La idea de que la geografía debe basarse en el trabajo de campo se estableció tardíamente: el geógrafo no es un explorador o un viajero; su trabajo no consiste en informar lo que observa en cada lugar, sino en transformar la visión particular de quienes están en contacto con la realidad en una visión general, donde se distinguen áreas, se dibujan líneas, se producen convergencias. La concepción moderna del oficio de geógrafo se definió a finales del siglo XVIII y comienzos del XX.
¿Qué aporta el trabajo de campo? Garantiza la autenticidad de las observaciones recogidas y permite descubrir realidades que escapan a otras estrategias de investigación. Y, en otro ámbito, resulta útil para la formación del ciudadano. Este breve ensayo se centra precisamente en la génesis y evolución de estas preocupaciones.
¿POR QUÉ EL TRABAJO DE CAMPO?
El trabajo de campo como prueba de verdad
La influencia del nominalismo
La importancia que se le dio al trabajo de campo surgió de una de las corrientes de la filosofía medieval: el nominalismo (Vignaux, 1985). Según éste, el concepto no existe por sí solo, no hay realidad inmanente; cobra validez cuando la experiencia de quien lo define o lo emplea garantiza su autenticidad. Debido a esta exigencia, en constante renovación, de la verdad basada en la experiencia personal es que el conocimiento moderno debe volver una y otra vez a lo real, amoldarse a sus asperezas, sumergirse cada vez más hondo en los procesos que ahí se desarrollan. La verdad no está contenida en el concepto; éste requiere ser validado, lo cual implica un escenario, un dispositivo, un experimentador y un público al cual destinar los resultados.
Así, garantizada por la experiencia directa del investigador, la confrontación permanente de la idea con la realidad se convirtió en uno de los componentes fundamentales del pensamiento occidental cuando se constituyó el método científico moderno, a finales del siglo XVI y comienzos del XVII.
La experiencia personal que dio lugar al saber científico no siempre adoptó la misma forma. En el caso de las ciencias de la materia o en biología, se desarrolló en el laboratorio. Gracias a los procedimientos que pone en marcha y a los instrumentos que elabora o emplea, el investigador evidencia una manifestación observable del proceso que estudia. Nunca está solo detrás de su microscopio, de su telescopio o de su panel de control: trabaja para refutar otras interpretaciones y para obligar a sus colegas a que admitan los resultados de un ensayo que es replicable y, por tanto, legítimamente universal. Hace treinta años Bruno Latour renovó la epistemología de las ciencias experimentales al analizar las prácticas de laboratorio y los choques que ahí se producen (Latour, 1988/1979; 2006/2005).
El papel del trabajo de campo en las ciencias de observación
Hay disciplinas que no pueden proceder a través de la experimentación, como en el caso de las ciencias sociales y, en cierta medida, de las ciencias de la Tierra. Estas son ciencias basadas en la observación. No se construyen en un laboratorio. El observador se desplaza, va al terreno, compara los lugares o las regiones.
En botánica o en zoología la mayor parte de la investigación se desarrolla (i) recorriendo los lugares donde crecen las plantas y donde viven los animales que observan, describen y catalogan; (ii) en los jardines botánicos o zoológicos que conservan ejemplares vivos de especies que ya han sido identificadas; (iii) y en acopios donde se conservan los primeros ejemplares inventariados, lo cual permite llevar un registro de la primera observación. En mineralogía y en geología, el trabajo comienza con la observación de rocas y minerales en el lugar donde surgen. Posteriormente, se estudian unos ejemplares y se les conserva en los museos de historia natural. Otros más se analizan en laboratorio.
Las incipientes ciencias humanas imitaron los saberes naturalistas: en el terreno, recorriendo ciudades y campos, sumergiéndose en las primeras sociedades o instalándose en ciudades industriales es como el geógrafo, el etnólogo o el sociólogo exploran el mundo e intentan explicarlo.
Antes de que los datos recabados por los servicios públicos o privados especializados (estadísticas, investigaciones) estuvieran disponibles, casi todas las ciencias sociales recurrían al trabajo de campo: pasaron por una fase donde éste fue un componente clave en su construcción. Así, entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, la geografía figuró como la matriz común de varias disciplinas, la economía y la etnografía en particular (Claval, 1072).
Si bien las prácticas de campo garantizan la autenticidad de las observaciones, toman tiempo y limitan las posibilidades de trabajo del individuo. Por eso muchos procuraban evitar estas dificultades y preferían usar los testimonios que otros habían recogido. Esta práctica de la geografía del siglo XVII y de la primera mitad XVIII imprimió un aire frío e impersonal en sus descripciones. Rousseau la trajo de vuelta al campo.
La influencia de Rousseau y de la pedagogía pestalozziana
Nada muestra tan bien que el pensamiento de Rousseau tiene una dimensión geográfica como su concepción del viaje filosófico: la geografía es indispensable para quien quiera reconstruir el trayecto que conduce del estado natural al estado civil -a la civilización. Sin embargo, el papel de Rousseau fue mucho más allá: las crecientes preocupaciones por el trabajo de campo son prueba de su influencia.
Rousseau hizo suyo el tema fundamental del nominalismo: el discurso por sí solo no es portador de verdad (Claval, 1995). Ésta se tiene que buscar en el mundo, en las cosas, en la sociedad, y no en las palabras. De ahí que Rousseau propusiera una nueva concepción pedagógica: en contra de las prácticas entonces dominantes, exigía que el saber transmitido a los niños no fuera exclusivamente verbal. La enseñanza permitiría a los jóvenes formular juicios adecuados siempre y cuando los confrontaran con el mundo real. Los alumnos, según Rousseau, debían salir del salón de clases y de su atmósfera confinada. Podían aprender más caminando, herborizando (sabemos cuán competente era Rousseau en este ámbito) y observando la naturaleza y la actividad de los hombres.
En materia pedagógica, el éxito de las ideas de Rousseau se debe al suizo Heinrich Pestalozzi (Claval, 1995). Éste destacó lo que se puede aprender a partir de la observación: las “lecciones de cosas” tienen un papel central en la escuela que fundó. La concepción rousseauniana del aprendizaje tuvo un notable impacto en nuestra disciplina: ¿acaso dos de los geógrafos más ilustrados del siglo XIX, Ritter y Reclus, no se formaron en escuelas pestalozzianas?
Tomó casi un siglo para que los enfoques dominantes incorporaran temas de la pedagogía pestalozziana. Cuando la enseñanza primaria se volvió obligatoria en Francia, a principios de la década de 1880, la transformación surtió efecto: la “lección de cosas” finalmente ocupó un lugar destacado. La escuela abordó la geografía de dos formas: enseñándola objetivamente, en un espíritu republicano y nacional; mostrando, gracias a las lecciones de cosas y a las excursiones, lo que el contacto directo con el mundo podía enseñarle al niño.
El impacto de las ideas de Rousseau fue tan profundo que la Nueva Geografía que se constituiría a finales del siglo XIX no podría concebirse sin hablar del mundo tal cual es, siendo una disciplina de campo. Pero esta condición le aportaría algo más.
El trabajo de campo y el descubrimiento de aspectos que escapan a otros métodos de investigación
Alexander von Humboldt dio fe de la evolución de la disciplina al pasar del siglo XVIII al XIX. Físico, naturalista y explorador, trajo consigo de su viaje por América Latina tal cantidad de documentos que le llevó veinticinco años editarlos y comprenderlos -en particular, los de naturaleza geográfica. Uno de sus objetivos era agrupar los lugares que presentaban rasgos muy similares y mostrar qué diferenciaba a los conjuntos territoriales (regiones, o pisos de vegetación) así definidos. El viajero se volvió geógrafo cuando mostró la especificidad de los paisajes descubiertos y su distribución en el espacio. En este sentido, las Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América y el Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (1810/1989) ocupan un lugar central en la obra de Humboldt: las imágenes que presentan logran captar la originalidad de las regiones que recorrió.
La enseñanza de Humboldt fue que el trabajo de campo no vale solamente por la gran cantidad de hechos que permite recoger. La realidad no es resultado de la yuxtaposición aleatoria de datos. Se presenta a través de la forma de paisajes; tiene una fisonomía integral que conviene aprehender: ¿no es a través de ella que se manifiesta la armonía de los hechos terrestres? El trabajo de campo no sirve solamente para recabar datos y garantizar la veracidad factual de las enseñanzas de la disciplina: es el vector de un entendimiento global que no se puede reemplazar con nada, pues el mundo está hecho de individualidades que hay que distinguir.
Es crucial que el público pueda captar esas especificidades. Para hacerlo, el texto no basta: la vista es indispensable para que surta efecto el cambio de paisaje; quienes no se desplazan requieren de un terreno sustituto para comprender el mundo: la imagen. Hace mucho tiempo aprendieron a servirse de esa imagen que es el mapa -a pesar de que es una imagen muy particular porque está en vertical y los hechos que ahí se observan están representados con símbolos. Para Humboldt era necesaria una aprehensión más directa, más concreta del mundo. Por esa razón decidió imprimir los dibujos y acuarelas que acumuló a lo largo de sus viajes y reunirlos en una obra (Claval, 2012).
