Dos temas entrelazados
La relación entre las diversas dimensiones de la vida social ha sido siempre un tema difícil y complejo para las ciencias sociales. Si ello es verdadero en Marx y la subordinación de la “superestructura” a la “infraestructura” económica, en Weber y su idea de una multidimensionalidad, o en Durkheim y su idealismo sociológico, no lo es menos en enfoques más recientes como, por ejemplo, las teorías de sistemas sociales de Parsons y Luhmann. Si estas teorías reconocen una autonomía relativa a los distintos subsistemas, no dejan de preguntarse, a veces de un modo bastante concreto, por el peso de cada uno en la reproducción de la vida social en su conjunto.
Sea que se las conciba de modo más concreto o abstracto, sea que se las presente de modo más descriptivo o analítico, estas “dimensiones”, cuyo estatuto epistemológico no siempre es claro, abarcan los diversos aspectos de la vida social. En estas definiciones, la familia aparece a menudo como un elemento importante, aunque no siempre. Si Hegel fue el primero en construir una teoría en la que la familia era crucial en la definición del sistema ético moderno, el estructuralismo antropológico y el funcionalismo sociológico fueron los primeros que vieron en la familia un eje central para el estudio de las ciencias sociales empírico-teóricas surgidas a mediados del siglo XIX (habiendo, no obstante, otros importantes antecedentes: en Le Play, quien propuso una primera aproximación sociológica; en el viejo Engels y su pionero aporte desde el materialismo histórico; en Durkheim y su intento por dar una visión general -aunque limitada- y en Weber, quien hizo varias observaciones importantes que, sin embargo, no fueron reunidas en un solo texto). No es nuestro interés, de todos modos, analizar en qué medida la familia recibió la atención que merece en términos conceptuales como eje de articulación de la solidaridad social y foco de las inversiones emocionales, en un sentido cercano al utilizado originalmente por Freud, señalando los vínculos profundos que tejemos con personas y colectividades (Domingues, 2002), aun cuando un análisis teórico más profundo de este aspecto de la vida social y de su despliegue histórico sea necesario. Se supone que la familia es un fenómeno universal, o casi, juntamente con las relaciones de parentesco, de las cuales es un aspecto central (Lévi-Strauss, 1969). Sabemos que a lo largo de la historia la familia y las relaciones de parentesco han sido cruciales en la articulación de todos los aspectos de la vida social, de maneras distintas y con expresiones multidimensionales, algo que fue reconocido tanto por antropólogos (como Godelier, 1973, en aquel entonces claramente marxista, lo que ahora rechaza, al rehusarle centralidad a ese enfoque, en Godelier, 2010: 645), como por sociólogos (por ejemplo el neoweberiano Collins, 1986, cap. 11). No sólo el sexo y la reproducción biológica y social, sino también las relaciones económicas y políticas, se encuentran imbricadas con la familia, sea ésta nuclear o extendida. Los funcionalistas, en este sentido, la colocaron en el núcleo de la vida social moderna, la vincularon con el individualismo de una sociedad crecientemente compleja, y le acordaron funciones diferenciadas y roles especializados en la reproducción de la “sociedad” (según una división patriarcal entre machos y hembras) (Parsons, 1955). Otros autores, en contraposición, señalaron que no se la debía concebir como una unidad totalmente separada de otras unidades, con las cuales mantiene relaciones de parentesco y con las cuales intercambia tareas y emociones (Saraceno, 1976); ni tampoco, por supuesto, asumir aquella división patriarcal como una división universal y atemporal.
Mi objetivo en este texto es, con todo, un tanto más limitado. Por un lado, me propongo comprender el proceso global de modernización y su relación con la familia y sus transformaciones en diversos países y regiones atravesados por la modernidad global contemporánea. Por otro lado, busco analizar la relación de la familia con los otros aspectos de la vida social -lo que conlleva, claro está, la definición de estos “aspectos” en tanto tales-. Como podremos ver, los dos temas o cuestiones aquí abordadas están íntimamente entrelazadas de modo tal que la respuesta a uno nos permitirá situar de manera más precisa al otro y viceversa.
En relación con el segundo tema o problema, una solución provisoria puede ser ubicada en la noción de cuestiones sociales existenciales, que discutiremos con más detalles en un apartado posterior. Con esta noción buscamos evitar una definición prematura, sea analítica o concreta, respecto del problema de la relación entre las diversas dimensiones de la vida social, tomando distancia de esa forma de las ideas vinculadas a la tópica de la “base” y la “superestructura”, o de aquellas que plantean “subsistemas” o “dimensiones” no siempre definidos de modo claro y sistemático. Asimismo, y en un mismo sentido, es preciso buscar soluciones para el problema de la articulación, siempre dinámica, de la familia con los otros aspectos de la vida social. Ello es necesario si se quiere evaluar de modo adecuado afirmaciones como la de Smelser (1959: 158 especialmente) según la cual la familia es una dimensión subordinada, es decir, sin influencia causal relevante en la emergencia y despliegue de los “subsistemas” sociales de la modernidad; siendo, por el contrario, un paciente de sus diversos influjos, en particular de la industrialización, y sin poder para reaccionar sobre ellos.
En lo que se refiere al primer tema o cuestión, la relación de la familia con los procesos de modernización global, no existen demasiados antecedentes, pues son pocos los autores que se enfrentaron a un asunto tan demandante. Goode (1970 [1963]), inscribiéndose en la teoría de la modernización, fue el primero de ellos. Según su visión, muy a tono con el estilo de la época, a nivel global la familia estaría atravesando un proceso de “convergencia” hacia los moldes o cánones de la familia occidental moderna, transformación que podía darse en conjunto con otros procesos o de modo más aislado. Más recientemente, Therborn (2004) retomó el tema y llegó a conclusiones diametralmente opuestas. Según este autor, cada patrón regional o civilizacional de familia mantiene una trayectoria propia y separada, sin verificarse ninguna convergencia en términos globales. Ello es así aun cuando reconoce el impacto de la transición demográfica que de manera regular reduce el tamaño de la familia (con el descenso de las tasas de natalidad y mortalidad -Therborn, 2004: 230-270-), y del repliegue, muy variable por cierto, de la dominación masculina o patriarquía (que incide sobre las mujeres como también sobre los hijos).
