“Ojos en los ojos para mirar cómo miran”
Baltasar Gracián en El Criticón (1960)
Primeras miradas
Cuando comenzamos a hacer sociología visual no sabíamos que estábamos haciéndola. Esta discusión fue parte del “Laboratorio Imagen y Sociedad”, impulsado por Omar García Ponce de León, en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Allí emprendimos los primeros pasos en el terreno de esta disciplina, entre los años 2015-2017. Omar tenía reflexiones que apuntalaban aspectos de la fotografía como una suerte de performatividad sociológica desde sus tiempos de doctorante en la Universidad de Barcelona (España). Él transmitía sus ideas con mucha energía y pasión en sus seminarios y asignaturas. Para ser sinceros, los autores de este artículo, ambos, éramos bastante simples en nuestra formación visual, éramos fotógrafos y estudiantes de Omar. Inclinados por el documentalismo social, siempre nos preguntábamos cómo todo este conocimiento podía ser parte de un tipo de sociología. Aun así, en medio de un amplio debate sobre la imagen en la contemporaneidad, no seremos los primeros ni los últimos en pensar esta relación entre lo fotográfico y lo sociológico.
El objetivo de este artículo es explicitar el conjunto de procesos intuitivos y las reflexiones epistemológicas que nos permitieron posicionarnos en un debate original para resolver la difícil pregunta: “¿qué es la sociología visual?” La postura que presentamos obtuvo el Rachel Tanur Memorial Prize for Visual Sociology, reconocimiento internacional que otorga el Social Science Research Council (SSRC) de Estados Unidos (Moncrieff, 2022). Para nosotros, el análisis formalista-estético de la imagen visual pasa a un segundo plano y damos mayor énfasis al entramado performativo de una visualidad en un marco teórico-sociológico. Es justo decirlo, el problema que investigamos es la mirada, nuestra mirada. La deconstrucción del “poder de mirar” que el rigor y la disciplina nos dan. Pero sobre todo, la manera en que hemos sido también mirados como investigadores de realidades que, en principio, no nos pertenecen, pero “que vemos” e intentamos comprender, de qué manera “las ven” quienes las producen y las viven. Ello fue expuesto y discutido en la conferencia “¿Cómo se hace sociología visual?”, el 5 de enero de 2021, en el marco del Seminario de Sociología Visual, dirigido por Hugo José Suárez en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
Si bien existe un “vacío” en la constitución epistemológica y la reflexión teórica de la sociología visual dentro de la academia mexicana (reducida al uso de técnicas visuales en muchos protocolos de investigación), podemos rastrear importantes contribuciones más allá de la sociología misma. En ese sentido, Carlos Monsiváis (2013) afirma que la fotografía se vincula con la sociedad mediante la construcción de lo real, enuncia un respeto particular hacia lo representado con gracia y seriedad, de manera análoga a las pinturas del siglo XIX.
John Marz (2009) hace una investigación histórica de la cultura visual y la identidad nacional en México a través de la mirada de sus grandes fotógrafos en el siglo XX. Por su parte, Luis Ramírez Sevilla (2006) hace lo propio al revisar el archivo del fotógrafo local Martiniano Mendoza para reconstruir, en diálogo con la memoria histórica de sus pobladores, los cambios sociales y culturales de un pueblo rural en Michoacán. Como sociólogo con cámara, Hugo José Suárez (2012) es innovador al hacer un registro visual de las diversas manifestaciones religiosas que acontecen en un barrio popular al sur de la Ciudad de México.
Lo que estos autores tienen en común es hacer notable la mirada como un objeto más de la representación de la realidad. En el presente texto consideramos una problematización de la violencia intrínseca a la visión del poder, en tanto que es un proceso ontológico y técnico al mismo tiempo. Retomamos la reflexión de Bourdieu (2007) sobre la entrevista como vínculo social, lo cual puede estudiarse en sí mismo en los marcos de una violencia simbólica y de cómo esto afecta la comprensión que tendríamos del entrevistado. Así, nos preocupa de qué manera la imagen visual (con origen fotográfico o de video), a la vez medio, recurso y “dato”, es una construcción social y también una relación de poder en la producción de conocimiento, para analizar la interacción entre quienes “ven” y quienes son “vistos”. Estos aspectos serán aquí discutidos y posicionados en lo que llamaremos “sociología visual”.
