Introducción
México constituye un escenario donde convergen diversas manifestaciones de las dinámicas de movilidad humana. Cada año, miles de migrantes provenientes de países centroamericanos, especialmente El Salvador, Guatemala y Honduras entran al país de forma indocumentada e intentan cruzarlo para llegar a los Estados Unidos. Aunque es imposible conocer la magnitud exacta de este desplazamiento dada la intención de los migrantes de pasar desapercibidos, así como la multiplicidad de rutas y métodos de tránsito utilizados, solamente en el 2019 fueron detenidas y presentadas ante la autoridad migratoria mexicana 161 647 personas centroamericanas en condición de irregularidad migratoria (Secretaría de Gobernación, 2019). Por otra parte, las solicitudes de refugio han crecido de forma exponencial en los últimos años, cerrando con un máximo histórico en el 2018 de 17 116, de las cuales 12 381 provienen de América Central (Unidad de Política Migratoria y Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, 2018). La suma precariedad de los espacios de tránsito y la violencia a la cual se ven enfrentadas estas personas han sido denunciadas ampliamente por diversas organizaciones y activistas a favor de los migrantes (Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes, 2015). Secuestros masivos, extorsiones, accidentes, robos, etc., son solo algunas de las posibilidades que han marcado la experiencia migratoria de este colectivo.
A la par, durante la última década se extendió y consolidó una red densa y compleja de organizaciones de distinto tipo que ofrece servicios y protege a los migrantes centroamericanos indocumentados en su viaje por México (Lí, 2020). Esfuerzos coordinados y acciones dispersas o desconectadas entre sí produjeron una cartografía paralela a los mapas oficiales, que se despliega por casi todo el territorio mexicano y representa una de las redes solidarias más importantes del país (Olayo, 2014; Olayo, Haymes y Vidal, 2014; Solano, 2017; Squire, 2013).
Este conjunto plural de lugares y organizaciones, de posturas religiosas y políticas, de formas de atención y defensa de los migrantes constituye un actor central en la regulación de los flujos migratorios, en su gestión humanitaria y en su configuración política y mediática. De acuerdo a la revisión histórica realizada por Olayo (2014), su crecimiento paulatino estuvo íntimamente vinculado a las modificaciones en las dinámicas migratorias. En un primer momento, se localizaron fundamentalmente en la frontera norte de México. Posteriormente proliferaron en la frontera sur y, finalmente, se extendieron a lo largo del corredor migratorio abarcando también el centro del país. Para el 2013, el autor registraba 63 organizaciones religiosas y no religiosas y seis centros de derechos humanos. En el directorio elaborado por la Organización Internacional para las Migraciones (2018) se contabilizan ya: 113, lo que representa un aumento de 79% en 5 años.
Un elemento relevante para aprehender el universo cultural de las prácticas solidarias es la producción de identidades que tienen el potencial de posibilitar o inhibir la acción. Desde esta perspectiva, el dar de comer o alojar, brindar atención médica, asesoría legal o espiritual a los migrantes centroamericanos son hechos que sintetizan relaciones plenas de significaciones entre quienes dan y quienes reciben. En esta investigación nos enfocamos en un terreno de disputa no solo conceptual, sino también práctico, en cuyo centro se delinea la figura del migrante: ¿quiénes son estas personas? ¿cuáles son sus historias y/o peticiones? Las respuestas proporcionadas por los propios actores solidarios a dichas interrogantes nos permiten identificar modos de subjetivación particulares, los cuales serán entendidos como figuras discursivas que adquieren suficiente consistencia por un efecto de generalización en las narrativas de los sujetos involucrados en las prácticas solidarias.
Perspectiva teórico-analítica
Una perspectiva histórica sobre la solidaridad confronta necesariamente lo que Liisa Malkki (1996) llamó la deshistorización de los refugiados y migrantes que, bajo el amparo de un discurso humanitario universalista, borra los procesos históricos que marcan los flujos migratorios (en sus diversas manifestaciones) y también les resta agencia y capacidad políticas (McNevin, 2013).
En el contexto mexicano, el proceso de consolidación de una densa red de solidaridad que asiste a las personas migrantes, desde nuestra perspectiva, forma parte de la expansión del humanitarismo a escala global, tal como lo describe Michael Barnett, el cual experimenta un auge significativo a partir de los años ochenta del siglo XX (2005, p. 723). Si, como sostiene Barnett, en las últimas décadas el humanitarismo se ha politizado e institucionalizado, en el caso que investigamos sus expresiones institucionales y discursivas han experimentado procesos diversos e incluso disímiles.
Parte de las organizaciones recurren a un discurso de derechos humanos, que hoy es el más importante y poderoso dentro del campo de la migración, en consonancia con organismos internacionales, instituciones académicas y redes de activismo; dichas organizaciones hablan en nombre de una ética universal (Calhoun, 2008, p. 74). Otro segmento, sustenta su acción en un discurso religioso, que enfatiza las prácticas solidarias como modos de transformación espiritual de las relaciones sociales injustas y de los individuos involucrados en ellas. Sin embargo, también existe un conjunto de prácticas y formas de significar la solidaridad localizada en espacios cotidianos, no institucionalizados, sustentada por personas que se encuentran diariamente con los migrantes en las localidades por donde ellos transitan (Parrini y Alquisiras, 2019). Si bien dichas prácticas son las menos visibles en términos políticos y mediáticos, son las más antiguas y han sido autónomas, en muchos sentidos, de las institucionalizadas.
