticos de lo femenino, y emerger a la mujer como el otro por excelencia.
El personaje se acerca a otra imagen fundamental para el surrealismo: la desconocida,10 que aparece reiteradamente en “Arenas movedizas”, con un sentido metafórico aún más abstracto. Esta entidad femenina compleja, emparentada con aquellas inalcanzables y de exigencias absurdas, es evocada en “Carta a dos desconocidas”, narración biográfica en forma de discurso epistolar dirigido a una destinataria a quien se nombra con los pronombres “tú” y “ella”. Ambas “son y no son lo mismo” y, al mismo tiempo, “disuelta en mí mismo, nada me permitía distinguirte del resto de mí” (165). La desconocida es referida como una angustia y una ausencia. El narrador relata cómo ha percibido tal presencia; en una ocasión, por ruptura: “un día te desprendiste de mi carne, al encuentro de una mujer alta y rubia, vestida de blanco, que te esperaba sonriente en un pequeño muelle. […] Siguiendo tus pasos, me acerqué a la desconocida, que me cogió de la mano sin decir palabra” (165) -vuelve la analogía entre la mujer y el mar, asociación con el ya mencionado “Mi vida con la ola”.
Nuevamente, esta mujer huye de su lado y el poeta, después del incendio, el dolor de la soledad, vuelve a buscarla: “Desde ese día empecé a perseguirla. (Ahora comprendo que en realidad te buscaba a ti)” (165). Como se advierte que hay una realidad implicada en las afirmaciones, es decir, un sentido metafórico en los enunciados cuyo sentido literal es imposible, resulta necesario conjeturar sobre la identidad de la desconocida. La conjetura evidente es que esa presencia femenina se trata de la muerte, la constante búsqueda; conjetura que se confirma con los subsiguientes enunciados: “Cuerpo en el que pierdo cuerpo, cuerpo sin fin. Si alguna vez acabo de caer, allá, del otro lado del caer, quizá me asome a la vida. A la verdadera vida, a la que no es noche ni día…” (166). Y al final lo confirma el emisor: “Pero acaso todo eso no sea sino una vieja manera de llamar a la muerte. La muerte que nació conmigo y que me ha dejado para habitar otro cuerpo” (166). Y la muerte, en efecto, constituye el riesgo latente en las aventuras de “El ramo azul” y “Mi vida con la ola”.
Está latente en esta desconocida la imagen del doble, recurrente en el surrealismo y descrita y analizada por el propio poeta:
La idea del doble -que ha perseguido a Kafka y a Rilke- se abre paso en la conciencia de que un poeta tan aparentemente insensible al otro mundo como Guillermo Apollinaire:
El casi enternecido asombro con que Apollinaire se espera a sí mismo, se transforma en el rabioso horror de Antonin Artaud: “transpirando la argucia de sí mismo a sí mismo”. En un libro de Benjamin Péret, Je sublime, la corriente temporal del yo se dispersa en mil gotas coloreadas, como el agua de una cascada a la luz solar. A más de dos mil años de distancia, la poesía occidental descubre algo que constituye la enseñanza central del budismo: el yo es una ilusión, una congregación de sensaciones, pensamientos y deseos (1983: 35).Un jour je m’attendais moi-même
Je mes disais Guillaume il est temps que viennes
Pour que je sache enfin celui-là que je suis…
El doble, mito universal y motivo constante de lo maravilloso y de lo “siniestro” freudiano -cuyo efecto es una extrañeza, una inquietud, dentro de lo que el individuo reconoce como familiar-, puede considerarse también una metáfora del acceso momentáneo al inconsciente. Las influencias del psicoanálisis sobre el surrealismo abren la posibilidad de establecer la imagen de un acompañante permanente, de un doble, como metáfora onírica de los deseos que el hombre va suprimiendo a lo largo de su madurez: proceso que se objetiva mediante la biografía. La biografía, como se sabe, llega a ser un tema constante de la obra de Octavio Paz, y en “Arenas movedizas” incluye el enfrentamiento con ese otro que es él mismo. Así, “Antes de dormir”, un cuento en presente y en segunda persona, abre la cuestión de a quién se dirige el poeta al afirmar: “Te llevo como un objeto perteneciente a otra edad, encontrado un día al azar y que palpamos con manos ignorantes” (2001a: 157), pues es evidente la intención de ocultar su identidad en la primera mitad de este largo párrafo que constituye el cuento.
