Introducción
El nuevo escenario mundial de fines del siglo XX signado por el despliegue de la globalización y el avance irremediable de la de la economía neoliberal, perfilada ya desde los años 80 como el nuevo modelo económico, político y cultural hegemónico, problematizó fuertemente la viabilidad y permanencia de la ciudadanía como estatus jurídico-político, y como referente político sustentado en la idea de la inclusión. En sí mismas, las coordenadas delineadas por este proceso: desregulación estatal, privatización de bienes públicos, reducción del gasto social, pérdida de derechos ciudadanos, han socavado paso a paso las bases normativas, políticas y sociales que medianamente habían dado soporte a la ciudadanía en los regímenes democráticos del siglo XX. En el seno de este proceso de largo aliento, la idea de ciudadanía ha sido igualmente problematizada y puesta a prueba por cuatro fenómenos que sin ser propiamente “nuevos” han cobrado intenso vigor en el arranque del siglo por el que ahora transitamos; me refiero a la globalización-urbanización, los flujos migratorios, la diversidad y la informalidad.
La presencia de estos procesos ha desdibujado de distintas formas algunos de los referentes clásicos de la ciudadanía, entre otros: el anclaje de este estatus a un territorio y a una nación, el vínculo tradicional entre el ciudadano y el Estado nación, la adscripción a una comunidad política, la vigencia de derechos a partir de la acreditación de una ciudadana formal y el imaginario de la ciudadanía sobre el supuesto de una sociedad universal y homogénea.
Esto sugiere una reflexión indispensable en torno a lo que tales fenómenos han cuestionado y “movido” de su sitio en tanto premisas “clásicas” asociadas con la idea hegemónica moderna de ciudadanía; por una parte, la pertenencia (a una comunidad política, a una nación, a una cultura política y a un territorio), la comunidad política, entendida como unidad político-jurídica estructurada, claramente acotada y sujeta a reglas propias; y la institucionalidad, como ámbito de expresión de esta comunidad política. Por otra parte, toca también al “marco” en el que esta idea de ciudadanía es acreditada, validada y ejercida, principalmente la territorialidad, en tanto dimensión espacial que establece los márgenes “geográficos” y jurisdiccionales, al tiempo que constituye el lugar tangible donde se realiza la ciudadanía. Por último, queda también en entredicho el tema de la universalidad, en tanto cualidad que toca, afecta e involucra al conjunto de individuos en un mismo reconocimiento jurídico-político (mismas exigencias, mismas reglas, mismos códigos), sin distinción de raza, clase, cultura y preferencias genéricas. Cada una de estas premisas ha sido puesta en cuestión en su especificidad, sin embargo, dado que todas remiten en última instancia al Estado-nación, en tanto entidad que formalmente continúa siendo el referente principal de la ciudadanía. Es claro que, de manera sustantiva, este último, en sí mismo, ha sido también puesto en cuestión y sometido a debate.
Pese a que los fenómenos mencionados intervienen, en conjunto y cada uno, en el cuestionamiento y replanteamiento de la ciudadanía, en este caso me interesa centrarme de manera específica en el tema de la informalidad y las implicaciones que de esta se desprenden en función de la validación de la condición ciudadana de numerosas poblaciones en distintas latitudes del planeta. De manera particular, la informalidad se ha expandido y arraigado en los entornos urbanos, especialmente en las grandes ciudades, en muchas de las cuales ha superado incluso el 50% de la población total.
En el abordaje de la variable de la informalidad vinculada al tema de ciudadanía considero de primera importancia situar la propia problemática en dos planos y dos visiones cualitativamente distintas: por una parte, la que se ha mencionado antes, inscrita en el marco de la visión normativa occidental de la democracia liberal y del Estado-nación; y por otra, la que se ha construido desde fuera de la lógica de estos y en una postura crítica con respecto a ellos, la cual proviene de la visión poscolonial difundida por la Escuela de la Subalternidad.1
Dicho esto, me interesa insistir primeramente en la idea general de que la informalidad no es un fenómeno ni una condición que remite únicamente al ámbito de la vida económica, sino a un proceso más amplio y multidimensional desplegado de manera creciente a partir de los años 90 del pasado siglo (e incentivado por el neoliberalismo), de desbordamiento de los ámbitos institucionales y normativos, establecidos por el Estado-nación en sus diversas dimensiones, de manera que, en términos generales, la informalidad remite a aquello (actividades económicas, políticas o culturales, prácticas sociales, movilizaciones, procesos de gestión y autorregulación social, etc.) que ocurre por fuera de este; a lo que se gesta y transcurre de forma paralela a las normas instituidas bajo su égida, a la dinámica institucional establecida y a las convenciones formalmente aceptadas. Sus contenidos vigentes aluden entonces a distintos procesos de “exterioridad” y/o “paralelismo”, con respecto al sistema normativo instituido y regulado por el Estado, y que frecuentemente son ponderados bajo la lógica de “ilegales” o “paralegales”, posicionando a los sujetos que los protagonizan como interlocutores o negociadores frente al Estado.
En segundo lugar, en esta parte, me interesa especialmente centrarme en la dimensión de la informalidad que ha sido puesta de relieve por los teóricos de la subalternidad y, de manera particular, por Partha Chatterjee (2008, 2011), teniendo como referente no solo al moderno Estado-nación sino al conjunto del sistema normativo occidental, implantado por las democracias liberales, y que ha permeado (o ha pretendido hacerlo) a la mayor parte de las naciones del mundo moderno.
