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Derecho global. Estudios sobre derecho y justicia

versión On-line ISSN 2448-5136versión impresa ISSN 2448-5128

Derecho glob. Estud. sobre derecho justicia vol.9 no.26 Guadalajar mar. 2024  Epub 17-Mayo-2024

https://doi.org/10.32870/dgedj.v9i26.737 

Derecho Comparado

El populismo radical de derecha. Hacia una caracterización

Radical right-wing populism. Towards a characterization

Mario Domínguez Sánchez-Pinilla1 

David J. Domínguez González2 

1 Universidad Complutense de Madrid, España. maridomi@ucm.es

2 Universidad Complutense de Madrid, España. ericson.delgado@unsaac.edu.pe


I. Introducción

Desde finales del siglo XX hay toda una serie de formaciones que bajo múltiples etiquetas tales como: derecha populista, extrema derecha, posfascismo, nacional populismo, social nativismo y un largo etcétera (Davies y Jackson, 2008), han alcanzado una relevancia electoral más que notable. Todas ellas se refieren a partidos y movimientos que, si bien no cuentan con propuestas de políticas completamente homogéneas, se caracterizan por romper los consensos prevalentes en sus sociedades sobre las prioridades y las agendas políticas. Son partidos que en occidente se han ido consolidando como fuerzas no sólo receptoras de las demandas de “partidos protesta” (Mair, 1994), sino como verdaderas alternativas de Gobierno. Pero, especialmente, en términos de Sartori (1994), partidos con capacidad de chantaje dentro de las propias instituciones legislativas del Estado. Han aprovechado un larvado malestar con la situación económica global (Stiglitz, 2003, 2016) y se han fortalecido como reacción a cambios sociales, políticos, demográficos y culturales de gran alcance, se han hecho cada vez más relevantes en cada cita electoral.

Aunque, en cierto modo, puede resultar paradójico que los partidos del populismo radical de derecha (PRD) hayan tenido más éxito en el Norte de Europa que en el Sur (mucho más afectado por la gran recesión de 2008 y, en especial, por las políticas comunitarias de austeridad). Lo cierto es que parece que estas sociedades donde una vez el Estado de Bienestar fue relativamente fuerte, con un gran papel de provisión y protección social (Esping Andersen, 1995), lo han visto erosionarse al calor de la crisis de 2008 y, en cierto modo, se han buscado culpables del deterioro en la calidad y condiciones de vida. Asimismo, simultáneamente, se han explorado nuevas vías o instrumentos de expresión del disenso y el descontento, presentándose las formaciones del PRD como el altavoz más propicio para ello. Algo similar ha pasado en los países de Europa Oriental, donde se transitó del modelo comunista hacia una economía de mercado sin salvaguardias sociales. El cambio ha sumido en la desprotección a capas enormes de la población a cambio de la promesa de tasas de crecimiento económico muy sustanciales, pero desigualmente repartidas (Bauman, 2004).

II. Detonantes: Crisis económica y crisis política

La crisis económica ha sido con claridad uno de los detonantes de todo este proceso a ambos lados del Atlántico. En efecto, la gran recesión a partir de 2008 supuso un empeoramiento progresivo de los niveles de vida y la sensación para grandes grupos de población de que las alternativas tradicionales no brindaban la protección necesaria. Momento en que el larvado malestar con la globalización se hizo explícito, y en muchas ocasiones fue magistralmente aprovechado por el PRD. Igualmente, dentro de Europa, el paupérrimo rendimiento de las políticas de austeridad (Stiglitz, 2016) y de devaluación i1nterna supuso una agudización de los efectos de la crisis.

En todo caso, la crisis económica global supondrá un parón a las expectativas materiales de millones de personas en todo Occidente y ha roto con el llamado “acuerdo de posguerra”.1 Con ello se pierde la confianza en un progreso lineal que había dominado las últimas décadas. Brevemente, entre la recesión y la consumación del Brexit se han producido cambios en la estructura socioeconómica de gran calado, ya no sólo la emergencia de trabajadores pobres, la persistencia de una histéresis estructuralmente elevada en los mercados de trabajo (Mota et al., 2018) o un abrumador desempleo juvenil. A esto hay que añadir un elemento sistémico del modelo de globalización vigente (Rodrik, 2012): la ausencia relativa de unas redes de seguridad y de mecanismos de compensación para los colectivos perjudicados, debido a la ausencia de recursos estatales causada por la propia crisis. No debe olvidarse que el contexto de la integración europea está dentro de otro, igualmente integrador y también cuestionado (Rodrik 2012, Piketty, 2022), como es la globalización. Estos dos procesos fomentan el paso de los antiguos Estados nacionales a Estados postnacionales, más integrados en la economía mundial y más interpenetrados por sus relaciones económicas; pero también, por eso mismo, mucho más frágiles y con menor soberanía o capacidad de decisión sobre sí mismos. Esta fragilidad y la desafección de capas importantes de la población dentro de un contexto social menos protector marcan el inicio del ciclo donde se asiste a un ascenso inédito de formaciones del PRD.

No sólo han sido circunstancias económicas y demográficas las que explican este auge del PRD, también deben incluirse aspectos de carácter político. Después de la Segunda Guerra Mundial, el papel del partido de masas decayó. Según Richard Katz y Peter Mair (1994) y Katz y Crotty (2006), los partidos políticos europeos se transformaron desde 1945 en el modelo “catch all party”, abandonaron retóricas de clase y se convirtieron en auténticas máquinas electorales; 25 años después se transformaron de nuevo en lo que podemos llamar el modelo “cártel”. A medida que modificaban su organización, dichos partidos se alejaban de la sociedad y se vinculaban al Estado. Así, el partido político como vínculo primario entre la sociedad y el Estado desapareció y se creó un vacío; este proceso se había completado prácticamente en a principios de los setenta.

El papel cambiante de los partidos políticos se manifestó de diversas maneras. Según Piero Ignazi (2003), la volatilidad entre partidos se aceleró progresivamente en la década de 1980 y esa volatilidad muestra pocos signos de disminuir incluso ahora, lo que obliga a considerar los cambios estructurales y de valores que conjuntamente pueden explicar la aparición de los partidos del PRD. También se ha acelerado la descomposición de los vínculos partidistas establecidos: la disminución del número de afiliados a los partidos y del grado de implicación partidista indican que los antiguos lazos duraderos entre el electorado y los partidos establecidos se han ido desvaneciendo, lo cual permite que surjan nuevos partidos y/o nuevos organismos en su lugar. Ronald Inglehart (1991) ha proporcionado quizá la explicación más destacada de la aparición de una “nueva política” alternativa en el mundo occidental: “la revolución silenciosa”, consistente en un conjunto de factores materialistas y postmaterialistas que han moldeado las actitudes de los ciudadanos en Occidente, especialmente en Europa. Según Inglehart y Welzel (2006), un conjunto de valores postmaterialistas hace hincapié en la libertad, la participación y la autorrealización, y ello ha generado nuevas alineaciones políticas y nuevos movimientos políticos tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político. Han sido Russel Dalton y Scott Flanagan (2017) quienes analizan en profundidad cómo un cambio de valores podría producir no sólo manifestaciones libertarias, sino también autoritarias. Por su parte, Roger Eatwell (2000) menciona varias explicaciones diferentes para el resurgimiento de este tipo de partidos de derecha radical: 1) El cambio en la estructura de clases y, en consecuencia, la tendencia de los votantes a alinearse en función de patrones cada vez más complejos de divisiones temáticas y de valores. Muchos votantes se sienten atraídos por fuentes carismáticas de autoridad, por individuos que parecen ofrecer una guía autorizada hacia un futuro peligroso, o al se presentan como alternativas a los partidos establecidos en los que el público ha perdido la fe. 2) La aparición de una agenda postmaterialista (Inglehart) y su escaso atractivo para los votantes de la clase trabajadora. Dado que los partidos de centroizquierda se han visto a menudo influidos por agendas postmaterialistas, parece estar surgiendo una creciente fractura en un sector importante de su apoyo clásico. 3) La globalización, no sólo en términos económicos sino también culturales, y sus efectos en términos de desempleo y pérdida de identidad, produce un apoyo a los partidos de extrema derecha entre las personas de clase trabajadora e incluso de clase media. 4) Pérdida de fe en las viejas ideologías y desilusión con la política y los políticos.

