Introducción
‘‘No pueden maternar porque nunca fueron hijas” fue una frase que escuchamos reiteradas veces con variantes, mientras hacíamos una investigación sobre los efectos del encarcelamiento de mujeres en las prisiones de la provincia de Buenos Aires (PBA). Según lo estipulado por la Ley de Ejecución Penal (Congreso de la Nación Argentina, 1996), ellas tienen la posibilidad de ingresar a sus hijos menores de cuatro años al penal. Una funcionaria de la Procuración Provincial resumía así lo que para muchos agentes caracteriza a las mujeres privadas de su libertad por delitos en su mayoría vinculados al tráfico de drogas o contra la propiedad: su incapacidad para ser madres. ¿Qué significa “ser madre” para esos agentes? ¿Qué conductas engloban como propias de la maternidad? ¿Por qué estas mujeres no pueden maternar o lo hacen de manera deficiente? ¿Cuáles son los supuestos de género que subyacen en estas apreciaciones?
A partir de estas interrogantes, en este artículo proponemos analizar los esquemas interpretativos1 por medio de los cuales las conductas de las mujeres presas que conviven con sus hijos en la cárcel son decodificadas, evaluadas, juzgadas y clasificadas por agentes institucionales. Estudiamos un corpus diverso de datos -entrevistas, observaciones, reglamentos, informes- para identificar las clasificaciones construidas sobre ellas y los diagnósticos y propuestas que se elaboran sobre su situación a partir de saberes diversos. También nos interesa indagar cómo esas mujeres reciben y lidian con esas nociones y preconceptos, y en ese proceso elaboran interpretaciones respecto del ejercicio de la maternidad en el encierro. En efecto, a poco de comenzar nuestro trabajo de campo,2 confrontamos varios sentidos sobre la maternidad y escuchamos relatos de las mujeres presas que retomaban y resignificaban muchas de las clasificaciones y categorías que se ciernen sobre ellas y sus hijos. Surgieron otras interrogantes y nuestro interés acerca de cómo los agentes institucionales evalúan y clasifican a esas mujeres se tornó complejo al aproximarnos a los significados que ellas otorgan a sus experiencias de maternidad en la prisión.
El artículo se organiza en tres partes. En la primera revisamos las características del proceso de construcción de un ideal de moralidad materna y describimos los aspectos centrales de la realidad de las mujeres presas en las cárceles argentinas. En la segunda identificamos las clasificaciones que circulan en el sistema penal sobre las mujeres que ingresan a sus niños a la cárcel. Por último, analizamos los relatos de las mujeres privadas de libertad y cómo significan su experiencia de ejercer la maternidad en y desde el encierro.
Una visión naturalizada de la maternidad: el modelo de moralidad materna
La maternidad, como se ha tematizado desde hace tiempo, si bien se piensa en términos biologicistas y esencialistas, es un constructo histórico-social. De hecho, las formas legítimas de ejercicio de la maternidad, el apego, el amor materno y las maneras en que esa afectividad debe demostrarse, antes que ser datos naturales, son artefactos culturales resultado de procesos largos y conflictivos en los que varios actores y saberes consolidaron determinados sentidos sobre el modo correcto de ser madre. La naturalización del vínculo materno y la “maternalización de las mujeres” (Nari, 2005) son productos de una dinámica que cobra mayor potencia a principios del siglo XX (Badinter, 1981; Hays, 1998; Guy, 1998; Fuchs, 2004; Cosse, 2006) y es indisociable de la sacralización del bienestar de la infancia (Donzelot, 1990; Gélis, 1990). La convergencia de estos procesos, al fundir una imagen determinada de la maternidad, atravesada por discursos y prácticas sociales condensadas en un imaginario complejo y poderoso que produce y resulta del género (Palomar y Suárez, 2007), ha acarreado consecuencias y efectos sociales. Entre ellos, la conformación de un modelo de moralidad materna (Nari, 2005), informado de mensajes prescriptivos y coercitivos, en referencia al cual las mujeres son evaluadas en tanto madres.
Sostener que la maternidad es un constructo social no debería llevarnos a desconocer las maneras en que ésta se sustancializa y naturaliza en nuestra sociedad de acuerdo con un ideal, tampoco a olvidar que ello incide en las formas en que es vivida y experimentada por las mujeres. Este constructo, atravesado por potentes imperativos morales, anclado en el orden de lo imaginario y lo simbólico (Godelier, 1998), se ha traducido en formas de vivir esas relaciones sociales, en instituciones específicas, sentimientos y normas de comportamiento. De ahí que al analizar las formas en que las mujeres experimentan el hecho de ser madres y le atribuyen sentidos y significados no se pueda desconocer el impacto que los valores morales asociados a la maternidad -en tanto categoría social- tienen en la subjetividad y las vivencias concretas.