En sentido estricto, esta perspectiva no se estructura precisamente a partir y en función del fenómeno de la idea de informalidad; va mucho más allá y expresa toda una visión crítica profunda con respecto a la mancuerna instituida por las democracias liberales y al Estado-nación moderno, y con ellos a la noción institucional-liberal de ciudadanía. El eje de su reflexión en este caso es la problematización de la vigencia y funcionalidad de los supuestos y principios de las democracias occidentales como paradigma universal válido para el conjunto de los Estados y las democracias del planeta; y su referente sociopolítico específico lo constituyen las sociedades y democracias poscoloniales, particularmente las asiáticas.
El interés de recuperar el aporte de este autor de origen indio en este volumen cuyo hilo conductor es la reflexión sobre la idea-noción de ciudadanía, obedece, por una parte, a que la visión analítica macro que ofrece Chatterjee en torno a las implicaciones del etnocentrismo y la pretendida universalidad del paradigma democrático occidental permite tener un acercamiento crítico al conjunto de supuestos de este paradigma, y entender a partir de ahí el carácter restrictivo originario que acusan tales supuestos, como es el propio caso de la noción de ciudadanía. Por otra parte, contribuye a identificar con claridad la estrategia de “expulsión”, “omisión” y “exclusión” instrumentada por este paradigma en relación con las cualidades y supuestos de esquemas normativos democráticos generados en otras muy diversas latitudes, las cuales han tenido como soporte realidades sociales y políticas históricamente construidas a partir de otras lógicas culturales, otros procesos sociopolíticos y otros paradigmas; es en este sentido que identifico la referencia a la idea de informalidad, como aquello que ha sido asumido como “externo”, “periférico”, “marginal” o “excepcional” (de ser excepción a “la regla”), por la tendencia democrática dominante, en este caso la democracia occidental.2 Finalmente, me interesa destacar también, en relación directa con el tema de la ciudadanía, la apuesta de Chatterjee por el reconocimiento y validación de uno de los componentes sustantivos de esta idea, que es la de los derechos, en una perspectiva cualitativamente diferente a la liberal, y en la que, frente a los derechos legales (rigths) aboga por los derechos adquiridos (entitlements), particularmente en sociedades democráticas donde los primeros -por su carga normativa- resultan inaccesibles para las grandes mayorías.
Los supuestos de la propuesta interpretativa de Chatterjee
En sintonía con otros autores (Souza Santos 2004, 2005b; Dussel 1977, 2007; Olivé 2004; Tapia 2009) que han llamado la atención en décadas recientes sobre la necesidad de ampliar los horizontes interpretativos de la historia y las ciencias sociales para una comprensión más certera y cabal sobre las sociedades contemporáneas, destacando de manera primordial “la diferencia”, “la diversidad” y la relevancia de “lo particular” en un mundo pretendidamente homogéneo, Partha Chatterjee, ha propuesto mover el foco de la observación y realizar el acercamiento analítico de la realidad de las sociedades contemporáneas desde una perspectiva sustentada en el reconocimiento de la heterogeneidad y del valor del fragmento. Esto equivale, en primer lugar, a asumir que ni la modernidad ni la construcción de los Estados nacionales se han experimentado de manera similar en las distintas latitudes del planeta y, en segundo término, a reconocer que la formación de las naciones se ha llevado a cabo en un tiempo desigual y heterogéneo que ha respondido a las muy diversas experiencias de los distintos países y de los grupos sociales que los conforman, de tal manera que el mundo real que habitamos hoy corresponde a un “tiempo heterogéneo disparmente denso” (Chatterjee 2008, 62).3
Sobre este punto de partida, Chatterjee formula la necesidad de definir hoy al mundo político-social como “el tiempo heterogéneo de la modernidad”, donde el mundo poscolonial, exterior a Europa occidental y a América del Norte, constituye virtualmente la amplia mayoría del mundo moderno (2008, 116). En clara oposición a Benedict Anderson (1998), rechaza la idea de la existencia de un mundo que “es único en esencia” (p. 60) y considera, por el contrario, que no es viable ni pertinente sostener los valores esencialistas y universalistas del discurso democrático occidental sostenido en estos tiempos por una parte minoritaria de la humanidad.
A la luz de los procesos políticos observados en los países poscoloniales y de su forzado “tránsito” al Estado-nación y a la democracia liberal a lo largo del siglo XX, Chatterjee devela la existencia de una evidente incompatibilidad entre las tradiciones políticas históricas de estos países (particularmente la India) y el sistema normativo occidental hacia el cual fue conducida su inserción en la modernidad. En este sentido, el modelo de las democracias occidentales y del Estado-nación vigentes no representa, desde su perspectiva, una lectura adecuada de la realidad del planeta en su conjunto, sino únicamente de una parte de este, y deja fuera una proporción muy alta de los pobladores y países del mismo; claramente resulta limitada y excluyente con respecto a las condiciones vigentes en las sociedades poscoloniales. Tal incompatibilidad convierte al modelo normativo occidental en “utópico”, dado que no se corresponde con la realidad heterogénea de las sociedades contemporáneas.
La experiencia política de las sociedades (y las democracias) poscoloniales reclaman por ello ser reinterpretadas en su relación con este modelo y con la normatividad que de él emana, dado que para estos países no ofrece actualmente una alternativa normativa (2011, XI). Desde el siglo XIX, en pleno ascenso de la dominación de occidente y de la implantación de la hegemonía liberal, las realidades y procesos de estos países (“exóticos y ajenos”) han sido sistemáticamente tratados bajo la lógica de las “desviaciones”, “las excepciones” y/o “las exterioridades”, siempre en relación con la tendencia ascendente, homogeneizadora, civilizadora y normalizadora del sistema normativo occidental. Esto remite a la muy conocida visión etnocéntrica a partir de la cual “la otredad” y “lo diferente” adquieren siempre el rango de “excepciones”, aún cuando se trate de realidades y condiciones de existencia políticas y normativas que son cuantitativamente mayoritarias y, por ello, más genuinamente hegemónicas (en el sentido gramsciano).