Como se podrá apreciar, lo anterior nos permitirá tratar un conjunto de temas cruciales para la teoría sociológica, agrupables en dos líneas generales: 1) la cuestión de la familia en el marco del proceso de modernización a nivel global, relación que será también estudiada empíricamente, lo que demandará la consideración de una serie de casos específicos con el fin de articular nuestra respuesta; 2) el problema teórico más general de los diversos “subsistemas” sociales y de las cuestiones existenciales, concebido de manera más analítica, que aquí será enfrentado con especial atención para su dinámica específica en la modernidad y desde el punto de vista de la cuestión de los sistemas familiares. La articulación de mecanismos causales procesuales y dinámicos será, como podremos ver, muy importante a lo largo de la discusión. Creemos que la investigación teórica que planteamos, si tiene éxito, además de contribuir al análisis de cada uno de los temas aquí abordados, podrá tener un valor conceptual adicional en la medida en que se propone articular de manera sistemática esos temas.
Lo que nos preguntamos, por un lado, es si hay un proceso de modernización de la familia que pueda ser atribuido al desarrollo de una tendencia que, aun cuando sea procesual y contingente, presenta una cierta direccionalidad; por otro lado, nos planteamos la relación de esa posible tendencia con otras tendencias que globalmente caracterizarían a la modernidad. A lo largo del artículo, dialogaremos con las tesis e ideas de Goode y Therborn, las dos principales teorías sociológicas de la familia en la modernidad global.
Parto de la idea de que el proceso de modernización, que se desplegó en Europa sobre todo desde el siglo xviii, asumió un carácter global. Eso no implica que el mundo se vuelva homogéneo. Esta modernidad -en contra de la tesis de la teoría de modernización- mezcla los elementos de esta civilización con otros, oriundos de otras herencias civilizacionales, generando hibridizaciones. El vector principal de este proceso es la generación de una modernidad global, que es, sin embargo, heterogénea. No se trata así de un proceso mecánico, ni de una oposición entre “tradición” y “modernidad”, pero tampoco lleva este proceso a un mundo fragmentado, una vez que se pueden identificar tendencias generales de modernización, sin fronteras rígidas que separen civilizaciones -las que la más reciente teoría de las modernidades múltiples es proclive a absolutizar-. El esfuerzo de este texto es exactamente, con referencia a un tema específico y al estudio de casos destacados, avanzar más allá de estas perspectivas sociológicas.2
Globalización y modernización
Existe un amplio y largo debate sobre la expansión de la modernidad en el mundo, su emergencia en Europa y otras regiones (de modo más o menos secuencial o simultáneo), así como sobre la medida en que la modernidad reproduce en estas últimas los patrones que surgieron en aquél continente. Como indicamos en la introducción, en la teoría de la modernización se solía pensar que globalizar y modernizar eran lo mismo que occidentalizar: hacer que las sociedades no occidentales reflejaran totalmente los patrones europeos y principalmente estadounidenses.
El enfoque de Goode, extremadamente sutil, presentaba esta tesis en relación al tema de la familia. Su hipótesis de trabajo, por otra parte, involucraba también al segundo tema expuesto en la introducción. Según su visión, la industrialización “solapa realmente los grandes sistemas de parentesco” y conduce a la familia hacia “alguna versión conyugal... tal como la encontrada en los países occidentales” aunque, aclaraba el autor, no había una relación causal sencilla entre estas dos variables, especialmente porque bajo el concepto “industrialización” se agrupaban los más variados y distintos órdenes de fenómenos (destacándose, entre ellos, la urbanización).3 De hecho, recordaba Goode, la familia ya había cambiado con mucha anterioridad en Inglaterra (siete o nueve siglos antes), proceso facilitado por la “neolocalidad”: nuevo hogar luego del matrimonio, independencia de los parientes, individualización y baja fertilidad. En un mismo sentido, las ideas (ideologías, valores) en torno a la industrialización, una vez desarrolladas en Inglaterra, se habían difundido en otros países aun antes de que ese proceso tomara impulso dentro de sus fronteras, lo que preparó a las personas y estimuló cambios en la familia. Según el autor, en la expansión global del patrón moderno habría sido muy importante el hecho de que en cada lugar, si bien moviéndose hacia un mismo punto de llegada, el proceso hubiera empezado desde situaciones muy distintas. Eso le daba una gran variedad en términos de características y ritmos de desarrollo. Finalmente, sería muy probable que las familias tradicionales hubieran sido comprendidas de manera equivocada, a lo que se sumaría una confusión entre ideales y realidades. De todos modos, y pese a lo anterior, habría, según el autor, una clara convergencia entre todos los tipos de familia (Goode, 1970 [1963]: xv-xvi, 1-4, 368-369 y passim).