Debido en mayor medida a la naturalización de la función materna y los papeles estereotipados de género, las mujeres privadas de su libertad, que son madres, han sido las responsables primarias de la crianza de sus hijos y son visualizadas así por sus familiares. Por eso su encarcelamiento acarrea efectos tanto en ellas como en sus grupos domésticos.
El encarcelamiento de mujeres es un tema que se ha tratado desde varias perspectivas (Lagarde, 2005; Azaola, 2005; Azaola y Bergman, 2007; Kalinsky, 2006; Caimari, 2007; Antony, 2007; Carrillo, 2012; Pacecca, 2012a). En fechas recientes, también lo ha sido el ejercicio de la maternidad en el contexto del encierro (Kalinsky, 2011; Tabbush y Gentile, 2014; Ojeda, 2015; Actis, 2016). Más allá de los enfoques, la mayoría de estos estudios coincide en señalar que ser madre y estar en prisión se transforma en un complemento punitivo, pues el encarcelamiento de mujeres produce consecuencias distintas que el de varones en nuestra sociedad (CELS, 2011; MDP y Unicef-Argentina, 2009; Comité contra la Tortura, 2009). Desconocer esta realidad y las necesidades específicas que las mujeres presas tienen para ejercer su maternidad, lejos de permitir el cuestionamiento de su reificación y sustancialización, puede sumir aún más en la invisibilidad la sobrevulneración de la que son objeto.
Como acontece con la población carcelaria en general, la mayoría de las mujeres detenidas pertenece a sectores populares, y entre ellos, a los más postergados. Esta situación recurrente da testimonio de la selectividad de los sistemas penales latinoamericanos (Segato, 2007; Calveiro, 2010). Además, según los datos del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), remitidos a la Defensoría del Pueblo de la Provincia de Buenos Aires, cerca de 40% de las mujeres presas en la PBA ha sido condenado por delitos de tenencia simple de estupefacientes, facilitación gratuita y tenencia con fines de comercialización (OVG, 2012). Esto es, por la aplicación de los tipos penales previstos en la Ley de Estupefacientes 23.737 (Congreso de la Nación Argentina, 1989), que desde su entrada en vigencia se tradujo en un incremento significativo de la criminalización de mujeres pobres (Malacalza, Jaureguiberry y Caravelos, 2009).3 Además, como es usual en las cárceles federales y provinciales argentinas, la mayoría de las presas no ha sido procesada. En agosto de 2012, cuando comenzamos nuestro trabajo de campo, de 286 mujeres detenidas en la Unidad Penal 33,4 sólo 89 estaban condenadas.
Del total de mujeres alojadas en la Unidad, 70 convivían con sus hijos menores de cuatro años de edad, lo que en ese momento resultaba en una población de 81 infantes. Sin embargo, no sólo ellas tienen hijos. Si bien no existen datos estadísticos específicos, según las estimaciones de agentes penitenciarios, 90% de las mujeres encarceladas son madres y tienen en promedio cuatro hijos que han quedado al cuidado de sus grupos familiares o redes de ayuda, o viven institucionalizados en hogares convivenciales.
En suma, la mayor parte de estas mujeres son madres y en una gran cantidad de casos antes de su detención eran las responsables primarias de la crianza de sus hijos, tanto en términos de cuidado cotidiano como de sostén económico. Su encarcelamiento incide de manera negativa en sus redes familiares, que se ven sobrecargadas al tener que ocuparse de esos niños. Sin embargo, las mujeres detenidas no deben lidiar sólo con las dificultades concretas que supone el ejercicio de la maternidad en y desde el encierro, sino también con los supuestos e interpretaciones que los agentes institucionales con los que interactúan en el contexto de encierro traman respecto de ellas, sus hijos y el vínculo que entablan con ellos.
Evaluar el ejercicio de la maternidad: esquemas interpretativos y estereotipos de género
En las entrevistas con agentes institucionales, en las charlas y reuniones informales, y en documentos institucionales fue posible identificar algunas nociones sobre las necesidades de las mujeres y sus niños, sus conductas y comportamientos, así como diagnósticos sobre su situación. Éstos se encuentran informados por esquemas interpretativos particulares que dan forma a los significados y clasificaciones que se construyen sobre estas mujeres y a las propuestas y acciones que se imaginen y diseñen, según se ponga énfasis en la vulnerabilidad de las mujeres, la situación de sus hijos o la manipulación que las mujeres hacen de su maternidad.