De este modo, la interacción de la recesión económica con los atributos de la posmodernidad fue fraguando un clima de contestación al consenso liberal cuya hegemonía parecía incuestionable desde la caída del muro de Berlín. La crisis del liberalismo se traducirá en el socavamiento de los valores fundamentales sobre los que se edifica la cultura occidental: se desprecia la democracia representativa entre demandas de una acción política popular y directa, el pluralismo retrocede y las diferencias se acentúan, la libre circulación de personas se suspende, las minorías dejan de contemplarse como colectivos merecedores de protección para ser vistas con sospecha, la libertad de prensa se contesta entre acusaciones de falsedad, el imperio de la ley se supedita a la voluntad popular cuando sea necesario y la legitimidad de los resultados electorales se pone en entredicho.

Ante el aumento de la inestabilidad y la incertidumbre, el individuo empoderado no se basta para afrontar las tribulaciones del presente. Se genera entonces un sentimiento de anemia similar al que se ha descrito para otros momentos históricos marcados por la modernización y el cambio. El individuo busca refugio en la colectividad y desarrolla una visión romántica del pasado, una añoranza de los viejos tiempos en los que el mañana no se vivía como una amenaza. Esa crisis del liberalismo que pone el énfasis en lo gregario y la añoranza de un pasado mejor permea como veremos en los relatos asociados a la movilización de la derecha radical.

Uno de los estudios más completos sobre el fenómeno de la crisis del liberalismo y el auge de la derecha radical en Europa ha sido el de Herbert Kitschelt (1995), prorrogado con el escrito en colaboración con Anthony J. McGann (2000).2 Los cambios sociológicos que han tenido lugar en occidente están vinculados a los cambios estructurales que han transformado los sistemas de partidos. Así, Kitschelt descubre las estructuras de oportunidades políticas que han sido favorables o no a las distintas familias de partidos. El valor de la teoría de Kitschelt, reside en su creencia de que los partidos son algo más que meros reflejos de los sentimientos de las masas. La suerte y el comportamiento de un partido político dependen no sólo de la presencia o ausencia de un electorado próximo a su posición partidista, sino también de las interacciones estratégicas de los partidos políticos en el sistema competitivo (Kitschelt, 1995: 14).

El punto de partida de Kitschelt es la bidimensionalidad del espacio competitivo en las sociedades postindustriales occidentales. Los ejes de este espacio bidimensional están formados por la dimensión socialista-capitalista y la dimensión libertariaautoritaria. Cuando cambia la distribución de los votantes en el espacio competitivo, los partidos se reposicionan para mantener su cuota de votos; sin embargo, tienen que hacer concesiones y decidir a qué electorados quieren complacer más. Esto puede dar lugar a vacíos en el espacio competitivo, zonas en las que hay un número considerable de votantes, pero no existen partidos que satisfagan sus preferencias políticas. Esto crea una oportunidad política para los nuevos partidos políticos que pueden entrar en el espacio competitivo para servir a estas circunscripciones desatendidas y, por lo tanto, tener éxito electoral. Kitschelt define la derecha radical en función de dos características, su electorado y su atractivo ideológico (McGann y Kitschelt, 2005: 149). En la década de 1980, el atractivo ideológico del PRD consistía en una fórmula ganadora que combinaba una posición promercado en la dimensión socialista-capitalista y una posición autoritaria en la dimensión libertaria-autoritaria. Esta combinación no era única, pero la posición del PRD era más neoliberal y autoritaria que la de los partidos de derechas establecidos que se habían desplazado al centro del espacio competitivo bajo la influencia de las tendencias centrípetas (Kitschelt, 1995: 19-21). Así Kitschelt predijo que en el nuevo milenio la derecha radical abandonaría su atractivo neoliberal para adoptar una posición económica más centrista en cuestiones económicas como reacción a las cambiantes preferencias políticas de los votantes en las sociedades postindustriales, y los resultados han coincidido en gran medida con esta afirmación.

A ello se le une que tanto el ámbito PRD como los partidos populistas antiestatistas en general han adoptado las reivindicaciones de una democracia más participativa como herramienta contra la élite política, a la que acusan de haber perdido el contacto con la opinión popular y de carecer de legitimidad popular. Los partidos de la derecha radical pueden, en este sentido, presentar formas de democracia participativa, como el referéndum y la iniciativa popular, como solución a la falta de respuesta del sistema político actual (Betz, 1993, 1994; Karp et al., 2003).

Los partidos del PRD tienen dos cualidades que atañen a su organización: están muy centralizados y dan gran importancia al liderazgo, que es a la vez personalizado y carismático. Estas características no son, en sí mismas, peculiares de los partidos neopopulistas, pero apuntan a un rasgo central de dichos partidos: pueden conciliar elementos antisistémicos con elementos organizativos que garanticen su supervivencia institucional y electoral. También interesa la articulación organizativa de elementos clave de su ideología.

El elemento del liderazgo carismático es esencial para la naturaleza del PRD, pues se trata de un intento explícito de ofrecer modelos de partido qua partido que difieran de los modelos imperantes. Dado que el modelo de partido predominante es el partido profesional-burocrático “comodín”, los modelos basados en el carisma son en sí mismos una forma de protesta. De este modo, para el PRD, el liderazgo no es un mero ingrediente: es la esencia tanto de su mensaje como de su partido. La base carismática de su liderazgo es un elemento esencial porque representa un desafío simbólico a los modelos imperantes de organización de partidos. Cumple la doble función de legitimar la afirmación de los partidos de ser esencialmente diferentes de otros partidos y permite un grado de control sobre la maquinaria del partido por parte de la dirección que está diseñado para maximizar el impacto electoral.

El último elemento que distingue políticamente al PRD es su perfil electoral. Los contornos de su base se solapan claramente con el perfil de la extrema derecha que se ha dibujado tradicionalmente: un electorado de protesta, de clase obrera, de los barrios del centro de las ciudades, o pobres, con bajo nivel educativo y predominantemente masculinos. En términos de algunas características demográficas básicas, podemos resumir a partir de la literatura que los partidos neofascistas se nutren de electorados pobres, con bajo nivel educativo, urbanos y masculinos (Husbands, 1992: 120). El PRD se nutre de ese electorado, pero la red es algo más amplia.

