Los registros de un pasado -más próximo o remoto- suelen hacerse presentes en el trabajo de campo. Sin importar demasiado el lugar en que éste suceda, nuestros interlocutores e interlocutoras apelan a él para entablar comparaciones y analogías; para enmarcar sus palabras habladas a la hora de señalar rupturas y transformaciones a partir de determinados eventos o, de lo contario, argumentar continuidades enunciadas bajo la expresión “siempre” o “toda la vida fue así”. En el campo de los estudios sobre memorias de la represión en el Cono Sur contamos con valiosos aportes que han problematizado las múltiples temporalidades que atraviesan los testimonios y relatos sobre el espacio que la experiencia asume en el presente (Jelin, 2002; da Silva Catela, 2017).
Aquí exploraré otra cuestión, vinculada a la relación entre la investigación archivística y la etnográfica o, para ser más precisa, centrada en las posibles articulaciones entre las palabras habladas en el presente de las entrevistas y las palabras escritas en el pasado que emergen de los documentos y “archivos nativos” hallados en el trabajo de campo. Mi intención es señalar que este tipo de materiales no se agota en la narración o la periodización que en los textos etnográficos suelen nutrir las notas a pie de página o el capítulo destinado al “contexto histórico”. Deseo reflexionar sobre cómo esta combinación guio mis búsquedas en el trabajo de campo y me ayudó a dar con preguntas e interpretaciones que, de otro modo, no podría haber anticipado o elaborado. Me pregunto qué hacemos -o podemos hacer- con aquellos materiales que nuestros interlocutores decidieron archivar.
Nuestros interlocutores guardan, a veces atesoran, papeles y periódicos, fotos y objetos. Lo hacen por distintas razones y conforme a distintos criterios clasificatorios. Podría decirse que el contenido de esas bolsas o cajas que a veces llaman “recuerdos” no son considerados o presentados como “archivos”. Tal estatus, claro está, es parte de nuestra interpretación: del mismo modo en que lo es la definición del kula como una “institución” o un “hecho social total”. La aproximación a esos materiales que llamaré “archivos nativos” es parte entonces de un proceso creativo que hace lugar al encuentro de las palabras escritas y las habladas con las preguntas de investigación sin dejar de “estar allí” o, mejor dicho, por estarlo. De ahí que una investigación etnográfica puede comenzar por construir -o puede suceder en el transcurso de la construcción- de sus propios archivos (Gil, 2010). Luego de revisitar las analogías -y sus límites- entre la investigación archivística y la etnográfica, abordaré estas cuestiones a partir del archivo de Gabriela, una vecina de Barrio Operario.2
En 2019 llegamos a este barrio originalmente ferroviario situado en el municipio de San Isidro, sector norte del conurbano bonaerense argentino, para iniciar una investigación -aún en curso- que tiene entre sus objetivos comprender los vínculos entre las autoadscripciones de clase, las identificaciones políticas y su inscripción territorial. Elegimos Barrio Operario por diversas razones que van de su escala -pequeña en comparación con otros vecindarios del distrito- a su potente identificación peronista; también por la heterogeneidad controlada que condensa en términos de ingreso y otras variables usualmente empleadas para definir la “clase objetiva”.3 Tal como veremos, el archivo de Gabriela y nuestras conversaciones al respecto iluminaron algunos de estos aspectos.
Archivos nativos en el trabajo de campo
No han sido pocas las reflexiones en torno a los vínculos entre la investigación archivística y la etnográfica. En este punto, la antropología y la historia cuentan con un extenso recorrido que excede las posibilidades y propósitos de este trabajo. Sin embargo, en la mayoría de los casos y siguiendo a Mbembe (2002), los archivos considerados son sinónimo de “edificio” e “institución” -pública o privada- y de un pasado generalmente lejano. No es este el tipo de archivo que abordaré aquí, pero aun así algunas de las reflexiones en este terreno resultan inspiradoras. Por ejemplo, a la hora de reparar en “cómo construimos, exponemos y validamos lo que sostenemos como ‘producción de la evidencia’” (Gorbach, & Rufer, 2016, p. 9) y las paradojas epistemológicas que se abren al respecto (Estrada Saavedra, 2018). También, la preocupación por buscar modos de analizar “la intersección entre el mundo de estructuras sociales y políticas más amplias y las estructuras y experiencias a pequeña escala que se suscitan y que las personas reproducen” (Castillejo Cuéllar, 2016, p. 118) y, sumo, eligen dejar registradas.
En algunos casos, las comparaciones entre la investigación archivística y la etnográfica buscaron señalar las semejanzas, al advertir que en ambas la autoridad suele depender de textos escritos, de los documentos y de las notas de campo, o que el acceso tanto al archivo como al campo depende de una serie de relaciones sociales. Éstas y su cualidad hacen que a veces las puertas se cierren y, a veces, se abran (Mukerji, 2020), particularmente cuando se trata de archivos públicos que alojan documentos estatales cuya información es considerada secreta o estrictamente confidencial (Muzzopappa, & Villalta, 2011).
Hace tiempo ya, en su exploración sobre una “historia con espíritu etnográfico”, Darnton advertía que las dificultades interpretativas, sus opacidades y silencios, se hacen presentes tanto en “las selvas como en las bibliotecas” (1987[2000], pp. 11-12). Conforme al autor de La gran matanza de gatos, en ambos “mundos sociales” (Mayrl, & Wilson, 2020) se trata de andar las rutas señaladas -por documentos o interlocutores- hasta donde nos llevan, y apresurar el paso cuando nos topamos con aquello que nos inquieta e interroga. En 1950, Evans-Pritchard fue incluso más allá para señalar que las diferencias radican en las técnicas, el énfasis y la perspectiva, no en el método y objetivo (1962[1990], p. 19). En suma, la acumulación de detalles, la categorización de las observaciones, el armado del rompecabezas que avanza en la selección y el descarte de piezas de información de acuerdo con el tema de investigación hacen a la producción de conocimiento histórico y de conocimiento etnográfico (Benzecry et al., 2020, p. 298).
