Introducción
A partir de algunos estudios de antropología cultural realizados por Claudio Esteva Fabregat, este trabajo se propone suscitar interrogantes respecto de las características de la familia latinoamericana, la mexicana incluida: ¿se trata de una familia patriarcal, como dejan entrever o declaran incluso frontalmente muchos estudios de género actuales, que consideran el machismo como el principal problema y lo identifican entonces con el patriarcado? ¿Se justifica en este caso un discurso contra el patriarcado occidental basado en “la razón”?
En buena medida a contracorriente se sostendrá que, culturalmente hablando, la familia latinoamericana no es un patriarcado (así sea el lugar del paternalismo), sin que deba negarse la existencia del machismo, entendido en esencia como el derecho al ejercicio de la fuerza física o su ejercicio real basado en la superioridad del hombre en este terreno, lo que implica así violencia doméstica.
La palabra “macho”, hay que decirlo, asociada con México (“machismo” es un mexicanismo, originalmente inexistente en otros países de habla hispana) y que ha dado lugar a que se hable hoy de machismo en distintas latitudes, no siempre tuvo una connotación “positiva” en el sentido de “ser muy macho”, como contrario de “mandilón”. Hasta los años treinta o cuarenta, cuando empezó a tenerla -el mexicanismo se afianzó en el idioma inglés en 1948- era incluso en México equivalente de vulgaridad, algo mal visto, a diferencia de expresiones como “muy hombre”, “hombre de verdad”, “valiente” o “muy valiente”.1 Así, el macho o “muy macho”, si se considera ese ingrediente vulgar y, por cierto, muy urbano, remite al instinto, a lo pulsional y agresivo, así sea en el manejo de los humores; a la fuerza física del hombre que abusa de ella, como ya se indicó; o al hombre que ostenta ese poderío del instinto, lo que con todo no le da forzosamente poder (colectivo) ni autoridad o ascendente.
Si tuviera que buscarse una figura equivalente en el imaginario español, sería el Manolo, no el Escarramán ni el Pichi: el primero concede la preponderancia a los valores vitales sobre los espirituales, lo que quiere decir, sobre todo, que a falta de derechos representativos y de alcurnia reivindica la fuerza, manifestando su presencia y sus instintos, entre los cuales el sexual es fundamental.2
Conviene no olvidar que en México hay un equivalente del macho: la “hembra”, de la cual llega a hablarse como si fuera yegua (no exenta de provocación hacia el hombre), figura muy distinta de la dama; así como hay comportamiento de hembra, lo hay de dama, ¡o ambivalente! En oposición a la fuerza del macho, la mujer-madre encarnaría entonces el marianismo, la supuesta espiritualidad entendida como abnegación y sacrificio, aunque las figuras son duales en cada polo (hombre-mujer) y no tan simples como sugiere la oposición hombre-mujer.
Dicho sea lo anterior, se considera que la familia latinoamericana no responde del todo al estereotipo patriarcal, ni a las prácticas patriarcales reales (distintas del estereotipo existente) en algunas latitudes. Cabe así preguntarse: ¿se acerca entonces la familia latinoamericana al matriarcado, entendido no como hembrismo, sino como poder doméstico y social de las mujeres? Se verá que sí, al menos en mayor medida de lo que suele pensarse, aunque sin llegar a ser un matriarcado propiamente dicho salvo en conocidas excepciones de algunos lugares de México, como el caso socorrido de Juchitán. En algunos ámbitos tal parece que la familia latinoamericana encierra algo de lo que algunos autores han llamado ginecocracia. ¿Queda entonces el asunto en algo mixto?
El propósito de este texto es mostrar que no es tan simple obtener una definición clara, porque las figuras masculina y femenina, en la medida en que están escindidas, no cumplen con roles familiares íntegros ni delimitados desde el punto de vista simbólico. Están separadas porque la familia latinoamericana es al mismo tiempo el lugar de transmisión, no de aprendizaje propiamente dicho, de relaciones de fuerza y de negociación de posiciones o concesiones. En el primer caso se suplanta a la autoridad y en el segundo ésta se confunde con el poder, según se pondrá de manifiesto. Se demostrará que en la familia y la descendencia se juega con el anhelo de ser eterno y con el “desenfrenado deseo de posteridad”, que atenta contra la moral pública según la expresión de Pierre Saintyves.3 Esto quiere decir que la familia es el lugar donde el latinoamericano aprende a desconocer la prohibición y en el que igualmente se usa a conveniencia la convención social que siempre se permite transgredir, así se tengan modales o se cubran apariencias. Se ha recurrido en este trabajo a fuentes básicas de estudio acerca del patriarcado y el matriarcado para poner de relieve la dualidad latinoamericana, misma que responde a una personalidad cultural dividida desde el siglo XVI a partir de hechos de violencia.
Sin dejar de mencionar otros casos, se pondrá énfasis particular en la familia mexicana más o menos típica, que es la que ha estudiado Esteva Fabregat con detalle. Por lo pronto, en esta introducción puede agregarse que los estudios de las características culturales de la familia en América Latina no siempre consideran las múltiples facetas del problema del poder, tal vez porque hay al mismo tiempo inconsciencia por la falta de límite y temor en el microcosmos de ese poder, que se proyecta luego a distintos espacios de socialización. Valdría por lo demás preguntarse si esa posible inconsciencia no se vincula a la vez con el temor a la fuerza y con la seguridad de una protección que todo lo ampara y lo perdona.
Los textos de Esteva Fabregat presentan una ventaja, y es que toman en cuenta las diferencias regionales que se presentaron en la conquista de América, diferencias que se tradujeron a la larga en menor o mayor grado de mestizaje y en distintas variantes del cambio cultural. Si bien hay patrones dominantes, en los cuales se basará este ensayo, quedan regiones marcadamente distintas, en particular las de frontera (el norte desértico mexicano, las selvas tropicales centroamericanas, el Darién panameño, la Amazonia, el Gran Chaco, el desierto de Atacama, el sur del Cono Sur), y los espacios de predominio de inmigrantes de origen europeo no siempre español, como el sur de Brasil y Río de la Plata. Entre ambos extremos se presenta una variedad significativa de casos, si bien el mestizaje ha seguido dándose y ha llegado a marcar sociedades que estaban más compartimentadas racialmente tiempo atrás. Así, debe insistirse en que aún siendo predominante el esquema que aquí se estudia no es el único, en el sentido de que no puede dar cuenta de la heterogeneidad real de América Latina. En cambio, se considera que a partir de los estudios de Esteva Fabregat es posible poner en tela de juicio algunos mitos, con frecuencia sesgadamente raciales, acerca de las características de la familia latinoamericana.