Uno de los comunes denominadores de estas nociones es la centralidad adjudicada a la infancia, su bienestar y sus derechos. Por ello, que los niños pequeños convivan con sus madres en la prisión es evaluado per se de manera negativa por muchos funcionarios. De hecho, la mayor preocupación manifiesta que los niños que conviven con sus madres se encuentran privados también de su libertad.
En algunas interpretaciones, esto conduce a colocar en primer plano las condiciones deficientes en las que se hace efectivo lo dispuesto por la Ley 24.660 (Congreso de la Nación Argentina, 1996), que permite a las madres convivir en prisión con sus niños menores de cuatro años de edad. Así, en los relatos de algunos funcionarios, se acentúa que las unidades penitenciarias no están preparadas ni acondicionadas para que vivan niños pequeños y se señalan los efectos nocivos que la cárcel tiene en su subjetividad y desarrollo adecuado. Los entrevistados mencionan desde afecciones respiratorias, retrasos en los procesos de maduración, pérdida de los sentidos, hasta conductas disfuncionales que afectan los procesos de socialización. El crecimiento inadecuado es el tópico aludido para mostrar las consecuencias nocivas del encierro y del vínculo particular que los niños establecen con sus madres al convivir con ellas en prisión. Estos argumentos remarcan la existencia de indicadores físicos constatables en los niños, apoyados por informes y opiniones de profesionales de la salud, como fonoaudiólogos, pediatras y psicopedagogos. Así, al estar construidos sobre todo con base en el saber médico y poner en primer plano el valor de la salud de los niños, parecen incontestables, en tanto se convierten en una suerte de valores absolutos (Colangelo, 2012).
En este tipo de argumentos, la evaluación altamente negativa del encierro se extiende en muchos casos al papel desempeñado por las madres, como se advierte en un informe del Consejo Asistido de la Unidad Penal 33, en el que la relación madre-hijo en prisión se conceptualiza como “un círculo vicioso que se da entre la privación de estimulación social y la marginalidad” (2011: 3). No sólo el encierro se perfila como la causa de los posibles retrasos en el crecimiento de los niños, también los futuros comportamientos negativos se tienen por consecuencia de la crianza deficiente o el vínculo que las mujeres detenidas entablan con sus hijos. En ocasiones, las condiciones edilicias del penal se priorizan para explicar lo negativo que resulta para un niño vivir allí, y en otras, lo que se evalúa como perjudicial es que los niños convivan con sus madres en el penal. Según una de las entrevistadas:
Para mejorar las condiciones de los chicos en la unidad hay que tirar el pabellón y hacer uno nuevo. Pero si vos me preguntas a mí, no corresponde. Las cárceles están preparadas para la gente que ha cometido delitos, no para los niños; entonces, no tienen un lugar adecuado. Es un no-lugar en donde los niños tienen un lugar que no les corresponde. Esto es un concepto que lo voy a reiterar hasta el cansancio: el penal no es un lugar para niños, no debe haber niños privados de su libertad (funcionaria 1, Secretaría de Niñez y Adolescencia, La Plata, 21 de mayo de 2012).
Basta observar las condiciones en las que los niños y sus madres viven para advertir que la prisión lejos está de ser un lugar adecuado. No obstante, en el relato de algunos funcionarios, la relevancia de los derechos de los niños y su evaluación de las razones por las que estas mujeres ingresan a sus hijos a la Unidad invisibilizan otras facetas del problema y redundan en una nueva culpabilización de las presas. Para ello, se remiten a la normativa específica destinada a resguardar los derechos de los niños:
Lo que dice la 13.2985 es que el derecho superior del niño es la máxima satisfacción de la mayor cantidad de derechos. Y si el derecho de permanecer con su mamá vulnera otros derechos, el derecho a su salud, a una correcta educación, a poder vivir en un ámbito familiar, a no estar privado de su libertad, porque los chicos están privados de la libertad. Fundamentalmente ése es el derecho que tienen vulnerado (entrevista con funcionaria 1, Secretaría de Niñez y Adolescencia, La Plata, 21 de mayo de 2012).
Según la interpretación de quienes desalientan el ingreso de niños a la prisión y el rápido egreso de los que conviven ahí con sus madres,6 la principal razón por la cual las mujeres se embarazan o ingresan a los niños a la Unidad es la obtención de beneficios. Al poner en primer plano valores como el derecho de los niños a no ser privados de su libertad y el interés superior del niño, algunos funcionarios7 comenzaron a ver el problema de las madres encarceladas en términos de aprovechamiento o de una elección libre y racional. Desde esta perspectiva, los motivos por los cuales las mujeres deciden ingresar sus hijos a la prisión y lo que sucede con los niños que no ingresan -que va desde la falta de contacto y la institucionalización hasta su adopción- quedan invisibilizados por completo. En el discurso de algunos agentes institucionales, el ingreso de los niños aparece retratado en términos de una elección individual y libre de las mujeres detenidas que, en lugar de pensar en el bienestar de sus hijos, piensan en el suyo y manipulan estratégicamente su maternidad para obtener beneficios:
Funcionaria (F): Hay casos donde el chico tiene familia afuera y no quiere ingresar y está bien afuera, pero como la mamá logra mejores condiciones de alojamiento, lo ingresa…
Entrevistadora (E): ¿Y cómo se traducen esas mejores condiciones de las mamás? ¿Qué significa?