En otros casos, se apuntaron las diferencias. Entre ellas, las tensiones asociadas a la “imposibilidad de estar allí y las formas secundarias de contacto entre observadores y ‘nativos’, mediadas por capas de interpretación insuperables y contaminadas” (Gomes da Cunha, 2004, pp. 292-293; traducción mía) atribuidas a los archivos. La reticencia y el escepticismo que sobrevuela las descripciones e interpretaciones derivadas de documentos escritos resulta indisociable entonces de las críticas a la “antropología de escritorio” que marcó a la disciplina en sus inicios, distinta de las formas contemporáneas del hacer en el trabajo de campo y las narrativas etnográficas que ejercitamos. Como apuntan Benzecry et al. (2020), los historiadores son muy conscientes de cómo los archivos a menudo silencian a las poblaciones subalternas.4 Si bien a veces puede darse con un Menocchio, no siempre pueden ensayarse vías y fuentes alternativas (Benzecry et al., 2020, p. 298). Sin embargo, esto que hace al “carácter incompleto” del conocimiento histórico, cabe también al conocimiento etnográfico (Benzecry et al., 2020, p. 298).
En algunas circunstancias, como señala Gomes da Cunha, la presencia del archivo en la práctica etnográfica resulta descartada porque se halla temporalmente alejada de aquello que “los antropólogos de hecho hacen” (2004, p. 293). En parte, esta lectura radica en una suerte de confusión en la atribución de intereses, más que en las divergencias entre la antropología y la historia (Evans-Pritchard, 1962[1990], p. 17). También en la centralidad o el privilegio de otras técnicas de recolección de datos que deriva en que, incluso los documentos encontrados en el campo, resulten tratados de forma diferencial, “como una categoría distinta de aquellos depositados en otros lugares” (Des Chenes, en Gomes da Cunha, 2004; traducción mía). Es mucha la evidencia en este sentido, como también han sido contundentes las respuestas que procuraron “pensar adecuadamente la relación entre entrevista, trabajo de campo y no dejar de incluir en esa reflexión el lugar de las fuentes textuales” (Giumbelli, 2002, p. 102; traducción mía) o trabajar sobre los equilibrios entre “lo escrito y lo hablado”, tras considerar que ello “resulta esencial para el análisis antropológico de sociedades complejas y alfabetizadas” (Archetti, 2003, p. 13). Es sobre los documentos y archivos encontrados en el campo que quiero reflexionar aquí. Se trata entonces de considerar un escenario en el que, para retomar la imagen de Darnton, “bibliotecas” y “selvas” no se encuentran separadas, no responden a “lugares” distintos. Por el contrario, y de un modo mucho más habitual de lo que solemos imaginar, se presentan juntas como parte de un mismo “proceso” (Castillejo Cuéllar, 2016 p. 122,). Sin embargo, para advertir y explorar esta coexistencia se hacen necesarias algunas operaciones etnográficas y de archivo.
Como apuntó de Certeau (1993), aquello que transforma un objeto, un papel, en documento es “el gesto de poner aparte”. Esta acción, encausada por instituciones estatales, fundaciones y personas físicas no responde a un mismo objetivo, tal como evidencia la archivística en su tratamiento, catalogación y acceso (Cofré, 2020). Aun así, pueden compartir una intención nada menor. Fue Lévi-Strauss (1997) quien se encargó de señalarlo al comparar los churinga5 con los documentos que integran los archivos oficiales. Para Lévi-Strauss, “el papel desempeñado por los churinga sería el de compensar el empobrecimiento correlativo de la dimensión diacrónica: son el pasado materialmente presente, y ofrecen el medio de conciliar la individuación empírica y la confusión mítica” (1997, p. 345). Los churinga, “puestos a parte”, resguardados en senderos poco frecuentados, manipulados periódicamente y reverenciados, “ofrecen analogías sorprendentes con los documentos de archivo que hundimos en cofres o confinamos a la guardia secreta de los notarios y que de vez en cuando inspeccionamos con los cuidados debidos a las cosas sagradas para repararlos si es necesario o para confiarlos en legajos más elegantes. Y en tales ocasiones nosotros también recitamos de buen grado los grandes mitos cuyo recuerdo reaviva la contemplación de las páginas desgarradas y amarillentas” (Lévi-Strauss, 1997, pp. 347-348).
Lo relevante aquí de la analogía levistraussiana radica en la importancia de la significación diacrónica para comprender sistemas simbólicos y clasificatorios desplegados en la sincronía (1997, pp. 349-351). También en la definición del archivo como existencia física que habilita la interpretación: en palabras del autor, como “el ser encarnado de lo ‘acontecimentado’” (1997, p. 352). Lejos de verdades o secretos por develar, nos ofrecen “temporalidades múltiples inscriptas en eventos y estructuras sociales transformados en narrativas subsumidas a la cronología de la historia a través de artificios clasificatorios” (Gomes da Cunha, 2004, p. 292; traducción mía) sedimentados en el presente. En esto último, pienso, radica su interés y potencial etnográfico.
Ahora bien. ¿Qué puede esperar una investigación etnográfica de un “archivo nativo”? ¿Cuándo y cómo abordarlos? Con el tiempo aprendí a preguntar por la existencia de estos materiales en el transcurso del trabajo de campo. Lo hice cada vez que las palabras habladas en entrevistas o conversaciones informales remitían a otro momento: cuando escuchaba que tal o cual evento “salió en los diarios” o podía advertir la precisión con que algunos interlocutores buscaban evocar acciones, nombres, fechas, cantidades... En estas situaciones intuía que aquello había sido escrito o fotografiado y revisitado en más de una ocasión. En rigor, no siempre fue necesaria la intuición, a veces las referencias fueron concretas y explícitas: escuché frases -“todavía tengo guardado…”- que no pasé por alto. En cualquier caso, la existencia y el acceso a los documentos y archivos nativos se presentó como parte del trabajo de campo. Aunque nunca fui expresamente en su búsqueda, escuché y di lugar a su presencia para incorporar estos materiales a la construcción y problematización del dato etnográfico.
En la medida de lo posible, consulté y fotografié el contenido de estos archivos en presencia y con la ayuda de sus propietarios; también grabé nuestras conversaciones mientras eso sucedía. Entre todas las operaciones -de archivo y etnográficas- llevadas a cabo en la investigación, ésta fue de las más acertadas. En principio porque podía ser un modo de permitir que sus propietarios decidan sobre los documentos y materiales que deseaban o no compartir conmigo. También porque, al tiempo en que fuimos desplegando el contenido de cajas y bolsas, nuestras conversaciones y emociones al respecto me permitieron aprender qué y cómo preguntar sobre el pasado y el presente. En suma, la lectura colaborativa de los archivos resultó crucial en más de un sentido: implicó complementar las entrevistas con la materialidad del archivo al incluir las diversas formas de escritura e inscripciones que éstos contienen, salvaguardando en lo posible aquello que Derrida define como “el derecho incondicional al secreto” (1997, p. 106).
