Introducción
Uno de los proyectos teóricos más influyentes para la sociología crítica contemporánea es, sin duda, el desarrollado por Pierre Bourdieu. Buscando superar los límites presentes en el estructuralismo y en lo que él denomina “subjetivismo”, Bourdieu propone una sociología relacional que cuestiona explícitamente la tematización de la identidad personal que se ha hecho al interior de la cultura moderna y cuyos rasgos han sido ampliamente investigados por Norbert Elias y Charles Taylor (Corcuff, 1999).
En directa oposición a la filosofía de la conciencia, Bourdieu propone- para comprender la unicidad de la persona- el concepto de habitus, el cual presupone una “antropología del primado de un cuerpo humano no reflexivo” (Corcuff, 2011, p. 206), según la cual el agente, inmerso en la práctica, conoce el mundo sin la necesidad de una conciencia.
Esta manera de comprender la acción humana y su relación con la estructura social ha sido objeto de un importante debate dentro de la sociología, buscando reposicionar a la reflexividad tanto en la formación de la identidad personal como en la estructuración del orden social (Archer, 2010). Por un lado, dentro de la sociología crítica de tradición bourdieusiana, se ha buscado demostrar cómo el concepto de habitus incorpora (o podría incorporar) la dimensión reflexiva de la acción humana; por otro lado, tanto el pragmatismo francés como el realismo crítico británico han destacado los límites del pensamiento de Bourdieu para teorizar sobre la reflexividad, especialmente para identificar sus aspectos “fuertes”, es decir, la capacidad de los individuos para pensarse a sí mismos, más allá de lo que Bourdieu (2003) denomina “reflexión práctica”.
Ahora bien, dentro de este debate, ampliamente difundido dentro de las principales revistas anglófonas de teoría social, suele no considerarse a la sociología crítica de tradición neohegeliana, pese a los importantes avances que ha realizado para comprender la relación entre reflexividad, formación de identidad y cambio social.
En el presente artículo, quisiéramos llenar este vacío, estableciendo un puente entre estas dos tradiciones, utilizando, para ello, el “reflexive re-turn”, que destaca Archer (2010) a propósito de la teoría sociológica, como eje para la reconstrucción de un proyecto de sociología crítica contemporáneo que se haga cargo tanto de la descripción como de la denuncia de la dominación (Boltanski, 2009), así como también de la fundamentación de un “interés emancipador” presente en la reproducción histórica del orden social, preocupación que está a la base del proyecto de teoría crítica neohegeliano (Habermas, 1984).
La hipótesis que orientará nuestro artículo es que, aun cuando, dentro de la recepción crítica de la obra de Bourdieu, se reconozca la importancia que tiene el concepto de reflexividad para pensar las controversias cotidianas que enfrentan los individuos, esto no logra explicar de manera satisfactoria las dinámicas de cambio social que estructuran a las sociedades modernas. Para ello, es necesario establecer un vínculo fuerte entre el concepto de identidad y los procesos de transformación social a partir de la categoría de reconocimiento, tal cual como ha sido teorizada en el trabajo de Axel Honneth.
Para desarrollar esta hipótesis, en primer lugar, reconstruiremos parte del debate franco-británico a propósito de la recepción crítica del programa desarrollado por Pierre Bourdieu, identificando las posibilidades y límites que éste tiene para teorizar el fenómeno de la reflexividad; en segundo lugar, desarrollaremos las principales críticas que Axel Honneth realiza a la sociología crítica de Bourdieu y a la sociología pragmática de la crítica, junto con identificar los principales elementos de su teoría del reconocimiento, la cual representa el esfuerzo de renovación más importante del programa de crítica social asociado a la Escuela de Frankfurt.
Teoría del habitus y reflexividad
Desde sus inicios, la obra de Bourdieu se enfocó en superar los límites del pensamiento estructuralista, en la medida que, desde su perspectiva, éste reducía el comportamiento humano a la simple ejecución de ciertas reglas que operaban a nivel inconsciente en los individuos (Bourdieu, 2012). De esta forma, dentro del pensamiento estructuralista, la categoría de inconsciente funcionaría como un operador mecánico de finalidad, desconociendo el principio mediante el cual se generan las prácticas. Así, la acción sería reducida a un fenómeno marginal en la explicación del orden social.