La realidad geográfica no equivale a la suma de lo que se puede observar en un lugar o en una región; a través del paisaje, refleja un orden que es importante evidenciar. Sin la experiencia del trabajo de campo, el geógrafo se pierde de una parte esencial de las realidades que intenta explicar: no sólo aquellas que corresponden al intelecto, sino a la intuición, la sensibilidad, el gusto, la estética: aquellas que reflejan la diferenciación cualitativa del mundo.
El trabajo de campo y la formación del ciudadano
Una tercera razón para practicar el trabajo de campo prevaleció en el curso del siglo XIX: su valor cívico. Aquí es donde dejamos de lado las preocupaciones académicas o las ideas de Rousseau y Pestalozzi. La práctica de campo es útil no solamente para la formación intelectual; es indispensable para el niño y el adolescente que busca convertirse en un hombre completo. Garantiza el desarrollo armonioso de su cuerpo, como lo señala Elisée Reclus (1866). Le permite conocer el mundo tal cual es, le enseña a evolucionar en él y a aprovechar la organización propia de cada espacio.
En Francia, la práctica de campo se difundió a través de las nuevas corrientes de enseñanza. Progresó más rápido en Alemania y en Austria, donde inspiró a Riehl, quien lanzó a los jóvenes al camino del descubrimiento del país y su gente, del Land und Leute(1862). Los Vogelwanderer, que comenzaron a viajar por todo el mundo germánico alrededor de 1860, no buscaban simplemente conocer mejor el mundo que los rodeaba, sino también fortalecer su cuerpo y su voluntad al recorrer ese camino difícil.
Este movimiento que lanzó a los jóvenes al aire libre, al deporte y al viaje se consolidó en Francia hasta las dos últimas décadas del siglo XIX. Si bien, el valor cívico del trabajo de campo se había manifestado antes: para algunos, los oficiales franceses fueron en parte responsables de la derrota de 1870. A falta de preparación, fueron incapaces de leer y utilizar los mapas para instruir a sus tropas cómo actuar. Para Ludovic Drapeyron (Broc, 1974), era necesario, entonces, formar a los jóvenes franceses en la lectura del paisaje y del mapa por medio de excursiones frecuentes: éste fue un aspecto importante en la renovación de la geografía que tuvo lugar en la década de 1870.
La decisión de Vidal de la Blache de dedicar sus vacaciones a recorrer -en tren o a pie- Francia y los países vecinos obedece en parte a esa voluntad de formar mejor a los franceses haciendo que comprendan el mundo a través de la práctica de campo y el conocimiento de la geografía (Sanguin, 1993). Tal compromiso contribuye a forjar tanto al ciudadano como al geógrafo.
LA GEOGRAFÍA Y EL TRABAJO DE CAMPO EN EL SIGLO XIX
Hasta que John Harrison diseñó el cronómetro marino, a mediados del siglo XVIII, se le exigía al geógrafo ofrecer una estimación de las distancias recorridas por los marinos o los exploradores, a fin de determinar las longitudes que aún no podían medirse de manera directa. La geografía se basaba en el análisis de relatos de viaje y bitácoras, y se practicaba en un gabinete. Los nuevos medios para establecer las coordenadas obligaron a los geógrafos a reinventar su oficio (Godlewska, 1998).
El objetivo del trabajo de campo, que se materializó a finales del siglo XIX en una geografía finalmente modernizada, tuvo varias fuentes: la preocupación pestalozzina por las lecciones de cosas, el deseo de subsanar las debilidades de un sistema educativo francés tal y como las reveló la derrota de 1870, y la admiración por las ciencias naturales.
Un modelo: las prácticas de botánicos, geólogos y silvicultores
El lugar que ocupó la práctica de campo en la formación de los geógrafos desde finales del siglo XIX fue en parte resultado de la influencia que ejercieron los conocimientos naturalistas ya consolidados sobre esta disciplina en vías de constituirse. No bastaba con tener herbarios para aprender a distinguir las plantas: había que localizarlas, recogerlas e identificarlas durante caminatas por los campos, praderas y bosques: El maestro camina rápido, se agacha, recoge una flor, la describe, le da un nombre latino; los discípulos se acercan y recogen otros ejemplares, los guardan entre hojas de papel para hacer sus propios herbarios.
Para convertirse en mineralogista, es conveniente incrementar las salidas a fin de conocer la diversidad de rocas y ejercitar un buen ojo que permita reconocerlas. Cuando resulta imposible identificar alguna roca a primera vista, hay que romper un fragmento de un martillazo para poder observar la composición o los cristales. Luego, se vierte una gota de ácido para ver si es una piedra caliza.
El geólogo también es un viajero incansable; trabaja igualmente con el martillo: lo utiliza para obtener los fósiles indispensables para fechar los depósitos sedimentarios. Analiza los cortes que presentan las canteras para leer el buzamiento de las capas, la existencia de discordancias o la presencia de fallas.
Desde sus inicios, la École nationale des eaux et fôrets en Nancy incluyó las prácticas de campo en su programa: los estudiantes aprendían a herborizar, a analizar la composición de los macizos forestales y a diferenciar los montes bajos, los montes altos o los montes bajos debajo de los montes altos. Una vez formados, algunos silvicultores se valieron de su práctica del trabajo de campo para analizar la resistencia de comunidades rurales a la política que implementó su institución. Inspirados por Le Play, elaboraron la encuesta sociológica de campo. Los geógrafos sin dudarlo se inspiraron en sus prácticas (Kalahora y Savoye, 1986).
La práctica de campo a comienzos y finales del siglo XIX
A comienzos del siglo XIX, en la época de Humboldt, hacer geografía de campo era casi tan difícil en Europa occidental como en los países emergentes: el proceso era lento y no permitía disfrutar del paisaje; los caminos estaban en un estado deplorable y no había suficientes albergues. Trasladarse al campo era complicado y tomaba mucho tiempo.
El investigador sólo contaba consigo mismo porque los servicios oficiales apenas comenzaban -o no habían comenzado- a realizar levantamientos topográficos sistemáticos. En Francia se contaba con un mapa general -el de Cassini- aunque le faltaba precisión y no era del todo claro. El levantamiento del mapa del Estado-Mayor (carte de l’Etat-Major) muy superior, apenas había comenzado a realizarse. La decisión de elaborar el plano catastral de todas las comunas francesas data de Napoleón I Bonaparte, y desde entonces los levantamientos aumentaron paulatinamente. La idea de trazar mapas geológicos estaba desarrollándose, aunque su levantamiento aún no había comenzado (Winchester, 2001).
Hacia finales del siglo XIX, el trabajo de campo se realizaba en mucho mejores condiciones: la red ferroviaria era extensa; los vagones de tren estaban hechos para ofrecer vista panorámica del paisaje; las carreteras se multiplicaron, la mayoría de los caminos vecinales se pavimentaron; mejoró el acondicionamiento de los hoteles, y se comenzó a disponer del equipo para acampar durante la temporada de calor.
En los colegios y liceos empezó a implementarse el dibujo. En algunos lugares también se practicaba la acuarela, que permitía plasmar un paisaje o una flor. La fotografía tuvo avances; los aparatos eran cada vez menos voluminosos. Gracias al autocromo de los hermanos Lumière, se hizo posible tomar fotos a color. La práctica de la herborización se propagó.
El geógrafo se encontraba menos desarmado frente al campo. Ya no estaba limitado a sus propios recursos. Ahora podía seguir el modelo de los naturalistas. El mapa topográfico allanaba el trabajo que realizaba al aire libre: le ofrecía una muestra del paisaje, y aunque simplificada, porque lo reducía a formas del relieve y a algunos elementos humanos -la presencia de bosques, huertos, viñedos, las vías de comunicación y el hábitat-, le proporcionaba puntos de referencia.
Al mapa topográfico se sumó el mapa geológico: éste mostraba lo que la observación directa revelaba sólo en algunos puntos (canteras, pozos mineros) de las regiones donde había un manto continuo de suelo y vegetación. Así, el geógrafo se benefició tanto de los conocimientos que reunieron los geólogos que lo precedieron en el campo, como del trabajo de los topógrafos que se encargaron de elaborar el mapa a escala 1: 80 000. Ya para fines del siglo XIX, el trabajo de campo del geógrafo se diferenciaba del de pioneros como Humboldt precisamente en eso: gracias a los mapas topográficos y geológicos, y también a los mapas temáticos, que facilitaban la lectura de datos estadísticos y eran fáciles de transportar (Palsky, 1996), se pudo aprovechar lo que los servicios oficiales ya habían recabado del análisis sistemático del campo.
La geografía como ciencia de campo
La joven geografía francesa le dio un lugar destacado a la geografía física y adoptó como propios los métodos de las ciencias naturales. Practicada inicialmente por geólogos u oficiales topógrafos, su enseñanza se realizaba sobre todo al aire libre. De ese modo, se podía explorar el conjunto de elementos de un espacio, sus paisajes; y aprender a analizarlos.