F: Estar en el pabellón de madres, que cuenta con régimen diferente de los demás pabellones, tienen a los chicos con ellas en la celda, están abiertas más tiempo, se cocinan ellas. Los chicos están en la Unidad porque las madres logran mejores condiciones, no tengan ninguna duda (entrevista con funcionaria 1, Secretaría de Niñez y Adolescencia, La Plata, 21 de mayo de 2012).
Más allá de una verdadera preocupación acerca de que los niños no sean tratados como objetos, crezcan en un ambiente adecuado y sus derechos sean garantizados, las razones por las que estas mujeres ingresan a los niños a la Unidad se interpretan como una oportunidad de aprovechar su condición de madres y utilizar a sus hijos. Se recrean nociones sobre las formas y capacidades para el ejercicio de la maternidad que actualizan estereotipos nada originales, que retoman ideas construidas a lo largo de la historia y que se aplican a las mujeres imposibilitadas de adecuar sus conductas a lo que la sociedad espera de una madre, es decir, a quienes se apartan del modelo de moralidad materna (Nari, 2005). Si este modelo naturaliza una serie de elementos vistos como virtudes, como la paciencia, la tolerancia, la capacidad de cuidar o sacrificarse por el bienestar de su hijo, las mujeres que no las reúnen -según la evaluación de los profesionales- no entablan con sus hijos una relación que se presume “normal y adecuada”, como dijera una de nuestras entrevistadas, y son catalogadas como madres desnaturalizadas. De allí que uno de los elementos que se integra a esta narrativa particular se refiere a la lactancia, porque estas mujeres ni siquiera amamantan a sus hijos. Ésta es una muestra más de cómo se aprovechan de sus hijos, pues tampoco cumplen con ese requisito ineludible que, en el modelo idealizado de maternidad, sólo puede evadirse por razones fisiológicas que lo aconsejen (De Amorim, 2008; Fonseca, 2009):8 “a veces la madre es la propia vulneradora de los derechos del niño […], tenemos informes desde 2008 hasta el presente que dicen que las madres que tienen a sus hijos adentro de la cárcel no los amamantan” (entrevista con funcionaria 2, Procuración General de la Suprema Corte de Justicia de la PBA, La Plata, 28 de mayo de 2012).
Estas apreciaciones se mezclan en ocasiones con una mirada que intenta ser comprensiva. Entonces predominan las referencias a la carencia que experimentaron estas mujeres. La carencia actúa como principio explicativo y causa determinante de la incapacidad de maternar, y como fundamento de la siguiente conclusión:
¿Por qué nos planteamos la necesidad de contar con algún programa o estrategia para abordar la temática de los niños? Porque nos dimos cuenta de que las mujeres madres no fueron hijas, entonces es muy difícil ser madre cuando no se fue hija. Hay una realidad, provienen de uno de los sectores más precarizados (entrevista con funcionaria 2, Procuración General de la Suprema Corte de Justicia de la PBA, La Plata, 28 de mayo de 2012).
Se hace hincapié en la calidad de la crianza que pueden brindarles a los niños, no sólo en términos materiales, sino también subjetivos. Se pone de relieve la carencia que han experimentado o las situaciones violentas que protagonizan en el contexto de encierro; se perciben, en esencia, como imposibilitadas de ejercer su papel de madres. Desde esta perspectiva, la única solución para garantizar el bienestar del niño y su interés superior consiste en separarlo de su madre. Para lograrlo, muchos funcionarios bregan por el “empoderamiento” de las madres, para que se convenzan de que lo mejor para el niño es que ellas decidan separarse de él.
En el siguiente apartado analizamos los sentidos que las mujeres detenidas construyen sobre su maternidad en el contexto de encierro. Temas como el egreso de sus niños, los efectos nocivos del encierro y las escasas posibilidades que tienen para continuar vinculadas a sus hijos que viven extramuros no son cuestiones ajenas sobre las cuales no hayan cavilado. En esos procesos reflexivos, muchos de los estereotipos, interpretaciones y supuestos que se traman sobre estas mujeres en el contexto penitenciario son retomados, aceptados, contestados o resignificados por ellas.