Con el fin de reconocer el rol de los agentes en la (re)producción del orden social, Bourdieu incorpora el concepto de habitus, el cual supone que “los individuos tienen un conocimiento práctico del mundo e invierten este conocimiento práctico en sus actividades ordinarias” (Wacquant, 1992, p. 18). El habitus reemplaza, de esta forma, al concepto de inconsciente como principio generador de las prácticas, lo cual no implica necesariamente una concesión teórica a lo que el mismo autor llama subjetivismo: si tanto el objetivismo como el subjetivismo son necesarios en el análisis de las prácticas, “la prioridad epistemológica recae en la ruptura objetivista en relación a la comprensión subjetivista” (Wacquant, 1992, pp. 19-20).
Esta prioridad otorgada a la ruptura objetivista le permite a Bourdieu criticar “la razón escolástica”, según la cual la reflexión podría operar de forma autónoma respecto a los condicionamientos sociales que, según la teoría del habitus, harían posible la práctica reflexiva misma. De esta manera, siguiendo a Pascal, Bourdieu (2003) nos recuerda cómo los seres humanos no somos solamente espíritu (esprit), sino también autómatas, en referencia a los condicionamientos que operan a nivel del cuerpo.
Esta interpretación de la práctica, que otorga una primacía epistemológica al cuerpo por sobre la conciencia- entendiendo al primero como resultado de la incorporación de las estructuras objetivas- no le impide a Bourdieu teorizar sobre el lugar que tiene la reflexividad en el comportamiento humano, aun cuando ésta no pueda ser entendida, desde este enfoque, como un “retorno sobre sí mismo”, característico del pensamiento moderno. La reflexividad, para Bourdieu, tiene dos sentidos: por un lado, refiere a una forma de “reflexión práctica” (2003, p. 234) que emerge especialmente en situaciones de crisis profundas en las cuales el habitus, por su inercia característica, deja de anticipar y proporcionar las respuestas que, en condiciones normales, operan de manera pre-reflexiva; y, por otro lado, se entiende como una empresa colectiva, propia del trabajo científico, que supone identificar los condicionamientos sociales de la práctica científica, la cual se autodescribe usualmente como una práctica desinteresada, es decir, sin mayores compromisos con el mundo social.
Respecto al primer sentido del concepto reflexividad, los comentadores contemporáneos han identificado una oportunidad para rescatar a Bourdieu de las críticas que sociólogas como Margaret Archer (2007) han hecho a su obra, señalando que la teoría del habitus impediría pensar la reflexividad. Al contrario, Decoteau (2016) destaca cómo el concepto de habitus incorpora tanto la reflexividad como el cambio social. La reflexividad surgiría a partir de la existencia de problemas horizontales entre posiciones de campo- lo cual supone la participación del agente en distintos campos- o problemas verticales, resultado de la estructuración temporal del habitus. Esto último se podría observar en su teoría de la histéresis, en la cual “el cambio no se produce debido a la creatividad del agente, sino a la naturaleza cambiante de las dinámicas del campo, las cuales no pueden ser manejadas por los sujetos” (p.306). La reflexividad surgiría así como resultado de la incapacidad del agente de seguir operando de acuerdo al ajuste anticipado que el habitus le proporcionaba en condiciones normales.
En el mismo sentido, Mauger (2009) se pregunta por las condiciones sociales de posibilidad del conocimiento consciente, señalando que el ajuste prerreflexivo, propio de la teoría del habitus, se presentaría con mayor frecuencia en los dos polos de la estructura social, mientras que, las posiciones intermedias (clases medias o pequeña burguesía) estarían constantemente expuestas “a cuestionamientos, crisis y, por ello, a una suspensión del sentido práctico” (2009, p. 69). En ambos casos, la reflexividad no emergería desde dentro, sino por cambios externos que limitan la capacidad de ajuste de los individuos.
Asimismo, el tipo de reflexividad que emerge en estas situaciones, el mismo Bourdieu advierte, “no tiene nada que ver con aquella del pensador escolástico” (2003, p. 233), sino más bien con la del artista o el deportista: “las improvisaciones del pianista o las figuras supuestamente libres del gimnasta no van nunca sin una cierta presencia del espíritu (esprit), como se dice, una cierta forma de pensamiento o incluso de reflexión práctica, reflexión en situación y acción que es necesaria para evaluar, sobre el campo mismo, la acción o el gesto realizado” (Bourdieu, 2003, p. 234).
En una posición más crítica de la obra de Bourdieu, se encuentran los comentarios de Leslie McCall (1992) y Bernard Lahire (2017). Para la primera, desde una perspectiva interseccional, Bourdieu construiría una concepción masculina de la estructura social, centrada en la esfera pública de la vida económica y cultural. Esto se vería reflejado tanto en el concepto de campo que, a su juicio, corresponde a las actividades profesionales, como en el concepto de habitus, donde se destacan sus aspectos públicos e inconscientes.