El mapa topográfico permite nombrar los lugares y las formas que van descubriéndose. El mapa geológico muestra cómo la naturaleza del subsuelo y, en el caso de los depósitos sedimentarios, la disposición y buzamiento de capas, se reflejan en el paisaje: el geógrafo comprende el proceso de erosión que esculpe las formas originadas por las fuerzas tectónicas. La monotonía de algunos horizontes refleja fases de erosión antiguas. Los depósitos superficiales que las cubren aportan información sobre las fuerzas y los procesos responsables de los aplanamientos; la presencia de capas discordantes revela las fases posteriores a la orogénesis.
El material topográfico ayuda al morfólogo a formular hipótesis. La visita de William Morris Davis a París es prueba de ello (Davis, 1895): el trazado del Val de l’Asne que descubrió en un mapa a escala de 1: 80 000 de Toul, le sugirió la posibilidad de captación del río Mosela desde el río Meurthe. La Sociedad de Geografía de París organizó una excursión, que él dirigió, para comprobar la validez de su hipótesis. Hipótesis que surgió de consultar el mapa (elaborado a partir de una experiencia real y de un levantamiento estandarizado del territorio). Si bien el trabajo de campo fue indispensable para confirmar, a través de la presencia de guijarros y grava, el origen fluvial de este valle seco.
La geografía humana no se queda atrás. Es una disciplina de campo al igual que la geografía física: los grandes campos abiertos y los pueblos agrupados hablan de sistemas agrícolas sólidamente estructurados por una colectividad; la distribución del hábitat y los prados cercados reflejan prácticas más individualistas, donde suele predominar la ganadería.
El trabajo de campo permitió descubrir la geografía regional. Los análisis que realizó Vidal de la Blache a lo largo de sus viajes se enriquecieron al entrar en contacto con la geología de campo. De la Blache descubrió la región natural basándose en La Géologie en chemin de fer de Albert de Lapparent (1888). La geografía moderna, que se constituyó entre los estudiantes a los que formó en la Escuela Normal Superior en los años 1880 y 1890, es una disciplina de campo. Gracias a ella pudo centrar la atención en dos tipos de estructuras, hasta entonces ignoradas, pero que podían leerse en los paisajes: los sistemas agrarios y las divisiones regionales.
Lucien Gallois, el primer discípulo de Vidal en ocupar una cátedra de Geografía, recorrió la región de Lyon, donde dio clases y demostró cómo esta región se compone de todo un mosaico de pequeñas unidades: Dombes, Mâconnais, Beaujolais, Charolais, Lyon. La geografía se volvió regional y ya no pudo prescindir de la experiencia de campo (Gallois, 1891/1892; 1895).
Por tanto, la experiencia fundadora de Humboldt -la del descubrimiento de estructuras paisajísticas sin la cual hubieran pasado desapercibidas- fue asimilada por la geografía francesa a través de la geología. El trabajo de campo no sirve solamente para verificar la información que recaban los geógrafos; permite aprehender elementos que no percibe el viajero común. Gracias a las habilidades de análisis visual que ha adquirido, el geógrafo está capacitado para captar realidades que otros no ven.
La institucionalización de este enfoque se debe a Emmanuel de Martonne: inventor de la excursión interuniversitaria en 1905 (Baudelle et al., 2001). Para él, lo que aporta el contacto con el paisaje, las canteras y los cortes corresponde más a la geomorfología que a los hechos de la geografía humana; sin embargo, él había recorrido Rumania lo suficiente como para saber hasta qué punto la observación directa es necesaria para explicar las realidades humanas de un país.
Un giro: la defensa de tesis de Augustin Bernard
En 1895, Augustin Bernard sostuvo una tesis sobre la Nueva Caledonia, donde nunca había puesto un pie (Bernard, 1895). El jurado estaba presidido por Auguste Himly, predecesor de Vidal de la Blache en la cátedra de geografía de la Sorbona y especialista en geografía histórica, quien siempre había trabajado a partir de mapas y material de archivo. El contacto con el campo no le parecía indispensable.
Augustin Bernard consultó exhaustivamente toda la documentación referente a la Nueva Caledonia que se había publicado en Francia, en Inglaterra o en Australia. Analizó dichas fuentes y extrajo las bases de su tesis. Cuando prácticamente la había terminado, solicitó al Ministerio de Educación Pública un subsidio de viaje para confirmar la veracidad de lo que decían los textos. El apoyo solicitado se le negó, pero, a pesar de ello, defendió su tesis.
Lo que Bernard esperaba del trabajo de campo no era descubrir aspectos de la realidad que estarían ausentes en los mapas, en los relatos de viajes y en los compendios que consultó. Simplemente buscaba comprobar, a posteriori, la validez de la información recabada por otros. Sin embargo, bastaba con que los informantes fueran serios para que esta fase se pudiera omitir.
Augustin Bernard se convirtió en doctor; sin embargo, las discusiones que tuvieron lugar durante la defensa, o a propósito de ella, hicieron que a partir de entonces fuera imposible defender una tesis que no se apoyara en un trabajo de campo porque se correría el riesgo de pasar por alto las estructuras que sólo un ojo atento detecta, y cuya identificación constituye la principal aportación de la disciplina.
Augustin Bernard fue el último representante de una tradición anterior al siglo XVIII, la de la geografía de gabinete, antes de los grandes viajes de Cook, de Bougainville y de La Pérouse, antes de que Rousseau insistiera en la lección que las cosas proponen, y de que Kant y Humboldt aprendieran a hacer de la diferenciación de los paisajes el objeto mismo de la geografía. Bernard obtuvo el título de doctor, pero después de él nadie se atrevería a defender una tesis que no partiera de un contacto directo con el campo.
EL TRABAJO DE CAMPO EN LA GEOGRAFÍA CLÁSICA
La implementación de prácticas de campo en la geografía clásica
El lugar que ocupó el trabajo de campo en la geografía moderna, que se constituyó entre 1870 y la Primera Guerra Mundial, fue considerable, aunque en ningún momento fue exclusivo. Definió un nuevo tipo de enfoque e impuso algunos sesgos a la disciplina -principalmente en Francia.
Un contacto directo, casi carnal: el camino a pie o en bicicleta
El trabajo de campo se presentó en lo sucesivo como una obligación. ¿Pero, cómo practicarlo? ¿Recorriendo a pie la mayor distancia posible? Es lo que hizo -según se dice- Albert Demangeon, quien conocía -por haberlos recorrido- todos los caminos de la llanura picarda. En el periodo de entreguerras, Paul Marre hizo lo mismo en el caso de los Grands Causses -que rodeaban las vías de tren ya que no prestaban servicio ahí. La generación de las décadas de 1920 y 1930 utilizó mucho la bicicleta, como lo recuerdan las entrevistas que realizó Anne Buttimer a geógrafos a principios de la década 1980 (Buttimer, 1983).
Una de las críticas hacia René Clozier a propósito de su tesis sobre los Causses du Quercy es haber recorrido la mayor parte en automóvil. Si bien se trataba de una cuestión generacional y de evolución de los medios de transporte, se hizo de ello un problema epistemológico.
El avance del trabajo realizado en campo
Hacer trabajo de campo es ante todo tener una vista panorámica de aquello que se estudia: el geógrafo pasa de un punto de vista a otro (Claval, 2012). Consulta los mapas topográficos que lleva consigo y así puede ubicar el nombre de los accidentes geográficos del terreno, de los pueblos o granjas que descubre. Los mapas geológicos muestran la influencia del sustrato rocoso en la topografía. La uniformidad de los horizontes habla de superficies de erosión que han nivelado las formas; la presencia de terrazas que se prolongan por encima de los valles indica la longitud de antiguas corrientes de erosión. En el ámbito humano, lo que se observa es la presencia de grandes masas forestales, un predominio de horizontes con campos abiertos o la estrecha separación entre una parcela de territorio de otra.
Para descubrir una región hay que partir de panoramas amplios. ¿Pero, luego qué hacer? Multiplicar los transectos (Platt, 1959) que permiten analizar a detalle las grandes unidades localizadas, seguir el movimiento de las capas, detectar las fallas, descubrir los depósitos superficiales que arrojan información sobre la historia de las formas topográficas. En el ámbito humano, los recorridos permiten observar las prácticas culturales, la rotación de cultivos, los sistemas agrarios, el hábitat, etcétera.
La geografía humana: el papel de la conversación, o la incorporación de saberes vernáculos en la geografía científica
El geógrafo que se interesa en la actividad humana no puede limitarse a esos métodos. Si bien ayudan a comprender la articulación de los paisajes rurales, la inserción de formas suburbanas del hábitat alrededor de las ciudades, o la morfología de los lugares habitados, la observación no es suficiente si se pretende profundizar más: el investigador debe conversar con la gente, visitar las plantaciones, inventariar las herramientas de cultivo y sus usos, informarse sobre los trabajos y sus ritmos, averiguar sobre el uso de las instalaciones agrícolas; debe interesarse en las pequeñas empresas industriales que impulsan algunos campos. En las grandes concentraciones industriales debe desenmarañar el complejo tejido de las instalaciones industriales, los canales, las vías ferroviarias, los caminos y el entorno obrero.