Las articulaciones institucionales, prácticas y discursivas de la solidaridad con el colectivo de migrantes centroamericanos, antes mencionadas, dan origen a figuras discursivas que tratan de condensar los sentidos políticos, religiosos y comunitarios que se elaboran en torno a ellos. En este artículo distinguimos tres: el migrante como forastero, prójimo o víctima. En la primera figura, la persona migrante es considerada como una forastera, sin atributos políticos o sociales particulares. Priman los procesos de identificación y vinculación afectiva entre los sujetos que permiten encontrar puntos de reconocimiento mutuo. El grado de abstracción de esta figura es menor que en el resto y sus rasgos son singulares, dado que emergen en la interacción personal, cara a cara. En la figura del prójimo se condensan significaciones provenientes del ámbito religioso. Es el discurso que predomina en las prácticas solidarias de albergues y casas del migrante operadas por la Iglesia católica en México. Sus prácticas solidarias son concebidas como una misión pastoral y la persona migrante es significada como sujeto de asistencia que representa la imagen de Cristo. Por su parte, la figura de la víctima se elabora, fundamentalmente, a partir de los discursos humanitarios y de derechos humanos. Las acciones solidarias cumplen una función reparadora y estratégica, inscrita en un horizonte de demandas políticas y sociales referido al estatus de los(as) migrantes en México y sus países de origen. La experiencia de la migración es descrita a través de lenguajes especializados y técnicos, como los de la psicología o el derecho.
Aunque cada figura corresponde a un espacio social singular, en su conjunto permiten avizorar cómo la razón humanitaria (Fassin, 2016) logró una hegemonía discursiva en el campo de la migración centroamericana en México. Dicha razón orienta las iniciativas para gestionar poblaciones o individuos frente a condiciones de inequidad, contextos de violencia y experiencias de sufrimiento. Entendido así, el humanitarismo interviene en momentos en que la vida no puede ser garantizada y se encuentra a merced de aquellos que tienen poder sobre ella; por lo tanto, sus esfuerzos constituyen una política de la vida precaria. En este mismo sentido, abarca todo un conjunto de procedimientos establecidos y acciones realizadas para administrar, regular y apoyar la existencia de los seres humanos, lo cual incluye la participación del Estado pero también la rebasa (Ticktin, 2011).
En este trabajo apuntamos a la necesidad de contextualizar las prácticas de humanización, así nombradas por Vicki Squire (2015), con miras a comprender cómo ellas se encuentran incorporadas, en diferentes grados, a otras prácticas consuetudinarias de ayuda. La razón humanitaria no es la única que opera en el campo que investigamos, aunque tenga un claro dominio, y los análisis que proponemos permiten distinguir diversas manifestaciones de compasión, caridad, solidaridad, que representan una inversión de las relaciones problemáticas de desigualdad en determinados momentos o contextos. Los contornos de estas formas de interpretar y representar a los migrantes son también los modos en que se produce una comprensión colectiva, tanto política como mediática, del fenómeno migratorio.
Apuntes metodológicos
Presentamos parte de los resultados de una investigación cualitativa1, de corte etnográfico, que exploró las prácticas solidarias con el colectivo de personas migrantes desde la perspectiva de quienes las realizaban y de quienes eran sus beneficiarios. A lo largo de 15 meses, entre los años 2015 y 2016, investigamos las prácticas solidarias a través de observaciones participantes y entrevistas a profundidad con diversos actores involucrados, en espacios institucionales o formales, albergues, parroquias, comedores; así como en el contexto de acciones de buena voluntad de familias y/o comunidades que, de forma informal y espontánea, se han dedicado a ayudar al colectivo migrante. En 9 estados de México registramos un total de 116 entrevistas: 58 a migrantes, 10 a habitantes de localidades que realizan acciones solidarias, 10 con actores clave, como funcionarios y activistas vinculados al tema, y 38 con voluntarios de las organizaciones de la Iglesia Católica y sociedad civil que atienden a migrantes.
Del material generado, en este artículo trabajamos con las entrevistas y observaciones participantes realizadas entre los actores solidarios, en suma: 58 entrevistas. Este corte analítico nos permitirá asir solo un fragmento del universo de sentidos y actos que se despliegan en las acciones solidarias.2 Articulamos el análisis con la reconstrucción de tres casos que hemos considerado paradigmáticos, ya que en cada uno vemos con mayor nitidez una u otra figura discursiva referida al sujeto migrante.
Dada la movilidad propia del fenómeno estudiado y su ubicación en espacios diversos y heterogéneos, utilizamos una perspectiva multi-local que implicó atender la “circulación de significados objetos e identidades en un espacio social difuso” (Marcus, 2001, p. 111). Dicha estrategia metodológica expande las posibilidades de comprensión in situ de la etnografía tradicional -caracterizada por ser intensiva y estar delimitada a un territorio específico- al reconocer la complejidad de la realidad contemporánea: móvil, cambiante y globalizada. Esto significó un desplazamiento de la investigación en términos geográficos, dentro y fuera de los espacios solidarios institucionales en varios puntos estratégicos de la ruta migratoria, para explorar la forma en que habilitan y dan sostén a quienes viajan. Acorde a los principios de la descripción etnográfica señalados por Clifford Geertz (1987) partimos del análisis de microprácticas para dar cuenta de hechos sociales más amplios, reconociendo las tramas densas de significación -sus lazos y alcances- que subyacen en el discurso social.
El migrante “forastero”
Asentada en San José Guerrero, Puebla, una pequeña comunidad de 592 habitantes, la familia Carreño no dispone de habitaciones o instalaciones específicas para albergar a los viajeros y los recibe en el patio de su casa, donde es común verlos descansar sobre el pasto. Madre e hija brindan comida y alojamiento a los migrantes centroamericanos que pasan por su hogar, ubicado a un costado de las vías del tren. Los alimentos que les proveen se reparten sin distinciones y se sirven en el comedor del hogar. Las anécdotas sobre su labor solidaria aparecen mezcladas con sus propias circunstancias de vida, no hay distinción aparente entre la vida personal y las prácticas de ayuda:
(Lo primero que quisiera que me platicaran es cuándo empezaron su labor) ¡Qué nos vamos a acordar!, ya tiene rato. Mi mamá tiene un promedio de 77 años, entonces ella comenzó a radicar aquí. Ella se casó con un hombre de San Antonio Soledad. Allá se sufre de pastura y por eso ella se vino a vivir aquí al paso del tren (Luz, sujeto solidario, comunidad de San José Guerrero, estado de Puebla; noviembre de 2015).
