Introducción
En los textos históricos y literarios del siglo XVII que relatan viajes por las costas yucateca y hondureña, como Los infortunios de Alonso Ramírez, de Carlos Sigüenza y Góngora, o en las narraciones de viajes, como Dos viajes a Campeche, de William Dampier, encontramos un ejercicio del acto de narrar y describir el paisaje. En ambos casos, una retórica del vaciamiento2 se alza con una fuerza determinante en la voz del viajero. En ellos, la costa oriental de Yucatán que colinda con la parte norte del territorio de lo que hoy es Belice, se describe como un lugar que "No tenía árbol ni cosa alguna a cuyo abrigo pudiésemos repararnos contra el viento" (Sigüenza y Góngora 2002, 63) o se apunta que "cualquiera que fuese su finalidad en un principio, ahora se ha dejado de lado por completo, ya que no se las utiliza, no hay habitantes cerca de este lugar" (Dampier 2004, 55).
A partir del último cuarto del siglo XVII y hasta entrado el siglo XIX, antes de la Guerra de Castas (1847-1901), en este bloque geográfico en particular, el vacío, entendido como el vaciamiento simbólico de la región, fue una estrategia narrativa para abordar el espacio y la estructura que le da rostro: el paisaje. A diferencia de otros escenarios liminales3 en los que describir y narrar permitieron su reconocimiento y ocupación, en esta desdeñada zona de la América septentrional, evitar4 y olvidar5 se establecieron como acciones cognitivas que permitieron la existencia de dos siglos de vacíos, a través de un ejercicio discursivo en el que constantemente las cosas dejaban de existir. En este sentido, será hasta la configuración del viajero como un sujeto formado6 en términos científicos, ocurrida a lo largo del siglo XIX, que lo vaciado del territorio empezaría a tener consistencia, claro, justo en el momento en que la producción intencional del espacio en blanco dejó de ser relevante en la cartografía ante el dibujo organizado de la frontera-frente7 y el surgimiento del ideal de Nación. De esta forma los viajeros, durante los dos siglos que nos competen (desde el último cuarto del siglo XVII hasta la primera mitad del XIX), parecieron moverse en cuatro esferas articuladas: la política-diplomática, la económica, la científica y la artística. En cuanto al paisaje, en el siglo XIX la esfera político-diplomática se mostró más ligada a la artística, en especial a la literaria, a través de una serie de escenarios y lugares de acción que fueron constantemente evocados por diversos agentes, sin gran variación en el tono narrativo desde el siglo anterior (siglo XVIII), mientras que en la esfera económica el discurso científico primó con gran fuerza sobre otros, ya que se vinculó estrechamente con el aprovechamiento de las materias primas y con el reconocimiento y extracción de los recursos naturales propios de la zona.
Para una mejor comprensión, el presente trabajo se divide en dos apartados. El primero ofrece un recuento general de los viajeros de diversas índoles que recorrieron la península de Yucatán y Belice, así como de sus tipos de narraciones y el estado actual del estudio de su obra, agrupándolos en las cuatro esferas arriba mencionadas, con la finalidad de ofrecer un panorama amplio de los sujetos que recorrieron el área. El segundo apartado aborda el paisaje y el vacío a partir de una visión particular de su concepción práctica e ideológica durante los siglos XVIII y XIX, mediante el análisis de dos acciones cognitivas: evitar y olvidar; para ello se apuntan las permanencias y cambios en los modos de aprehensión geográfica que caracterizaron ambos siglos.
Vale la pena aclarar que en la presente reflexión se abordan dos tipos de materiales: los relatos, en su mayoría provenientes de los terrenos político y literario, dejando ligeramente de lado con ello los textos científicos que se multiplicaron durante la segunda mitad del siglo XIX -ya que la mayoría de estas obras se encuentran en estudio a través de sendos y comprometidos proyectos que buscan su traducción, estudio y difusión-, y la cartografía producida en la época, la cual tuvo dos funciones: 1) trasladar a la imagen las ausencias o carencias reflejadas en los paisajes narrados en cuanto su traducción como espacios en blanco (evitar), y 2) fijar los alcances de los acuerdos políticos que se signaron a su propósito con la intención de resguardar la soberanía española en la zona (retener).8 La idea de que este trabajo reúna estos dos tipos de fuentes no es un mero capricho de quien lo elabora, ya que durante su producción original en los siglos XVIII y XIX muchas de estas narraciones fueron acompañadas por mapas, planos e ilustraciones, reales o falsos calcos de topografías imaginarias.
