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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.30 no.88 Guadalajara sep./dic. 2023  Epub 29-Ene-2024

https://doi.org/10.32870/eees.v30i88.7329 

Teoría y debate

Necropolitización de la inmunidad: la cariorrexis de la soberanía

Necropoliticization of immunity: the karyorrhexis of sovereignty

Rafael Muñiz Pérez* 
http://orcid.org/0000-0003-1324-6248

Rebeca Vilchis Díaz** 
http://orcid.org/0000-0002-6190-2185

* Doctor en Filosofía Política por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Académico Asociado Tiempo Parcial en la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Profesor de Asignatura en el Instituto de Educación Superior Rosario Castellanos Campus Coyoacán. Profesor de asignatura en la Universidad del Valle de México campus San Rafael. / rmunizperez@gmail.com

** Doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Ciencias de la Comunicación. Profesora de asignatura en la División de Universidad Abierta y a Distancia de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora de Asignatura en la Universidad del Valle de México campus San Rafael. / vilchis.diaz@gmail.com


Resumen

Las diferentes prácticas de muerte (y el origen de éstas) que diferentes cárteles de la droga en México han empleado en las últimas dos décadas y su reproducción en esferas sociales cotidianas, así como sus vínculos con el Estado desafían las categorías y elaboraciones teóricas académicas. En este texto procuramos pensar estas necroprácticas desde la perspectiva inmunitaria de Roberto Esposito radicalizando su planteamiento, pero también atribuyendo responsabilidades epistémicas de esos saberes de muerte que han llegado hasta los confines de lo social.

Palabras clave: prácticas de muerte; necropolítica; paradigma inmunitario; cariorrexis de la soberanía; cárteles de la droga

Abstract

The different death practices (and their origin) that Mexican drug cartels have been using for the last two decades and their reproduction in every day social spheres, as well as their ties to the State that challenge theoretical frameworks and approaches. In this paper we attempt to think necropractices from the immunitarian framework of Roberto Esposito but radicalizing it in order to be able to attribute epistemic responsibilities for the proliferation and reproduction of the knowledge(s) of death that has reached the whole of the social.

Keywords: death practices; necropolitics; immunitarian framework; drug cartels; Karyorrhexis of sovereignty

Introducción

La violencia que los cárteles de la droga han empleado para llevar a cabo todas sus actividades ha escalado particularmente a raíz de la creación de grupos armados -que denominamos contrainsurgencias paramilitares-. En México tanto los Zetas como el cártel Jalisco Nueva Generación dan cuenta de lo anterior, sus prácticas de muerte o necroprácticas no sólo han sido espectacularizadas por los medios de comunicación, también son el ejemplo perfecto de la socialización de saberes especializados (como la tortura, el uso y apropiación de armamento de “uso exclusivo del Estado”, etcétera) provenientes de instancias estatales.

Torturar, secuestrar, dinamitar a los enemigos y a civiles, comer la carne de sus víctimas son muestras de formas cada vez más crueles y violentas de sometimiento y aniquilación de las psiques y los cuerpos. Violencias replicadas en el tejido social por agentes que no forman parte de organizaciones criminales ni instancias gubernamentales: niños, adolescentes, mujeres y hombres civiles. Nos enfrentamos a un uso generalizado de este tipo de violencia en la sociedad mexicana y, quizá, en sociedades afines en términos históricos, sociales, políticos e incluso geográficos. Este artículo ofrece una explicación sobre este fenómeno, la violencia generalizada, ya no privativa de instancias de gobierno o grupos de delincuencia organizada. Violencia irregular y paramilitar que es presentada y espectacularizada por los medios de comunicación, útil mecanismo para la sociabilización, desensibilización y cuasi entrenamiento de los diferentes grupos sociales.

Para poder interpretar y explicar este complejo fenómeno hemos recurrido inicialmente a la propuesta inmunitaria de Roberto Esposito. Sin embargo, consideramos que su perspectiva, al basarse en la experiencia del genocidio nacionalsocialista, no resulta del todo pertinente para explicar las múltiples prácticas de muerte presentes en México, particularmente en el territorio más cercano a la frontera norte, así como en otros territorios liminares, o espacios de soberanía poscolonial. Por ello, proponemos una interpretación alternativa del ciclo del génos que nos permita dar cuenta de la realidad necropolítica de las periferias globales. Mientras que para Esposito dicho ciclo conduce, eventualmente, a la regeneración, en los espacios liminares la fase de la degeneración entra en un bucle iterativo que da pie a la cariorrexis de la soberanía. Este concepto procura dar continuidad al léxico biológico y médico que caracteriza al autor, y simultáneamente, pretende radicalizar sus conclusiones y rendimientos teóricos para describir el proceso por el que la muerte somete y captura a la vida.

En primer lugar, presentamos el caso de la violencia paramilitar del cártel Jalisco Nueva Generación con el ánimo de describir el tipo de prácticas de muerte de violencia operativa que nos ocupa, pero también para situar las prácticas en ciertas regiones del país. Posteriormente, interpretaremos esas prácticas como resultado de lo que hemos llamado cariorrexis de la soberanía, una elaboración y propuesta conceptual que nos parece necesaria por las condiciones sociales, políticas, geográficas e históricas de nuestro país y de las periferias globales. Finalmente, reflexionamos teóricamente sobre la naturaleza del Estado poscolonial y la múltiple inscripción soberana, como el proceso que lo determina estructuralmente, para ello consideramos las ramificaciones geopolíticas de una soberanía asediada por su propia fragmentación, lo que produce la multiplicación de instancias capaces de decidir sobre la excepción y sobre la que se elabora una gramática de la muerte que toma el control de la vida hasta el punto que la produce como un insumo para la perpetua iteración del lado b del ciclo del génos, a saber, el ciclo patogénico.

1. La violencia narcoparamilitar del Cártel Jalisco Nueva Generación

En México, los cárteles de la droga pueden ser considerados grupos de contrainsurgencia privada en tanto que operan de forma paramilitar y vinculada con el capital o el Estado. En este primer apartado deseamos presentar una descripción y explicación de la conformación y, sobre todo, del tipo de necroprácticas que caracterizan al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Este grupo y los Zetas comparten algunas características que ofrecen casos ejemplares de prácticas de muerte y, también, dan cuenta de lo que llamamos cariorrexis de la soberanía, es decir, del derramamiento de la violencia en el territorio geográfico y social mexicano.