Para McCall, la experiencia de las mujeres, especialmente en el mundo laboral, no supone un ajuste prerreflexivo, como sostiene la teoría del habitus, al estar sometidas a múltiples formas de opresión, tanto en la esfera productiva como en la reproductiva: “una auto-conciencia es adquirida al aventurarse en campos dominados por hombres, al tomar una disposición de género que no encaja, especialmente cuando se considera el espacio social completo como un único campo de dominación masculina” (McCall, 1992, p. 849). Con esto, McCall, aun cuando no abandona la teoría del habitus1, tensiona uno de sus principios constitutivos, el cual supone un ajuste prerreflexivo entre el agente y el campo en el cual se desenvuelve.
A diferencia de la teoría de la histéresis, esto no ocurriría en situaciones de crisis profundas, sino en la experiencia cotidiana de las mujeres -tal como en el caso de las clases medias destacado por Mauger (2009)- la cual, al no encajar en un mundo dominado por hombres, generaría una forma de reflexividad distinta a la señalada por Bourdieu, caracterizada por la auto-conciencia.
Para Lahire (2017), por su parte, su crítica se dirige, primero, a la concepción de unicidad que se encuentra detrás de la teoría del habitus. Para este autor, en las sociedades contemporáneas, caracterizadas por una fuerte diferenciación social, la idea de un habitus homogéneo que permita unificar las distintas prácticas individuales aparecería como algo extemporáneo. En oposición a esto, Lahire plantea la existencia de un actor plural, en el cual se incorporan, a través de procesos de socialización heterogéneos, distintos esquemas de acción que se organizan de acuerdo a los diversos contextos en los cuales se desenvuelven los individuos. Además, el concepto de habitus, como venimos señalando, supone un privilegio de la acción inconsciente por sobre la consciente. Para Lahire, esto descuida los aspectos conscientes, incluso de la práctica de deportes o del manejo de instrumentos que Bourdieu usualmente da como ejemplos del sentido práctico.
Aun cuando, dentro del campo sociológico, se oponga la obra de Lahire a la teoría del habitus, lo cierto es que, al igual que McCall, se mantiene el lenguaje disposicional que orienta la sociología crítica de Bourdieu (Corcuff, 1999). En ambos casos, se integra el concepto de reflexividad, pero de forma débil, es decir, como la capacidad de los agentes de reflexionar sobre su práctica, más que como la capacidad de pensarse a sí mismos y, a partir de este ejercicio, criticar el orden social. Este límite de las críticas aquí presentadas al primer sentido del concepto de reflexividad en la sociología crítica de Bourdieu proviene justamente de los presupuestos antropológicos y epistemológicos de la teoría del habitus que ya hemos señalado, a saber: el primado antropológico del cuerpo y la ruptura objetivista.
El segundo sentido que le da Bourdieu al concepto de reflexividad se asocia a su proyecto de “sociología reflexiva” y se refiere, por una parte, a identificar los límites del pensamiento sociológico a partir de un análisis del campo científico; y, por otra parte, a una disposición que el sociólogo debe elaborar para desarrollar un proyecto científico autónomo (Vásquez, 2006). Esta idea de reflexividad, por tanto, consiste en una empresa colectiva orientada a identificar las condiciones sociales que hacen posible la objetivación científica.
Esta concepción de la reflexividad, presente en la sociología de Bourdieu desde los años ochenta, ha sido ampliamente criticada tanto por la sociología pragmática de la crítica (Boltanski, 2009) como por el realismo crítico (Archer, 2010). En ambos casos, se cuestiona el reconocimiento que Bourdieu hace de la capacidad reflexiva del sociólogo, en contraste con el carácter inconsciente del comportamiento de los agentes ordinarios. Esta asimetría entre el oficio del sociólogo y la práctica cotidiana de los agentes se debería a que la sociología crítica de Bourdieu se concentra en el análisis de las propiedades disposicionales de los actores, más que en las situaciones en las que se encuentran inmersos. De esta forma, aun cuando el proyecto teórico de Bourdieu se sostenga en un enfoque relacional tanto de las posiciones como las disposiciones, no analiza las consecuencias que tienen dichas relaciones sobre los sujetos. En la medida que el habitus permite una anticipación, un ajuste prerreflexivo del agente a la situación, la sociología de Bourdieu se detiene muy poco en el análisis de las relaciones (Corcuff, 1999; Lemieux, 2012).