Recuento panorámico de los viajeros por Yucatán. Siglos XVIII y XIX
A principios del siglo XVIII, España atravesaba una profunda crisis administrativa: su más preciada posesión de ultramar, Nueva España, producía grandes cantidades de dinero y riquezas, pero ni el Rey ni sus administradores podían realmente dar cuenta de ello debido a una mala e ineficiente cadena de mando precedida por hombres poco aptos como ministros. En palabras de Pedro Pérez Herrero, citado por Josefina Zoraida Vázquez, "el siglo XVII fue más pobre para la madre patria, pero más rico para los novohispanos, y el siglo XVIII más rico para España, pero más pobre para la Nueva" (Vázquez 1992, 15). Es por esto que una modernización en el sistema de recaudación de impuestos y de control fiscal y territorial fue impuesta por Carlos III. Al conjunto de estas modernizaciones se le conoce como Reformas Borbónicas, las cuales tuvieron gran éxito hasta que la Guerra de los Siete Años (1756-1763) ralentizó el flujo de bienes y mercancías, gracias a que la ofensiva inglesa había atacado dos de los puertos de paso más importantes para el Galeón de Manila: La Habana y Filipinas. A partir de entonces, la implementación total de estas reformas hechas sobre las estructuras de gobierno virreinal se aceleró, puesto que había que recuperar el control de todas las posesiones americanas (Váz quez 1992, 17). Fue tal el efecto de esta nueva administración que sentó las bases intelectuales y científicas de lo que se conoce como el racionalismo ilustrado.9
En este contexto histórico dos elementos fueron de vital importancia para Carlos III: la revitalización del comercio marítimo y el control del espacio costero. Para estos fines, las expediciones fueron pieza clave para entender las costas pues tenían un objetivo militar inmediato y un fortalecimiento geopolítico a mediano plazo (Fuentes Crispín 2013, 46), lo que explica el aumento en el número de expedicionarios oficiales hacia América durante la segunda mitad del siglo XVIII; no obstante, en el caso de las costas de Yucatán y la bahía de Honduras la situación no fue la misma, ya que en este periodo se hizo patente un descenso en el número de viajeros que dejaron evidencia escrita de su derrotero por Yucatán y parte de la América Septentrional con respecto al siglo anterior. Este número se quintuplicó durante la segunda mitad del siglo XIX, diversificándose el lugar de procedencia, así como la actividad a la que se dedicaban. En este sentido, José N. Iturriaga registra siete personajes, en su mayoría españoles, que recorrieron Yucatán durante el siglo XVII: Gerónimo de Mendieta, Juan de Torquemada, Antonio Vázquez de Espinosa, García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra y marqués de Sobroso; Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera; William Dampier y Juan de Ortega y Montañez (Iturriaga 2013, 41-55), dejando de lado las narraciones sobre el periodo heroico de la piratería en el que despuntaron Alexandre Olivier Exquemelin10 (1678) y Lionel Wafer (1695), lo cual nos obliga a suponer que durante este periodo el número de viajeros pudo ser levemente mayor a lo señalado por Iturriaga, pero también es importante reconocer que estos viajeros tendrían que agruparse en otro escenario: el del pirata literario o del viajero pirata11 (Fuentes Crispín 2013, 65-77), así como que el paso de estos personajes por la península de Yucatán y la bahía de Honduras fue somero, al considerarse este tramo el límite oeste del Mar de las Antillas. Por su parte, en el siglo XVIII, el mismo Iturriaga enlista sólo cinco nombres: dos de origen español (Juan de Villagutierre y Miguel de la Grúa de Talamanca y Branciforte, marqués de Branciforte) y tres de origen americano (Francisco de Florencia, Juan Antonio de Oviedo y Antonio de Alcedo) (59-70). En este apartado, el ya referido autor no menciona los recorridos de carácter interno que realizaron los gobernadores de Yucatán, como el caso de la Descripción, población y censo de la Provincia de Yucatán en Nueva España de 1795,12 de Arturo O'Neill de Tyrone y O'Kelly, gobernador de Yucatán de 1793 a 1800, nacido en Irlanda aunque naturalizado español (Zavala Vallado et al. 1998, 422-423), texto que fue resultado de las muchas descripciones que se empezaron a hacer sobre este bloque americano por mandato de la Real Ordenanza de Intendentes de 1786; tampoco menciona los diarios de inspección de la milicia española a los territorios del Walix después de la Convención de Londres del mismo año (1786), aunque estos escritos también fueron herencia del reformismo borbónico, como es el caso del texto que elaboró el marqués de Branciforte, virrey de Nueva España de 1794 a 1798, elemento que sí es citado por Iturriaga. Esta exclusión probablemente se deba a que el criterio de selección de autores que utilizó Iturriaga sólo reconoció a aquellos que no tuvieron residencia permanente en la península yucateca y que únicamente fungían como observadores externos del Istmo centroamericano, los cuales escribían con la encomienda de "dar cuenta" de lo declarado por las autoridades locales, sobre todo después de la definición diplomática y territorial de los límites asignados a los cortadores de palo de tinte arranchados en el Walix durante el último tercio del siglo XVIII. Sin embargo, también es de extrañar en esta selección que no se considere la contraparte inglesa, como es el caso del trabajo oficial -hecho a petición de Sir. William Burnaby- del lugarteniente James Cook, Remarks on a Passage from the River Balise: In the Bay of Honduras, to Merida: The Capital of the Province of Jucatan in the Spanish West Indies, de 1769, el cual evidencia la tensión existente entre la lógica de apropiación y control territorial borbónica, focalizada en el ejercicio de la soberanía española sobre el territorio, y el tratamiento político de los considerados "trashumantes, huidizos y caminantes legales e ilegales" (Fuentes Crispín 2013, 22). En este trabajo se describe un viaje que generó gran controversia dentro de la sociedad yucateca en tiempos de la administración de Felipe Ramírez de Estenoz, gobernador de Yucatán durante 1763 y 1764, ya que dicho gobernador permitió que una avanzada de reconocimiento oficial inglesa se adentrara en territorio español hasta llegar a la ciudadela de la ciudad de Mérida, espacio del que Cook ofrece una descripción bastante precisa (Cook 1769, 22-23) que puede contrastarse a detalle con el mapa de 1751 del cartógrafo Alejandro Joseph de Guelle titulado "Plano de la Ciudadela de Mérida de Yucatán", resguardado en el Archivo General del Indias (AGI, MP-MEXICO, 196). Esta ausencia es particularmente sintomática del siglo XVIII, ya que para el XVII, el trabajo de Dampier sí es ampliamente incorporado y reconocido dentro de los estudios del área, a pesar de no haber tenido una carga oficial como la que tuvo el de Cook.