La razón para suponer que el ámbito PRD atraerá a un abanico de electores más amplio que los neofascistas es que consiste, al menos en el electorado, en un fenómeno de “protesta legítima”. Si los partidos consiguen presentarse como un tipo diferente de opción, tendrán relativa libertad para atraer a votantes de todo el espectro político, porque no se han definido a sí mismos fuera de ningún entorno ideológico concreto. Del mismo modo, pretenden movilizar a los ciudadanos que anteriormente han expresado su descontento con los partidos dominantes simplemente no votando. Debido a que su ideología contiene la idea de que son un fenómeno “dominante”, pueden atraer, y de hecho atraen, a votantes de una amplia franja.

El electorado del PRD es predominantemente masculino (Husbands, 1992). Más allá del neofascismo o la extrema derecha, no es necesariamente pobre o desempleado, sino que trabaja en el sector privado. No tiene un bajo nivel educativo, pero procede de estratos medios y bajos. También se basa en una amplia gama de posiciones de voto anteriores y puede atraer a aquellos que anteriormente no participaban en las elecciones. También es predominantemente joven y los que votan por primera vez tienen menos lazos para romper con el orden establecido.

III. Conceptos y categorías: radicalismo, populismo, extremismo

Queda por resolver de qué tipos de partidos estamos hablando. Lo cierto es que casi todos los estudiosos del tema señalan la falta de una definición generalmente aceptada. Aunque el término de derecha radical o extrema en sí mismo es aceptado por la mayoría de los estudiosos, no hay consenso sobre la definición exacta del término y nos encontramos con diversas aserciones. Esto se debe en parte a que el término no sólo se utiliza con fines científicos, sino también políticos. A pesar de estas disputas, existe un consenso bastante amplio en el campo de que el término populismo radical o extremo de derechas describe principalmente una ideología de una forma u otra (Mudde, 1995, 1999, 2000) constituida por una combinación de varios rasgos diferentes. Algunas definiciones tienen un tamaño quizá excesivo y contienen entre ocho y diez características diferentes. Un buen ejemplo es la definición de Falter y Schumann (1988: 101), que enumeran no menos de diez características como el núcleo del pensamiento de la derecha radical: “nacionalismo extremo, etnocentrismo, anticomunismo, antiparlamentarismo, antipluralismo, militarismo, pensamiento de ley y orden, exigencia de un líder político y/o ejecutivo fuerte, antiamericanismo y pesimismo cultural”. Mudde llega a la conclusión, tras repasar hasta veintiséis definiciones de este fenómeno, de que existen al menos cinco características mencionadas de manera más o menos repetida: nacionalismo, racismo, xenofobia, antidemocracia y Estado fuerte (Mudde 1995: 206) y que en cierto modo seguimos.

Las definiciones modernas del radicalismo de derechas3 siguen basándose en el criterio tradicional para diferenciar entre conservadores y reaccionarios: los conservadores intentan mantener el statu quo, los extremistas de derechas quieren restaurar el statu quo ante. Sin embargo, se ha añadido un segundo criterio: la restauración prevista puede lograrse, si es necesario, mediante el uso de la fuerza. Este último criterio puede aplicarse mejor al fascismo y al neofascismo que a los movimientos reaccionarios tradicionalistas.

Hans-Georg Betz ha identificado una oleada de nuevos partidos de extrema derecha y los ha denominado “derecha populista radical”. Piero Ignazi (2003) los ha denominado partidos de la “nueva derecha” y ofrece una categorización de la extrema derecha basada en tres criterios. Destacando en primer lugar la dimensión espacial, sostiene que este criterio mínimo incluye una gama diversa de partidos situados en el extremo derecho del continuo izquierda-derecha. Para diferenciar aún más, ofrece un criterio adicional, el de la ideología, que le permite separar los partidos con un claro legado fascista de los que no lo tienen. Por último, subraya que los partidos pueden entonces diferenciarse en función de su apoyo o rechazo del sistema político. Esto nos proporciona un medio para diferenciar entre “nuevos” y “viejos” partidos de extrema derecha, pero implica un alto grado de incertidumbre con respecto a muchos partidos.

Otros criterios utilizados con frecuencia para etiquetar a los movimientos fascistas y neofascistas (etnocentrismo, antipluralismo, antiindividualismo, hipernacionalismo, actitudes misioneras, etc.) también causan problemas, porque un buen número de grupos neoconservadores (al menos fuera de América, donde la ideología de la sociedad de mercado es más fuerte que en Europa) comparten estos valores. Dado que el concepto de una economía de libre empresa ha ocupado un lugar central entre los pocos elementos constantes del credo conservador (Laponce, 1981: 121) y desde que su alta estima ha sido aceptada incluso por algunos conservadores, los elementos autoritarios del credo de la derecha se han suavizado, y la línea divisoria entre conservadores y ultraderechistas se ha hecho aún más difusa. Si bien es cierto que se han producido avances electorales significativos de la extrema derecha fascista, pero los partidos que han tenido éxito electoral han compartido ciertos rasgos entre sí más que con la extrema derecha “convencional”. Lo que tratamos de sugerir es que la reciente tendencia hacia los partidos de la derecha radical representa un “nuevo populismo”, o mejor aún, un “populismo radical”, por cuanto fusiona la postura antipolítica con la protesta de amplia base de la derecha populista. Cuestiones como la raza y la inmigración son, para estos partidos, piedras de toque de la disidencia. Junto con las cuestiones del nativismo radical (“Francia para los franceses”) y la oposición a los impuestos, la agenda del PRD se emplea como medio para movilizar una vena más amplia de descontento que tiene como foco la insatisfacción con los fundamentos que subyacen al “acuerdo de posguerra”. El PRD es, por tanto, un indicador que revela importantes cambios en la política occidental.

Cuando se examina toda la gama de términos y definiciones utilizados en este ámbito, se observan similitudes sorprendentes, ya que los distintos términos se utilizan a menudo como sinónimos y sin una intención clara. Además, cada término sufre variaciones excesivas en sus definiciones y aplicaciones. Despojando al populismo de sus características contextuales y sociales, se emplea aquí (hay que reconocer que con cautela pues siempre hablamos de tipos ideales) para subrayar dos elementos que parecen estar presentes en los distintos significados. Estos dos elementos son su negatividad y su amplitud, factores que sitúan al nuevo populismo a la derecha y “en la corriente dominante”. El elemento antisistema se extrae de las mismas fuentes de las que también ha surgido la nueva política (Müller-Rommel 1990, Kitschelt, 1989), sólo que, en términos ideológicos, el nuevo populismo se sitúa a la derecha, contra el sistema, y sin embargo se define a sí mismo como “mainstream”. Es de derechas, antisistema y populista: es popular pero no del sistema. Esta orientación antisistema ha tenido implicaciones en el modo en que el partido se organiza y se comporta, le gusta “romper las reglas” porque son las reglas de un sistema que considera caduco.