El hombre escindido
Mientras medie una diferencia racial acusada, al hombre latinoamericano puede no parecerle contradictorio encontrarse al mismo tiempo en dos posiciones polarizadas: la esposa oficial y una o varias amantes, o a lo mejor separadas en el tiempo, por ejemplo, entre la adolescencia con las iniciadoras y la madurez con una esposa idolatrada. Esta polaridad se origina en las condiciones de la conquista y por cierto no tiene mucho que ver con el mito, muy difundido, del hombre conquistador blanco en una posición exclusivamente dominante y la mujer indígena únicamente sometida. En todo caso, no es más que una parte de la historia y existen estudios que apuntan en una dirección distinta: la de la mujer española como patrón dominante frente al hombre.
Si bien durante una época de la conquista la mujer española estuvo ausente, a la larga llegó a instalarse en América en condiciones especiales de privilegio, facilitadas por la legitimidad de origen -la madre patria- y refrendadas por la corona. Es un tema en el que afortunadamente Esteva Fabregat abunda y es preciso al respecto.
A su llegada, la mujer española no se expuso al rigor de la misma conquista4 y no tardó en ser exigente, por lo que puso condiciones que en testimonios recogidos por Esteva Fabregat la pintan, en Chile por ejemplo, con ambiciones de ser tratada como una princesa, con el máximo de servidumbre a su disposición. 5 La mujer española tenía entre sus ventajas la de ser el símbolo de preferencia racial y llamada a reproducir el estilo de vida a la española. 6 Como representante del privilegio, bien pudo entonces esta mujer convertirse en modelo a seguir y ser motivo de atracción social para el hombre. Aparecía, y formalmente se considera, como guardiana de la moral y las buenas costumbres y encargada, por ende, al igual que la monarquía y la Iglesia, de rescatar al hombre de sus “descontroles personales” y de “reintegrarlo”, 7 alejándolo de lo que se había vuelto un modo de vida casi errático, cuando decidía seguir de un lado para otro en busca de botín. 8 Así, la mujer española tenía rasgos de férreo conservadurismo. Queda por saber hasta dónde el papel que le atribuye Esteva Fabregat a la española es moral y hasta dónde se trata de una moral que se confunde con las apariencias.
Es esa la mujer que “domestica” al macho, asegurando relaciones sociales tejidas a partir del ámbito doméstico y, si lo hay, de un apellido. Según Esteva Fabregat, esta mujer “simbolizó”, traducido como que era un emblema, el bien moral por excelencia mediante el matrimonio y la familia cristiana, 9 y con lo anterior la importancia de los mandamientos y los juramentos. Hay que insistir en que es así al menos en apariencia y que esta decencia puede entenderse de muchas maneras. El emblema es ambiguo: cristiano pero también de honor; el principal honor de la mujer entre los pueblos jóvenes, y que explicaría además la adoración religiosa del falo, sería ser madre, en vez de la femineidad propiamente dicha. 10 Es este elemento el que se asocia con la moral.
En la medida en que disponían de las relaciones sociales, las españolas fueron un medio más de ascenso para el conquistador, una “seducción del moral patrimonio”, 11 aunque fuera a cambio de una demanda similar en la mujer exigente “en rentas”. 12 Se trata aquí de algo más que buenas costumbres. La española fue, dice Fabregat, “muy exigente y se había convertido en un medio de presión económica que no todos los hombres estaban en condiciones de satisfacer”. 13. El hombre español en América estaba llamado a garantizarle seguridad, disposición de servidumbre y buenas condiciones económicas, lo que se parece mucho a lo que hoy se llama peyorativamente “proveedor”; a esta mujer española legítima que, como puede verse, estaba lejos de ser desinteresada y buscaba adquirir prerrogativas. Hubo incluso españoles que con tal de ganar legitimidad aceptaron viudas:
hay numerosos ejemplos [escribe Esteva Fabregat] de mujeres españolas viudas que rescataban a estos inquietos e inestables conquistadores para el matrimonio en la medida en que dichas mujeres significaban, sobre todo, estabilidad y reproducción cultural, esto es, su propio estilo de vida y personalidad.14
Ello luego no impidió que se dijera que las mismas viudas tampoco eran del todo desinteresadas.
Puede que en los mitos el prototipo sea el de la indígena violada o, en el caso de México, el de la Malinche. Sin embargo, el ideal (¿y el motivo de la mitificación de la madre?), si se tienen en cuenta los argumentos de Esteva Fabregat, suele estar en otra parte y ligado mediante una esposa legítima con la adquisición de privilegios sociales. Al mismo tiempo, Esteva Fabregat atribuye al vínculo con la mujer española la “regresión a la infancia” del macho de América; nostálgico por el terruño: la española es la seguridad psicológica ante el desarraigo. 15 Prosigue Esteva Fabregat:
La llegada de mujeres españolas significaba restituir simbólicamente el cordón umbilical que podía reunirlos de nuevo con la madre patria. En cierto modo, venía a significar un acto de regresión infantil o de reencuentro con el origen interrumpido. En tal extremo, muchos españoles volvían a la madre a través de sus esposas, por lo demás “sublimadas”.16
Hay que agregar que esta sublimación se mantiene en el terreno del honor: es a la dama a la cual el hombre está obligado a cumplirle.
Por medio del ritual del casamiento los españoles adquirían la protección de otra simbólica mujer española: la poderosa Iglesia católica, “madre total” de sus hijos. Reunidos ambos símbolos -corona e Iglesia- en la mujer española, ésta tenía su rito a la vez profano relacionado con la vida sexual y social doméstica, y religioso en cuanto a la trascendencia moral, que aquí no deja de considerarse supuesta. Y “si la mujer española los representaba era porque también ella tenía la capacidad de protegerlos por medio de su poder de seducción, en este caso un poder de prestigio dotado con la fuerza de la nostalgia cultural”. 17 Se trata, dicho tal cual por Esteva Fabregat, de seducción del prestigio, no de amor, ni por cierto posibilidad de aprendizaje sentimental. Esta constatación lleva a preguntarse por la madre que es objeto al mismo tiempo de veneración y de insulto en la cultura latinoamericana: no parece tan seguro que sea siempre la madre indígena o la mestiza. ¿Y si en realidad insultando a la madre se estuviera provocando al honor, más que a la madre en sí, volviendo sobre la idea de Saintyves? Esteva Fabregat considera lo siguiente:
el mestizaje sería […] una forma de reproducción de lo español, y la moral inherente a estas experiencias múltiples con las indias tuvo mucho que ver con esta ideología genealógica cuando los españoles retenían consigo a las indias que tenían hijos con ellos y, asimismo de muchachos, los incorporaban, identificados con sus objetivos, a sus milicias de conquista18.
