Introducción
La Gloria, comunidad akateka1 ubicada en el municipio La Trinitaria, Chiapas, es producto del desplazamiento forzoso que provocó la guerra en Guatemala2. Antes de su fundación en 1984, su población recorrió diversos campamentos de refugio, mismos que fueron agredidos por militares guatemaltecos que traspasaron la frontera. Durante el proceso de refugio fue principalmente la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas, a través del Comité Cristiano de Solidaridad3, la que proporcionó la ayuda necesaria para hacer frente a la emergencia humanitaria. Este proceso fue documentado por distintos fotoperiodistas, entre ellos José Ángel Rodríguez4, quien realizó un amplio registro de la llegada de los refugiados, su vida cotidiana en los campamentos, y el retorno organizado de un sector mayoritario de esta población como parte del Programa de Retorno Colectivo5 entre 1993 y 1997.
José Ángel Rodríguez actualmente forma parte del proyecto Batsí Lab6, el cual fue fundado y es dirigido por Pablo Farías. Por otro lado, Alanís Rodríguez es una fotógrafa feminista mexicocanadiense y estudiante del departamento de literatura y cultura hispánica en la Universidad Concordia de Montreal, Canadá.
Una parte fundamental del enfoque actual de estos tres fotógrafos consiste en compartir su acervo fotográfico con comunidades que lo consideran parte integral de su patrimonio histórico. En este sentido, Batsí Lab ha iniciado este proceso en la comunidad Chaculá, ubicada en el municipio de Nentón, Huehuetenango, Guatemala. En este lugar, se llevó a cabo la documentación fotográfica realizada por José Ángel Rodríguez a petición de la población y de Guadalupe Rodríguez, fundadora de la organización Mamá Maquín. Esta organización desempeñó un papel fundamental al trabajar incansablemente con mujeres guatemaltecas refugiadas en Chiapas, Campeche y Quintana Roo durante las décadas de los ochenta y noventa7.
De manera que, al revisitar a la población retratada décadas atrás, establecemos una relación de complicidad, compartiendo una curiosidad mutua sobre nuestros procesos de vida y un interés común por la imagen. Tanto el fotógrafo como el antropólogo, así como los pobladores capturados en las fotografías, tenemos motivaciones diversas para interesarnos en la imagen, ya sea por razones artísticas, académicas, periodísticas, entre otras. No obstante, coincidimos en considerar la imagen como un registro material de la historia familiar o comunitaria, y por ende, en su valor como parte del patrimonio histórico de la localidad.
En mi caso, las fotografías de la guerra y el refugio guatemalteco son herramientas históricas, no solo producciones artísticas o fuente de análisis de la otredad y la representación del indígena. Entiendo también que la fotografía no debe ser considerada reflejo literal del pasado. Siguiendo a Giordano y Reyero, quienes han realizado un análisis historiográfico sobre el uso de la imagen en la historia, el arte y la antropología, coincido en que la imagen es “un documento en sí mismo y no solo una ilustración de discursos verbales”, en tanto que “es susceptible de ser analizado con el mismo rigor científico que un texto escrito” (Giordano y Reyero, 2008:6). En consecuencia, la fotografía del refugio guatemalteco representa para mí una voz más en la reconstrucción del pasado. Siendo historiadora y antropóloga, recurro a la fotografía como fuente primaria, si bien soy consciente de la imperante necesidad de reflexionar sobre la intencionalidad y los usos de aquellos que la producen.
Diversos autores han debatido sobre los fundamentos ideológicos y la falsa neutralidad que sustenta la producción de una imagen. Barrios explica:
“…a mediados del siglo XX hasta nuestros días varios estudios interdisciplinarios de las ciencias sociales se ocuparon de develar que la fotografía lleva desde su origen el germen de «transformación de lo real», partiendo de la propia necesidad de una toma de posición del fotógrafo en la captura, una relación de distancia/cercanía con lo retratado donde se desarrollan diversas relaciones intersubjetivas y la dinámica de la producción de sentidos en la que se inserta el recorte, conllevando diversas operaciones de alteración en su reproducción y apropiación” (Barrios, 2022:70).
También Giordano y Reyero nos invitan a reflexionar sobre cómo, por qué y para quién fueron producidas las imágenes que utilizamos en nuestras investigaciones, y advierten que estas no son documentos neutrales, en tanto que la fotografía tiene una intencionalidad y ha servido para crear imaginarios y representaciones sociales desde el poder. En el caso mexicano basta acceder al Archivo Etnográfico Audiovisual del Instituto Nacional Indigenista para entender cómo la cámara, con orientación política-antropológica, construyó representaciones de lo que el Estado llamó de forma generalizada pueblos indígenas8. Por lo tanto, en el análisis de la imagen como un texto social o fuente histórica es importante que complementemos la información “teniendo en cuenta el emisor, el contexto social (político, ideológico y técnico), además de los elementos inmanentes a la imagen” (Giordano y Reyero, 2088:5).
En el mismo sentido, este artículo es resultado de dos técnicas etnográficas que buscan complementarse: la mirada etnográfica como antropóloga, y la fotografía del equipo interdisciplinar de Batsí Lab.
En mi caso, el uso de la fotografía fue inicialmente una estrategia de acercamiento con la población de estudio, más que un método reflexivo para el registro etnográfico. Mi llegada como antropóloga a la región fronteriza comenzó en 2001. En aquel año me trasladé de la Ciudad de México a la frontera sur de Chiapas para conocer algunas de las comunidades que en la década de los ochenta y principios de los noventa funcionaron como campamentos de refugio9.