Richard Hofstadter (1955, p. 61) ya describió en los años cincuenta el populismo estadounidense como nativista y antisemita. La idea de intolerancia suele ocupar un lugar central en los análisis del populismo. Hay, pues, en el populismo un fuerte elemento de negatividad: se opone al sistema y a los que dirigen el sistema, y con frecuencia invoca una noción de “pueblo” que se caracteriza más por a quién excluye que por a quién incluye. En el centro de este ímpetu está la política del “corazón” implícita al populismo: un sentido de lo que es “normal” y, en consecuencia, cómodo. La política del corazón es una noción vaga, pero una potente fuerza movilizadora. Incapaz de articular plenamente esos instintos, el populismo recurre con frecuencia a atacar a quienes parecen amenazar las nociones del sentimentalismo. Al cuestionar la legitimidad de los demás, los populistas participan por defecto en la política de construcción de la identidad: puede que no sepan quiénes son, pero saben quiénes no son.

Los políticos, los inmigrantes, los burócratas, los intelectuales y los beneficiarios de la asistencia social ocupan los primeros puestos de la lista de excluidos de este PRD. Aunque la lista varía ligeramente de un país a otro según las circunstancias, la lógica central de la exclusión sigue siendo una constante. Cuando el PRD habla del “hombre corriente” (el típico habitante nativista del país) y de su exclusión de la política contemporánea, parece que evoca a los excluidos más que a los incluidos.

Por otra parte, el PRD es marcadamente neoliberal en su orientación económica. El mercado es el lugar legítimo y eficaz para la resolución de conflictos. El Estado se considera en gran medida ilegítimo, sobredimensionado e ineficaz. La libertad es, en consecuencia, un concepto clave que se define en términos negativos e individuales: consiste en la ausencia de restricciones estatales a la acción individual. La supuesta ampliación excesiva del alcance y la escala del Estado como consecuencia del acuerdo de posguerra es la base de gran parte de la crítica radical populista. Por lo tanto, tiene sentido que se haga hincapié en la importancia del individuo como norma ética, y en este sentido, son inequívocamente partidos de derechas.

Al identificar el “sistema” con quienes lo gobiernan, traicionan sus raíces populistas. Esta actitud antisistema puede manifestarse en una ideología antipartido, una postura que tiene importantes implicaciones para el funcionamiento de los partidos y también da lugar al dilema por excelencia: cómo ser un partido eficaz al mismo tiempo que un “antipartido”. El elemento excluyente de este PRD es lo que justifica su descripción como neopopulista. En términos retóricos, esta exclusión suele expresarse en términos de su representación de la “corriente dominante”. Se trata de un llamamiento a la política mayoritaria: argumenta que el corporativismo y la creciente fuerza de los grupos de interés han excluido al término medio y alienado al votante “ordinario”.

Por último, el ámbito PRD se diferencia de los neofascistas en varios aspectos. La diferencia más concreta es también muy difícil de verificar, pero está relacionada con la continuidad histórica: los partidos neofascistas suelen tener algún vínculo directo con los partidos fascistas de la época anterior, mientras que los partidos PRD parecen carecer de ese vínculo histórico. Ignazi (2003) hace una observación similar en su diferenciación entre viejos y nuevos partidos de extrema derecha. La segunda diferencia es que, aunque los partidos del PRD suelen tener una postura antiinmigración explícita o implícita, rara vez es la única fuente de su identidad. La postura antiinmigración se combina a menudo con otras cuestiones destacadas. En cambio, los partidos neofascistas, aunque desarrollan otras posiciones políticas, son casi exclusivamente partidos antiinmigración.

IV. Componentes ideológicos del populismo radical de derecha

1. Retórica antagonista

En términos ideológicos, el PRD “se ha definido como un ‘estilo de retórica política’ que pretende movilizar a la gente corriente tanto contra la estructura de poder establecida como contra las ideas y valores dominantes de la sociedad” (Kazin, 1995: 3; Canovan, 1999, p. 3). Una de las principales características de esta retórica es la apelación al resentimiento, que, como ha argumentado Robert C. Solomon (2003), es una emoción que se distingue por su preocupación e implicación con el poder “reflejando” una especie de culpa e indignación personal, una proyección hacia el exterior en forma de una abrumadora sensación de injusticia. Al mismo tiempo, el resentimiento es más que una expresión de impotencia, también invoca un deseo de cambio radical: el mundo podría y debería ser distinto de lo que es, con los de arriba dejando de estar arriba y los de abajo dejando de estar abajo. Así pues, el populismo se presta idealmente a una estrategia política que aspira a lograr una transformación radical del statu quo. El atractivo movilizador del PRD reside en el hecho de que juega con ambos aspectos. Por un lado, apela a sentimientos de injusticia y desigualdad y, por otro, promete recursos y soluciones.

Un elemento central de la política de resentimiento del PRD es la acusación de que en las democracias capitalistas liberales el poder ha sido usurpado por una élite política y cultural interesada que persigue su propia agenda sin preocuparse por las preocupaciones e intereses legítimos de los ciudadanos de a pie. El resultado es una degeneración de la democracia representativa, que ha dejado de funcionar correctamente.

De forma paralela, una de las principales motivaciones de la movilización del PRD ha sido el deseo de romper la “hegemonía cultural” supuestamente ejercida por la “generación del 68” que no sólo parece haber conseguido el predominio intelectual, sino que ha logrado alojarse en el sistema político para perseguir sus objetivos subversivos: la destrucción de la nación y la familia y de las normas morales en las que se supuestamente basa nuestra civilización. El resultado fue la creación de un sistema que infringe cada vez más el derecho de la gente corriente a decir lo que piensa y a expresarse libremente sin que se les insulte, con la intención de hacerles parecer retrógrados, intolerantes o extremistas, lo que ilustra el profundo resentimiento que alberga el PRD contra la élite de izquierdas.

Ante esta situación no es de extrañar que el PRD se haya promocionado como la “única” fuerza política relevante que se atreve a oponerse, desafiar y resistirse a las ideas imperantes diciendo verdades incómodas. No sólo reclama para sí decir en voz alta lo que la mayoría de la población piensa en secreto, sino que devuelve con ello “la palabra al pueblo”. Por lo general, los líderes del PRD se han cuidado mucho de cultivar una imagen de outsider e inconformista político, que conscientemente ignora y desprecia las convenciones. Y esta es una de sus fortalezas: renegar de la política convencional, manifestar un carácter antisistema, pero al mismo tiempo marcadamente institucionalista. Sus líderes aseguran que estas formaciones no son verdaderos partidos políticos, acaso plataformas, herramientas, palancas de cambio, y ellos mismos se presentan como outsiders de la política: son profesionales o activistas que han hecho una carrera al margen de los partidos y cuyo alejamiento de toda ambición de poder les legitima para hablar en nombre del pueblo. Para diferenciarse de los políticos tradicionales, estos candidatos rechazan el lenguaje del establishment, esa corrección política que busca enmascarar la realidad. El líder PRD habla de forma pretendidamente sincera, cercana y directa, se atreve a decir “las cosas como son”. Esta elección deliberada de la incorrección es percibida por una parte del electorado como una señal de autenticidad y de diferenciación: el habla coloquial los identifica con el ciudadano de a pie y los aleja de la imagen de las élites.