Al igual que el cártel de los Zetas, el CJNG surgió como un grupo armado de otra organización criminal. Ignacio ‘Nacho’ Coronel, anterior líder del cártel de Sinaloa, quien falleciera en un operativo el 29 de julio de 2010, creó un grupo armado con la intención de contener y limitar el avance de los Zetas, organización que había experimentado un gran crecimiento y presencia en el país durante el gobierno de Felipe Calderón (Montalvo, 2016) y se caracterizaba por prácticas de violencia extrema operativa. Diferentes medios consideran que su carta de presentación tuvo lugar en Boca del Río, Veracruz, el 20 de septiembre de 2011. En una de las zonas turísticas más importantes de la región fueron encontrados de 35 a 49 cuerpos (presuntos integrantes de los Zetas) con evidentes señales de tortura, los responsables se autonombraban “Los matazetas”. Las investigaciones sugieren que los sujetos fueron atados de las manos, encerrados en un tren, torturados con palos y tubos, quemados en el torso y las piernas, muertos por asfixia, arrastrados y arrojados en la Glorieta de los voladores de Papantla (Gutiérrez, 2018).

Ese mismo año, CJNG fue reconocido por la Procuraduría General de la República (PGR) como uno de los nueve cárteles con presencia nacional: Sinaloa, Golfo, Juárez, Tijuana, los Zetas, Beltrán Leyva, los Caballeros Templarios y la Familia Michoacana. La consolidación de este cártel fue resultado del vacío de poder en Sinaloa a raíz de la muerte de su dirigente (Montalvo, 2016); sin embargo, esta organización se benefició de sus contactos, rutas y socios. Incluso, la nueva cabeza de CJNG, Nemesio Oseguera ‘El Mencho’ pactó con Sinaloa y otros grupos. Esta organización vio nutridas sus filas, también, con el remanente del otrora cártel del Milenio o de los Valencia; así, Oseguera unió fuerzas con Abigael González Valencia, quien figuraba como la cabeza de los Cuinis (Montalvo, 2016).

Narcodata da cuenta de cómo en el sexenio de Enrique Peña Nieto este cártel aumentó su presencia y poder en el territorio nacional: tan sólo en cinco años ya se había posicionado como la organización criminal con más presencia operando desde el Golfo de México hasta el Océano Pacífico y desde el cono sur hasta Estados Unidos e incluso Vancouver, Canadá. La Agencia Federal Antidrogas reveló en 2014 que la influencia y operaciones del grupo llegaban hasta Asia y Oceanía (Pérez, 2016). Su crecimiento y consolidación puede explicarse, de acuerdo con José María Ramos (experto de El Colegio de la Frontera Norte), por tres razones: 1) el debilitamiento de los cárteles (Sinaloa, Beltrán Leyva y los Zetas), 2) las leyes del mercado, pues se instalaron en ciudades estadounidenses con un gran consumo de drogas como son Los Ángeles y San Francisco y otros continentes, y 3) su ubicación geográfica, dado que cubría prácticamente todo el territorio nacional, su alcance se extendía a todo el continente y a otros (Pérez, 2016). Para 2016, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos describía al cártel como “una de las organizaciones del tráfico de drogas más prolífica y violenta del mundo”.

1.1 Necroprácticas: dinamitar a los rivales, canibalismo y tortura

Los cárteles que iniciaron siendo grupos armados paramilitares se distinguieron del resto por el grado de violencia, brutalidad y sadismo empleados a la hora de ejecutar prácticas de muerte en contra de sus rivales, el poder estatal, la sociedad civil e incluso hacia migrantes. Evidentemente estas formas de operar muestran el dominio de saberes especializados, la posesión de armas de gran alcance de uso militar, estrategias de sabotaje y contrainteligencia. El 1 de mayo del 2015 se realizó un operativo conjunto por parte de la Secretaría de Defensa Nacional (Sedena), la Policía Federal (PF), la Procuraduría General de la República (PGR) y el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) para disminuir el nivel de violencia alcanzado en la entidad, pero también para capturar al líder del CJNG, Nemesio Oseguera. El cártel recibió a las autoridades derribando un helicóptero de la Fuerza Armada con un lanzacohetes de origen ruso (dispositivo diseñado para destruir tanques). El arma dañó el motor trasero del helicóptero y aunque logró aterrizar de emergencia, terminó por incendiarse provocando la muerte de sus ocupantes (Ángel, 2015).

Llama especialmente nuestra atención que estas organizaciones comenzaran a emplear las estrategias (denominadas) terroristas que el Estado Islámico, el Talibán, las fuerzas rebeldes en Somalia y Siria han empleado contra helicópteros de los ejércitos de la OTAN o Estados Unidos (Ángel, 2015). Era la primera vez que un cártel dañaba una aeronave militar, lo que inaugura una época en la contrainsurgencia paramilitar privada, la disputa del aire que ha cumplido un papel crucial en toda confrontación armada desde la segunda mitad del siglo XX. No se trata tanto de controlar por completo el espacio aéreo, como de incrementar el peligro y forzar operaciones en tierra en una demostración de poder de fuego inusitada.

El derribo del helicóptero cumple una función propagandística: demostrar que se es capaz de abrumar incluso a las fuerzas armadas mediante el uso de armamento cuyo nivel de fuego supera con mucho el de una banda criminal para entrar de lleno en un escenario de guerra irregular. Curiosamente no es el Estado el que recibe ese mensaje, pues la propia Secretaría de Marina mantiene supremacía aérea y la demuestra desatando un poder de fuego aún mayor cuando desmantelan la celular criminal del H2 en Tepic mediante el uso de un helicóptero artillado y un operativo en tierra que según la propia Semar siguió los preceptos indicados en el Manual de Uso de Fuerza de Aplicación Común (Garduño, 2017); en otras palabras, el Estado considera que el uso de fuego de nivel militar es ahora parte del uso de fuerza común.

Además del armamento y la inteligencia, testimonios de exsicarios sugerían que el CJNG practicaba canibalismo como parte de rituales de iniciación en la organización. La Fiscalía General del Estado de Tabasco recuperó la confesión de dos menores que declararon haber sido obligados a comer partes de los cuerpos de las personas a las que ejecutaban:

Los adolescentes de 16 y 17 años relataron, sin manifestar arrepentimiento alguno, la forma en que desmembraron el cuerpo de una de sus víctimas. Luego comían sus extremidades.

El cuerpo del que se refieren (sic) los adolescentes pertenece al de un sujeto levantado en mayo del año pasado, a quien torturaron, ejecutaron y metieron en un refrigerador, luego de cortarle brazos y piernas (Gutiérrez, 2018).

Para septiembre de 2020, Reporte Índigo publicaba una nota sobre la circulación en redes sociodigitales (y otras plataformas que ofrecen información exclusiva del narcotráfico) de un video que comprobaba esta necropráctica. En la grabación, algunos sujetos que se identificaron a sí mismos como parte del cártel torturan a un hombre, los sicarios abren el pecho de la víctima con un cuchillo, acto seguido, uno de los sicarios extrae órganos y los come, mientras que sus compañeros apuntan con armas a la víctima y ríen. Diferentes amenazas se escuchan en el video, pero una en particular se repite: “Pa’ que vean que así somos los Jaliscos… los vamos a exterminar a todos. Pura gente del Mencho. Somos los Jaliscos, pura nueva generación” (Índigo Staff, 2020).