Si bien en estos casos, las prácticas solidarias dependen de la ubicación geográfica, no pueden explicarse sólo por la localización; muchas personas que viven cerca de las rutas de los migrantes centroamericanos no son solidarias. Los procesos migratorios transformaron algunos hogares en un punto de sus rutas; el tren cambió de función y los antiguos pasajeros se transformaron en otros que viajan colgados de los vagones. Dar de comer es una práctica social consuetudinaria, migrar quizás también; pero usar trenes que transportan mercancías como medio de transporte es relativamente reciente. Asentadas en tradiciones culturales de hospitalidad, estas mujeres reciben a los migrantes como podrían acoger otro tipo de viajeros. Así, una disposición a ayudar al extraño se intercepta con las transformaciones, de corto y mediano plazo, de los flujos de migrantes centroamericanos por México. Ante la pregunta sobre los motivos de sus acciones solidarias ellas explican:
…algunos dicen que por compromiso o por lástima. No. Aquí no, aquí lo hacemos porque sentimos el corazón noble para invitarle, sea hondureño o sea del pueblo: “ven, vamos a hacernos un taquito de lo que Dios nos socorra”. Ya es costumbre que tenemos. (Juana, sujeto solidario, comunidad de San José Guerrero, estado de Puebla; noviembre de 2015).
La imagen que tienen de los(as) migrantes se delinea a partir de la interacción singular con cada persona que toca a su puerta, que alimentan o resguardan. En este contexto, el migrante no es una figura abstracta o distante, sino un sujeto inserto en una anécdota particular. Por otra parte, la apertura y confianza en el vínculo con el otro es un elemento que caracteriza la relación con el forastero3. El sujeto forastero no es necesariamente un sujeto atemorizante, inferior o peligroso, sino una figura que será definida en la misma experiencia del vínculo:
Nosotras no hemos sido desconfiadas. Nosotras les dejamos así abierto (refiriéndose a la puerta de su casa). Es la voluntad del Señor. Hasta ahora no ha pasado nada. Aquí los discriminan. Dicen: “Ayyy, el día que les pase algo”, o sea que nos roben o algo, pero esperamos en Dios que no. ¡Ya tantos años! (Juana, sujeto solidario, comunidad de San José, Guerrero, estado de Puebla).
Si bien estas mujeres no elaboran un discurso político sobre las injusticias cometidas hacia los(as) migrantes, asumen que una característica general de sus experiencias es la exposición a diferentes situaciones que ponen en riesgo su integridad física o moral. Muchas de las personas les han relatado anécdotas sobre asaltos y extorsiones o llegan con un evidente deterioro corporal y anímico. Los juicios que ellas elaboran se basan en principios morales básicos, a partir de los cuales reconocen el daño hecho.
Cuando la familia Carreño invita a los y las migrantes comparte sus propios alimentos, les ofrece lo que tiene en igualdad de condiciones. Las prácticas solidarias no están motivadas por el estatus migratorio o legal del sujeto forastero, sino por las necesidades que experimentan durante su viaje: sed, hambre, frío o dolor:
Ellos no me van a dejar mentir, por medio de la plática que les estoy dando a usted, no me van a dejar mentir “que yo como una cosa y ellos otra”, no, nosotros comemos todos parejos. La necesidad nos hace comer a todos iguales. (Luz, sujeto solidario, comunidad de San José Guerrero, estado de Puebla).
Los procesos identificatorios son centrales en estas prácticas solidarias porque permiten encontrar elementos en común con el otro que se socorre y que, la mayoría de las veces, es un completo desconocido; al identificarse con el otro también logran conocerlo. La identificación, escribe Philippe Descola, corresponde a un mecanismo elemental: “por el cual establezco diferencias y semejanzas entre mí mismo y los existentes infiriendo analogías de apariencia, comportamiento y propiedades entre eso que pienso que soy y eso que pienso que son los otros” (Descola, 2012, p. 86). En este sentido, la identificación es una forma de producir un mapa de coordenadas comprensibles y compartibles entre quienes acogen y quienes llegan, entre quienes dan y quienes piden. El don es una práctica social muy compleja que organiza una gramática para los vínculos sociales (Abduca, 2007; Godelier, 1998; Mauss, 2012; Testart, 2013); la identificación es un lenguaje que ayuda a que sujetos desconocidos se entiendan o se relacionen.
Al explorar con mayor profundidad las motivaciones de los actos solidarios encontramos que el proceso identificatorio no ocurre solo en sentido unilateral, sino que puede desplazarse hacia un tercero. Estas mujeres no solo comparten su humanidad con los viajeros, también identifican similitudes entre ellos y otros sujetos, a veces ausentes, con los que sostienen vínculos afectivos. Para Juana, el recuerdo de sus hijas e hijos en Estados Unidos es el principal motivo para ayudar a los centroamericanos:
Les damos a los que pasan lo que tenemos. Yo, gracias a Dios, aunque sea frijolitos no me faltan, pero sabrá Dios mis hijas. Porque allá como ganan, sufren (Juana, sujeto solidario, comunidad de San José Guerrero, estado de Puebla; noviembre de 2015).
Sentir hambre, sed o dolor, son experiencias de las cuales nadie puede considerarse exento. En este sentido, ellas se identifican con lo que vive el migrante, no con lo que es. De igual manera, imaginan una situación de gran precariedad, donde ni siquiera el alimento puede ser asegurado, que pondría en una posición parecida a los migrantes y sus parientes que se encuentran en el “otro lado”.4 Por su parte, Luz, la única hija soltera que ha permanecido al cuidado de su madre, encuentra una explicación para no haber tenido hijos a través de la presencia de los y las migrantes que recibe y cuida. El trato entre ella y los forasteros es maternal, les da de comer, un lugar cálido para pasar la noche, les da consejos.
