Introducción
En el siguiente trabajo me propongo examinar brevemente algunos puntos críticos de la lectura de Victor Caston (2002) sobre el De animade Aristóteles. El objetivo es mostrar que aun cuando la reconstrucción argumentativa de Caston es pulcra, minuciosa y clara, el acercamiento a la obra aristotélica a partir de la llamada “filosofía de la mente” puede entrañar errores sustanciales. Además de hacer notar algunos problemas muy específicos de la terminología, sugeriré que los esbozos de una crítica a la lectura de Caston se proyectan a un problema filosófico de mayor envergadura, a saber, la brecha no del todo atendida entre el pensamiento moderno y antiguo.
Aunque el largo artículo de Caston fue publicado en el año 2002 y no tendría por qué ser estrictamente “la última versión” de las interpretaciones sobre el tratado aristotélico, me parece que es un texto de suma importancia debido al marco interpretativo y metodológico desde el cual se mueve (y que, en definitiva, funge como eje central de un vasto número de aproximaciones a la filosofía premoderna, especialmente desde el ámbito de los “filósofos de la mente”).1 Esto quiere decir que brindar nuestra atención a sus posibles deficiencias puede darnos pistas sobre problemas de mayor alcance en nuestra lectura, recuperación e interpretación de la filosofía clásica, antigua o premoderna. Así, se pretende que un problema tan particular como el que le interesa a Caston —la conciencia y la cuestión sobre si la percepción sensible entraña ella misma un tipo de percepción consciente— nos obliga a ir más allá en la comprensión que podamos tener sobre el alma y la naturaleza en la filosofía aristotélica.
La lectura crítica por desarrollar sobre la interpretación de Caston permitirá redondear y ampliar el problema de la rehabilitación contemporánea de Aristóteles; en particular, la postura de Burnyeat (y apenas unas sugerencias en torno a Heidegger) frente a otros pensadores contemporáneos se mostrará como espuela para recapacitar sobre algunos de los dogmas modernos que difícilmente son cuestionados al acercarnos a la filosofía clásica.
La forzada equivalencia entre mente y alma
Es relativamente obvio que la psicología aristotélica tiene solo puntos de encuentro con la “mente” moderna o con la idea de “conciencia” que tanto interesa a la filosofía contemporánea.2 Caston tiene en claro que una gran parte de los términos que él y otros tantos utilizan no se encuentra en Aristóteles. Sin embargo, la premisa de partida es que el problema que interesa a Caston —si la conciencia de nuestras percepciones o el hecho de que percibimos que percibimos se halla en la percepción misma o en un “estado mental” o conciencia de “segundo orden” respecto a la percepción primaria— no difiere del problema que a Aristóteles le interesa.3Esta es una manera sencilla, sobria y acertada de plantear el paralelismo: el problema de la percepción al que se enfrentó el Estagirita no difiere, en sí, del que nos enfrentamos nosotros; o como han descrito también a esta aproximación, la “continuidad semántica” (o “equivalencia semántica”) de los problemas es compartida a lo largo de la historia, se reconozca o no (Pannacio, 2019: 14; Castello, 2010: 205-208).
Caston está consciente a su vez de que buena parte de los intereses de la filosofía de la mente están fundados en el cartesianismo, y que la divergencia con Aristóteles es, por tanto, pronunciada. Pero esto no detiene al autor, quien afirma que la “conciencia” misma no es tampoco un concepto inequívoco, claro y distinto. Caston (2002: 752) deja hasta ahí el problema metodológico, y podríamos sugerir que la premisa es, en pocas palabras, que partimos de obscuridad y ambigüedad: no es del todo claro que Aristóteles pueda ser leído con una mirada “mentalista”, pero tampoco es claro qué es para nosotros “mente” o “conciencia”; por ende, estamos obligados a ver los problemas mismos en lugar de detenernos en reflexiones metodológicas preliminares (ver el último párrafo de Husserl, 2009). Este es, hasta cierto punto, un planteamiento virtuoso en una época dominada por el pensamiento historicista (véanse las reflexiones de Castello sobre de Libera: 2010: 216-24). Sin embargo, su coherencia habrá de mostrarse sobre la marcha.
Pero es en esta marcha donde el procedimiento se torna dudoso. Caston está interesado específicamente en un pasaje de De anima (III.2), donde Aristóteles plantea la pregunta sobre si hay un sentido (o percepción), ulterior a los cinco que ya ha descrito, que se encargue de percibir las percepciones. No obstante la complejidad y magnitud de este problema, parece que no puede tomársele sin al menos tener en cuenta el telón de fondo del De anima, a saber, la investigación del alma como principio (ἀρχή), causa (αἰτία) y forma (εἶδος),4 su problematicidad en cuanto a ser o no principio de movimiento y de conocimiento (I.1, 403b, 25, I.5, 411b, 25).
Me parece que la incompatibilidad con la filosofía de la mente se muestra ya muy al inicio del tratado (I.2): Aristóteles comienza sus investigaciones preguntando por el alma como aquello que distingue a los seres animados de los inanimados, sobre todo según el hecho de que los seres animados sienten y se mueven. La ψυχή aristotélica,5 que es idea y sustancia de los seres compuestos, no es siquiera una “premisa” a la cual se llega deduciendo o infiriendo, sino que está dada en nuestra experiencia: el que haya una especie de escalera jerárquica de capacidades entre las almas que solo se nutren, las que se nutren y sienten, y las que se nutren, sienten y piensan, es un planteamiento que va del todo de la experiencia a las partes analizables en cada ser animado y no a la inversa (I.1, I.5).