En términos de hoy, lo que describe Esteva Fabregat es el modelo de la “doña”.
La mujer española tuvo ciertamente que componer con una realidad ya dada, la instalación de los intereses mestizos creados en pocas décadas. 19 Como el hombre no renunció a darse libertades personales y siguió atraído por “la libertad sexual de la india”,20 la tarea de la española consistió en lo que Esteva Fabregat llama muy sutilmente la “mediación sutil de control sobre los comportamientos”. 21 Es en este sentido que se ha hablado aquí de todo un arte de las apariencias. Al hombre le correspondía también componer con las convenciones españolas sin perder prerrogativas. Es así que, siempre para asegurar privilegios, la mujer española entró en una forma de componenda que le restó santidad: el mandamiento en el matrimonio suele acatarse, no cumplirse. En la lucha por la supervivencia, los límites se habían vuelto lábiles y predominaban las urgencias de los apetitos, parafraseando a Esteva Fabregat. 22
Durante un buen tiempo lo que imperó fue el desenfreno y la relación con mujeres indias de las que se esperaba disponibilidad y acceso, pero sin el menor compromiso moral; 23 actitud por lo demás frecuente en el modo del hombre latinoamericano de relacionarse con las cosas: disponer sin adquirir nunca un compromiso. Aquí también más de una observación de Esteva Fabregat es llamativa: no escasearon los casos de mujeres tomadas por la fuerza, pero tampoco contra lo que suele sostener el mito de mujeres indias entregadas por sus propias comunidades en señal de paz o de alianza, ya que entre los indios la mujer no era especialmente valorada. Es así que la mujer india se convirtió a la vez en objeto de competencia entre varones españoles y los propios indios24 y de trasiego social; 25 “el sentido de dichas entregas de mujeres era siempre [según Esteva Fabregat] el mismo: contentar a los españoles, estar en paz con éstos y producir descendencias emparentadas, en este caso mestizas”. 26 Escribe Pilar Gonzalbo Aizpuru que: “Para el apetito sexual de los españoles las jóvenes indias fueron un remedio siempre al alcance de la mano, ya fuese de buen grado o por la fuerza. En varias ocasiones, caciques sumisos obsequiaron mujeres a los conquistadores, con el fin de hacer patente su buena voluntad”. 27
Nótese que los indios no están del todo desentendidos de los asuntos de poder; no son los niños que la mitología de la conquista a veces supone. En todo caso Esteva Fabregat insiste en que el modo de relacionarse con las indias por parte de los primeros españoles habría significado el predominio del instinto sobre la cultura, 28 elemento importante en la comprensión del machismo según se ha señalado. Se explica entonces la reproducción del machismo pero sin que ello impida tener una mujer legítima con todas las apariencias sociales, asunto muy particular de una cultura que privilegia asuntos de honor y que puede instalarse en la duplicidad confundiendo -a veces adrede- honor y apariencia. La mujer india, por otro lado, se incorporó a las huestes de españoles como servidumbre y como concubina 29 que lo acompañaba en una vida errante:
las indias eran retenidas para el servicio doméstico de los españoles, sobre todo para preparar comidas, cargar bagaje, atenderles en lavado de ropa y atenciones particulares, y finalmente eran compañeras de lecho o simplemente habían sido convertidas en objetos sexuales a discreción de los soldados.30
La situación descrita le dejaba al hombre libertades relacionadas sobre todo con los apetitos, que son señal de distinción del patrón, del modelo, al mismo tiempo que lo ceñía a formalismos muy conservadores; dicha situación era propicia para la escisión psíquica. Aunque estuviera muy mal visto, al hombre le estaba socialmente permitido el adulterio, las “escapadas”. A juicio de Socolow, las esposas lo toleraban con tal de no ser abandonadas, 31 lo que lleva a preguntarse por los motivos de este apego: ¿amor o interés? El machismo incluye evadir una sanción social para la situación descrita y, sobre todo, la sanción por la licencia del instinto. Se puede tener esposa y amantes al mismo tiempo, y todas tienen que aceptarlo porque es prerrogativa masculina y muestra de hombría; tal aspecto es un tanto distinto del machismo: si éste remite al instinto y la fuerza bruta, la hombría remite a la capacidad para salvar el honor, así sea de fachada, en una situación de duplicidad.
No es tan extraño que de aquí se desprendan tendencias simultáneas al conservadurismo y al desenfreno. ¿Las prohibiciones culturales realmente eran tales o sólo eran juramentos hechos para acatar sin cumplir los mandamientos cristianos y los de la corona? No es demasiado mal visto ceñirse formalmente al orden instituido, en este caso el matrimonio, y transgredir sus requerimientos en la práctica. Esta doble actitud comenzaba en el hogar, puesto que aun de manera moderada al hombre le estaba permitido agredir físicamente a la esposa si era necesario “disciplinarla”, siempre y cuando no se excediera cierto límite informalmente establecido. 32 Hasta aquí el hombre está marcado por prerrogativas que la sociedad no cuestiona y por la extraña y simultánea situación que lo lleva a servir entre las españolas y entre las indias. Ya se habrá colegido que la situación de la mujer no es siempre de simple sumisión.