En su breve texto sobre la hospitalidad, Jaques Derrida (2008) apunta la imposibilidad de establecer con precisión o rigurosidad los umbrales o fronteras de esta práctica social. Tratar como igual lo diferente, invitar a pasar a quienes son ajenos a la familia, la comunidad o el orden político, tal como lo hacen las Carreño, no conlleva la suspensión total de la diferencia: las personas no dejan de ser migrantes al momento de sentarse a la mesa, tampoco se materializan como los hijos deseados o ausentes. Para Derrida es importante la distinción entre aquel que puede ser admitido en una comunidad, o una familia, bajo ciertas condiciones y un otro radicalmente diferente que no puede serlo, “que se relega a un afuera absoluto y salvaje, bárbaro, precultural y prejurídico, por fuera y más allá de la familia, de la comunidad, de la ciudad, de la nación o del Estado” (Derrida, 2008, p. 75), ya que le permite al autor diferenciar entre una hospitalidad incondicional, absoluta e irrestricta y otra regulada por el derecho o el deber. La hospitalidad absoluta, dice el filósofo, “exige que yo abra mi casa y que dé no solo al extranjero sino al otro absoluto, desconocido, anónimo, y que le dé lugar, lo deje venir, lo deje llegar” (Derrida, 2008, p. 31). Esa hospitalidad no solicita reciprocidad y tampoco pide un nombre; en esa medida, no supone “la entrada en un pacto”.
En la interacción cotidiana de los sujetos, en contraste con la hospitalidad incondicional, las normas y los límites requieren un pacto de reciprocidad que permita concretar y hacer factible, en un espacio y tiempo social determinado, el acto hospitalario: dar lo que tengo, dar a quien lo necesita, dar sin sacrificar mi posibilidad de supervivencia, dar algo que puede ser aprovechado o apreciado. Sin embargo, lo que Derrida denomina “las leyes condicionales de la hospitalidad”, dejarían de ser tales “si no estuvieran guiadas, inspiradas, aspiradas, e incluso requeridas, por la ley de la hospitalidad incondicional” (2008, p. 83). En el contexto donde la familia Carreño realiza sus prácticas solidarias los rasgos de la hospitalidad irrestricta están representados en la intención de tratar al diferente como un igual, invitarle -“sea del pueblo o sea hondureño”- un taquito o lo que “Dios socorra”, sin embargo, este vínculo está condicionado por los procesos de identificación que sitúan y restringen la figura del forastero. La figura que se delinea no es el otro “absoluto, desconocido, anónimo”, sino un otro que comparte experiencias, lenguajes y formas de vinculación.
Las prácticas solidarias de la familia Carreño se limitan al ámbito comunitario y se sostienen con los recursos que movilizan entre familiares y vecinos. Se da lo que se tiene y, en esa medida, las necesidades de las personas migrantes son moldeadas por las prácticas. No reciben más que el alimento y el cobijo que ellas pueden darles, pero tampoco menos. El alivio que les proveen es inmediato y provisional; solo en ocasiones excepcionales han canalizado a los migrantes con otros actores locales -Cruz Roja y el centro de salud local- que pueden brindarles ayuda especializada. La reciprocidad que se espera en estas prácticas no es material sino moral. En este sentido, el agradecimiento corresponde a una forma de devolver lo que se ha ofrecido:
Todos son agradecidos, sí, se van contentos y hasta nos dicen que llegando allá nos van a enviar dinero. Solo uno lo hizo, que envió para la fiesta del pueblo, otro anotó la dirección mal y no nos llegó nada. Pero sí nos dejan unas palabras, nos dicen “que Dios la bendiga madre”, y esa es nuestra recompensa. (Juana, sujeto solidario, comunidad de San José Guerrero, estado de Puebla; noviembre de 2015)
Si bien en un principio la gratuidad y desinterés fueron rasgos destacados para caracterizar las prácticas solidarias, más adelante se reconocieron otras formas de relación con las personas migrantes. En esta comunidad poblana, como en muchas otras, son contratados para realizar diversas actividades por las que reciben un pago, a veces también comida y alojamiento, pero encontramos que la omisión de este tipo de información es frecuente en las narrativas de las acciones solidarias, tanto las informales como en las institucionalizadas.
El migrante “prójimo”
Se ha denominado corredor de hospitalidad al conjunto de iniciativas, inspiradas en la fe cristiana, que atiende a los migrantes en las diversas etapas de la migración: origen, tránsito, destino y retorno (Olayo, Haymes, y Vidal, 2014).5 La mayoría de ellas se realizan bajo el cobijo de la Iglesia católica, en parroquias, comedores o albergues, pero también pueden realizarlas sujetos con fuertes convicciones religiosas, incluso, dentro de organizaciones de la sociedad civil.
El informe de actividades de la Dimensión Pastoral de Movilidad Humana, para el periodo comprendido entre los años 2006 y 2012, contabilizaba 50 refugios, 10 comedores populares y tres centros de atención a migrantes6 (Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana, 2012).
Ejemplo de las obras pastorales es el Hogar del Migrante de San Luis Potosí. La inauguración oficial de este lugar, el 17 de noviembre de 2012, permitió a los migrantes acceder a un espacio creado ex profeso para su atención, que incluye: atención médica, jurídica, psicológica, alimentación, alojamiento y vinculación laboral, entre otros servicios. Ubicado a las orillas del tren en una colonia céntrica de la capital del estado, tiene una capacidad de hasta 250 personas, aunque con frecuencia se ve rebasada. Bajo la encomienda de realizar acciones de caridad, los trabajadores otorgan a la figura del migrante cualidades abstractas que no se presentan en el caso analizado anteriormente:
Nosotros somos católicos. La iglesia, en este caso, es católica. Nosotros vemos al migrante como si fuera Cristo. En realidad al que le estamos dando de comer, al que le estamos dando, a lo mejor; que se bañe, que le estamos dando atención médica es a Cristo-migrante. (Octavio, responsable del Hogar del Migrante de San Luis Potosí, estado de San Luis Potosí; agosto de 2015).