Ser madres en y desde la cárcel: la perspectiva de las mujeres detenidas
Para las mujeres detenidas que hemos entrevistado, estar presas y convivir con sus hijos en el penal se traduce en un ejercicio intensivo de la maternidad -sólo ellas están a cargo del o los infantes- y una variedad de sentimientos encontrados: aferrarse a los hijos que conviven con ellas porque son la única fuente de felicidad en el contexto del encierro y ser acreedoras de sufrimiento, angustia y agotamiento, incertidumbres y culpas mayores. Una de nuestras primeras percepciones fue que estas mujeres experimentan el encierro con un sentimiento de culpa amplificado por ser madres,9 no sólo porque no pueden estar con sus otros hijos, que deben quedar al cuidado de sus grupos familiares frágiles, sino también porque deben convivir con sus bebés recién nacidos o sus hijos pequeños en el penal.10 Esta mixtura compleja de sentidos suele estar presente desde el embarazo, que en muchos casos transitan privadas de libertad, y no acaba con el parto. Continúa luego del nacimiento de los niños y durante el encarcelamiento. Si bien la compañía de sus hijos les da “fuerzas para seguir”, es “algo por lo que luchar”, como suelen decir, al mismo tiempo, en sus relatos, hay afirmaciones recurrentes, como “este lugar no es para ellos [los niños]”. La maternidad en el encierro se configura como una experiencia ambivalente, pues ser madre, en sus palabras, “es lo mejor que me pudo haber pasado”, y a la vez genera un gran sentimiento de culpa porque los niños comparten la detención: “me sentía reguacha11 de tener a mi hija acá, yo la veía hermosa, la levantaba, la desayunaba, la merendaba, le hacía los plumeritos,12 todo, preciosa mi hija, pero no es todo eso, la tengo en cana, ¿me entendés? Está en cana conmigo” (entrevista con Lorena, Pabellón de madres, Unidad Penal 33, Los Hornos, 27 de junio de 2012).13
Todas las mujeres entrevistadas están convencidas de que la crianza en prisión supone marcas imborrables para sus hijos. El abrir y cerrar de las rejas, el contacto con la policía, el desconocimiento de las rutinas habituales del exterior, entre otras cosas, son hechos que los niños naturalizan y esto es una gran preocupación para ellas. Las referencias a esta forma de socialización penitenciaria de los niños ha sido un tópico recurrente en las entrevistas:
Ellos no tienen que aprender las cosas de acá, los dialectos de acá, ellos no tienen que ver a la policía ni estar atrás de una reja. Ella no tiene que pagar mi pena. Ella no puede salir a la plaza y ver muro y que camina la policía. Ella no puede estar pidiendo: “encargada ábrame la reja”. Eso me mata a mí, es mi bebé (entrevista con Lorena, Pabellón de madres, Unidad Penal 33, Los Hornos, 27 de junio de 2012).
Otra de las preocupaciones alude a la pérdida de su condición de niños. Las mujeres presas suelen decir que los niños pierden ahí “sus vivencias de bebés, de chicos”. Expresan que la dinámica cotidiana genera alteraciones relacionadas sobre todo con el descanso, pues en todo momento hay ruidos, el personal penitenciario entra y sale del pabellón.
El convencimiento de que sus hijos no son “como cualquier chico común”, por el hecho de estar en la cárcel, acarrea la certeza de que esta experiencia los hará “niños distintos”, lo que las lleva a ejercer la maternidad de manera distinta. Una de nuestras entrevistadas mencionaba que sentirse culpables porque los niños están allí genera situaciones que no sucederían en “la calle”. En el penal, a los niños les dan “todo lo que quieren”, por ejemplo, les permiten mirar la televisión durante largo tiempo, no sólo para entretenerlos, sino porque “demasiados límites tienen con las rejas como para que yo les ponga más” (entrevista con Lorena, Pabellón de madres, Unidad Penal 33, Los Hornos, 27 de junio de 2012).
En sentido opuesto a la interpretación de la convivencia con sus hijos como estrategia para obtener beneficios, de sus relatos se desprende que ello trae aparejadas varias dificultades, entre otras, recibir atención médica, estudiar o hacer algún curso, actividades evaluadas en los informes de conducta que elabora el servicio penitenciario y que influyen en la adjudicación de salidas o arrestos domiciliarios. Por ello, la solidaridad entre compañeras de pabellón es un recurso indispensable para realizar actividades que no sean cuidar a los niños. Las formas de ayuda que despliegan las mujeres encarceladas se transforman en una de las pocas posibilidades que tienen para contrarrestar los efectos nocivos y degradantes del encarcelamiento, y dan lugar a modalidades de ejercicio de la maternidad que algunas autoras han denominado compartidas o colectivas (Ojeda, 2015; Montalvo, 2007; Actis, 2016).