Al revisar la discusión y la tesis de Goode, Therborn apunta en un sentido claramente contrario: en su opinión, no hay convergencia. Lejos de ello, el patrón es la divergencia, que sigue los senderos de regiones definidas según líneas “geoculturales”. Si bien hay una “globalidad”, no existe un proceso de “revolución mundial” de la familia. Las transiciones demográficas, debidas a la baja de la mortalidad y de la natalidad, por un lado, y una patriarquía (o dominación masculina) en declive en diversos grados (sin alcanzar, no obstante, la igualdad de género), por el otro, son los únicos elementos de convergencia, bien limitada, que reconoce. Así, mientras admite una modernización en relación con la fertilidad decreciente basada en una tendencia -moderna- a buscar el “control racional del mundo”, a diferencia de Goode, no nos ofrece una concepción orgánica y clara de estos cambios y procesos (su adhesión al marxismo ya había sido dejada de lado como una etapa previa de su evolución intelectual). Las transformaciones en la familia tienen, en estas condiciones, un origen exógeno, apareciendo la política y la ley como los elementos más gravitantes en su dinámica, aunque ella sea también sensible a la dimensión religiosa (Therborn, 2004: 10-12, 297-299, 306).
Dejemos, no obstante, por ahora las relaciones entre la familia y las otras variables del desarrollo social y pongamos nuestra atención en su globalización/modernización -paso necesario, de todos modos, para que aquel tema pueda ser debidamente enfrentado, en particular si no queremos confinar nuestro análisis al mundo occidental-. En lugar de desplegar de modo inmediato un argumento teórico, examinemos brevemente tres casos concretos: India, China y América Latina. Suponemos, cabe aclarar, que los casos de Europa y Norteamérica, más allá de sus diferencias, son en lo fundamental similares.
India presenta uno de los casos más interesantes y complejos de familia contemporánea. Singh (2009 [1986]: 174-184), quien tiene simpatía por la idea de que la modernidad está avanzando en India, y otros especialistas en el tema (Shah, 1998; Patel, 2005; así como Therborn, 2004: 108-112), coinciden en lo fundamental y señalan que en el subcontinente continúa vigente la “familia hindú conjunta” (término éste que, en rigor, no existía en esta región -que incluye a Sri Lanka y Pakistán- y que terminó por ser traducido del inglés a los idiomas locales). Esa vigencia, cabe aclarar, se da sobre todo en un plano ideal pues en términos concretos la familia nuclear predominó entre los campesinos y lo sigue haciendo en gran medida. A lo largo de la historia, la nuclearización de la familia es parte de un ciclo más largo que abarcó en otros momentos la residencia conjunta. Ahora bien, es necesario tener en mente que la mera localización aislada de la familia puede ocultar los lazos afectivos que señalan su carácter conjunto, lazos que incluso pueden ser muy fuertes. En este sentido, la familia india no fue ni es nuclear en el sentido occidental. No sólo los hindúes reafirman las formas tradicionales sino que, en la medida en que sirven como modelo a sikhs y musulmanes (en Paquistán encontramos una misma tendencia), las castas bajas pasan a veces por un proceso de “sanscritización” en el que el modelo de familia de las castas superiores es emulado (habiendo, no obstante, una gran variación en las formas específicas que adopta en cada región del país). A pesar de todo, en este sistema familiar, al parecer uno de los más resistentes al cambio en el mundo (y en el que no es infrecuente que los cambios sólo se den en lo que hace a la esfera pública y no al interior de los hogares), las transformaciones existen: el poder y los lazos emocionales tienden hacia una mayor “nuclearidad” e “individualización”; los involucramientos laterales pierden fuerza en favor de la conyugalidad y la filialidad; las mujeres de las capas medias, cuando son autorizadas por sus cónyuges y padres, tienen la posibilidad de trabajar fuera del hogar; la selección de los cónyuges depende cada vez más de los propios individuos -más allá de los cambios en las articulaciones entre castas (extendidas) y el recurso a formas modernas (mediante los medios de comunicación de masas) de búsqueda de candidatos al matrimonio-; el poder de los padres sobre su descendencia ya no tiene la intensidad y generalidad en el control que tuvo en el pasado, si bien sigue siendo importante. De todos modos, es preciso destacar que existen pujantes y variadas tensiones y que las resistencias al cambio, como indicamos, son moneda corriente.
Como si se tratara de mostrar que Asia en tanto tal no existe -y que los patrones civilizatorios y las dinámicas concretas en esta vasta región son muy distintos-, la familia en China tuvo siempre características bien distintas de aquellas encontradas en el subcontinente indio, adquiriendo otras con su modernización que la distanciaron aún más. Con la influencia del confucianismo, la familia en China se hizo relativamente homogénea en el territorio ciertamente amplio del imperio. Entre los componentes de este sistema familiar estaban el culto a los antepasados, la piedad filial y la cohabitación, combinadas con una baja colateralidad -resumida en la relación entre hermanos (casados o no) o con las concubinas-. Cabe aclarar que tanto la cohabitación de tres generaciones como la colateralidad se daban solamente entre las clases altas, y que muchos hombres pobres se encontraban incapacitados para el matrimonio por su falta de recursos. Los clanes, como lazos familiares extendidos, cumplían por su parte con un rol importante en la vida social. Sin embargo, con el proceso de modernización, primero a partir de la revolución socialista y después con el desarrollo del capitalismo (desde fines de la década de 1970), los cambios fueron y son enormes, en gran medida, si bien no solamente, originados en las políticas estatales (que incluyen la limitación del número de hijos a sólo uno). En este marco, al tiempo que se acentuó la nuclearidad de la familia (aun cuando la habitación intergeneracional sea muchas veces inevitable debido a los graves problemas de vivienda), la piedad filial se debilitó y la patriarquía, si bien continuó fuerte, no se mantuvo indemne (si cabe aún a las mujeres cuidar de los ancianos, incluso a los padres de sus esposos, por otra parte se profundizó, a partir de las restricciones a la concepción, la preferencia -a veces asesina- por los hijos varones, sobre todo en el campo). Hay por lo tanto que indagar: ¿cuál es la relación de estos procesos con las variables tradicionales de la teoría de la modernización? Mientras las políticas sociales centradas en el combate a los clanes (abandonada ya en los pueblos) y de apoyo a la mujer parecen importantes en la producción de estos cambios, la industrialización no parece tener un impacto significativo, aun cuando los fenómenos relativos a la urbanización y las presiones del mercado de trabajo conlleven una concentración de los arreglos e inversiones afectivas en las unidades familiares más elementales. Hay que subrayar, de todos modos, que la familia conjunta o extendida mantiene su importancia o presencia en el campo (Zeng, 1991; Ebrey, 1991; Botton Beja, 1999; Davis y Friedman, 2014).