Así pues, la apelación al sentido común de la gente corriente ocupa un lugar destacado esta ideología populista. Por un lado, permite al PRD contrarrestar las acusaciones de racismo y extremismo de derechas. Por otro lado, legitima y obtiene apoyo para el llamamiento a un cambio político de gran alcance destinado a dar voz a los ciudadanos de a pie excluidos del proceso político por las maquinaciones de los partidos políticos establecidos y la élite dominante. Por lo tanto, no resulta sorprendente que el PRD haya hecho de la promoción de la democracia directa una de sus principales prioridades políticas. Sus demandas incluyen, entre otras, la petición de la introducción de iniciativas y referendos vinculantes, la reducción del tamaño del parlamento y el gabinete, y la elección directa de los cargos ejecutivos.

2. Masa - Pueblo: Por una política identitaria

El PRD establece la ficción de la ruptura de la mediación al presentarse no ya como representante del pueblo, sino como el pueblo mismo (Arias Maldonado, 2016). Se trata de una sinécdoque política altamente efectiva, por la que el líder populista y los intereses a los que representa se toman por el pueblo como totalidad. El PRD construye y modela el concepto de pueblo, de tal modo que decide quiénes forman parte de él y quiénes no.

Por eso, la vocación populista radical es necesariamente excluyente, pues la afirmación del pueblo sólo es posible mediante la negación de aquellos a los que se les ha privado de la consideración popular (la casta, las élites, el poder financiero, las instituciones europeas). Sin embargo, se da la paradoja de que, al mismo tiempo, la existencia de ese enemigo es la razón de la fortaleza del discurso populista y, en tanto, lo necesita para perpetuarse. Así, el PRD cava un abismo moral entre el pueblo y el antipueblo, por medio de una dialéctica amigo/enemigo que ha de ser siempre antagónica.

Por lo dicho, uno de los rasgos centrales del discurso populista radical contemporáneo es su intento de delimitar quién es “el pueblo” y quién forma parte legítimamente del pueblo y quién no; en este último caso, los grupos que representan a minorías raciales y étnicas que no se “asimilarán” a la cultura deseada. Esto implica tanto un argumento de que las élites y los líderes políticos no han escuchado al “pueblo” (legítimo) como un intento de garantizar que dejen de escuchar a los grupos y organizaciones que, en opinión del PRD, no son legítimos. Es decir, los argumentos aparentes a favor de una democracia “auténtica” son en realidad argumentos para excluir a algunos grupos de la representación democrática. Al mismo tiempo, son argumentos ideológicos para influir en la identidad de quién debe ser reconocido políticamente y de quién no.

Uno de los avances más importantes en la evolución de la ideología PRD ha consistido en un creciente énfasis en cuestiones de cultura, valores e identidad y, con ello, el recurso a las reivindicaciones de reconocimiento. En los últimos años, el PRD se ha promovido agresivamente como defensora de la diversidad y la particularidad frente a quienes promueven el universalismo y el “desarraigo”. Estratégicamente, las apelaciones al “derecho” a la identidad y al respeto por la “diferencia” y la distinción cultural han servido como un recurso más para responder a la acusación de racismo y extremismo.

La justificación ideológica de la exclusión en nombre de la preservación de la identidad que propone el PRD deriva de su lógica de lo que Pierre-André Taguieff (1993-1994: 122-124) ha caracterizado como “racismo diferencialista”. A diferencia de las formas tradicionales de racismo, el racismo diferencialista “es comunitario y convierte la diferencia o la identidad de un grupo en un absoluto. Aquí no se trata tanto de desigualdad como de incapacidad para comunicarse, de ser inconmensurables o incompatibles”. El racismo diferencialista está “imbuido del imperativo categórico de preservar la identidad del grupo, cuya propia “pureza” lo hace sagrado: la identidad de las herencias y los patrimonios”. En consecuencia, “la exclusión ocupa un lugar de honor en la reivindicación general del derecho a la diferencia”. Sin embargo, la apelación a la defensa de la diversidad y la diferencia no sólo sirve para invertir las acusaciones de racismo; también sirve para justificar políticas concretas de exclusión en nombre de lo que Bruno Gollnisch (2000) ha llamado “el deseo de las naciones de preservar su identidad”.

Esto sugiere que la política de identidad PRD sirve principalmente como justificación ideológica para la exclusión selectiva. El principal argumento que subyace es que determinados grupos no pueden integrarse en la sociedad y, por tanto, representan una amenaza fundamental para los valores, el modo de vida y la integridad cultural de la población “autóctona” (donde la población “autóctona” se define invariablemente como aquellas personas que comparten los valores y la cultura dominantes, es decir, “occidentales”). La inmigración descontrolada provocará inevitablemente lo que el PRD ha denominado una “colisión de culturas” y, en última instancia, conducirá a la transformación del mundo desarrollado en países del “tercer mundo”. O al menos que la inmigración descontrolada estaba provocando una sociedad dividida y fragmentada y un declive de los valores comunes. El énfasis debe ponerse en la integración y la asimilación más que en el concepto “políticamente correcto” de diversidad, ya que se supone que este “fetiche de la diversidad” destruye la identidad nacional y pervierte la consistencia del “pueblo”.

Una vez más, desde el punto de vista PRD, esta línea de argumentación no debería interpretarse como una expresión de etnocentrismo o, peor aún, de racismo, sino como una consecuencia lógica del derecho al reconocimiento cultural, que debería conferirse por igual a todas las culturas. Sin embargo, esta es una postura antiliberal, porque, como ha señalado Kevin McDonough (1997), una “sociedad liberal dedicada al valor de la igualdad de respeto también debe reconocer la multiplicidad de subgrupos culturales que la constituyen”. Una propuesta que la derecha populista radical rechaza por principio, argumentando que el llamamiento al reconocimiento de la diversidad cultural no es más que una construcción ideológica promovida por la “industria multicultural” diseñada para legitimar la concesión de privilegios injustificados a las minorías a expensas de todos los demás.

Aquí se inserta uno de los objetivos del PRD: la construcción del sujeto colectivo “pueblo” que, en comunión con su liderazgo, consolide la hegemonía política popular. Lo primero que llama la atención es la aparición de un fenómeno colectivista que toma por sujeto político un concepto tan amplio como el pueblo, que parece romper la inercia histórica de atomización progresiva de las comunidades de socialización. Ocurre que esta esfera PRD es también un movimiento reactivo, porque funciona a partir de dos cosas. En primer lugar, la visualización de la fragilidad de sus enemigos: es el rechazo reiterado y desproporcionado que los otros hacen de cuestiones de aparente sentido común el que autoriza a los líderes del PRD a actuar del modo en que lo hacen, a manifestar sus opiniones con cierta agresividad y, en consecuencia, a traer de soslayo las esencias a una nueva escena. No se trata de una legitimidad primera, sino derivada: encontrar su lugar de certeza en el otro, en su falta de madurez, en sus acciones incoherentes o dañinas, en su visión restringida y dogmática.4 En segundo lugar, el discurso PRD fue también capaz de reescribir la vida privada desde esta misma perspectiva. Dieron un nuevo barniz que convertía a los progresistas en aquellos que querían prohibir todo aquello que hacía la existencia interesante.