No me detendré aquí en los usos más evidentes que pueden hacerse de esos archivos en términos de periodización y narración histórica. Quiero señalar en cambio el modo en que el contenido de tales cajas y bolsas -y las conversaciones acerca de ello- me permitió comprender algunas dimensiones e implicancias de las preocupaciones que nos habían llevado a Barrio Operario. Concretamente, el modo en que ayudaron a dar con preguntas e interpretaciones que no podrían haber sido anticipadas o elaboradas, que surgieron del tratamiento de lo escrito y lo conversado.
Los documentos, sabemos, no hablan a nadie por sí mismos: ni a los historiadores en un archivo oficial, ni a los abogados en un proceso judicial. En nuestro caso, interpretarlos en el diálogo con sus propietarios, entender su clasificación, atender al tiempo, modo y lugar en que fueron conservados implicó expandir el campo etnográfico para incorporar la imaginación social de los actores en un juego complejo de temporalidades (Jelin, 2017, p. 260). Éste multiplicó, en términos de Fargue, las relaciones no con la verdad, sino con lo real (1991, p. 28). En suma, creo, como lo hace Gil, que podemos dialogar etnográficamente con los documentos, “encontrar alteridades, posicionamientos discursivos e ideológicos, descubrir voces en apariencia oculta y por supuesto realizar hallazgos empíricos relevantes” (2010, p. 265). A continuación, intentaré dar cuenta de estas cuestiones a partir del archivo de Gabriela.
Gabriela y su archivo
A comienzos de los años setenta, Gabriela vivía en un pequeño pueblo de una provincia del norte argentino, tenía 18 años y quería irse a estudiar psicología a la provincia de Córdoba. Su determinación causó todo un debate familiar: su padre, que en principio se oponía, terminó por aceptar su decisión pero si el lugar de destino era Buenos Aires. Al llegar a la capital nacional consiguió trabajo como secretaria, pero no comenzó sus estudios hasta principios de los años de 1980. Por entonces, su padre ferroviario enfermó, pidió el traslado a Buenos Aires, y ella junto a toda su familia se instalaron en Barrio Operario, en el que residen desde hace casi cuatro décadas. En la segunda parte de la década de 1980 y por intermedio de un familiar, logró ingresar a Ferrocarriles Argentinos, en donde se desempeñó como empleada administrativa en las oficinas centrales hasta el año 1993, cuando logró ser despedida e indemnizada en el marco del proceso privatizador, durante la primera presidencia de Carlos Menem.
En nuestra primera conversación me llamó la atención el modo en que Gabriela entrelazaba sus formas de considerar las experiencias de clase con la vida cotidiana y la historia barrial, al mismo tiempo que lanzaba distintas ideas y propuestas para mejorarlo. Todo ello era acompañado por referencias muy específicas: nombres de programas sociales y de destacados dirigentes y referentes peronistas. Al observarlo, supe que había sido secretaria de la Asociación Vecinal (AV) del barrio desde su creación en 1984 y que guardaba, en sus palabras, “las carpetas con toda la documentación”. Sin saber muy bien a qué se refería, le pregunté si podía tener acceso a ellas.
Es difícil exagerar el hallazgo. Las abultadas carpetas en cuestión que guardaba en un placard de su dormitorio albergan mucho más que el registro del hacer de la AV entre 1984 y 1993. Esto es: el resultado de un censo realizado por las y los vecinos, las actas de las reuniones de la asociación, la correspondencia escrita con distintas dependencias del municipio, Ferrocarriles Argentinos y los formularios correspondientes a la gran cantidad de convocatorias del gobierno de la provincia de Buenos Aires de las que participó la AV. Escribo “mucho más”, porque las carpetas también incluían documentos personales de Gabriela.
Ordenados cronológicamente, los documentos de la AV se “mezclan” con apuntes, impresiones y reflexiones más o menos extensas, escritas por Gabriela a mano alzada o en máquina de escribir, boletos de ómnibus y envoltorios de golosinas registradas bajo una fecha y, en algunos casos, un determinado evento. Las carpetas también albergan lo que llama “recuerditos” (pequeñas notas, manualidades y dibujos infantiles) que le fueron otorgados por distintas familias del barrio como muestra de agradecimiento por sus gestiones. En su conjunto, todo el acervo remite a un ciclo barrial que, explorado en el prisma biográfico, va de la participación vecinal en el auge del fomentismo -a principios de los años ochenta- a una breve militancia en el Partido Justicialista (PJ), a comienzos de los años noventa. Leído en términos de relaciones y construcciones de género el archivo registra, como veremos, un proceso que fue de la transgresión a la tradición: si de joven era, en sus palabras, una “loquita”, a sus casi cuarenta años, se convertiría en “ama de casa”.
Si consideramos los criterios de la achivística, podríamos decir que se trata de un archivo personal y privado que alberga documentos institucionales y públicos sin contradecir su identidad, pues su definición apunta a la pertenencia del total documental y no de cada material en particular (Cofré, 2020). Sin embargo, más allá de su definición técnica, lo que nos interesa aquí es la intersección que permite pensar cómo las marcas del pasado dejan de remitir a actos personales para transformarse en hechos sociales gravitantes (Comaroff, & Comaroff, 1992). Pero no sólo por ello, sino porque nos ofrece también las claves de su sedimentación en el presente. En los próximos acápites me concentraré en algunos ejemplos de esto último.
“Los chalets, la canchita y el fondo”
Que el acceso a la vivienda es una coordenada fundamental para comprender los horizontes y subjetivaciones de la movilidad social, que las autopercepciones de clase son relacionales y que uno de los modos de dar cuenta de ello es establecer “zonas” y distinciones al interior del barrio, resultó una observación que fue haciéndose cada vez más clara con el correr de las entrevistas y de las lecturas (Segura, 2009; Ferraudi Curto, 2006). Vivir sobre tal o cual calle o en determinada “parte” del barrio podía implicar, como nos advertían varios vecinos, un “mundo de diferencia” en cuyos pliegues era necesario indagar, aun cuando no sabíamos muy bien cómo hacerlo. En este punto, el archivo de Gabriela nos brindó valiosas pistas.