Goode (1970 [1963]: 270-320) veía en la familia china un ejemplo de cambio modernizador, conducido fundamentalmente por el proyecto comunista de renovación profunda de la sociedad según modelos occidentales, proceso que según el autor precedía y, en verdad, facilitaría la industrialización (algo en lo que parece haber acertado). Therborn (2004: 119-122), por su parte, aun cuando mantenga una visión pluralista y no convergente sobre la familia contemporánea -insistiendo en ese sentido en que la familia conjunta sigue vigente en muchas partes de China-, no resta importancia a estos procesos, en contraste con lo que piensa en relación con India y a su familia conjunta. En relación con esta última región, Goode (1970 [1963]: 203-269), como se podría esperar, se mostraba mucho más “optimista” sobre la “dirección” del cambio hacia la nuclearización de la familia (mirada que basaba en una visión corriente entre los sociólogos indios en aquel momento). Según su opinión, ese proceso no resultaba tanto de la industrialización y de otras transformaciones de la estructura social, sino de ciertos factores ideológicos. En la medida en que su “cantidad” o magnitud era, no obstante, menor a la registrada en otras latitudes (salvo en el mundo árabe, donde aún predominaba la hamula, la familia extendida y el clan), su análisis, según reconocía, constituía por el momento más un pronóstico que una descripción.
Por su parte, América Latina parece avanzar, aunque de modo desigual según países que parten de situaciones bien distintas, hacia una potente modernización y flexibilización de la familia que sigue de cerca el patrón occidental. Esa nuclearización tiene, no obstante, especificidades de acuerdo con el caso. Durante el periodo colonial, y aún durante el siglo XIX, la región presentaba una amplia variedad en sus tipos de familia, con un patrón que muchas veces combinaba el tipo extendido con el absentismo masculino, en las clases superiores terratenientes pero también en las clases populares, particularmente en áreas de población indígena (los esclavos, cabe recordar, podían por lo general procrear pero no casarse). Si bien hubo en el siglo XX una tendencia a la nuclearización de la familia, aun en un contexto signado por la ausencia en la mayoría de los casos de la industrialización -pero con un altísimo grado de urbanización-, el patrón se mantuvo complejo y heterogéneo, exhibiendo familias nucleares y extendidas, muchas veces con una mujer al frente del hogar. Las separaciones son, en este marco, muy comunes, especialmente en países como Argentina, Uruguay y Brasil. Si la patriarquía, por su parte, mantiene su dominio, en particular en países como México, existe por lo general un alto grado de individualización y autonomía que incluye a las mujeres. Entre las varias especificidades de las familias latinoamericanas, vale notar que alrededor de la década de 1970 la transición demográfica estaba ya realizada (registrándose incluso quienes hablan de una segunda ola de cariz más cultural) (Medina Echavarría, 1964: 33-38; Ariza y Oliveira, 2001; García y Lorena Rojas, 2002; Arriagada, 2002; 2004; Quilodrán, 2003; Rodríguez Vignoli, 2004; Therborn, 2004: 18-19, 34-37, 90-91, 157-160; Domingues, 2009 [2008]: 150-152, 179-186).
Mientras Goode parece asimilar en términos simples la familia latinoamericana a la occidental, Therborn (2004: 72) crea una categoría que, curiosamente, sólo le cabe a Latinoamérica (y África). Habla de una “falocracia” como típica de la región, como si los problemas que identifica (y los que tal vez inventa) no estuvieran presentes también en otras partes del mundo (incluyendo a Estados Unidos y Europa).
Lo que se puede derivar de estos ejemplos y las cuestiones teóricas vinculadas a ellos, es que, tomado todo en cuenta, existen cambios generales de carácter global en la estructura de la familia, que no implican, se debe subrayar, una convergencia sin más. Antes bien, lo que vemos es un proceso de hibridización que, más allá de la transición demográfica y del debilitamiento de la patriarquía, conduce a una mayor individualización y nuclearización, con cierto grado por lo tanto de convergencia, que no es para nada absoluta. Estas tendencias, según vimos, se dan en grados muy disímiles según las regiones: en América Latina se expresan de manera radical, en China de modo bastante fuerte, en India de manera mucho más limitada (lo mismo ocurre en el mundo árabe; Japón, por su parte, se acerca decisivamente al modelo occidental). En este marco, es posible identificar un conjunto de factores o elementos a partir de los cuales se puede elaborar una explicación, no sólo de los cambios sino de las permanencias, pues ellas también necesitan ser analizadas. En ningún caso, es preciso aclarar, estamos lidiando con procesos naturales como suponía el evolucionismo de las teorías de la modernización -más allá de la sofisticación de Goode-, o como parecen suponer, si bien de forma menos definida, ciertos autores dedicados a la identificación empírica de los distintos patrones regionales de familia -entre ellos Therborn, quien no propone ninguna explicación para estos fenómenos.