En nuestra época, el elemento político central es la seguridad, y toda oferta exitosa se ha construido alrededor de ese sentimiento. Los efectos de la crisis económica y el cambio productivo que está desarrollándose han trastocado por completo la estructura social, han roto muchas expectativas y ofrecen una versión del porvenir nada esperanzadora. Los discursos de clase media que eran típicos de la sociedad del “acuerdo de posguerra” de la segunda parte del siglo XX ya no encuentran hechos que los ratifiquen y la perspectiva de una degradación estructural de sus condiciones de vida y del endurecimiento de la competencia en el mercado de trabajo es hoy común. La inseguridad es generalizada. No sólo porque afecte a casi todos los grupos sociales (incluso las clases medias altas cuya vida está económicamente resuelta perciben de un modo nítido las dificultades para que sus hijos conserven el nivel de vida del que gozaron), sino porque el futuro se hace mucho más impreciso. La inestabilidad y la incertidumbre leídas de forma egoísta, y con ellas las dificultades para trazar trayectorias vitales a medio plazo, impregnan la sociedad.

Las dos ofertas electorales exitosas en los últimos años han tenido como núcleo la misma idea central: desde el establishment se ha trasladado con insistencia la sensación de que la situación mejora, que se han hecho esfuerzos notables desde la época de la recesión y que en poco tiempo comenzarán a dar sus frutos; que el descenso en el nivel de vida ha sido coyuntural y que la recuperación para el común de los ciudadanos comenzará en algún momento, siempre bajo la condición de seguir por la senda de las reformas. Pero también en el dibujo de sus contrincantes electorales (por ejemplo, el ámbito del PRD) como una grave amenaza para la democracia y para el bienestar económico, convirtiendo la seguridad en su elemento esencial por una vía indirecta: ofrecen estabilidad frente a quienes pueden desestructurar por completo el sistema. Lo paradójico es que el ascenso del PRD se ha producido mediante la oferta de la misma solución que los partidos institucionales, aunque por otro camino: la seguridad sigue siendo el asunto central, por más que para alcanzarla se precisen cambios profundos.

La insistencia en el pueblo y la necesidad imperiosa de la seguridad conjugan una doble amenaza que, interpretada en clave patriótica, reproduce en nuevos contextos viejas ideologías. De ahí que el regreso del nacionalismo tenga un aspecto de repliegue, de defensa de las poblaciones autóctonas, de fortificación frente a las fuerzas globalizadoras. No es un movimiento utópico, no pretende imponer una cierta pureza étnica ni aplicar las esencias de un pueblo al resto, sino de defenderlas de las crecientes amenazas a las que se ven sometidas: otros países les roban sus puestos de trabajo porque tienen unas condiciones de empleo mucho más frágiles, los inmigrantes les quitan ayudas y empleos, y los burócratas, cosmopolitas y alejados de la realidad de la gente, los extorsionan con cada vez más impuestos. Todos estos elementos se cohesionan en un concepto central, el de “seguridad”, que es la clave del ascenso del PRD, y bajo el cual se amparan, y recogen viejas variables del movimiento, como el énfasis antiestablishment, la lucha contra los poderosos, la acción reactiva de defensa de elementos tradicionales, culturales y materiales que se perciben en riesgo, así como la insistencia en un cambio económico articulada a través de una nueva acción del Estado que proteja a la gente común en lugar de a las élites. La seguridad es la clave del éxito populista.

3. Antidemocracia

La defensa de la democracia que hacía el viejo populismo implicaba esencialmente que el imperio de la ley funcionase para favorecer al pueblo y no a los ricos; que en lugar de sangrar a obreros y pequeños empresarios pusiera coto a los abusos de los ladrones de clase alta; defender la democracia no era reclamar presupuestos participativos, sino plantarse frente a un poder industrial y financiero que había escapado a las leyes y las había puesto a su servicio. El PRD ofrece en cambio una salida a esa impotencia desde el proteccionismo, la promesa de la reactivación del empleo y la contención de la amenaza de los inmigrantes.

Por lo general, el PRD se muestra inclinado hacia una democracia plebiscitaria que refuerza hasta el extremo los poderes ejecutivos y que permite un uso concentrado de los medios de masas. En todo caso, implica refrendo real de algún tipo del poder por parte de las poblaciones, lucha por la adhesión de las masas y necesidad de asegurarla, pero no mediante el terror declarado, la mera opresión y el crimen de Estado generalizado como hacen los regímenes dictatoriales. El PRD es más bien un régimen de partido y de lucha política que aspira a ganar la adhesión y la fidelidad libre de las masas en las formaciones sociales democráticas. En tanto régimen de masas, la forma de alcanzar el poder ha de ser en algún modo democrática, lo que desde luego implicará tensiones con la forma de la democracia liberal y, lo que es más importante, con la democracia constitucional. Esas tensiones por lo general derivan de formas en las que se hace visible la condición de masa de los apoyos del poder populista. El PRD no parte del principio del valor exclusivo y fundamental del axioma “un ciudadano, un voto”, aunque lo acepta. Por eso lo complementa con acciones de masa de diferentes tipos: manifestaciones, referéndums indicativos o no decisorios, huelgas y otras actuaciones que tienen que ver con lo que Max Weber llamaba “democracia de la calle”. En este sentido, el PRD busca de forma intensa poner a su servicio las agrupaciones centrales en la dirección de masas rompiendo con la dinámica liberal de partido.

Hay en la actualidad una intensa polémica acerca de si hay populismo de derechas y de izquierdas. Cabe pensar que la cuestión profunda es diferente: se trata de si los poderes vigentes son capaces de mantener o no la confianza de las masas en situaciones de riesgo y de cambio de escenario. Sólo en el caso de que no sean capaces de hacerlo, pueden surgir otros sistemas de representación que ocupan esos espacios de confianza como es el caso del PRD. En otras palabras: la postura del PRD es a la vez hegemónica (tiende a mantener una confianza anterior por medios más intensos) y contrahegemónica (percibe las probabilidades de desplazamiento de esa confianza y la intensifica con ofertas más radicales). Es decir, sostiene una dimensión hegemónica en riesgo o se lanza a otros sistemas de representación de masas para forjar sistemas hegemónicos alternativos, ante la percepción de que los vigentes dan síntomas de no haber logrado ese plus de fidelidad de las masas en situaciones de cambio y de riesgo.

Así nos encontramos con una peculiar e inquietante noción de democracia por parte del PRD. Hay pocos acontecimientos importantes en la política interior de las democracias capitalistas liberales que hayan provocado tanta alarma y preocupación en los últimos años como los avances electorales de los partidos y movimientos de derechas. Descartada en un principio como un fenómeno pasajero, que se extinguiría tan rápidamente como había surgido, el ámbito del PRD se ha convertido en el nuevo desafío político más formidable para la democracia liberal en occidente, y ello por buenas razones: como ha señalado Roger Griffin (2019), a diferencia de la “vieja” derecha radical de los siglos XIX y XX, el PRD “abraza con entusiasmo el sistema liberal”. Y al mismo tiempo “hace un esfuerzo consciente por acatar las reglas democráticas del juego y respetar los derechos de los demás a tener opiniones encontradas y vivir sistemas de valores opuestos” (Ramet, 1999: 298).