Todas las mujeres señalaron con recurrencia que “no es lo mismo criar un hijo acá, que en la calle”. La mayoría había vivido la maternidad antes de ingresar al penal y en las entrevistas recurrieron a sus experiencias pasadas para indicar las complejidades que implica criar un hijo en la cárcel. En varias ocasiones señalaron que es frecuente qua afuera se suponga que “los niños están bien dentro de la Unidad”, es decir, que tienen satisfechas algunas necesidades básicas, como alimento, vestido y asistencia médica. Sin embargo, aun cuando no niegan que esto es cierto, son conscientes de que el ambiente del penal no es apropiado para el crecimiento de un niño y que sus condiciones están muy lejos de ser óptimas.
Estas mujeres perciben que lo ordinario se vuelve extraordinario en este contexto y duplica el castigo al que están sometidas. Ese castigo que no se computa ni se visualiza redunda en dosis de sufrimiento, angustia y ansiedad no sólo para ellas, sino para todos sus hijos, los que viven en la prisión y los que están fuera del penal, en el mejor de los casos bajo el cuidado de algún familiar, aunque esto es menos visible. Los niños mantienen contacto con sus madres de maneras distintas y acotadas, por lo general por teléfono. Basta escuchar sus narraciones y conocer las condiciones en que viven ellas y sus niños, los hijos que permanecen fuera del penal y las que experimentaron antes de ser encarceladas14 para poner en tensión al menos uno de los preconceptos más recurrentes que se ciernen sobre ellas, el que afirma que utilizan a sus hijos para obtener beneficios o pasarla mejor en prisión. Por el contrario, ser madre y estar encarcelada se transforma en una experiencia dolorosa.
A la pregunta sobre la posibilidad de separarse de sus hijos, todas respondieron que sus niños no pueden estar mejor que a su lado y ninguna está dispuesta a desvincularse de ellos por medio de la entrega en adopción. Además, la posibilidad de egresar a sus hijos para que vivan en hogares -una de las soluciones propuestas por los funcionarios- implica la amenaza de una ruptura total del vínculo con los niños, porque saben que se encuentran en un lugar subordinado de asimetría extrema en caso de tener que entablar algún tipo de reclamo para poder ver a sus hijos.
Todas expresaron su esperanza de poder salir para estar con sus hijos. Además de para criar afuera al niño que comparte la detención, externaron también su deseo de vivir con sus otros hijos, que quedaron “en la calle”, y reconstruir el vínculo entre hermanos.
Si bien quieren que se cumplan los derechos de los niños, lo que implica que sus hijos salgan del penal, también sostienen que en ningún otro lugar estarán más seguros que a su lado. Por ello, el egreso -medida obligatoria cuando los niños cumplen cuatro años de edad, según la Ley 24.660 (Congreso de la Nación Argentina, 1996)- resulta una disyuntiva difícil, no sólo por la separación y el consecuente debilitamiento del vínculo, sino también por la ausencia de un acompañamiento institucional para este fin.
Si el egreso en sí mismo es una instancia compleja y dolorosa, las acciones institucionales no parecen brindar herramientas suficientes para resolver este duro trámite. El egreso es parte de la situación ambivalente que atraviesan estas mujeres y una muestra paradigmática de los sentimientos contradictorios que experimentan al ejercer su maternidad en el encierro. Muchas de ellas no cuentan con redes familiares o afectivas que se encarguen de los niños cuando egresen. Las que las poseen viven la posibilidad de la separación de sus hijos como un hecho traumático para ambos, que se suma a la serie de daños emocionales que supone haber criado a un niño en el contexto del encierro. Sus relatos deben interpretarse con estas sensaciones ambivalentes presentes:
Entrevistadora: ¿Pensás en el egreso de él?
Lorena: Sí, todo el tiempo pienso en eso… Yo pienso que me quiero ir con él porque no sé si voy a soportar estar sin él y él sin mí (entrevista, Pabellón de madres, Unidad Penal 33, Los Hornos, 27 de junio de 2012).
No, de sólo pensarlo me pone mal (entrevista con Clarisa, Pabellón de madres, Unidad Penal 33, Los Hornos, 27 de junio de 2012).
Ya me hicieron un montón de veces esa pregunta. Todos te preguntan si se tienen que ir, no sé, yo no quiero que se vayan (entrevista con Rosario, Pabellón de madres, Unidad Penal 33, Los Hornos, 27 de junio de 2012).