En primer lugar, la urbanización presenta una correlación empírica más o menos directa, aunque no absoluta, con los cambios de la familia, lo que no significa, sin embargo, industrialización. Una extensa literatura (Quijano, 1977; Nun, 2001; Kowarick, 1977; Lezama, 2000 [1993]) sobre estas dos supuestas tendencias empíricas de desarrollo de la modernidad -que al fin y al cabo no se verificaron en todas partes-, fue producida en los años 1970-1980 en América Latina. Se planteó entonces una “teoría de la marginalidad” en la que los rasgos típicos del capitalismo en este subcontinente (con formidable presencia del capital monopólico y de la gran propiedad agraria) eran identificados como los responsables de una urbanización sin industrialización, o con una industrialización limitada incapaz de generar los puestos de trabajo necesarios para la absorción de los trabajadores llegados del campo a las ciudades. Esta situación contrastaba con lo ocurrido en los países centrales (si bien en el caso europeo no se debe soslayar el fenómeno de la emigración). Según creo, esta teoría, que en su momento generó profundas controversias, sigue siendo válida para América Latina y también para otras áreas del mundo “subdesarrollado” (como India, Pakistán y varios países de las periferias y -ya hoy- semiperiferias). Vale decir que, si esta teoría identificó una correlación, casi estadística, es preciso aún reconstruir los mecanismos generativos y reiterativos que la explican o generan. Para ello, el concepto de desanclaje (Giddens, 1990; Domingues, 2002, caps. 1-2) parece particularmente útil. Según este concepto, frente a la desestructuración de grado variable de los patrones de acción o conducta tradicionales, los individuos y colectividades experimentan una situación de apertura identitaria que demanda un reanclaje. En esa situación los patrones anteriores mantienen su importancia como fuente de las memorias individuales y colectivas que deben ser retrabajadas para que la reconstrucción identitaria pueda ser llevada a cabo.
Por otra parte, un factor igualmente importante parecen ser, como suponía Goode, los valores, en particular el de la libertad igualitaria. Si bien la institucionalización de este valor nunca correspondió a las demandas y tensiones que impone a la vida social concreta (que rara vez corresponde a lo que fija como horizonte de posibilidad), su valor es crucial en la emergencia y desarrollo de la modernidad. A través del mismo, los individuos y colectividades se ven en una situación en la que una nueva -potencial pero no inevitable- orientación axiológica conlleva una mayor autonomía, en un contexto en el que, por otra parte, la expansión del mercado y la construcción del Estado moderno, con su concepto central de ciudadanía, generan una mayor individualización (lo que en Europa, preciso es recordarlo, sólo resultó de un largo proceso histórico). Si valores como éste son en parte, por así decir, importados de occidente, están también profundamente conectados con los cambios efectivos que se despliegan en los países periféricos y semiperiféricos, siguiendo de cerca lo ocurrido en los centrales (Domingues, 2002, caps. 1-2; 2009 [2008], cap. 1; 2012, caps. 6-9).4
Eso considerado, ¿por qué en países como la India, donde aquellos elementos o factores -la urbanización y el cambio en los valores- no están del todo ausentes, las transformaciones son tan limitadas? En estos casos, intervienen otros mecanismos que contrarrestan la acción de aquellos elementos que llevan al cambio de los patrones civilizatorios, mencionados por Therborn, produciendo su reiteración o reproducción. Antes que nada, hay que subrayar que la familia -así como las concepciones religiosas, con las cuales se encuentra a menudo profundamente involucrada- constituye un nudo fundamental y extremadamente intenso de concentración del afecto, como lo son de modo más general lo que muchos en Estados Unidos clasifican desde Cooley (2009 [1909], cap. 3) como “relaciones primarias”, en términos temporales y de cercanía. Ello genera, como bien sabía Freud, memorias intensamente cargadas de emociones, fundamentales para la construcción de la identidad individual y colectiva (Domingues, 2002, caps. 6-8; 2009 [2008], cap. 3; 2012, caps. 6-8), sobre las cuales el trabajo de la creatividad (no solo aquel individual sino también, y principalmente, el colectivo) es arduo y costoso, con un resultado muchas veces limitado. La personalidad y la identidad de cada uno, cuya crianza (o “socialización”) se dio en familias cuyos patrones muchas veces poco cambiaron y/o siguen siendo sostenidos como socialmente deseables, se encuentran implicadas de una forma muy sensible en estos cambios. Los patrones, además de operar como modelos sociales, se ven reforzados en la medida en que son compartidos con otros círculos cercanos (es decir, también “primarios”, como los vecinos). Si el poder masculino adulto da cuenta en buena medida de la vigencia de la patriarquía, la intensidad y el congelamiento (siempre parcial) de los afectos, constituye un componente también fundamental en su reproducción (entre hombre y mujeres, niños y niñas), haciendo del “cambio cultural” un proceso largo, difícil y a menudo doloroso. En este sentido, son las razones para el cambio las que, movilizando los mecanismos que llevan a la familia nuclear, deben ser investigadas y no, al revés, las razones que explican por qué cambian poco los sistemas familiares. En rigor, es preciso considerar aquí una vía de “doble mano”, formada por tendencias y contratendencias, que se contraponen o complementan, y a partir de las cuales se produce una resultante que da cuenta de los procesos concretos a través de los cuales se desarrollan los distintos países y regiones.5
Por medio de esta estrategia la simple contraposición convergencia/divergencia pierde sentido, siendo posible, quisiera creer, explicar las variaciones más amplias y generales tanto como las más delicadas y sutiles que se encuentran en las “sociedades” modernas contemporáneas. Lo anterior significa que hay tendencias de desarrollo pero que también hay otras que resisten al cambio o que le dan una dirección novedosa a la modernización. Ambas tendencias, que lo que denominé conceptos-tendencia permiten asir de modo preciso, se mezclan produciendo combinaciones cuya dirección estos conceptos no pueden predecir a priori en la medida en que se trata de procesos necesariamente contingentes (aunque no arbitrarios). Hay distintos tipos de giros modernizadores, “episódicos”, desplegados por individuos y subjetividades colectivas, que están en la base de estos procesos, cuyo desarrollo tendencial se busca aquí señalar. Esos giros, cabe señalar, son ellos mismos mecanismos que generan otros procesos, los cuales pueden, en función de la creatividad individual y social, tomar otros rumbos, sin escapar jamás del todo de las memorias sociales cristalizadas en proyectos, rutinas, instituciones, elementos imaginarios y valores. Esto no quiere decir que estos giros sean siempre intencionales, en particular si hablamos de colectividades cuyas metas suelen ser muy dispersas e incluso internamente contradictorias, aunque varias entre ellas -como muchas veces las familias mismas- evidencien un alto grado de centramiento, es decir, identidad y organización, cuyas consecuencias incluyen un alto grado de intencionalidad.6
Dado lo anteriormente expuesto, es posible afirmar que existe una modernidad global en la que la familia se hibridiza, resultando una convergencia que, si muchas veces es limitada, no deja de ser real. En este sentido, por ejemplo, si buscáramos los datos empíricos pertinentes, se haría claro que la posición funcionalista (parsoniana y smelseriana) podría ser efectivamente generalizada a nivel global en la medida en que hubo de manera general una clara especialización de la familia (aun cuando se pudiera presentar algún contraejemplo). La familia, en este sentido, ya no desempeña todas las tareas que anteriormente cumplía (educación, trabajo, etc.), o las cumple de modo parcial, concentrándose ahora en la reproducción biológica, afectiva y social de sus miembros. Su especialización de roles asume, sin embargo, una fluidez mayor que aquella de sesgo patriarcal que el funcionalismo había supuesto a partir de la experiencia estadounidense de la primera mitad del siglo XX. Esta cuestión del desarrollo y establecimiento de una modernidad mundializada se vincula directamente con el segundo tema planteado en la introducción, es decir, con las relaciones o eslabones que vinculan -o no- los diversos aspectos constitutivos y las cuestiones fundamentales de la vida social.