Podría intuirse que la incompatibilidad reside en que la “mente” pone el énfasis en la cognición o las capacidades de pensamiento, mientras el alma de Aristóteles difícilmente se reduce al pensamiento (si bien el propio dar cuenta de los diferentes estratos psicológicos es posible únicamente gracias a este, es decir, la mirada humana que descubre el orden). Pero lo cierto es que el propio Descartes, si es admisible que la “mente” de la “filosofía de la mente” está enraizada en el cogito cartesiano, no hace tampoco una reducción a las capacidades discursivas: “¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente” (Descartes, 2013: 159). El cogito cartesiano, aunque no es mero discurrir cognitivo, está esencialmente lejos del alma aristotélica como forma de los seres cuyo principio de movimiento se encuentra en ellos mismos. Es inevitable preguntarse si los “estados mentales” tan en boga, y en los cuales se inscribe Caston al interpretar a Aristóteles, no son idénticos a lo que Descartes describe en la cita anterior: la mente y sus estados involucran el juicio, la volición, la cognición, la imaginación y la percepción. No es entonces un asunto de reducción a capacidades discursivas, sino un alejamiento del alma como forma y principio de los seres vivientes.
Por último, tomando un ejemplo de cierta radicalidad en la propia obra de Aristóteles, se encontrará en De anima que el alma no padece movimientos, alteraciones o actividades ella misma: “que es el alma quien se irrita, sería algo así como afirmar que es el alma la que teje o edifica” (I.4, 408b, 10). Las distintas actividades, movimientos y afecciones pueden terminar en ella u originarse en ella, mas no es en ella en sí y por sí donde se “encuentran” estos cambios. De ahí que Aristóteles esté muy cerca —pero no del todo— de hacer equivalentes al intelecto (nous) y al alma: así como este no sufre corrupción, la capacidad de ver de un anciano es la misma que la de un joven; si dispusiera de “un ojo apropiado” podría ver igual que el joven. Como se nota, estas son premisas que deambulan por capacidades (que hacen referencia a la doctrina aristotélica de la potencia y el acto) y principios al grado de enunciar ideas tan extrañas para nosotros como aquella de la capacidad de la vista. La filosofía de la mente, en cambio, parece concebir a la mente más bien como un conjunto o un gran saco que reúne las actividades “mentales” descritas en la cita cartesiana, pero no, en modo alguno, como principio y causa de aquellas capacidades (uno está tentado a decir que la “mente” se da más bien como un rubro, etiqueta o rótulo de problemas).
¿Hay “conciencia” en Aristóteles?
Me parece que las consideraciones anteriores brindan las pistas elementales para responder esta pregunta. Sin embargo, vale la pena indicar específicamente de dónde Caston extrae el problema de la “conciencia” en Aristóteles. En realidad, el asunto es más o menos dado por sentado desde la posibilidad de encontrar un “sentido interno” (un sentido interno de la conciencia) relacionado al conocimiento reflexivo (Oehler, 1974: 497) y la profundamente explorada cuestión de la conciencia de la percepción: la presentación de un fenómeno mental, tanto percibido sensiblemente como cognitivamente, está acompañada siempre de la conciencia de esa presentación (ambas posibilidades desarrolladas famosamente por Brentano [1973: 170-94] y proyectadas hacia el descubrimiento de la intencionalidad y las consabidas aportaciones de Husserl [1976, quinta investigación, segundo capítulo] y la fenomenología).6
Pero si dudamos ya de la idea misma de “fenómenos mentales” y la equiparación de mente y alma en nuestra lectura de Aristóteles, debemos exigir ver con más precisión qué es la conciencia para el Estagirita. El problema desarrollado por Brentano y del cual se ocupa mayormente Caston en su artículo está explícitamente formulado en De anima III.2, pasaje al cual Caston dedica todos sus esfuerzos. Y aunque efectivamente Aristóteles plantea ahí el problema de una percepción / una facultad (más adelante distinguiremos estas, junto con Caston) de “segundo orden” que pueda percibir lo que uno percibe / la facultad que percibe, no hay en todo el pasaje referencia alguna a la “conciencia”, por necesario que nos pudiera parecer a nosotros.
La palabra que utiliza Aristóteles es “sensación” o “percepción” (αἴσθησις) en diferentes acepciones, como su forma verbal infinitiva: αἰσθάνεσθαι.7 “Dado que percibimos (αἰσθανόμεθα) que vemos y oímos, el acto de ver (ὄψει) habrá de percibirse (αἰσθάνεσθαι) forzosamente o con la vista (ὁρᾷ) o con algún otro (ἢ ἑτέρᾳ) [¿otra percepción, otro sentido?]” (425b,10). Fuera de los malabares interpretativos a los que Caston se enfrentará para traducir este difícil pasaje, lo cierto es que en todo momento hablamos de percepción, y, en todo caso, la capacidad de percibir una de nuestras percepciones. ¿Pero es esto conciencia? Caston refiere sin comentar a las distinciones que emprende Aristóteles en II.5, pero estas están circunscritas también al problema de la αἴσθησις según se encuentre en acto o en potencia. Decimos del “sentir” (αἰσθάνεσθαι) que podemos ver u oír cuando estamos dormidos y que de hecho vemos u oímos cuando estamos despiertos; también así hay que decir de la “sensación” (αἰσθητόν), ya sea que esté en acto o en potencia.
