La historia de México está cargada de presupuestos ideológicos que rara vez nos detenemos a analizar filosóficamente. Solemos narrar nuestro siglo XIX como la larga y cruenta pugna entre liberales y conservadores. La palabra “conservador” tiene hasta la fecha connotaciones peyorativas. Casi podría decirse que es el insulto político con antonomasia. Es sinónimo de “retrógrada”, “fanático religioso”, “enemigo de la patria”; damos este penoso título a aquellos que son como un ancla para el avance del país y a aquellos que quieren mantener a toda costa un estado jerárquico y de privilegios en contra de la igualdad y de la democracia. ¿Pero qué es exactamente el conservadurismo mexicano y cuál fue su contexto de emergencia? Esta es la pregunta que acomete Luis Patiño en su libro Lucas Alamán y la formación del conservadurismo mexicano en la primera mitad del siglo XIX.
Tres precauciones:
1). No estamos ante otro libro de historia de México (a pesar de que el libro fue incluido en la serie “Historia” de la editorial Lambda). El objetivo último del autor es reconstruir y evaluar los argumentos filosóficos que estuvieron sobre la mesa tras la consumación del movimiento independentista. Todo esto lo hace bajo la conducción de Lucas Alamán (el conservador arquetípico). En esta ocasión, los datos históricos se supeditan al análisis filosófico.
2). El título no es exacto. La investigación no se centra en Lucas Alamán. El lector tendrá que esperar hasta el último capítulo del libro (el capítulo tres) para enterarse bien a bien de su vida y de su obra. Los dos primeros capítulos están consagrados a la Independencia y al discurso liberal. La propia estructura del libro nos muestra que liberalismo y conservadurismo mexicanos son inseparables (en un sentido teórico e histórico): el uno se define a partir de su oposición con el otro. Más aún: son discursos y posiciones políticas que se solapan y a menudo se confunden. Había más de una forma de ser conservador y más de una forma de ser liberal. Luis Patiño no sucumbe a la fácil tentación de ver en el pasado de México un pasado dicotómico.
3). No es una apología del conservadurismo. El autor hace un pacto de objetividad para tocar estos temas espinosos sin apasionamientos ni juicios anacrónicos y moralizantes. Hay que engastar el libro en una tradición de filósofos-historiadores que comienza con José Gaos y que pasa por autores como Bernabé Navarro, Juan Hernández Luna o Carmen Rovira. Es una tradición que tiene como consigna máxima el apego estricto a las fuentes príncipes y la búsqueda archivística exhaustiva. Subyace la convicción de que las ideas no son abstracciones ahistóricas y de valor universal, sino el diálogo de personas de carne y hueso con sus circunstancias. Para estos autores -para Luis Patiño-, las ideas son herramientas con una función vital.
Los filósofos de la Ilustración, los enciclopedistas y, finalmente, los integrantes de la Asamblea Nacional francesa (piénsese en los textos de Emmanuel-Joseph Sieyès) cambiaron para siempre la manera de hacer política. Este nuevo lenguaje político se advierte en las Cortes de Cádiz de 1808 y en la posterior constitución de 1812. Conceptos como “nación”, “ciudadano”, “soberanía”, “representación” o “derechos individuales” eran usados con toda naturalidad. Esto lo advierte y lo analiza Luis Patiño en el capítulo uno; concluye: “En 1808, la respuesta novohispana y en general americana ante la invasión francesa mostraba un claro patriotismo y sentimiento anti-francés acompañado de un apego sincero a los valores de la monarquía, por ejemplo, la religión” (p. 69).
Los representantes americanos en Cádiz se enfrentaron a un desafío filosófico. Pedían reformas para una mayor libertad económica y comercial y una representación parlamentaria en absoluta igualdad. Se removía en el fondo la pregunta por la soberanía y la legitimidad de las Cortes. Nueva España parecía recobrar su soberanía una vez disuelto (o puesto en suspenso) su pacto fundante con el monarca español (ausente). Luis Patiño distingue, de este modo, entre un reclamo de autonomía y un proyecto independentista. Distingue, a su vez, entre un proyecto independentista y un movimiento insurgente. Puesto que dominaba para aquellas fechas un profundo sentimiento anti-francés, la Revolución francesa, lejos de verse como un modelo a seguir, se percibía como un estallido sanguinolento que debía evitarse a toda costa. (Luis Patiño nos recuerda las críticas de Melchor de Talamantes al Contrato social de Rousseau.)