Por otra parte, la disminución de viajeros que dejaran evidencia de su recorrido por la zona que nos compete resulta significativa entre los siglos XVII y el XVIII, ya que atestigua el asentamiento de la población flotante de marinos y bucaneros en las costas del Caribe continental, por un lado, y su lento proceso de afirmación territorial en el mismo escenario, por el otro (Cervera Molina 2015, 32-36). Este último proceso resultó un asunto político de carácter mucho más doméstico que el primero, lo que lo llevó a perder protagonismo descriptivo fuera del escenario diplomático de la defensa de las fronteras territoriales en el sureste novohispano. En este sentido, la escasez de narraciones científicas o literarias sobre el bloque costero comprendido entre Bacalar, al noroeste, y el Golfo de Omoa, antes de la Costa de Mosquitos, al sureste, denota la ausencia de un protagonismo descriptivo de la región que parece alimentarse de una retórica que utiliza la retención del vacío en el espacio ideal para invisibilizar un escenario político que pretende ser "evitado", ya que sólo se le dibuja en la cartografía relativa a la zona como un bloque geográfico de carácter intermedio que conecta dos escenarios semiurbanizados: el pueblo de San Felipe de Bacalar y el de San Fernando de Omoa. Sin embargo, al mismo tiempo que este bloque costero perdió relevancia descriptiva en las esferas científica, artística y económica en el siglo XVIII, adquirió fuerza, en especial a través de la cartografía, en el terreno de la esfera político-diplomática en la que el valor geoestratégico de la zona se disputó en términos de retención del ejercicio de la soberanía española, por un lado, y el otorgamiento de concesiones a extranjeros para la explotación forestal, por el otro. En el dibujo de las costas vacías, propio de la cartografía político-diplomática y militar de la época, también se dejó en el olvido al componente indígena, el cual se disolvió en el paisaje narrado durante la primera mitad del siglo XVIII, para ser redescubierto -con gran asombro e inquietud científica- durante el siglo XIX.
Con respecto al siglo XIX, según autores como el mismo Iturriaga y Lorena Careaga, el número de viajeros aumentó exponencialmente, sobre todo hacia la segunda mitad. Y si bien antes podíamos hablar de diferentes tipos de viajeros que se dividían entre los piratas literarios del XVII y los de corte administrativo que reproducían una y otra vez la agenda especificada en las ordenanzas reales, logrando su mayor cúspide administrativa con el primer impacto de las reformas borbónicas a finales del siglo XVIII, los del siglo XIX se plantean como diversos en muchos escenarios: nacionalidad, profesión, y tipología de la narración. Así, de los 27 que apunta Iturriaga y a los que Careaga complementa y divide en invasores, exploradores, anticuarios, naturalistas, artistas y viajeros (Careaga Viliesid 2016, 41-91), tenemos un gran abanico de figuras entre las que despuntan personalidades político-diplomáticas como: Félix Berenguer de Marquina (Relación a su sucesor don José de Iturrigaray), Henry George Ward (México en 1827), James K. Polk13(Diario 1845-1849), Jean Alexis de Gabriac (Informes diplomáticos de 1855), A. de la Londe (Memorias del 25 de enero de 1857), Elias F. Forey (Informe militar), Alphonse Dubois de Saligny (Informes diplomáticos de 1863), Marqués de Montholon (Informes diplomáticos de 1864-1865), Alphonse Dano (Informes diplomáticos), la princesa María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina (Escritos mexicanos), Maximiliano de Habsburgo (Cartas a Carlota), François Achille Bazaine (Informe político al ministro de Guerra), entre otros. A este apartado de figuras y discursos políticos sobre Yucatán y la costa de Honduras habría que anexarle un importante texto que se encuentra en resguardo en el Fondo Reservado Rodolfo Ruz Menéndez del CEPHCIS-UNAM: Yucatán y Belice: Colección de Documentos Importantes Que Se Refiere Al Tratado de 8 de Julio de 1893, de autores varios. En cuanto a figuras científicas que recorrieron la Península,14 el panorama es grande y está fuertemente ligado a la esfera de acción económica del bloque proto-nacional. Entre ellas se puede ubicar como punto de partida y referencia obligada al ya famoso viajero y científico alemán Alexander von Humboldt (Ensayo político sobre el reino de la Nueva España), el arqueólogo de doble nacionalidad, austriaca y francesa, Frédéric Waldeck15(Viaje pintoresco y arqueológico a la provincia de Yucatán), el científico alemán Eduard Mühlenpford (Ensayo de una fiel descripción de la República de México), el arqueólogo norteamericano John L. Stephens (Viajes a Yucatán), el norteamericano Benjamin Moore Norman (Rambles in Yucatán), el naturalista francés Arthur