Introducción
A lo largo de la segunda década del siglo XXI se dieron algunos cambios significativos respecto al impacto de las migraciones en el mundo y en la región. En el caso de Uruguay, el número de inmigrantes experimentó un aumento sostenido y durante varios años se invirtió su saldo migratorio negativo. Condiciones de orden socioeconómico o político en países latinoamericanos, asociadas a una cierta facilidad para obtener un documento de identidad uruguayo, acceder a un trabajo (aun mal remunerado), al sistema de salud y al educativo, entre otros, dan como resultado reconfiguraciones en la composición de las poblaciones que llegan al país.
En este contexto, las dimensiones de género, etnia y raza, clase y edad surgen como problemas que atraviesan el cuerpo, en tanto corporeidad. Éste se ubica en el centro de la construcción de estereotipos y representaciones, que ponen en evidencia situaciones de violencia explícita e implícita. Una tendencia a la feminización relativa de la migración regional otorga especial relevancia al tema de la experiencia de la corporeidad femenina (Picún y Martínez, 2018). En este trabajo se abordan relatos de mujeres migrantes de origen caribeño en Uruguay, fundamentalmente de ascendencia afro, sobre la experiencia en el vestir. Se indaga sobre los procesos de adaptación, resistencias, percepciones, aprendizajes, contrastes, estereotipaciones y aportes al medio receptor de la migración.
Algunos antecedentes
Si bien los estudios del cuerpo como cultura tienen una larga historia en la antropología, debido al interés de esta disciplina en la relación entre naturaleza y cultura (Turner, 1994), apenas en los años setenta del siglo XX se consolidan como un área específica de investigación (Citro, 2009: 29). Mas deben reconocerse los aportes de un conjunto de autores de las ciencias sociales al desarrollo de este campo de estudio, aun cuando no hayan abordado directamente el cuerpo: Marcel Mauss y sus “Técnicas y movimientos corporales”, conferencia publicada en el Journal de Psycologie (1991), que Mary Douglas retoma en su noción del cuerpo como sistema clasificatorio (Douglas, 1970, cit. en Turner, 1994); la fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty (1993), que abre un camino hacia la concepción del cuerpo como corporeidad; en el ámbito del psicoanálisis, el cuerpo sexuado de Freud y el cuerpo simbólico en Lacan (cit. en Citro, 2009); la relación entre discurso y poder en Michel Foucault, sobre todo en Historia de la sexualidad (2011) y Vigilar y Castigar (2003); la teoría de la acción y la noción de habitus1 en Pierre Bourdieu (1997 y 2000); la perspectiva de género en Judith Butler (2018), entre otras autoras feministas; la construcción de estereotipos discriminatorios en relación con las normas o expectativas culturales, así como la construcción de la imagen de la persona, que aborda la escuela de Palo Alto, en particular Erving Goffman (2006 y 2017).
Cuerpo, cultura y migración
En este artículo se parte de una concepción del cuerpo como “generador de cultura, expresividad y elaboración estética” (Quintero Rivera, 2009: 13; Picún, 2021), al tiempo que se le considera un articulador de “expectativas morales, sociales y culturales” (Duch y Mèlich, 2005: 229; Picún, 2021). En sintonía con lo anterior, Joanne Entwistle (2002) señala en un estudio sobre el cuerpo y la moda que el mundo social es de cuerpos vestidos, adornados, embellecidos o producidos, porque no hay cultura que haya dejado el cuerpo sin adornos (p. 11). Plantea, asimismo, que el cuerpo vestido está atravesado por las presiones de las fuerzas sociales, en la medida en que ofrece información sobre el sujeto y su entorno sociocultural (p. 27).
El cuerpo no es sólo un cuerpo producido sino percibido, que canaliza valoraciones sobre la persona, muchas veces sinécdoque del grupo o sector social de pertenencia o con el que se identifica. En estas valoraciones, además de poner en juego las expectativas morales, operan criterios y matrices sociales del gus to que, de acuerdo con Bourdieu (2002) distinguen a grupos, sectores, clases o fracciones de clase. También remiten a un habitus, entendido como aquellas prácticas significantes que hacen del cuerpo un productor de sentido.
El vestir en este trabajo se refiere a todo agregado o intervención del cuerpo, desde la prenda de ropa hasta el maquillaje, el arreglo del cabello, los accesorios, los tatuajes, etcétera, si bien se abordan únicamente algunos de estos componentes. La elección de la prenda de ropa y su uso, así como el modo de arreglar el cabello o de maquillarse, según el entorno público (laboral, educativo o de entretenimiento) y en función de las variables sociodemográficas (género, edad, etnia, raza), expresan las matrices significantes (Citro, 2009). Estas matrices se traducen en normas sobre lo que es aceptado o prescrito, y también sobre lo mal visto o lo que produce rechazo en un cierto contexto. Salirse de la norma en el vestir puede dar lugar a la ridiculización, el acoso o la construcción de estereotipos discriminatorios y excluyentes (Goffman, 2006), a partir de valoraciones negativas sobre la persona o el grupo social de pertenencia.