Dado que la lógica de la colonización y la dominación opera bajo estos parámetros (esto fue constatado también en el caso de los procesos de colonización y formación de las nuevas naciones de América en el siglo XIX), el camino de instalación de las democracias liberales en oriente, de acuerdo con Chatterjee, ha seguido la lógica, primero, de la “estatización”, después de la “socialización” (estandarización) y, finalmente, de la “privatización de las prerrogativas públicas” (2011, 18), instituyendo de esta manera un sistema normativo sobrepuesto a una realidad sociopolítica densa y compleja que estaba (siglo XX) y sigue estando (siglo XXI) muy lejos de inscribirse en esta sintonía.4 Esto es nombrado por Chatterjee como la “socialización de las arbitrariedades” y la proliferación de una “democratización” que ha devenido en realidad en la “estandarización de la sociedad”. El resultado de este proceso ha sido la generación de una esquizofrenia política evidente: relación arbitraria entre normas y prácticas sociales, así como entre planteamientos políticos, que en sentido estricto son “utópicos”, y “realidad”. Esto ha sido manifiesto tanto en el extenso ámbito de la dimensión estatal como en los contextos más acotados de las grandes ciudades, igualmente densos y complejos. En uno y otro caso, la estandarización y la incompatibilidad mencionada se han traducido de forma inevitable en la formación de vastos núcleos de “ilegales”, que para existir y resolver sus necesidades operan por “fuera de la ley” y desde ahí negocian con gobiernos y autoridades (2011, 14).
De este modo, la problematización de Chatterjee recuerda que el origen de los estudios subalternos tuvo lugar, precisamente, a partir de la virtual existencia de la diferencia y contradicción entre la política de Estado (democrático liberal) y la gestión de demandas y prácticas “ilegales” marginales, ubicadas de origen “por fuera” de las normas establecidas y de la política formal (p. 68); y llama la atención sobre “el desafío teórico” que representa actualmente (sobre todo para las sociedades poscoloniales) una nueva interpretación y comprensión de estas realidades, y la consecuente formulación de un sistema normativo más congruente y “realista”, estructurado sobre la base de las “prácticas reales y vigentes en estas sociedades” (p. 24). En este sentido, el desafío se plantea en una doble dirección: 1) transformar la abstracta homogeneidad del místico tiempo-espacio de la teoría occidental normativa, a partir de la historia real de la formación de los violentos conflictos por la imposición del poder hegemónico, y, 2) redefinir los estándares normativos por modernas políticas que tomen en consideración la acumulación de nuevas prácticas, que hoy han sido descritas únicamente con el lenguaje de las “excepciones”, pero las cuales contienen en realidad una gran riqueza, más diversa e inclusiva que las normas (2011, 22).
La constatación de que las sociedades poscoloniales, que constituyen actualmente el mundo moderno más poblado, existen y desarrollan su experiencia política y social “por fuera” de los estándares normativos del occidente europeo y norteamericano, conduce a Chatterjee a poner en evidencia el artificio de “la hegemonía” democrática liberal, que en los hechos es omiso ante la realidad de existencia de las grandes mayorías, al mismo tiempo que convierte a estas, de facto, en poblaciones “periféricas” e “ilegales”. Esto es algo que puede observarse tanto en el plano interestatal como hacia el interior de cada nación que ha sido constituida bajo estos parámetros y que reproduce en su seno la misma incompatibilidad entre realidad y sistema normativo y, por tanto, la misma perversión de nombrar (identificar) a las mayorías con el lenguaje de “la excepción” y “la ilegalidad”.
En esta perspectiva, destaca igualmente la inoperancia de los conceptos clásicos de la democracia liberal en estas sociedades, dado que no representan un verdadero referente, compatible con sus realidades políticas y sociales, con los sujetos que las constituyen y con los imaginarios que identifican a sus poblaciones. Esto ocurre de manera tangible con la idea de ciudadanía, que en tanto refiere a una condición universal, igualitaria, con derechos iguales y reglas homogéneas, no se corresponde con la heterogeneidad y diversidad constitutiva de estas sociedades, y tampoco con la virtual condición de “ilegalidad” en la que sobrevive la mayor parte de su población. Lo mismo sucede con la noción de sociedad civil, sustentada en principios tales como: igualdad, autonomía, libertad de contrato, vigencia de procesos deliberativos y reconocimiento de los “ciudadanos”, en tanto individuos insertos en el sistema legal, y que cuentan con las condiciones institucionales requeridas para gestionar sus derechos con el Estado.
En función de lo anterior, Chatterjee argumenta que:
[...] la vieja idea, canonizada por la Revolución francesa, de la soberanía popular y de un orden político y legal basado en la igualdad y en la libertad, ya no resulta adecuada para la organización de las demandas democráticas. En estos años vienen emergiendo nuevas formas de organización democrática, muchas veces contradictorias con los viejos principios de la sociedad civil liberal. Si bien se encuentran todavía de manera fragmentaria, incipiente e inestable, esta emergencia reclama de nuestra parte nuevas concepciones teóricas que sean apropiadas las formas de la política popular de la mayor parte del mundo.(2008, 88).