Ambivalencia de la mujer
En la Latinoamérica colonial lo que atraía a las mujeres era el prestigio que podía dar la alianza con el español, debido a la movilidad. 33 Contra lo que suele creerse y lo que dicta el mito de la conquista, la india no fue únicamente la sierva y el objeto sexual sino que: “era muy frecuente [según Esteva Fabregat] que los conquistadores españoles, a la llegada de su muerte, hicieran testamento de protección para las indias y prole de ambos, aun cuando el primero hubiera casado formalmente con española”; 34 esto lleva a preguntarse por las razones de la española para tolerar la situación. Salvo en los mitos de las amazonas, las indias aparecen al mismo tiempo casi como hijas, porque era frecuente que el español se casara con mujeres bastante menores que él. En más de un lugar era la mujer india la que tomaba la iniciativa, como ocurría en Paraguay, por ejemplo: “fueron las indias quienes asumieron la mayor parte del papel social de compañeras sexuales del español en estos lugares, y progresivamente muchas de ellas se convirtieron, por selección y costumbre afectiva de sus compañeros españoles, en esposas reales y hasta legales de éstos”. 35 Eran “enérgicas en sus comportamientos”, en particular en comunidades en las cuales había cacicas. 36 En otros lugares, como la Nueva España, no faltó la india que reclamara sus derechos de mercedes para ella y sus hijos, fallecido el conquistador o habiéndola abandonado: 37
Era frecuente que los conquistadores que vivían en concubinato con una india, la abandonaran por otro enlace que les brindara mejores perspectivas sociales; pero como tampoco encontraban fuertes impedimentos para mantener simultáneamente ambas relaciones, la situación podía prolongarse indefinidamente. No faltaban quienes, en trance de muerte, recordaran a su compañera indígena, para quien disponían en su testamento algún legado, así como que se proporcionase educación adecuada a los hijos tenidos con ella. 38
La tolerancia (¿o permisividad?) le da prerrogativas a la mujer, así sea tratada como hija, y no se encuentra en situación de inferioridad absoluta: mientras acepte las reglas establecidas la estructura promete darle su lugar, y con éste su parte de privilegio o hasta de poder social. Así, no es una tolerancia explicada siempre por el amor.
Como en los cacicazgos indígenas se impuso el sistema hereditario español, las mujeres quedaron en posición de recibir herencia. 39 El modelo de la española de Indias supuso matrimonio a cambio de privilegios y hasta de “don de mando” en nombre de la reproducción de la jerarquía en las formas; pudo mantener la “conducta propia” y las “formas sociales” y comportarse “civilizadamente”, 40 así fuera siempre en apariencia. Por lo demás, la relativa escasez de españolas hacía que fueran más codiciadas y que se casaran fácilmente, 41 con lo que podían probablemente imponer mayores condiciones. Por privilegios se entiende el acceso a recursos materiales y también a un lugar social reconocido, y empezaba por el hecho de que tan pronto como pisaba suelo americano la española podía hacerse llamar “señora”, pese a cualquier condición anterior. 42 No todas las mujeres procedentes de España en América eran aristócratas; las había (procedentes de Extremadura, por ejemplo) panaderas, vendedoras, sirvientas, fabricantes de velas, posaderas, es decir, con orígenes tan impuros como los conquistadores. 43 Por su parte, la amante o las amantes no quedaban completamente excluidas de la lucha por los recursos mencionados, en especial los materiales, y menos si había hijos de por medio. Esto suscita preguntas sobre el “uso” de estos hijos; las “otras” tenían derecho a heredar incluso una posición social que luego no excluía ostentaciones.
La condición femenina no era siempre de exclusión, al menos no en ciertos estratos sociales, sino de negociación de espacios, y con éstos de derechos o privilegios que el hombre (¿hombre botín, también?) terminaba viéndose obligado -coaccionado- a repartir, en parte por la culpa. Lo cierto es que en las situaciones descritas no se instauró nunca la igualdad: lo que se negocia es una posición que puede ser cambiante, en relaciones dadas naturalmente por desiguales como parte de hábitos de servidumbre.
Así, al menos en la elite colonial el matrimonio era asunto básicamente de intereses y alianzas, no de sentimientos; eran intereses terrenales puesto que, según explica Susan Migden Socolow, “el matrimonio estaba ligado no al amor, sino a la legítima descendencia y herencia de la propiedad”. 44 En esta observación no hay rodeos sentimentales. Se buscaba un tipo de reproducción social marcadamente endogámico, mediante el cual las mujeres de la elite debían casarse con hombres del mismo grupo social que sus padres. 45 Útil para la perpetuación de alianzas e intereses familiares, la mujer no era portadora de un genuino sentimiento. En este sentido Socolow se refiere a la mujer de la elite colonial con la expresión despectiva de “agente de reclutamiento”. 46 El asunto es bastante frío, según esta expresión, y por el hecho de que al ser reclutado el hombre esperaba con frecuencia el acceso a ciertas relaciones sociales, como se ha visto: la conquista de una dama. En perspectiva, las observaciones de Socolow completan, con la explicación de un comportamiento, las de Esteva Fabregat.
Aparte del mayorazgo, en el cual la herencia iba para el hijo varón primogénito, la mujer en España tenía más derechos que las mujeres europeas en general en materia de herencia, según la cercanía con el hombre fallecido. No podía desheredarse a la progenie legítima y todas las mujeres podían heredar propiedades, cualquiera que fuera su estatuto marital. 47 Así, la mujer podía heredar, poseer, comprar, vender, intercambiar y donar propiedades con los mismos derechos legales básicos que el hombre, 48 característica que pasó de la metrópoli a América. Además, aunque no tuviera propiedades, en el matrimonio la mujer podía considerarse partícipe de una parte de la fortuna, los financiales o la propiedad conseguida por la pareja durante el matrimonio, que debía ponerse en común. “La mujer [escribe Socolow] era entonces reconocida como un socio a parte entera en el sostenimiento de la pareja y a la hora de hacer una contribución útil y productiva al matrimonio”. 49 Esta participación en los recursos pasaba por la administración del hogar y el cuidado de los hijos, pero Socolow insiste en que el papel de las mujeres consistía en “juntarse con sus esposos para la protección de las fortunas de sus familias”. 50 La administración confiada a la mujer podía ampliarse en la medida en que el esposo se ausentara por largos periodos; la esposa se volvía de facto socio menor -junior partner, expresión un tanto jocosa empleada por Socolow- de la empresa familiar. 51
Desde esta perspectiva cabe pensar que cierta forma de especular con la propiedad común o ajena inducía, al menos entre la elite, al anhelo de una vida en el ocio que se practicaba apenas se tenía la oportunidad. En otros términos, el ocio no era la aspiración exclusiva del hidalgo varón; era una aspiración compartida por la mujer y una prueba de pertenencia a una posición acomodada. La mujer distaba mucho de ser, además de la violada, la sirvienta. De cualquier forma había que darlo a entender, así que la ostentación y la reproducción del estilo de elite hacía que la mujer se involucrara “en la vida social extendida a la familia, los amigos y los compadres [en español en el original]. Visitar, jugar a las cartas, atender en tertulias, mascaradas, conciertos y oficios religiosos, procesiones cívicas y religiosas, y ceremonias -todas estas actividades eran parte de su vida-”,52 además de las acciones caritativas y del no menos importante “chismear” al que muy explícitamente se refiere. 53 El modo sutil de tejer alianzas podía llegar a extremos de despertar sospechas, a veces de estar detrás de decisiones de los esposos, por ejemplo en política, lo que llevó a tal o cual mujer a “gobernar en ausencia” en Perú, o a tal otra a ser blanco de hostilidad popular por inmiscuirse demasiado en asuntos públicos en la Nueva Granada. 54
Pilar Gonzalbo Aizpuru señala por su parte que
las joyas tan fácilmente obtenidas, las propiedades incalculables y la servidumbre incondicionalmente sumisa, satisfacían la vanidad, fomentaban el ocio y alimentaban el orgullo de hombres y mujeres, convencidos de su derecho a gozar de tales privilegios […] Pocas mujeres novohispanas se resistieron a la seducción de los suntuosos brocados, las crujientes sedas, las resplandecientes alhajas, los exóticos bordados y otras fantasías de moda, que al atractivo de su riqueza añadían el aliciente de ser importados. 55
Lo compartido era el ocio, según las descripciones referidas aquí, pero al mismo tiempo se negociaba con dureza el lugar en la distribución de jerarquías y en el otorgamiento de bienes materiales a partir de éstas.