En la geografía humana, el trabajo de campo, por tanto, no se limita al análisis de los paisajes; implica visitas, entrevistas (Claval, 2007). ¿Cómo elegir a los interlocutores? ¿Cómo dirigir las conversaciones que se sostienen con ellos? ¿Hay que dejarlos expresarse libremente? ¿Es mejor orientarlos de vez en cuando mediante una pregunta o una observación? ¿Hay que elaborar cuestionarios?
Además, ¿qué lugar darles a los informantes locales, esos que conocen bien la localidad o la región y le pueden explicar a uno de qué vive la gente, contar la serie de labores del campo, hablar de los problemas de mercado o de cuestiones sociales? Las figuras importantes, que se hallan entre la clase dirigente y las células locales, son informantes privilegiados: nos referimos al cura, al profesor, al alcalde, al consejero general, y a cualquier gestor bien informado. De ese modo, se puede ganar tiempo valioso, pero ¿hasta qué punto se puede confiar en estos intermediarios?
Para quien cree realmente en el trabajo de campo, es conveniente evitar atajos que ayudan a ganar tiempo, pero que se alejan del contacto directo. Raoul Blanchard, geógrafo consolidado, obtuvo la mayor parte de su documentación del contacto que estableció con personalidades locales. ¿Pero, acaso el joven investigador sabrá, como Blanchard, interpretar de manera crítica las respuestas que sus interlocutores den a sus preguntas?
El trabajo de campo: el lado del aprendizaje y el de la aventura solitaria
Las prácticas de campo se enseñan a través de excursiones: ahí es donde el estudiante descubre la mezcla de panoramas, de perspectivas similares, de formas de análisis directo y entrevistas que deberá implementar cuando elabore su trabajo de investigación. Los profesores organizan una o dos salidas con sus estudiantes de maestría o doctorado para aconsejarlos, evaluar el avance de sus trabajos y ayudarlos a superar las dificultades que seguramente encontrarán.
Sin embargo, el trabajo de campo no dejará de ser una experiencia en gran medida solitaria: los jóvenes investigadores salen sin tener una idea clara de lo que deben observar y de lo que hay que encontrar. Andan a tientas y dudan mucho. Algunos fracasan y se rinden -y no vuelven a hablar de ello. Otros terminan por formarse una experiencia, por tener una profesión. Aprovechan cada oportunidad para confrontar sus conocimientos con el de sus colegas. Los siguen a su terreno, observan sus métodos. Hablan de ello cuando se encuentran en algún seminario en la universidad. La transmisión de las prácticas de campo se realiza de boca en boca entre estudiantes más que a través de una enseñanza sistemática -como la que se lleva a cabo en otros países, por ejemplo en los Estados Unidos (Platt, 1959), pero que en Francia apenas comienza.
La vaguedad de los métodos de enseñanza del trabajo de campo y el valor que al mismo tiempo se le ha dado ha llevado a muchos jóvenes investigadores a fantasear en este campo. Tienen sus fórmulas, sus hábitos, sus temores, sus placeres.
La sacralización de las prácticas de campo
En lo que espera acabar su tesis y defenderla, el trabajo de campo le da un estatus al investigador: se le reconoce ante la comunidad científica, aun cuando todavía no haya publicado nada, porque es el hombre de Vercors, de los Grands Causses, del Prepirineo o de la costa bretona. La regla que establece que no se pueden realizar investigaciones en un terreno que ya se le ha asignado a otro le da a quien lo analiza el sentimiento de que es, en cierto sentido, su propietario. Así se entabla una peculiar dialéctica entre el reconocimiento de estatus y la propiedad reivindicada.
El trabajo de campo tiene un papel central en la mitología del geógrafo. Su práctica se le presenta al joven investigador como una experiencia, como un rito de iniciación; a veces lo conduce a una especie de comunión, de identificación con el país y con las poblaciones que estudia: para el investigador es una fuente de profunda satisfacción. Así, la experiencia del trabajo de campo puede dar lugar a una interpretación cuasi psicoanalítica. Se entiende entonces que hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, la geografía “sacralizara” y “dramatizara” las prácticas de campo (Calbérac, 2010).
Ése fue el momento en que el análisis regional se volvió una pieza fundamental para la investigación. El trabajo de campo ofrece al geógrafo una garantía de autenticidad de los datos que recopila; le permite aprehender las estructuras del espacio que estudia y las divisiones que lo caracterizan. Quien no logra obtener del trabajo de campo lo que comúnmente se espera puede llegar a experimentar un sentimiento de culpa.
Un segundo cambio completó la institucionalización de las prácticas de campo: la inclusión de excursiones en la formación de los jóvenes geógrafos. Desde entonces, el análisis de los paisajes desde un punto de vista, la interpretación de las capas que presentan las canteras y la visita a plantaciones forman parte de la pedagogía de la geografía a nivel universitario: las prácticas que debe realizar el investigador en el campo se han vuelto objeto de enseñanza -o, como en el caso de Francia de un proyecto de enseñanza.
Lo que la geografía le debe al trabajo de campo
La geografía le da mayor espacio al trabajo de campo que otras disciplinas. ¿Cuáles son las razones?
La geografía “moderna” de finales del siglo XIX se definió en oposición a una geografía más antigua, que consistía en una ciencia de gabinete y se apoyaba principalmente en archivos de viajes y documentos relacionados a éstos, principalmente en los mapas.
La geografía moderna le dio un lugar importante a la naturaleza y a los aspectos físicos. Sobre todo analizaba los tipos de relieve y las formaciones vegetales: ámbitos donde la observación directa y el trabajo de campo son indispensables.
Al igual que la etnografía, la geografía humana se interesa en todas las sociedades, tanto en las que cuentan con escritura como aquellas de tradición oral. Dispone de archivos con los que puede reconstruir la génesis y el funcionamiento de las sociedades históricas; pero, el trabajo de campo juega un papel fundamental cuando se trata de analizar a sus integrantes rurales, por mucho tiempo iletrados y sobre quienes siempre ha habido escasa documentación escrita. La única forma de comprenderlos ha sido observándolos directamente y realizando entrevistas -y, por mucho tiempo, los geógrafos han sido los únicos en hacerlo.
El enfoque geográfico no se limita a realizar un inventario de lo que pasa en cada lugar: muestra cómo éstos forman conjuntos. Los archivos y los documentos publicados no siempre señalan la existencia de regiones, de complejos paisajísticos y de estructuras agrarias: es el contacto con la tierra lo que los revela.
Una parte importante de la geografía clásica, como resultado del proceso de modernización a finales del siglo XIX y comienzos del XX, se debe a la aprehensión directa del mundo, del campo.
El imperativo del campo: un sesgo que afecta a toda la disciplina
El saldo de la geografía de campo también tiene su lado oscuro. Ésta privilegia las realidades de escala local o regional porque a esta escala se práctica el enfoque de campo. En ese sentido la geografía “clásica”, tal y como se practicaba entre 1900 y 1960, desestimó muchas de las enseñanzas de Vidal de la Blache. En el Cuadro de la geografía de Francia (Tableau de la géographie de la France, 1903), de la Blache describe Francia a través de sus paisajes y de las pequeñas regiones naturales que la caracterizan, pero ésta sólo era la primera parte de su trabajo, que se desarrolló a varias escalas y mostró cómo se combinaban las unidades básicas (Claval, 1979). Se distinguieron grandes bloques: el Norte y el Este, el Oeste, y el Sur (Midi), y entre estas tres regiones una zona intermediaria que corría de Aquitania a los Alpes y al Jura. Posteriormente, el enfoque buscó comprender Francia como un todo y definir su personalidad geográfica. Para dar cuenta de un territorio tan vasto, el trabajo de campo no era suficiente: la interpretación que proponía Vidal requería de documentos históricos, series estadísticas y lectura de mapas topográficos, geológicos y temáticos que ayudaran a comprender los rasgos generales del país.
El lugar predominante que se le dio al trabajo de campo llevó a ignorar algunos elementos esenciales de la geografía de Vidal de la Blache, aquellos asociados a formas que surgieron de la Revolución Industrial a partir del siglo XIX, y cuyo extraordinario impacto pudo dimensionar cuando visitó América del Norte (Claval, 2011). Cuando el investigador está más productivo -durante la preparación de su tesis- se le solicita elegir un tema que pueda aprehender mediante la práctica personal de campo: el tema “regional” es el que mejor responde a esta definición -aunque Vidal de la Blache nunca haya dicho que es el único válido, como lo muestra su correspondencia con Jean Brunhes (Jean-Brunhes-Delamarre, 1975).