Como se ve, la genuina discusión aristotélica sobre la percepción, ya sea la percepción del sensible, ya sea la percepción de que percibimos un sensible, está inevitablemente ligada a su discusión sobre el acto y la potencia. De ahí que en el mismo pasaje que nos interesa (III.2) Aristóteles continúe diciendo, más adelante, que “incluso cuando no vemos, distinguimos con la vista la oscuridad y la luz, aunque no de la misma manera”. Es decir, no solo cuando no vemos “con normalidad”, sino cuando no vemos en acto, podríamos decir que hay ciertas distinciones dadas a la facultad o potencia de la vista. Caston, sin embargo, no alude al problema potencia-acto en toda esta discusión sino hasta consideraciones muy posteriores. En otras palabras, Caston ve en el pasaje de la percepción y su posible “segundo orden” el problema de la conciencia, pero no parece notar que la divergencia es marcada no solo por la ausencia de “conciencia”, sino por la circunscripción de la percepción a la distinción entre potencia y acto, que en última instancia nos conduce a las “facultades” del alma y, finalmente, al alma misma como principio y forma.
Lo anterior provoca que Caston deba buscar la justificación de la conciencia en otra multitud de textos aristotélicos. Llaman la atención especialmente dos ejemplos de obras fundamentales.8 El primero se trata de un pasaje de la Física (VII.2) dedicado al movimiento, aquello que mueve y aquello que es movido, y cómo estos deben tener algún tipo de contacto entre ellos. Aristóteles distingue entonces entre la alteración que sucede en lo inanimado y lo animado: todas las alteraciones de lo inanimado pueden suceder en lo animado, pero no a la inversa, pues lo inanimado no participa de sensaciones y, por lo tanto, no “se da cuenta de lo que le afecta […] Aunque nada impide que tampoco lo animado se dé cuenta de lo que le afecta cuando la alteración no se produce según la sensación” (244b, 15). Este “no darse cuenta de lo que le afecta” (οὐ λανθάνει πάσχον) parece dar en el clavo de la “conciencia” que Caston refiere. Pues no se trata únicamente de la sencilla diferenciación entre cosas inanimadas que no “se dan cuenta” de los objetos de su mundo, sino la constitución misma de la percepción como “darse cuenta” de la percepción misma, de ser afectado. La percepción, por lo tanto, tendría el carácter fundamental de “conciencia” o de darse cuenta de la percepción misma.
Así pues, con el οὐ λανθάνει parece que encontramos el refugio buscado: lo que no pasa desapercibido, lo que no escapa nuestra noticia, lo que no queda oculto. No está de más hacer notar que este mismo λήθω funge como raíz de ἀλήθεια, lo cual nos conduciría por caminos muy inesperados para Caston y la filosofía de la mente. De cualquier forma, el problema más superficial reside en que no hay tal cosa como οὐ λανθάνει en el pasaje principal de De anima, al cual Caston dedica su interpretación. Y si la “conciencia” de que toda percepción implica percepción de sí misma fuera realmente el problema que Aristóteles revela en aquel pasaje, ¿no sería esperable que se valiera de nuevo de aquel término mucho más explícito que las distintas formaciones verbales y sustantivas de αἴσθησις?
El segundo ejemplo al que debemos poner nuestra atención—por su sorpresiva descontextualización— se encuentra en Ética nicomáquea. Es un capítulo dedicado a la amistad y la vida feliz, específicamente a la naturaleza buena que tiene en hombres buenos el hacerse de amigos virtuosos. Las líneas que llaman la atención de Caston son las siguientes:
si el que ve se da cuenta de que ve, y el que oye de que oye […] e igualmente en los otros casos hay algo de nosotros que percibe que estamos actuando, de tal manera que nos damos cuenta, cuando sentimos, de que sentimos […] y si el darse uno cuenta de que vive es agradable por sí mismo […] y si el hombre virtuoso está dispuesto para el amigo como para consigo mismo […] entonces, así como la propia existencia es apetecible para cada uno, así lo será también la existencia del amigo (EN, IX.9, 1170a, 28 - 1170b, 8).
Por supuesto, Caston no está preocupado por la inserción y significado de este pasaje en el contexto de la amistad, esto es, en el contexto de la discusión que de hecho está pensando Aristóteles. La atención de Caston se dirige únicamente al hecho de que “nos damos cuenta” o “percibimos” que percibimos. En este caso, los verbos utilizados por Aristóteles son de nuevo variaciones de αἰσθάνεσθαι, y usualmente se les traduce, sin muchas reservas, como “darse cuenta” o “ser consciente”. Es un asunto tremendamente problemático, pues si el αἰσθάνεσθαι de De anima parecía hacernos pensar que la “intencionalidad de segundo orden”, —para valernos de términos no aristotélicos— pertenece a la percepción, y esta, a su vez, a toda alma sensible, no se trataría, por lo tanto, de un problema cognitivo que se restringiera al alma humana —en otras palabras, que también las percepciones de los animales tienen estas características—, en el pasaje recién citado encontramos unas líneas antes lo siguiente: “la vida se define por una facultad de sensación en el caso de los animales, y por una facultad de sensación y de pensamiento en los hombres; pero la facultad se refiere a la correspondiente actividad, y la actividad es lo principal; así, el vivir parece consistir principalmente en sentir y pensar” (EN, IX.9, 1170a, 15-19). Lo que significa, en el contexto de la Ética, que la amistad no es una posibilidad de animales, sino de humanos que por naturaleza buscan al que es bueno por naturaleza, al que es virtuoso. El αἰσθάνεσθαι de este pasaje no puede ser comparable con el de De anima: sugiere un asunto que es exclusivamente humano, pues son los humanos quienes consideran que la vida es buena por naturaleza, y el “darse cuenta” está referido a las máximas facultades del alma, sentir y pensar, no solo sentir.