Cuando hablamos del cuerpo vestido en el contexto migratorio actual, hay que añadir algunas consideraciones en torno a las transformaciones que han experimentado las dinámicas de los desplazamientos humanos en América Latina. Recordemos que a mediados de los años ochenta, en el marco de una nueva etapa del capitalismo global, ocurre un aumento de los flujos migratorios desde países periféricos hacia países centrales de la Unión Europea y de América del Norte, principalmente hacia Estados Unidos (Goldberg, 2006). Una consecuencia de ello es la aplicación de leyes migratorias más restrictivas, que se profundiza en el siglo XXI. De esta forma se produce en América Latina, y en general en el sur global, un aumento significativo de la migración intrarregional, asociado a una reconfiguración a nivel local en cuanto a los orígenes nacionales de la misma.
Si bien en América Latina el flujo interno -sobre todo entre países limítrofes- siempre había sido importante (Courtis y Pacecca, 2014), datos de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) constatan un aumento considerable de la migración intrarregional, a la vez que un descenso de la migración extrarregional (Martínez Pizarro, 2003). En el periodo que va de 1980 al 2000 la tasa de crecimiento de la migración intrarregional se había mantenido en el orden del 1%, en tanto que en la primera década del siglo XXI creció a 3.5% (Martínez Pizarro, Cano Christiny y Soffia Contrucci, 2014: 25-26). Mientras que los porcentajes de migración intrarregional y extrarregional en 1970 alcanzaban respectivamente 24% y 74%, en 2010 se ubicaban en 63% y 37%, siguiendo una gradual tendencia inversa (Martínez Pizarro, 2003: 13). El cuadro 1 muestra los datos sobre la migración intrarregional y la europea en Uruguay, a través de las residencias concedidas entre los años 2013 y 2020, lo que permite observar las transformaciones en las dinámicas migratorias.
Residencias concedidas | 2013 | 2014 | 2015 | 2016 | 2017 | 2018 | 2019 | 2020 |
Total nacionalidades americanas | 2 266 | 2 785 | 1 121 | 2 348 | 2 143 | 1 809 | 2 376 | 1 853 |
Total nacionalidades europeas | 1 313 | 783 | 430 | 491 | 445 | 459 | 295 | 320 |
Total todas las nacionalidades* | 3 748 | 3 755 | 1 705 | 3 182 | 2 981 | 2 820 | 3 331 | 2 508 |
*La cifra que aparece como total de todas las nacionalidades incluye datos de más nacionalidades que las americanas y las europeas.
Fuente: Dirección Nacional de Migración, Ministerio del Interior.
Es de destacar la magnitud de las migraciones desde Cuba, Venezuela, República Dominicana y Perú, que en la segunda década del siglo XXI toman un ritmo vertiginoso, tornándose particularmente visibles sobre todo en la cotidianidad de la capital montevideana. Así, las nuevas migraciones se suman a las históricas migraciones desde los países limítrofes. Sin duda, las políticas públicas sociales y abiertas a la diversidad que caracterizaron a los gobiernos progresistas, entre 2005 y 2019, posicionaron a Uruguay como uno de los países elegidos para migrar, al menos de manera temporal.
Según datos del Ministerio de Desarrollo Social (Mides, 2017), las características y la magnitud de estas “nuevas corrientes migratorias” también impactan en la visibilidad de otras migraciones que ya llegaban al Uruguay. De modo que podría decirse que una nueva diversidad cultural (no uniforme), motivada por un aumento de la migración intrarregional y de países no centrales, atraviesa los cuerpos y sus interacciones.
Como contraparte, hace dos décadas, Alejandro Grimson (1997) reflexionaba acerca de la forma en que ciertas migraciones intrarregionales son vistas como sospechosas o simplemente rechazadas. Entre tanto, la migración europea se constituye como un factor de orgullo nacional y se celebra su aporte a la construcción de una identidad de nación. En este sentido, Vamik Volkan (2019: 48) define como una ilusión del mundo actual “la idea de tener una identidad nacional étnicamente pura o de ser un país sintético compuesto únicamente de personas selectas procedentes de lugares selectos”. Esta idea de país selectivamente sintético es la que ha permeado las representaciones sobre la migración en Uruguay, misma que se resume en la reiterada frase del sentido común “los uruguayos descendemos de los barcos”. Claro está que no alude a los llamados “barcos negreros” esclavistas, sino a aquellos que fueron llegando desde Europa entre la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX, en busca de “hacer la América”, de forma tal que expresa un cierto orgullo; más aún, en una sociedad que ha negado sistemáticamente la ascendencia indígena.
Manuel Delgado (2003) problematiza acerca de quién puede ser designado inmigrante en la ciudad y por cuánto tiempo se mantiene, si la ciudad misma se construye y sostiene sobre la base de la inmigración. Este cuestionamiento lo lleva a describir al migrante como un actor imaginario y liminal, al que se le atribuye una serie de características negativas: intruso, atrasado, pobre y contaminante, cuya peligrosidad llega al punto de poner en riesgo la cultura de la sociedad receptora de la migración. A estos rasgos negativos subyace una concepción de la cultura como totalidad compacta y homogénea, a todas luces cuestionada por la propia realidad, en la medida en que sus atributos están representados por la segmentación, el flujo y la hibridación (Cruces, 2003). Parece haber, además, un cierto acuerdo en que esas “culturas uniformes” en un contexto migratorio sólo pueden vincularse desde la diferencia (Picún, 2018).