La primera de las carpetas que conforma el acervo en cuestión contiene los documentos correspondientes al proceso por el cual la comisión del barrio creada en 1982 -bajo jurisdicción de Ferrocarriles Argentinos- se transformó en AV en 1984. Como señaló González Bombal (1989, p. 248), las asociaciones vecinales habían sido una de las pocas instancias de participación colectiva que no habían sido arrasadas por la dictadura militar. Entre 1981 y 1982, su movilización conocida como “el vecinazo” supuso un quiebre entre el “fomentismo tradicional”, centrado en las reivindicaciones específicamente barriales y un “fomentismo emergente” que expandió su agenda más allá de la obra pública (García Delgado, & Silva, 1989). El paso de “la lógica del petitorio a la movilización” señaló una discontinuidad que colocó la politización de las prácticas asociativas en el terreno de los “nuevos movimientos sociales” (González Bombal, 1989, p. 264) que marcaron los años de la transición democrática.
Si bien “el murmullo suburbano de la política” ganó fuerza y expresión pública en el corredor sur del conurbano bonaerense, siendo el caso del municipio de Lanús el más resonante (González Bombal, 1989, p. 252), el “vecinazo” no pasó tan desapercibido en la zona norte. Al menos no fue así en Barrio Operario. Hasta entonces, y aunque dependía de una empresa estatal, Barrio Operario funcionaba para mi sorpresa como una suerte de barrio privado. Contaba, a modo de ejemplo, con una comisión vecinal y un “intendente” elegido por la empresa entre los vecinos que podían acreditar “condiciones morales y de trabajo que lo habiliten a tal fin” [C1, DAV2].6 Éste, entre otras cuestiones, estaba encargado de la administración de las viviendas, la supervisión de todos los demás inmuebles y espacios públicos ubicados dentro del radio del barrio, debía notificar “cualquier anormalidad en su uso” y brindar asistencia en materia de notificaciones judiciales [C1, DAV2]. Existía también un sistema específico de pago por el usufructo de las viviendas -un conjunto de chalets construidos en tres manzanas durante el primer peronismo- y de los escasos servicios -agua potable y electricidad- provistos por la empresa ferroviaria.
Además de la intensa vida comunitaria expresada en la gran cantidad de actividades y celebraciones destinadas a “lograr una unión fraterno vecinal”, es notable la preocupación y el denodado monitoreo de la intendencia y la comisión en torno a la tenencia/adjudicación de las viviendas o los terrenos: me refiero concretamente al sistema clasificatorio y las técnicas empleadas para su registro. La comisión vecinal llevaba un minucioso conteo anual de los inmuebles y terrenos según tres categorías: “concursó”, “desistió” y “entró clandestinamente, luego se le hizo contrato” [C1, DAV1].
A un año del inicio de la presidencia de Raúl Alfonsín, la creación de la AV que suplantó a la antigua comisión fue el correlato democrático que marcó en Barrio Operario dos procesos simultáneos: el principio del cambio de signo en la administración de la empresa ferroviaria y el desembarco de la Renovación Peronista7 en su propio bastión territorial. Gabriela, que había sido elegida secretaria de la AV -la única mujer de la nómina en un cargo ejecutivo- escribía frecuentemente sobre el “grupete de loquitos lindos” que, integrado por tres referentes del riñón del peronismo renovador sanisidrense, asesoró legalmente a la AV y colaboró con sus múltiples gestiones por casi una década. Como veremos, las relaciones con “el grupete” -y todo aquello que comportaba- es una clave de ingreso a los modos en que explica su experiencia de clase.
Tras su creación, la AV se abocó a trabajar sobre la regularización de la propiedad de las casas y terrenos que, se presumía, serían desafectados de FFAA. Para ello, entre octubre y diciembre de 1984, llevó a cabo un “censo total y participativo” [C1, DAV14]. En seis columnas (apellido y nombre, número de matrícula ferroviaria, puesto, cantidad de integrantes de la familia a cargo, número de casa y firma) el censo registra la información correspondiente a 184 unidades habitacionales [C1, DAV14]. Una primera y rápida lectura de los datos sirvió para redimensionar algunas de las impresiones del barrio que tenía hasta entonces: era abrumadora la cantidad de hombres (171) que figuraban como “cabeza de familia” en relación con las mujeres (13); la cantidad de unidades habitacionales que contaban con 5 o más integrantes no alcanzaba 25% de la muestra censal; las personas que figuraban como “pensionadas/jubiladas” eran pocas (12) y prácticamente no tenían familiares a cargo (3). Aun cuando nuestros interlocutores habían ubicado la existencia de familias habitando en vagones de tren en el momento fundacional del barrio -a fines de los años 1940- el censo registraba que para 1984 vivían en ellos al menos 16 familias. En suma, los datos daban cuenta de un barrio bastante distinto del que había podido imaginar a partir de las entrevistas y, desde ya, de aquel que me encontraba caminando: un barrio en el que actualmente predomina el empleo informal y las familias extensas cuya jefatura es femenina. Dicho de otro modo, dar con este censo fue una advertencia respecto de los riesgos de naturalizar (esto es, deshistorizar) determinados rasgos sociodemográficos que se tornan diacríticos a la hora de describir los barrios populares.
“El censo lo diseñé yo”, decía orgullosa Gabriela mientras repasábamos los 14 folios mecanografiados que informan su resultado. En ese momento trabajaba como secretaria en una empresa de investigación de mercado, lo que le brindó una idea de cómo organizarlo y llevarlo a cabo. Además de estas competencias técnicas y de su independencia económica, explicaba, “tenía tiempo”: no estaba en pareja ni tenía hijos. A sus treinta años todo ello la distinguía de muchas de sus vecinas.
Si bien el objetivo de este censo era contar con “información precisa” ante la posibilidad de volverse propietarios, Gabriela vio en la tarea una intención adicional: “Los censistas han sido los propios habitantes de las tres partes, fíjate que más adelante debe estar escrito eso… los chalets, la canchita y el fondo. Yo siempre propuse el tema de la integración, porque había mucho ‘versus’” (Gabriela, entrevista, 26 de abril de 2021).8 Efectivamente, el cuadro diferencia las “tres partes” mencionadas por Gabriela y permite observar algunas de las dimensiones que caben a la distinción y el “versus” mencionado.9 Por ejemplo, la distribución de cargos y jerarquías de empleo en el Ferrocarril en su correlación con el sexo, la edad10 y lugar de residencia al interior del barrio que, en sus sedimentaciones y actualizaciones, hoy organiza relacionalmente las autopercepciones de clase que escuchamos en las entrevistas. Estaban allí entonces algunas de las claves y categorizaciones del punto de vista nativo sobre su propia interseccionalidad.