Al contrario, inspirados por el pragmatismo estadounidense, tanto la sociología pragmática como el realismo crítico, identifican dos tipos de situaciones en las cuales emerge la reflexividad: en primer lugar, cuando el curso regular de la vida cotidiana se enfrenta a “momentos críticos”, es decir, momentos en los cuales la coordinación de la acción que, en condiciones normales, opera de forma pre-reflexiva, falla (Boltanski y Thévenot, 1991); y, en segundo lugar, cuando el “Yo” está en desacuerdo con las pautas de acción habituales (Archer, 2010). En ambos momentos, se detonaría la capacidad crítica de los individuos, descrita como una “conversación interior” (Archer, 2014), en el caso de Archer, o como un imperativo de justificación en el caso de Boltanski y Thévenot (1991).
Aun cuando en ambos proyectos se rescate una concepción fuerte de reflexividad, diferente a la reflexividad práctica que identifican Lahire o el mismo Bourdieu en “Meditaciones Pascalianas”, en la propuesta teórica de Archer no es claro cómo este reconocimiento se conecta con el proyecto de sociología crítica que inspira desde sus inicios al trabajo de Bourdieu. Por el contrario, en la sociología pragmática de Boltanski se observa un esfuerzo explícito por vincular la capacidad reflexiva de los individuos ordinarios con la posibilidad de transformar el orden social.
Para ello, se posiciona en un lugar intermedio respecto a la sociología crítica de Bourdieu: por una parte, identifica un registro cotidiano de la crítica, centrado en el análisis de las controversias prácticas que la situación le impone a los individuos, (dimensión no reconocida en el proyecto de Bourdieu); y , por otra parte, un registro metacrítico, caracterizado por su alta reflexividad, crítica y disentimiento (dimensión que orienta el programa de sociología crítica desarrollado por Bourdieu).
Ahora bien, a diferencia de Bourdieu, cuyo proyecto se caracteriza por el deseo de desenmascarar la dominación, invisible a los ojos de los agentes ordinarios, “el rol de la sociología, para Boltanski, no es revelar la dominación a las masas dóciles (…) sino, a la inversa, demostrar que las contradicciones y, con ellas, la posibilidad de crítica, son inmanentes a la vida social (Telling, 2016, p. 154). De esta forma, la sociología pragmática de la crítica buscaría proporcionar un marco más amplio en el cual los propios actores puedan situar sus disputas ordinarias.
En síntesis, en consonancia con el “reflexive re-turn” que destaca Archer (2010), la teoría sociológica contemporánea busca identificar las posibilidades y límites que ofrece la teoría del habitus para pensar la relación entre reflexividad y cambio social. Respecto al concepto de “reflexión práctica” que el mismo Bourdieu menciona, tiene el problema, desde nuestra perspectiva, que, al mantener el primado antropológico del cuerpo y la primacía epistemológica de la ruptura objetivista, no logra identificar los aspectos “fuertes” de la reflexividad, los cuales se vinculan a la pregunta por la identidad. En relación al segundo sentido del concepto de reflexividad, pese a que se busca explícitamente conectar la capacidad reflexiva de los individuos con los procesos de cambio social, tiene el problema, como veremos, que presenta a los conflictos morales como simples negociaciones, disolviendo la normatividad social que estructura a las sociedades modernas (Honneth, 2010) y, sin la cual, no es posible fundamentar el interés emancipador que orienta a los procesos de transformación social.
Teoría del reconocimiento y reflexividad
Para el sociólogo Axel Honneth, una teoría de la sociedad contemporánea basada en una reinterpretación de la categoría hegeliana de “reconocimiento” (Anerkennung) estaría en condiciones de abordar los objetivos característicos de la tradición crítica de la Escuela de Frankfurt, a saber, someter a examen crítico la sociedad capitalista mediante el diagnóstico de sus principales “patologías” (Honneth, 2007), identificando en la reproducción histórica de dicho orden, al mismo tiempo, una dimensión de “trascendencia inmanente” - o un “interés emancipador”- que apunte hacia la posibilidad de su transformación (Honneth, 2017).2
Aun cuando la motivación más directa del giro propuesto por Honneth hacia la categoría de “reconocimiento” se encuentra, sin duda, en los problemas de fundamentación que tal “interés emancipador” encontró en las distintas generaciones de la Teoría Crítica -desde los trabajos primeros de Horkheimer y Adorno hasta la teoría comunicativa de Habermas (Honneth, 1989)-, no resulta desacertado interpretar su propuesta también en el marco más amplio del “reflexive re-turn” de la teoría social contemporánea. Esto puede justificarse, por ejemplo, si se consideran algunas objeciones que Honneth formula en este sentido a la sociología crítica de Bourdieu, así como su esfuerzo por dar cuenta de las capacidades reflexivas que poseen los individuos en virtud de su formación como tales en el marco de relaciones de reconocimiento social.