Con base en esa totalidad que es la cultura, se produce una jerarquización de nacionalidades, la cual se expresa a través de discursos de sospecha, subvaloración o descalificación, en la aceptación dudosa o en la no aceptación de un colectivo. La paradoja con aquella metáfora de que los uruguayos descienden de los barcos es evidente y se sostiene en la recurrente y extendida expresión del “choque de culturas”, que tiene lugar a partir de una división simbólica entre autóctonos e inmigrantes (Delgado, 2003) que, si bien las dos partes asumen y utilizan, sólo una de ellas es potencialmente objeto de estigmatización semántica.
El extrañamiento atraviesa tanto al migrante como al no migrante. El primero de ellos, en concordancia con la masividad de la migración, marca una presencia en el lugar, que dialoga con una baja demografía, que es lo que ha caracterizado al país. Desde una mirada local hegemónica, aunque no única y siempre en disputa, la corporeidad del migrante irrumpe, descotidianiza, distorsiona y, por consecuencia, altera el confort. Surgen tensiones y conflictos asociados a miedos y resistencias (Picún, 2018). Miedo al recién llegado (Volkan, 2019), miedo a la desidentificación, al desdibujamiento, a la pérdida de algo. Resistencia a poner en riesgo identidades colectivas que surgen de perspectivas, por lo general hegemónicas, de solidez y homogeneidad de las culturas nacionales, a lo sumo parcialmente compartidas con el vecino que, en términos culturales, se considera el más próximo.
Aspectos metodológicos
El contexto académico de las descripciones y reflexio nes que se presentan aquí es el proyecto Dominicanos en Uruguay: el baile y su entorno. Prácticas de comunicación intercultural (Universidad de la República, Comisión Sectorial de Investigación Científica, 2018-2019). Este estudio tuvo como referentes empíricos las situaciones de baile en celebraciones públicas, actividades en espacios semipúblicos y también en el ámbito privado.2 A lo anterior se añadió el discurso verbal sobre el baile y otras prácticas de la vida cotidiana, a partir de entrevistas individuales y colectivas, y espacios de intercambio y debate entre las propias migrantes.3
En este contexto, el cuerpo -siempre en términos de corporeidad- se posicionó como un tema de relevancia y hubo un particular interés de las personas migrantes en realizar una mesa de diálogo para expresar sus pensamientos y experiencias, y generar un espacio de intercambio, cuyo registro en audiovisual constituye un documento fundamental para este análisis, por la especificidad de la temática. La mesa de diálogo se llevó a cabo en el Museo de las Migraciones de Montevideo (Mumi), bajo el título: “Cuerpo, cultura y migración: una conversación con migrantes”.4 El panel se conformó con cinco invitadas, de entre 25 y 45 años de edad, y la selección estuvo a cargo de dos mujeres migrantes; una de ellas fue parte de la mesa. Participaron dos mujeres de República Dominicana, una de Cuba, una de Taiwán y una uruguaya retornada de Suecia. Desde la mirada de quien investiga, con excepción de la mujer taiwanesa, las demás tienen ascendencia étnicoracial afro. Sin embargo, sólo tres de ellas explicitan de manera reiterada su identidad afro, y esto coincide con que sus rasgos corporales son contundentes en ese sentido. Cabe señalar que en la mesa se llegó a plantear una categorización respecto de los matices de la piel oscura que, según esta perspectiva, incide en los grados de aceptación, en principio, por parte de quienes no tienen identidad afro. Éste es un tema complejo, pues la existencia de tales matices podría significar en algún caso no reconocer la ascendencia afro o ejercer la discriminación con quien presenta un matiz de piel más oscuro.
Las características socioculturales y económicas de este pequeño grupo de mujeres afrodescendientes muestran una cierta heterogeneidad. En cuanto a las mujeres dominicanas, se propuso en la mesa una distinción entre el caso prácticamente excepcional de Jennifer,5 que ejerce como bailarina profesional en el SODRE (Servicio Oficial de Difusión, Representaciones y Espectáculos) y el resto del colectivo, sector en el que Aura se posiciona.6 Este grupo mayoritario pertenece a sectores sociales desfavorecidos (hay casos de analfabetismo y de alfabetización precaria).7 Desarrolla trabajos no calificados en el rubro del comercio (tiendas, supermercados) y los servicios (limpieza, cuidado de personas, seguridad privada, peluquería, entretenimiento, alimentación), así como tareas agrarias zafrales, entre otros. Esto está en sintonía con una condición histórica acerca de que las poblaciones migrantes realizan trabajos no calificados, incluso subvaluados, en los países receptores. Hay una cercanía en cuanto a lo laboral con la mujer uruguaya retornada (Claudia), quien además es santera.8 En el panel, Claudia aporta una mirada local, atravesada por su posicionamiento como migrante en su país de origen, sobre los prejuicios y estereotipos raciales y de género en la sociedad uruguaya. Mientras que la mujer cubana, Marianela, es historiadora del arte y curadora de cine y artes visuales, trabaja en atención al público en el auditorio del SODRE.
A cada una de las invitadas a la mesa de diálogo se le entregó con anterioridad un conjunto de preguntas para estimular de antemano la memoria y la reflexión sobre la experiencia personal y colectiva. Dichas preguntas abordaron los significados del cuerpo, las transformaciones en la vivencia cotidiana y los procesos de adaptación al nuevo medio; el baile y su aprendizaje, las partes del cuerpo donde se concentra el mo vimiento y las que se permiten tocar en el baile de pareja y, por último, la percepción de su propio cuerpo y del de las demás personas, las interacciones con otros cuerpos, los tabúes, lo mal visto, el extrañamiento y la posibilidad de rechazo. En este trabajo se recogen los planteamientos de las invitadas a la mesa de diálogo y por el público femenino, que incluye mujeres de Co -lombia, Brasil y República Dominicana.