Al margen de las primeras tesis defendidas, como las de Demangeon, Vacher o Sion, la mayoría de estos trabajos se preocupaban muy poco por la organización territorial. Se limitaban a mostrar qué aporta el campo para la comprensión de un espacio cuyos límites suelen ser arbitrarios. No eran, propiamente hablando, tesis: los datos que presentaban no servían para demostrar la validez de una hipótesis.
En su trayectoria, un geógrafo aborda las realidades de escala más pequeña -las de la nación en particular- hasta más tarde, cuando hubiera que redactar un volumen de Geografía Universal, por ejemplo. El único investigador que ha defendido una tesis que aborde la organización regional de todo un país es Pierre Denis, sobre Argentina -aunque tras la defensa de su tesis abandonó la disciplina.
EL TRABAJO DE CAMPO: PRÁCTICA DIRECTA O EXPLORACIÓN INDIRECTA
El trabajo de campo: una fuente entre otras
No toda la ciencia del geógrafo se basa en la práctica de campo, ni siquiera en la época de la geografía clásica. Se recurre mucho al mapa topográfico y al mapa geológico, que representan bastante bien el terreno, pero un terreno observado por otros, de acuerdo con procedimientos normalizados y controlados por los servicios públicos responsables de elaborar estos documentos.
Al igual que el economista, el sociólogo o el politólogo, el geógrafo basa sus investigaciones en datos estadísticos o encuestas que registran miles o cientos de miles de observaciones: la veracidad del objeto que analiza no proviene de su experiencia personal, sino de agentes anónimos que se encargaron de cotejar los hechos o aplicar los cuestionarios. El rigor con el que se recogieron los datos -y la seriedad de las autoridades encargadas de ello- garantizan los resultados. Los investigadores delegan la responsabilidad que supone la experiencia de campo en quienes se encargaron de recabar los datos que emplean.
Debido a que el geógrafo se ocupa de numerosas realidades que nadie podría aprehender de manera directa, se convierte en un investigador de gabinete, cuya reputación residirá en la confiabilidad del material al que tiene acceso y en los medios de los que dispone -la encuesta, el sondeo- para verificar la calidad.
De hecho, no todas las ciencias sociales se basan en la práctica de campo. La historia no recurre a la observación directa. Se sirve de los testimonios que han dejado los memorialistas, los hombres políticos y todos aquellos cuyas actividades han quedado registradas, ya sean actas notariadas, minutas de juicios, documentos diplomáticos, etc. El historiador encuentra en los archivos, que conservan el rastro de experiencias pasadas, lo que otros buscan a través del análisis de la realidad presente. Sondeando la veracidad de los testimonios recogidos -y procediendo al análisis crítico de las fuentes- es cómo el investigador garantiza los resultados que presenta.
Como la analogía que se emplea en historia para distinguir entre historia de primera mano e historia de segunda mano, en geografía, podríamos diferenciar una investigación de primera mano (la que surge de la práctica de campo directa) y otra de segunda mano (donde los datos del trabajo de campo son recolectados por terceros, en quienes se delega esta responsabilidad -bajo reserva de examinar dichas fuentes para garantizar la autenticidad). De una investigación geográfica podría decirse que siempre se basa en una experiencia de campo, pero que ésta puede ser de primera o segunda mano.
El interés que la geografía clásica puso en los archivos, y que se ve reflejado en la tesis complementaria de Albert Demangeon, muestra que la práctica de la disciplina nunca se limitó a la observación directa del campo (Demangeon, 1905).
La geografía recurre en gran medida a todas las fuentes de observación indirecta como son los textos, las entrevistas, las encuestas, los sondeos, las estadísticas, aunque el lugar que le da al trabajo de campo sigue siendo más importante que en sociología, por ejemplo.
De las observaciones focalizadas a la aprehensión de conjuntos
En la época clásica de la geografía, el geógrafo buscaba aprehender conjuntos más allá de observaciones focalizadas. Esto dictó en buena medida sus estrategias de campo: buscar sitios elevados desde donde pudiera descubrir amplias áreas del territorio; recorrer transectos que permitieran pasar de la descripción puntual al análisis lineal (Platt, 1959). Al combinar las perspectivas descubiertas desde las cimas y los recorridos, el investigador podía identificar zonas homogéneas y discontinuidades, ya fueran abiertas, lineales o en forma de zonas de transición.
¿Cómo explicar este cambio de escala, ese pasaje puntual, de lo local a los conjuntos? Apoyándose en otras herramientas. El mapa topográfico, que representa el paisaje de manera simplificada, reveló la existencia de áreas homogéneas, de fronteras o zonas donde las características se mezclan. Por tanto, el cambio de escala que implica la geografía se basa principalmente en mapas regulares -esa quintaescencia de las observaciones de campo hechas por otros. Los mapas geológicos y los mapas de vegetación vinieron a complementar el mapa topográfico.
Los medios de teledetección ofrecen un contenido más concreto a los documentos de mediana o pequeña escala, donde se leen directamente las masas forestales y los cultivos. El ritmo de las estaciones se manifiesta cuando se dispone de pasajes continuos.
En muchos de los aspectos demográficos, económicos o sociales, la cartografía temática conduce a los mismos resultados. El espacio aparece como si estuviera compuesto de zonas yuxtapuestas o como si estuviera estructurado en campos y corrientes que gravitan hacia los polos -las ciudades- los atravesaran.
En la época clásica, la labor del geógrafo implicaba darle necesariamente un espacio importante al trabajo de campo de “segunda” mano, conformado por mapas, fotos, vistas aéreas. A través de los mapas temáticos, que elaboraba a partir de sus observaciones directas y de toda la documentación de “segunda” mano con la que contaba, las conclusiones de su análisis geográfico se materializaron en la forma de croquis o mapas. Pero el mapa no hablaba: había que hacerlo hablar.
La formulación escrita de los resultados constituye, por tanto, una parte importante del trabajo, como lo señalaron Vincent Berdoulay (1988) o Isabelle Lefort (1992). Pasar de la imagen cartográfica al discurso no es una traducción automática: el lenguaje tiene su propia lógica, sugiere asociaciones, favorece las comparaciones. Muchas veces la metáfora sustituye la explicación, o la sugiere.
La geografía clásica prescribió en la década de 1960. Para comprender el papel que desempeña el trabajo de campo en nuestra disciplina, es importante ver el lugar que le dio la Nueva Geografía a partir de 1960, y el que le atribuyeron las formas posteriores que adoptó con el giro cultural de la disciplina.
EL TRABAJO DE CAMPO EN LA GEOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA
La investigación actual sobre las prácticas de campo no aborda directamente en qué se convirtió el trabajo de campo cuando pasaron de moda los fundamentos en los que se basaba el enfoque geográfico -cuando se dejó de creer que el contacto directo con los paisajes y las personas era indispensable para explicarlos, o cuando se admitió que el papel de la geografía era interrogarse sobre las distribuciones observadas por otros en vez de explicar su génesis y función.
La Nueva Geografía, los procesos económicos y el trabajo de campo
Los geógrafos que se formaron a mediados del siglo XX pertenecían a una tradición que se transmitía oralmente entre maestros y estudiantes de geografía. Ésta ponía el acento en la práctica de campo como base de toda investigación y como condición necesaria para elaborar la tesis. Para quien tiene “el ojo de geógrafo” la verdad emana de la observación directa como una especie de iluminación.
Al momento en que la economía le disputó a la geografía el campo donde ésta se había consolidado -el de los estudios regionales- la concepción del enfoque geográfico dejó de convencer a los jóvenes investigadores porque no lograba dar cuenta de los avances contemporáneos, de la urbanización cada vez más generalizada de las sociedades, ni del desigual desarrollo al interior de las naciones y a escala internacional.
¿Cómo salir de este atolladero? Dando un rodeo, a veces largo, por las ciencias afines, la economía en particular, que entonces era la disciplina dominante. Ésta comprendía una rama, la economía espacial, que se dedicaba a estudiar las dimensiones geográficas de los procesos que operan en la producción, la distribución y el consumo de bienes económicos. La Nueva Geografía, que nació de ese acercamiento, se basó en la formulación de teorías y modelos hipotético-deductivos. Para comprobar la validez de sus hipótesis, la mayoría de los investigadores que desarrollaron este nuevo campo implementaron procedimientos estadísticos (Berry y Marble, 1968). El método no garantizaba que las construcciones teóricas fueran verdaderas, pero tampoco podía demostrar que fueran falsas; mostraba que eran congruentes con lo que se observaba, y por tanto constituían herramientas de explicación válidas.
En este nuevo contexto, “el ojo del geógrafo” ya no era suficiente para descifrar la realidad geográfica. El trabajo de campo perdía sus privilegios: ¿para qué dedicar una inmensa energía en recorrerlo personalmente, si ese trabajo no aportará nada que no pueda explicar el estudio de los datos que han recabado otros? El recurso del trabajo de campo fue reemplazado por procedimientos para nada intuitivos y que depositaban su confianza -una confianza crítica evidentemente- en los datos recogidos por otros.