Fue a través de la cámara fotográfica que comencé a relacionarme con los niños y jóvenes de la comunidad. Realizaba retratos y posteriormente acudía a la casa de los niños para entregar la fotografía. La mayoría de las veces esta acción me permitía iniciar conversación con los padres de familia y adquirir información relevante sobre la comunidad. En aquel momento, las cámaras fotográficas eran inaccesibles para la mayoría de quienes habitaban las comunidades, por lo que regalar la impresión de fotografías era un acto apreciado. Nunca estudié fotografía y mi interés por la imagen no me condujo a ejercerla profesionalmente. Aunque mis registros carecen de relevancia técnica y estética, rescatarlos podría aportar información etnográfica sobre el contexto en el que llegué a la región. Es relevante reflexionar sobre las motivaciones detrás de la toma de una fotografía, así como la información que puede aportar y cómo su valor puede variar para aquellos que fueron capturados por la cámara, para el fotógrafo y para quienes acceden a la imagen en el futuro. Para José Ángel Rodríguez la fotografía realizada en los campamentos de refugio no era solo una manera de ganarse la vida, sino más bien una vía para evidenciar el genocidio en Guatemala y la persecución de aquellos que buscaban refugio en Chiapas. Para los retratados de la guerra, la fotografía era quizá la esperanza de que otros supieran lo que estaba sucediendo, o quizá, la urgencia por sobrevivir no daba posibilidad a ninguna reflexión sobre quién los retrataba y para qué. Cuarenta años han pasado de aquella tragedia, y la necesidad de “recordar” ha llevado a la población sobreviviente a buscar esas imágenes por diferentes medios.
En otras ocasiones, somos los antropólogos quienes buscamos llevarlas a las comunidades para usarlas como catalizador de la memoria, o para comparar los cambios socioculturales de estas localidades, y a la par, para realizar nuevos registros bajo distintas motivaciones: análisis etnográfico, histórico, etc. La fotografía como disparador de la memoria me ha ayudado a elaborar entrevistas más íntimas, en las que el entrevistado entra en confianza con el entrevistador de manera más rápida, revela sus emociones, reconstruyendo sus recuerdos, en particular del momento en que fue tomada la imagen, tal y como es descrito en el libro Memoria a través de la imagen (Dannemiller y Ruiz, 2022)10.
Actualmente en las comunidades es común el uso de celulares y tabletas que contienen funciones de cámara y video, incluso teleobjetivo y gran angular. Las remesas han permitido a las familias acceder a estas nuevas tecnologías y con ello, se ha diluido la exclusividad que tenían actores externos a las localidades, como lo eran los fotoperiodistas o los antropólogos. Ahora los pueblos deciden qué imagen proyectar de sí mismos. Por lo mismo, resulta interesante analizar los materiales audiovisuales de los habitantes de una comunidad, frente a lo que se produce sobre ellos y es publicado por actores externos. Existen ya múltiples trabajos al respecto. En el caso de los akatekos de La Gloria, el sociólogo Óscar Gil García, a quien le preocupa el uso ético de la tecnología, realizó un ejercicio en el que se evidenciaba la diferente mirada que los jóvenes akatekos tenían de sí mismos y su comunidad, frente a la imagen que elaboramos sobre ellos las personas externas a la localidad11. En este trabajo Gil García reflexiona si el uso de la tecnología está determinado por las relaciones de género arraigadas en la sociedad, y también señala la necesidad de hacer una reflexión autocrítica sobre el papel de los investigadores en campo, con la finalidad de poder deconstruir el ejercicio fotográfico.
La visita que realizamos a La Gloria en noviembre de 2021 junto con José Ángel, Alanís y Pablo fue en respuesta a una invitación de Matías Tomás, promotor de cultura de la comunidad. Matías, al saber que me encontraba en San Cristóbal de Las Casas, me informó sobre el evento en honor al sacerdote Javier Ruiz12, fundador de la comunidad, quien falleció semanas antes en Guadalajara, Jalisco. Su última voluntad fue que sus cenizas fueran colocadas en la Iglesia católica de La Gloria. Acepté la invitación de inmediato y luego extendí la invitación a Bats’i Lab. A Matías le interesaba especialmente conocer a José Ángel Rodríguez para solicitarle una futura donación de fotografías de los campamentos de refugio que la población cruzó antes de fundar La Gloria en junio de 1984, con el fin de construir un museo comunitario13. De hecho, José Ángel proporcionó algunas de las fotografías que se imprimieron en formato grande para el evento litúrgico.
Por lo tanto, las intenciones para visitar la comunidad fueron diversas: para mí era un compromiso personal, ya que también tenía un cariño especial por el padre Javier; para José Ángel era la posibilidad de contactar y hablar con quienes retrató décadas atrás, y hacer un nuevo registro fotográfico. Pablo Farías, compartía varios de los motivos, en tanto que estuvo a cargo del Hospital de Comitán en la década de los ochenta y fue testigo de la emergencia humanitaria. Y Alanís conocería una de las comunidades registradas por su padre décadas atrás.