También se hizo observación participante en lugares de baile de la comunidad dominicana y en espacios colectivos de migrantes, en especial en la sede de una organización no gubernamental de apoyo a los migrantes, Idas y Vueltas, donde la migración caribeña tiene una representatividad importante y realiza múltiples actividades.9 Se tuvo contacto reiterado con unas veinte personas (mujeres y hombres) sobre todo del colectivo dominicano, casi todas ellas con ascendencia étnico-racial afro, y se realizaron entrevistas en profundidad. Para este estudio, se recuperan conversaciones informales y entrevistas en profundidad mantenidas con mujeres dominicanas afro, de entre 40 y 45 años de edad. Todas fueron madres desde muy jóvenes (menos de 20 años de edad) y forman parte de ese grupo mayoritario del que se habló antes: Ingrid,10 Marisa,11 Anaidy12 y Aura. La principal motivación para instalarse en Uruguay fue la facilidad con que se accedía a documentación para ingresar al país. Esto les daba la posibilidad de trabajar y de enviar remesas para su familia en Dominicana, y de planear la reunificación familiar. Anaidy fue muy enfática sobre el tema, cuando hacía unos tres meses que se encontraba en el país y vivía en una pensión:13 “Yo voy a donde me dejen trabajar”. Un aspecto que debe señalarse es que existen redes de solidaridad y de ayuda mutua entre personas migrantes, que se despliegan desde el momento en que alguien llega al país, lo cual fue explicitado por mujeres del colectivo dominicano:
La solidaridad de este tipo de redes radica en que refuerzan el sostén de la estructura de oportunidades y permiten paliar situaciones de vulnerabilidad a las que se encuentran expuestos los inmigrantes (Mides, 2012).En este sentido, la asistencia para conseguir dónde vivir, con qué alimentarse o cómo conseguir su primer trabajo son algunas de las situaciones relatadas con más frecuencia [Mides, 2017: 83].
Con base en los relatos de las mujeres migrantes caribeñas y de la mujer retornada a Uruguay, que participaron en la mesa de diálogo, se definieron dos categorías de análisis principales en relación con el vestir, que constituyen un vehículo para acceder a sus construcciones de sentido. Estas categorías emergentes son: el color en la vestimenta y el abrigo del cuerpo, en ambos casos asociados al clima en el país de origen y en el receptor de la migración. La segunda categoría se presenta asociada, a su vez, con el arreglo del cabello afro. Además, se introduce el baile como un componente fundamental de la cultura caribeña, para dar cuenta de situaciones de violencia machista que enfrentan las mujeres migrantes.
El color
“Cuando me subí a un bus… todo era negro”, dijo una mujer colombiana que reside desde 2014 en Uruguay, al momento de rememorar su llegada.14 El extrañamiento respecto del predominio de la paleta oscura en el paisaje montevideano que conforman los cuerpos vestidos, sobre todo en épocas de frío, es compartido por todas y es el primer aspecto que surge en las conversaciones. La paleta de colores oscura se asume como una particularidad de la población autóctona, más allá de la estación del año, y propone un elemento de diferenciación.
Cada una de las migrantes expresa a su manera el impacto del color, pero siempre enfatizando las características del guardarropa que traen a su llegada al país, con colores vivos y diseños con flores. Señalan también la perplejidad que descubren en el sector autóctono por su atuendo: “Cuando yo llegué toda mi ropa era de color, de flores, sin importar si era invierno, primavera, tá. Y la gente entendía que a lo mejor no era de acá” (Jennifer, República Dominicana). La relación entre el clima y la paleta de colores en los hábitos del vestir puede ser obvia en un contexto donde las estaciones son marcadas. Pero cuando esos hábitos se construyen en un clima tropical, donde las temperaturas no son muy contrastantes a lo largo del año, implica en el nuevo entorno nuevas experiencias con el color, que se integran con mayor o menor naturalidad a la corporeidad de la mujer migrante.
El proceso de adaptación es ineludible, aunque los diferentes casos muestran particularidades. Supone negociar, en forma más o menos conflictiva, hábitos e identidades, y adoptar estrategias tendientes a mantener ciertos componentes de esa totalidad fragmentada e híbrida que es la cultura. De este modo, procuran evitar un mayor y no deseado desarraigo con el país de origen. La estrategia de expresar la diferencia a través de la primera persona del plural es recurrente. Dice Marianela de Cuba:
Nosotros somos muy coloridos, eh, el frío es importante acá, pero también puede haber ropa de invierno colorida [exhibe en forma divertida su sweater color rosa viejo, que combina con un pantalón negro]. Entonces, ¿por qué no? Por qué no atreverse a continuar y a tener color y a expresar también desde el cuerpo, y desde la forma que eres.
Con el tiempo, la asociación de una paleta oscura al frío deja de ser una novedad, en tanto se integra al vestir. Al mismo tiempo, se aprecian diferencias en la noción y experiencia del color, sobre todo si se considera que el ser colorido en el Caribe no sólo tiene que ver con colores claros, sino en lo fundamental con tonalidades vivas e intensas, con la utilización de colores primarios y con el blanco dentro de los colores neutros.