Sin embargo, es necesario resaltar que el canibalismo como práctica intimidatoria, amenazante y necroempoderante (estar engullendo al enemigo es una forma extrema de dominación) no se practica únicamente en este cártel, existen testimonios de soldados estadounidenses que dan cuenta de ello. Brad McCall, exsoldado estadounidense y desertor (huyó a Canadá en 2007), declaró haber escuchado la historia de un soldado que comía la carne carbonizada de un civil iraquí, víctima de artefactos explosivos contra el ejército estadounidense, sintiéndose asombrado cuando sus compañeros rieron ante la historia (Sugg, 2008). Abu Sakkar, quien fuera soldado del Ejército Libre de Siria en la guerra civil que inició en 2011, también fue captado abriendo un cadáver, extrayendo parte de un órgano, llevándoselo a la boca para finalmente darle un mordisco. Mientras tomaba en sus manos la masa ensangrentada declaraba: “Comeremos los corazones e hígado de ustedes, los soldados de Bashar (el Asad, presidente sirio) ‘el perro’ (Wood, 2013)”. Otro ejemplo, la Unión Africana informaba en 2015 que en la guerra de Sudán del Sur (país que obtuvo su independencia de Sudán en 2013) se estaba incurriendo en canibalismo forzado, mutilación de cuerpos, reclutamiento de niños-soldado, entre otras acciones que constituían violaciones al derecho internacional. Los mayormente afectados eran los civiles, mientras que las tensiones más intensas seguían en los estados ricos en petróleo: Alto Nilo y Unity, así como en el estado de Jonglei (Honan, 2015).

Además de canibalismo y distintos tipos de tortura, el CJNG ha dinamitado a sus oponentes. Los miembros de la organización parecen tener un interés en grabar la implementación de estas prácticas de muerte. Lo referimos anteriormente con el canibalismo, pero sucede de forma parecida en este caso. Poco después del operativo del 2015 en el que el cártel derribó un helicóptero, el diario Reforma sacó a la luz un video en el que dos hombres adultos y un menor de aproximadamente 10 años eran víctimas de tortura y tenían pegados a sus cuerpos tubos de dinamita. El menor aparece con el tubo en el cuello, otra de las víctimas hincado y con el tubo sujeto en el pecho y a su lado, la otra víctima con las manos atadas es pateado por miembros del cártel. En el video se puede apreciar que quien registró los asesinatos hace cortes al video para alejarse y estando a una distancia “segura” hacen explotar los cuerpos. El video fue recuperado de uno de los dispositivos móviles de Heriberto Acevedo Cárdenas, ‘el Gringo’, obtenido después de que fuera abatido en marzo de 2015 en Zacoalco de Torres, Jalisco (Gutiérrez, 2018). Además, emplearon esta misma técnica para asesinar a un hombre y a su hijo en una escuela primaria, mientras reían y grababan la escena (Infobae, 2021).

Comer carne humana, hacer estallar los cuerpos de los enemigos, marcar con cuchillos a los rivales (con la leyenda “x-rata”), controlar la prostitución de mujeres en las zonas de su influencia -el uso de los cuerpos-, torturar con toques eléctricos, amputaciones, decapitaciones, entre otras son prácticas de muerte utilizadas por el cártel como castigos ejemplares (Infobae, 2020). Este cártel es un ejemplo perfecto de la violencia generalizada, de los saberes distribuidos y empleados por agentes paramilitares que producen una estética snuff paramilitar producto del estallido y derramamiento del núcleo duro de violencia de Estado sobre el conjunto de lo social, dónde los espacios públicos y privados se resignifican como escenarios de soberanía en proliferación.

2. Necropolitización de la inmunidad

¿Cómo se ejerce el poder de dar muerte en un régimen que potencia, regula y gestiona la vida? Foucault, Agamben, Esposito y Mbembe han procurado dar respuesta desde sus realidades particulares. El racismo, la producción de vidas desechables y prescindibles (Muselmann), así como el poder arrasador y mundial del capital forman parte de las respuestas ofrecidas por los autores.

Esposito procura explicar este dilema a partir del paradigma de la inmunidad. Pero este concepto logra su mayor potencia semántica cuando se entiende a la luz y la complementariedad de la comunidad. Esposito argumenta que la communitas refiere el vínculo que comparten los miembros de una sociedad, una especie de obligación de intercambio. Así, la comunidad resulta de la unión de diversas individualidades que tienen algo en común: una falta que los atraviesa y los contamina mutuamente. La inmunidad, por tanto, logra el efecto contrario:

Si la communitas es aquello que liga a sus miembros en un empeño donativo del uno al otro, la immunitas, por el contrario, es aquello que libra de esta carga, que exonera de este peso. Así como la comunidad reenvía a algo general y abierto, la inmunidad, o la inmunización, lo hace a la particularidad privilegiada de una situación definida por sustraerse a una condición común. (Esposito, 2012:104)

Este efecto de exoneración de un peso, de la sustracción a una condición común se mantiene en la semántica tanto del término jurídico como del médico. Por un lado, en la jerga jurídica, inmune -ya sea en términos parlamentarios o diplomáticos- es aquella persona que no está sujeta a las leyes que afectan a los demás. En términos médicos y biológicos, ser inmune implica haber desarrollado la capacidad del organismo de resistir a una infección provocada por agentes patógenos externos. La dinámica comunidad/ inmunidad es la de la destrucción y la reconstrucción. La comunidad fractura la identidad individual, pretende disolverla, mientras que la inmunidad es la forma en que la individualidad procura defenderse contra toda amenaza del exterior. La inmunidad es necesaria para la conservación de la vida, sin embargo, potenciarla nos conduce a un exceso que atenta contra la vida misma que se deseaba conservar. Así lo explica Esposito:

He aquí la contradicción que he intentado poner de relieve en mis trabajos: aquello que salvaguarda el cuerpo -individual, social, político- es también lo que al mismo tiempo impide su desarrollo. Y aquello que también, sobrepasando cierto umbral, amenaza con destruirlo. Para emplear los términos de Benjamin, se podría decir que la inmunización en dosis elevadas es el sacrificio de lo viviente, esto es, de toda forma de vida cualificada, por la razón de la simple supervivencia. La reducción de la vida a su desnuda base biológica. (2012:104-105)

El ejemplo más usado por los teóricos de la biopolítica es el genocidio nazi y los campos de exterminio como su lugar físico; este autor no es la excepción. El Estado nacional-socialista alemán identificó en el pueblo judío al enemigo no sólo político, sino también biológico (Gegenrasse), su aniquilación se traducía en la afirmación de la vida propia. El proceso por medio del cual se llevó a cabo este exceso de inmunización es lo que Esposito llama el ciclo del génos o tanatopolítica (2011), constituido por la degeneración, la eugenesia, la regeneración y finalmente el genocidio.