En relación con Bourdieu, Honneth destaca en primer lugar importantes contribuciones de su obra para las tareas contemporáneas de la crítica social. Incluye aquí, en especial, la ampliación del ángulo desde el cual debiese proceder un diagnóstico crítico de las injusticias en las sociedades capitalistas contemporáneas. En efecto, Bourdieu no solo habría ampliado el punto de vista de la crítica hacia las dimensiones simbólicas y culturales de la desigualdad, sino además buscado comprender a ésta también en sus manifestaciones más cotidianas, ahí donde sus formas de expresión quedan situadas “más allá del umbral perceptivo de la esfera pública política” (Honneth, 2003a, p. 140).
Como consecuencia, Bourdieu habría prestado especial atención a las dimensiones extraeconómicas de las luchas sociales, situando en el primer plano de su análisis a “las luchas simbólicas” que emprenden los grupos en torno a las pautas culturales de prestigio (Honneth, 1994, p. 206). Ambos aspectos, como no es difícil advertir, guardan relevancia para la propia propuesta de Honneth enfocada en comprender las situaciones de injusticia en términos de experiencias de “menosprecio” (Mißachtung) social, así como su influencia en el surgimiento de conflictos sociales posibles de ser interpretados como “luchas por el reconocimiento”.
No obstante estas contribuciones, Honneth advierte de igual manera algunas dificultades importantes en la propuesta crítica de Bourdieu, asociadas sobre todo con el grado de reflexividad que supone los actores. Un primer problema en este sentido es descrito por Honneth en términos de una comprensión “reduccionista” de la acción social que estaría a la base del concepto de habitus. A su juicio, desde este concepto, “Bourdieu ha interpretado los modelos de comportamiento de los grupos sociales de manera estricta desde el punto de vista funcionalista de la adaptación cultural a las situaciones de clase”, sin lograr advertir “todas aquellas tareas de formación de la identidad colectiva que, desde la perspectiva de la historia cultural reciente, determinan la cultura cotidiana” (Honneth, 1999, p. 192).3
Una segunda dificultad, derivada de manera directa de la anterior, correspondería a una suerte de “utilitarismo” presente en la descripción que realiza Bourdieu de las luchas sociales. En este caso, debido a su modelo de acción social, su propuesta no estaría en condiciones de comprender la lógica específica de las luchas en torno a significados morales, resultando éstas más bien equiparadas a la “lógica de las luchas distributivas” guiadas por el objetivo de una maximización de los capitales que poseen los distintos grupos sociales. Con ello, en suma, Bourdieu caería en una comprensión reduccionista al suponer que “el reconocimiento de un estilo de vida y sus valores se adquieren por la misma vía que los bienes económicos” (Honneth 1999, p. 202).
De igual manera, Honneth considera que el giro propuesto por la “sociología pragmática de la crítica” de Boltanski y Thévenot, orientado precisamente a rescatar la reflexividad cotidiana de los actores, presentaría también falencias importantes. A su juicio, la idea de que los actores realizan de manera constante denuncias o demandas invocando a principios normativos, no debiese ser equiparada con la imagen de una mera “negociación” de los criterios morales que poseerían validez en la vida social. Esto en la medida que dichos criterios no representan, según Honneth, simplemente convicciones de valor a libre disposición de los actores, sino más bien se encarnan en “prácticas habitualizadas”, dando forma a una “segunda naturaleza” de lo social, por lo cual el “orden de justificación” de una sociedad poseería una mayor “capacidad de persistencia” (Beharrungsvermögen) que aquel que supone la idea de una cotidiana “negociación de conflictos morales” (Honneth 2010, p. 153).
En definitiva, Honneth considera que la sociología pragmática de la crítica, si bien resuelve algunas de las falencias de la sociología crítica de Bourdieu, lo hace al precio de disolver la normatividad social en nombre de los puntos de vista morales que movilizan los actores en su vida cotidiana.4 Por el contrario, la teoría social contemporánea debiese apuntar a reconstruir la “gramática moral” constitutiva de las sociedades modernas como punto de referencia de la crítica social (Honneth, 1994).5 En el marco de este propósito general, es posible identificar que Honneth ha elaborado dos modelos analíticos que dan cuenta de las capacidades reflexivas de los individuos desde la perspectiva de su teoría del reconocimiento. Un primer modelo se basa en la teoría de la socialización de George H. Mead. En efecto, Honneth cree encontrar en la psicología social de Mead un conjunto de claves analíticas que permitirían actualizar la tesis filosófica de Hegel acerca del significado del reconocimiento tanto para la formación de la identidad personal como para la integración y desarrollo histórico del orden social (Honneth, 1994).