Morelet16(Viaje a América Central, isla de Cuba y Yucatán), el naturalista austriaco Carl Bartholomaeus Heller (Viajes por México en los años 1845-1848), el arqueólogo francés Désiré Charnay (Ciudades y ruinas americanas), el geógrafo francés Eugène Cortambert (Curso de Geografía), el viajero italiano Ludovic Chambon (Un gascón en México), el antropólogo norteamericano Frederick Starr (En el México indio), y el médico y diplomático francés Alfred-Isidore Méroux de Valois (Mexique, Havane et Guatémala. Notes de voyage).17 Aunque en menor número, también los artistas y escritores extranjeros recorrieron la vasta costa yucateca, entre ellos podemos mencionar a la fotógrafa inglesa Alice Dixon le Plongeon (Aquíy allá en Yucatán), el arquitecto inglés Frederick Catherwood18(Views of Ancient monuments in Central América, Chiapas and Yucatán) -cuyo trabajo visual, conformado de 25 litografías, va íntimamente relacionado con el de Stephens-; al intelectual revolucionario cubano José Martí (Palabras sobre Mérida), y al novelista italiano Emilio Salgari (Za capitana del "Yucatán"y La reina de los Caribes), entre otros.19
Ante el avance de la influencia de las reformas borbónicas en el siglo XIX, el crecimiento del número de viajeros formados en la Ilustración por la América Central fue evidente. Este incremento es no sólo marcador del cambio de perspectiva en las formas de mirar, sino también del ejercicio de cómo describir lo observado. De los al menos tres elementos que sirven para narrar el periplo en los siglos anteriores (XVII y XVIII) -la descripción de algunas costas seleccionadas, el rastreo cronológico del viaje que ya se ha llevado a cabo y el ejercicio de narrar dicho viaje (Fuentes Crispín 2013, 25)-, tenemos que migrar hacia una "Gramática de la visión" que profesionaliza el viaje y cómo se debe de dar cuenta de éste a partir de un ejercicio de distanciamiento. Para ellos, según Carolina Depetris, tres elementos se vuelven obligatorios: 1) en el diario se anota lo que se ve en orden cronológico, 2) la anotación de lo que se observa debe ser imparcial, y 3) la imparcialidad se sustenta en la retracción del sujeto frente al objeto dentro de la relación cognitiva (Depetris 2007, 23-33). En esta visión, lo cronológico de la narración adquiere preponderancia sobre la selección de los objetos descritos y la búsqueda de la imparcialidad se sobrepone a la intención narrativa de sólo dejar prueba del viaje, esto con el propósito de evidenciar que quien narra ahora es un sujeto que ha recibido una formación práctica que lo distancia del interés privado y el deseo, otorgándole con ello un sentido de objetividad a sus afirmaciones generales.
En cuanto a la cartografía que se elaboró durante el siglo XVIII hay que admitir que, junto a la disminución de las narraciones, se multiplicó el número de documentos geográficos los cuales se distribuyeron entre mapas, planos y cartas marinas. De entre ellos, el "Mapa del Ceno Honduras..."20 de 1776, resulta el más ilustrativo trabajo al referir una visión panorámica del área liminal que comprendían la península de Yucatán y Honduras. Sin embargo, hasta la profesionalización del viaje de la mano de los viajeros científicos en la segunda mitad del siglo XIX, la información cartográfica se produjo, la gran mayoría de las veces, como elemento autónomo de las relaciones geográficas, aunque muy ligadas al discurso institucional, en especial al diplomático y al administrativo, dada su naturaleza militar.
Todos los mapas que Michel Antochiw reporta sobre Yucatán y Honduras para el siglo XVII (12 en total) son de manufactura extranjera, siendo los principales lugares de emisión Venecia, París, Londres y Amsterdam, cunas del pensamiento cartográfico de la época (Antochiw y Breton 1992; Antochiw 1994). Por su parte, el mismo Antochiw, autoridad en el área, reporta para el siglo XVIII, un aumento sustancial en la documentación cartográfica sobre la zona, lo cual contrasta, como ya se apuntó líneas arriba, con la disminución de viajeros y descripciones sobre la misma zona, reforzando con ello el carácter militar de la fuente. En este sentido, de nuevo los mapas de manufactura extranjera signados en París, Amsterdam y Londres tienen la primacía en el discurso geográfico, pero a estos se suman los de origen hispánico, en especial sobre el área relativa al corte de palo de tinte en el Walix, zona en la que se encuentra la actual frontera político-administrativa de México con Belice.
Problematizando el paisaje. Espacio y vacío
La tentativa de descomponer en sus diversos elementos la magia del mundo físico, llena está de temeridad; porque el gran carácter de un paisaje, y de toda escena imponente de la naturaleza, depende de la simultaneidad de ideas y de sentimientos que agitan al observador.