La familia, las “dimensiones” de la vida social y las “cuestiones existenciales”
Como mencionamos en la introducción, la idea de que hubo una especialización de la familia y que ésta -que debería ser pensada en los términos más amplios de los sistemas de parentesco- ya no se encuentra en el centro de la coordinación de todos los sistemas sociales está bastante difundida. Marxismo y funcionalismo coincidían en este punto. En efecto, hubo en el proceso evolutivo humano (que siempre debe ser pensado de manera contingente), una complejización radical de la vida social que, se puede sugerir, hizo de la familia un tipo de sistema social más entre otros, ni tan central, ni tan abarcador.
Si miramos más detenidamente, ¿qué quiere decir esto? En principio, que la familia, en sus diversas formas, ya no opera como un elemento central de la articulación de la economía, de la política y del mundo religioso (“dimensiones” que suelen ser de manera más o menos directa identificadas empíricamente); por otra parte, que la familia en las sociedades modernas ya no mantiene una centralidad comparable a la que tenía antes en la reproducción biológica, emocional y social de las personas. No obstante, es preciso sopesar y analizar detenidamente qué significa lo anterior. Para ello, sin desconocer sus méritos, se hace necesario ir más allá de las ideas funcionalistas -muy difundidas y muchas veces asumidas inadvertidamente por los investigadores- que definen la familia en el marco de la diferenciación de los sistemas y subsistemas sociales. Cuestionar estas certidumbres nos permitirá preguntarnos acerca del vínculo y los impactos causales de los distintos “subsistemas”, para emplear un vocabulario originalmente funcionalista. La noción de cuestiones existenciales individuales y colectivas, histórico-sociales, nos servirá para dar este paso. ¿Cómo organizar la vida social?, ¿cómo relacionarse con la naturaleza?, ¿cómo reproducir los individuos en tanto tales y en su inserción social?, ¿cómo satisfacer los deseos sexuales?, ¿qué sentido atribuir a todo este universo y a la trayectoria individual y colectiva?
Tales son temáticas o cuestiones frente a las cuales todos los individuos y colectividades tienen que dar una respuesta. Preciso es aclarar que cuando hablamos del desarrollo de la modernidad, hay que pensar que cada una de estas cuestiones tiene su propio despliegue concreto y que, por lo tanto, no hay que buscar un “paquete” general que abarque todos los aspectos de la vida social. Es necesario proceder con cautela, buscando cómo los giros modernizadores operan en relación con cada una de estas cuestiones y cómo la solución o respuesta a cada una de ellas impacta en los otros aspectos de la vida social y las soluciones que se proponen para las otras cuestiones. Así podemos avanzar en relación con el marxismo, el funcionalismo e incluso con la multidimensionalidad de la teoría weberiana, aunque de todos tengamos bastante por aprender con todas estas perspectivas.
Analíticamente, es posible descomponer la vida social en algunas dimensiones fundamentales: la material, que lleva a cabo el intercambio productivo o de consumo con la naturaleza; la del poder, que responde por la repartición de recursos y capacidades para intervenir en la vida social y prestarle dirección; la hermenéutico-simbólica, a través de la cual se construye el sentido que se atribuye al mundo; la espacio-temporal (social aunque basada en la material), que define de manera heterogénea el despliegue del tiempo en su ligación estrecha con el espacio (Domingues, 1995a, cap. 8). Todas estas dimensiones son estructurantes (son “condiciones de posibilidad”, diríamos kantianamente, pero aquí con referencia a agentes y prácticas sociales concretas, no a problemas epistemológicos abstractos) de las interacciones sociales, sean fugaces o altamente institucionalizadas. Las preguntas planteadas en el párrafo anterior son encaradas o respondidas siempre por sistemas de interacción -sistemas sociales o subjetividades colectivas- en los términos de su constitución interna y de su relación con otros sistemas. Los sistemas o subjetividades colectivas más importantes o difundidos tienden a institucionalizarse, es decir, a encontrar patrones que se reiteran en el tiempo (aun cuando el cambio que se produce de modo cotidiano en las interacciones haga que esta institucionalización sea siempre parcial y pueda, de manera rápida o gradual, cambiar profundamente). En todos estos sistemas o, en otras palabras, colectividades, encontramos aquellas dimensiones. La familia, y las relaciones de parentesco más amplias, no son una excepción. De hecho, en muchas de las formas sociales de menor complejidad -aunque, como vimos en la introducción, eso no sea absoluto ni universal- respondían a varias cuestiones de manera muy directa. En particular respondían por las cuestiones existenciales de la reproducción de la vida, de los seres humanos, de la regulación de la construcción y regulación de los géneros y la sexualidad, así como por el lugar de la prole en la jerarquía social y la herencia que cabe a cada individuo, garantizando la transmisión de la propiedad privada, así como la reproducción jerárquica de los sistemas simbólicos y los rangos sociales (lo que conlleva la identificación de la prole por los hombres, dominantes -como suponía Engels, vale decir-). Hoy día todavía lo hace pero su ámbito de acción se redujo notablemente, siendo muchas de aquellas cuestiones influidas sólo de modo indirecto por ella y los sistemas de parentesco, especialmente en las regiones en donde impera la familia nuclear, mientras construcción y regulación de género, sexualidad y herencia material e inmaterial siguen estando en su cierne (Godelier, 2010, caps. XII-XIII).