Los datos recabados en el censo no sólo constituyen, como suele decirse, “una foto” del barrio tomada por sus propios vecinos y vecinas. La existencia en sí misma de este censo -y sus condiciones de producción- me permitió reparar en algunas cuestiones que había pasado por alto cuando se trata de ponderar el modo en que la “gestión de lo cotidiano” (Jelin, 1993) resulta medular para acceder a las interpretaciones nativas de grandes y poderosas nociones, como lo es la de “ciudadanía”.
En un conocido texto dedicado al desarrollo de una colonia ferroviaria al sur de Calcuta en los años de 1980, Chatterjee se detiene en la organización de sus habitantes para lograr la propiedad del suelo, la construcción de un centro de salud y de una biblioteca. Su éxito, explica el autor, dependió en buena medida de “buscar y obtener reconocimiento como un grupo de población singular, susceptible de convertirse, desde el punto de vista de la gubernamentalidad, en una categoría empírica funcional para definir e implementar políticas públicas” (Chatterjee, 2007, pp. 127-128). En la demanda “innegablemente política” de la tierra, apunta Chatterjee, “no hay espacio para el ejercicio igualitario y uniforme de los derechos derivados de la noción de ciudadanía” (2007, p. 132) marshalliana, aunque no por ello deja de constituir “un ejercicio práctico de democracia” (Chatterjee, 2007, p. 144). En este punto, la democracia entendida como “la política de los gobernados” (Chatterjee, 2007, p. 56) se presenta reñida con los ideales de las “comunidades imaginadas” y el “nacionalismo cívico” desarrollados por Anderson de acuerdo con la oposición entre las “series de adscripción cerradas” (los datos producidos por censos y los sistemas electorales modernos) y las “series de adscripción abiertas” (novelas y periódicos producidos por el capitalismo de imprenta) (Chatterjee, 2007, p. 58). Si para Chatterjee las primeras son “limitadoras y tal vez inherentemente conflictivas”, las segundas son “potencialmente liberadoras” (2007, p. 59).
Lo importante aquí del análisis de Chatterjee es que, leído a contrapelo del censo realizado por las y los vecinos de Barrio Operario, de acuerdo con el privilegio de sus propias categorías y zonificaciones, las “series de adscripción cerradas” no resultan menos “liberadoras” que las “series de adscripción abiertas”. Esto no es un mero “dato del pasado”: el proceso que condujo a este autocensamiento es un aprendizaje sobre las formas de la imaginación política popular que, entre otras cuestiones, orientó la búsqueda activa de nuevos interlocutores en el campo y nuestras preguntas acerca del presente que, sin duda, seguía estructurando. En este punto, su historia, se incorpora como “un argumento sobre el presente” (Holston, 2008, p. 26).
“La Plata, 6-9-1992” - “Consejo de Partido, 4-5-1993”
Dos envoltorios de chocolate irrumpen en el acervo de Gabriela para datar y situar el inicio de una nueva etapa en la intersección de su biografía y de la vida barrial. Aunque la adquisición de los terrenos y las viviendas por parte de los vecinos se concretó recién en enero de 1993 (un mojón en la mayoría de las experiencias de clase escuchadas en las entrevistas), ya antes de la operación inmobiliaria que lleva la firma de Domingo Cavallo [C1, DAV31], por entonces ministro de Economía del país, la AV comenzó a poner en práctica la imaginación de una comunidad capaz de “dar solución a problemas de índole social, salud, vivienda, educación y moral que se presenten en el barrio”, tal como consta en su estatuto del año 1985 [C1, DAV10]. Todo ello era materia de gestión: desde la instalación de un teléfono semipúblico cuya ubicación debían definir de acuerdo con un formulario que establece un trazado impracticable en un barrio que había ganado pasajes y pasillos, hasta la construcción de centros públicos asistenciales de gran envergadura [C1, DAV25]. Todo comprometía el trabajo de la AV y entusiasmaba a Gabriela, quien escribía:
Creemos que hay que empezar por la base y trabajar para que haya un jardín materno-infantil para trabajarlo con las madres, por las adicciones que hay. Empezar desde la base. El viejo lo va a proponer y nos vamos a ir a La Plata para pedir esto. ¡¡¡Dios quiera tengamos suerte y nos vaya bien y hacemos una revolución total!!!!!
[C2, NP3: 21-8-1992.]
Comenzaba para Gabriela una serie de incansables viajes en ómnibus de San Isidro a La Plata para tramitar la participación de la AV en las convocatorias realizadas por el Fondo de Financiamiento de Programas Sociales para el Conurbano Bonaerense. Poco después, se incorporaría al PJ. No parecería haber, como suele decirse, un “salto a la política” o a la militancia partidaria. Más bien, como escribía en una de sus notas, “se encadenó todo, casi sin querer” [C2, NP13: 7-11-1992]. Sus aspiraciones para el barrio y sus diálogos con los referentes del peronismo renovador la llevaron a integrar el Consejo del PJ de su distrito.
Aun cuando varios formaban parte de la elite sanisidrense, Gabriela se identificaba con los integrantes del “grupete” (“tenemos la misma edad”, “somos todos universitarios”), más que con los integrantes de la AV y su presidente, a quien en sus notas llamaba cariñosamente “el viejo”. En este trabajador ferroviario reconocía limitaciones: “el viejo es un jetón”, escribía, “el speech se lo doy yo o J. y él con su discurso va y con su leguaje hace lo que puede” [C2, NP16: 24-11-1992]. Resulta necesario desandar estas referencias que ayudan a interpretar el modo en que Gabriela da cuenta de su autopercepción de clase. En esa tarea, los documentos enlazan sus impresiones y sentires con vínculos políticos y relaciones de poder que gravitan sus argumentaciones. En el último apartado volveré sobre esto para observar el modo en que su escritura sedimenta en su lectura actual de la estructura social.