Alexander Von Humboldt (Humboldt 1875, 9).
Cuando hablamos de espacio, paisaje y territorio en la América colonial, el viaje de domesticación e incorporación de los confines se alza como una necesidad urgente de las narrativas imperialistas. En esta lógica, el viajero traza su recorrido en forma circular al iniciar su periplo en el centro de su imaginario, llegar al límite de lo conocido y regresar al punto de origen sólo después de haber descubierto y conquistado lo desconocido. En su narración, dicho viajero establece un sinfín de capas figurativas de imágenes las cuales traducen el espacio y el paisaje en una serie de saberes prácticos de carácter científico, artístico, mercantilista o político, y en un catálogo de materias primas que se traducen a su vez en ganancias o saberes acumulados al momento de su retorno. Con cada narración que inaugura el viaje se da fe de una ruta conocida y se anexan nuevos paisajes al imaginario, así como productos y experiencias. De manera simultánea a este proceso, se establecen discursos y contra discursos de posesión que dialogan entre sí atravesados por la desobediencia y la resistencia de quienes habitan el territorio.
Por su parte, las historias de viajes son producto de la interrelación de las narraciones acerca del espacio que contiene materias primas, el narrador que ofrece nuevos saberes prácticos y el lector que activamente consume estos saberes para dinamizar su experiencia a partir de la experiencia de un otro formado. Todo esto es posible gracias a que el viaje en sí mismo permite el acopio de información sustanciosa, suministra la pericia necesaria para verificar rumores y presenciar maravillas en los confines de lo conocido, así como otorga la posibilidad de poner en contraste las costumbres propias con las de otros (Greenblatt 2008, 257). En el viaje, el mismo hecho concreto es traído a escena una y otra vez, pero la forma de presentarlo, el soporte del discurso, así como la forma de entender el discurso mismo ya no son equivalentes, puesto que las intenciones del narrador ya no son las mismas que al momento de plantearse su elaboración. De esta manera, el viaje resulta el modo en el que se visibiliza la diferencia en la liminalidad. Para aquellos que habitan el territorio, el viajero es un elemento externo que los nombra, ajeno a la legalidad social interna del establecimiento, mientras que para el viajero/narrador, el viaje es un modo de acceder a lo diferente, de traducirlo en algo conocido (comprenderlo) y de presentarlo en términos reconocibles ante la comunidad de la que proviene. En este sentido, el viajero está constantemente en tránsito por el espacio de lo liminal, pues para él, éste no es un territorio propiamente dicho, sino una potencialidad para la posesión, es decir: para el viajero, el límite no es un lugar desde el que se enuncia algo, sino un lugar que es enunciado como un algo, de ahí la urgencia y necesidad de caracterizarlo y poseerlo a través de la descripción y narración del paisaje.
Al ser el espacio un concepto histórico y producido socialmente, comprenderlo es entender a quienes lo construyen y lo enuncian día a día, pero, al mismo tiempo, su completa abstracción implica reconocer los límites, físicos y mentales, dentro de los cuales es posible su existencia. El espacio, por tanto, no es una entidad que existe por sí misma, sino una dimensión que articula a otras bajo nociones objetivables del territorio (metáforas espaciales). En consecuencia, se trata de un elemento extralingüístico y "Cualquier cosa extralingüística que haya de experimentarse, conocerse y comprenderse debe ser previamente conceptualizada. [...] sin conceptos no hay experiencia y sin experiencia no hay conceptos" (Koselleck 2004, 30).
A partir de lo anterior es posible decir que el momento categorial por excelencia del concepto espacio estriba en la comprensión de la dimensionalidad, pues su categoría denota la condición de lo extenso, pero no es extenso en sí mismo (Coraggio 1977, 140). Como vimos en el apartado anterior, un cambio sustancial en la forma de narrar los viajes entre los siglos XVII y XVIII y el XIX es la variación de cómo se aborda el objeto de la descripción, la cual pasó de tener un carácter espacial, focalizado en el paisaje, a volverse un elemento temporal, que privilegia la precisión cronológica como un talismán de objetividad científica. Esto revela un cambio significativo en el ejercicio de la narración del viajero, ya que el tiempo como categoría sólo es aplicable para la esfera de lo real y físico, mientras que el espacio, gracias a que denota la condición de lo extenso, es una categoría aplicable tanto a lo real como a lo ideal. Por ende, no es de extrañar que las descripciones y narraciones producidas sobre la Costa Oriental de Yucatán y el territorio que hoy conocemos como Belice, enfocadas en la representación de lo espacial en un primer momento, disminuyeran entre los siglos XVII y XVIII, al tiempo que la cartografía sobre la zona aumentaba, en especial en la segunda mitad del siglo XVIII; mientras que dichas descripciones y narraciones se incrementaron exponencialmente para el siglo XIX, el siglo de la precisión cronológica, haciendo que la cartografía, ubicada en el terreno de lo ideal geométrico, se subordinara al texto escrito, que fue el gran producto del nuevo hombre formado en lo científico.