Así, si en el pasado el impacto de la familia -y de manera más general, las relaciones de parentesco- era central (aunque nunca absoluto y siempre entretejido y muchas veces subordinado en gran medida a la dinámica de otros sistemas sociales), su influencia actual sobre las cuestiones políticas es relativamente reducida. No obstante, si nos detenemos, por ejemplo, en la hamula árabe o, de nuevo, en el antiguo clan chino, podremos ver que aún ejerce una influencia poderosísima (que no ha mermado, como en el primer caso, o que incluso se ha renovado, como ocurre en el segundo). Asimismo, la familia era fundamental para la reproducción de la dimensión material de las formaciones sociales. Hoy eso sigue siendo así pero de un modo distinto, tal vez con una menor intensidad. ¿O acaso es posible dudar de la importancia de las decisiones, estrategias y lazos familiares para el desarrollo global del capitalismo, sea en occidente, sea en el mundo latinoamericano, árabe, japonés o indio? En el plan hermenéutico, sigue siendo fundamental, por medio de las “identificaciones” identitarias de hijos e hijas con padres y madres, así como por la transmisión de instrumental “cultural”, de un bagaje simbólico, contribuyendo para la legitimación de las pertenencias sociales y los contactos jerárquicos. Finalmente, la reproducción individual y social, las relaciones de género así como la vida sexual son cuestiones que siguen siendo producidas y reguladas en gran medida por la familia o que encuentran en ella el foco fundamental a partir del cual se estructuran. Aun cuando en el marco de una complejidad evolutiva aumentada, distintos sistemas se hayan concentrado en algunos de los ámbitos de la vida social y en la respuesta práctica -y también teórica articulada por los intelectuales (ideólogos, especialistas espirituales, “sistemas expertos”, esquemas disciplinarios, gubernamentalidad, etc.)- a las cuestiones existenciales, individuales y sociales, debemos evitar las delimitaciones demasiado fijas que hacen de los sistemas compartimientos estancos en nombre de una supuesta especialización funcional. Cada “subsistema”, incluida la familia (sea extendida, sea nuclear), tiene que lidiar con estas cuestiones de una u otra manera. Si en algunas cuestiones (como la economía y la política), su tamaño parece importar a la hora de incidir y ejercer efectivamente su poder, en otras, más vinculadas al ámbito de la intimidad, no parece posible decidir de un modo general sobre el impacto relativo que tiene su extensión.
Por otra parte, es preciso observar que la familia conforma ya en sí misma un espacio-tiempo propio -dimensiones que se mezclan y tienen conformación variable y específica si pensamos según la teoría de la relatividad y no de acuerdo con la física newtoniana-kantiana (en la que el espacio y el tiempo son definidos separadamente y como si fueran homogéneos), como suele ser el caso en las ciencias sociales (véase, para más detalles, Domingues, 1995b). Como subjetividad colectiva o, en otras palabras, como un sistema de interacción que se extiende a lo largo y a lo ancho de la vida social, la familia conforma un nudo afectivamente cargado como también un delineado socioespacialmente, con fronteras y ritmos de despliegue específicos y distintos de los otros sistemas de interacción (que responden de otra manera a las diversas cuestiones sociales existenciales). De ahí también que, sea de manera más rápida (como en América Latina o China), sea de manera más lenta (como en India, Pakistán o el mundo árabe) sus conformaciones espacio-temporales, dependiendo de si son más extendidas (de tipo conjunto o en formas similares) o más reducidas (principalmente de tipo nuclear), entablen relaciones variables con otras subjetividades colectivas (el sistema económico capitalista o el Estado, los expertos de la psicología o de los servicios sociales) en su interacción y condicionamiento causal mutuo. Desde luego, lo anterior implica reconocer la existencia de direcciones y de ritmos heterogéneos de modernización en el espacio-tiempo social. Ello, al contrario de lo postulado por la teoría de la modernización y el marxismo, que si bien reconocían posibles faltas de sincronía momentáneas entre las “dimensiones”, “estructuras” o “subsistemas”, de modo general, suponían la existencia de un encaje homogeneizador o integrador al final del proceso (cuestión que siempre, por supuesto, se demostró problemática cuando se analizaban situaciones concretas de cambio social). Es preciso reconocer, contra ellos, que las discrepancias son constitutivas de la vida social, con sus múltiples y variadas configuraciones y despliegues.