Esta experiencia me ha llevado a pensar en la importancia de la imagen, pero también el valor afectivo que puede tener la imagen en quienes son retratados y en quienes disparan el obturador; y en el caso de la población de origen guatemalteco que hemos visitado, el valor social que adquieren las fotos del acervo Bats’i Lab sobre la guerra y el refugio guatemalteco, que más allá de la dimensión técnica o el valor artístico, tiene sin duda un valor histórico y patrimonial cuando es reivindicado colectivamente.
Lo anterior se relaciona con lo que Deborah Poole ha definido como “economía visual” para hablar de la comprensión integral de las personas, las ideas y los objetos, a través de tres principios: producción, circulación y recepción; siendo esta última donde “se exploran los sistemas culturales y discursivos a través de los cuales las imágenes son apreciadas, interpretadas y reciben un valor histórico, científico y estético determinado”, y en el que lo importante es “cómo significan o cómo adquieren valor” (Poole en Giordano y Reyero 2008:11).
Partiendo de lo mencionado anteriormente, este trabajo narra nuestra experiencia en el campo como resultado de un interés profesional compartido con Bats’i Lab. Nos motiva la difusión de los procesos vividos por las poblaciones fronterizas y los pueblos originarios de la región. Esperando que nuestra experiencia aporte información valiosa sobre el uso de la imagen como método o herramienta de trabajo, especialmente en lo que respecta a su intencionalidad o neutralidad. Por otro lado, escribo este texto con el interés en proporcionar el “contexto de producción” de las fotografías (Giordano y Reyero, 2008) y los antecedentes históricos que considero requiere el lector en el proceso de interpretación de las imágenes.
El origen de la Gloria
La Gloria, comunidad akateka ubicada en el municipio La Trinitaria, Chiapas, es producto del desplazamiento forzoso que provocó la guerra en Guatemala, particularmente entre 1981 y 1982, cuando se implementó la política militar conocida como “Tierra Arrasada” que causó más 40 mil desaparecidos, 250 mil niños huérfanos, y un millón de personas desplazadas a otras zonas del país (Caballero, 2018:151).
A México cruzaron aproximadamente 100 mil personas, pero oficialmente la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) registró únicamente 46 mil14, que se instalaron en 113 campamentos de refugio a lo largo de la frontera desde Campeche hasta el Soconusco (De Vos, 2002:307).
Para ese entonces, La Ley General de Población (LGP) no consideraba el estatuto de refugiado, y hasta 1982, aún sin el reconocimiento jurídico, el gobierno mexicano permitió formalmente la entrada a territorio nacional de la población desplazada, a través de la figura de inmigrante15. Durante todo este tiempo fue la Diócesis de San Cristóbal, a través del Comité Cristiano de Solidaridad, la que atendió la emergencia humanitaria de la población que huía de las masacres en sus municipios originarios. De este modo, el Comité formado por religiosos y laicos, profesionistas en el campo de salud y educación, proporcionó alimentos, atención médica y materiales diversos para salvaguardarse de las fuertes lluvias y la intemperie.
La decisión de atender a los desplazados, más allá de los formalismos jurídicos del Estado mexicano, confrontó a diversos miembros del Comité Cristiano con los órganos de seguridad del Estado; y el Obispo Samuel Ruiz denunció hostigamiento, y hasta secuestro, de quienes acudían a trabajar a los campamentos de refugio, por lo que demandó mayor seguridad dentro y fuera de estos.
Quienes formaron el campamento La Gloria en 1984, habitaron antes otros campamentos más cercanos a la línea fronteriza. Varios de estos fueron transgredidos por militares guatemaltecos cuya misión era seguirlos y fusilarlos, en tanto que los pueblos indígenas eran considerados por el gobierno guatemalteco como la base social de la guerrilla.
En este contexto, en el que los refugiados son perseguidos por militares guatemaltecos, militares mexicanos y trabajadores del Instituto Nacional de Migración (INM), la presencia de los sacerdotes y monjas de la Diócesis tiene una importancia indiscutible. La crisis humanitaria fue generada por la falta de condiciones mínimas en los campamentos, los desplazados eran perseguidos y estaban enfermos, hambrientos y también desolados. “La gente moría de tristeza” me aseguraban en las entrevistas que realicé a principios del 2002. La tristeza acababa con los ancianos, y las enfermedades con los niños. Las mujeres parían en los trayectos bajo la lluvia ¿Quién no necesitaba consuelo?
Los sacerdotes y monjas de la Diócesis dividieron el trabajo logístico por zonas, la mayoría de estas sin caminos. Trasladaban la ayuda humanitaria hasta donde los vehículos lograban ingresar. Ahí les esperaban los refugiados organizados en grupos, quienes trasladaban las cajas hasta los campamentos. Cumplida esa tarea realizaban una oración o misa, en la que participaba el resto de la comunidad. Muchas de las familias eran aún “tradicionalistas” mayas y también había familias protestantes, pero todos se sumaban a las oraciones colectivas. En la Trinitaria, el padre Javier Ruiz y la hermana Josefina Torres fueron designados por la Diócesis de San Cristóbal para hacer este trabajo.