Evidentemente, los múltiples ejercicios de prácticas de muerte en México no logran coincidir del todo con lo anterior. El proceso de degeneración estuvo fuertemente marcado por un matiz biológico que echó mano de la antropología criminal italiana, la teoría francesa sobre la herencia y la reconversión racista de la genética mendeliana. En México nos hemos adentrado en esta fase, las estrategias para producir las vidas desechables que a menudo son identificadas como patógenos han sido distintas, pero definitivamente se han servido del léxico racial. Los agentes y perpetradores de las prácticas de muerte, así como las mayores víctimas siempre encarnan los efectos del dispositivo racial. Pero a diferencia del curso que tomó la inmunización en Europa, nuestras intuiciones nos permiten pensar que nos hemos enfrascado en la fase de la degeneración.

La interpretación inmunitaria de la biopolítica de Esposito nos proporciona su propia versión de la anaciclosis. De acuerdo con ella hay cuatro momentos que constituyen el ciclo del génos: degeneración, eugenesia, regeneración y genocidio. Cada uno de estos momentos se corresponde con formas de gestión y reproducción de la soberanía mediante mecanismos inmunitarios que garantizan la vitalidad del Estado. Desde nuestro particular punto de vista, el ciclo del génos necropolitizado permite una radicalización de la degeneración de tal manera que, en el proceso mismo de necrosis (fragmentación, explosión y derramamiento del núcleo soberano del Estado) se mantiene una organicidad en la descomposición. Para resumirlo, el proceso mismo de muerte del Estado se repite incesantemente en cada instanciación de las tecnologías de muerte en lo que llamamos: el ciclo patogénico de la inmunidad necropolítica.

Nuestra intención es, empleando el concepto de Mbembe, necropolitizar el paradigma inmunitario expuesto anteriormente, necropolitizar el ciclo del génos en el que lejos de terminar en la regeneración, el trabajo de muerte es iterativo. Recordemos que el filósofo camerunés empleó el término necropolítica para describir el funcionamiento de la política en sistemas que no parecen funcionar más que en estado de emergencia, sistemas en donde no se potencia la vida, sino que, por el contrario, la política se vuelve un trabajo de muerte y en los que el poder (que no es necesariamente del Estado) produce excepción, urgencia y una noción ficticia del enemigo (Mbembe, 2011:21); de esta manera la soberanía se entiende como el derecho de matar. Es en este sentido que adoptamos la perspectiva necropolítica desde nuestro punto de vista ubicado geográficamente en México, como la captura y el sometimiento de la vida a partir de la muerte.

Ahora bien, para necropolitizar la inmunidad y el ciclo del génos consideramos necesario recurrir nuevamente al léxico biológico, específicamente a los procesos de muerte celular. Desde finales del siglo XIX muchos fisiólogos y patólogos se habían encontrado con células muertas cuyos núcleos presentaban una alta densidad de cromatina (pic-nosis) que indicaba un signo de muerte celular (Zamzami y Kroemer, 1999). Frente a ello se identificaron dos procesos de muerte celular programada: tanto la apoptosis como la necrosis dan cuenta de ello; sin embargo, mientras en la primera hay un proceso programado fisiológico de muerte (una especie de suicidio celular debido a la edad que no provoca ninguna inflamación), en la necrosis sí hay patrones patológicos irreversibles. Uno de estos procesos es la cariorrexis, caracterizada por cambios importantes en el núcleo que provocan su fragmentación y diseminación de la cromatina sobre el citoplasma, pero manteniendo la integridad de la membrana celular, de tal manera que le resulta ya imposible reproducir su ADN, pero queda confinada por su propia estructura.

No se habla únicamente de una muerte natural o programada (apoptosis), sino de un proceso degenerativo, inflamatorio provocado por algún tipo de lesión, infecciones, isquemias o desarrollo de enfermedades autoinmunes (senescencia) (Sosa, 2021). Se trata de un proceso de inmunización mediante la muerte celular. El caso de la cariorrexis es de nuestro particular interés porque describe la destrucción de la compartimentalización intracelular por medio del derramamiento cromático del núcleo sobre el citoplasma. Finalmente, es usual que cuando se presenta la cariorrexis, la semipermeabilidad de la membrana celular propia y de las células vecinas se vea modificada con la finalidad de confinar la muerte celular dentro de una cierta estructura vesicular conformada por las propias células vecinas (Zamzami y Kroemer, 1999). Por lo anterior sostenemos que la cariorrexis es un proceso que tiene particular potencia explicativa para operar una necropolitización de la biopolítica inmunitaria tal y como la piensa Roberto Esposito.

De forma análoga, identificamos que las múltiples necroprácticas implementadas en territorio mexicano no provienen necesaria o exclusivamente de las instancias estatales (quienes, en teoría, detentan el monopolio legítimo del ejercicio de la violencia -en otras palabras, se ubican en el núcleo del organismo-), se implementan en espacios públicos y privados por agentes varios (hombres y mujeres adultos, jóvenes, adolescentes e incluso niños). El estallamiento del monopolio de la violencia legítima y sus saberes ha diseminado y derramado de forma irregular esta sustancia necrótica sobre la superficie de lo social, fenómeno que sólo es posible porque ya nos encontrábamos en una fase de degeneración. El ciclo patogénico comienza y termina con la degeneración, implica un despliegue continuo de las necroprácticas por parte de los aparatos legítimos y clandestinos del Estado, así como de las estructuras paramilitarizadas e irregulares de la sociedad civil, una violencia multívoca, descentralizada y permanente.

Entre las múltiples necroprácticas que dan cuenta de lo anterior están: tortura, feminicidio, desaparición forzada, masacre, mutilación, destrucción de restos humanos, violencia sexual (como arma de guerra de baja intensidad), etc. Una característica más que la metáfora de la cariorrexis nos permite explorar es la naturaleza contenida en teatros de operaciones específicos de estas necroprácticas, a saber, la configuración de paisajes de muerte que dan pie a hablar de una geolocalización y confinamiento espacial de la necropolítica. Hablamos tanto de Estados poscoloniales y sus espacios soberanos que sirven como estructuras de contención espacial de conflictos internacionales, como de escenarios operativos de las necroprácticas: las fosas clandestinas, las casas de seguridad, los ranchos en zonas semirurales convertidos en campos de entrenamiento para ejércitos irregulares, el baldío de la periferia urbana que sirve de escenario para múltiples necroprácticas desde la masacre hasta la tortura, la cocina -a la sazón, el espacio semirural que sirve para la incineración de cuerpos resultantes de las masacres, que proliferan en los estados mexicanos de Tamaulipas, Sinaloa, Veracruz y Guerrero (Guillén, Torres y Turatti, 2018)- y las levas paramilitares y hasta un vehículo que puede ser utilizado para el levantón, o el secuestro express.