Las actas de la AV, la cantidad de formularios públicos y la correspondencia sostenida con distintas instancias municipales y provinciales indican la pujanza otorgada a las propuestas que nacían en sus reuniones. Con el correr de los meses, los debates -y con ellos el incremento de la imaginación barrial- derivaron en una presentación sumamente compleja que solicitaba al Estado provincial mucho más que la construcción de una guardería. En cuestión de una semana y media la AV regularizó su inscripción legal, obtuvo los avales y autorizaciones del municipio, los presupuestos que debían adjuntar a la solicitud y la pre-aprobación por parte de la unidad ejecutora del Plan de Justicia Social, dependiente del “Fondo del Conurbano”.
En suma, ese “mundo de papeles” que estábamos repasando registraba el vínculo entre personas, lugares y cosas, entre tiempos, normas y formas de sociabilidad (Hull, 2012, p. 255). Si como podía advertir en el acervo, cuatro días fueron suficientes para gestionar la firma del aval a la solicitud de la AV por parte de Melchor Posse [C2, DAV22], el intendente radical de San Isidro, era porque, como ensayaba Gabriela, “Melchor era médico, le daba mucha bolilla a estas cosas, nos apoyó mucho” [Gabriela, entrevista, 26 de abril de 2021]. Pero también porque, al menos a comienzos de los noventa, los efectos de la restructuración neoliberal no tenían por único efecto el aplanamiento del mundo popular. En este punto, y aquí otro de los aprendizajes, el acervo de Gabriela fue un gran llamado de atención.
Creado con rango ministerial a comienzos de 1992, el “Fondo del Conurbano” partía del “reconocimiento del crecimiento demográfico y de los altos índices de pobreza en la región”, y establecía como objetivo “ayudar a solucionar las necesidades de los sectores de mayor pobreza del conurbano a través del apoyo a sus organizaciones de base, entidades públicas u ONG” [C2, DAV21]. En la carta de presentación del programa firmada por su titular, Julio Carpinetti, la cartera colocaba al Estado en la tarea de “complementar” o “formar parte de una acción integral sobre los distintos problemas que afectan al desarrollo de grupos desfavorecidos”. Entre ellos, enumeraba, “infancia”, “mujer”, “adolescencia”, “tercera edad” y “discapacitados” [C2, DAV21]. Entre las condiciones de aprobación se consideraba que los proyectos presentados “tiendan a lograr soluciones permanentes que favorezcan la autonomía de las organizaciones sociales” y que resulten “impulsados por grupos que tengan la capacidad de autosustentar el servicio” [C2, DAV21].
El tratamiento como “problemas” de lo que habían sido “derechos” conquistados en tiempos de la fundación del barrio (Merenson, & Guizardi, 2021) y el tamaño de la transferencia de las responsabilidades estatales a las organizaciones de base, puede explicarse como parte de las transformaciones que alcanzaron a los sectores populares en el ciclo neoliberal (Merklen, 2005). Sin embargo, como vimos más arriba, la AV guardaba desde mediados de los años 1980 una lectura muy sintónica relativa a su abarcadora misión. Ésta, a comienzos de los noventa, permitía recoger el guante estatal para presentar su solicitud aumentada tal como sigue:
XX, 6 de septiembre de 1992
Señor Administrador
Unidad Ejecutora Programa Justicia Social
doctor Julio Carpinetti
En carácter de miembros de la Asociación Vecinal XX nos dirigimos a usted a los efectos de informarle que […] nuestro barrio se encuentra constituido por un conjunto de viviendas típicas de los barrios de trabajadores y en los alrededores se han radicado muchas familias que viven en viviendas precarias o dentro de los vagones abandonados por el ferrocarril en delicada situación de emergencia social.
Por lo expuesto nuestra realidad nos indica que es imprescindible que nuestro barrio cuente con una guardería materno-infantil y una sala de primeros auxilios para lo cual solicitamos contar con un subsidio otorgado por el Programa de Justicia Social que usted preside y como asimismo gestionar por su intermedio un crédito para la instalación del gas natural en nuestro barrio.
[C2, DAV26. Subrayado en el original.]
Cuando los formularios, presupuestos y avales gestionados por la AV que siguen a esta carta se intersecan con las notas de Gabriela, indican más que el tedio burocrático y un avezado entrenamiento para lidiar con él. Sus notas personales registran “las vaquitas” realizadas entre vecinos para costear el traslado a La Plata, el pedido de “la Olivetti a P” por si había que hacer una carta de último momento y el agotamiento que implicaba acarrear esta máquina de escribir por tantas horas; la tentadora oportunidad para llamar a JC, integrante del “grupete”, y de disfrutar de “un rico chocolate al sol” mientras hacía tiempo para entregar la documentación o asistir a alguna reunión informativa [C2, NP15: 12-11-1992 y C2, NP17: 13-12-1992]. Una idea de comunidad basada en una trama barrial, el amor, el cansancio físico y las recompensas, se anudan en estos viajes con su elaboración política. Tal como señala Cosse (2019), lo político, lo ideológico y lo afectivo se entrelazan decisivamente a la hora de entender ciertos acontecimientos.
Ir al cuarto piso del edificio ubicado en las calles 12 y 53 en el que funcionaba el Programa de Justicia Social no implicaba confrontarse, al menos no exclusivamente, con cuadros estatales descomprometidos o distantes. Por el contrario, era la oportunidad de conversar con “las abogadas”, dos ex militantes de Montoneros de reconocida trayectoria política que hoy confluyen en el Frente de Todos. Más adelante me referiré a una de ellas, lo que me permitirá mencionar otra de las razones por las cuales el trabajo de archivo en el campo resultó, también, parte de una insospechada trama sensible proyectada en el presente. Ésta, entre otras cuestiones, me permitió revisar los modos en que nos vinculamos con los desplazamientos entre extrañamiento y familiarización, constitutivos de la experiencia etnográfica.
Las expectativas transformadoras que Gabriela compartía con “las abogadas” del Programa y con el “grupete de loquitos” que la invitó a sumarse al PJ formaban parte de un mismo horizonte o de una misma imaginación política. En sus palabras escritas y habladas, de un mismo “encadenamiento” que, sin embargo y como veremos, no lo mezclaba todo. Ya integrada al PJ de San Isidro, Gabriela llevaba a las reuniones partidarias la agenda del barrio, mediada en parte por los ejes que organizaban las políticas públicas encausadas por el gobierno bonaerense, aquellas que leía en sus documentos e instructivos y conversaba con las abogadas platenses:
Para hablar en la reunión de mañana: la maternidad adolescente, las adicciones, la falta de futuro de los jóvenes. La pobreza es muy grande y tenemos que hacer algo importante y sin distracciones.