Ante estas circunstancias, su apuesta se orienta hacia una reinterpretación de las democracias realmente existentes en el mundo poscolonial que posibilite, por una parte, nombrar y conceptualizar de manera más fina y congruente lo que compete a sus procesos histórico-políticos concretos; y, por otra parte, avanzar hacia la concepción de un sistema normativo e institucional, y hacia la formulación de una política (y de políticas) acorde con esta realidad.
Con respecto al primer plano, establece un punto de partida sugerente al distinguir por principio de manera más sustantiva a la sociedad civil de la comunidad (o comunidades), en tanto referentes que aluden a los “ciudadanos” y a los “subalternos”, respectivamente, que constituyen la base social de los Estados nacionales. Esta diferenciación tiene sentido en función de que la sociedad civil tiende a homogeneizar y a homologar los diversos grupos sociales que constituyen la comunidad y a la diversidad de prácticas que tienen lugar dentro de ella, lo cual responde a la necesidad de estandarización y homogeneización de las relaciones con el Estado y las políticas gubernamentales.
Por otra parte, la sociedad civil en las sociedades poscoloniales remite en general en términos reales a los grupos de las clases medias que son reconocidos como “ciudadanos” y tienen mayor capacidad para utilizar la ley y manejarse dentro de esta. Pero para la mayor parte de la población la condición virtuosa de “ciudadano” es permanentemente pospuesta, hasta que estos hipotéticamente, logren cubrir los requisitos culturales y formales para hacerse miembros de la sociedad civil por esta vía (2011, 206).
La otra distinción que propone de entrada es entre ciudadanía y población, en tanto la primera refiere expresamente a los principios antes mencionados de igualdad, autonomía y libertad para entrar y salir de “contratos”, la existencia de procesos deliberativos, etc., ajenos a la mayor parte de las poblaciones de los países no occidentales, por el hecho de haber tenido procesos incompletos de acceso a la modernidad; mientras que la idea de población alude a la constitución de una realidad material y social heterogénea y resulta por ello un concepto sustentado en una realidad empírica y no normativa (2011, 85).
En tal sentido, se hace necesario distinguir tanto las realidades y sujetos de referencia, como historizar y precisar el contenido real de los conceptos del lenguaje político, los cuales no han tenido la misma significación en las sociedades occidentales que en las poscoloniales y, en general, en las no occidentales. Las diferentes realidades empíricas que pone de relieve Chatterjee, le sirven de sustento para proponer algunos conceptos que nombran y definen sujetos y dimensiones políticas específicas en estas sociedades y que no se corresponden con los significados y/o ámbitos de referencia del lenguaje político de las democracias occidentales; entre estos destaco al menos tres: sociedad política, gubernamentalidad5 y derechos adquiridos (entitlements). Desde mi perspectiva, los tres tienen una relación muy estrecha con el ámbito de “la informalidad”, “la exterioridad” o “la ilegalidad” a la que he venido haciendo referencia.
La sociedad política es una noción que emana de su persistente crítica a la incompatibilidad entre las ideas de ciudadanía y sociedad civil de las democracias liberales y las condiciones reales de existencia de la población en las democracias poscoloniales. Al respecto, considera, refiriéndose específicamente a India, que la mayor parte de sus habitantes no pueden ser considerados propiamente como miembros de la sociedad civil, y por ello no son reconocidos como tales por las instituciones estatales. Chatterjee aclara que esto no significa que no existan vínculos y relaciones específicas con el Estado, ni que se encuentren propiamente excluidos de la esfera de este, sino que tienen un trato y un tipo peculiar de relación con él, así como ciertas formas de negociación y gestión, pero que estas no se inscriben en la lógica ni de la sociedad civil ni de la ciudadanía.
De esta manera, la sociedad política refiere tanto a diversos grupos sociales y de pobladores e incluso a diversas clases, como a un tipo de prácticas y estrategias generadas por ellos que, en sus luchas por lograr mejores condiciones de vida, las cuales, casi siempre transgreden la legalidad instituida, sea porque se establecen en asentamientos clandestinos o porque acceden de manera ilegal a los servicios (como el agua, la electricidad y el transporte, etc.), conduciéndolos a establecer modalidades informales de negociación con las autoridades.
Lo que encontramos en estas situaciones es una negociación de las reivindicaciones donde, por un lado, las agencias gubernamentales tienen la obligación de cuidar de los pobres, y, por otro, grupos de población particulares reciben atención focalizada por parte de estas agencias, de acuerdo con cálculos políticos concretos. Los grupos que actúan en la sociedad política están obligados a encontrar su camino a través de este terreno irregular, construyendo redes de conexiones externas, con otros colectivos en situaciones similares, con grupos más privilegiados e influyentes, con funcionarios gubernamentales, quizá con partidos y líderes políticos concretos. Estos grupos, generalmente, desarrollan un uso instrumental de su derecho al voto, un aspecto en el que sí es posible decir que la ciudadanía se yuxtapone con la gubernamentalidad […] La democracia “real” envuelve lo que parece ser un compromiso inestable, entre los valores de la modernidad, plasmados en leyes, y las demandas populares, revestidas de argumentos morales. (Chatterjee 2007, 198).
La idea de sociedad política refiere, en suma, a “la presencia de grupos fragmentados con intereses particulares, los cuales son también interpelados fragmentariamente”6 y, debido a su condición diversa, no pueden ser asumidos por el Estado de manera unificada (como “ciudadanos” universales); usted, sin embargo, se ve impedido de negar la existencia (mayoritaria) de estos grupos y, al mismo tiempo, se enfrenta con la necesidad de negociar con ellos, teniendo que reconocerles, paradójicamente, cierto tipo de “derechos”, aún cuando se trate de prácticas formalmente “ilegales”.