Un personaje clave para entender la mentalidad criolla (en los años previos al Grito de Dolores) es Francisco Primo de Verdad y Ramos. Él defendía la primacía del Ayuntamiento de la Nueva España frente a la Real Audiencia y a las juntas peninsulares. A su juicio, los americanos debían conservar el reino para Fernando VII. Entretanto, tenían el derecho a elegir a sus propios representantes. “Por primera vez vemos de forma sistemática una exposición en que los criollos apelaban a derechos naturales y con ello a defender la igualdad de América frente a la Península en lo que a un tema tan delicado como el de la representación política se refiere” (Patiño Palafox, 2023, p. 74). Luis Patiño retoma así una de las tesis defendidas por Luis Villoro en El proceso ideológico de la revolución de Independencia: las ideas ilustradas no fueron el único factor, y mucho menos el factor decisivo, que puso en marcha el movimiento de 1810. Difícilmente podríamos catalogar a Morelos como un ilustrado. En sus manifiestos emplea recurrentemente el término “nación”, pero no en un sentido moderno y contractualista. La “nación” es aquí un impulso amoroso que nos arraiga a la tierra, la imagen idílica de una región que posee recursos inagotables. El lenguaje de Morelos hay que ponerlo en vecindad con Francisco Suárez más que con los ilustrados franceses.
Luis Patiño llama la atención sobre un aspecto de la Independencia que casi siempre es pasado por alto: la intensiva participación de sociedades secretas, como la de “Los Guadalupes”. Las clases altas de la Nueva España tejieron una compleja telaraña epistolar que se extendía hasta el extranjero y que los mantuvo en contacto con los líderes insurgentes. Luis Patiño se detiene a estudiar el caso de fray Servando Teresa de Mier, miembro de la alta intelectualidad y uno de los principales conspiradores de la Independencia.
El autor acaba el primer capítulo haciéndole justicia al Plan de Iguala y a la denostada figura de Iturbide. Para 1820, la opción republicana no existía más que en la mentalidad de unos pocos miembros de la élite criolla. La opción monárquica era la que gozaba de mayor aceptación entre la población y la que mejor se adecuaba al pasado cultural de México. La visión de Iturbide era anti-revolucionaria y anti-insurgente. Desde su óptica, la Independencia de México era el resultado de una evolución natural, un proceso parecido al que atraviesan los adolescentes que por fin descubren que pueden valerse por sus propios medios. De aquí que no renegara de los tres siglos de virreinato ni plantease una ruptura tajante y definitiva con la corona. El Plan de Iguala ofrecía el trono del Nuevo Imperio Mexicano a Fernando VII. “El problema de fondo”, insiste Luis Patiño, “era la falta de legitimidad histórica de un criollo como Iturbide para asumir un trono como el que acababan de fundar” (p. 125). El Plan de Iguala tenía algo en común con el discurso insurgente: la defensa de la religión católica como elemento identitario y de cohesión.
La acuciosa investigación de Luis Patiño pone en jaque la versión pro-hidalguista, pro-insurgente, progresista, liberal, hispanófoba y teleológica de la historia de México. Es una versión que comenzó a construirse con la constitución de 1824, un documento que imitaba abiertamente el modelo político estadounidense y que obedecía a la doctrina Monroe de 1823. Mier hablaba de una refundación completa de la sociedad a partir de nuevos preceptos. Se trataba de un proyecto de desligamiento histórico que, para hacerse realidad, tenía que desacreditar el esquema monárquico imperante. Esta transformación a contrapelo se realizaría hasta bien entrado el siglo XIX con el fusilamiento de Maximiliano.
En la obra de Carlos María de Bustamante vemos surgir con toda claridad la dicotomía entre despotismo-monarquía y libertad-Congreso. Los artífices (materiales y teóricos) de este nuevo país coincidían en un punto: no debía incluirse a las masas en la política. Sentían una declarada aversión por la democracia popular plena (Luis Patiño llega a hablar de un republicanismo elitista o conservador). Se creía que solo aquellos que tuvieran cierta instrucción y fuesen poseedores de tierras debían ejercer el derecho al voto.
En el segundo capítulo, nuestro autor subraya la importancia de Poinsett (primer ministro plenipotenciario de Estados Unidos en México) y la logia de York. La masonería (yorkina o escocesa) suplía en buena medida la inexistencia de los partidos políticos. El afianzamiento del liberalismo no acabaría de entenderse sin el influjo (velado o a plena luz) de los Estados Unidos.