El campamento Las Hamacas reunió a una población de aproximadamente 500 personas. De día eran expulsados por las autoridades de migración mexicanas, y de noche volvían al campamento para resguardarse del ejército guatemalteco; pero el 31 de enero de 1981 el ejército guatemalteco entró y asesinó a cinco personas. Atemorizada la población decidió internarse aún más a territorio mexicano, y se sumaron al campamento El Chupadero. Este a su vez ya había recibido población de otros dos campamentos: La Sombra y Chiripas, que también buscaron mayor seguridad, sumando entre 5 y 8 mil personas. Sin embargo, el 30 de abril de 1984 El Chupadero16 fue atacado por los militares guatemaltecos que asesinaron a seis personas. Nuevamente el terror obligó a la población a desplazarse, esta vez a la colonia Las Delicias, municipio de La Trinitaria. Esta porosidad de la frontera, tanto para los desplazados como para los victimarios17 comenzó a generar un conflicto diplomático con Guatemala, cuyo gobierno aseguraba que México cuidaba campamentos de guerrilleros, no de refugiados. Así que el gobierno mexicano decidió trasladar los campamentos a los estados de Campeche y Quintana Roo a partir de ese año. Esta decisión no fue aceptada por la mayoría de la población refugiada, ya que los alejaba aún más de sus aldeas y tierras de trabajo, las cuales comenzaban a ser ocupadas por militares, o por familias campesinas que aceptaban cooperar con el gobierno guatemalteco a cambio de recibir títulos de tierra.
Al interior de la Diócesis de San Cristóbal, también hubo discusiones sobre apoyar el traslado de los refugiados o acompañarlos en su defensa, sobre todo a quienes se negaban a ser desplazados forzadamente. Algunos sacerdotes como el padre Javier Ruiz, decidieron comprar tierras en las que pudieran establecerse temporalmente las familias refugiadas, hasta que las condiciones en Guatemala permitieran el retorno: “pasé por las parroquias recogiendo todo lo que podía de limosnas y cooperaciones, y me fui con los ejidatarios de Rodulfo Figueroa a pagarles el terreno, pero lo hice con bolsas de monedas, así se adquirió el terreno”18.
Gracias a la acción de Javier Ruiz y Josefina Torres, las familias refugiadas en la colonia Las Delicias se trasladaron la noche del 4 de junio de 1984 hacia un terreno de 72 hectáreas comprado al ejido Rodulfo Figueroa, al cual se le daría el nombre de La Gloria. Aquella noche caminaron bajo la lluvia por el monte, en silencio, para que ningún mexicano alertara a las autoridades de la COMAR y el INM. Caminaron por 14 horas con ancianos, enfermos, y 1050 niños nacidos en territorio mexicano.
La reubicación en una propiedad privada impidió a COMAR y al INM forzar el traslado hacia Campeche y Quintana Roo, pero las relaciones entre las instituciones y la Diócesis de San Cristóbal se quebrantaron aún más. A partir de este momento, otros campamentos se resistieron al traslado, y fueron utilizadas técnicas militares similares a las realizadas por el gobierno de Guatemala para obligar a los refugiados a aceptar la reubicación19; si bien muchos de los que fueron instalados en los campamentos de Campeche y Quintana Roo decidieron tiempo después volver a Chiapas.
La fundación de La Gloria es recordada y narrada en el marco de la fiesta patronal de San Miguel Arcángel (29 de septiembre), en la cual se realiza como actividad principal la coronación de la “Reina Indígena Migueleña”. La historia de la fundación de la comunidad es vivida como un proceso de etnogénesis, en el que los miembros de la Diócesis tienen una función simbólica fundamental por ser los “sembradores” de la comunidad, no solo por haber comprado el terreno, sino por haber garantizado las condiciones de sobrevivencia, particularmente con el acceso al agua potable.
En 1989 Javier Ruiz buscó el apoyo de otras organizaciones religiosas para construir un pozo profundo, el cual requería la renta de maquinaria y la contratación de ingenieros. Hasta antes de su construcción, las mujeres y niños, organizados en 10 grupos, acudían en la madrugada a dos arroyos cercanos a la comunidad. Cargaban litros de agua, muchas veces sin ayuda de animales de carga o carretas; y acudían a ese mismo lugar a lavar la ropa por las tardes o las mañanas. Se trataba de un trayecto de cuando menos una hora de camino que mermaba aún más la salud de mujeres y niños. Sin el agua, la población no hubiera podido establecerse en ese lugar con temperaturas de hasta 40°C.
A la fecha, el nombre e imagen de Javier Ruiz y Josefina Torres se encuentran en un nicho colocado dentro de las instalaciones del bombeo de agua de la comunidad. La placa, instalada el 6 de junio de 2022, cumple una función similar a la de un altar católico, pues es un espacio al que la comunidad llega a rezar cada 3 de marzo, día del agua y de la Santa Cruz, colocando flores y veladoras.
Otra aportación de Javier y Josefina fue la formación de talleres de carpintería, de tejido en telar y otros, cuyos productos eran vendidos por la Diócesis en San Cristóbal de Las Casas para financiar a las familias refugiadas. También acompañaron a la comunidad en su organización interna, fomentando espacios de representación para todos los oficios, pero particularmente a las mujeres y las parteras. Este modelo, al que llamaron la Dirección Colectiva, funcionó hasta 2002. Representaba a cada grupo de la comunidad, y garantizaba la equidad representativa del sector católico y el protestante en la toma de decisiones.