Este artículo ofrece un diálogo entre los referentes de esta disciplina sociológica y lo que nos sugiere nuestra experiencia en este campo. Primeramente, exponemos un trabajo epistemológico para dar centralidad a lo visual, donde el fenómeno social emerge como cuestión “visible” o configurada por una visualidad determinada; seguidamente sugerimos algunos fundamentos metodológicos para entender la performatividad y la materialidad de la experiencia visual como un “dato” sociológico. Epistemología y metodología conforman una práctica de investigación, como ejemplos de sociología visual producida por la cámara de los autores. Se trata de dos narrativas visuales donde utilizamos nuestra documentación y mirada sociológica: 1) las huellas de la reclusión en el ámbito doméstico de mujeres excarceladas, y 2) la escenificación de los jóvenes de los sectores populares más allá de la porno-violencia. De estos trabajos fotográficos se desprenden conclusiones generales y temas pendientes en la nueva agenda de investigación sobre visualidades dentro de las ciencias sociales.
¿Buscando un “hecho-visual”?
La imagen en ciencias sociales ocupa un lugar importante en el debate actual. Sin duda, se ha convertido en un asunto que atraviesa las comunicaciones y relaciones sociales de nuestro tiempo. No es extraño que la discusión académica demuestre su interés en estos cambios societales y se pregunte sobre la manera en que “la visualidad” puede ampliar herramientas metodológicas y recrear epistemologías para desarrollar investigaciones. La dimensión visual impulsa así transformaciones significativas en la sociología contemporánea. Hoy por hoy, se reconoce como una manera legítima de investigar y hacer sociología (Traue, Blanc, & Cambre, 2019). Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, existen algunas reticencias respecto al carácter “científico” (en clave positivista) de esta emergente sociología visual.
Del auge de las tecnologías de información y la comunicación digital por internet, ha resultado la saturación de imágenes en la actualidad. Ha aumentado también el papel de los medios visuales en la comprensión de la sociedad contemporánea. En Reframing Visual Social Science. Towards a More Visual Sociology and Anthropology,Pauwels (2015) propone una ciencia social que reconozca la vasta tradición de los métodos visuales en el quehacer sociológico, adoptando un enfoque colaborativo, creativo y performativo en el análisis de fotografías, videos y otras producciones audiovisuales. La ciencia socio-visual para Pauwels es una perspectiva y herramienta fundamental para analizar las imágenes, tanto producidas por el investigador, como por la elicitación fotográfica en el trabajo de campo, la materialidad de los discursos mediáticos y la digitalización de la vida cotidiana. Todo este nuevo contexto es el escenario visual y digital de las relaciones en la era del internet, lo cual puede entenderse como un problema sociológico en sí mismo (Fussey, & Roth, 2020).
Harper (2012) inscribe a la sociología visual como una subdisciplina de la sociología; es un paradigma que se ocupa de redimensionar diversos fenómenos sociales que la sociología más convencional y textualizada siempre ha buscado comprender. Desde 1981, la International Visual Sociology Association (IVSA) impulsa el análisis social de imágenes sobre objetos de investigación como la desigualdad, la estratificación, la vida cotidiana, minorías, grupos excluidos o delincuencia; problematizando aspectos visuales de categorías e intersecciones como la “raza”, la clase, el género y la nacionalidad, entre otras. Como subdisciplina sociológica coloca su foco de análisis en mundos de vida, entornos sociales, económicos y políticos, patrones de significado cultural y modos característicos de “ver” y representar la visión (Caulfield, 1996). La sociología visual se centra, al menos, en tres lógicas de visibilización de la realidad: el uso creativo de imágenes por parte del investigador para lograr “ver” su problema de investigación; las apreciaciones estéticas de los informantes, ya que responden a “cómo ven” el contexto que habitan; y toda la figuración o imaginación que existe sobre personas, comunidades o identidades “vistas” bajo un paradigma cultural.