La posición de la mujer era ambivalente en la medida en que solía ser usada por el machismo, tanto desde el punto de vista sexual (la india) -aunque se diga menos- como desde el social, al tratarse del matiz de hombría, honor y apariencia (la española). Al mismo tiempo, la abnegación o el sacrificio no parecía responder siempre al amor desinteresado, no por lo menos en la elite: se trataba de reproducçir intereses y granjear prerrogativas, como ya se ha sugerido. Tampoco era completamente inocente la posición de la india en busca de que se le diera “su lugar”, tal vez deslumbrada por lo que permitía el poder tanto del “señor” como de la “dama”, la “señora”. En estas condiciones, un machismo domesticado resultaba tolerable o, para decirlo de otra manera, la situación se prestaba a confundir tolerancia y permisividad. Desde el punto de vista de la esposa y madre, la situación quedaba así escindida: en el lugar de la decencia y de la domesticación de los instintos, la figura femenina dominante se convertía en la representante de cierta regla -cristiana en particular- con lo que seguía haciéndose lo que se quería, conservando las apariencias si era necesario. No era sólo asunto de apego a la convención ni de bien moral, sino de lo que se juega al negociar lugares dentro de la misma convención. A partir de lo descrito por Socolow y Gonzalbo Aizpuru, se precisa más lo sugerido por Esteva Fabregat, tanto más interesante cuando muestra la fragilidad de mitos todavía hoy en boga. Lo mismo -la negociación del lugar- ocurre con los mandamientos de la Iglesia y con una corona cuyas órdenes, según es conocido, se acataron pero no se cumplieron.
Violento, pero ausente
Desde el punto de vista antropológico es curioso que las caracterizaciones de tal o cual sistema familiar en América Latina no se guíen por las formas de herencia, como si lo material no debiera tomarse en cuenta, pese a que, como hemos visto, es un asunto clave. Al mismo tiempo, en los últimos tiempos se ha vuelto frecuente la crítica al sistema patriarcal, identificado con la razón y lo occidental, aunque no sea el que ha primado en América Latina, mucho menos en su sentido burgués; y no lo ha hecho al menos a juzgar por lo que a partir del psicoanálisis se puede retomar para la antropología.
En particular no ha dejado de insistirse, a partir de Lacan, en la importancia de la prohibición. Es el padre quien instaura la prohibición del incesto, pero lo fundamental va más allá, puesto que la prohibición (del Padre con mayúscula, no del padre biológico) se instala como límite del orden cultural, resultando de ello una fundación, algo que perdura. Este hecho es crucial según el modo de ver de quienes han defendido el sistema patriarcal. Ahora bien, la fundación de la modernidad en América Latina -si hay aquí modernidad- no pasa por este sistema de prohibiciones y límites, sino por un desenfreno tal, guerrero y sexual (de aquí la fama del machismo y el mito del latin lover), que parece como si se tomara en el sentido exactamente contrario al que se habría instaurado por la supuesta modernidad occidentalizante. La corona buscó marcar límites a ese desenfreno, pero no por medio de hombres, sino de mujeres que los domesticaran. Según se verá en el apartado siguiente, estas mujeres no marcaron límites aunque sí convenciones, las de la socialización no guerrera y del manejo de apariencias, que no suponen límites. En la medida en que, como se ha observado, “civilizar” es una tarea de mujeres, el hombre latinoamericano ha tenido más de un rasgo, al menos en la figura original del conquistador, de lo que Freud llamó el padre de la horda primitiva.
Para Pierre Legendre el problema de la prohibición es decisivo en el sistema patriarcal, y detrás del sueño de abolirlo puede hallarse justamente el deseo de levantar toda prohibición. A todas luces el sistema patriarcal y el machismo no son exactamente lo mismo, puesto que el segundo, si se siguen los argumentos de Esteva Fabregat, permanece en lo instintivo y no se inscribe en la cultura, mientras que el patriarcado no se ubica en el instinto.
Este es el punto que interesa rescatar de una visión psicoanalítica. El problema no es únicamente individual, sino que es el punto de partida para la instauración de la Razón, que se entiende relacionada con la prohibición y para fundar la institución. Destaca la diferencia con las únicas instituciones, que además no llegan a constituirse en la Razón, en las cuales los españoles encontraban refugio y tal vez complicidad: la monarquía y la Iglesia, según se ha visto previamente, y cuyos vínculos con el matriarcado eran fuertes, sobre todo en el segundo caso. Las apariencias se encuentran sacralizadas; las negociaciones de poder también.
Al ser lo más parecido al padre de la horda primitiva, que dispone de todas las hembras y que busca al mismo tiempo refugio en la figura materna, el conquistador no fundó una autoridad ni mucho menos un orden simbólico, un Padre metafórico, sino que, como dice Pierre Legendre, ese jefe es sujeto-Rey. 56 Si no hay razón fundadora no es porque no haya racionalismo; lo que ocurre es que en medio del desenfreno no se instala lo que Legendre llama lo razonable, la conciencia de la prohibición, que es también conciencia del límite y de la castración.