Cuando en 1992 inició el Programa de Retorno Colectivo a Guatemala20, los campamentos de refugio sufrieron una nueva escisión. La mitad de la población se organizó para retornar con acompañamiento de autoridades y organizaciones de derechos humanos. El otro sector, el que se negaba a retornar, sufrió presión y amenaza de las instituciones mexicanas, a pesar de haber anunciado un programa de regularización migratoria que les proporcionaría la naturalización mexicana “a quién lo deseara”.
La Gloria fue la primera comunidad del municipio en anunciar que no regresaría a Guatemala. Con esta decisión se desmarcaban del movimiento revolucionario en Guatemala, lo cual generó discusiones con un sector de la Diócesis, que consideraba que tenía la obligación de regresar a su país a consolidar los cambios sociales por los que el movimiento revolucionario había luchado.
Javier y Josefina apoyaron a las familias que se negaron a ser trasladadas a Campeche y Quintana Roo, y que posteriormente se negaron a incorporarse al Programa de Retorno Colectivo. La Diócesis decidió entonces retirarlos de la comunidad y a ambos los reubicó en otras parroquias. La población lo vivió como un castigo.
Considero que es a partir de este momento que comienza a construirse una narrativa sacralizada sobre Javier y Josefina. Primero como acompañantes, después como defensores de la voluntad popular, y siguiendo una retórica bíblica, como enviados de Dios para encontrar la tierra prometida, que en este caso es el espacio donde fundaría la comunidad. Es decir, es posible que desde el momento en que el padre Javier Ruiz y la hermana Josefina abandonan la localidad por órdenes del Obispo Samuel Ruiz, la población les comenzó a otorgar un sentido altamente simbólico y sagrado21.
Lo anterior pude registrarlo en el 2006 cuando Javier y Josefina realizaron una visitaron la comunidad a petición de la comunidad ante la Diócesis de San Cristóbal. En aquella ocasión, la localidad se vació para recibirlos en el desvío de la carretera. Se sumaron tanto ancianos como niños, la población católica y la evangelista. Los niños pequeños, que solo habían escuchado sobre ellos en narraciones familiares, pudieron conocerlos personalmente. Y entonces ocurrió que las familias comenzaron a acercarse a las primeras camionetas, con sus animales de granja, con objetos de valor que deseaban que Javier Ruiz bendijera. Y le mostraban la nueva infraestructura de la comunidad, pero también todo aquello que Javier les había proporcionado y que mantenían funcionando: la cooperativa San Miguel, el camión de carga Mekel, etc. Entonces supe lo importante que era la figura de Javier y Josefina en el mito fundacional de la comunidad.
En estos últimos 20 años, la comunidad recibió del gobierno municipal recursos para mejoramiento de infraestructura escolar22, y gestionaron ante las autoridades educativas del Estado que las instalaciones llevaran el nombre de Javier Ruiz y Josefina Torres en la primaria y secundaria respectivamente. De este modo, a diferencia de otras localidades, a los alumnos de La Gloria el nombre de su escuela les refuerza su sentido identitario, porque les remite a su origen comunitario.
No obstante, en los últimos años la llegada de nuevas religiones a la localidad y la dinámica electoral han fracturado el tejido social y la unidad con la que la población participaba en las fiestas cívicas y religiosas. Esto se refleja en la coronación de la reina migueleña, que por realizarse en el marco del día de San Miguel Arcángel y por tratarse de una fiesta católica, ha dejado de asistir el sector protestante. Con lo anterior quiero decir que elementos simbólicos y culturales que antes generaban identidad étnica y cohesión comunitaria no son en la actualidad los que generan una identidad local. Esto fue evidente en noviembre de 2021, cuando llegaron las cenizas del padre Javier Ruiz a La Gloria. Para quienes visitan por vez primera la comunidad, el evento reflejó un esfuerzo colectivo cargado de sentido simbólico, pero para mí fue evidente que faltaba un sector de la población, el protestante, que años antes también hubiera acudido a recibir a Javier Ruiz.
El registro etnográfico
La muerte de Javier Ruiz conmocionó a todos aquellos que lo conocimos. Matías Tomás, promotor de cultura en La Gloria, me avisó que la hermana Josefina llegaría a la comunidad con las cenizas del padre Javier, y que se estaban organizando para recibirles. Como me encontraba en ese momento en San Cristóbal de Las Casas, decidí trasladarme y asistir al evento. Lo comenté de manera casual con José Ángel Rodríguez y Pablo Farías, quienes se sumaron inmediatamente e invitaron a Alanís.
Dos años antes había conocido al equipo Batsí Lab. Era marzo de 2020. Después de un intenso trabajo de campo pasé por San Cristóbal de Las Casas, y una colega me invitó a visitar una exposición fotográfica en el Centro Cultural La Enseñanza. Se trataba de la primera exposición del proyecto Batsí Lab llamado La Fotografía lo cambia todo. Tres salas narraban la historia del refugio guatemalteco, el levantamiento zapatista y la revolución sandinista. A través de aquellas imágenes conocí finalmente los ex campamentos de refugio por donde habían transitado quienes fundaron La Gloria: La Hamaca, Cieneguita, etc. Si bien eran fotografías que retrataban una realidad sumamente dolorosa, también me emocionaba observar todo aquello que me había sido narrado en las entrevistas de 2002, cuando realicé mi trabajo de campo correspondiente a estudios de maestría en la comunidad. Aquellas fotos habían sido captadas por José Ángel Rodríguez y Antonio Turok23 entre 1981 y 1982.