En primer lugar, las categorías con que Mead describe el proceso de formación de la persona permiten destacar la génesis social de la conciencia individual. El rol atribuido sobre todo a la dimensión del “mí”, en tanto expresión de las distintas expectativas normativas a través de las cuales el individuo se interpreta a sí mismo, permitiría describir a la socialización como un proceso de formación ante todo moral: la articulación de la identidad personal queda asociada “a la interiorización de las normas de acción que resultan de la generalización de las expectativas de comportamiento de todos los miembros de la sociedad” (Honneth, 1994, p. 125).
Para Mead, en definitiva, los individuos forman su identidad personal mediante su integración moral a la sociedad, toda vez que su conciencia de ser “personas” solo puede surgir en relación con las perspectivas de “otros” significantes. Es este proceso de integración moral, por tanto, el que hace posible la acción con sentido social, pues con ello el individuo “conquista la capacidad abstracta de poder participar en las interacciones normativamente reguladas de su entorno” (Honneth, 1994, p. 125).
Ahora bien, considerando su propósito de actualización de la teoría crítica, para Honneth es especialmente relevante que, junto con describir la capacidad de acción como el resultado de la integración normativa a la sociedad, Mead pondría en evidencia en su argumento al mismo tiempo las potencialidades de transformación del orden que dicho proceso conlleva. En efecto, con la internalización de las normas sociales, los individuos no solo adquieren conciencia de los deberes que deben cumplir, sino además de aquellas pretensiones o exigencias que de manera legítima -en tanto miembros socialmente reconocidos- pueden plantear a su comunidad. Es aquí, entonces, donde Honneth encuentra una clave en el pensamiento de Mead que permitiría entender la dimensión moral de la identidad personal como la base motivacional que explica el constante surgimiento de las “luchas por el reconocimiento” que determinan la transformación del orden social.
En el argumento de Mead, este vínculo entre identidad personal y transformación social se explicaría en la medida que las exigencias individualizadoras del “yo” tienden de manera constante a desbordar las pautas normativas ya establecidas de la vida social, expresando así un conflicto moral permanente entre el individuo y su entorno social. En breve, Mead arribaría por esta vía a una tesis finalmente coincidente con la visión filosófica de Hegel: las dinámicas de cambio del orden social pueden ser explicadas a partir del (constantemente renovado) conflicto moral entre distintas pretensiones de reconocimiento de la identidad personal y las normas socialmente vigentes.
Más allá del argumento mismo de Mead, Honneth utiliza entonces esta clave analítica para comprender la base motivacional de las distintas “luchas por el reconocimiento” que determinan las dinámicas de transformación del orden social. Los sentimientos -humillación, ofensa, vergüenza- que acompañan de manera típica el padecimiento de una “experiencia de injusticia” (Renault, 2019) poseerían un “contenido cognitivo”, pues en ellos se expresa la vulneración de expectativas normativas de reconocimiento adquiridas por los individuos como parte de su identidad a través de la socialización (Honneth, 1994).
En La lucha por el reconocimiento, Honneth sugiere además complementar esta explicación a través de un recurso a la psicología de Dewey, en especial con el objetivo de comprender el proceso que va del padecimiento de experiencias de menosprecio al surgimiento de reivindicaciones por reconocimiento. A su juicio, toda vez que, desde Dewey, este tipo de sentimientos morales negativos pueden comprenderse como “perturbaciones” que surgen ante la imposibilidad de realizar los proyectos de acción, los individuos experimentan en este caso una suerte de tensión motivacional que solo puede encontrar respuesta mediante un nuevo impulso al actuar: “Toda reacción negativa de sentimiento que penetre con la experiencia de un menosprecio de las pretensiones de reconocimiento contiene en sí de nuevo la posibilidad que al sujeto concernido se le manifieste la injusticia que se le hace y se convierta en motivo de resistencia política” (Honneth, 1994, p. 224).