Todas saben lo que significa separarse, porque todas tienen hijos en “la calle”. Experimentan día a día la evidencia de que esa ruptura provoca daños serios en los niños, en ellas y el resto de la familia. Saben que la separación es traumática y ese saber no se sustenta en postulados abstractos, sino que se basa en la experiencia concreta de ruptura del vínculo con otros hijos, los que quedaron afuera, a quienes ven de manera ocasional.15
Dado que en nuestra sociedad, debido sobre todo a los papeles estereotipados de género, las mujeres han sido socializadas para cuidar y proteger a sus seres queridos, y asumir la mayor carga de responsabilidades familiares, no poder cumplir con estos deberes causa angustia y desvalorización adicionales. El hecho de que sus hijos queden privados de su atención y el que ellas no puedan cumplir su papel de género provoca incertidumbre y una sensación de pérdida de autoridad e impotencia:
Es muy difícil porque perdés el control de muchas cosas, perdés información de dónde está tu hijo (entrevista con Mónica, Pabellón de población, Unidad Penal 33, Los Hornos, 30 de octubre de 2012).
A mí no me hacen caso, es como que me sacaron la autoridad (entrevista con Marcela, Pabellón de población, Unidad Penal 33, Los Hornos, 30 de octubre de 2012).
Lo peor que te puede pasar es no vivir la infancia de ellos, el crecimiento, la escolaridad, los primeros novios. Que le tenés que preguntar por teléfono: “¿hasta dónde tenés el pelo? Lavate los dientes, abrigate bien, no vengas tarde, cruzá bien la calle” (entrevista con Mónica, Pabellón de población, Unidad Penal 33, Los Hornos, 30 de octubre de 2012).
La idea de que la crianza de los hijos es en esencia responsabilidad femenina es una pauta social de la que no escapan las mujeres privadas de libertad. Al no poder estar junto a sus hijos, es habitual que utilicen la retórica dominante y se sientan malas madres, que abandonaron sus responsabilidades y los dejaron solos. La preocupación por sus hijos toma con facilidad la forma de culpa y sentimiento de haberles fallado:
Lo primero que piensan es “me abandonó”, ¿me entendés? (entrevista con Mónica, Pabellón de población, Unidad Penal 33, Los Hornos, 30 de octubre de 2012).
Mis hijos me necesitan. Yo, cuando vienen, les pido disculpas (entrevista con Cristina, Pabellón de población, Unidad Penal 33, Los Hornos, 30 de octubre de 2012).
Yo ahora me siento mal porque siento que les fallé (entrevista con Beatriz, Pabellón de población, Unidad Penal 33, Los Hornos, 30 de octubre de 2012).
Es necesario destacar que en escasas ocasiones las entrevistadas se refirieron a los padres de sus hijos y que en muy pocos casos ellos quedan a cargo de los infantes que permanecen fuera del penal. Ahora bien, a pesar de que sus hijos son fuente de alegría y esperanza, las mujeres comparten la noción de que la cárcel no es un buen lugar para que crezca un niño. De ahí los dilemas, las sensaciones ambivalentes y la decisión de muchas de renunciar al derecho que tienen de convivir con sus hijos menores de cuatro años de edad. En sus relatos, la maternidad no es una estrategia ni sus hijos un medio para conseguir algo, pues saben que estar con ellos en el Pabellón de madres acarrea sufrimientos y no puede equipararse en absoluto con un beneficio:
Es feo ver a los chicos acá, que te vengan a ver o que se críen acá. A mí me pasó decidir venir con mi bebé acá y dije que no, después me arrepentí. La podría haber tenido más tiempo, después se iba a la calle e iba a poder disfrutar más. Son decisiones que por ahí uno pone en la balanza, si nació libre que sea libre, pero genera dolor, angustia, soledades (entrevista con Mónica, Pabellón de población, Unidad Penal 33, Los Hornos, 30 de octubre de 2012).
Así como la idea de convivir con los hijos en el penal está llena de contradicciones y ambivalencias, el egreso o el no ingreso de los niños menores de cuatro años de edad también se vive como un imperativo moral que no puede evadirse, pero que se complementa y torna complejo con el deseo de continuar ejerciendo la maternidad y el derecho de sus hijos de crecer al lado de sus madres.
En suma, al analizar los sentidos que las mujeres detenidas adjudican a la maternidad e identificar las situaciones que atraviesan, el sufrimiento ampliado que implica criar a un niño en la cárcel, la angustia que genera procurar ejercer el papel materno con los hijos que están fuera, la falta de previsiones institucionales mínimas y la inexistencia de un sostén emocional en el contexto del encierro, se encuentran muy pocos elementos para ponderar los pretendidos beneficios que las mujeres tendrían por ser madres y vivir con sus niños en el penal. Antes bien, el trato diferencial que se supone que reciben está lejos de ser así, se reduce a no ser puestas en celdas de aislamiento cuando existe una “inconducta”, como ocurre con las mujeres que no están alojadas con sus hijos.