El espacio como sustantivo de vacío es la noción más generalizada que existe del mismo en la vida cotidiana; aunque problemática y errónea hoy día, esta visión permite entender la lógica de concepción, producción y ocupación del territorio que permeaba el pensamiento colonial a lo largo de los siglos XVIII y XIX. A la hora de historiar la concepción del espacio, es decir, al momento de ponerlo en un plano sincrónico, es interesante ir a los orígenes de esta noción, el cual Hiernaux y Lindón ubican, en una segunda instancia, en los enfoques filosóficos idealistas de la noción de "espacio continente" en los que, según Leibnitz, "El espacio es un orden mental en el cual los cuerpos coexisten, y en consecuencia, cabe aquí la posibilidad de vacío, es decir, que el espacio viene a constituirse en un sistema de relaciones, que existe independientemente de los individuos" (Hiernaux y Lindón 1993, 93).
En la potencialidad de la historia de los conceptos que enarbolara Koselleck en el último tercio del siglo XX resulta productivo poner también en marco temporal la utilización del "término vacío", el cual, comúnmente, es usado como adjetivo relacional del "sustantivo espacio". Por tanto, hacer una historización del mismo, en la que podamos rastrearlo como ausencia, es decir, como un algo que establece una relación directa de carácter negativo con el objeto referido por el sustantivo, designándole otra identidad en la que ya no está presente, implica comprender que "espacio vacío" se instaura como antónimo directo de "espacio continente", es decir, del espacio en donde se contienen y ubican las cosas. En este sentido, es posible decir que en el espacio vacío no existe un orden mental en donde los cuerpos puedan coexistir en relación con quien los nombra, pues su sola enunciación declara la ausencia del mismo y por tanto de su capacidad ordenadora que ya ha sido mediatizada por una óptica seleccionadora que "evita" conscientemente aquello que rompe con la continuidad en el ejercicio del control administrativo sobre el territorio.
Partiendo de lo anterior es posible decir que, para la época colonial, el espacio vacío representa un elemento extralingüístico que denota la existencia de un espacio carente de orden mental que, asimismo, adolece de la ausencia de un aparato administrativo de control que lo regule y ordene (Macías Zapata 2004, 11). Por tanto, en este momento histórico, hablar de vacío es hablar de espacio en un sentido relacional, pues éste es una entidad producida discursivamente, que denota ausencia, carencia de orden y acción; es decir, su enunciación declara la existencia de un algo inculto o deshabitado que tiene la "necesidad" de ser habitado, domesticado y ordenado por un poder hegemónico para poder declararse en su calidad soberana de "propiedad de".
Como se señaló en líneas anteriores, historiar el espacio implica la necesidad de explicar la noción de espacio continente vigente durante la época colonial. Por ello es importante afirmar que:
Bajo la categoría de espacio receptáculo o continente, se están considerando aquellas conceptualizaciones que tratan al espacio como un mero soporte o sustrato sobre el cual se localizan elementos y relaciones; en otras palabras, como su nombre lo indica, el espacio contiene objetos. Bajo esta premisa sólo es posible plantear relaciones unidireccionales, con lo cual el espacio pierde la posibilidad de ejercer cualquier influencia sobre los elementos y relaciones que en él se manifiestan (Hiernaux y Lindón 1993, 90).
En las narrativas de expansión imperialista generadas durante la época colonial el espacio fue producido, al igual que el vacío, como algo estático, homogéneo, susceptible de ser dominado, modificado, apropiado, ordenado y, finalmente, incorporado a una sociedad mayor, basándose en una concepción tanto sustancial como relacional de su calidad de entidad desocupada.
Según Hartmann, el espacio puede calificarse en tres grandes tipos que funcionan a partir de una relación dialógica: el geométrico o ideal, el real y el de la intuición. El mismo autor comprende el espacio ideal a partir de algunos de sus momentos categoriales en los que destacan seis elementos: 1) es puramente un sistema de dimensiones extensivas; 2) es de carácter homogéneo, ya que sólo ofrece una diferenciación de lugares en relación con algún objeto que ya ocupa propiamente un lugar en el espacio; 3) es continuo y, por tanto, es susceptible de ser dividido en forma infinita; 4) es ilimitado, aunque ofrece una noción de límite que solo es aplicable "en" el espacio, pero nunca al espacio; 5) no otorga ningún patrón de medida, pero sí determina cual es el tipo de patrón que le es aplicable, y 6) es isométrico, es decir, sus dimensiones son homogéneas e intercambiables entre sí (Coraggio 1977, 141). Al ser la geometría un elemento importante para la concepción de la geografía, el espacio geométrico le es consustancial a la narración de viajes, al mapa y a la cartografía, rama de la geografía encargada de traducir el mundo físico "real" a un nuevo lenguaje gráfico que simplifica los rasgos esenciales del territorio en formas geométricas identificables que podemos alegorizar como metáforas espaciales. Dichas metáforas aparecen identificables en los textos de viaje a través de las descripciones paisajísticas y de las narraciones en las que se establecen nociones de distancia entre un punto y otro.21
Por su parte, Hartmann define al espacio real como: "el espacio de lo existente, la forma y la condición categorial del mundo exterior" (Hartmann en Contreras Delgado 2002, 25-26). A diferencia del ideal o geográfico, este tipo de espacio no está dado por su carácter extensivo sino por sus relaciones, ya que es el espacio "en que se desenvuelven los sucesos reales físicos, en que transcurre también la vida humana, en la medida en que su curso es el natural de las cosas y está sujeto a condiciones naturales, tanto la vida individual cuanto la colectiva e histórica" (Hartmann en Coraggio 1977, 141). Aunque más en el mundo de lo material que el ideal o geométrico, este tipo de espacio tiene los mismos momentos cate-goriales que el primero, pero ofrece dos características que no le son atribuibles al lenguaje geométrico, ofrece singularidad y tridimensionalidad a los lugares, puesto que en él ocurren fenómenos y se dan relaciones. Por tanto, el espacio real no es el espacio de la existencia natural del sujeto, sino el de la historia efectual, que es naturalizada en el mundo exterior. Cabe aclarar que es en el puente construido entre el espacio geométrico y el real que se instaura la diferencia básica en el lenguaje que separa lo condicionado del espacio de la condición de su espacialidad, es decir, es ahí donde se establece la diferencia entre "de" y "en" el espacio, entre "ser de ahí" o "estar ahí", lo que es pieza fundamental para entender una narración como la que establecieron los viajeros durante los siglos que nos competen.