3. Estado poscolonial y múltiple inscripción soberana

Para dar cuenta del proceso de configuración del proceso de necropolitización de la inmunidad es preciso dar una serie de reflexiones acerca de la formación histórico-política del Estado poscolonial desde un punto de vista teórico general. Partimos de un axioma sobre la soberanía: allí donde la centralización del poder soberano permanece inacabada es posible la coexistencia de varias instancias que ejercen la función del poder excepcional -soberano-. A esto lo llamamos la múltiple inscripción soberana, que consiste en el devenir múltiple de la territorialización de los cuerpos consustancial a la capilarización del poder. La múltiple inscripción soberana es la esencia misma del estado poscolonial, su capacidad de encarnar algo que es sólo superficialmente contradictorio: una soberanía múltiple, dúctil, totalmente móvil y en proceso de devenir portátil.

Nuestro punto de partida se alinea con una tesis de Walter Benjamin (2001) retomada por Agamben: al interior del Estado anida una violencia que instaura un régimen espacio-temporal que atraviesa la vida desnuda de los individuos produciendo sujetos, territorios y prácticas. A esta violencia Benjamin la denomina violencia mítica y es aquella necesaria no sólo para el momento fundador del Estado, sino para su mantenimiento como estructura normativa y punitiva, como aparato que se reproduce objetiva y subjetivamente desde la necesidad de consolidación del orden. La tesis benjaminiana asume el lado oscuro del iusnaturalismo, la identidad entre derecho y poder, que no desaparece con la instauración del Estado, sino que es subsumida por una violencia inconmensurable. El derecho natural como derecho de ejercer violencia defensiva frente a cualquier amenaza se fortalece de forma potencialmente ilimitada en el momento en que se compone un cuerpo político, que puede reclamar para sí una violencia que es mayor que la suma de las violencias individuales disponibles para la defensa de dichos individuos.

El Estado soberano cuenta con el dispositivo militar para llevar a cabo sus funciones (Benjamin, 2001:29), es una maquinaria teleológica que, por lo tanto, es tan material como su capacidad de llevar a cabo sus objetivos inscritos desde su propia fundación. De esta manera asumimos que el Estado es completamente reducible a su forma mínima, la de ser un estado de fuerza, es decir, una capacidad instalada y disponible para el despliegue y operación de la violencia sobre un territorio y una vida a la que busca evacuar de toda significatividad individual: la nuda vida. Una vida desprovista de particularidades que consiste en la diferencia mínima con la muerte, el signo de un valor meramente diferencial: la zoe “ζωή” (Agamben, 2006), la “nuda vita” que son los cuerpos atravesados y reconstituidos por el poder.

Si esa es la función y operatividad de un Estado con el monopolio de la violencia ¿qué tipo de Estado es aquel en que la soberanía nunca se centralizó, sino que se mantiene su organicidad en un proceso de continua descomposición? ¿Qué puede ser un Estado donde la muerte captura la vida y ejerce su potencia nomopoiética para dar lugar a paisajes de muerte (deathscapes) donde la violencia es ilimitada? Un Estado así tiene como modelo soberano no sólo una stasis, guerra civil, permanente (Agamben, 2017), sino también una guerra colonial de ocupación. En otras palabras, no se instiga la rebelión para producir medidas extraordinarias que fortalezcan la capacidad represiva del Estado, sino que se produce y fomenta la multiplicación de instancias soberanas mediante una descentralización del poder de excepción y se asegura la dispersión de agentes paramilitares que coadyuvan con el Estado para inscribir dentro de soberanías múltiples a los territorios de ocupación. El territorio adquiere un carácter específico: el ser teatro de operaciones de múltiples agentes que reclaman soberanía y desatan la excepción. Esta soberanía, como cualquier poder, ejerce un proceso de subjetivación cuyo resultado son, en primer lugar, subjetividades endriagas producto del capitalismo gore (Valencia, 2010:84) y su formación política del estallido estatal.

Este paradigma de gobierno no es privativo del mundo contemporáneo sino que surge en el momento mismo en que las potencias coloniales producen las Compañías de Indias (Banerjee, 2008), organismos público-privados que configuran enclaves extractivistas y frecuentemente vinculados a tráfico de personas con fines de esclavitud, así como la implementación de estructuras de prisión-cautiverio en lo que se podría llamar el complejo plantacionario-esclavista y el complejo hacendario-encomendero, que constituyen los principales espacios de explotación y extracción coloniales presentes en América Latina; aunada a esa estructura física surgen las tecnologías de gestión de la población como la esclavitud y la encomienda, así como los sistemas de castas y los códigos que regulan dichas castas, como los códigos negros que proporcionan la base jurídico-política que legitima y reproduce el orden jerárquico de la Colonia.

Debido a esta coexistencia de instancias públicas y privadas se puede afirmar que éstas compiten o colaboran para la producción de una matriz múltiple de soberanía cuya intención no es la refuncionalización del tejido estatal o de la vitalidad de la sociedad como en el ciclo del génos de Esposito, sino la descomposición por sí misma como proceso continuo que adquiere profundidad en la medida en que la muerte impone su gramática a la propia vida, es decir, en el momento en que deviene puro necropoder. La iteración de la cariorrexis como mecanismo de autodestrucción controlada por el propio organismo político constituye un ciclo patogénico. Si un Estado organizado alrededor de una biopolítica busca el incremento de una vida abstracta e indiferenciada (Agamben, 2006), el espacio de múltiple inscripción soberana busca la proliferación de la muerte en los ejes sincrónico y diacrónico. Para ello se sirve de estrategias irregulares y de una guerra permanente, que le asegura una operatividad liminar (Mbembe, 2000), es decir, un continuo desplazar de la frontera y con ella de los umbrales de implementación de la violencia.

3.1 Soberanía no centralizada y precaria del Estado poscolonial

De acuerdo con Carl Schmitt (2005) el poder soberano se basa en una toma (Nahme) de tierra, es decir, en el reclamo primigenio de autoridad y decisión sobre lo que un territorio contiene. El soberano aparece como nomos. De ahí que todo ordenamiento (Ordnung) es un asentamiento (Ortung), una división espacial que le otorga su carácter al territorio, no ya como un vacío puro de poder, sino como una operación nomotética, y de cierta manera ctónica, es decir, vinculada al territorio mismo sobre el que se efectúa la toma soberana. El poder soberano no puede sino definirse a partir de su territorialización, su conversión del espacio en una magnitud nómica, es decir, jurídico-política. De acuerdo con Schmitt: “Nomos es la medida que distribuye y divide el suelo del mundo en una ordenacion determinada, y, en virtud de ello, representa la forma de la ordenacion politica, social y religiosa” (Schmitt, 2005:52). La operación de toma constituye una nomósfera, es decir, una esfera de acción donde la ley define y regula la vida y la muerte (Estévez, 2018:39).