Las cualidades singulares del sujeto migrante son sintetizadas en la imagen de Cristo, lo que también marca un distanciamiento en los procesos identificatorios que analizamos antes. Si para Luz, miembro de la familia Carreño, los migrantes eran sus hijos, en el caso de estos actores el migrante es la manifestación de Jesucristo. Bajo esta forma de identificación, las experiencias de las personas migrantes se concretan en un molde que las recoge, posibilitando así que la acción de asistencia se pueda llevar a cabo.
Para la mayoría de los trabajadores entrevistados en San Luis Potosí, la práctica cotidiana es lo que les ha permitido vincularse de forma más cercana con estos sujetos y configurar una imagen más detallada y compleja de sus características, así como de las reacciones sociales en torno a ellos:
Son personas maravillosas, el hecho de que a lo mejor no tengan estudios o que vengan de un lugar diferente al de nosotros no quiere decir que sean personas malas. Te voy a ser honesto, yo he conocido personas maravillosas, en ocasiones que he estado triste me han ayudado. En México hay gente buena y gente mala y en Centroamérica también, hay gente buena y mala. A veces lamentablemente la gente mala pone en mal a la gente buena. Entonces, por eso les han negado servicios y la gente se crea en su mente “que los hondureños son asaltantes o quién sabe qué” (Octavio,7 responsable del Hogar del Migrante de San Luis Potosí, estado de San Luis Potosí; agosto de 2015).
En el fragmento anterior se traza un orden moral que se traspone a las nacionalidades. La distinción entre buenos y malos migrantes es central en la configuración de las identidades y los vínculos en los distintos espacios y actores que investigamos. Octavio distingue una categoría de la otra y aprecia una homogeneización en las narrativas que los describen a partir solo de los comportamientos negativos (el robo, por ejemplo). Hablar del migrante como Cristo lo dota de las características positivas de esta figura y, en alguna medida, lo protege mediante una sacralización de su estatus precario. En la vida cotidiana, las personas migrantes adquieren rasgos singulares que se confrontan con las generalizaciones prejuiciosas. Pero, de todos modos, es necesario localizarlos del lado del bien, ya sea como Cristo o como buen migrante.
Los retos diarios de atención al colectivo migrante, especialmente en aquellos lugares que tienen una infraestructura más sofisticada, como es el caso de San Luis Potosí, implican una serie de tensiones entre los rasgos atribuidos al prójimo y las conductas cotidianas de las personas migrantes que podrían contradecirlos. Esa tensión se resuelve mediante una exclusión discursiva de los conflictivos y una reivindicación de los buenos migrantes.
En realidad trabajo pesado o difícil no es. Porque en realidad los muchachos son buenas personas, verdad, como en todas partes de todo hay, pero la mayoría te digo, llegan bien cansados, llegan doloridos, entonces llegan bien tranquilos. De repente no falta alguien que brinque, que trate de exigir, pero es parte de la misma presión que traen. Lo mismo que les afloran de repente, traen muchos problemas reprimidos y entonces cuando tienen la oportunidad de soltar pues lo sueltan. Pero es muy raro, es muy raro que haya ese tipo de reacción de los muchachos.” (Joaquín,8 voluntario del Hogar del Migrante de San Luis Potosí, estado de San Luis Potosí; agosto de 2015).
La ingratitud interrumpe la reciprocidad que organiza estas relaciones y que se exhibe mediante formas de agradecimiento. La ingratitud se expresa en las malas conductas que las personas migrantes pueden tener dentro del albergue o en una postura de “exigencia” frente a la ayuda recibida. Exigir asistencia pareciera una acción culturalmente sancionada, que cuestiona la diferencia jerárquica entre quien da y quien recibe. Se espera que el donatario de la acción caritativa muestre amabilidad, agradecimiento y permanezca pasivo ante lo que se le ofrece. A pesar de las posibles muestras de ingratitud, la bondad que caracteriza la figura del migrante prójimo las explicaría como manifestaciones o consecuencias del sufrimiento experimentado. Sin embargo, el tiempo y la disminución de la fragilidad percibida transforma a las personas que reciben asistencia: adquieren mayor seguridad o se tornan más exigentes. Joaquín, voluntario de la casa de San Luis, lee ese desplazamiento como una develación de la persona que se muestra tal cual es. En alguna medida, este voluntario reconoce las actuaciones que requiere la acción solidaria y las lee como fingimiento o como apariencias.
La mayoría es gente noble. Además, vienen sufriendo un chorro… A lo mejor, cuando ellos ya se sienten más seguros, más firmes, es cuando empiezan a cambiar un poco, a como realmente son las personas. En este caso es a lo mejor un poco de fingimiento, tratar de aparentar, de dar una imagen que no tiene uno… así muchas veces pasa con ellos, y pasa con uno porque somos seres humanos, somos cambiantes, previendo las circunstancias cambia uno sus actitudes, dependiendo de dónde estás, con quién estás dependiendo de la situación y de las necesidades que tiene uno (Joaquín, voluntario del Hogar del Migrante de San Luis Potosí, estado de San Luis Potosí, agosto de 2015).
La identificación básica que se establece con una referencia a la humanidad posibilita el establecimiento de vínculos singulares, que salen del campo abstracto para situarse de acuerdo a la “situación y a las necesidades”. La gratitud, en este contexto, sería más una estrategia de interacción que una cualidad moral intrínseca de los sujetos.