La práctica de construcción de estereotipos corporales hacia el otro es ejercida por el inmigrante frente al autóctono y viceversa, pero con consecuencias diferentes para cada uno en función de las asimetrías de poder y del estado de vulnerabilidad en que se encuentre el colectivo de pertenencia. Por ende, es posible identificar violencias específicas, aunque no siempre explicitadas, que toman forma en la construcción del género y la raza, como se verá más adelante.
A partir del color se producen asociaciones que apuntan a la construcción de estereotipos nacionales duales, en este caso, por parte de las mujeres migrantes. El triángulo color-movimiento-personalidad o carácter propone una diferenciación con la mujer autóctona. En este sentido, hay tres características que aparecen fuertemente asociadas: ser colorida, bailar, ser alegre, que en los relatos adquieren un estatus de identidad nacional: “Somos un país que nos identificamos por el color, la alegría, la música” (Aura, República Dominicana). Con esto se formaliza el opuesto como una identidad nacional autóctona: no ser colorida o ser gris, no bailar, ser triste.
Estas representaciones dialogan también con una deconstrucción, por parte de las migrantes, de los estereotipos nacionales o regionales que produce el sector autóctono. En dichas deconstrucciones se expresan las fragmentaciones culturales: “No todos los cubanos bailan salsa, lamento decirles eso” (Marianela, Cuba). Y esta afirmación se complementa con la idea de que ser afro y bailar algún género de matriz africana no significa saber bailar cualquier otro género con la misma matriz, sin el correspondiente proceso de aprendizaje (Marianela, Cuba). No obstante, las mujeres caribeñas reconocen que este proceso se ve favorecido por las habilidades desarrolladas en sus propias prácticas de baile.15
En este juego de construcción y deconstrucción de estereotipos sobre el color se introduce en los relatos de las mujeres migrantes la percepción de transformaciones, al menos sutiles, tanto en el color de la vestimenta como en el uso del maquillaje en la mujer autóctona: “Hay muchos más colores que cuando vinimos” (Aura, República Dominicana); “Veo uruguayas más arriesgadas en el color” (migrante colombiana).Las mujeres migrantes asumen su contribución a estos cambios y precisan que la apropiación de los colores vivos en el vestir se ve sobre todo en los círculos más cercanos a ellas, como producto de las interacciones y experiencias colectivas. Esto nos sitúa en esa idea de ciudad de Manuel Delgado, construida a partir de la migración.
Otra asociación del color que interesa mencionar aquí se vincula con estereotipos preexistentes en la sociedad autóctona, que tienen el potencial de estigmatizar a las migrantes caribeñas: color (vivo o intenso) igual a prostitución, vista la prostitución como un flagelo de la sociedad. Ésta es una asociación compleja que está atravesada por otros estereotipos, como el de etnia y raza (Goffman, 2006), que reproducen o se nutren de prácticas locales de discriminación provenientes de un pasado esclavista. Entonces, dicha asociación dia loga con otros atributos del cuerpo. Por un lado, la ascendencia afro o la complexión robusta. Por otro, la evidencia del cuerpo a través de la ropa frente a la ocultación de las formas corporales. “El amigo mío aquel (yo traje dos calzas, una rosada [fucsia] y una azul turquesa) me dijo que no podía usar la rosada porque eso lo usaban las prostitutas esos colores acá” (Aura, República Dominicana, mayo de 2019).16
Entwistle (2002) plantea la compleja relación de tensión entre la moda y el vestir y la identidad de la persona, puesto que la vestimenta puede ser “reveladora” u “ocultadora” de la identidad. A partir de los trabajos de Sennett (1977) y Finkelstein (1991), Entwistle (2002) reflexiona sobre el modo en que el vestir puede actuar como disfraz de la persona, en un determinado contexto urbano donde no existen patrones de reconocimiento de los demás:
Por una parte la ropa que elegimos llevar puede ser una forma de expresar nuestra identidad, de decir a los demás algo sobre nuestro género, clase, posición, etc.; por la otra, nuestra indumentaria no siempre se puede “leer”, puesto que no “habla” directamente y, por consiguiente, está expuesta a malas interpretaciones. […] Esta tensión se siente con especial intensidad en la ciudad moderna, donde sin tradición o patrones establecidos para reconocer a los demás nos mezclamos con las masas de “extraños” y disponemos sólo de momentos pasajeros para impresionar al otro [Entwistle, 2002: 130].
En virtud de lo anterior, los procesos de adaptación de las mujeres migrantes no sólo apuntan a negociar identidades o hábitos de origen. Estos procesos incluyen también la disyuntiva de ceder o resistir a los estereotipos preexistentes sobre el color que, si bien no constituyen un patrón de reconocimiento del gremio de la prostitución, atraviesan las perspectivas machistas de algunos sectores sociales de la población autóctona.
Sofía Robaina señala como una característica de las nuevas migraciones en el país la existencia de un “alto grado de estigmatización asociado a diferencias culturales”, que se desarrolla especialmente en los espacios de trabajo, los ámbitos sindicales, las pensiones y en general en el espacio público.17 En este contexto de estigmatización, un aspecto no menor, por las consecuencias negativas que ha tenido para el colectivo dominicano, en particular para la mujer, fue la desarticulación -en 2014- de una red de trata que involucraba a migrantes de esa nacionalidad. Este suceso puso la mirada de las autoridades y la sociedad en este aspecto de la migración, y tuvo como resultado político el establecimiento de restricciones migratorias a la nacionalidad dominicana. Asimismo, fue utilizado por algunos medios uruguayos de gran alcance para clasificar y denigrar (Picún, 2018). La estigmatización que ha sufrido la mujer dominicana a partir de este hecho pone de relieve cómo actúa la violencia mediática.18
El abrigo y el cabello afro
Los relatos de las mujeres caribeñas coinciden en que su primera experiencia del frío la tuvieron en Uruguay, lo que en principio se traduce en dificultades para adaptarse al cambio y para mantener los hábitos en el vestir. Ese vestuario colorido y con diseño de flores dentro de la calidez del clima del país de origen lo denominan ropa cómoda. Se trata de: “blusita sin mangas, short, pollerita corta, muy ligero” (Aura, República Dominicana).