El libro alcanza su clímax en el capítulo tres, que de hecho le presta su título a toda la investigación. Luis Patiño despeja algunos mitos que envuelven y que hacen inaccesible la figura de Lucas Alamán (1792-1853). Alamán fue, sin duda, el ideólogo del conservadurismo mexicano en la primera mitad del siglo XIX y un autor de referencia para José Vasconcelos o Ezequiel A. Chávez (por mencionar solo dos ejemplos). Lucas Alamán -este es el primer mito- no era un enemigo declarado de la Independencia. Conoció a Miguel Hidalgo en persona y fue testigo de la toma de Guanajuato en 1810. Siempre se opuso con términos tajantes a la etapa insurgente de la Independencia, pero no a la Independencia en sí. Inició su carrera política en las Cortes de Cádiz en 1821. A su regreso a México, fungió como nuestro primer Ministro del Interior y Relaciones Exteriores. Luis Patiño nos lo presenta como un profundo admirador de la historia (a Alamán le debemos la fundación del Archivo General), solo que, para este conservador anti-insurgente, la historia no era un pesado lastre que había que sacudirse de encima, sino experiencia de la cual abrevar: cúmulo de aprendizaje, trayectoria e inercias que conferían un plan único de desarrollo a cada nación.
La visión hispanoamericanista de Lucas Alamán era diametralmente opuesta al liberalismo pro-estadounidense. Su reformismo político se apoya en las teorías de Edmund Burke, primer crítico de la Revolución francesa. Ambos autores compartían una concepción de la política como arte prudencial, en contra de la concepción ilustrada de política como la implementación innovadora de principios abstractos, metafísicos y pretendidamente universales. Consideraban a la innovación una especie de olvido del pasado, proponiendo en su lugar la mejora y la reforma de aquello que ha funcionado y que ha resistido los vaivenes del tiempo y de la fortuna. Escribe Luis Patiño: “Para un conservador, el conocimiento verdadero de la política se basaba en la acumulación del saber de generaciones, no en un saber abstracto que se aprendía en la teoría o por sujetos aislados” (p. 202). Los conservadores, a diferencia de un Kant o un Comte, no subsumían la historia a una narrativa grandilocuente y progresista. La historia, para ellos, se antepone a la práctica política.
El conservadurismo -este es otro mito- no se opone al cambio social a secas, sino al cambio social abrupto y destructivo. La igualdad absoluta en cuestiones políticas les parecía inviable y ajena a la realidad. Creían más bien en un equilibrio de poderes entre partes desiguales. Las teorías multiculturales reproducen actualmente esta crítica a la idea liberal de “ciudadano”: es una idea abstracta que implica una homologación forzada de grupos sociales distintos. Lucas Alamán, por consiguiente, no abjuró del Virreinato. Cortés aparece ante sus ojos como un unificador y un creador de instituciones eficaces y perdurables, ni más ni menos violento que sus predecesores aztecas o que los contemporáneos franceses de Alamán (los prisioneros condenados a galeras eran marcados con hierro ardiente).
Alamán falleció en 1853 en un estado de amargura y desilusión. Presenció desde la primera fila el desmoronamiento de las instituciones novohispanas, la mutilación del territorio mexicano, el duro despertar de un sueño de opulencia y poderío. Alamán ya no pudo formar parte del Segundo Imperio Mexicano ni del régimen porfirista (que realizaba de algún modo la idea conservadora de un gobierno fuerte y antidemocrático).
Luis Patiño recupera para la filosofía el legado de Lucas Alamán. El desgaste del discurso liberal y la búsqueda de rumbos y orientaciones propias tienen que ir necesariamente acompañados de esta recuperación. Luis Patiño no lo pone en estos términos, pero podría decirse que Lucas Alamán denuncia aquello que Antonio Caso llamará más tarde un desajuste entre el “yo propio” y el “yo ficticio”, entre los principios y las legislaciones que usamos para comprendernos y la realidad fáctica del país: un desfase entre nuestra escala de valores y nuestras fuerzas anímicas (para decirlo esta vez con la fraseología de Samuel Ramos). La idea que tenía Lucas Alamán de la historia como experiencia de vida al servicio del presente tendrá ecos en el historicismo mexicano (de Gaos, Zea, los hiperiones y el propio Luis Patiño).