En lo que respecta a la forma de vinculación con la figura del migrante prójimo, el acompañamiento espiritual a través de la escucha prevalece como parte fundamental de sus acciones; sin embargo, se observa una preocupación respecto del propio sujeto solidario, quien debe mantener una “sana distancia”. En este sentido, algunos discursos provenientes de campos especializados como la psicología, la medicina o los derechos humanos son integrados en el proceso de significación de las prácticas asistenciales. En ciertos casos, esta intervención ha producido un desplazamiento en las figuras discursivas, es decir, en la forma de representar al sujeto migrante por parte de los actores solidarios. La psicología provee de herramientas prácticas y narrativas para producir una distancia afectiva con respecto a las experiencias de sufrimiento de las personas migrantes que, si bien no discute su estatuto como prójimos vulnerables, permite trazar fronteras subjetivas y emocionales entre los actores solidarios y los sujetos de caridad. La diferencia jerárquica entre el donador y el donatario, que no se enuncia, pero implica patrones específicos de interacción, se complementa con este límite emocional entre quienes sufren y quienes ayudan. El donatario es quien sufre y recibe; el donador es quien otorga, pero no experimenta el mismo padecimiento. Esa distancia sería, en este contexto, la condición misma de la acción solidaria. Si comparamos esta organización de la solidaridad con la que expusimos en el apartado anterior, vemos que la identificación que se promueve en este caso requiere una diferencia radical con el otro (migrante); la solidaridad empieza justamente en el punto donde divergen las subjetividades y las experiencias.
Dado el incremento de la violencia que experimentan las personas migrantes en tránsito por México y la intensificación de sus vulnerabilidades, la Pastoral de Movilidad Humana consideró que las labores de asistencia realizadas por la Iglesia católica son insuficientes (Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana, 2012). Esto motivó una transformación del perfil de las acciones que se extendieron al campo de los derechos humanos y la denuncia de delitos. Desde entonces, el personal de los albergues y las casas de migrantes recibe capacitación en estos temas por parte de organizaciones de la sociedad civil y no gubernamentales; incluso, algunas organizaciones como Médicos sin Fronteras han establecido representaciones en esos lugares. Debido a que conglomeran tanto actores laicos como religiosos, en estos espacios emergen diversas narrativas y formas de representar al sujeto migrante.
El migrante “víctima”
Actualmente, parte fundamental de la atención brindada por la obra pastoral de atención al migrante es el registro de información relativa a cualquier tipo de delito cometido contra la población migrante. Otros albergues y casas del migrante participan en la Red de Documentación de Organizaciones Defensoras de Migrantes (en adelante REDODEM), que se constituyó formalmente en el año 2013, con un trabajo previo de 4 años de organización y sistematización de información. La publicación de los informes anuales provee un panorama del perfil del colectivo de migrantes que transitan por el “corredor de hospitalidad” mexicano, además de sus experiencias de violencia ya sea como testigos o como víctimas. Luego de que una persona migrante es recibido en uno de estos albergues se realiza una entrevista:
Una cosa muy importante que les preguntamos es que si sufrieron, que si fueron víctimas o testigos de algún delito en su camino. Porque siempre pasa: “no, que me golpearon, me agredieron” incluso los mismos policías, federales incluso. Se vienen quejando acá que los robaron, que esto o que el otro, no falta.” (Alejandro, voluntario del Hogar del Migrante de San Luis Potosí, estado de San Luis Potosí; agosto de 2015).
La figura de víctima, en esta primera aproximación, es reconocida en el orden jurídico en la medida que esta persona es objeto de actos que se consideran “delitos” (abuso sexual, extorsión, feminicidio, homicidio, intimidación, lesiones, privación ilegal de la libertad, secuestro, soborno, violación sexual).
Aunque el marco jurídico y el lenguaje del derecho sea uno de los esquemas de significación más recurridos para visibilizar la figura de víctima, no es el único y el lenguaje médico y psicológico juega también un papel relevante. El sufrimiento como experiencia definitoria de la víctima (Fassin, 2016) puede proceder de diversas fuentes y traducirse, a su vez, en una multiplicidad de daños a las personas. Para que la figura de víctima sea reconocida en este contexto, es necesario un cierto saber sobre las circunstancias de vida de los y las migrantes provenientes de Centroamérica, sobre las injusticias cometidas contra ellos y ellas, sobre sus derechos, además de un sentido de justicia que habilite acciones enfocadas en la reparación del daño.
El albergue ubicado en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, “Hermanos en el camino” es el tercer caso que analizaremos. Creado en 2007, evolucionó de una choza, en la que su fundador atendía a las personas migrantes, a un complejo de atención en el que se brinda desde hospedaje hasta asistencia legal, además de comida, ropa, servicio de internet, consulta médica y talleres de información sobre derechos humanos. Se localiza a las afueras del centro de la ciudad, sobre las vías del tren. Tiene capacidad para 100 personas, aunque con frecuencia atiende a un número mayor. Su red de colaboración está conformada por actores nacionales e internacionales y, en menor medida, por la comunidad local.
Durante el trabajo de campo, tres religiosas de la congregación Ángel de la Guarda estaban a cargo de las labores operativas y administrativas del lugar. Respecto a las experiencias de estas personas, una de ellas señala:
Yo siento que va ahí mucho. Y es como la vida me ha negado lo básico: la alimentación, el cariño. Y encima, el paso es parquísimo. Porque tienen una cantidad de dificultades y cada vez más. Pero no creo que sean malos. Ellos tienen que ir curándose de mucho, mucho dolor. (Monja, voluntaria del Albergue Hermanos en el Camino, Ciudad Ixtepec, estado de Oaxaca; marzo 2015).
En su particular lectura del migrante, la experiencia vital está marcada fundamentalmente por el sufrimiento, lo que se convierte en el sostén moral y discursivo de la práctica solidaria. El sufrimiento o dolor, como señala Didier Fassin (2016), no es reconocido meramente como una experiencia individual e íntima de los sujetos, sino que establece una relación con el entorno social en la medida que se sabe que éste, como síntoma psíquico, es producido por una condición social.