De esta manera, en el seno de las democracias poscoloniales existe una clara diferenciación entre sociedad política (realidad empírica, diversa, tangible y no necesariamente normativa) y sociedad civil (realidad utópica, normativa). De manera gráfica esto puede observarse en el Cuadro1.
Fuente: Elaboración propia.
De la conceptualización de la sociedad política emana la noción de gubernamentalidad, la cual es definida a contrapelo de la gobernabilidad, en tanto estrategia de las democracias liberales ejercida desde el Estado con respecto a los ciudadanos, siempre en el marco de la ley. La gubernamentalidad, en cambio, alude a la gestión, interlocución y atención de las demandas de la población de manera diferenciada, nunca unificada, por parte del Estado, lo cual supone, por principio, el reconocimiento de las necesidades, también diferenciadas, de los distintos grupos, acercándose por ello más a una suerte de “modelo de administración”. A esto es a lo que Chatterjee llama el ejercicio de “la política en tiempo real” (2011;147).
La gubernamentalidad apunta e implica una manera peculiar de gestionar y, en cierto modo, de “hacer política”, tanto desde los gobernantes como desde los gobernados. Los primeros se ven en la necesidad de aceptar y generar canales para una gestión diferenciada, así como de dar respuesta y establecer “acuerdos” de manera particularizada con cada grupo en cuestión; esto puede llegar a conformar un terreno apropiado para la formulación de una suerte de “política popular” y una retórica apropiada al respecto (2011, 147). Para los gobernados, esto supone la posibilidad de gestionar sus demandas y atender sus problemáticas específicas, sin quedar suspendidos en el limbo de acuerdos o políticas de carácter “general”, sean estas de clase, nacionalistas, entre otras; sus estrategias para el desarrollo de esta gestión y negociación son múltiples y variadas, pueden ir desde la presión hostil y la movilización hasta la irrupción en espacios irregulares, pasando incluso a veces por el diálogo y la negociación. En este marco se inscriben las prácticas de la sociedad política, donde los grupos que la conforman desarrollan una habilidad particular para hacer escuchar sus voces y transmitir sus exigencias a las agencias gubernamentales.
Cabe señalar que pese al carácter fragmentario de sus gestiones y demandas, y a que la gubernamentalidad se sustenta en la posibilidad de establecer acuerdos y obtener ciertos beneficios de manera particularizada, las acciones de la sociedad política no están ajenas a la práctica política y no tienen repercusiones solamente de tipo “administrativo”; desde el momento en que exigen respuestas que en muchos casos deben ser asumidas como “excepciones” dentro de un marco legal vigente, apelan a una suerte de “rasgadura” u “omisión” de esa normatividad, que requiere de una “decisión política” por parte de las instituciones gubernamentales en esa dirección.
Las dos nociones previas se engarzan de manera precisa con la de derechos adquiridos, que constituye el tercer pilar de la propuesta interpretativa de Chatterjee sobre la democracia realmente existente en las sociedades poscoloniales y sus conceptos de referencia. El punto de partida de esta es la problematización del reconocimiento de “derechos” (formalmente instituidos y reglamentados en las democracias liberales) en situaciones de irregularidad e informalidad donde las condiciones de existencia de los sujetos y poblaciones no alcanzan a cubrir los requerimientos prestablecidos. Un claro ejemplo al respecto es el de los pobladores que ocupan de manera ilegal o paralegal ciertos terrenos y no tienen por tanto ningún derecho legal sobre el suelo en el que se han asentado. Al respecto, este autor formula lo siguiente:
[…] Una propuesta interesante para encarar la maraña de situaciones paralegales existente en este ámbito es la distinción entre derechos sustentados legalmente (rigths) y derechos adquiridos por el uso continuo (entitlements). Los derechos sustentados corresponden a quienes poseen un título de propiedad legal de las tierras y bienes inmuebles susceptibles de ser expropiados por las autoridades. Ellos son, podríamos decir, propiamente ciudadanos a quienes se les debe pagar la compensación estipulada. Actúan en el marco de la ley y son protegidos por ella. Quienes no poseen tales derechos sustentados pueden, no obstante, poseer derechos adquiridos. En este sentido, no les correspondería compensación, pero quizás sí asistencia para construir su hogar o para encontrar una nueva fuente de sustento […] (2008, 144-145).
Los entitlements no son propiamente derechos dado que no cubren el estándar jurídico-político para ello, más específicamente son el resultado de la negociación política persistente con las autoridades y conducen frecuentemente a un tipo de “reconocimiento”, “tolerancia” o de “aval” sobre ciertas prácticas y ciertos espacios de “ocupación”, así como sobre al acceso a algunos bienes y servicios que se realizan de manera irregular, “ilegal” o “paralegal”; pero estos nunca son estables y permanentes (como lo son, al menos formalmente, los derechos), están siempre sujetos a la negociación de nuevos “acuerdos”.