Caston (2002: 775) muestra que la versión aristotélica de la percepción de la percepción aplicaría, según este pasaje de la Ética, a “todos los estados mentales que pudieran ocurrir” (ὅτι ἐνεργοῦμεν)”. En este paréntesis del texto en griego, que se refiere al “que estamos actuando” de Aristóteles, Caston introduce una larguísima nota que explica todos los “verbos mentales” a los que haría alusión tal “estamos actuando” o que “estamos en actividad”. Pero, de nuevo, ¿hay aquí “estados mentales”, “verbos mentales”, un “ψ que uno ψ”? ¿No es esta una artificialidad extraordinaria? Que “estemos actuando”, en este contexto de una discusión sobre la amistad y la vida feliz, quizás haga referencia más bien al hecho moral de nuestras actividades sustentadas en que las “percibimos”, a que somos capaces de notar “que la existencia es buena”, como Aristóteles dice en estas mismas líneas.
Hay que decir, por lo tanto, que el embrollo interpretativo en que se arroja Caston para distinguir estados mentales, verbos mentales, conciencia fenoménica (como la de la percepción de la percepción inherente a la percepción misma) o conciencia de acceso (una capacidad de mayor cognición que de sensibilidad donde “accedemos” a esa caja de herramientas de la conciencia para tomar decisiones; probablemente es ahí donde insertarían estos autores la capacidad moral en la amistad de la Ética nicomáquea (Byrne, 2004), se vale de un vicio interpretativo, a saber, brincar de un texto a otro buscando las palabras que a uno le sirvan para sus discusiones contemporáneas.
¿Cuál es la mayor prueba de ello? El que, por ejemplo, Caston vea en su distinción entre conciencia fenoménica y conciencia de acceso un problema equiparable al de la experiencia de “robots y zombis”. Mientras la conciencia fenoménica requiere la percepción de la percepción, la conciencia de acceso es más bien el uso de un “agente cognitivo” de su “caja de herramientas” para razonar y actuar, algo que muy bien podría tener un zombi o un robot sin experimentar conciencia de los fenómenos. Estas analogías son a mi juicio una imprudente falta de seriedad, pues Aristóteles no hacía “experimentos mentales” por diversión, sino que su tratado sobre el alma se funda en la experiencia de la totalidad y las partes del fenómeno “vida”.9
La lectura de la potencia y la actividad
Lo anterior no significa, sin embargo, que Caston sea descuidado en el argumento mismo. Como ya he dicho, la lectura que hace del pasaje inicial de III.2 de De anima es sumamente minuciosa y saca a la luz detalles que son perdidos y dados por sentado en la traducción del texto. Su objetivo es, en resumidas cuentas, mostrar que la comprensión aristotélica de la percepción es superior a los planteamientos en los que se ha dividido la filosofía de la mente contemporánea: por una parte los teóricos de “primer orden” y por otra los de “segundo orden” (Caston, 2002: 752-753, 777-781, 799; véase Lycan, 2004). Los de primer orden afirman que la conciencia de la percepción se da en la percepción misma de manera intrínseca. Esto los enfrenta, primero, a la dificultad de que toda percepción tendría que ser consciente, y, segundo, al hecho de que la “conciencia” de primer orden, para solucionar aquel problema, tendría que ser muy primitiva o elemental y por tanto no habría nada más que decir sobre ella. Los teóricos de “segundo orden” plantearían una estructura relacional entre el primer estado mental de la percepción y el segundo estado mental que percibe al primero. Esto, a su vez, los enfrenta al problema de la “regresión al infinito” que ya veía claramente Aristóteles, y, por otra parte, los obliga a postular una compleja teoría de estados mentales para afirmar algo que es de por sí bastante intuitivo, esto es, que percibimos que percibimos algo.
Caston encuentra en Aristóteles una aproximación que lograría salir victoriosa de ambos polos y sus respectivos riesgos en el contexto de aquella discusión contemporánea.10 También encontrará que la “teoría de la percepción” aristotélica logra esquivar los vicios de otro dualismo contemporáneo, a saber, por una parte, que nuestra percepción encarna o se hace equivalente a las cualidades de lo percibido (intencionalismo) y, por otra parte, que hay un carácter fenoménico de la percepción que no se puede reducir a las cualidades representadas (planteamiento de los qualia: hay un elemento de la experiencia subjetiva irreductible y único) (Caston, 2002: 788-791).11 Como se ha hilado ya en las notas anteriores, es especialmente el primer objetivo de Caston el que interesa a este trabajo. La brevedad de este comentario no permitirá replantear y ahondar en su propuesta interpretativa ni en la necesidad de re-traducir el pasaje aristotélico en la cual se funda. Sin embargo, los puntos nodales que el autor presenta pueden ser entendidos mostrando las traducciones. Por ejemplo, la traducción de Tomás Calvo al español dice lo siguiente:
Dado que percibimos que vemos y oímos, el acto de ver habrá de percibirse forzosamente o con la vista o con algún otro sentido. Ahora bien, en este último supuesto el mismo sentido captaría la vista y el color, objeto de esta. Luego habrá dos sentidos que capten el mismo objeto a no ser que el mismo sentido se capte a sí mismo. Pero es que, además, si fuera otro el sentido encargado de captar la vista o bien habrá una serie infinita o bien habrá, en último término, algún sentido que se capte a sí mismo. Establezcamos esto, pues, respecto del primero de la serie (De an., III.2, 425b, 12-17).