Semanas después tuve el placer de conocer al equipo del proyecto Batsí Lab, quienes mostraron su interés en hacer un recorrido de reconocimiento de los ex campamentos y hacer un nuevo registro fotográfico en torno a las condiciones actuales de aquella población retratada por ellos 40 años atrás.
Parte del registro fotográfico obtenido en aquella visita es lo que se presenta en esta sección, y proporciona información etnográfica de la localidad y las prácticas socio-religiosas de sus habitantes. Es valioso reflexionar sobre lo que la fotografía misma comunica sin depender de mi narración etnográfica. Esto puede ocurrir por diversas razones, ya sea porque mi enfoque se centra en prácticas o discursos específicos, o porque he internalizado parte de la información que podría pasar desapercibida para aquellos que visitan la comunidad por primera vez. En este contexto, la perspectiva de los fotógrafos podría revelar elementos que no he abordado en el texto, pero que resultan de gran interés para el observador.
Tanto la fotografía como el registro etnográfico del antropólogo son una versión de la realidad social, pero estas versiones no abarcan su totalidad, ni se trata de un registro neutral o libre de valores. El antropólogo y el fotógrafo decidimos qué mostrar, y la manera en que los hagamos tiene un efecto en quien lee u observa el trabajo. Podemos victimizar o magnificar, evidenciar un proceso de violencia o hacerlo parecer un acto aislado. En este sentido, la fotografía tiene un efecto similar al de una conferencia antropológica en la que hacemos un corte de la realidad social y elegimos qué dar a conocer de un proceso histórico. Ambos métodos etnográficos --el del antropólogo y el del fotógrafo-- narran para “otros” la alteridad, y generan procesos reflexivos a través de un texto o de la imagen.
En este contexto, José Ángel, Pablo Farías y yo estábamos familiarizados con la región y el contexto del refugio guatemalteco. Alanís aporta una perspectiva fresca al lugar. Aunque los tres capturaron el mismo evento, el resultado es diferente, ya que cada uno dirige su atención hacia distintos elementos.
José Ángel Rodríguez contrasta las imágenes tomadas 40 años atrás en los campamentos de refugio. Se observa la organización colectiva del trabajo, y esto en torno a su ritualidad. Sus fotografías captan las emociones de distintas generaciones, el fervor religioso, la música y la comida como ofrenda a quien retorna a la comunidad que sembró.
Las imágenes capturadas por Pablo Farías tienen un alto contenido simbólico. Diría que logra capturar lo inmutable: la felicidad y el amor compartido entre los niños y la hermana Josefina, la fuerza de la fe religiosa, el sentido de comunidad al caminar juntos hacia la Iglesia, y la solemnidad de la procesión que sacraliza la imagen de Javier Ruiz.
La logística en torno a la celebración, sus diferentes actores, y la infraestructura de la comunidad son aspectos que encontramos en la fotografía de Alanís Rodríguez. Las dimensiones identitarias en las distintas generaciones de la comunidad podrían analizarse a través de sus imágenes. Y a su trabajo suma un cortometraje audiovisual de 5’56’’ de duración, titulado: “Resistencia llamada Gloria,” (2023), este trabajo lo realizó ex profeso para enriquecer este texto. Es una aproximación poética a la comunidad, por medio de una voz en off, alternada con imágenes actuales de la comunidad de la Gloria e imágenes capturadas por Jose Ángel Rodríguez en la década de los ochenta.
El cortomeraje se puede apreciar en este enlace gratuitamente:
https://vimeo.com/920174306
Como explica Ardévol (2009), “la imagen fotográfica o fílmica, no ha sido lo suficientemente reconocida dentro de la práctica antropológica como un objeto de reflexión teórica, sino como un mero instrumento de registro, transparente y neutral, que ayuda a la descripción, pero no contribuye al desarrollo del método etnográfico”. El trabajo fílmico de Alanís nos enseña que sí hay otros modos de aproximarnos al lugar de estudio. Su cortometraje muestra una experiencia distinta en campo, un tipo nuevo de conocimiento de la realidad empírica que nos devuelve una mirada sobre lo sensible, sobre lo captado con todos los sentidos.
Su trabajo también nos permite reflexionar sobre las tecnologías visuales y sonoras que, como explica Ardévol, “construyen un nuevo tipo de datos antes inexistentes, que requieren el desarrollo de nuevas técnicas de obtención, tratamiento y análisis… así como nuevas formas de comprender y aproximarnos al estudio del comportamiento humano” (Ardévol, 2009:1). Sobre esto mismo, Collier sugiere, incluso, que la película fotográfica reemplaza el cuaderno de apuntes del antropólogo24. Yo no lo creo así. Considero que ambos métodos realizan registros que a veces coinciden en la información etnográfica, o no, dependiendo de quién está detrás del lente y quién escribe en la libreta de campo.