¿La confrontación directa con el campo perdió todo su sentido? No: lo que ocurrió fue que ninguna de las interpretaciones teóricas, que ninguno de los modelos diseñados para dar cuenta de la distribución de los hechos de producción, distribución o consumo, era operacional. En términos estadísticos “explicaban” sólo una mínima parte de lo que se conocía. El procedimiento no lograba hacer una lectura satisfactoria de la realidad. Los procesos que lo estructuran no eran los mismos en los que se basaba la interpretación teórica. Entonces, ¿qué hacer?
Hay que volver al mapa, y si éste resultará insuficiente, al trabajo de campo. Si bien la hipótesis planteada no explica las distribuciones observadas, hay casos donde aparece relativamente satisfactoria y otros donde no lo es. Entonces, ¿por qué no proceder a la cartografía de “residuos” del análisis, a esa parte de la realidad que no puede explicar? La imagen que se obtiene suele bastar para sugerir las fuerzas y los procesos que no se tomaron en cuenta - por ejemplo, la existencia de un alto gradiente espacial asociado a la atracción de una metrópolis vecina, cuando antes sólo se tomaban en cuenta las fuerzas locales.
Cuando la cartografía de residuos no conducía a una vía de interpretación más satisfactoria, no había otra solución que retomar el trabajo de cero, esta vez partiendo del campo.
A mediados de la década de 1960, trabajé en la geografía económica del Franco Condado. En el ámbito industrial, el esquema de Weber mostró ser pertinente para explicar la antigua distribución de ciertas ramas de la industria- por ejemplo, la siderurgia a mitad del siglo XIX. Pero se volvió inoperante para los establecimientos industriales de mediados del siglo XX. ¿Qué fuerzas condicionaron dicha distribución? Para reconstruir los cambios de donde se derivaron, había que consultar los archivos; para darse una idea de los mecanismos sociales y políticos que interferían con factores propiamente económicos era conveniente realizar investigaciones.
El procedimiento, que partía de un rechazo al trabajo de campo tal y como se practicaba tradicionalmente, no lo descartaba, pero lo situaba en otra etapa de la investigación con una finalidad diferente.
El auge de los estudios sobre la historia de la geografía
Los geógrafos de la primera mitad del siglo XX tenían una idea simple de la evolución de su disciplina. La geografía contaba con una larga prehistoria, desde los griegos hasta el siglo XIX, cuando se interesó en expandir el mundo conocido y proponer representaciones cartográficas de éste. Esta larga fase preliminar terminó en el tercer tercio del siglo XVIII, cuando la disciplina resolvió por fin el problema para determinar las longitudes y se volvió realmente científica. Desde entonces, su desarrollo no se detuvo: no había necesidad de elaborar una historia sofisticada de esta ciencia para comprender su evolución.
La situación cambió a partir de que los objetivos de la investigación se transformaron y se diversificaron -cuando apareció la Nueva Geografía en la década de 1960. La historia moderna de la geografía, encargada de reconstruir la génesis de sus fundamentos epistemológicos, se consolidó paralelamente -antes de este momento, el único estudio que podría citarse es el trabajo pionero de Richard Hartshorne (1939). Trazar las etapas del desarrollo de la disciplina dejó de ser el pasatiempo de los profesores que se hallaban al final de su carrera. Esta área de trabajo ahora atraía a jóvenes investigadores.
¿En qué se basa un especialista en la historia de las ideas geográficas para hacer sus análisis? Su enfoque es el de un historiador: analiza las publicaciones del autor o de la época que estudia; los sitúa en el contexto que indican los documentos correspondientes a las instituciones donde trabajan esos investigadores; procura ver qué lugar ocupaban en la sociedad en general, y en los medios intelectuales. De ese modo, podía asociar la dinámica de las ideas, el contexto en el que surgen y la demanda social a la que responden.
¿Las cuestiones metodológicas? Eran las mismas que enfrenta el historiador: evaluar la veracidad de los autores analizados, comprender sus motivaciones, tomar en cuenta los sesgos que estructuran y deforman sus representaciones.
¿El trabajo de campo? No existe para el historiador de la geografía como para ningún historiador. Sin embargo, hay momentos en que el investigador tiene realmente la sensación de penetrar en la lógica de aquellos que estudia, de meterse en su pensamiento, de compartir sus preocupaciones. El sentimiento que experimenta en esos momentos evoca al del investigador de campo, para quien aquello que lo rodea de pronto toma forma y adquiere sentido. Distingue entre lo que constituye la experiencia auténticamente personal de quienes estudia y lo que revela la influencia de estereotipos e imágenes que circulan alrededor de ellos.
A partir de 1960, los estudios de los historiadores de la geografía dejaron de centrarse únicamente en las ideas. Se interesaron en el conjunto de modalidades que adopta el trabajo del geógrafo, en sus prácticas. Así, se abrieron nuevos campos de investigación: la importancia del contexto (Berdoulay, 1981); el lugar que se le da al campo (Robic, 2000; Baudelle et al., 2001); el papel de la escritura (Berdoulay, 1988); el del mapa, la teledetección y la cartografía temática (Palsky, 1996).
¿Cómo practica el trabajo de campo un investigador? ¿Qué datos obtiene? ¿Qué nos enseñan sus cuadernos de notas y croquis? ¿Cómo articula su narración? ¿A qué procedimientos literarios recurre? ¿Qué documentos elabora para hacer “hablar” los datos?
Tal vez estos estudios sigan pareciendo un tanto analíticos. Sería bueno poder valorar la parte que corresponde a cada uno de los aspectos del oficio del geógrafo, al juego de ideas, la confrontación con el mundo real, el manejo de los datos, la escritura.
El giro cultural y el trabajo de campo
La Nueva Geografía respondió de manera superficial a las inquietudes e interrogantes de los geógrafos. Los cuestionamientos se multiplicaron a partir de 1970. Eran tan numerosos que resulta engorroso enumerarlos. Es más fácil señalar lo que tenían en común: la crítica a los conceptos positivistas y neopositivistas de la ciencia, la desconfianza cada vez más sistemática frente al racionalismo y el pensamiento occidental, y un nuevo interés por las dimensiones subjetivas de la geografía. Ahora la experiencia de los lugares y del territorio, la construcción de identidades, la dimensión simbólica del paisaje se volvieron centrales para la investigación. Al hablar del giro cultural de la disciplina nos referimos a esta serie de cambios, así resumidos.
A los datos objetivos que siempre han requerido los geógrafos para mostrar la distribución de los hombres, sus actividades y sus obras en la faz de la Tierra, se añadió el nuevo interés que experimentaron por las representaciones de la gente que estudiaban, por sus imaginarios, sus horizontes de expectativas, sus comportamientos, sus preferencias, sus sensibilidades, sus creencias, sus ideologías, sus religiones.
La naturaleza de esos elementos es cualitativa (Blunt et al., 2003). Algunos se pueden estudiar a través de los textos, las pinturas, las estatuas, los edificios, la música, la danza que inspiraron o que representan. El imaginario turístico se puede leer en la publicidad que difunden las agencias de viaje o en las tarjetas postales que las tiendas de recuerdos ofrecen a los viajeros. Una parte importante de estas nuevas búsquedas de la geografía carece, sin embargo, de expresión objetiva.
Los servicios públicos, la gran fuente de datos estadísticos, no están hechos para recolectar información difícil de formular y descifrar. Los sondeos de opinión podrían hacerlo, pero los cuestionarios en los que se basan, por lo general, no pueden medir los elementos ya identificados -por ejemplo, los compromisos políticos.
Aplicando en persona los cuestionarios, el geógrafo obtiene del trabajo de campo el mismo tipo de información, además puede emplear procedimientos más flexibles, realizar entrevistas abiertas, dejar hablar a su interlocutor: en esas condiciones es cuando tiene oportunidad de captar aspectos completamente nuevos -y diferentes a los que se esperaba- de la realidad que estudia. El trabajo de campo recupera todo su valor. Los siguientes ejemplos lo demostrarán:
El campo y las ciudades suizas están exquisitamente organizados. Ahí, uno entra en una atmósfera armoniosa que seduce a los turistas. La hermana de mi esposa se casó con un pastor suizo y vivía en una mansión en unos de los mejores barrios de la parte alta de Lausana. Nosotros vivíamos en Besançon y nos gustaba ir a visitarlos para disfrutar de la paz que reinaba en ese ambiente excepcional. Mi cuñado y mi cuñada se enfermaron al mismo tiempo. Fue el comienzo de sus problemas: para el verano ya no tenían la fuerza para cortar a la altura permitida -1.20 metros- los arbustos que cercaban su terreno ni para recoger, en el otoño, las castañas que caían al piso. Eso hacía deslucir el entorno. Los vecinos dieron aviso a la policía, la cual intervino, levantó un acta, los hizo pagar una fuerte multa y envió a los trabajadores municipales a cortar los arbustos y recoger las castañas -a un elevado costo, desde luego. Detrás de la armonía de las formas, había que leer el peso de una red implacable de vigilancia mutua…
A comienzos de 1990 me invitaron a la Universidad de Ámsterdam. Una joven colega francesa, casada con un pintor holandés, daba clases en el departamento de geografía. Un día almorzamos con ella. Se quejaba de no encontrar programas en la televisión que pudieran distraer a sus hijos y brindarle unos instantes de tranquilidad. Desde luego pasaban La pequeña casa en la pradera, pero sólo en el canal protestante conservador, y su esposo era un protestante de izquierda. ¡Y de ninguna manera, les permitiría a sus hijos ver semejante programa!