Tomando estas consideraciones en cuenta, ¿cuál es entonces el impacto de la familia como tipo particular de sistema social? ¿Será que ya no influencia los otros procesos sociales? Muchos estudiosos de los procesos de modernización comparten esta opinión. Es verdad que difícilmente alguien sostendría tal posición en lo que hace a las relaciones de género, las generaciones y otros aspectos en los que la familia es de modo ostensible central. No obstante, y como ya sugerimos, sería del mismo modo imposible afirmar que la política no es afectada por el proceso de individualización que históricamente acompaña al desarrollo de la familia nuclear -globalmente-, y que contribuyó, de hecho, a la formación del Estado moderno. En éste, el ciudadano es definido de acuerdo con una existencia abstracta que supone su separación absoluta de cualquier lazo social extendido, aun cuando en el caso de las mujeres a la ciudadanía civil (parcial) no correspondiera la ciudadanía política, y pese a que más allá de las abstracciones estatales, siempre hubiera en la realidad individuos y colectividades concretas de variadas características -incluso familias extendidas (lo que ya no ocurría en los países occidentales, salvo entre la nobleza en los siglos XVII/XIX)- (Domingues, 2006, caps. 3-5; Pateman, 1988). Aún más, como adelantamos, la propia industrialización fue originalmente impactada por la nuclearización de la familia que, como observó Goode, fue decisiva en la liberación de las personas de los lazos que limitaban su movilidad y la venta de su fuerza de trabajo -proceso que, como observó ese autor, en Inglaterra ocurrió con anterioridad, vinculado a una individualización de más largo plazo (Macfarlane, 1978: 166, en especial).7
Si es verdad que muchas veces la familia cambió bajo el impacto de la modernización -construcción del Estado moderno, industrialización, urbanización basada en el mercado (incluso cuando la industria misma estuvo ausente)-, ello no siempre fue cierto, como ocurrió con la familia conjunta en India, caso en el que también los cambios legales y formales son reiteradamente resistidos. Es decir, es necesario complejizar las relaciones de causalidad que se dan en el proceso de cambio de la familia en la modernidad global, proponiendo mecanismos explicativos más refinados para dar cuenta de aquello que se puede identificar de modo empírico. En este contexto, se destaca la cuestión de la individualización y su vínculo, en principio estrecho, con el establecimiento de la familia nuclear, proceso en el cual la dirección del impacto causal histórico entre ambos elementos ha sido una cuestión tradicionalmente muy espinosa. Quizá se pueda tener individualización y familia extendida, pero históricamente no sucedió así, al menos todavía, lo que puede cambiar en el futuro -tiempo por definición impredecible, sobre el cual, de todos modos, se pueden construir hipótesis plausibles, como espero sea ésta.
En función de avanzar en el análisis de la modernización global de la familia, éstos son seguramente algunos interrogantes insoslayables que esperamos puedan ser retomados y profundizados, posiblemente de manera novedosa en relación con el funcionalismo evolucionista , el empirismo temperado y el eurocentrismo (que al menos implícitamente sigue predominando en las ciencias sociales -aun en relación con América Latina, sea que se la tome como una mera extensión de Europa o como un caso con rasgos aberrantes-). Suponer, como hacen algunos, que hay sistemas sociales cuyos patrones están internamente inclinados de manera absoluta, y al parecer espontánea, a ser inmutables es adoptar un sesgo teórico insostenible (aun cuando los poderes y perspectivas que se resisten al cambio existan). Se requiere, por el contrario, una visión más dinámica ya que incluso la dimensión hermenéutica de la autonomía/libertad es interna a la familia y no meramente externa. Aun cuando fuera de occidente esa dimensión se planteara inicialmente y en buena medida como un componente imaginario a ser importado, está cada vez más enraizado en las dinámicas concretas, en las más amplias y en las más íntimas. Hay que hacer hincapié, en este sentido, en que no sólo a través de la ley y el Estado se producen los cambios y el debilitamiento (a veces muy limitado) de la patriarquía. Esos procesos pueden desplegarse también a partir de conflictos internos de la propia familia que no es, como indicamos, una “dimensión” empírica aislada y cerrada frente a los otros sistemas sociales. Lejos de ello, se trata de una forma de interacción institucionalizada en la que los valores inciden de modo constitutivo, como una dimensión propia (y no como simples elementos externos) contra las presiones y resistencias o, en otras palabras, contra la violencia multidimensional desplegada por el poder.8 No por casualidad es en las ciudades, en situaciones en las que los desanclajes tienen una mayor presencia, donde las demandas por cambios (en la patriarquía, en la movilidad social y psíquica, en la individualización y la libertad) tienen un mayor impacto.
Conclusión
En este artículo investigamos la evolución global de la familia moderna en dos planos teóricos: en términos de su globalización/hibridización y en términos de cómo responde a ciertas cuestiones existenciales y se relaciona dinámicamente con otros sistemas sociales. Buscamos afirmar, si bien de modo matizado, la idea de una modernización global de la familia, así como complejizar la idea de la autonomía de los sistemas y su imposible inmovilidad natural. Como vimos, aun cuando no siempre sea explicitado, los temas aquí abordados están íntimamente vinculados, y se puede afirmar que existe una tendencia de desarrollo de la familia, que la cambia y transforma, contrarrestada por otra, originada en la rutina y las resistencias, que la vincula a las formas premodernas. Estas tendencias, como vimos, se combinan con otras, también cruciales, en el despliegue de la modernidad en el plano global. Para su estudio, apelamos a algunos ejemplos empíricos (India, China y América Latina) no como un fin en sí mismo, sino como una forma de dar sustento a los giros conceptuales que aquí propusimos.
La familia es un elemento clave en la vida social, un fenómeno con un alcance y una profundidad que muy pocos tienen. Cuesta entender entonces la escasa atención que suele dedicársele en las teorías sociológicas y sociales. Este descuido conceptual constituye sin duda una muestra grave de las limitaciones que esas teorías presentan actualmente.