La democracia representativa basada en los partidos de masas que trajo la ampliación del sufragio poco a poco irá evolucionando hacia una nueva forma de gobierno que Bernard Manin (1998) llamará “democracia de audiencias”. La deriva está directamente relacionada con la Tercera Revolución industrial, iniciada a mediados del siglo XX. Una revolución que protagonizarán las tecnologías de la comunicación, transformando la naturaleza del sistema político. Si la democracia de masas había inaugurado el tiempo de unos partidos fuertes, construidos como robustas maquinarias burocráticas, la extensión de los medios de comunicación de masas modificó la forma en que los líderes políticos se relacionaban con sus electores. Hasta ese momento, el votante formaba parte de una opción ideológica a la que se adscribía por afinidad programática o de clase, y los candidatos lograban llegar a lo más alto de sus formaciones gracias a sus habilidades para desenvolverse dentro de la organización. Pero la extensión de los mass media modificó para siempre la naturaleza de esa relación: los candidatos podían apelar directamente a sus votantes desde los mismos, de tal suerte que la nueva forma del gobierno representativo encumbró a los expertos en medios de comunicación.

El cambio fundamental que ha tenido lugar desde entonces tiene que ver con la democratización del acceso a internet, el desarrollo de teléfonos inteligentes y la aparición de las redes sociales. La característica más notable de este cambio comunicativo en los últimos años es que ha tendido a fragmentar los espacios de socialización, así como a empoderar al individuo: nunca fue tan autónomo en la historia ni su poder de decisión fue comparable. En efecto, as posibilidades digitales han multiplicado la oferta de información, y ese crecimiento notable de la competencia ha obligado a los medios a diferenciarse y buscar audiencia a través de estrategias que a menudo se traducen en amarillismo y polarización. Este clima de polarización permea socialmente, pero los ciudadanos no son meros receptores de las consecuencias que el aumento de la competencia ha tenido sobre los medios; ahora son también parte activa en este proceso de división. La aparición de las redes sociales ha facilitado la proliferación de burbujas de información e interacción que nos permiten mantenernos aislados de todo lo que no nos gusta. Hemos generado nuestra propia comunidad de afines y así, paradójicamente, nos relacionamos con más personas y consumimos más medios que nunca en la historia y, sin embargo, estamos más aislados. En este mundo interconectado las comunidades de socialización buscan la satisfacción de unas identidades individuales hipertrofiadas y especializadas. Dicha tendencia a la atomización y la especialización ha acentuado el empoderamiento individual, poniendo en marcha nuevos procesos sociales. En otras palabras, el desarrollo técnico propició la ruptura de la mediación: la relación con la tecnología se tornó bidireccional y directa, facilitando una sociedad de consumo en la que la adquisición de bienes y servicios se puede realizar prescindiendo del concurso de intermediarios. La democracia de audiencias ha dado paso a un modelo que podemos denominar democracia on demand, propio de las sociedades de consumo posmodernas, en el que el votante, lejos de ser un sujeto pasivo, quiere liderar cada elección.

La demanda decisionista ha llegado a la política. Por otro lado, la aceleración del proceso de globalización ensancha las demandas allí donde el progreso científico había iniciado una ruptura de la mediación, empoderando la capacidad decisional del individuo, lo cual propicia una reacción de rechazo hacia los partidos políticos como mediadores legítimos entre los ciudadanos y la acción política. Muchos ciudadanos dejaron de creer en la necesidad del sistema de partidos tradicional, reivindicando que fuera el pueblo quien ejerciera el poder de forma directa.

Al mismo tiempo, esa frustración con respecto a los partidos alcanzó las instancias supranacionales: los políticos domésticos habían fracasado a la hora de atajar los problemas económicos y laborales de sus países, pero una parte de esa responsabilidad se achacó a las instituciones supranacionales, percibidas cada vez más como una élite de burócratas alejados de los ciudadanos, que menoscaban la soberanía nacional de los Estados miembros al tiempo que tomaban decisiones que afectaban a la vida de cientos de millones de personas sin someterlas a la consideración democrática. Por otro lado, la recesión fue interpretada por muchos como un síntoma de agotamiento de las posibilidades de la globalización. La vulnerabilidad laboral y la inestabilidad económica condujeron a un estado de ansiedad individual ocasionada por la incertidumbre. Muchos tuvieron entonces el impulso de revertir esa integración, de retornar a la seguridad nativista de la sociedad cerrada nacional.

Gracias a esta convergencia de factores, los partidos y movimientos del PRD han tenido cada vez más éxito a la hora de promocionarse como defensores de la “verdadera” democracia y de los valores e intereses de los ciudadanos de a pie, a menudo ignorados o incluso descartados por la clase política. En este proceso, el PRD ha definido el debate público sobre una serie de cuestiones importantes, que van desde la inmigración y la ciudadanía hasta cuestiones de seguridad y orden público, al tiempo que ha forzado a una clase dirigente -no siempre del todo reaciaa conceder a estas cuestiones una alta prioridad en la agenda política.

4. Una realidad hiperbólica

Toda ideología del PRD se ha caracterizado por el uso de relatos que dibujan una realidad hiperbólica, poco atenta a las circunstancias históricas y que genera percepciones utilitaristas para el aprovechamiento posterior de su causa. Estos son los más conocidos:

El futuro no existe, hay que conservar lo mejor del pasado, poniendo en la mira aquellas conquistas sociales que como colectivo no volverán mientras el establishment siga mandando.

Es un derecho inalienable recuperar lo que la élite ha robado. Ellos son tu enemigo. A ese establishment hay que darle una lección, porque nos ha fallado, nos ha abandonado. El ojo por ojo político no admite más contemplaciones ni retórica buenista. Queremos alguien que diga lo que pensamos, que sienta lo que sentimos. Y nos da igual si es deslenguado (de hecho, cuanto más lo sea mejor) o que no sea un modelo que seguir en cuanto a escala de valores, pero que diga las “verdades como puños”. El PRD juega con la verdad de unas expectativas bajas y una sinceridad perceptiva errónea.

El poder del ciudadano es más grande que el poder del sistema. No hay héroe sin antihéroe: el héroe representa la justicia frente al conformismo que es propio de conservadores. Este discurso dice que los políticos tradicionales son quienes te han quitado tu trabajo, tu modo de vida, tus referentes morales, para convertirte en un mero consumidor de un sistema diseñado para que ellos dicten a conveniencia qué hacer y qué no. Un discurso hormonal que triunfa por la capacidad de la política del corazón en llegar, penetrar y ser recordada con más contundencia que el discurso racional.