Quizá una diferencia entre ambos métodos es que los antropólogos podemos contrastar el discurso con las prácticas cotidianas, es decir contrastar lo objetivo que percibe la cámara con lo subjetivo que trabajan los antropólogos o sociólogos al comparar práctica y discurso. Lo cierto es que son métodos que no se excluyen, sino que como explica Ardévol, son interdependientes. Ambas técnicas nos obligan a observar, y nos ayudan a encontrar aquellos elementos que distinguen social o culturalmente a los individuos y grupos. Estos elementos de distinción, dice Bourdieu, se “inscriben en el cuerpo y en los objetos a través de las prácticas corporales y materiales que se constituyen en prácticas de significación” (Ardévol, Idem:10). Estas prácticas quedan fijas en la fotografía y ayudan a tener acercamiento y conocimiento sobre los “otros”; sin embargo, como se dijo al inicio del apartado, se corre el peligro de folclorizar o estigmatizar la alteridad, reproducir el imaginario sobre los pueblos originarios que no responde a la realidad actual en la que las comunidades, hombres, mujeres o niños por igual, se trasladan miles kilómetros buscando mejores condiciones de vida, llevando consigo sus valores sociales, su concepción del mundo y los elementos culturales que los definen en lo individual y como colectivo.
Los akatekos, como cualquier otro pueblo originario o grupo social, se ha transformado para permanecer, para seguir siendo en un contexto de neoliberalización que los somete a la precariedad, al desplazamiento como estrategia de vida. Los cambios en el consumo cultural, en los procesos identitarios, en el desvanecimiento del tejido social, son evidentes. La religión o religiones, buscan fortalecer a los individuos y a los pueblos en estos nuevos contextos de violencia que experimentan tanto en su territorio como en los lugares distantes donde se trasladan a trabajar. Estos acelerados cambios son registrados en los estudios sociales de las últimas décadas y en la fotografía que se realiza sobre y con los pueblos indígenas.
Las Cenizas
El 24 de noviembre de 2021, José Ángel, Alanís, Pablo y mi hija Nayla nos dirigimos a La Gloria. A través de la carretera Panamericana, pudimos llegar a la comunidad en aproximadamente tres horas desde San Cristóbal de Las Casas. Al llegar al desvío de San Pedro, donde inicia el camino rural, encontramos a un comité de bienvenida formado por varios grupos generacionales. Los señores mayores llevaban triques (cuetes); las adolescentes se encargarían de las consignas y sus madres de llevar las flores con las que se ingresaría a la comunidad acompañando la comitiva del padre Javier. Los responsables de la iglesia católica organizaron la espera y detalles del evento. Las camionetas de redila de la localidad se convirtieron en carrozas alegóricas al padre Javier. Al lugar arribaron diferentes personajes que colaboraron con la población refugiada, como Luis Aquino y su esposa María Elena, que trabajaron en el campo de la salud. Los cuetes sonaron. Finalmente llegó la hermana Josefina, y con ella, el hermano, un sobrino y un primo de Javier Ruiz. Salvo Josefina, los demás mostraban mucha sorpresa por el tipo de bienvenida que daban a las cenizas; es posible que hasta ese momento hayan entendido las decisiones finales del sacerdote.
Higinia Tomás fue quien recibió y acompañó a Josefina. Por años, ella ha sido uno de los puentes principales entre la comunidad y la pareja de religiosos. La relación de Higinia, como la de varias personas más, se transformó en una relación de familia. Cuando la masacre de Chupadero, Higinia se encontraba sola con sus tres hijos. Se escondió con ellos entre la maleza y la tierra para escapar de los balazos. Higinia narra ese momento como un punto de quiebre, y desde entonces, el padre Javier y Josefina la han acompañado emocionalmente como parte de su familia. Como ella, cientos de familias tienen motivos para venerar a Javier y Josefina.
Josefina fue trasladada a una camioneta especial donde la fotografía enmarcada de Javier Ruiz coronaba el techo. El vehículo se abría paso entre la población que caminaba hacia el centro de la comunidad para realizar la celebración en la que colocarían las cenizas de Javier dentro de un nicho de la Iglesia. El mariachi de la comunidad acompañó los cantos religiosos. El traslado desde la carretera a la Iglesia, entre flores y cantos, se convirtió en un espacio ritual parecido a una procesión. El momento en el que las cenizas fueron entregadas al responsable de la Iglesia católica puede ser comparado con escenas bíblicas, en las que se muestra al pueblo la voluntad de Dios en la Tierra.
Josefina fue llevada a una camioneta especial, donde la fotografía enmarcada de Javier Ruiz adornaba el techo. El vehículo se abría paso entre la multitud que se dirigía hacia el centro de la comunidad para llevar a cabo la celebración, durante la cual depositarían las cenizas de Javier en un nicho de la Iglesia. El mariachi de la comunidad acompañaba los cantos religiosos, convirtiendo el traslado desde la carretera hasta la Iglesia en un espacio ritual que se asemejaba a una procesión, entre flores y cánticos. El momento en que las cenizas fueron entregadas al encargado de la Iglesia católica puede compararse con escenas bíblicas, donde se revela la voluntad de Dios en la Tierra al pueblo.
Desde mi punto de vista la imagen de Javier Ruiz ha sido sacralizada en La Gloria. Sus cenizas en la Iglesia son una manera de hierofanizar25 o apropiarse simbólicamente del territorio al que llegaron en 1984. Si la imagen y el nombre de Javier y Josefina ya se encontraba en los espacios más importantes de la comunidad, como las escuelas o el pozo profundo, sus cenizas en la Iglesia los convierten en algo cercano a un beato fundacional. Vale la pena decir que la Iglesia católica fue construida donde se realizó la primera misa, una vez que llegaron con Javier Ruiz a fundar la comunidad26.