Podemos situar el carácter pospositivista de la sociología visual al entender su base epistemológica y de construcción de conocimiento en “lo visible”; problematizando la interrelación sujeto-objeto que es inherente a la visualización social. El mismo “objeto” (o sea, la imagen o “lo visto” por nuestros ojos) puede sugerir distintas interpretaciones y lenguajes subjetivos para dar cuenta de la realidad, tanto de la mirada del investigador como de los sujetos que estudia. La teorización en esta sociología no necesariamente tiene una relación indexical con la “evidencia” capturada por la lente y la mirada. El texto de Leon-Quijano (2021) señala esta relación compleja respecto al objeto de conocimiento que pretende la antropología y sociología visual, al considerar la poiesis (creatividad) de su práctica en investigación y la forma en que las imágenes son concebidas y desplegadas en su trabajo de campo con jugadoras de rugby en la banlieu parisina. Este acercamiento da prioridad a la experiencia visual entre el fotógrafo y los “fotografiados”, con interés en un conocimiento sensorial, participativo, dialógico y colaborativo entre los mismos. Así, la sociología visual no depende de la imagen capturada por la lente de una cámara y de lo que vemos en sí, sino de los efectos performativos de la fotografía y las miradas en el entorno textual que analizamos. En consecuencia, es necesario reconocer “cómo vemos” a través de una foto y cómo ella se inscribe en un texto cultural, para considerar así un vínculo estrecho con la manera en que apreciamos estéticamente y también cómo somos atrapados por la literalidad visual de la vida. Ya en 1931, Walter Benjamin situaba a la fotografía como responsable de una visualización que se construye por medio de un texto, afirmando que:
The camera will become smaller and smaller, more and more prepared to grasp fleeting, secret images whose shock will bring the mechanism of association in the viewer to a complete halt. At this point captions must begin to function, captions which understand the photography which turns all the relations of life into literature. [La cámara se hará cada vez más y más pequeña, cada vez más preparada para captar imágenes fugaces y secretas cuya conmoción hará que el mecanismo de asociación en el espectador se detenga por completo. En este punto deben empezar a funcionar los subtítulos, subtítulos que comprendan la fotografía que convierte todas las relaciones de la vida en literatura.] (Benjamin, 1977 [1931], parr. 47, traducción propia).
La cámara, como objeto y medio que produce un texto “visible”, reconvierte su valor en el momento en que le damos significado literal a lo capturado; las relaciones sociales regresan ante nuestros ojos como una experiencia visual, en el sentido de una representación que se nos impone como mirada (Becker, 2015). La fotografía tiene la capacidad de explicar, ordenar y recrear emociones y realidades, supone una vía de conocimiento donde lo representado es congelado en el tiempo y un motivo de investigación que pierde su voz; una foto retorna como algo autoevidente para la vista, da cuenta de una materialidad visual y una narrativa por momentos indiscutible. En primera instancia, no se duda de lo que se ve. Por eso el conocimiento visual busca ser reflexivo, en la medida que desencializa el texto social de la imagen y depende siempre del intercambio de puntos de vista y experiencias con los sujetos sociales que son fotografiados (De Miguel, & Ponce de León, 1998).
La imagen capturada por una cámara cuenta con el poder de mostrar lo social como una construcción de “lo real”. Todavía Barthes en La chambre claire (1980, p. 183) quedaba atrapado en el realismo de asumir a la fotografía como ça a été (“lo que fue”). De no problematizar eso, la imagen corre el riesgo de ser imaginada como “la verdad”. En todo caso, eso exalta su carácter dialógico, es decir, lo visual crea y recrea al sujeto por medio de un lenguaje social y una performatividad del poder visible ante nuestros ojos. Quizás un buen punto de partida teórico podría situarse en la obra de Gisèle Freund, Photographie et société ( en la versión española, La fotografía como documento social), publicada en 1974 y donde realiza una aproximación al uso de la fotografía como expresión de las relaciones de poder. La premisa de Freund enuncia a la fotografía como no democrática, ni accesible, pues sólo las clases altas poseían el privilegio de la reproducción “visual” de su imagen, decidían cómo verse y cómo ver a los demás. Con esto Freund demuestra la dependencia mutua, entre las expresiones artísticas y la memoria colectiva por medio de la producción de imágenes y diversos géneros como los retratos o la fotografía de prensa, que desde principios del siglo XX han dejado huella en nuestra visión del mundo.
Ciertamente, la imagen visual es un arma de doble filo; por un lado, puede mover masas y por otro, reforzar diferencias y asimetrías de clase. Con el pasar de las décadas, la foto es un medio que se ha democratizado por el abaratamiento de la tecnología y se ha socializado gracias a su circulación en medios de comunicación y en la vida cotidiana. En la actualidad se inserta en un lenguaje más homogéneo socialmente que afecta la manera de aprehender la realidad a través de lo visual y sus efectos performativos. Al hacer un poco de historia, basta con mirar el impacto de la fotografía “El terror de la guerra” de Nick Ut (figura 1), que muestra a una niña corriendo desnuda ante un ataque con napalm en una aldea de Vietnam. A partir de su publicación el 23 de junio de 1972 en la revista estadounidense Life, surgieron movimientos sociales en contra de la guerra y con ello posicionamientos políticos importantes a lo largo y ancho del mundo televisado.