En este sentido, la razón a la que con frecuencia se ataca quiere decir simple y coloquialmente que “no todo se vale” y menos la fuerza recurrente y, por ende, el machismo. Es por esta razón que patriarcado y machismo no son lo mismo. Hay en el primero una referencia que es absoluta o fundadora que “notifica lo absoluto y su propia negación: lo no-absoluto, es decir, el límite […] la Referencia notifica a la vez el principio fundador como indisponible y como significando el límite”.57 La “economía genealógica” (para emplear lenguaje lacaniano caro a Legendre) surgida de la conquista señaló en cambio la ausencia de límite, la disponibilidad absoluta, la inmortalización y la transgresión como forma de “sentirse grande”, porque “se ha podido” sin que nadie dijera que “no se debía”; que la corona lo dijera luego (así como exigió respetar al indio) no importa mucho como tampoco importan demasiado los mandamientos ni las convenciones matrimoniales si hay que saltársela en la práctica. Si en la autoridad con su función simbólica existe lo que no debe ser, para el padre de la familia latinoamericana no existe lo que no puede ser, en el entendido de que mediante un rodeo o por la fuerza “tal vez sí se pueda” o que “se debe poder”.
Por otra parte, el padre que es el conquistador, luego el encomendero y finalmente el hacendado, no instituye al hijo porque él mismo es simple hijo y no ha sido a su vez instituido ni humanizado como Padre por su propio padre; es decir, por algún Padre simbólico no ha dejado de ser “padre pulsional”; “la rarefacción del Padre en nuestras sociedades [considera Legendre] produce la inmadurez y para los dos sexos el collage a la Madre”.58 Para el mismo autor, el padre de la horda “que desconoce lo prohibido es él mismo, subjetivamente, un hijo -un hijo en estado bruto-, es decir, no humanizado por un límite simbólico construido sobre la representación del Padre mítico”. 59 El padre latinoamericano al no ser Padre no deja de ser hijo y, por lo mismo, al ahorrarse a su propio hijo, manda a éste a lo que Legendre llama el infierno de los-sin-lugar; 60 se entiende como sin lugar en algún orden simbólico. No importa que los sin-lugar sean legítimos o no, puesto que la legitimidad es ante todo asunto de reconocimiento en las formas para el lugar en el reparto de la herencia, pero no en un orden simbólico a fin de cuentas inexistente. Lo anterior no está reñido con el principio del matriarcado: “madre inmortal con padre mortal”. El poder es inmortal y la fuerza, desde luego, es del reino de este mundo en el cual se puede dar la muerte, en vez de prohibirla. El poder prohíja seres que por él dan la muerte y ofrendan la vida, lo que conlleva a hacerse preguntas acerca de los cuadros familiares que acompañan por ejemplo la existencia de los sicarios: se encomiendan a una virgen, por ejemplo María Auxiliadora, que lo ampara todo.
Al mismo tiempo, ese hijo que es el padre no tiene empacho en exigir a su propio hijo obediencia, que es en realidad sometimiento, ni en castigar físicamente el desacato. Esteva Fabregat sostiene que en México las relaciones de dependencias personales que empiezan por la familia son relaciones de dominación y subordinación. 61 Llama la atención que la distancia entre padre e hijo -que impide las confidencias- se deba a “la idea de que el padre no debe intimar con sus hijos, ya que esta clase de relación lleva inherente la pérdida de temor que deben tener los hijos a su persona”. 62 No hay, por ende, ni ascendente (ejemplo) ni autoridad, que es lo que “hace aumentar”, augere, de acuerdo con la etimología de la palabra. Acatar, obedecer es entonces someterse por temor y porque se demandan ambas cosas a la vez: si se identifican estas demandas como lo propio de la autoridad, no hay modo de que ésta se haga valer por lo que supuestamente es (el ejemplo, tal vez) y no por el miedo que infunde. Si bien toda la dimensión del problema no está aclarada, se desprende del texto de Esteva Fabregat acerca de la familia mexicana que el derecho social consagra la prerrogativa del padre a tener con su hijo la relación que acabamos de describir, de reclamar obediencia de su parte y de castigo físico, castigo que se da ante cualquier actitud que se considere desafío; 63
generalmente no suele discutirse [socialmente] la legitimidad de la represión paterna cuando es ejercida en función del mantenimiento de la disciplina y cohesión internas del grupo doméstico o cuando dichos castigos, en su forma violenta y represiva, representan defensas de los principios de respeto que deben presidir las actuaciones filiales hacia los padres.64
Respeto, como sucede por ejemplo en el habla ecuatoriana, es una palabra cuyo significado real es miedo, para matizar lo señalado por Esteva Fabregat. Así, el valor de la obediencia por temor, además de reverencial, 65 es el más importante en lo que Esteva Fabregat llama “estructura compulsiva de la obediencia” 66 y que también puede significar subordinación, 67 léase según lo resuelto como sometimiento. Dicho en otros términos, el machismo rebasa el espacio de la relación con la mujer: toca a los hijos y en vez de educarlos e introducirlos en la cultura, les infunde temor, lo que es tanto como enseñarles el alarde de fuerza como principal valor.
El hijo, prolongación de la madre, parece deberle al padre, olvidando lo que en realidad un padre le debe a su hijo: “le debe el límite”, 68 y con éste una “justicia genealógica” que a juicio de Pierre Legendre debería ser “el arte de lo bueno y de lo igual entre generaciones”. 69 En América Latina cada vez hay que volver a fundar, porque simbólicamente no se ha instituido algo que transmitir entre iguales de generación en generación. Es como si justamente a falta de orden simbólico cayera en el olvido que “un padre no es el doble de una madre, pero, a imitación de la madre, hace nacer él también. El arreglo de esta analogía no nos lleva a la biología, sino más bien a la política de las imágenes de la que emerge la Razón”. 70 Se vuelve a empezar con desmesura porque se desconoce o rechaza lo razonable, lo que es “ser nacido del padre”, según la expresión de Legendre. 71
En la primera fundación, lo que según Esteva Fabregat se reconoce y se añora es la madre, como si no hubiera otro progenitor. Es posible la existencia del paternalismo, si hay benevolencia o se alternan castigo y benevolencia, aunque es algo muy distinto del sistema patriarcal, con el agravante de que lo civilizador de la madre y de la esposa se instaura como lo que se acata por convención pero no se cumple porque el contenido real se encuentra en otra parte no siempre dicha, que es la de la fuerza -el impulso, el instinto- y que la misma madre favorece o que la esposa no ve. Así, al evitar el acatamiento se instaura el forcejeo -culpas mediante- que alterna la sumisión dominante de la figura femenina, y la dominación sumisa de la figura masculina, según la formulación de Delhumeau y Gonzalez Pineda.72 Las formas son por lo demás reversibles y alternan según se distribuyen beneficios: legitimidad, bienes (prebendas) y posición social en la que la esposa-hombre termina en la dominación sumisa, el hombre-proveedor en la sumisión dominante.