Desde esta perspectiva la toma del mar operada por las potencias coloniales trasatlánticas constituye el momento propiamente talasocrático (Schmitt, 2007) de la soberanía. El devenir oceánico del poder soberano es la constitución de umbrales de operatividad del derecho y el poder, así como escenarios para el despliegue de una violencia ilimitada de acuerdo con una geografía diferencial de la implementación de los poderes imperiales. A este ordenamiento desde la perspectiva europea Schmitt lo llama el Jus Publicum Europaeum, que expresa la conciencia geopolítica de las grandes potencias imperiales con la intención de contener la guerra -el temido Behemoth schmitteano (Schmitt, 2008)- dentro de los confines de un marco jurídico que establecía umbrales al comportamiento bélico, es decir un ius in bello o unas rules of engagement que afirman una moralidad de la guerra (Walzer, 2001:69-88).

La espacialización del jus publicum europaeum es la división global en función de esferas autocontenidas de operatividad propiamente soberana. El statu quo territorial impide o permite la aplicación limitada o ilimitada de la violencia. Es así que el mundo se reparte por un lado, entre las potencias coloniales con soberanías consolidadas cuya integridad territorial sólo puede ser amenazada mediante una previa declaración de guerra -ius ad bellum-, y dentro de los parámetros de una guerra bien ordenada -ius in bello-; por otro lado, en las colonias donde opera un derecho de guerra permanente, se desencadena un perpetuo estado de excepción y el proceso de consolidación de la soberanía es precario, pues forma parte de la división territorial colonial que por definición busca desincentivar el control territorial total ahí donde los enclaves comerciales o productivos son más redituables. La geopolítica colonial podría resumirse como la producción de una nomósfera soberana legalista al interior de una bolsa excepcional, donde la invención y puesta en práctica de las tecnologías necropolíticas que constituyen las formas específicas en que la soberanía deviene múltiple y material.

A partir de esta espacialización del poder soberano podemos entender con mayor claridad la definición schmitteana de soberanía. Según Schmitt: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Schmitt, 2009:13). Esta definición localiza a la soberanía en el límite mismo de la teoría y la praxis estatales, el régimen onto-político de la excepción conduce a la soberanía hacia el núcleo de violencia en el orden de la vida y la muerte de los poderes extraordinarios. En la conjunción de momento nómico y el soberano se encuentra la realidad del poder estatal como categoría bio y necropolítica. El estado de excepción deviene norma (Agamben, 2007), pero siempre vinculado al espacio territorializado por la excepción. La toma de tierra que funda el orden colonial es un proceso que desata la guerra permanente, guerra de conquista y ocupación, que puede conducirse por medios de violencia ilimitada que incluyen tortura, mutilación, violencia sexual y la destrucción del universo simbólico prehispánico que conduce a la codigofagia o escenificación teatralizada de una identidad reconstruida desde los escombros de la propia dentro de las coordenadas de la cultura dominante (Echeverría, 2010:230).

3.2 El Estado poscolonial como estructura de contención

Como ya se mencionó líneas arriba, el largo proceso de descolonización trajo consigo una multiplicación soberana en virtud de la cual desencadenó y -en analogía con la acumulación originaria que se renueva constantemente para hacer funcionar al capital- continúa desencadenando el estado de excepción en la periferia global. Los estados poscoloniales y neocoloniales se construyeron como estructuras de contención, pero también como dispositivos bélicos de aproximación especialmente diseñados para dirimir y contener conflictos tal y como se observó con claridad durante la Guerra Fría. Su función era contener al rival por medio de la violencia, en otras palabras, librar una guerra más o menos secreta a través de una estructura clandestina a cargo de la implementación de la violencia extrema incluida en los despliegues tácticos contenidos en la estrategia de guerra (Schmitt, 2013). Contra cierta corriente de pensamiento militar que interpreta la Guerra Fría como una confrontación entre dos grandes máquinas de guerra, consideramos que ésta fue una guerra híbrida que combina tres conceptos liminares: la guerra civil, la guerra colonial y la guerra de ocupación, cuyo teatro de operaciones fue el mundo poscolonial. Esta guerra incluyó despliegues regulares e irregulares, operaciones encubiertas e implementación de dispositivos de aproximación. Como resultado, el Estado postcolonial fue y sigue siendo una estructura vacía cuyo papel es contener el conflicto en un doble sentido:

  • 1. Como delimitación geográfica que implica circunscribir un conflicto dentro de los márgenes estrictos de una soberanía nacional o, en otros casos, una región estratégicamente seleccionada, tanto de esa soberanía, como a nivel continental.

La política continental estadounidense sigue este primer modelo de configuración de los Estados poscoloniales. La contención del conflicto ideológico y político dentro de los espacios latinoamericanos son parte la operatividad hemisférica norteamericana y la configuración de espacios de seguridad a partir de la intensificación del conflicto. La región del triángulo norte centroamericano durante las guerras civiles desatadas a inicios de la década 1950 y recrudecida con las guerras civiles y conflictos internacionales de la década de 1980. Los Estados centroamericanos cumplían la función de circunscribir el conflicto en su región y evitar su derramamiento. Dichos conflictos, a su vez, fueron el semillero de instancias irregulares administradoras de violencia que van desde fuerzas especiales como los kaibiles guatemaltecos hasta pandilleros del MS-13 y Barrio 18 -cuyo origen se encuentra en las calles de Los Ángeles (Wolf, 2012)-. Estos actores administran la violencia aprendida en los conflictos armados en espacios que no libran una guerra abierta, sino clandestina, no reconocida, un despliegue táctico militar contenido que mantiene la apariencia de un trabajo policial.

La delimitación geográfica del conflicto también se manifiesta en el caso mexicano a partir de la guerra contra las drogas que impone una forma paramilitar de control territorial en las zonas tradicionalmente productoras de estupefacientes, que suelen bordear zonas con recursos estratégicos para su extracción. A nivel teórico esto significa que la cariorrexis de la soberanía implica su propia contención por las fronteras irregulares que marca un despliegue geopolítico. La bolsa de contención implica un doble movimiento de la frontera, por un lado, la frontera del Estado poscolonial deviene porosa para permitir el ingreso de instrumentos de guerra, pertrechos o armas de acuerdo con la lógica del tráfico legal o ilegal de las mismas, así como dejar salir recursos estratégicos que pueden ser extraídos en mitad del conflicto o como producto del trabajo de la violencia que imponen las fuerzas irregulares paramilitarizadas que pueden o no estar vinculadas al Estado. En este caso podríamos mencionar el caso de la cuenca de Burgos en Tamaulipas, donde los Zetas sustraen gas natural de los ductos de la paraestatal Pemex. El commodity se realiza en el mercado texano donde este grupo paramilitar logra venderlo a empresas gaseras norteamericanas (Godoy, 2019).