En los términos de Caston, esta sería una traducción que complementaría la lectura de la capacidad con la lectura de la actividad. Lo que aquí Calvo traduce como “acto de ver” (τῇ ὄψει) podría también traducirse como “vista” o “visión”, de tal manera que quede indeterminado si se trata del acto de ver o de la capacidad de ver, pues para referirse específicamente a la actividad de ver puede utilizarse el término ὅρασις. Lo mismo sucede en cada caso con αἴσθησις, que puede ser traducida como una capacidad o como una actividad. Hay que hacer notar marginalmente que la capacidad es δύναμις, y por lo tanto el problema nos remite a la distinción ya señalada entre potencia y acto, de lo cual, a su vez, debemos apuntar un par de notas: para Aristóteles la preeminencia la tiene el acto, no la potencia (ver Boeri, 2010: 187); sin embargo, la distinción entre potencia y acto (la necesidad de siempre referir a facultades o capacidades que quizás desde nuestra moderna mirada nos parecería innecesaria o muy dada a la “metafísica”) permite sustentar, por ejemplo, que el alma capte la forma (εἶδος) de los objetos sensibles sin su materia, como el sello de un anillo en la cera, es decir, permite que el alma, aunque no sea en potencia igual a la forma que percibe, sí pueda serlo en acto; hay una especie de coincidencia entre lo que el alma es o hace y lo que el objeto es o hace (Rosen, 1961: 131-132). Este planteamiento llega también a las facultades sensibles y los objetos sensibles: la vista es en acto lo mismo que el objeto en acto; los ojos que activamente ven “se colorean”.12
Pues bien, es en este problemático marco en el que Calvo traduce “con algún otro sentido”, que, como también ya hemos señalado, infiere ese “otro sentido”, pues lo único que estrictamente tenemos es, en este caso, ὁρᾷ. Calvo infiere que el “acto de ver” se percibe con “la vista” o “algún otro sentido”, asumiendo que es “otro sentido” porque “la vista” es un sentido. Esta lectura condiciona el resto del pasaje. Después de una larga exploración del problema, sobre todo de las consecuencias a que llevaría suponer un sexto sentido que capte a los demás, y de este un séptimo, etc., Caston muestra su propia interpretación del pasaje bajo una lectura que es únicamente de actividades:
Dado que percibimos que vemos y que oímos, es necesariamente por medio del ver que se percibe que se ve o mediante otra [percepción]. Pero la misma [percepción] sería del ver y del color que subyace a esta, con el resultado de que alguna de las dos [percepciones] será de la misma cosa o esta [la percepción] será de sí misma. Además, si la percepción de ver es una [percepción] diferente, esta habrá de proceder al infinito o alguna [percepción] será de sí misma; luego, debemos establecer ésta en primera instancia (2002: 769, 773).
Lo que gana Caston con esta traducción es no salir de la percepción misma, esto es, no escapar a segundos órdenes de facultades, sentidos o capacidades. Así, en este primer orden de la percepción, podemos decir que no se trata de “ser informado” de que estamos viendo, oyendo, etc., sino simplemente que percibimos que percibimos cierto objeto de cierto contenido.13 La dicotomía se abre: nuestra percepción de que percibimos puede ser una segunda percepción distinta de la primera ad infinitum, o en la primera percepción se encuentra la misma percepción de sí. Aún más, por transitividad, si vemos un objeto x y percibimos que vemos un objeto x, nuestra percepción segunda también es del objeto x. Esto significaría que hay dos percepciones del mismo objeto, lo cual es “inaceptable en términos fenomenológicos” (Caston, 2002: 772). Calvo explica este problema desde el marco del propio Aristóteles (a mi juicio, el mejor marco para interpretar a Aristóteles): “puesto que la visión «en acto» se identifica con el color «en acto» […] ese hipotético segundo sentido que captaría el acto de ver habría de captar, por lo mismo, el color en acto”. Como se ve, aquí ya no resulta completamente necesario distinguir entre la lectura de las actividades o de las potencias, pues el resultado es el mismo: se habla, pues, de los actos de facultades o capacidades, y puesto que estas, cuando están en acto, son idénticas al acto de lo sensible, el “segundo sentido” (o acto del sentido) sería también igual al acto del sensible. En realidad, Calvo indica más o menos lo mismo que Caston, pero salvando además el hecho del elemento sensible que, en acto, es uno y el mismo que el acto de percibir. Este es un problema que Caston deja olvidado y solo puede recuperar mucho más adelante (específicamente, en su apartado sobre la “transparencia” que ya dirige la mirada del lector a otros problemas).