El sentido común apuntaría a una relación causal entre la sensación de frío y el abrigo. Sin embargo, es una relación en tensión, atravesada por hábitos que adquieren estatus de identidad. El proceso de adaptación es complejo, no lineal, con resistencias, negociaciones y aprendizajes, donde la experiencia del clima dialoga con la experiencia del color. Para algunas mujeres el proceso de adaptación al nuevo espacio significa pasar por una primera etapa de no rendirse ante el frío: “Al principio era como ay, sí, desabrigada ... y digo ‘¡no! ¡abrígate, ahora te abrigas!’… Es cuestión de abrigarse, adaptarse en ese sentido. […] Y después es ser quien eres, más allá del espacio en el que estés” (Marianela, Cuba). El “ser quien eres” remite al mismo tiempo a las individualidades como al modo de entender y expresar identidades nacionales o regionales en el vestir, atravesadas por el gusto. Es así como se van construyendo estereotipos duales de diferenciación respecto al abrigo, que se expresan en frases como: “Me encanta cuando te vistes de dominicana”; “A veces ando tan abrigada que parezco uruguaya”; “Yo visto como uruguaya; yo a veces estoy que no se me ven los ojos” (Aura, República Dominicana).
En los casos en que la negociación se da a favor del abrigo, lo que conlleva un proceso de aprendizaje, hay una búsqueda de recursos o estrategias tendientes a expresar rasgos de origen en el vestir, como elementos de identidad, lo cual ayuda a no poner en riesgo ese “ser quien eres”. Estos recursos o estrategias se manifiestan, por ejemplo, en el calzado, en los accesorios o en el arreglo del cabello afro. Marianela (Cuba) plantea el entorno de las reflexiones que subyacen a ello: “Qué es ser mujer, ser negra en un contexto en el cual hay mucho frío, el pelo es diferente, se adapta diferente. Cómo llevarlo, cómo asumirlo, cómo tenerlo y cómo eso forma parte también de mi idiosincrasia como caribeña”.
El tema del cabello afro adquiere relevancia en los relatos. Un motivo es la ausencia o, al menos, escasez de peluquerías que sepan trabajarlo en forma natural, lo cual ha sido un factor de exclusión preexistente a la migración actual, no sólo por los aspectos técnicos, sino también -como señala Claudia (Uruguay-Suecia)- por el factor económico.
En Uruguay la desigualdad y la discriminación de la población afrodescendiente, que representa más del 8% del total, hoy es una realidad.19 Las leyes aprobadas en las dos primeras décadas del siglo XXI contra el racismo y de acciones afirmativas en favor de la población afro pusieron en evidencia esa situación.20 Como es de esperarse, la desigualdad se expresa en distintos aspectos, siendo especialmente significativos la brecha educativa y la inserción precaria en el mercado laboral, que incide en la brecha racial de la pobreza, como algo insoslayable en la práctica.21 En cuanto a la brecha educativa, en el marco del censo de población y vivienda de 2011, se señala que, aun cuando “las sucesivas generaciones de uruguayos logran acumular más años de estudio, las brechas entre blancos y negros permanecen estables o experimentan mejoras de muy baja magnitud” (Cabella, 2008; Porzencanski, 2008, en Cabella, Nathan y Tenenbaum, 2013: 51).
El abandono precoz del sistema educativo se traduce en que las personas afro pasan más tiempo en el mercado de trabajo que las no afro, pero en empleos mal remunerados y en condiciones precarias. Esta inserción laboral inestable e insegura significa enfrentar mayores dificultades para obtener beneficios jubilatorios (Cabella y Buchelli, 2007, en Cabella, Nathan y Tenenbaum, 2013: 58). Las condiciones educativas y laborales de la población afro son factores de incidencia en la brecha racial de la pobreza. En el año 2012, cuando se constata una caída de la pobreza a nivel nacional al 12.4%, la brecha racial resulta significativa, pues la pobreza en la población afro alcanza el 27.2% (INE, 2013, en Cabella, Nathan y Tenenbaum, 2013: 60). Frente a las históricas condiciones de desigualdad de la población afro, el aporte de la migración regional de estos últimos años, en lo que tiene que ver con la estética del cabello con costos accesibles a los sectores con escasos recursos económicos, se traduce en un factor de inclusión. A un nivel micro, este proceso se observa en los relatos: “Cuando yo preguntaba a personas negras de Uruguay cómo hacen para arreglarse el pelo […] me decían ese mismo problema, ¿no? que tenían una gran dificultad para encontrar peluquerías de personas que trabajaran con el pelo de negro. Porque las personas se asustaban cuando veían un pelo como éste [señala su cabello]” (Marianela, Cuba). Todas coinciden en expresar un reconocimiento al aporte de la migración dominicana en Uruguay en lo referente al cuidado del cabello afro. Dicen que en la utilización de productos para el cabello afro “los dominicanos son los reyes”. Hay una proliferación de peluquerías, sobre todo en los barrios donde se congrega esta población, que sustenta lo anterior y nos sitúa también en una ciudad que se sigue construyendo a partir de la migración.