Por otro lado, las entidades soberanas que la rodean se vuelven impenetrables, gobiernan la frontera ejerciendo sobre ella un control endurecido sobre cualquier paso significativo (Mezzadra y Brett, 2017:209-214). Es frecuente pensar que el tipo de organizaciones paramilitares que acompañan a la función de contención del Estado poscolonial representan una amenaza estratégica para éste, como frecuentemente sucede con el Cártel Jalisco Nueva Generación (Jones, 2018), pero la realidad es que este tipo de grupos paramilitares cumplen una función suplementaria al orden estatal y son claves para la operatividad del necro-capitalismo (Banerjee, 2008) en su forma extractivista. No son agentes que desafíen al Estado, sino que hacen posible la extensión ilimitada de la lógica del orden más allá de los límites de la violencia legitimada por el ordenamiento político vigente.

  • 2. En tanto que desaceleración de un conflicto y, en la medida de lo posible, la prevención de la apertura de una guerra clandestina/encubierta, el Estado poscolonial lucha como un dispositivo de aproximación del Estado neocolonial.

Los mecanismos de contención migratoria exigidos al gobierno mexicano por parte del gobierno norteamericano ante el despoblamiento cada vez más acelerado del triángulo norte centroamericano son formas de librar una guerra encubierta. La continuidad de la guerra en el conflicto migratorio se observa con claridad en las palabras de la derecha conservadora estadounidense que trata la crisis migratoria como “invasión”, al punto que despliega su ejército. El papel que cumple México en el control migratorio hemisférico sigue dos trayectorias paralelas que permiten el confinamiento de la población migrante en el camino marcado por éstas. Por un lado, ejerce un trabajo de violencia institucionalizada mediante el Instituto Nacional de Inmigración, cuyas Estaciones Migratorias imponen un trato denigratorio y violento en contra de la población migrante, como es el caso de “Las Agujas” en la ciudad de México (CNDH, 2018). Por otro lado se encuentra la violencia de los grupos paramilitares del crimen organizado, que gestionan esa población mediante necroprácticas que exceden con creces la violencia de Estado y que incluyen: masacre, tortura física y/o psicológica, agresión sexual y mutilación.

Un caso ejemplar de este tipo es la masacre en San Fernando Tamaulipas, donde fueron asesinados 71 migrantes, en su mayoría de origen centroamericano. El control territorial ejercido en la frontera chica por el grupo paramilitar “Los Zetas” incluía el cobro de cuotas para el paso de los migrantes, de tal suerte que éstos debían pagar por cada persona que cruzara la frontera; al no realizar el pago el cruce sería imposible. Operativos del grupo paramilitar asesinaron a los migrantes, no sin antes exigirles dinero para liberarlos y ofrecerles incorporarse al grupo a cambio de un salario de 1,000 dólares quincenales. Aquellos que no aceptaron fueron ejecutados con un balazo por la espalda, en una bodega ubicada a escasos 100 kilómetros de la frontera norte mexicana (Pérez, 2015).

El nivel de violencia no implica necesariamente un escalamiento del conflicto; al contrario, es preciso su despliegue para desincentivar el cruce por rutas urbanas y para desplazar las rutas migratorias a caminos cada vez más inaccesibles y peligrosos que se convierten en paisajes de muerte: el desierto fronterizo deviene una necrópolis clandestina, el confín que inaugura el espacio para la violencia infinita y totalmente inmune. Un alto nivel de violencia puede ser la forma más eficaz para desescalar un conflicto, sobre todo aquellos donde la lógica paramilitar impone sus reglas de operación amplificando el campo de lo impolítico que no es aquel designado por el cruce entre “despolitización, teología, técnica y valor, nihilismo y apología” como en el caso de Esposito (2006:35), sino uno transitado por la despolitización, el trabajo de la muerte, la guerra permanente y la soberanía en perpetuo estallido, un impolítico de la muerte, mas no como aparece en la abstracción del pensamiento, sino en los cuerpos rotos y las subjetividades post apocalípticas a las que nos conduce la comunidad efectiva de la muerte.

3.3 Guerra asimétrica y el trabajo múltiple de la violencia

El concepto de guerra asimétrica surge en la ciencia militar con el influyente ensayo de Mack “Why big nations lose small wars: the politics of asymmetric conflict” que designa un conflicto armado entre un agente organizado, tecnológica y/o numéricamente superior a otra. La historia de las pequeñas guerras muestra que el agente considerado débil gana con mayor frecuencia que el fuerte. Frente al pasado imperialista en que la resistencia fue aplastada con cierta facilidad, después de 1950, las formaciones guerrilleras o partisanas han sido capaces de conducir guerras de atrición cuyo resultado es frecuentemente favorable para ellas debido a su flexibilidad táctica, adaptabilidad y eficiencia operativa. Dicha flexibilidad y adaptabilidad se hace evidente en la estrategia guerrillera clásica que busca invulnerabilidad partiendo del “mar del pueblo” para proteger al “pez guerrillero” ya sea en el anonimato urbano o en las montañas y bosques; sin embargo, es en el desgaste de la voluntad política del poder metropolitano que yace el éxito de cualquier resistencia antimperialista (Mack, 1975:177). Con lo que el teatro de guerra no queda confinado en el punto específico en que se aplica la fuerza de acuerdo con los imperativos estratégicos y la táctica elegida, sino que atraviesa todo el campo de lo político y penetra en lo social. Bajo el paradigma de la guerra de resistencia todo conflicto armado se convierte en una guerra de atrición que termina por erosionar la voluntad política de la potencia, con lo que no es preciso mostrar superioridad bélica, o lograr una victoria en el campo de batalla, pues sus límites se difuminan, la guerra adquiere una profundidad e intensidad inusitada en el momento en que deviene un conflicto irregular y asimétrico (Schmitt, 2013). La guerra asimétrica produce un efecto epistémico-militar: la contrainsurgencia. Las tácticas de la contrainsurgencia se dirigen hacia la resolución del problema central de la guerra asimétrica: doblegar la voluntad política de la insurgencia mediante la creación de un ambiente favorable a la contrainsurgencia (DA, 2014:12-11). El objetivo estratégico permite distintas aproximaciones, que dependen del contexto, la cultura, y el estadio relativo de la insurgencia. La estructuración de fuerzas contrainsurgentes ha sido un imperativo en la guerra asimétrica, clandestina y permanente que libra la formación imperial (Negri y Hardt, 2005). Los medios de la violencia contrainsurgente pueden variar en su intensidad de acuerdo con los objetivos estratégicos fundamentales que devienen operativos en todos los puntos de aplicación de fuerza. El surgimiento de las fuerzas paramilitares es el imperativo político del control territorial y la contención bélica que fue explorada en los apartados anteriores. Sus tácticas se centran en desincentivar la insurgencia, por lo que pueden hacer uso del terrorismo, la masacre, las ejecuciones, la tortura, la violencia sexual o la mutilación como armas que complementan con el entrenamiento militar y de sabotaje con el que cuentan. Estas mismas tácticas salen del Estado y de su estructura clandestina para entrar de lleno en la sociedad civil, cuando son parte del repertorio operativo del crimen organizado para llevar a cabo ejecuciones, torturas, desapariciones, destrucción de cuerpos y conducir una guerra irregular mediante tácticas terroristas que alcanzan a producir un nuevo género de video: el snuff paramilitar, donde las torturas, mutilaciones y ejecuciones producen una estética necropolítica donde los cuerpos aparecen como una verdadera noche del mundo (Nacht der Welt).