Nuestra interlocutora entonces nos explicó que la televisión del Estado holandesa dividía el tiempo de emisión entre los diversos sectores del país: protestantes, conservadores o progresistas, católicos, minorías migrantes (turcos y marroquíes). En un país como ese, lo que cuenta son las comunidades que lo conforman: se habla de “pilares”, de “columnas” y se dice que la sociedad holandesa está “pilarizada”. El Estado está al servicio de las comunidades, pero no las controla. En ese momento nos dimos cuenta de la diferencia profunda entre las concepciones holandesas o francesas de democracia.
Cuando di clases en la Universidad de Laval, le solicité a mis estudiantes que redactaran un trabajo sobre un aspecto económico o social de su localidad o región de origen. Uno de los ensayos trataba de una parroquia del Bas du Fleuve, justo donde no había tierras cultivables, donde la cosecha de cebada o de avena (el trigo no se daba) se realizaba durante las primeras nevadas de otoño, y donde la gente vivía -aunque mal-de la silvicultura, la caza o la pesca principalmente. La caza ilegal era la única forma de salir de apuros. Muchos eran detenidos y condenados a prisión. Por lo general, esto ocurría en otoño. Más de un 20% de los hombres entre 20 y 50 años estaban tras las rejas. ¿Por qué tal porcentaje no resultaba escandaloso? ¿Por qué no provocaba comentarios de indignación en la prensa? La dificultad para sobrevivir en un entorno tan ingrato explica en parte ese comportamiento. Además, refleja la convicción de que la prisión es “inglesa” y no tiene nada que ver con la moral. ¡Ser condenado y pasar dos o tres meses en prisión no tiene nada de vergonzoso!
Estos ejemplos sirven para mostrar lo más preciado que revela el trabajo de campo en el ámbito cultural: qué es lo que distingue a grupos en apariencia tan similares que no sospechamos de sus profundas divergencias. Después de todo, en Lausana o en Quebec se habla francés como en Francia, y la democracia holandesa es tan sólida como la que tenemos en nuestro país. Así, un detalle, un pequeño incidente, puede revelar el abismo que nos separa de la gente que creíamos cercana.
Si quisiera resumir la enseñanza más valiosa de la práctica del trabajo de campo a la geografía, destacaría que su aportación es doble:
la visión global y abarcadora de los paisajes permite comprender qué caracteriza a las unidades territoriales, identificar sus límites -ésta fue, si se quiere, la contribución de Humboldt, tan importante para la geografía física como para la geografía humana.
El trabajo de campo ayuda a identificar las distintas prácticas o políticas que contribuyen a configurar el espacio, así como las características del comportamiento, actitud y concepto de vida en un área determinada -el derecho de la comunidad a controlar determinadas conductas de sus miembros, como en el ejemplo de Suiza; aceptar, como en la sociedad quebequense, sanciones penales generalizadas simplemente porque no las consideran infames; la idea, en los Países Bajos, de que lo fundamental para la nación son las comunidades que cohabitan en el país más que el Estado, el cual está a su servicio.
A este retorno al campo y a la frescura de los testimonios que permite recoger, deben buena parte de su éxito los estudios sobre el espacio vivido, tan prolíficos en la década de 1970: rompieron con el carácter frío y rígido de muchos de los trabajos de la Nueva Geografía, deficientes al estar sustentados únicamente en estadísticas.
De las epistemologías de la curiosidad a las epistemologías del deseo
A partir de finales del siglo XIX, los geógrafos destacaron la contribución del trabajo de campo en el carácter científico que entonces adoptó la disciplina, aunque prácticamente no se detuvieron a ver cómo se practicaba. Hubo que esperar hasta las décadas de 1970 o 1980 para que distintos estudios comenzaran a explicarlo: lo hicieron como reacción a una concepción meramente intelectual de la ciencia. Desde entonces comenzaron a tomarse en cuenta las “prácticas” en las que se basaba la geografía (Robic, 2000; Baudelle, 2001).
Esto se reflejó en un cambio en la concepción que se tenía de las condiciones del saber, lo cual llevó a una reflexión más profunda sobre los fundamentos de la epistemología. Dejó de privilegiarse su dimensión estrictamente intelectual, el “movimiento de las ideas”: en lo sucesivo comenzó a tomarse en cuenta el aspecto concreto de los métodos y sus condiciones materiales.
El movimiento se intensificó en 1900. Y se tradujo en el cambio de la imagen que se tenía de la ciencia y de la naturaleza de la epistemología. La curiosidad era lo que motivaba el pensamiento científico. El término “curiosidad”, que apareció en francés a finales del siglo XII, designaba en un inicio “el cuidado, el interés que se tiene por algo”. Después, se aplicó a “la inclinación que lleva a aprender, a conocer cosas nuevas” (Robert). Expresa un “apetito” una “sed de conocimiento”. En este sentido, la ciencia surgió de un movimiento intelectual, que la mueve a explorar la realidad para comprenderla y explicarla.
Por tanto, la geografía nació de esa inclinación por conocer nuestro entorno y aquellos que existen más allá del horizonte y que descubrimos al viajar. A finales de la Edad Media y en el Renacimiento, cuando la epistemología moderna comenzaba a constituirse, la geografía se nutrió de la observación con la cual podía explorar el mundo que iba descubriendo gracias a que estaba inundado de luces. A partir de Roger Bacon y de Robert Grosseteste, en el siglo XIII, una corriente del pensamiento cristiano se interesó en la luz porque fue creada por el Señor desde el primer día de la Génesis: la luz aparece como la energía que empleó Dios para crear el universo, como el vehículo de su Gracia.
El pensamiento de los platónicos de Florencia, en el siglo XV, iba en el mismo sentido, como lo señala André Chastel:
Los principios filosóficos de la perspectiva remiten efectivamente a la idea de que el espacio está totalmente atravesado por la luz (de ahí que sea “inteligible”) y por su estructura matemática (de ahí que sea “medible”). Estos dos aspectos, que ya encontrábamos en algunos científicos del siglo XIII, ocuparon un lugar central en la “física” del siglo XV y en la doctrina de Ficino. Uno de sus tratados de juventud, Quaestiones de luce, insiste en el hecho de que la propagación de los rayos no es un desplazamiento de elementos corporales. La luz es una cosa espiritual y sólo puede crear efectos inteligibles. El Comentario al Timeo consolidaría esta intuición con la teoría del alma del mundo y la concepción matemática del espacio que de ahí se desprende… Tal es el orden platónico que desarrolla la intuición de un cosmos armonioso (Chastel, 1982, p. 305-306).
Como hemos visto, el concepto de conocimiento se modificó debido a la influencia de otro componente del pensamiento medieval, el nominalismo, que impuso el retorno a la realidad y la garantía de la experiencia personal de las cosas. La dialéctica entre el espíritu y el mundo se produjo gracias a la acción de la mirada y a la luz, que es algo espiritual.
El cuerpo está implicado en la construcción de la verdad sólo a través de la vista -que es ajena, porque percibe algo espiritual, a las determinaciones materiales. Todo esto tuvo varias consecuencias.
El lugar que ocupa la cartografía en el desarrollo de la geografía viene de ahí: la cartografía sintetiza y pone al alcance de todos lo que el ojo del viajero descubre.
La geografía explora el mundo a través de la vista. Esto reforzó, desde Humboldt a comienzos del siglo XIX, el énfasis puesto en la experiencia directa del espacio que se estudia, en el campo y los paisajes que se descubren y que la imagen permite comunicar.
Como ciencia de la observación, la geografía aparece claramente como una herramienta de vigilancia, como, desde hace unos treinta años, lo señalan todos los trabajos inspirados en Vigilar y castigar de Foucault.
Las epistemologías críticas del trabajo de campo
La transformación de las perspectivas epistemológicas fue resultado en buena parte de una nueva forma de analizar los procedimientos de los investigadores, en general, y el de los geógrafos, en particular. Isabelle Lefort (2012, p. 472-475) habla del “deseo del trabajo de campo”:
Lo que motiva al geógrafo al campo no es solamente el deseo de entrar en la cantera, es simplemente el deseo de apropiarse de un pedazo del mundo y que se le agradezca […]. Así vivido y expresado, la relación con el campo no implica únicamente el interés intelectual del geógrafo, sino a toda su persona, en todas sus dimensiones psicológicas e íntimamente personales (Lefort, 2012, p. 472).