Este primer modelo explicativo de la relación entre identidad personal y cambio social es, sin embargo, abandonado por Honneth en sus escritos posteriores. El principal motivo radica en que, a su juicio, al explicar las dinámicas de transformación a partir de las tensiones intrapsíquicas desencadenadas por el “yo”, Mead no consideraría de manera adecuada el significado de la normatividad para la vida social. Por el contrario, al igual que otras posiciones en la teoría social (Honneth, 2017), Mead ubicaría con ello el potencial de transformación en una dimensión extra-social (natural o antropológica) como aquella representada por las exigencias de individualización del “yo”. En reemplazo de este primer modelo, es posible advertir una comprensión de la identidad personal que enfatiza elementos del psicoanálisis relacional de Donald Winnicott para destacar el valor de la normatividad social (Honneth, 2010).6
En efecto, a partir de su teoría, sería posible comprender no solo el carácter social de la individuación, sino además destacar las dimensiones normativas de este proceso a partir de una lectura basada en la categoría de “reconocimiento” (Honneth, 2010). Esto en la medida que, según Winnicott, la formación de la identidad personal tiene lugar a través de una internalización de las relaciones afectivas primarias - expresivas para Honneth (2011) del principio de reconocimiento del “amor”- que hace surgir aquella seguridad psíquica o “capacidad de estar solo” (Winnicott) sin la cual no es posible el desarrollo progresivo de la autonomía individual frente a un entorno vivido primeramente de manera simbiótica.
Esta comprensión de la identidad personal se diferencia del modelo anterior, en primer lugar, por el hecho de atribuir un especial significado a las interacciones afectivas primarias, muchas de las cuales se expresan en formas corporales o gestuales no necesariamente lingüísticas (Honneth, 2010). A pesar de este carácter primario, sin embargo, Honneth destaca que estas prácticas afectivas poseen igualmente un núcleo normativo, pues en ellas el individuo no solo es considerado como un par de interacción, sino que al mismo tiempo se reconocen en él sus capacidades morales en tanto ser individualizado y autónomo.7 De esta manera, la formación de la identidad personal sería no solo un proceso intersubjetivo basado en la afectividad, sino al mismo tiempo mediado por la normatividad social, pues los individuos entablan relaciones que tienen “una forma social tipificada” y, por esa vía, internalizan la “estructura específica de las relaciones de interacción social” (Honneth, 2010, p.258).
Este nuevo modelo explicativo de la relación entre identidad personal y orden social permite tres consecuencias relevantes para la crítica social desde la perspectiva de Honneth. En primer lugar, más allá de su significado para la socialización primaria, Honneth considera que estas prácticas afectivas, si bien muchas veces descuidadas por la teoría social, constituyen una dimensión muy relevante de la vida social, manifiesta por ejemplo en ámbitos como la familia o la amistad (Honneth, 2011). Mediante ellas -las prácticas de reconocimiento basadas en el “amor”- los individuos pueden articular de manera libre sus propias necesidades o deseos, lo cual constituye una dimensión tan indispensable de su autonomía individual como aquellas vinculadas al reconocimiento de derechos o a la valoración de sus contribuciones a la vida social.
Desde aquí es posible, en segundo lugar, reformular el problema de la reflexividad cotidiana de los actores. La idea de autonomía individual supondría, en rigor, no solo una capacidad de llevar adelante los propios planes de vida, sino además una dimensión de “libertad interna” asociada a la capacidad del individuo de entablar una suerte de diálogo consigo mismo para articular y expresar de manera coherente “las múltiples voces de las más distintas relaciones de interacción” que dan forma a su identidad personal (Honneth, 2003b, p. 160). Esta reflexividad supone entonces que los individuos, en la medida que son seres socializados en el horizonte moral propio de las sociedades modernas, articulan en su identidad distintas pretensiones de reconocimiento. Esto no quiere decir, sin embargo, que estos principios de reconocimiento de la sociedad moderna operen de manera homogénea para el conjunto de culturas o grupos sociales, pues “siempre se necesita una praxis interpretativa secundaria antes de que pueda entrar en vigencia dentro del mundo de la vida social” (Honneth, 1994, p. 205).
Y es, por último, esta misma capacidad de interpretación de los principios de reconocimiento lo que permite explicar las dinámicas de cambio social. Por una parte, los individuos no solo pueden plantear reivindicaciones al ser excluidos del ámbito de validez de algún principio de reconocimiento, sino además pueden formular demandas cuando consideran que algunas dimensiones no están adecuadamente cubiertas en la forma concreta en que tal principio se materializa (Honneth, 2003a). Las luchas sociales surgen así a partir de la capacidad que poseen los individuos de someter a crítica y revisar la validez de los principios de reconocimiento que dan forma a la vida social. Con ello, en suma, el potencial de transformación del orden puede ser asociado por Honneth ya no con dinámicas antropológicas o impulsos psíquicos, sino con la normatividad social y la reflexividad característica de los actores socializados en este contexto histórico-moral (Honneth, 2014).