La democratización de la fotografía también alcanzó a la sociología. Entre 1955 y 1960, Pierre Bourdieu problematizaba su mirada por medio de la lente. En el contexto colonial de Argelia analizó fenómenos sociales, como la migración del campo a la ciudad y la violencia en el entorno urbano, publicado en Images d’Algérie (2003). La fotografía desde entonces se convirtió en un medio para entender la mirada del sociólogo. Bourdieu consideraba a la fotografía como una expositora de la realidad social, capaz de fijar los detalles que la mirada sin cámara pasa sin percibir. Sin duda, lo visible “congelado” con intención sociológica nos invita a un examen reflexivo y pormenorizado de la realidad. Bourdieu es uno de los primeros sociólogos en posicionar a la fotografía como un instrumento para recuperar “datos” en la investigación social (Schultheis, Holder, & Wagner, 2009). Por supuesto, las imágenes pueden ser de gran valor científico para la biología, la neurociencia o la geografía; ser el soporte visual de materiales empíricos para entender diversos fenómenos que van más allá del discurso oral o escrito. Por eso la imagen nos abre una caja negra, un tipo de conocimiento que nos permite explorar la mirada y las maneras de ver.
Ya en el siglo XXI, Howard Becker en Telling About Society, libro publicado en 2007 (en la versión española Para hablar de la sociedad, la sociología no basta, 2015), profundiza sobre la variedad de géneros que sirven para dar cuenta de la representación social. En el texto discute cómo las películas, novelas, fotografías y obras de teatro se pueden compaginar y redimensionar para entender lo social, además de tener la misma validez que entrevistas, datos estadísticos y modelos matemáticos. Todos y cada uno por separado son accesos legítimos a la realidad para resolver problemas sociológicos. En esta discusión, la representación de la sociedad también puede relacionarse con “hechos visuales”, en efecto observables y construidos por la mirada de quienes los ven. Esto se enlaza a la vez con las corrientes del nuevo constructivismo en ciencias sociales, lo cual toma sentido en acciones significativas y performativas sobre el mundo sensible y fenomenológico. Dicho esfuerzo en la investigación pasa por aprehender la realidad visible como construcción histórica y cotidiana, individual y colectiva.
Douglas Harper (2012), bajo la influencia de Becker, afirma que por medio de la fotografía el mundo que “se ve” puede ser representado de “otra manera” y por medio de un canal de análisis autónomo. En otras palabras, habla de un mundo visual construido por la sociedad; éste es diferente del simbolizado por medio de las palabras y los números. Como resultado, el hecho-visual conduce a nuevas comprensiones, porque se conecta con realidades “vistas” desde otras formas de imaginación sociológica (recordar la artesanía intelectual de Wright Mills, 1959). Diferentes antropólogos en Beyond Text? (editado por Cox, Irving, & Wright, 2016), sugieren cuán importante es impulsar nuevos tipos de conocimiento que faciliten el entendimiento del mundo no-lingüístico y no-textual. Con esta lectura apostamos por la interdisciplina desde lo visual, además evidenciar el rol de todos los sentidos (oído, vista, olfato, tacto y gusto) en la construcción social de la realidad (Serematakis, 1993).
Partimos de lo visual como aquel hecho social donde conviven cuatro elementos epistemológicos: científico, narrativo, fenomenológico y reflexivo (Harper, 1998). El elemento científico de la sociología visual busca categorizar “datos” del entorno de acuerdo con una teoría social. Lo narrativo es una fuerza inherente en la construcción visual y su presentación comunicativa en la investigación. En lo fenomenológico, las imágenes son depósitos de significado social. El elemento reflexivo permite construir los hallazgos de la investigación desde las visualidades de los sujetos. En este sentido, el “hecho-visual” puede entenderse como la materialidad y la performatividad recreadas por las miradas cruzadas, teniendo en cuenta la realidad social producida por la historia, la práctica y la cultura textual y no-textual de quienes “ven” y quienes son “vistos”. Este hecho es analizable en la sociedad, es asimismo fruto del intercambio social mediante una experiencia visual compartida en tiempo y espacio, que es el resultado del poder, el lenguaje, el conocimiento, las instituciones y la materialidad de las representaciones en la vida cotidiana.