La valoración de los entitlements deriva, además, de la crítica a la noción de “Derechos humanos” extendida y legitimada en las sociedades occidentales y que remite igualmente a un sentido “universal” de concebir y hacer valer los derechos de acuerdo con los valores cristianos de estas sociedades; sin embargo, su significado no es aceptado ni en todos los países ni por todas las poblaciones. Para ser realmente “universales” y adquirir una legitimidad política efectiva, estos derechos debieran responder también a los principios y valores de otras poblaciones no occidentales. Pero, en el mundo contemporáneo, estos refieren expresamente al sistema simbólico y normativo de las democracias liberales y a la idea general abstracta de la “soberanía popular”. A esto añade Chatterjee, aludiendo a Ambedkar,7 que “El reclamo de la universalidad es casi siempre una máscara para cubrir la perpetuación de las desigualdades” (2008, 83)
De aquí proviene, por una parte, el llamado de atención de Chatterjee sobre poner el foco de la reflexión política más en “el pueblo” que en “los ciudadanos” (2011, 146-147) y, por otra parte, la necesidad de abandonar la idea de la “universalidad política” de los derechos en las democracias liberales y sustituirla por la “heterogeneidad real de los derechos sociales”, que corresponde más claramente a las realidades diversas del mundo contemporáneo (2011, 14).
Algunas precisiones en torno a las implicaciones de estas nociones:
Primero, la referencia a las tres nociones mencionadas se inscribe, desde mi perspectiva, en la basta dimensión que he venido nombrando como ámbito de la informalidad, dado que en todos los casos remite a ámbitos de “exterioridad”, “marginalidad”, “ilegalidad”, por mencionar algunos, sean estos referidos a sujetos, poblaciones, prácticas o espacios de actuación. Sin embargo, es importante hacer notar que la alusión a la informalidad o al sector informal en la obra de Chatterjee no se define en sentido estricto a partir de la inscripción en la lógica del Estado-nación o de la normatividad occidental, sino de manera más amplia, refiere a “la exterioridad” con respecto a la esfera del capital. De este modo, lo que él nombra sector informal se define en función de estar incorporado, o no, a las formas de reproducción del capital, y remite a todo aquello: trabajadores, actividades económicas, prácticas sociales, etc., que no están incorporados/as a la estructura de reproducción del capital, y no desempeñan, por tanto, una función principal de acuerdo con la lógica de la acumulación capitalista (2011, 221 y 224).
En otras palabras, la diferenciación entre sector formal e informal se traduce, en el lenguaje de este autor, en la distinción entre formas de capital corporativo y formas de capital no corporativo, donde la distinción clave a destacar refiere a la existencia de una lógica fundamental en la dinámica del capital corporativo dada por la acumulación añadida de capital y la maximización de utilidades, contrapuesta a una lógica en las organizaciones no corporativas de capital que no está precisamente ligada a la ganancia y el plusvalor sino que está guiada más bien por la necesidad de provisión de sustento a quienes realizan actividades en estas organizaciones (2011, 224-225). En el fondo de esto lo que está en juego es la muy conocida distinción entre la persecución del valor de cambio y la procuración del valor de uso, respectivamente.
Ahora bien, el hecho de que el sector informal, así entendido, no esté inserto en las estructuras del capital corporativo y no funcione por tanto de acuerdo con la lógica del capital, no significa en modo alguno que sea ajeno a todo tipo de organización. Precisamente por las condiciones en las que se desenvuelve (de informalidad) y por su necesidad de asegurar el sustento de sus miembros, quienes participan dentro de estas estructuras no corporativas requieren estar organizados. Es solo de esta manera que pueden operar de forma exitosa dentro de las reglas del mercado formal y dentro de las regulaciones de las instituciones gubernamentales (2011, 224). Por estas circunstancias, en muchos casos, la diferenciación entre sector formal y sector informal coincide con la diferenciación de sociedad civil y sociedad política.
Por lo anterior, cabe precisar esta distinción en el lenguaje de Chatterjee, dado que no se corresponde de manera puntual con la noción que he venido planteando en este trabajo sobre la informalidad; esto no significa, sin embargo, que esté en contradicción con esta y tampoco que en términos generales remita a fenómenos o procesos que respondan a lógicas diferentes. Por el contrario, observo que son en buena medida complementarias, que las dos operan en distintos planos y que ambas se ubican en la misma sintonía en relación con el Estado-nación y al sistema de dominación capitalista; en ambos casos a lo que se alude es a un fenómeno de “exterioridad” y “diferenciación” con respecto a las dinámicas y a la lógica dominantes.
Segundo, la diferenciación de contenidos que marca Chetterjee con respecto a las nociones de sociedad civil y sociedad política y la especificación de sus respectivos ámbitos de referencia es claramente conceptual y tiene el propósito de distinguir dos fenómenos políticos que están protagonizados por sujetos distintos y operan de maneras igualmente distintas; pero no significa que ambas estén tangiblemente diferenciadas y separadas en “la vida real”, ni que operen siempre en pistas paralelas. La sociedad política a pesar de estar definida en buena parte por su ámbito informal de actuación, suele ser también “flexible” y adaptable, y acudir con frecuencia a las prácticas institucionales y legales; de tal manera, no es necesariamente “autónoma” con respecto a la sociedad civil, pues en ocasiones “pide prestadas” las modalidades y mecanismos de las asociaciones que la constituyen. En algún sentido, esta “flexibilidad” y adopción de las prácticas civiles es considerada por Chatterjee como “perversiones” inevitables que ocurren en los procesos concretos de negociación. No obstante, admite que en la sociedad política son frecuentes también otras modalidades de organización y operación que suelen ser complicadas y cuestionables, como las sustentadas en el parentesco, en la relación cliente-patrón (clientelismo) e incluso algunas cifradas en negocios fraudulentos de protección o redes de mafias (2011, 224-225).
La relación entre sociedad civil y sociedad política es sin embargo difícil y se desarrolla en el seno de numerosas tensiones y contradicciones, pues lo que significa reconocimiento y privilegios para una redunda inevitablemente en detrimento de la otra. A pesar de que los acuerdos y prebendas con los grupos de la sociedad política son por principio inestables y provisionales, y esto es sabido, los miembros de la sociedad civil son cada vez más intolerantes con la “sociedad informal” y apelan permanentemente a la preeminencia de los derechos legales, reclamando la imposición del orden cívico y la legalidad.