Por último, siguiendo la lógica de Hartmann se habla del espacio de la intuición, el cual se encuentra mediado por la conciencia, la cual está orientada hacia el mundo (Contreras Delgado 2002, 27-28). Esta orientación al mundo dada en la intuición es lo que permite entender la variación del signo que se da en la comprensión, en él, se va en línea directa del espacio de la percepción geométrica al de lo real. Cabe aclarar que Hartmann propone una interpretación inversa de la que aquí se expone en cuanto a la interpretación de la relación entre el espacio real y el espacio intuitivo. Sin embargo, partiendo de una revisión discursiva del proceso de producción del espacio, en especial en el sureste de la Nueva España, es posible sugerir que éste se mueve en sentido inverso al propuesto por Hartmann, pues primero se intuye, luego se narra y finalmente se ajusta a lo real. Como podemos derivar de lo anterior, dentro del espacio de la intuición, las metáforas espaciales que evocan nuestros viajeros o que se reflejan en la cartográfica no están dadas de manera natural, no existen en él, pero la fiscalidad de las mismas sí está dada en las imágenes que se narran, por lo tanto, lo imaginado desencadena la posibilidad de existencia de la espacialidad en la medida que podemos hablar de ella como una dimensión del espacio en donde lo imaginado se concibe como extenso.
En un análisis más profundo del término espacio, encontramos que éste se perfila como la materia prima del territorio siendo el lugar de encuentro e interacción del hombre con la naturaleza. Aquí, los aspectos físicos del mismo son denominados espacialidad dentro de los estudios de la geografía humana, por tanto, durante los siglos que nos competen, al referir su espacialidad los viajeros aludían a una visión filosófica empirista, ya no idealista, del espacio continente en el que está presente la idea de algo que envuelve. En esta visión filosófica, propia del siglo XIX; el espacio se concibe "como una realidad preexistente donde vienen a inscribirse los procesos del mundo material" (Palacios 1983, 57) y donde es posible hablar de territorio en tanto que éste ha sido incorporado a un todo mayor o ha sido adaptado por el hombre que ahora lo posee como objeto.
En el discurso, durante los siglos XVIII y XIX, el espacio adquirió valor como territorio a partir del mito de unidad22 que le confería un poder hegemónico que lo consideraba o no parte de sus posiciones de facto, es decir, adquiría valor como región en cuanto que tuviera finalidad económica dentro del proyecto instrumental de explotación que era concebido previamente para dicho espacio. En este sentido, el no reconocimiento del verdadero potencial económico de la zona también generó configuraciones regionales que se basaron en su liminalidad como instrumento para remarcar su autonomía territorial, la cual casi siempre se hizo a partir de nociones de empobrecimiento, carencia o ausencia.
Sobre el mito de unidad es interesante retomar la noción del mismo que acuña Anderson (unidad de gente y unidad de territorio) y analizarla según la concepción de los dos poderes hegemónicos que interesan principalmente a los territorios de Yucatán y Belice: España e Inglaterra. Para España, la condición de lo general en su administración designaba la situación de lo particular en sus territorios. Bajo esta condición es posible que el Estado colonial hiciera extensivo el dominio de su soberanía sobre aquellos territorios que no ocupaba de facto. Esta perspectiva excluía la posibilidad de que cualquier otro poder ajeno a la administración española adquiriera control legal sobre dicho territorio, aunque sus emisarios lo habitaran en lo cotidiano. Puesto que lo anterior era un postulado emergido desde el discurso y no desde los hechos concretos, su completa aplicación sólo se realizaba cabalmente en los acuerdos internacionales hechos en Europa, en donde el concepto de soberanía tenía una fuerza aglutinante incuestionable, pero no repercutía significativamente en el uso cotidiano del territorio a nivel local, el cual gozaba de una autonomía interna que le otorgaba su carácter liminal de espacio vacío en el que se visibiliza la ausencia de un aparato de control hegemónico bien configurado. Por otro lado, la interpretación del mito de unidad que Inglaterra sustentaba, junto con otras naciones no españolas, partía de una lógica discursiva inversa a la española. En ella, el dominio discursivo de la generalidad no se hace extensivo al dominio físico de lo particular. De este modo, todo aquel espacio que no presentaba una estructura de ocupación administrativa y territorial bien definida era factible de ser considerado vacío, es decir, como un escenario abierto a ser ocupado. Al no compartir ambos estados coloniales el mismo horizonte de comprensión de la liminalidad, inauguraron la lucha por la redistribución del espacio, en la cual Gran Bretaña y otras naciones encontraron la manera de tener acceso a un pedazo del testamento de Adán que les había sido negado en la repartición papal de finales del siglo XV y que se perfiló a detalle a partir de las Relaciones Geográficas de Indias.