[C2, NP13: 7-11-1992.]
Dos días después, como correlato de su intervención en aquella reunión partidaria, reflexionaba, defendía, fundamentaba:
Decir del plan del Ministerio de provincia por eso que dijo I. No tiene razón. Chocha la gente, si van y compran lo que quieren. Compraron fideos de la marca que querían, el azúcar que querían y lo discutían y lo decidían en el grupo SIEMPRE buscando precios. Nada de cajitas, es el mejor plan que vivencié. Tiene dignidad y gran riqueza.
[C2, NP14: 9-11-1992.]
Algo nostálgica, bastante pudorosa, Gabriela sonreía mientras repasaba sus notas. Se sorprendió cuando le dije que “todo eso” sucedió durante la gobernación de Eduardo Duhalde (1991-1999) y no durante la de Antonio Cafiero (1987-1991), tal como ella recordaba. “Bueno, tengo como amnesia de esa época. Se me mezclaron las fechas, pero fue por ahí” (Gabriela, entrevista, 26 de abril de 2021). De este modo salía algo incómoda del paso que, sólo en parte, derivó en el fin abrupto de su experiencia militante.
“El expediente será archivado” - “Me quedo como ama de casa”
La última comunicación procedente de la ciudad de La Plata que guarda el archivo está fechada el 2 de agosto de 1993 y cierra el registro documental correspondiente a la actividad de la AV. La nota indica la información faltante para dar curso al subsidio solicitado. “Por el tiempo transcurrido”, leo, “se solicita que se ratifique el pedido” o, de lo contrario, “el expediente será archivado” al cabo de treinta días hábiles [C2, DAV32]. En parte, la interrupción de los viajes a La Plata obedeció a las dificultades que encontraba la AV para encausar materialmente la imaginación barrial. Una frase sintetiza los registros que en este punto abundan en sus notas pobladas de “enojos brutales”: “tenemos los principios, pero lo que no tenemos es plata para pagar a un escribano”. Ésta, sin embargo, no fue la única razón.
Faltaban un par de meses para las elecciones legislativas de octubre. Parte del “grupete” que había resistido en el bastión territorial sanisidrense estaba incorporándose al Frente Grande para enfrentar electoralmente al menemismo, JC entre ellos. Sin embargo, Gabriela decidió permanecer en la estructura partidaria: una poderosa elección personal parece haber sido determinante.
En términos generales, el regreso a la vida democrática en 1983 no mejoró la situación para los obreros del riel (Damin, & Aldao, 2015). Las propuestas para morigerar la crisis infraestructural generada por años de desinversión no llegaron a ser consideradas y, al final de aquella década, era clara la recuperación de la senda privatizadora que signó la siguiente. La concesión de los ramales a distintas empresas redundó en que, para 1993, se habían concretado la mayoría de los despidos y retiros voluntarios. Éstos, en el ferrocarril, alcanzaron 76% del total de los casos, mientras que 24% se repartió entre el resto de las empresas estatales comprendidas en el proceso privatizador (Duarte en Pagano, 2017).
Gabriela, que estaba en contra de las privatizaciones y se había adherido a la posición renovadora que llamaba a buscar “nuevas formas sociales de propiedad y de gestión del estado” (Cafiero en Velázquez, 2019), entendió que la batalla estaba perdida. Comenzó entonces a buscar el modo de ingresar entre el personal que podía acogerse al programa de despidos y retiros voluntarios. Próxima a graduarse -“me faltaban dos materias”-, veía en esta opción la posibilidad de contar con un respaldo económico que le permitiría terminar sus demorados estudios e iniciar su carrera profesional. Para ello consideraba fundamental sostener los vínculos sindicales que le proveía el partido y a los que se refería como “contactos”, involucrándose activamente en el proceso electoral que se avecinaba.
Sin embargo, como vimos en el apartado anterior, si llevar la agenda barrial y pública al seno del partido marcaba el pulso de sus intervenciones y debates políticos, recorrer el camino que se presentaba -o esperaba- complementario (del Partido al barrio) no se mostraba tan sencillo. Al menos, en principio, no implicaba acceder a cualquier propuesta, tal como registra su intercambio con E, quien sería electo diputado por la provincia de Buenos Aires en aquellas elecciones y, pocos meses después, se incorporaría al gabinete nacional menemista:
E dijo que tenemos que hacer una actividad de proselitismo y propone una comida [en el barrio]. [Soy] Enemiga de las comidas multitudinarias, no quiero que se regalen cosas, que se regale comida y menos alcohol. Dije que no y [E] se sorprendió. Porque justo yo le dije que no. No les gustó nada lo que hablé. Lo conversé con M, era evidentemente una necesidad de él.
[C3, NP32: 20-9-1993.]
Las cosas no salieron del todo como esperaba. Si bien Gabriela logró ser despedida e indemnizada, su proyecto de movilidad social ascendente se vio atravesado por el empeoramiento de la salud de su hermano, que debió recibir un trasplante de riñón. Gabriela, quien fue su donante, abandonó definitivamente sus estudios y se retiró de la actividad política: “Me quedo como ama de casa hasta que nos ubiquemos”, escribe escuetamente en una de sus últimas notas [C3, NP37: 13-3-1994].
Un hallazgo, un (re)encuentro: de los documentos a los audios de WhatsApp
En abril de 2021, mientras repasaba los documentos que corresponden a la presentación de la AV realizada ante el “Fondo del Conurbano”, reparé con mayor atención en las firmas que acompañan uno de ellos: una nota de autorización para que dos funcionarias del Programa puedan desempeñarse como representantes legales de la AV. Una de ellas, AR, resultó la madre de una querida amiga y colega platense a la que inmediatamente contacté por WhatsApp. Conocía bien la trayectoria política y familiar de AR, y eso resultó clave para comprender el modo en que Gabriela experimentó el “encadenamiento” de las prácticas de Estado de la gestión duhaldista y su debate en el seno del PJ. Pero más allá de eso, sentí mucha ansiedad por contarle a AR que, casi 30 años después y en plena emergencia sanitaria ocasionada por la pandemia -es momento de mencionarlo- el gobierno de la provincia de Buenos Aires había comenzado a levantar un Centro de Salud en “la canchita”, el mismo sitio en el que lo habían imaginado, planificado y redactado la AV, “el grupete” y “las abogadas”. “Qué lindo lo que me contás, se ve que para algo sirvió todo el lío que hicimos”, decía emocionada AR al otro lado de la línea.