Con todo, la lectura de actividades plantea todos los elementos que necesita el autor para probar su primer objetivo, a saber, que Aristóteles logra conceptualizar la percepción de una manera que salva las virtudes de los planteamientos de primer y segundo orden sin caer en sus vicios. Sin entrar en los finos detalles argumentativos de Caston, basta decir que Aristóteles mantiene la posición relacional e intencional de la conciencia, es decir, que somos conscientes de nuestras percepciones en la percepción misma sin recurrir a un sentido interno (o a una “apercepción” al estilo kantiano y neokantiano: véase Rosen, 1993: 42), a un escáner mental que dé cuenta de nuestras percepciones, aunque al mismo tiempo se pueda explicar cómo percibimos que percibimos. En pocas palabras, mantiene la intuición general de que somos conscientes de nuestras percepciones y al mismo tiempo es capaz de explicar esa consciencia: se trata de la “reflexividad” relacional de la propia percepción, esto es, mantiene en un estatuto distinto la percepción de la percepción ante la pura percepción (el inicio mismo del pasaje da cuenta de ello: “dado que percibimos que vemos y oímos…”, III.2, 425b, 12). En palabras menos afortunadas, “la actividad token será dirigida sobre ella misma” (Caston, 2002: 778), esto es, nuestra particular percepción como “veo una vaca” da cuenta de ella misma reflexivamente y sin mediaciones.14
Forma sin materia, aristotelismo a medias y la reapertura del problema
Caston (2002: 782-785) piensa haber formulado la solución aristotélica de forma suficiente aunque sin contestar aún con precisión el cómo, esto es, cómo puede ser tal planteamiento de la conciencia de la percepción en tanto intencional y relacional posible. Esto lo lleva a argumentar y comentar con todavía más precisión el mismo pasaje hasta el final, especialmente mediante la analogía con una propuesta de G. E. Moore sobre la “transparencia”. Hasta este punto se verá por fin el problema de la coincidencia entre la actividad del sensible y la actividad de la capacidad, o, en los términos de Caston, la percepción simpliciter. En palabras de Aristóteles, “si aquello que ve puede, a su vez, ser visto, será porque aquello que primariamente ve posee color. […] además, aquello que ve está en cierto modo coloreado, ya que cada órgano sensorial es capaz de recibir la cualidad sensible sin la materia […] El acto de lo sensible y el del sentido son uno y el mismo, si bien su esencia no es la misma” (III.2, 245b, 19-20). Con ello, es inevitable traer a cuenta el famoso pasaje de la cera: “En relación con todos los sentidos en general ha de entenderse que sentido es la facultad capaz de recibir las formas sensibles (αἰσθητῶν εἰδῶν) sin la materia al modo en que la cera recibe la marca del anillo sin el hierro ni el oro: y es que recibe la marca del oro o de bronce pero no en tanto que es de oro o de bronce” (II.12, 424a, 17-21).
Caston pone por fin atención a este problema, pero la manera en la que lo discute parece poner a su lector en una distancia abismal del ejemplo de la cera,15 al de la distinción entre potencia y acto, y al mismo pasaje sobre la percepción de la percepción. Esta distancia ocurre por su afán de lectura “activista”, donde la tesis aristotélica sobre la “identidad” entre el sensible en acto y la facultad en acto es vista solo en tanto las aporías que tal identificación arrojaría a su desarrollo sobre la conciencia de las percepciones. A mi juicio, Caston no logra explicitar los problemas aristotélicos desde el marco aristotélico, y con ello su problematización en términos contemporáneos tiende al peligro de obscurecer el problema mismo al obscurecer al propio Aristóteles.
Me parece que los problemas abordados hasta ahora encuentran su expresión sustancial en el escrito de Burnyeat integrado al libro de Nussbaum y Oksenberg (1995) dedicado al De anima. Se trata del callejón sin salida al cual necesariamente parecen llegar las interpretaciones mentalistas contemporáneas de Aristóteles. La discusión en que se embarca Burnyeat, aunque es de pasajes del De anima muy cercanos a los que Caston ha atendido, se enmarca en propósitos distintos. Burnyeat no discute específicamente el problema de la percepción de percepciones en primer y segundo orden, pero sí el problema también fundamental de los mismos pasajes: que el acto de la percepción es el mismo que el acto del sensible y que la percepción es también siempre conciencia de percibir.16 El propósito del autor es desmentir la lectura de Nussbaum, Putnam, Sorabji y algunos otros que entienden a Aristóteles como un antiguo defensor de lo que hoy llamarían funcionalismo. El problema reside no tanto en nuestras diferencias respecto a la “mente” o “alma” según la perspectiva antigua o moderna, sino en la contraparte física que nuestros pensadores modernos y contemporáneos no podrían en modo alguno aceptar (Burnyeat, 1995: 18-9).17
Así como Caston busca en Aristóteles un punto medio o al menos una posición que evada los vicios del dualismo contemporáneo entre teorías de primer y segundo orden, la discusión que toma Burnyeat es la de la búsqueda de un punto medio entre la lectura fisiológica de la percepción (por ejemplo, que el órgano sensorial toma en términos físicos la forma del objeto sensible: el ojo se colorea) y la lectura que quita todo sentido fisiológico (por ejemplo, la de Brentano, donde la facultad que toma la forma del objeto sensible coincide con la intencionalidad del objeto mental y nada más). Pero tal búsqueda ignora que la tesis de Aristóteles, en lugar de ser tibia respecto a posiciones ontológicas, las sostiene expresamente: “el material físico de los cuerpos de los animales, en el mundo de Aristóteles, está ya preñado de conciencia, necesitando solo ser despertado en rojo o calor” (Burnyeat, 1995: 22). Sabemos que en partes fundamentales del tratado Aristóteles se pregunta si acaso la alteración de los objetos sensibles solo afecta al animal que lo percibe o también a otros objetos; la respuesta del Estagirita es que también afecta, por ejemplo, al aire: el olor no solo afecta al órgano que lo percibe, sino que hace al aire oloroso, lo hace perceptible (De an., II.12, 424b). Que la percepción consista en recibir la forma sin contenido significa, según Burnyeat, no que recibimos fisiológicamente al objeto sensible —en realidad la lectura tradicional generalmente ha negado esto—, sino que somos conscientes de la “forma” del objeto; la percepción es desde el inicio conciencia de la percepción.