En el caso de la migración centroamericana en tránsito por México, las causas del sufrimiento no se localizan exclusivamente en los delitos cometidos en contra de ellos, sino en estructuras sociales complejas. Los migrantes son víctimas de un orden social que es injusto, ya que han sido ubicados en una posición desventajosa. En muchas ocasiones las personas migrantes son víctimas del trato que le dan las instituciones del Estado en su viaje por México, y también lo serán de las condiciones de explotación en las que, potencialmente, trabajarían en los Estados Unidos. El migrante es víctima con antelación al proceso migratorio mismo, en tanto sujeto pobre o excluido, pero además lo es como consecuencia del viaje. Como podemos apreciar, esta figura tiende a totalizar las identidades y experiencias migratorias.
Tal como lo comparten en su página oficial, el albergue Hermanos en el Camino, así como otros espacios en el ámbito formal, se nutren del trabajo de personas voluntarias que “ofrecen su tiempo para ayudar a otras personas sin esperar nada a cambio, personas que vienen desde todos los continentes del planeta” (Albergue de migrantes “Hermanos en el Camino”, s.f.). Uno de los voluntarios entrevistados refiere que los albergues reciben a personas que han visto potenciadas sus vulnerabilidades y disminuido sus recursos para afrontarlas:
Ahora, los migrantes, muchas veces el viaje lo hacen a pie, lo que conlleva, ya de por sí, vulnerabilidades que tienen que ver con el cansancio, con enfermedades, con exposiciones climáticas mucho mayores que estando en el tren. Sobre todo, vienen muy dañados en los pies, de horas y horas andando, pero además eso implica que tengan que venir por grupos pequeños. El hecho de venir por grupos pequeños, pues, dificulta la defensa, dificulta el hecho de que se puedan juntar y defenderse, entonces están expuestos a que el crimen organizado, o las propias autoridades, que hay que decirlo, también, muchas veces, son las que extorsionan a las personas migrantes, pues, les pueden convertir en víctimas de esos delitos (Ernesto, voluntario del Albergue Hermanos en el Camino, Ciudad Ixtepec, estado de Oaxaca, marzo de 2015).
En los fragmentos anteriores, el sufrimiento y el dolor de la figura de la víctima parece abarcar casi por completo la experiencia del tránsito migratorio. El sufrimiento, como una experiencia excepcional que marca la trayectoria de vida de una persona, se generaliza, se vuelve lo común y repetido en los testimonios del viaje de migrantes. Lo excepcional, en este contexto, sería un migrante no víctima, alguien que no haya experimentado sufrimiento. La expansión de la víctima en el campo de la migración muestra, a nuestro entender y siguiendo las reflexiones de Didier Fassin (2016); “una economía moral del humanitarismo”, es decir, una matriz moral que se concreta en dispositivos, oficios y saberes asociados y ampliamente transnacionalizados -de igual forma que el discurso de los derechos humanos- y que operan sobre el sufrimiento y dolor universal.
Dadas sus características, la figura de la víctima es un campo de acción privilegiado para la acción especializada: médica, jurídica, psicológica, etc., y son esos lenguajes los que configuran las características particulares de la experiencia o identidad del sujeto migrante. Bajo estos dispositivos y saberes, la práctica solidaria se produce como una relación entre sujetos que tiende a la estandarización. Las experiencias singulares de las personas migrantes son traducidas a lenguajes técnicos diversos que orientan quién realizará una intervención y bajo qué circunstancias.
En los albergues y casas del migrante que investigamos, los voluntarios son quienes administran los bienes y asumen las incontables responsabilidades de operación. Ángel, psicólogo voluntario de la organización Médicos sin Fronteras, ubica diferentes niveles de comprensión sobre las problemáticas que viven las personas migrantes:
Si tú los estudias como sobrevivientes de violencia van a tener síntomas, consecuencias, que son muy visibles y que los puedes tratar desde lo médico, desde lo legal, desde la salud mental, bla-bla-bla. Pero si los analizas como individuos. Como sociedad hondureña, por ejemplo, te tendrías que meter allá, al contexto de cómo están siendo exportados y te vas a dar cuenta de muchas deficiencias que son producto de esto, pues (Ángel, voluntario del Albergue Hermanos en el Camino, Ciudad Ixtepec, estado de Oaxaca; junio de 2015).
Los albergues se vuelven espacios donde la labor humanitaria se profesionaliza y en los que la experiencia migratoria es leída desde sus consecuencias políticas, físicas y emocionales. Ser solidario desde los albergues implica ofrecer un servicio a favor de un colectivo desprotegido y violentado, lo que difiere con las acciones solidarias concebidas como una misión pastoral. Frente a un diagnóstico estructural, la acción solidaria de Hermanos en el Camino y, en menor medida, del Hogar del Migrante Monseñor Luis Morales Reyes, busca la visibilización de sus experiencias en el ámbito público y político e intentan mostrar las razones económicas, sociales y políticas que motivan la migración de miles de personas desde los países de Centroamérica o que amparan la impunidad de la violencia que pueden experimentar en México.
En la figura de víctima, el sufrimiento y las injusticias experimentadas producirían una incapacidad para expresar gratitud o tener un buen comportamiento. Antes que inhibir la acción solidaria, estas conductas son interpretadas como manifestaciones del daño hecho a la víctima, lo que amerita quizá aún más la ayuda. Antonio, otro de los voluntarios, señala:
hay gente que es muy agresiva para pedir, pues es, como ver de dónde sale ¿no? Yo no quiero justificar nada: provienen de lugares súper violentos, entonces, pues muchas veces tienen la misma tónica en su diario vivir, o sea, como bien, “qué onda, sí, dame”, “me estoy muriendo de sed” ¡Sí! Tienen razón. Y otra de las cosas, sabes que, yo también veo que esas actitudes son porque ellos nunca estuvieron acostumbrados a pedir nada. (Antonio, voluntario del Albergue Hermanos en el Camino, Ciudad Ixtepec, estado de Oaxaca; marzo de 2015).