Tercero, en otro plano, existe una cierta combinación y complementación entre “lo informal” y lo “formal” que confluye a veces incluso dentro del propio sector informal. La economía informal, regulada por la sociedad política en lugar de por los órganos legales del Estado, crea también sus propias reglas y su propio “dominio” de generación de ingresos y gastos en función de los intereses colectivos de los grupos organizados. La circulación de este tipo de ingresos y gastos constituye de esta manera, un “dominio paralelo” al dominio legal de la economía organizada, lo que se convierte en un indicador del “estatus negativo” de la sociedad política, desde el punto de vista del dominio formal del Estado y la sociedad civil (2011, 225).
Lo anterior tiene cabida en el marco de la propuesta general de Chatterjee de valorar la viabilidad de las democracias en los países no occidentales y de ponderar, también, las condiciones de posibilidad de hacer valer los “derechos” de los subalternos en este contexto y en las condiciones actuales del capitalismo. Esta perspectiva y la consideración de los supuestos previos, llevan a este autor a una formulación más integral y articulada en torno a una suerte de “ruta crítica” posible, sin duda sugerente y propositiva, para hacer frente a la asimetría e incongruencia que media entre los regímenes democráticos liberales vigentes y las realidades político-sociales a las que presiden, en la mayor parte del mundo. Sus hallazgos más significativos al respecto pueden condensarse en los siguientes puntos:
En las sociedades democráticas vigentes, la sociedad política es hoy virtualmente la expresión directa de los antagonismos sociales, y no la negación ni la invisibilización de estos.
En las circunstancias actuales, el Estado está obligado a reconocer la existencia y vigencia de esta sociedad política y “negociar” con ella, de acuerdo con sus necesidades y demandas, y reconocerle incluso “derechos” (entitlements) que están más allá de la legalidad.
Reconocer que en las sociedades actuales el verdadero antagonismo en el capitalismo no se da entre las clases sociales, ni entre el Estado y la sociedad civil; se da entre el Estado capitalista y las comunidades locales. El choque entre Capitalismo y Comunidad es en realidad más universal que el que existe entre capital y sociedad civil y entre Estado y sociedad civil, dado que la comunidad es lo que confronta realmente este sistema fundado sobre la base de la destrucción de los vínculos entre las personas y a generar un individualismo atomizante; de aquí que la comunidad sea hoy todo aquello que ha quedado al margen del dominio capitalista y que se ofrece como un espacio de agencia para los subalternos (2008, 14-15). En estas circunstancias, lo pertinente y viable es avanzar hacia las posibilidades concretas, locales, donde los subalternos tengan la posibilidad de obtener mayores cuotas de bienestar y libertad; pues apostar hoy a la realización de una “ciudadanía global”, como posibilidad de cambio y liberación, resulta inviable e inocente en el mundo actual. (2008, 7).
En la misma sintonía, al recordar su crítica a las pretensiones “utópicas” del universalismo y la homogeneidad, insiste en la necesidad de una política hacia la sociedad acorde con la diversidad y las contradicciones de la realidad “la política de la heterogeneidad nunca puede aspirar al premio de encontrar una fórmula única que sirva a todos los pueblos en todos los tiempos: sus soluciones son siempre estratégicas, contextuales, históricamente específicas, e, inevitablemente, provisionales.” (20078, 84).
Por lo anterior, uno de los grandes desafíos para el Estado democrático vigente consiste en redefinir o replantear los estándares normativos y sustituirlos por modernas políticas que tomen en consideración la experiencia acumulada por las nuevas prácticas, las cuales, hasta hoy, han sido descritas y reconocidas únicamente con el lenguaje de “la excepción”, a pesar de que contienen en realidad una riqueza más vasta y representativa que la condensada en las normas del sistema occidental. En esta reformulación de las políticas democráticas es necesario tomar muy en cuenta la genealogía de las teorías democráticas occidentales, para entender que no se trata solamente de generar “ajustes” en “las excepciones”, sino pensarlas realmente “desde otro lugar”, desde las realidades densas y diversas de las sociedades poscoloniales. (2011, 22-23).
La apelación a una reformulación de la política en las sociedades democráticas actuales pensada desde la diversidad y la diferencia hace necesaria también una nueva conceptualización de los sujetos de la práctica política: ni referida solamente a “los individuos” del liberalismo, ni solamente a los grupos de pobladores como objetos manipulables de la política gubernamental. (2011, 207).
Desde el punto de vista de los subalternos, en el marco de las sociedades capitalistas democráticas actuales, no es posible aspirar a conquistar demandas o derechos “universales” y generales, sino únicamente “demandas parciales” y la “conquista fragmentaria de derechos” (2011, 12). En este sentido, es necesario reconocer que los subalternos han perdido por ahora la capacidad para gobernar, pero han ido ganando espacios para condicionar y definir la forma en que quieren ser gobernados (p. 18); y dado que en los hechos estos amplios grupos han quedado “fuera”, tanto de la lógica del capital como del sistema normativo de la democracia liberal, solo tienen ahora la capacidad de ganar derechos concretos y arrancarle algo al sistema, pero no de pensar en cambiarlo en su totalidad (p.18). Es por esto que hoy, en las condiciones vigentes, no es posible aspirar a un cambio global (esto es algo que tiene que posponerse por ahora), que tenga como cometido acabar con el imperio, sino de lo que se trata es de “negociar con él”, y la manera de hacerlo es a través de las estrategias de la sociedad política, ya antes mencionadas.