En cuanto a los paisajes, una tendencia que fue progresivamente en aumento durante el siglo XIX fue el de acompañar los textos de viajes con uno o varios mapas que ilustraran los derroteros señalados. Este ejercicio demostraba que narración y dibujo iban de la mano, dándole a la geografía un lugar subordinado como la ciencia que traducía el poder a trazos reconocibles. Es por ello que los paisajes desiertos o abandonados se dibujaron próximos a las fronteras o al menos a los espacios liminales en donde el poder tenía confusas formas de presencia. Estos desiertos y abandonados paisajes que simulaban barreras naturales tales como la selva, el mar o las grandes planicies abiertas, fueron imágenes recurrentes en las narraciones, al igual que la población indígena de carácter rebelde o inasible que se fundía hasta desaparecer en estos paisajes liminales, convertidos en apenas notas marginales que salpicaron la narración de los viajeros, aún la del gran Humboldt quien problematizó la cuestión indígena con más detalle. En este sentido, el vacío era el espacio de lo ajurídico, de lo salvaje que se espejeaba sobre un escenario desolado y peligroso.
Consideraciones finales
Desde que América fue "descubierta" las narraciones y descripciones de los agentes coloniales han sido las formas oficiales de transmisión del conocimiento. Estos actos narrativos que visibilizaron la condición humana y territorial de los pueblos recién descubiertos por Europa permitieron que dos mundos desconocidos se aproximaran, acortando con ello el horizonte de comprensión que mediaba entre ellos. El viaje, junto con el periplo que sugiere, constituyó con ello una forma de acortar ese horizonte de comprensión; de ahí que su estudio obligue necesariamente a reflexionar sobre la filosofía del ser y el conocer, así como el devenir histórico de las formas del conocimiento occidental y de sus agentes privilegiados: los viajeros.
La excepcionalidad del caso península de Yucatán-Belice dentro de la historiografía mexicana y el estudio de las ciencias sociales, se matiza fuertemente si ponemos en diálogo este complejo bloque regional con uno mayor que se extiende hacia el sur, es decir, si volteamos la mirada hacia el Caribe continental y comprendemos la compleja relación que existe con el istmo centroamericano desde la efímera implantación de la Audiencia de los Confines, en 1542. Sin embargo, a mi consideración, uno de los elementos más significativos que refuerzan esta excepcionalidad yucateca y beliceña hacia los centros de poder administrativo y hacia la construcción de las historias nacionales es su condición marginal dentro de la narración geográfica del territorio, constantemente representado a partir de una retórica del vaciamiento o del vacío que favoreció en gran medida que los proyectos de colonización fracasasen o se bosquejaran como incompletos. La influencia del reformismo borbónico en este territorio liminal de la Nueva España, así como su influjo en la conformación de la figura de visitador en las zonas limítrofes o en disputa territorial aún es un tema pendiente en el estudio de la zona. Sin embargo, en un primer análisis cuantitativo de los personajes que recorrieron el área, podemos observar que -aun con la obligatoriedad que impuso la administración borbona a través de sus reales ordenanzas, en especial con la Real Ordenanza de Intendentes de 1786, y con el boom que sugería las empresas científicas y comerciales hacia los lugares con potencia de explotación de materias primas- el flujo de viajeros hacia la península de Yucatán y la Bahía de Honduras descendió abruptamente en el siglo XVIII. Sin embargo, en el siglo XIX, en especial durante su primera mitad, un nuevo escenario para la exploración se reabría en esta zona, multiplicando con ello las visitas que derivaron en narraciones y descripciones del espacio, el cual, nuevamente fue dibujado como un espacio vacío, ajurídico y un tanto salvaje, noción que se diluiría fuertemente durante el Porfiriato, para volver a aparecer casi en iguales condiciones narrativas en el Cardenismo, estableciendo con ello ciclos de colonizaciones fallidas que constantemente se sostuvieron sobre la idea de ausencia y sobre la concepción del territorio como un espacio vacío, empobrecido y abandonado que regresaba al uso de imágenes y retóricas de pauperización que se construyeron y socializaron con gran éxito durante los siglos XVII y XVIII, las cuales -a su vez- recuperaban imágenes emigradas de las relaciones histórico-geográficas de la Gobernación de Yucatán constituidas en el siglo XVI.