Si el prójimo amerita ayuda, también devuelve gratitud, pero a la víctima no se le puede demandar esa retribución. La solidaridad se explica, ante todo, por el sufrimiento y el daño padecido por el migrante y, en esa medida, correspondería a un paliativo al que tiene derecho. El prójimo es una figura en una relación apostólica y evangélica; la víctima en una jurídica y política. Esa diferencia es central, pues la contraparte del prójimo es un feligrés convertido por la acción solidaria y en el caso de la víctima, un sujeto de derecho. Es una doctrina religiosa, el catolicismo, la que significa al migrante como prójimo; en cambio, son un discurso jurídico y un proyecto político emancipatorio los que lo entienden como víctima.
¿Los voluntarios se podrían identificar con los migrantes leídos como víctimas? En este caso, la solidaridad se organiza a partir de una alteridad aún más radical que la del prójimo; figura que permite procesos identificatorios en la medida en que se comparte un estatus común como hijos de Dios. En una entrevista realizada a Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, sacerdote y activista en favor del colectivo migrante, señala cómo la imposibilidad de identificación produce juicios negativos. La distancia abierta entre quien ayuda y quien recibe, cuando no hay experiencias compartidas, puede estrecharse a través de un ejercicio de “entendimiento” desprovisto de una valoración moral:
Tampoco soy ingenuo, sé que ellos vienen cargando muchas cosas, trato de explicarme por qué son ellos así. Un día me dijo uno: “es que son maleducados, es que son no sé cuánto y no sé qué” Y yo le dije: “oye, ellos no vienen de colegio particular… Ellos no han estado en el Hilton viviendo, ¡no friegues! ¡Ve cómo están! Antes di que no son más dañados” ¿No? Entonces yo entiendo sus mundos, entiendo todo eso y yo no voy a juzgarlos, yo no vine aquí a juzgarlos, vine aquí para ayudarlos y ya (A. Solalinde, sacerdote y fundador del Albergue Hermanos en el Camino, Ciudad Ixtepec, estado de Oaxaca; marzo de 2015).
La víctima es una figura estructural de las injusticias y los sufrimientos que experimentan ciertos sujetos y colectivos. La solidaridad obliga a entender su situación, pero no requiere identificarse con ella; por eso, estas prácticas pueden adquirir tonos más técnicos y también políticos. Técnicos en la medida en que intentan resolver o paliar algunos de los efectos de esa localización estructural y políticos porque elaboran explicaciones y reclaman soluciones.
En un horizonte de justicia social y bienestar colectivo, la víctima podría desaparecer si sus condiciones de existencia (vulnerabilidad, explotación, impunidad, miseria) se transformaran. No así el prójimo, que es una figura de identificación en un sistema de creencias religiosas y no la condensación histórica de condiciones estructurales de injusticia e inequidad. En el catolicismo, el prójimo es la figura de una cercanía trascendental entre los sujetos. La víctima, en una perspectiva humanitaria, es el resultado de un desajuste entre los derechos humanos y su realización.
Consideraciones finales
Los hallazgos de esta investigación muestran que las formas materiales y simbólicas en las que se concretan las prácticas solidarias son complejas y diversas. Dichas prácticas se constituyen a partir de encuentros microsociales y coincidencias espacio-temporales que vinculan a ciertos sujetos, pero también sobre superficies socio-históricas y socio-políticas que posibilitan su emergencia.
Desde la perspectiva del actor solidario resulta fundamental la interrogación sobre el sujeto destinatario de la acción: ¿qué cualidades son atribuidas al sujeto migrante? Las formulaciones respecto a esta pregunta aparecieron con mayor o menor nitidez en las narraciones de los actores solidarios; otras veces, fue la acción manifiesta la que posibilitó entrever sus contornos y posición, ya sea en el plano político, espiritual o cotidiano.
De acuerdo al material empírico distinguimos tres modos en los que el sujeto migrante es significado por los diversos actores que realizan las prácticas solidarias: forastero, prójimo y víctima. En cada una se juegan formas de identificación y posibilidades de reciprocidad singulares que permitieron su caracterización y una exploración de sus límites. Las prácticas que describimos son primordiales para los migrantes centroamericanos que viajan de forma irregular por México. Al recibir los bienes las personas migrantes son integradas a dinámicas, tanto implícitas como explícitas, que establecen qué se puede ofrecer y qué se debe hacer para recibir, por tanto, constituyen también una forma de gestión social de la sobrevivencia y de los sujetos que la experimentan.
El seguimiento de las prácticas solidarias por tiempos más prolongados durante el trabajo de campo posibilitó la emergencia de un discurso heterogéneo, lleno de ambigüedades, a diferencia del discurso inicial cuyos rasgos se presentaron más uniformes y generales. Aunque en este ejercicio de análisis se vinculan algunos actores solidarios con ciertas figuras discursivas, eso no implica que no existan tonalidades y matices en su manera de concebir al sujeto migrante.
Algunos factores, como el proceso de formalización o institucionalización de las prácticas solidarias, han producido un desplazamiento entre las diferentes figuras, debido a su influencia sobre las prácticas solidarias informales y locales. Estas últimas, generalmente, son incluidas en el discurso humanitario como ejemplos morales de la defensa de los derechos de las personas migrantes a nivel político y mediático (Parrini y Alquisiras, 2019). Esto implica tanto la modificación de sus prácticas -que requieren la vinculación con el otro a través de saberes técnicos y profesionales, es decir, su estandarización-, como una transformación de los procesos de subjetivación que, en los términos de este artículo, apuntalan a la víctima como sujeto de derecho y asistencia, opacando otras posibilidades de comprensión y relación que acontecen a nivel microsocial, por ejemplo, entre actores solidarios y “forasteros” o “prójimos.