Las características del padre y de su funcionamiento en la familia latinoamericana permiten comprender la imposibilidad de las instituciones o las dificultades para que perduren, ya que no existe lo que Legendre llama “culpabilidad subjetiva”, que es “un saber sobre las imágenes fundadoras” en las cuales el sujeto “se declara”. 73 Como se verá, la imagen fundadora se encuentra en el misterio, no en el saber. No hay sujeto que se declare y se asuma padre ni, por tanto culpabilidad ninguna ni imputabilidad: ni a quien dirigirse, por así decirlo, ni quien reconozca como posible esa culpabilidad. El padre latinoamericano no es culpable nunca porque, al estarle todo permitido por derecho o en realidad, por prerrogativa de fuerza, no se puede designar lo que está mal. Dicho esto, no se engendra “la dimensión institucional en el sujeto”. 74 Una vez fundada una institución bien puede suceder que se autodestruya por el fraticidio entre los hijos del padre de la horda, es decir, que la institución se autodestruya en lo que en el acontecimiento de la conquista fue el reparto del botín.
La tentación matriarcal
No son muchos los textos disponibles para tratar antropológicamente el problema del matriarcado. Uno de ellos lo hace indirectamente, mediante la explicación del mito, considerado “imagen fiel de una época más antigua”. 75 Se trata de una mitología -griega sobre todo, luego egipcia y oriental- alejada de la cultura española y la prehispánica de América, cuya utilidad se encuentra en las huellas míticas que ayudan a comprender ciertos fenómenos. Johann Jakob Bachofen, autor de un conocido tratado sobre el matriarcado, supone que éste aún siendo un estadio primitivo en la evolución de la humanidad, representa un “nivel cultural reprimido”. 76
En América Latina no puede hablarse propiamente de matriarcado en el sentido del derecho materno (das Muterrecht); ni de nada equivalente a lo que ocurría en la antigüedad con los licios, ni cabe aplicar el mito de Démeter o la mitología acerca del lado izquierdo femenino; o de la importancia de la luna -el dominio de la noche sobre el día- o de la hermana, mito imperante entre los germánicos. Se usará entonces la noción convencional de matriarcado, aunque probablemente sea más útil la de ginecocracia en ciertos ámbitos.
Debido al carácter primitivo de las comunidades matriarcales y a que se encuentran en América Latina grupos primitivos de ese tipo, nunca se pensó en el origen español del fenómeno: en el hogar puede imperar el machismo, aunque en la parentela o la familia extendida suele predominar la ginecocracia. Sin llegar a ser plenamente mujer de la misma manera en que el padre no se asume como Padre, la hembra latinoamericana se aproxima con frecuencia a los dos elementos cruciales de dicha ginecocracia: la santidad del sacrificio femenino (la madre santa), y la “voluptuosa sensualidad”, 77 que es a lo que remite el macho al que se le antoja la hembra cuando llega a cierta vulgaridad; la madre santa o la puta, como es sabido. Entre ambos extremos no hay cabida para la mujer ni la femineidad, que no se reduce a lo maternal; lo hierático de lo maternal juega contra esa femineidad. La afectividad femenina se encuentra entonces estrechamente ligada con la maternidad mediante los lazos de sangre y la religiosidad, que reivindica esa fisonomía hierática, sagrada y que no deja ver sus sentimientos, el cultivo del temor a Dios78 y la inclinación ante lo mistérico-ctónico. 79 La mujer es a la vez sacra y misteriosa, y en cierto modo también le infunde temor al macho, lo que puede hacer la hembra insaciable.
La figura materna es lo contrario de la limitación, por lo que juega contra cualquier función de Padre: “en el principio paterno yace la limitación -escribe Bachofen- en el materno destaca la generalidad”.80 Mientras en el patriarcado la limitación crea “un estrecho círculo”, el matriarcado “no conoce ninguna restricción, como tampoco la vida de la Naturaleza”. 81 Esa generalidad incluye a toda la parentela, mientras que en el patriarcado la familia es un organismo individual. Cabe agregar que esta generalidad clasifica por pertenencia al grupo y no por caracteres individuales. Sorprende hasta qué punto el matriarcado es la culminación de esta ausencia de límites de la que se ha venido hablando, puesto que Bachofen detecta en aquél “una decidida antipatía hacia las limitaciones de todo tipo”. 82 En este orden de cosas, general y carente de límites, se prefiere a todas las virtudes la simpatía endogámica, tal y como ocurría entre los carios. 83 De la misma manera se celebra todo lo colectivo, la “uniformidad de la masa y la no diferenciación”, 84 y con ello la supuesta ausencia de discordia85 que no está desligada del cuidado de las apariencias; “ninguna época como la matriarcal ha dedicado una atención tan preponderante a la apariencia externa, a la invulnerabilidad del cuerpo, y tan poca energía al momento espiritual interno”, considera Bachofen. 86
En el matriarcado predomina la ley de la naturaleza y no la ley de la cultura, que no pasa de ser convención, si bien se guarda como apariencia importante, como ya se ha apuntado. En esa ley natural hay mucho de simbiótico que impide la separación e individuación de los seres. No es que los hijos no entren nunca en el orden de la cultura, sino que no conocen más que el orden dual y oscilante entre las formas, a veces exageradas, y los instintos. Por sorprendente que parezca, no hay oposición entre matriarcado y ciertas formas de machismo, aunque la haya entre matriarcado y patriarcado. De modo compatible con la imposibilidad de que aparezca el Padre, en la ginecocracia de Bachofen cabe constatar la “eterna minoría de edad del hijo”, 87 algo que suena por cierto a aberración, puesto que en éste los ciclos naturales, tan naturales como cualesquiera otros, le están vedados a ese mismo hijo de la misma manera que la urgencia de la maternidad tiende a cerrarle parte de su ciclo vital a la hija. Lo señalado se traduce por un profundo conservadurismo cultural.