Las insidiosas preguntas y confesiones van resultando los indicios para revelar que se trata de otra manifestación del “yo” del poeta: “¿tú, a quién tienes? A nadie, excepto a mí. Tú también estás solo, tú también tuviste una infancia solitaria y ardiente -todas las fuentes te hablaban, todos los pájaros te obedecían-” (157). Ese otro yo, oculto, puede tratarse del inconsciente, ese oscuro inquilino que se agazapa en su interior y posee las mismas experiencias, pero una fuerza superior, la del inconsciente, capaz de penetrar en espacios del ser inaccesibles para el consciente: “Reconozco que eres el más fuerte y el más hábil: penetras por la hendidura de la tristeza o por la brecha de la alegría, te sirves del sueño y de la vigilia, del espejo y del muro, del beso y de la lágrima. […] ¿Me oyes? No te veo. Escondes siempre la cara” (158). Este tipo de imágenes representativas del inconsciente está profundamente vinculado con los aspectos estéticos del surrealismo, como ha señalado Gabriel Ramos:
El punto de partida para encontrar las características esenciales del surrealismo es su nivel estético; es decir, en sus preocupaciones sobre la percepción y la experiencia de la realidad, que se buscan alienadas de la experiencia habitual. Desvirtúan la percepción mediatizada por la razón a favor de una experiencia más inmediata, azarosa, onírica y, con todo ello, liberadora. Para el surrealismo éste es el medio de acceso a la posibilidad de la existencia plena. Desde allí es visible el desarrollo de su ideología, sus valores emotivos, morales y políticos; así como los valores poéticos, los de la producción de formas precisas, que definen la técnica (38-39).
Pero la manifestación del horror a la existencia de ese doble se produce en el relato en que este otro yo se desprende y se enfrenta: “Encuentro”, relato breve, redondo y fascinante. El narrador inicia con una estructura de espejo, es decir, la misma acción en sentido contrario: “Al llegar a mi casa, y precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir” (Paz 2001a: 173 ). Entonces decide seguirlo hasta la barra de un bar e interpelarlo, por intentar, con mayor éxito, ser él: el otro lo trata con displicencia, finge no darse cuenta de que es su doble, la amenaza atávica de sufrir una sustitución mejorada de uno mismo. La reacción de lanzarse contra él provoca su derrota. El narrador lleva la peor parte y eso lo lleva a la reflexión final:
Tenía el traje roto, la boca hinchada, la lengua seca. Escupí con trabajo. El cuerpo me dolía. Durante un rato me quedé inmóvil, acechando. Busqué una piedra, algún arma. No encontré nada. Adentro reían y cantaban. Salió la pareja; la mujer me vio con descaro y se echó a reír. Me sentí solo, expulsado del mundo de los hombres. A la rabia sucedió la vergüenza. No, lo mejor era volver a casa y esperar otra ocasión. Eché a andar lentamente. En el camino, tuve esa duda que todavía me desvela: ¿y si no fuera él, sino yo…? (174).
El doble es la metáfora de uno mismo, se desprende de este ejercicio de interpretación. Esta intención biográfica del inconsciente, capaz de liberar la percepción, también parece animar “Un aprendizaje difícil”. El yo aparece delineado por la imagen de la bestia, metáfora psicoanalítica del deseo: “Tiraban con tanta fuerza que me inmovilizaron. Durante años tasqué el freno, como río impetuoso atado a la peña del manantial. Echaba espuma, pataleaba, me encabritaba, hinchaban mi cuello venas y arterias. En vano, las riendas no aflojaban” (169). El psicoanálisis advierte que las pulsiones del individuo están reguladas y sancionadas por la vida en sociedad, que las domestica y asegura el avance de la civilización en contra de la satisfacción individual; esta confrontación queda establecida en el relato con la imagen del proceso de aprendizaje determinado por la figura social de la familia y el pedagogo que enseñaría al poeta el arte de ser dueño y, al mismo tiempo, libre de sí y esas pulsiones:
Durante horas y horas el profesor me impartía sus lecciones, con voz grave, sonora. A intervalos regulares el látigo trazaba zetas invisibles en el aire, largas eses esbeltas en mi piel. Con la lengua de fuera, los ojos extraviados y los músculos temblorosos, trotaba sin cesar dando vueltas y vueltas, saltando aros de fuego, trepando y bajando cubos de madera. Mi profesor empuñaba con elegancia la fusta. […] A otros podrá parecer excesiva la severidad de su método; yo agradecía aquel desvelo encarnizado y me esforzaba en probarlo. Mi reconocimiento se manifestaba en formas al mismo tiempo reservadas y sutiles, púdicas y devotas (170).