Después de la colocación de las cenizas en el nicho de la Iglesia, el festejo se trasladó al salón de actos, donde Matías Tomás, promotor de cultura, había instalado una serie de fotografías en gran formato impresas en lona, para que la población e invitados recordaran los orígenes de La Gloria. Las fotografías fueron proporcionadas días antes por José Ángel Rodríguez, al saber que la intención principal era la de generar un espacio donde se fortaleciera la memoria colectiva.
El programa que siguió fue altamente simbólico. La imagen de Javier Ruiz fue colocada en el salón de actos, justo donde se colocaron las mesas para recibir a los invitados especiales. El agente municipal nos dio la bienvenida, y siguieron algunos discursos de miembros de la Iglesia. Josefina tomó el micrófono y les recordó a los presentes lo fuerte que fueron cuando trabajaban, de manera organizada, por el bien colectivo. Y eso me hizo recordar mi primera charla con Javier Ruiz, cuando me narró la manera en que sembraban y cosechaban los migueleños al ocupar este terreno: “trabajaban dos personas por surco y eran como 20 o 30 surcos para la siembra. Parejos avanzaban, parecía campo vietnamita por el orden y la organización que tenían”27.
Este evento fue también un homenaje a Josefina Torres, por los años de trabajo que dedicó a la comunidad junto a Javier Ruiz. Fueron más que una pareja de trabajo. Los unía una profunda amistad. A ella se le recuerda atendiendo a los niños de los campamentos. Buscaba la forma de hacerlos felices. Cada vez que visitaba la comunidad formaba a los niños para entregarles a cada uno un dulce. En 2021, Josefina repitió el gesto de entregar dulces, esta vez con los hijos de aquellos niños refugiados, tres o cuatro décadas atrás. Para Josefina, este gesto representaba la confirmación de su pertenencia simbólica a la comunidad. Aproximádamente seis meses más tarde, de forma inesperada, Josefina falleció. No debe sorprendernos su última voluntad: que sus cenizas fueran colocadas junto a las de Javier Ruiz, en la Gloria.
Conclusiones
El registro fotográfico que se incluye en este trabajo da cuenta de un proceso de hierofanización que comenzó en 1984 con el traslado de los refugiados de Cieneguita al terreno donde se fundó La Gloria. Ese proceso se fortaleció nuevamente cuando Javier y Josefina tuvieron que dejar, obligadamente, su trabajo en la comunidad, y se concretó casi 40 años después al recibir las cenizas de ambos en la Iglesia de la comunidad.
El registro fotográfico tomado por José Ángel, Alanís Rodríguez y Pablo Farías muestran un día de fiesta y fervor religioso, y a través de esas imágenes podemos adquirir datos sobre el comportamiento, la ritualidad, la cultura gastronómica y la infraestructura local, pero también da la posibilidad de sentir por instantes las emociones de quienes fueron retratados.
El registro fotográfico es un documento tan subjetivo como el del antropólogo, en tanto que decidimos qué y cómo mostrarlo. Ninguno de los dos métodos etnográficos cubre la totalidad social, ni es neutral. Siempre se trata de la perspectiva del autor, ya sea desde su interés temático, formación personal, biografía política o su capacidad técnica. Quizá no fue casualidad que fuera Alanís, fotógrafa binacional, quién registrara la agencia municipal con la enorme bandera mexicana que parece decirnos “somos migueleños, pero también mexicanos”.
Cada vez que una imagen me sacude por su fuerza, porque captó un momento relevante en la historia de los pueblos, pienso en las implicaciones que ha tenido en los propios fotógrafos: ¿cómo han vivido emocionalmente su presencia en los lugares registrados? ¿Cómo influye en ellos el registro de procesos altamente simbólicos que se convierten posteriormente en momentos relevantes en la historia de los pueblos? ¿Cómo los interpela la imagen de la muerte, de la injusticia, del rezo colectivo, de la conciencia étnica en acción? ¿Atrapar la imagen es lo mismo que invocar la palabra? Mi postura es que tanto antropólogos como fotógrafos nos vemos afectados por esa realidad que registramos.
Las teorías decoloniales en las ciencias sociales y en las artes exigen autorreflexión sobre la manera en que representamos a “los otros”. Tenemos que estar conscientes sobre cómo nuestro trabajo reproduce imaginarios sociales, y qué impactos puede tener la publicación de una imagen o un texto en contextos políticos en los que podemos colocar a “los otros” en condiciones de alta vulnerabilidad28.
¿Podemos acompañar los procesos de cambio y transformación, o incluso de movilización y resistencia sin reproducir viejas representaciones sobre los pueblos originarios? Esto es un reto para las ciencias sociales y las artes. La democratización de la tecnología y el uso masivo de la cámara, genera que aquellos que siempre fueron considerados “la alteridad” comiencen a ser quienes producen imágenes de sí mismos. Hasta ahora, las fotografías del equipo Bats’i Lab han sido solicitadas por diferentes colectivos o comunidades indígenas, como es La Gloria; quizá porque las imágenes del refugio como las realizadas en el presente reflejan la resiliencia de los pueblos, la dignidad con la que enfrentan los cambios ante las dinámicas económicas globales. Por lo anterior, las imágenes de la llegada de cenizas de Javier Ruiz tomadas por el equipo Bats’i Lab serán entregadas a la comunidad. Ellos decidirán si nuestra mirada del proceso organizativo y religioso coincide con las intenciones que tuvieron ellos y el recuerdo colectivo que guardan del mismo.