Hasta este punto la lectura de Burnyeat y la de Caston coinciden, ambos manifiestan que la percepción está preñada de conciencia de la percepción desde el inicio. Sin embargo, a diferencia de Caston, Burnyeat no cree que esto pueda ser explicado con la minuciosidad que Caston ha intentado: “en cierto sentido las capacidades perceptivas del animal no requieren de explicación. Para Aristóteles tales capacidades son parte de la vida del animal y en el mundo de Aristóteles la emergencia de la vida no requiere de explicación. Para Aristóteles es la existencia de la vida lo que explica por qué los animales tienen las constituciones físicas que tienen, no al revés” (Burnyeat, 1995: 25; ver Aristóteles, De an., I.1, I.5). La “metodología” aristotélica —que en cierto modo continúa la de Platón— admite una experiencia primera y unitaria (ver Fís., 184a, 17); y si es posible dar cuenta de forma detallada y jerárquica sobre las capacidades de cada alma, ello se debe a nuestra experiencia de la vida misma, a que presenciamos lo que es “primero para nosotros” con cierta evidencia. Aquí se encuentra la vieja querella con las explicaciones que pretende dar la ciencia natural moderna, que iría de abajo hacia arriba, que reconstruiría una historia sobre cómo la vida se generó; pero, como dice Burnyeat, para Aristóteles “no hay historia que contar”.
Lo cierto es que Caston no está comprometido, y al parecer ni siquiera interesado, en llevar la discusión a los términos anteriores (por ejemplo, la expresión fisiológica de la tesis sobre recibir la forma sin materia). Caston parece estar haciendo algo más cercano a la fenomenología, una descripción de cómo y en qué condiciones aparecen los fenómenos en un ámbito puramente mental. Pero lo cierto es que para Aristóteles, la discusión sobre la percepción necesariamente está referida, también, a una parte fisiológica sobre la constitución y función de los órganos; en otras palabras, no es posible abordar la cuestión únicamente desde el marco “mental” de la percepción y satisfacerse con ello.18 Y sin embargo, al mismo tiempo, ese suelo fisiológico es marcadamente opuesto al nuestro, a nuestra perspectiva moderna que no admitiría en modo alguno que la diferencia entre lo animado y lo inanimado se da sencillamente por el alma, y, al menos en los animales y humanos, por su facultad de percibir (percibir que percibimos). En las palabras conclusivas de Burnyeat, “Para ser verdaderamente aristotélicos, tendríamos que dejar de creer que la emergencia de la vida o del alma requiere de una explicación” (1995: 29).
La conclusión de Burnyeat es atrevida, pues espolea a admitir el marco cartesiano y científico-moderno en el cual necesariamente están establecidos nuestros problemas en torno a los “estados mentales”, “problema alma-cuerpo”, “conciencia”, etc. De ahí que diga provocativamente que lo único que podemos hacer con la doctrina aristotélica de la percepción es “lo que hizo el siglo XVII: tirarla a la basura” (1995: 29). Nussbaum y Putnam (1995: 50), a quienes finalmente está dirigido el escrito de Burnyeat, contestarán con indignación que ellos sí que pueden llamarse, definirse y sentirse aristotélicos, pues rechazan la premisa básica de que, puesto que para Aristóteles la vida- alma no podía tener una explicación en sentido estricto, nuestra única solución sería tirar a Aristóteles a la basura. Toman a Burnyeat por el peor de los lados, asumiendo, en pocas palabras, que su postura consiste en concebir a Aristóteles como un idiota que vivía en un mundo mágico donde la vida no requería explicación.
A mi juicio, el propósito de Burnyeat es más bien retórico. Es poco probable que genuinamente pensara que la mejor resolución sería quemar los libros de Aristóteles (más aún si consideramos que consagró su vida a la filosofía clásica y especialmente al Estagirita). Más bien, su intención es mostrar que la lectura y comprensión de la filosofía aristotélica tendría que incitarnos a cuestionar dogmas básicos de la ciencia natural moderna y de la filosofía instalada en ella desde entonces (pues de no hacerlo, efectivamente, no habría más que ser coherentes con la actitud de los fundadores modernos y tirar a Aristóteles a la basura). Si el acceso al Estagirita se guía según la confirmación o complementación de discusiones contemporáneas sobre filosofía de la mente —fundamentadas en una comprensión moderna de la naturaleza, una comprensión anti-clásica y marcadamente anti-aristotélica del alma, etc.—, lo más probable es que no terminemos sino jugando con nosotros mismos.