El poeta no se desprende de la metáfora del caballo, aunque haya incorporado ya el indicio que apuntaba hacia su humanidad. Los sucesos previos al cierre del texto aluden a la continuidad del aprendizaje, hasta que “un día, sin previo aviso, me sacaron. De golpe me encontré en sociedad. Al principio, deslumbrado por las luces y la concurrencia, sentí un miedo irracional...” (171). No obstante, la naturaleza de ese aprendizaje es el planteamiento que queda abierto casi hasta el final:
Es cierto que no he triunfado en la vida y que no salgo de mi escondite sino enmascarado e impelido por la dura necesidad. Mas cuando me quedo a solas conmigo y la envida y el despecho me presentan sus caras horribles, el recuerdo de esas horas me apacigua y me calma. Los beneficios de la educación se prolongan durante toda la vida y, a veces, aún más allá de su término terrestre (172).
Este vacío de información (¿cuál fue la naturaleza de esa educación?, ¿cómo se convierte la bestia en un ser capaz de vivir en sociedad y comunicar su experiencia?), vinculado con las regulaciones orientadas a la represión de la búsqueda de satisfacciones, abre una nueva interpretación metafórica: la religión y el arte como alternativas de sublimación de la violencia.11 En este sentido, “Un aprendizaje difícil” va enlazado con “Visión del escribiente” en la metáfora de la domesticación, creada a partir de la descripción de una imagen totalitaria del mundo social -autoridades, subordinados, inconformes-. En este caso, la visión -profética y apocalíptica- muestra el horror de la domesticación y la subordinación, primero, representado en el empleo burocrático de un poeta sometido a la labor de escribiente: “Y llenar todas estas hojas en blanco que me faltan con la misma, monótona pregunta: ¿a qué hora se acaban las horas? Y las antesalas, los memoriales, las intrigas, las gestiones ante el Portero, el Oficial en Turno, el Secretario, el Adjunto, el Substituto” (167). Luego, esa imagen del universo se amplía hasta mostrar al escribiente su órbita en torno a un centro que el poeta determina como la ausencia:
Frente a mí se extiende el mundo, el vasto mundo de los grandes, pequeños y medianos. Universo de reyes y presidentes y carceleros, de mandarines y parias y libertadores y libertos, de jueces y testigos y condenados: estrellas de primera, segunda, tercera y n magnitudes, planetas, cometas, cuerpos errantes y excéntricos o rutinarios y domesticados por las leyes de la gravedad, las sutiles leyes de la caída, todos llevando el compás, todos girando, despacio o velozmente, alrededor de una ausencia (167-168).
El surrealismo, como se sabe, pretendió desmantelar ideológicamente la represión de la sociedad explicada por el psicoanálisis. Este desmantelamiento queda expuesto en la visión planteada en el texto. Paz lleva esta imagen a otro plano, el de la inevitable inutilidad de ese universo que se encamina hacia su destrucción: “Inútil salir o quedarse en casa. Inútil levantar murallas contra el impalpable. Una boca apagará todos los fuegos, una duda arrancará de cuajo todas las decisiones. Eso va a estar en todas partes, sin estar en ninguna. Empañará todos los espejos” (169). La conclusión parte de la imagen del temor como el arma que atenta contra ese orden, una metáfora de la rebelión como la que encarnaba la bestia de “Un aprendizaje difícil”, la domesticación como fuerza destructora de las pulsiones del yo:
No es la espada lo que brilla en la confusión de lo que viene. No es el sable, sino el miedo y el látigo. Hablo de lo que ya está entre nosotros. En todas partes hay temblor y cuchicheo, susurro y medias palabras. En todas partes sopla el vientecillo, la leve brisa que provoca la inmensa Fusta cada vez que se desenrolla en el aire. Y muchos ya llevan en la carne la insignia morada. El vientecillo se levanta de las praderas del pasado y se acerca trotando a nuestro tiempo (169).12
La biografía vital y la literaria tienen puntos en común a lo largo de ¿Águila o sol? Muchos de los textos del apartado inicial del libro se ocupan del asunto, con particular énfasis en el día a día del poeta, con sus búsquedas y revelaciones vinculadas a la palabra, el lenguaje o el acto de escribir, con el tono hermético que caracteriza el volumen. Es en esta parte donde se hace más evidente la solución a las exaltaciones del inconsciente mediante la creación artística. En cambio, los textos de “Arenas movedizas” muestran una rabia dilatada -también presente en “Prisa”, “Maravillas de la voluntad” y “Cabeza de ángel”-, una búsqueda insaciable claramente vinculada con las imágenes del surrealismo asociadas a las preocupaciones del movimiento artístico, como los mecanismos del inconsciente. El relato “Maravillas de la voluntad” es el único de los textos realistas de este apartado: los episodios son inmediatamente referenciales. El personaje don Pedro acude a un café donde se encuentra el narrador con otros acompañantes, ahí repite con insistencia: “Ojalá te mueras” (166). El narrador comunica la obsesión del personaje por repetir la frase y el desconocimiento de su destinatario: “Todos ignoraban el origen de aquel odio. Cuando se quería ahondar en el asunto, don Pedro movía la cabeza con desdén y callaba, modesto. Quizá era un odio sin causa, un odio puro. Pero aquel sentimiento lo alimentaba, daba seriedad a su vida, majestad a sus años” (166). Por fin, se modifica su discurso: “Ya lo maté”, revelación previa al desenlace del relato:
No volvió al día siguiente. Nunca volvió. ¿Murió? Acaso le faltó ese odio vivificador. Tal vez vive aún y ahora odia a otro. Reviso mis acciones. Y te aconsejo que hagas lo mismo con las tuyas, no vaya a ser que hayas incurrido en la cólera paciente, obstinada, de esos pequeños ojos miopes. ¿Has pensado alguna vez cuántos -acaso muy cercanos a ti- te miran con los mismos ojos de don Pedro? (167).