Valoración de la perspectiva de Chatterjee en relación con La Ciudadanía y sus formas de existencia y viabilidad en el siglo XXI
Vista en su conjunto, la reflexión de Chatterjee en torno a las democracias liberales y al sistema político normativo occidental pareciera quedar claro que al asumir la relación norma-desviación y sistema normativo-excepciones, como una estructura intrínseca a la teoría liberal moderna, en el seno de la cual se instituye y opera de noción de ciudadanía, para nombrar únicamente a aquellos que se encuentran “dentro” y responden a sus exigencias, resulta lógico e incuestionable pensar en “descartar” esta noción como referente válido para nombrar los nutridos y diversos grupos de pobladores de los países democráticos contemporáneos. En este sentido, podemos pensar que estamos ante la formulación de un “redimensionamiento” de esta nación, que ciertamente le da una clara ubicación en el marco de las sociedades democráticas del siglo XXI, pero que, al mismo tiempo, acota su marco político-social de referencia y la hace coexistir con otras nociones que nombran y aluden a “otros” sujetos y “otros” espacios inscritos en el mismo marco político social de las democracias contemporáneas. En este sentido, no se trata de cancelar o cuestionar la viabilidad de la noción de ciudadanía, sino de asumirla como referente de una “parcialidad”, y que no constituye por tanto en realidad la expresión de “la universalidad”.
El hecho, perturbador y absurdo, de que en las democracias occidentales las poblaciones mayoritarias sean tratadas bajo la lógica de la “desviación” o la “excepción” y por ello se encuentren siempre lejos de alcanzar el estatus de ciudadanía, resulta sin duda una buena razón para reconsiderar la validez de la norma y cuestionar fuertemente su pertinencia en el mundo actual. Sin embargo, encontrándonos inmersos en un mundo diverso y asimétrico, pero permeado, pese a todo, por esa lógica normativa, y estructurado bajo el orden “universal” del Estado-nación, pareciera no haber “por el momento” muchas posibilidades de pensar en idear “Estados alternos”, ciudadanos realmente “universales”, “globales”, etc., o algún tipo de orden social integrador e incluyente; y es aquí donde adquiere relevancia el planteamiento de Chatterjee con respecto a “la recuperación de lo posible” en las circunstancias dadas: una gestión diferenciada y por ello más genuinamente “democrática” hacia los individuos, sujetos y grupos que integran las poblaciones subalternas, y el reconocimiento de distintos tipos de “derechos” para todos y cada uno de ellos, aún cuando estos (los “derechos”) no tengan en sentido estricto el mismo estatus jurídico y las mismas implicaciones de reconocimiento político.
En esta perspectiva, se apela a una reformulación del papel de la entidad estatal y a una apertura de sus formas de hacer política, que de suyo implica ir “más allá” de las propias normas que la instituyen y de su inherente función homogeneizadora y universalista; y se sustenta, además, en la “aceptación” de una realidad social, cultural y política heterogénea y diversa, de la cual, en teoría, ella es (o debe ser) su expresión pública. Esto es lo que en otros términos Chatterjee llama “la revolución pasiva en condiciones de democracia”, basada en una política estatal que atienda el bienestar mínimo de la sociedad política (alimento, vestido y empleo) como una estrategia para asegurar a largo plazo, y de manera relativamente pacífica, el bienestar de la sociedad civil (2011, 234).
Por otra parte, ciertamente la propuesta de Chatterjee está sustentada en la realidad de las sociedades poscoloniales, básicamente asiáticas y africanas, cuyos procesos de independencia y acceso a la modernidad más clásica tuvieron lugar durante el siglo XX, lo cual supone que fueron “tardíos” con respecto a otros procesos independentistas y de construcción de Estados nacionales que se llevaron a cabo en el siglo XIX, principalmente en América Latina. Esta circunstancia ubica el acceso a la modernidad en estos países en procesos diferenciados y también en tiempos diferenciados, lo que tiene implicaciones importantes en términos de la hegemonía real alcanzada por las democracias liberales en unos (Asia/África) y otros (América Latina), así como en términos de la “asimilación” efectiva del sistema democrático normativo occidental por parte de las sociedades de referencia en cada una de estas regiones; esto es así debido a que, en sentido estricto, hay casi un siglo de diferencia en la adopción/implantación de la democracia liberal entre unos y otros. Esta precisión es importante porque obliga a interrogarse acerca de la validez de la propuesta de Chatterjee con respecto a “otras” latitudes no asiáticas ni africanas y, también, no “occidentales” en los términos por él definidos (no europeas ni norteamericanas), las cuales, no obstante, están precedidas y constituidas por poderosos componentes étnicos y culturales (un claro sustrato “originario”), y detentan actualmente evidentes condiciones de diversidad, heterogeneidad e informalidad.
En mi opinión, más que hablar de “la validez” y pertinencia de la visión de Chatterjee en latitudes y realidades sociales tan diferenciadas (nada más alejado que sugerir una nueva “universalidad”), pienso que, en todo caso, su aporte más significativo apela, en primer término, a recolocar en el centro el papel del Estado como gestor y garante de las necesidades y prerrogativas de la sociedad, pero en la perspectiva de hacer viable la reformulación de la política de los Estados nacionales liberales, en un sentido diferenciado con respecto a sus sociedades de referencia -sustancialmente diversas, heterogéneas y mayoritariamente informales- con lo que está apostando en realidad al ejercicio de una democracia que, pese a sus poderosas cargas normativas, pueda ser más genuinamente incluyente.