El hecho de que la mujer-madre tenga un papel importante en la familia latinoamericana no la aleja de la ambivalencia ya sugerida. Sacralizada, considerada inmortal porque es la naturaleza, fue llamada por el orden español a civilizar al hombre. Este civilizar reproduce una moral que es la de la apariencia, puesto que de todos modos la mujer española tuvo que ser permisiva: es, parafraseando a Bachofen, la “ley particular de las tinieblas morales”. 88 Por cierto que no se trata de guardar las apariencias por guardarlas sino que hay una codificación que muestra en “lo que no se ve” la legitimidad o ilegitimidad de unos y otros, y la asignación de los lugares tal y como ocurre en la ceremonia, en el reparto del poder y de los bienes materiales que lo sustentan. En síntesis, las figuras escindidas entre lo social y lo natural no están del todo claras: la amante tiene la aspiración de ser legítima y de recibir trato como tal, mientras que la mujer legítima es permisiva con las escapadas del esposo a cambio de que, al guardar las apariencias y evitar discordias, sea considerada en la distribución de poder -jerarquía- y de bienes materiales, lo que hace de ella algo parecido a la partícipe de un curioso intercambio, o en todo caso de una aparente “negociación”.
Conclusiones
Las reflexiones hechas aquí constituyen un esquema general de comportamientos dominantes, teniendo en cuenta la diversidad social, racial y étnica de América Latina. En las últimas décadas se han producido cambios en la familia latinoamericana, en particular al reducirse su tamaño, aunque no está muy claro que el hogar haya dejado de pensarse como parte de una parentela siempre extensa. Hay una matriz de comportamientos de larga duración que no se habría modificado tanto, tal vez ni siquiera a raíz de los riesgos de desintegración familiar que la crisis acrecienta. Lo dicho requeriría un estudio que va más allá de los propósitos del presente trabajo.
El hecho de que en la familia latinoamericana el padre no se constituya en Padre, aunado a que la madre funda convenciones sociales sin que sea por ello un auténtico orden simbólico, querría decir entonces que la familia latinoamericana carece de un pivote de autoridad y, lo que es peor, que confunde autoridad, que es parte del saber y supone un ascendente, con uso de la fuerza, es decir, la represión por parte del jefe de la horda. Es el jefe al mismo tiempo admirado e impugnado si se excede y no provee. De igual modo llega a confundirse autoridad y ejercicio del poder, ejercicio que es social. En gran medida por medio de la ginecocracia se crea un poder socialmente reconocido, que es potestas, sacralizado y con aspiraciones legales. De ningún modo puede confundirse potestas y auctoritas: la autoridad no tiene razón de legitimarse o de ser legitimada desde el poder, al contrario de lo que suele pensarse en la sociología y en textos como el de Alain Renaut,89 lo que puede ocurrir por la confusión es una suplantación. Si no hay autoridad, se pueden tener las mejores normas -constitucionales, por ejemplo- del mundo y que no haya quien les dé fuerza factual. Esta fuerza factual está suplantada por la creencia de que lo que dicta la sociedad o el poder tiene en cierto sentido fuerza de ley. Esto es más grave si se toma esa fuerza factual por lo que no es, como si quien tiene autoridad no tuviera sus razones válidas; queda así reducido a lo supuestamente subjetivo y a no tener fundamento. Al quitarle razón en dignidad y racionalidad al agente moral, se ve obligado a justificarse hasta el infinito, según lo critica Catherine Audard en un texto acerca de la autoridad moral.90 ¿Se cuestiona así todo asomo del Padre? Entre el derecho a la fuerza del jefe de la horda y la coacción (co-acción) del poder social, tejido por la ginecocracia (co-madres), al agente en cuestión le resulta casi imposible dotarse de autoridad para sostener esa moral. La potestas se confabula, utilizando muchas veces el secretismo de la religión mistérica, contra cualquier asomo de auctoritas, como si tuviera que legitimarse; lo cual supone un error en la definición misma de autoridad, error que puede llevar a criticar a autores como Renaut. “El no dar por hecho que ciertos espíritus se deben a sí mismos y que deben constituirse de manera independiente de la presión de las cosas, lleva a exigir una filosofía de la autoridad”, reclama Jean-Pierre Cléro.91 La autoridad se confunde o con la fuerza o con el poder que resulta del uso colectivo de las formas y costumbres -apariencias incluidas- para coaccionar. Así, la familia descansa a la vez en el poder de las mujeres que “llevan los pantalones” y la fuerza de los hombres en mayor o menor medida “domesticados”. A falta de autoridad para la estabilidad familiar y social cuentan antes que todo los equilibrios de intereses y alianzas, que suponen pugnas intestinas, aunque también la reconciliación entre todos los que no quieren quedarse fuera.
El poder ve como normal el uso de la fuerza de una u otra forma, siempre y cuando no sea para ir contra el orden conservador constituido, más bien en el sentido de hacer lo posible por conservarlo. El ser masculino que usa la fuerza lo hace sintiéndose protegido por el poder o sobreprotegido, como si fuera inmortal, sin la menor conciencia del límite ni de lo que puede acarrear transgredirlo. El matriarcado protege o sobreprotege al niño-adulto de cuyos prodigios legítimos o ilegítimos espera regalos y retribuciones. Las consecuencias de esta condición familiar se extienden a la representación de tal o cual nacionalidad, que es a la vez suelo y sangre, representación a la vez aristocrática y matriarcal: excluye en gran medida a la cultura y puede verla como símbolo de extranjería, o como algo secundario frente a la ya descrita simpatía por los parientes como principal virtud. Es tanto como decir que la cultura, vista desde un sentido distinto del hábito o la costumbre o de las buenas maneras aristocráticas, no consigue asirse de individualidades independientes frente al poder, ni crear un lugar para transmitir culturalmente la nacionalidad, como el Padre con frecuencia no tiene lugar para educar en la familia. La cultura conservadora se asocia sobre todo con el emblema y el ceremonial típico del matriarcado.92 Las instituciones y la cultura, entonces, difícilmente podrán progre sar mientras se mantengan las características de la familia latinoamericana aquí descritas.