Consideraciones finales
Este breve esbozo de puntos críticos en la lectura mentalista de Aristóteles conduce a apuntar hacia otro ámbito que parece encontrarse en descrédito al interior de la filosofía de la mente. Bajo el desafortunado rubro de “continental” parecería que las interpretaciones fenomenológicas de Heidegger (2002) en torno a Aristóteles no merecen buen pronóstico. Pero lo cierto es que, aunque para sus propios propósitos y sus propias lecturas parciales conducidas a la crítica radical de todo el pensamiento occidental, Heidegger logra poner, como un gran pensador dijera, “las raíces al descubierto” del pensamiento aristotélico (Strauss, 2014: 164). En las esquemáticas notas que Oscar Becker tomara sobre los seminarios de Heidegger de 1921-1923 dedicados a la lectura de algunos pasajes del De anima, Metafísica y Ética nicomáquea, encontramos lo siguiente: “La αἴσθησις es un modo de la ζῆν (c[on] ἀρχή). Vivir (ζῆν) es un modo determinado del ser, para cada modo de ser hay un ἀρχή. La αἴσθησις es genuinamente un ἀρχή de la vida. Sigue siendo un δυνάμει ὄν (un algo que puede). / (¡Todo esto está perdido en el concepto moderno de sensación <Sinnesempfindung>!)” (Becker, 2022: 22).
La comprensión moderna de αἴσθησις como sensación o incluso como percepción, junto con sus respectivas esquematizaciones y profundas discusiones, perderían de vista el problema fundamental para el propio Aristóteles. Antes tan solo sugerí que cuando Caston acude a cierto pasaje de la Física para mostrar que a lo animado οὐ λανθάνει πάσχον, que no se le oculta la afección, no refiere a la raíz común de aquella palabra con ἀλήθεια. ¿No es en este sentido sorprendente que Heidegger, con todo y su consabido “excentricismo”, sí lo haga?: “La αἴσθησις es originariamente ἀληθής: νοῦς αἴσθησίς τις. / Todo el problema se encuentra antes de la separación de lo teorético y lo práctico. El trato (αἴσθησις y πρᾶξις) ya tiene ahí al mundo como un algo develado. / «Verdadero» no tiene aquí ningún sentido; pero ἀ-ληθής sí” (Becker, 2022: 32).
Lo mismo sucede en el pasaje de Ética nicomáquea antes citado, donde Caston solo ve una pieza más de su teoría de la percepción y no en modo alguno el suelo “ético”, si queremos vivencial, en torno al cual está pensando Aristóteles el problema de la αἴσθησις. Es por ello extraordinario que a partir de las lecturas abiertas por Heidegger se posibilite una interpretación más genuina del pensamiento aristotélico.19 Así, Gibu (2022), implícitamente en aquel marco heideggeriano, reflexiona sobre el papel de la κοινὴ αἴσθησις, un concepto también aledaño a los pasajes de De anima (III.1) en los que hemos transitado, en conexión con el conocimiento práctico que, más que restringirse al ámbito “moral”, es expresión de la vida humana en su movimiento y comprensión natural del mundo. Así pues, son del todo pertinentes los pasajes del Protréptico a los que Gibu dirige nuestra atención al final de su escrito: “Pero es que, efectivamente, el vivir se distingue del no vivir por la sensación, y se define el vivir por la presencia y el poder de esta, pues si esta se pierde, vivir no merece la pena, como si con la sensación se extinguiera el hecho mismo de vivir” (fr. 74), y “si vivir es deseable gracias a la sensación, y la sensación es una especie de conocimiento, y además deseamos vivir porque el alma es capaz de adquirir conocimiento a través de ella…” (fr. 76). Se trata, como agrega Gibu, de una condición vital capaz “de establecer un vínculo consciente con su entorno” (2022: 192). El pasaje de Ética nicomáquea (IX.9, 1170a-b), en este sentido, cobra pleno sentido respecto a la amistad: la αἴσθησις compartiría el suelo con la prudencia o conocimiento práctico sobre el buen vivir, en el caso humano, y fungiría de función vital para relacionarse con el mundo en el caso de los animales.
En retrospectiva, la minuciosa interpretación de Victor Caston tiene los límites impuestos por la comprensión de un Aristóteles visto desde las preocupaciones heredadas por el pensamiento moderno. Esto levanta serias dudas en una metodología que parecía en principio virtuosa, pues no se trata únicamente de admitir la “equivalencia semántica” de los problemas compartidos por griegos antiguos, árabes medievales y mexicanos del siglo XXI; mientras la aproximación al pensador antiguo sea descuidada en comprender, por decirlo con Leo Strauss, al pensador tal como este se comprendió a sí mismo, parece correr todos los peligros al embarcarse sin más en la recolección de fríos fragmentos que sirvan para formar una maquinaria de teorías.20
Este es un problema al que nos arrojaba con provocación Burn yeat: tirar a Aristóteles a la basura se muestra como la consecuencia más honesta si no ponemos en cuestión las premisas básicas con las cuales, asentados en fundadores de la Modernidad como Descartes, comprendemos el alma humana, la naturaleza y la percepción. Todo esto nos conduce finalmente a plantear, aunque sea preliminarmente, la necesidad de reabrir la querelle des Anciens et des Modernes, lo cual quiere también decir: admitir la posibilidad de que los antiguos pudieran ser superiores a los modernos.