A esa primera respuesta siguió una cadena de audios de voces femeninas entrecortadas y de fotos de la construcción del futuro Centro de Salud que, mi amiga y yo, mediamos entre Gabriela, AR y la nieta “del viejo”, hoy referente barrial, estudiante universitaria y heredera del archivo de la AV por voluntad de Gabriela. Por distintas razones, se trató de un momento conmovedor para cada una de nosotras. Pasados los días no podía dejar de pensar en la trama afectiva que el archivo de Gabriela había habilitado y el modo en que, por una vía insospechada, “el campo” se volvía familiar. En este punto, resultó también una invitación a “reflexionar sobre el modo en que conceptualizamos la idea de ‘extrañamiento’, en tanto procedimiento intrínseco al quehacer antropológico y garantía de una ‘buena’ investigación etnográfica” (Fernández Álvarez, & Carenzo, 2012, p. 30).
A modo de conclusión: “media en un barrio popular”
A fines de 2019, cuando preguntamos a Gabriela por su autopercepción de clase, descartó todas las opciones que brindaba nuestro cuestionario para definirse como parte de lo que, decía entre risas, “no existe”: una clase “media en un barrio popular”. Su argumentación partió de la exclusión:
Clase obrera, no. Definitivamente, no… Porque hay formación en mi casa, en cuanto a libros, digo […] No, yo siento que tengo un lugar en el mundo que camino, que no vuelo… Sí, ponele ‘media’ …porque al ser leída y escribida te ubicás.
[Gabriela, entrevista, 10 de octubre de 2019.]
En la definición que nos brindaba no pesaba su condición de empleada pública de bajo rango pronta a jubilarse ni el monto de sus ingresos, tampoco su menguada capacidad de consumo o las dificultades que enfrentaba para terminar de construir su casa. Su elaboración no se veía impulsada por las transformaciones en la infraestructura y la urbanización del barrio en las últimas dos décadas. Más bien, su autopercepción de clase (“media”) situada (“en un barrio popular”) anclaba en la “formación”. Ésta, si bien consideraba las credenciales educativas -“los libros”- que podrían habernos remitido rápidamente a Bourdieu (2002), constituía sólo una arista de una composición bastante más compleja. No puedo aseverarlo, pero creo que no hubiera podido advertir los matices que hacen a su densidad sin haber intentado poner en diálogo sus palabras escritas y habladas.
Otorgarle “mucha importancia a la formación”, es cierto, le permitía distinguirse de las familias que hoy son sujeto de políticas redistributivas y que sitúa “en el fondo” del barrio por el que ya casi no camina y que, entre otras cuestiones, había crecido según Gabriela porque no se trabajó a tiempo “la maternidad adolescente” [Gabriela, entrevista, 10 de octubre de 2019]. En este punto, las notas, manualidades y dibujos infantiles que recibió como muestra de agradecimiento por parte de distintas familias del barrio y llama “recuerditos” materializan la huella de tal distinción de clase: son soportes sensibles que enlazan en el tiempo relaciones sociales, acción política e imaginación barrial.
La “formación”, también la recorta de los trabajadores ferroviarios que habitan mayormente en “los chalets”, cuyos salarios y consumos noqueaban los suyos y, tal como se encargó de mencionar, los míos como investigadora del CONICET. Pero no se agotaba allí: el lugar de la formación en la definición de su autopercepción de clase era producto de las claves de la sedimentación de sucesivos tránsitos y fronteras transgredidas, aquellas que articulan el despliegue de sus recursos y saberes en el marco de la AV y su paso -activo y crítico- por la estructura partidaria que la identificaba, más que con sus vecinos, con cuadros políticos y estatales en una imaginación de doble partida: barrial y política.
Este enlazamiento (que, insisto, pude advertir a partir de la lectura colaborativa de su archivo) resulta fundamental para entender los eventos, interpretaciones y criterios que para Gabriela configuran la autopercepción de clase más allá de sí misma, brindándonos una idea respecto de cómo pensar la estructura social. Tal como se ocupó de señalar e insistir, si queríamos saber de qué clase se sienten los vecinos del barrio: “Debés preguntar las inquietudes de la gente. ¿Qué quieren? ¿Qué desean?” [Gabriela, entrevista, 10-10-2019]. El verbo que guiaba su invitación, claro está, no era “tener” en relación con lo material: no debíamos fijarnos ni en el hecho de ser receptor de transferencias monetarias -“cobrar un plan”-, tampoco en el automóvil de alta gama estacionado en la puerta de la casa de una familia ferroviaria. Para Gabriela, la autopercepción de clase se dirime en lo que se hace con lo que se imagina y anhela. Esto, más allá del éxito, es lo que indica el “lugar del mundo” que cada quien camina.
Regresemos ahora a lo que denominé “archivos nativos”. Podría pensarse que el hallazgo del archivo de Gabriela es excepcional, una suerte de aguja en un pajar. Mi experiencia en el curso de otros trabajos de campo (Merenson, 2021b) indica que esta impresión está más basada en presupuestos que en constataciones empíricas, particularmente cuando se trata de sectores de baja renta que, pese al paso del tiempo, suelen ser abordados como segmentos sociodemográficos ágrafos. Pero, aun así, suponiendo que sea excepcional, sabemos que no hay razones “para evitar lo raro y preferir lo común, porque no se puede calcular el término medio de los significados o reducir los símbolos a su mínimo común denominador” (Darton, 1987[2000]), p. 13). En este punto, los archivos que emergen de la investigación etnográfica no sólo aportan datos para reconstruir el contexto histórico de tal o cual lugar, o la trayectoria vital de una persona en singular. Su valor radica, como espero haber apuntado, en la posibilidad de hacer y densificar el dato etnográfico del que la historia suele desconfiar y, en el mismo movimiento, matizar los archivos como valor único a la hora de construir evidencia. En esta tarea, la intersección que ensayamos nutre y expande nuestras competencias cuando se trata de “estar ahí” y, en consecuencia, lo que pensamos y escribimos a partir de ello.