¿Existe un sentido metafórico en un relato de tal realismo? En función de las ideas desarrolladas en este artículo, es posible interpretarlo así. El sentido nuclear del cuento es la voluntad; una condición fundamental de la inspiración y sus revelaciones. Los surrealistas combatieron la censura y la represión de los deseos e impulsos de la voluntad, como reflexionaba el autor:
Al reprimir ciertos deseos o impulsos lo hacemos a través de una voluntad que se enmascara y se disfraza, y por eso la volvemos “inconscientemente” para que no nos comprometa. En el momento de la liberación de ese “inconsciente”, la operación se repite, sólo que a la inversa: la voluntad vuelve a intervenir y a escoger, ahora escondida bajo la máscara de la pasividad. En uno y en otro caso interviene la conciencia; en uno y en otro hay una decisión, ya para hacer inconsciente aquello que nos ofende, ya para sacarlo a la luz. Esta decisión no brota de una facultad separada, voluntad o razón, sino que es la totalidad misma del ser la que se expresa en ella. La pre-meditación es el rasgo determinante del acto de crear y la que lo hace posible. Sin pre-meditación no hay inspiración, consciente o inconsciente, del ánimo. Pues todo querer y desear, según ha mostrado Heidegger, tienen su raíz y fundamento en el ser mismo del hombre, que es ya y desde que nace un querer ser, una avidez permanente de ser (1983: 74).
La acción del personaje don Pedro puede interpretarse como la personificación de la voluntad y la conciencia, capaces de transformar la naturaleza débil del individuo. Es visible una continuidad vital con respecto a los planteamientos del surrealismo: la trascendencia del individuo hacia la convivencia con el otro; como observa Víctor Manuel Mendiola a propósito de Las peras del olmo, en cuanto a la relación entre Paz y Breton: “podemos apreciar cómo Paz resolvió de manera intelectual el préstamo otorgado por el surrealismo. Vemos cómo la ecuación libertad = amor = poesía se transformó en otra: rebelión = imagen = otredad” (58). El proceso narrativo de “Maravillas de la voluntad” sigue una ecuación similar: la descripción del personaje constituye el producto de una recreación de la voluntad que se resuelve en la reconvención al lector y a sí mismo de observar las propias acciones ante la presencia irrefutable del otro.
Las imágenes sugerentes en que se basan las metáforas de Octavio Paz toman en “Arenas movedizas” la posibilidad de movimiento: si se trata de una metáfora de personificación, el elemento personificado se desenvuelve a través de obstáculos y un tiempo-espacio como corresponde a un personaje de relato. Asimismo, las metáforas para describir y presentar situaciones están dispuestas hacia la obtención de un desenlace narrativo, de acuerdo con las características del cuento. Estas imágenes y metáforas armonizaban con el nuevo paradigma narrativo que, con un marcado anclaje en la prosa poética francesa, ya había comenzado con la obra de Julio Torri, algunas páginas de Alfonso Reyes, y que se consolidaría con la narrativa de medio siglo. Sin negar la huella indeleble de la poesía paciana -la propensión al mito, el cuestionamiento temporal, la sensorialidad-, en este caso, la imagen surrealista, trasladada por continuidad hacia la metáfora -también surrealista o relativa al psicoanálisis- ofreció una posibilidad interpretativa del conjunto. Este análisis del relato mostró también la vigencia del poema en prosa de Paz como un híbrido que diversifica sus posibilidades de análisis e interpretación, al mismo tiempo que cuestiona los límites genéricos. La síntesis que proporciona la metáfora en el relato hallaría eco en la narrativa breve que trascendería a los proyectos recientes de mini y microficción que también continúan la tradición de Torri y Arreola. Con vasos comunicantes hacia el resto de su obra, como los temas recurrentes, la estética surrealista y la libertad experimental, Octavio Paz logró una cuentística particular que ha sido injustamente marginada en la comprensión total de la obra del poeta, pero también una narrativa capaz de crear continuidad entre nuevas generaciones de narradores.