Consideraciones finales
Hacer una investigación sobre el ejercicio de la maternidad en el encierro nos permitió observar que mantener esta función se torna una tarea compleja, dilemática e inquietante para las mujeres privadas de su libertad, y que el hecho de ser madres y estar en prisión acarrea sufrimiento y angustia. Confrontadas con todo lo que no pueden hacer y lo que hacen o hicieron mal, las mujeres no sólo son juzgadas por el delito que cometieron, sino también por la forma en que ejercen y han ejercido su maternidad. Además, en muchísimos casos no sólo están privadas de su libertad, sino también del contacto con todos o algunos de sus hijos. Durante la detención deben lidiar también con los estereotipos y clasificaciones que pesan sobre ellas y su maternidad. En este trabajo advertimos cómo dialogan y se posicionan frente a ellos. No obstante, estos procesos de resignificación no implican una impugnación abierta ni una aceptación acrítica, sino que estas mujeres construyen en ellos nuevos sentidos y sobre todo articulan otros significados en relación con la experiencia de crianza de un niño pequeño en ese lugar.
También nos ha interesado confrontar los sentidos que circulan sobre ellas y las formas en que ejercen su maternidad para dar testimonio y resaltar que una visión sesgada de un problema tan complejo como el encarcelamiento de mujeres que son madres, orientada de manera predominante por estereotipos de género y nociones acerca de la maternidad ideal, contribuye poco a comprender las situaciones particulares que atraviesan las mujeres encarceladas y sus grupos familiares. En la inmensa mayoría de los casos, las mujeres están cumpliendo una medida de prisión preventiva y no sólo son madres de los niños que conviven con ellas en prisión, sino también de otros que quedan por fuera de las preocupaciones y los diagnósticos institucionales. Esos niños también tienen derechos. Sin embargo, desde una perspectiva que resalta sólo lo pernicioso y nocivo que resulta el encarcelamiento y la situación de encierro y que postula como única solución “empoderar a las mamás” para que “entiendan que la permanencia de los chicos en la unidad no es solamente para que ellas obtengan un beneficio de mejores condiciones de alojamiento en la unidad” (entrevista con funcionaria 2, Procuración General de la Suprema Corte de Justicia de la PBA, La Plata, 28 de mayo de 2012), los infantes que permanecen extramuros son invisibilizados. En otras palabras, las condiciones en las que viven esos niños y la escasa relación que mantienen con sus madres -que en su gran mayoría no quieren perder el vínculo con sus hijos-, entre otras cosas, no cuentan ni forman parte del diagnóstico.
Por otro lado, en las soluciones que se postulan, se observa que la culpabilización que recae sobre estas mujeres sólo cesaría si ellas “se empoderaran” y se desprendieran de sus niños de forma altruista y sin arrepentimientos tardíos, pues esta separación se considera una muestra del sacrificio de la mujer en pos del bienestar de su hijo. Esta acción, como se ha analizado en otros momentos históricos (Nari, 2005; Villalta, 2010), posibilita convertir a las “malas madres” en “pobres madres”, pues sólo así adecuarían su conducta a los dictados del ideal de moralidad materna, que realza la abnegación y el sacrificio.
En todo caso, lo que parece subyacer en esta visión es una perspectiva individualista que pone la lupa en los intereses de las mujeres o en los intereses de los niños, y conduce a una visión antagónica que impide vislumbrar las interconexiones entre ambos, así como la interdependencia de sus derechos. Como un espejo deformante, esta visión devuelve una imagen vieja y distorsionada: madres culpabilizadas por no garantizar el bienestar de sus hijos, niños y niñas cuyo interés superior, según este tipo de razonamiento, puede estar siempre amenazado o vulnerado por madres que no cumplen las funciones asignadas al modelo ideal de maternidad.
Este modelo poblado de estereotipos también supone angustia y desvalorización adicionales para quienes no pueden satisfacer las prescripciones de ese ideal maternal, porque para consumar las “naturales responsabilidades maternales” es necesario que se reúnan condiciones sociales que no tienen nada de natural ni universal (Bourdieu, 1998).
En la clave de lectura del empoderamiento de las madres se corre el riesgo de reificar una imagen de la maternidad que conduzca a despolitizar el de- bate respecto de las formas en las que el Estado debe garantizar los derechos tanto de los niños como de sus madres, y a promover estrategias que, aun pensadas con las mejores intenciones, cercenen los derechos que buscan y proclaman defender y garantizar, en lugar de pensar en las articulaciones necesarias para resguardar los derechos de unos y otras.