En la nueva perspectiva, el geógrafo de campo está más motivado por el deseo que por la simple curiosidad. Así, toda la disciplina se vio modificada: ya no era obra de puros intelectos. Tenía cimientos corporales que fueron ignorados por mucho tiempo. Había que reparar ese olvido. Y de eso comenzaron a ocuparse colegas en el mundo anglosajón en la década de 1990:
Desde comienzos de la década de 1990, el problema del trabajo de campo surgió en la geografía anglófona por el doble impulso del desarrollo de una epistemología feminista […] y el desarrollo de los estudios cualitativos -implementación y codificación en la que participaron geógrafas feministas, a lado de la tradición fenomenológica y del conjunto de corrientes posestructuralistas. (Volvey et al., 2012, p. 446).
No resulta extraño que la corriente de los qualitative studies influyera en esta reevaluación del papel del trabajo de campo en la geografía: a partir de Humboldt, lo que ofrece la observación directa a la geografía es lo más valioso. El papel de las geografías de género responde, en cambio, al lugar que finalmente se le dio a la corporeidad del investigador. Lo que se cuestiona “es el ‘régimen escópico’ de conocimiento de la geografía clásica (la elaboración de datos producidos durante la observación visual)”. Y se busca reemplazarlo por “un régimen háptico” de conocimiento (un régimen basado en la elaboración científica de datos pre-lingüísticos, ya sea hápticos o empáticos) […]” (Volvey et al., 2012, p. 453-454).
Así, se dejaba entrever una interpretación “de género” de la geografía al analizar las prácticas del geógrafo fuera de su gabinete. La práctica masculina de campo, “calcada de la exploración, evoluciona entre posesión por medio de la agrimensura, penetración a través de la observación y control mediante la recuperación exhaustiva de un espacio exterior […] feminizado […] (Volvey et al., 2012, p. 447). ¿La motivación oculta de esta forma de práctica? “La estrategia de afirmación o consolidación de la identidad social, masculina, del investigador” (Volvey et al., 2012, p. 447).
Es factible otra práctica de campo: una donde predomina la preocupación por el otro -el care, empleando el término en inglés- que caracteriza las actitudes femeninas.
La investigación de campo feminista […], que cuenta con una escala de operación reducida (microprocedimientos) y se basa en la interlocución, ha sido colocada en el fundamento de un ‘feminist political project within the discipline’. Un proyecto de ‘empowerment’ recíproco entre el sujeto investigador y el (o los) sujeto (s) investigado (s) que representan y hacen escuchar sus voces […] hasta participar de una estrategia de activismo político […] (Volvey et al., 2012, p. 447).
Tal es el programa de una epistemología que considera que el conocimiento científico ha estado empañado hasta ahora por la supremacía masculina y que es necesario pensar de manera más “pura” el trabajo en el exterior.
El desarrollo de epistemologías críticas de la geografía en Francia
El desarrollo de las epistemologías críticas es más reciente en Francia que en los países anglófonos, donde ha adoptado distintas formas. Para Yann Calbérac, “el campo de las ciencias sociales se presenta como el equivalente del laboratorio en las ciencias experimentales”: la forma de romper de una vez por todas con las epistemologías tradicionales es analizando su práctica:
Hacer una historia de la geografía desde el ángulo del campo invita a dejar atrás las representaciones que han creado los geógrafos de su disciplina para interrogar los discursos que el campo no deja de alimentar (Calbérac, en Volvey et al., 2012, p. 452).
Precisamente Anne Volvey dedica su tesis a este tema (Calbérac, 1970). Y elije un ángulo diferente:
Se interesa en la práctica de campo de los geógrafos. Por tanto, interroga su dimensión subjetiva, la cual coloca en el centro de su reflexión para convertirla en una cuestión más allá de lo cognitivo, así como su dimensión espacial, que establece como instrumento de esa cuestión (Volvey et al., 2012, p. 452).
Su propósito la llevó a destacar qué es lo que bloquea el desarrollo de las epistemologías hápticas de moda entre los geógrafos anglófonos:
Si bien las geografías anglófonas contemporáneas han reemplazado el “régimen lingüístico” (que consiste en elaborar datos producidos en la interdiscursividad) por un “régimen escópico” de conocimiento de la geografía clásica (que consiste en datos producidos durante la observación visual), en cambio, han tenido dificultades para crear un “régimen háptico” de conocimiento (un régimen basado en la elaboración de datos prelingüísticos, ya sean hápticos o empáticos) […]. De hecho, no han adoptado el principio de simetría que les permitiría analizar en su totalidad un régimen háptico de conocimiento, a partir de una reflexión crítica que se base en la relación entre la metodología de campo fundada en el modelo del care, su dimensión espacial y la experiencia subjetiva del investigador (Volvey et al., 2012, p. 453-454).
¿Qué han aportado estas epistemologías críticas?
Las epistemologías del deseo frente a las epistemologías de la curiosidad
La nueva curiosidad por el campo se derivó del cambio que experimentó, desde hace unos treinta años, la concepción que se tenía de la epistemología: el conocimiento dejó de responder al impulso de la curiosidad, es decir a una necesidad fundamentalmente intelectual, para responder a una motivación más profunda y más general: el deseo.
Este cambio se inscribe dentro de un movimiento más amplio: el investigador nunca está aislado en su torre de marfil; sus reflexiones llevan la marca de la formación que ha recibido, del entorno social e intelectual en el que se ha desarrollado, y de las políticas que ahí se llevan a cabo. El conocimiento que produce debe ser puesto en su contexto: el pensamiento no fluye en un ambiente sin fricciones y trabas. El conocimiento que resulta del manejo de datos está “localizado”, es decir no es universal.
Desde hace mucho tiempo, las epistemologías críticas insisten en el hecho de que el trabajo científico siempre refleja la “postura” de quien lo dirige: como era el caso del historicismo; y es el caso de muchos sociologismos o de economismos, por ejemplo el de un tipo de marxismo que pretendía que lo económico (el estado de fuerzas productivas y los modos de producción) decida siempre todo en última instancia. Las epistemologías de la corporeidad no están exentas a la crítica que suscitan todas estas concepciones: ¿Qué garantiza la validez del conocimiento científico en la epistemología feminista y los métodos cualitativos en general? (Volvey et al., 2012, p. 449).
Al sustituir un saber “localizado” por su opuesto no se construye un saber universal. Los colegas francófonos que exploran esas nuevas pistas de investigación están conscientes de la fragilidad de este tipo de conocimientos. Para evitar caer en ello, Yann Calbérac se inspiró en Bruno Latour y en su teoría del actor-red. Anne Volvey se apoyó en variantes del psicoanálisis que explican el papel de la subjetividad en las prácticas de campo.
Desde luego, es necesario tomar en cuenta qué aspectos influyen en el investigador, qué orienta sus trabajos, lo seduce o le repugna cuando se enfrenta al mundo. La conquista del saber está hecha de constantes batallas. No hay una victoria que lleve al intelecto humano a descubrir por fin el continente del saber: el universo platónico de las Ideas no existe, el conocimiento se construye y sus resultados siempre son provisionales.
Algunos toman de esta afirmación la idea de que las formas tradicionales del conocimiento carecen de fundamento. Sin duda, hay que someterlas constantemente a revisión, comprobar sus resultados, reajustar sus ambiciones. La inclusión del trabajo de campo y de la dimensión corporal que éste adopta no cuestiona la idea de que la evolución de la geografía refleja diversas lógicas asociadas a la historia de las ideas, a la dinámica de las instituciones, a la ambición de los investigadores, a la demanda social. No se ganaría nada descartando estos planteamientos para quedarse solamente con aquellos que toman en cuenta las epistemologías del deseo.
CONCLUSIÓN
¿Cuál sería la base del método geográfico? ¿El trabajo de campo? La idea es menos universal de lo que parece a primera vista. Tiene raíces medievales. Sus primeros teóricos remiten al siglo XVIII, se consolidó en el curso del siglo XIX y triunfó a comienzos del XX. Se podría pensar que un tema así de central hubiera dado lugar a una elaboración sistemática. En Francia no fue así: de una iniciación en las excursiones se pasó al mayor empirismo. Cada quien aprendía a arreglárselas cuando se hallaba solo en la naturaleza. Esta experiencia podía ser traumatizante. Y se interpretaba de mil maneras, como lo señala toda una corriente contemporánea de investigación.
Desde hace cincuenta años, la geografía le da cada vez más importancia al estudio de los procesos que se encargan de las distribuciones observadas. El trabajo de campo ha perdido el papel estratégico que tenía. Sin embargo, no ha desaparecido de las prácticas de la disciplina: permite medir los límites de lo que aporta el análisis de los mecanismos económicos, sociales o políticos. Como experiencia fundamental, permite descubrir en qué divergen sistemas culturales que aparentemente son similares. Un trabajo de campo, sí, pero que ya no se ubica al mismo momento de la investigación: ha dejado de ser una condición previa, aun cuando seguirá siendo una pieza importante.