Conclusiones
La sociología crítica de Pierre Bourdieu posee, hasta el presente, una amplia resonancia en la teoría sociológica. Parte importante de esta influencia puede acreditarse en el hecho de que distintas corrientes teóricas contemporáneas se entienden como un diálogo crítico con la obra bourdieusiana, en especial a propósito de las posibilidades y límites que ésta evidenciaría en relación con el problema de la reflexividad. De esta manera, como intentamos aquí reconstruir, el denominado “reflexive re-turn” (Archer, 2010) de la teoría sociológica contemporánea abarca distintos esfuerzos orientados a reposicionar el significado de la reflexividad tanto en la formación de la identidad personal como en la estructuración del orden social.
Estos esfuerzos, habitualmente examinados en la literatura contemporánea en el marco de los debates de la sociología anglosajona y francesa, parecen, sin embargo, encontrar, a su vez, dificultades importantes al momento de intentar pensar de manera conjunta el problema de la reflexividad cotidiana con las dinámicas que estructuran a las sociedades modernas. En breve, tal como hemos intentado argumentar, en ellos muchas veces la explicación acerca de la reflexividad individual y las controversias cotidianas de los actores parece quedar despojada de una dimensión igualmente relevante para el propósito de una sociología crítica: lograr explicar los procesos de estructuración y las dinámicas de cambio del orden social.
Un camino de salida a esta dificultad puede encontrarse, así hemos buscado argumentar, en la teoría del reconocimiento de Axel Honneth. En efecto, el proyecto teórico de Honneth, enfocado en renovar aquella otra tradición de crítica social asociada a la Escuela de Frankfurt, también puede ser leído desde la óptica de buscar resituar el significado de la reflexividad cotidiana en su relación con el problema del cambio social.
De esta manera, tal como intentamos mostrar, en la obra de Honneth es posible encontrar distintos modelos explicativos acerca de la relación entre identidad personal y cambio social, siempre a partir de un supuesto neohegeliano según el cual, en virtud de su afirmación en el horizonte normativo de relaciones de reconocimiento social, la autonomía de los individuos supone ciertas capacidades reflexivas. Este potencial de reflexividad se expresaría no solo en su capacidad de llevar adelante sus propios planes de vida, sino además constituiría el soporte individual de las dinámicas de conflicto y, por ende, se encontraría a la base del surgimiento de las distintas “luchas por el reconocimiento” que permiten explicar la transformación del orden social.
Ahora bien, lejos de clausurar con esta postura los debates aquí esbozados, es relevante mencionar, por último, también algunas interrogantes que se han planteado en la literatura contemporánea, sobre todo a propósito del grado en que la propuesta de Honneth lograría de manera efectiva cumplir con los fines de una sociología crítica. Se incluyen aquí, por ejemplo, ciertas dificultades que su teoría del reconocimiento enfrentaría al momento de ofrecer una explicación más detallada sobre los mecanismos o procesos que convierten las experiencias de menosprecio y sus contenidos morales en luchas políticas. En este sentido, un diálogo de su propuesta con una sociología pragmática especialmente atenta a descifrar los mecanismos de la conflictividad cotidiana, podría resultar muy fecundo para la crítica social (Celikates, 2018; Basaure, 2011).
Otro ámbito de consideraciones críticas alude al lugar que asumiría en la teoría de Honneth el problema del poder y la dominación (van den Brink y Owen, 2007). En este caso, se ha sostenido por ejemplo que el énfasis que Honneth ha puesto en la integración normativa - asumiendo su teoría de manera progresiva, desde la Crítica del poder (1989) a El derecho de la libertad (2011), sobre todo la forma de una interrogación acerca del significado ético de las instituciones sociales- llevaría a un segundo plano el problema de la dominación social (Renault, 2019), ante lo cual se ha sugerido incluso la importancia de volver a conectar con la sociología crítica de Bourdieu (McNay, 2008). No obstante, frente a estas objeciones, también se ha subrayado que sería en la propia propuesta teoría del reconocimiento de Honneth y en la filosofía de Hegel, donde se pueden encontrar ciertas claves analíticas relevantes para articular una comprensión más robusta del problema de la dominación, sin que ello implique necesariamente descuidar el significado de las luchas cotidianas de los actores como punto de referencia del “interés emancipador” que anima a la crítica social (Sembler, 2020).
En definitiva, en el conjunto de estos debates, es posible volver apreciar el especial significado que hoy alcanza el problema de la reflexividad en la teoría social, en especial a propósito de los modos de comprender la relación entre identidad y cambio social en el marco de una sociología crítica contemporánea.