Volviendo a la negociación respecto de la vestimenta, aparecen casos cuyos relatos dan cuenta de una regla más o menos flexible, que propone resistir la adversidad del clima, manteniendo el atuendo de origen: “Un día el frío de acá te va a atacar, pero después que entres y camines ya el frío se fue. Y así, yo por lo menos acá, me lo paso vistiéndome con lo mismo. Frío o calor…” (Ingrid, República Dominicana, 2018). Mientras que Marisa dice lo siguiente: “Aunque haya frío aquí nos ponemos una franelita, un short, chancleticas” (Marisa, República Dominicana, 2018). Sin embargo, en este caso, la regla presenta flexibilidad, ya que también plantea haber llegado a ponerse hasta cinco pares de calcetines juntos. Las mujeres que optaron por negociar a favor del abrigo interpretan esta resistencia como dificultades en el proceso de adaptación y un modo de poner en riesgo su salud (Aura, República Dominicana).
En cuanto al uso de ropa ligera, sobre todo en épocas de frío, aunque no exclusivamente, surgen narraciones que buscan deconstruir estereotipos discriminatorios de nacionalidad: “Para nosotros andar así no es andar vendiéndonos, sino que somos así” (Aura, República Dominicana). En esta asociación entre el ves tir y la moralidad hay una dimensión de género, ya que el escaso abrigo en el hombre no suele tener una carga moral negativa. En tal sentido plantea Entwistle que “los discursos y regímenes del vestir están vinculados al poder de diversas y complejas formas, sujetando los cuerpos de las mujeres a un mayor escrutinio que los de los hombres” (Entwistle, 2002: 30).
En este mayor escrutinio de la mujer entra en juego la ya mencionada relación de tensión entre el vestir y la identidad de la persona. El resultado de una desidentificación es percibido por las mujeres migrantes en forma de miradas y actitudes represoras desde la población autóctona, en especial del sector masculino, aunque no sólo. Las miradas y actitudes de reprobación también aquí están atravesadas o se nutren de estereotipos discriminatorios preexistentes de etnia y raza (Goffman, 2006), que tienen arraigo en la sociedad, tal como se señaló para el caso del color.
Noto muchas veces la mirada. Miradas como también los hombres son atrevidos, me tienen podrida. Son atrevidas también porque soy de color, soy negra, orgullosamente. [...] Y eso... si digo que soy dominicana [...] se le llena la cabeza de fantasía. De una vez se ponen como locos [Aura, República Dominicana, mayo de 2019].
Frente a estas prácticas machistas, la entrevistada prefiere no exponer su nacionalidad en lugares públicos, como el transporte colectivo. Esto implica replegarse en las interacciones o reprimir un componente cultural que las mujeres caribeñas definieron como una condición “natural”, para evitar miradas de reprobación o eróticas. Se trata del movimiento del cuerpo y el canto o el tarareo espontáneo frente a la audición de la música: “Voy tranquila, escuchando y nada, lo necesario” (Aura, República Dominicana, 2019). Esto no es menor, si se considera el lugar que ocupa la música y, sobre todo, el baile en sus vidas, según se observa en el trabajo de campo. Aura señala en varias oportunidades que no es necesario frecuentar un local de baile, pues está presente en la vida cotidiana. En efecto, la población autóctona califica al colectivo dominicano como “bullicioso y ruidoso”, debido al volumen de la música; y esto ha generado problemas de convivencia. Se comenta que bailan todo el tiempo y se reconoce su alegría (Picún, 2018).
Otra situación que apunta a un repliegue, que incluye el estar alerta como protección, tiene que ver con los “boliches uruguayos”, que frecuenta la población montevideana. Las mujeres del panel que reconocen su ascendencia afro hicieron un énfasis particular en la percepción de violencia en estos ámbitos. La vestimenta y el movimiento del cuerpo, extraños a la cultura au tóctona, juegan un papel importante y están atravesados por las dimensiones étnico-racial y de género. Esta situación también surge en las entrevistas: Marisa (2018) expresó que se siente percibida como una prostituta debido al movimiento de las caderas. También hablan sobre la existencia de ciertos códigos locales con dimensión de género. Los sectores machistas no ven con buenos ojos prácticas que ellas desarrollan con naturalidad: sacar a bailar a los hombres o bailar so las, incluso, ir solas a los locales de baile. A esto se suma la práctica de acortar las distancias corporales en las interacciones, que reconocen como caribeña.
Una mujer brasileña (no afro) definió su experiencia como una sexualización del cuerpo, integrada al imaginario sobre su nacionalidad, que trasciende los espacios de entretenimiento y se instala en la coti dianidad. De modo que las experiencias de acoso machista en espacios de entretenimiento (y fuera de ellos), recrudecidas cuando se trata de mujeres afro, las llevan en ocasiones a no frecuentarlos o a optar por lugares donde acuden migrantes de distintas nacionalidades.