Un ejemplo reciente de las estrategias contrainsurgentes en México se puede rastrear al despliegue militar en contra de la insurrección armada del EZLN en Chiapas en 1994. La acción del Estado siguió múltiples líneas de acción de conformidad con un plan contrainsurgente, por un lado, la movilización de tropas regulares para la recuperación de los territorios ocupados durante la ofensiva zapatista; por otro lado, el despliegue de fuerzas especiales (GAFES) encargados de llevar a cabo las operaciones más peligrosas, así como los interrogatorios y el ataque a objetivos estratégicos. Finalmente, la formación de estructuras paramilitares clandestinas pero vinculadas con el ejército mexicano (Sedena, 1995:§553) cuyo papel fue la defensa de los cacicazgos locales, una defensa de los territorios privados que culminaría en la expansión de éstos mediante el desplazamiento interno de comunidades, aun cuando no estuviesen vinculadas al EZLN, en la continua guerra de baja intensidad que busca la destrucción de las bases de apoyo zapatistas (Galindo, 2015). Otro resultado de la paramilitarización fue el surgimiento de los Zetas, cuyo origen se puede rastrear con Arturo Guzmán Decena ex miembro de los gafes. Este operativo del ejército había recibido entrenamiento en explosivos y contrainsurgencia, se incorpora al Cartel del Golfo y se encarga de reclutar un ejército de fuerzas especiales para Osiel Cárdenas Guillén, quien se a la postre se encumbraría como jefe del cártel antes mencionado y fortalecería su posición gracias a los trabajos de violencia de su ejército privado (CNN México, 2011). Posteriormente, los Zetas independencia y hacen uso del entrenamiento recibido por parte de las fuerzas armadas estadounidenses e israelíes (Grayson y Logan, 2012:46) para ejecutar trabajos de violencia que constituyen el núcleo de su actividad financiera: ejecuciones, secuestros, desapariciones, mutilación y tortura llevada a cabo con técnicas provenientes de su entrenamiento como agentes del Estado. Así, el sadismo y la estética snuff paramilitar son herramientas que caracterizan este devenir múltiple de la violencia paramilitar privada según la lógica del espectáculo que no sólo está presente en el mercado -la esfera de la realización mercantil que atraviesa la producción y reproducción de lo social- sino en el biomercado de la muerte (Valencia, 2010), la esfera de circulación necropolítica propiamente dicha. La operatividad de los Zetas y otras contrainsurgencias paramilitares privadas mexicanas va en consonancia con lo que el Manual de guerra irregular de Sedena menciona al respecto, donde se habla de dividir y desorganizar al enemigo, incentivar su deserción, obtener el apoyo de población civil neutral, impedir el apoyo a grupos contrarios, (Sedena, 1995:§608), pero sobre todo mostrar mayor agresividad y tomar constantemente la iniciativa en la ejecución de la violencia (Sedena, 1995:§684-685). El pathos de ultraviolencia está contenido en la tarea del Estado, cuya finalidad de restablecimiento del orden pareciera contrastar con el trabajo múltiple de violencia de sus brazos paramilitares, sobre todo de aquellos vinculados con actividades criminales y de gobierno privado indirecto (Mbembe, 2011), pero no es sino la expresión de su continuidad, pues el Estado está más presente ahí donde es pura soberanía.

Conclusiones

El presente texto ha buscado pensar la gramática de la muerte no como un exceso o una excrecencia de la vida, o el destino excesivo del biopoder, sino como el punto de origen, el presente tal y como aparece al pensar teórico. En otras palabras, nuestro punto de partida geo-epistemológico nos obliga a colocar al necropoder como el estado de cosas originario, sobre el que se elabora una política de lo no-muerto, es decir, la biopolítica resulta ser el exceso de la necropolítica. Frente a esta realidad, se hace necesaria la radicalización del pensamiento de Espósito acerca del bios y la inmunidad. Es por ello que postulamos un lado B del ciclo del génos -el ciclo patogénico-, que en Esposito funciona como recurso para explicar el acontecer sucesivo de prácticas de afirmación de la vida por parte del Estado gubernamentalizado y orientado biopolíticamente. El ciclo patogénico, por su parte, postula el acontecer sucesivo -e iterativo- de afirmación de la muerte y captura de la vida por parte de la gramática necropolítica. A diferencia de la organicidad inmunitaria que resulta de la afirmación de la vida del pueblo en el ciclo del génos, en el ciclo patogénico surge una organicidad en la descomposición, donde la vida es un subproducto excesivo de la muerte, un insumo que permite la iteración del ciclo. Es preciso y pertinente continuar esta línea de investigación, en la medida en que pensar el gobierno de lo vivo como insumo para la reproducción del necropoder arroja nueva luz a la compleja relación entre βιος y Θάνατος como ejes alrededor de los que gira lo político en sí.

Asimismo, hemos buscado reflexionar acerca de dos dimensiones productivas del necropoder. Por un lado, una que podríamos llamar topo-poética que consiste en su capacidad para producir espacios y paisajes donde la muerte impone su gramática a la vida. El caso de México nos permite encontrar campamentos de entrenamiento paramilitar en forma de ranchos abandonados en zonas semirurales dispersas por todo el país, así como, cocinas que son espacios designados para la destrucción de cuerpos, fosas clandestinas, entre otros que se presentan como producto de la topología dinámica y en devenir de la necrópolis mexicana. Por otro lado, la dimensión necro-poética, que designa las formas particulares en que el trabajo de muerte deviene operativo y es implementado en el teatro de operaciones de la necropolítica. En este caso encontramos la producción de una gramática de la tortura, mutilación y ejecución como los fundamentos de una estética snuff paramilitar, algunos ejemplos que hemos recopilado en esta investigación son la destrucción de los cuerpos mediante el uso de explosivos, el canibalismo como arma de guerra psicológica, así como la mutilación y eviceración del enemigo como forma intensiva de guerra irregular. Es preciso tomar en cuenta que la difusión de estos trabajos de muerte en redes sociales y medios digitales forma parte de la estética inmanente al despliegue táctico del necropoder de la contrainsurgencia paramilitar del narcotráfico mexicano; asimismo marca la trayectoria del devenir-imagen, devenir-digital del necropoder que merece un estudio en sí mismo, en tanto que hacen posible una nueva percepción -en el sentido de αίσθησης (aisthesis)- del todo sometida a la gramma de la muerte.

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Recibido: 15 de Mayo de 2022; Aprobado: 30 de Marzo de 2023; Publicado: 25 de Agosto de 2023

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