La información que cada día consumimos no la hacemos para equilibrar nuestra razón a nuestros vaivenes emocionales, sino para confirmar el prejuicio que ya teníamos sobre este o aquel tema en cuestión. Según como se posicione aquel cuyos valores se rechazan u odian, así se adoptará una decisión que luego se reafirmará. Nos movemos, no por lo que reflexionamos, sino por la capacidad de agitar y activar nuestros sentidos y afectos en torno a una causa. Es el triunfo de la dermocracia, el poder de los afectos, que penetran con eficacia en la epidermis sensitiva del ciudadano. Pues bien, ese relato dermocrático se sustenta en un mapa visual de oportunidades que apela al tradicional catálogo de exhibición pornográfica de emociones, de esa cultura visceral que tanto gusta al demagogo. El PRD, por tanto, no se construye a largo plazo, sino en pequeños pasos, con dosis calculadas de retórica simple, falaz, contundente y sensitiva, invirtiendo los factores de éxito: ahora se prefiere lo deseable a lo razonable, lo auténtico a lo posible.

Cuando los receptores del mensaje se identifican con quienes lo lanzan, pocos caen en la cuenta de que son sus propios mensajes tamizados bajo un paraguas dicotómico. Así, constituyen una secuencia invisible de persuasión en la que expresiones como “dicen lo que pensamos” o “en el fondo yo opino igual”, acaban por convertirse en realidades confusas e inacabadas, producto de ánimos coyunturales que abrazan soluciones desesperadas.

El PRD sobrevive si la abstracción de lo que propone pervive. En ella reside su fuerza, su variedad transversal sobre la que enmarca su estrategia. Cuando algunas de sus ideas se concretan o el escenario inestable cambia, su posicionamiento corre peligro. Por eso necesita siempre tener enemigos a los que atacar (medios de comunicación, inmigrantes, partidos tradicionales, todo a la vez) para, a continuación, presentar al líder que lo salvará, el héroe que representa a esos perdedores de la crisis a los que convence de que aún tienen el poder de derrotar al sistema.

Motivo último por el que el populismo gana la batalla del mensaje a los políticos del establishment. Frente a los partidos tradicionales, cuyo relato se excedía en apelaciones a soñar el futuro, a construir el mañana, a dibujar emociones superficiales que sólo prometían lo abstracto, los políticos antisistema, o anti este sistema, se han preocupado de reforzar adhesiones pasadas. Muchos autores y analistas han denominado a esa forma de proceder y comunicar como posverdad (el abuso de las emociones en el quehacer discursivo político),5 otros cambian el prefijo para darle forma pretérita y lo llaman preverdad (apelando al relato antiguo de siempre, propagandístico y manipulador). La posverdad no se limita a un mero engaño, al mentiroso le interesa la existencia de la verdad, para poder oponerse con legitimidad y transmitir la visión contraria. Los contextos de posverdad van más allá aún: se desarrollan cuando a la sociedad deja de importarle si lo que se le cuenta es verdad o no. Se consume la información con velocidad y sin reflexión, aprisa y sin pausa. En la selva del ruido mediático, de confusión de mensajes, el PRD se mueve con precisión, pues aprovecha la infoxicación para colocar aquello que le interesa y va a ser consumido. La verdad no importa, sólo se lee aquello que nos da la razón.

En suma, cuando los partidos tradicionales no saben conjugar el lenguaje de continuidad con las reformas que el ciudadano castigado por la crisis necesita para apaciguar su desafecto creciente, el campo se abona para propuestas rupturistas propias del PRD, más eficaces porque alientan los instintos básicos más elementales: nostalgia, odio, enfado, rechazo...

V. Conclusiones

Los partidos del ámbito PRD han sido descritos a menudo como agentes políticos oportunistas, cuyos programas políticos reflejan poco más que las últimas tendencias de la opinión pública. Pero esta ideología política es más que eso: han insistido en las consecuencias potencialmente negativas de la diversidad etnocultural y de las políticas que promueven el multiculturalismo, culpando a la élite política y cultural de socavar y destruir el sistema establecido de privilegio y exclusión, basado en derechos ciudadanos estrechamente circunscritos. El objetivo estratégico es invertir esta evolución y reinstalar el dominio etnonacional.

A diferencia de los partidos y movimientos fascistas y ultraderechistas del pasado, el PRD contemporáneo apenas pretende provocar una transformación revolucionaria del régimen democrático existente y la creación de un “hombre nuevo”. Por el contrario, un elemento central de su estrategia política ha sido señalar las lagunas y contradicciones entre los principios abstractos y las afirmaciones que conforman la democracia representativa y su aplicación en el mundo real. Este “trabajo subterráneo” de la ideología PRD no ha dejado de sembrar dudas y sospechas respecto al conjunto del sistema representativo como primer paso para sustituirlo por un sistema que responda al deseo popular de implicación y participación política genuina, para lo cual no importa utilizar una retórica demagógica que maneja una serie de dicotomías interesadas: pueblo versus élites, nación versus mundialización, nativo versus inmigrante, y que incluso llega al relativismo de la posverdad.

Aunque fundamentalmente antiliberal en su rechazo de la posibilidad de los derechos universales y la negación de la posibilidad de que comunidades étnicamente diversas convivan pacíficamente en la misma sociedad, la ideología populista PRD es sólo extremista en sus límites. Uno de los aspectos más curiosos de dicha ideología es su capacidad para combinar nociones aparentemente contradictorias en una nueva amalgama. Desde esta perspectiva, puede caracterizarse como una ideología posmoderna, inspirada en gran medida por la noción de que, en las sociedades actuales, saturadas de medios de comunicación, las representaciones textuales representan un lugar de lucha, si no el principal.

El PRD es importante porque a veces comparte explícitamente, y a veces insinúa, tanto la agenda de la extrema derecha neofascista como del conservadurismo tradicionalista. El estudiado radicalismo del PRD ha tenido un gran éxito a la hora de entrar en los parlamentos y tiene el potencial de transformar los sistemas de partidos. Como fuerza de cambio representa un formidable vector de protesta que refleja los cambios de la sociedad contemporánea y, al mismo tiempo, intenta introducir permutaciones políticas. Con su potente cóctel de radicalismo oportunista, actitudes antisistema y populismo de derecha, el PRD está llamado a hacer sentir su presencia en todo occidente y a proclamar que ha llegado para quedarse.

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1 El “acuerdo de posguerra”. puede describirse como el consenso que surgió en torno a ideas como la socialdemocracia, el Estado del bienestar, el corporativismo y el keynesianismo en la mayoría de los países de Europa Occidental tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

2 Este libro ha sido ampliamente reconocido como una importante contribución a la bibliografía sobre el PRD. Cas Mudde (1999: 188) considera que ofrece “la teoría más elaborada” del ascenso de este tipo de partidos.

3 Se puede decir que, a partir de finales del siglo XX, el radicalismo como término se vio rehabilitado en su significado original del siglo XIX, que describía una actitud liberal absoluta.

4 Esa necesidad imperiosa de acentuar el egoísmo individual con base en fundamentos de identidad colectiva se convierte en el factor decisivo que subyace en la reacción de la opinión pública, más permeable a abrazar fenómenos de contraste. Porque, como resume Enrique Krauze (2018), todo populista usa demagógicamente la democracia “para acabar con ella”.

5 Las categorías absolutas se banalizan, y todos los consensos, todos los valores, pueden ponerse en entredicho: esta es la era de la posverdad, caracterizada por un relativismo que permite hacer política sin sentirse obligado por los hechos. Véase Camps, 2017.

Recibido: 29 de Enero de 2024; Aprobado: 20 de Febrero de 2024

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