En la observación participante realizada en lugares de entretenimiento dominicanos se explicitan las costumbres relatadas por las mujeres migrantes. El festejo de cumpleaños y el baile entre familiares y amigos son prácticas habituales en los locales de baile. Cuando la población autóctona acude a estos lugares es porque existe un vínculo cercano con el colectivo dominicano o caribeño. Las dinámicas de participación en estos espacios podrían ser la evidencia de un repliegue más generalizado a nivel de los referidos colectivos de migrantes.
Palabras finales
La práctica del vestir, como ya se dijo, es parte de la matriz significante del cuerpo, en tanto corporeidad (Citro, 2009). Da cuenta de hábitos en los que se ponen de manifiesto identidades y gustos, y de la pertenencia a grupos o sectores sociales (Bourdieu, 2002). Cuando se trata de describirse, la vestimenta y el adorno constituye un tema recurrente en las conversaciones con y entre migrantes caribeñas, por lo que es posible acceder a su autopercepción y a su lectura en cuanto a la percepción desde el sector autóctono, en su diversidad.
Una práctica habitual entre las mujeres migrantes es introducir relatos de diferenciación para explicar su corporeidad, en esas narraciones se enuncian cuestiones asociadas a lo que significa para ellas ser migrante, mujer y, en su caso, afrodescendiente. Esta diferenciación toma forma mediante el recurso de explicitar constantemente su ajenidad, sea enfatizando su pertenencia a otro lugar (“mi país”) o posicionándose como migrante en lugar de origen, al experimentar el retorno. De manera que supone asumir desde la subalternidad esa condición de liminalidad y perpetuidad que plantea Delgado (2003) cuando se cuestiona sobre el tiempo de pertenencia a la categoría de migrante. Esta categoría se aplica al migrante asalariado, no al empresario acaudalado; este último es integrante de la categoría de extranjero. La contraparte de esa diferenciación en los relatos de las mujeres migrantes se construye desde la fantasía autóctona de ser un país selectivamente sintético (Volkan, 2019), que el migrante pone en riesgo, de modo que manifiesta su potencial estigmatizante.
Las mujeres dominicanas y cubanas afrodescendientes reconocen un fuerte lazo de hermandad y proximidad cultural entre ambas nacionalidades, y expresan su afinidad con la población afrouruguaya. Ser migrante y afrodescendiente supone enfrentar prácticas de exclusión y otras situaciones de violen cia. También expresan afinidades culturales con otras nacionalidades dentro y fuera del Caribe (Colombia, Brasil), sin que medie una racialización, sino, de nuevo, la condición de migrante, asociada ahora a la dimensión de género. Comparten, en este caso, el haber experimentado algún tipo de violencia machista desde la población autóctona. El reconocimiento de una hermandad caribeña y de afinidades étnico-racial y de género, transversalizado por la condición de mi grantes, potencia solidaridades y luchas comunes por sus derechos.
Salirse de la norma implica poner en cuestión un marco moral, social y cultural hegemónico que sectores de la población autóctona asumen como tradiciones o como un deber ser. En este sentido, las corporeidades que ellas defienden pueden ser objeto de valoraciones negativas. Así, siguiendo a Goffman (2006), dan lugar a la construcción o reafirmación de estereotipos nacionales en los que, cuando son racializados o integran la dimensión de género, la estigmatización es sustancialmente mayor.
Los estereotipos vinculados al cuerpo vestido, que construyen o identifican las mujeres migrantes afro, les permiten percibirse y sentirse percibidas como colectivo, además de posicionarse frente al sector autóctono, en esencia el no afro. Esta percepción y posicionamiento incluye relatos sobre sus procesos de adaptación en el vestir y su eventual incidencia en las transformaciones de la sociedad receptora de la migración, sobre todo respecto del color; esto sin duda distorsiona la arraigada idea de nación “orgullosamente” gris.
Queda claro que la construcción de estereotipos corporales hacia el otro es una práctica extendida y compartida por diferentes sectores de la sociedad, y que comprende tanto a autóctonos como a migrantes. Lo que varía son las consecuencias para cada uno de esos sectores, dependiendo de las fortalezas o fragilidades del colectivo de pertenencia. Las diferencias en los hábitos o prácticas culturales del cuerpo que se sintetizan en el vestir, igual que la desigualdad social y la pobreza, son factores que actúan en favor de la construcción o reproducción de estereotipos discriminatorios preexistentes, como es el caso de los este reotipos étnico-raciales.
Si bien no está a discusión la construcción desde el poder y los atributos estigmatizantes de la distinción simbólica entre autóctonos y migrantes, que desarrolla Delgado (2003), en los relatos de las mujeres migrantes se observa que les permite posicionarse y valorizar prácticas de origen. Esta apropiación, transver sal a los relatos de diferenciación y construcción de estereoti pos sobre la población autóctona, traduce estrategias para resistir o elevar la autoestima frente a situaciones que las vulneran.
Asimismo, ante la posibilidad de exponerse a la violencia machista asociada a su corporeidad -que atraviesa en mayor o menor medida a distintos sectores de la sociedad autóctona-, las mujeres migrantes plantean el desarrollo de prácticas que apuntan a una autorrepresión o repliegue para evitarlas o contenerlas. Pero en ningún caso estas prácticas incluyen abandonar la vestimenta o el arreglo del cuerpo (más allá del abrigo) con que llegaron a Uruguay, y ellas han subrayado mucho esta cuestión. Aunque han integrado a su vestuario los tonos oscuros o pastel, la defensa del derecho al color es un modo de resistir el desarraigo cultural y un posicionamiento frente a la adversidad.