Una sociología política sobre “lo visible”
En Las palabras y las cosas, Foucault (1968, p. 133) habla de “la denominación de lo visible” para caracterizar la aparente simplicidad de la mirada que cataloga y da por evidente el mundo a través del conocimiento y el saber. Esto es lo que funda el vínculo casi inexorable entre la visibilidad y el poder, como un punto de vista que se vuelve general al conjunto de la sociedad, que además sirve de catálogo en sí mismo y es organizador de la expresión sensible en el sentido de la vista. Las características sociales de la mirada, lo observable y lo visual son oportunidades reales que hacen posible reformular la sociología. Pensamos así la realidad social; desde su elemento fundacional en “lo visible” y en relación con lo que se representa visualmente. Cada persona emplea su visión del mundo mediante el ejercicio de la interacción. Esta visión puede ser una imposición “desde afuera”, una clasificación abierta a una lucha o disputa clasificatoria, con modos de ver que pueden ser tanto propios como productos concretos de la subordinación, la alienación y la resistencia.
De esa manera, la sociología visual es una “fuente de sentidos” para repensar lo que se experimenta visualmente; es una herramienta compleja y que puede partir de lo teórico, hasta lo metodológico y viceversa, es acción social que conjuga capacidades intelectuales humanas: habla, mira, escucha, analiza y crítica (Suárez, 2008). Hablar de imágenes visuales nos ha llevado a la reformulación en torno al significado epistemológico de este tipo de sociología. La primera, como una posibilidad que parte de la perspectiva constructivista del “hecho visual” y la segunda, desde un régimen de visualidad que se haya inscrito en la misma mirada del investigador, con la consecuencia inadvertida de reproducir y legitimar jerarquías y desigualdades a través de sus registros y formas de percepción (De Miguel, & G. Ponce de León, 1998). En este punto, Mirzoeff (2011) se preocupa por el “derecho a mirar” y muestra la dificultad inherente de tener un punto de vista propio y autónomo. Para este autor, la visualidad establece un régimen de dominación que se reserva para sí la posibilidad casi exclusiva de ver; asimismo, engloba un conjunto de dispositivos y tecnologías visuales que construyen una percepción, imaginación y sensibilidad, es decir, todo un panorama de lo visible. El régimen de visualidad surge así desde relaciones de poder que marcan las formas de representar la mirada legítima y quienes deben cargar a cuestas el hecho de ser mirados y representados (Tagg, 1993).
De este planteamiento parten muchos de nuestros cuestionamientos: “¿qué mirar?”, “¿quién mira?”, “¿hasta qué punto se tiene “derecho a mirar”?”, “¿por qué las personas tendrían que ser vistas por un ojo sociológico?” (De Miguel, & Ponce de León, 1998). La dirección de las miradas representa en sí misma un régimen de visualidad sobre lo que es posible ver y cómo se construye eso que se observa. Según Bratchford (2014), este régimen reorganiza la distribución existente de lo sensible y lo estético en un tejido social y político. El poder que posee la imagen se engloba en su capacidad para moldear las actitudes y la conciencia sobre temas ausentes del discurso público. De esta forma, el “derecho a mirar” del que nos habla Mirzoeff (2011) es un desafío a la autoridad, es reivindicar lo real en el límite mismo que permite la visualidad. También es la voluntad de “ser visto” de un modo que dé cabida al respeto y la dignidad en la imagen. Mirar realmente es un atrevimiento que consiste en reorganizar la gramática de lo que se está viendo.
Cuando hablamos de contravisualidad nos referimos a la necesidad de aprehender lo visible de la autoridad y apostar por nuevas formas de ver. Es también el derecho a existir, algo vital para los grupos subordinados, en tanto pueden contestar la desigualdad a través de contravisualidades. La sociología visual desempeña aquí su papel político más importante, pues permite sistematizar las diversas formas de ver al mundo y de ser visto que inciden en el espacio social. Silvia Rivera (2015) afirma que el trayecto de ver y mirar, mirar y representar, debe desplazarse por el self (del que mira) en una conciencia sobre la distinción entre mirada focalizada y periférica. Por ende, el proceso de reconocer otras realidades, deviene en “asumir nuestra ignorancia sobre el mundo del ‘otro’ o de la ‘otra’ […] mirarnos en el acto de mirar a otras personas” (Rivera, 2015, p. 296). El derecho a ser visible, repercute de este modo en la mirada que se tiene de sí mismo y en el proceso de constitución de signos, conceptos y categorías propias (Grady, 1996). Un replanteamiento visual del poder en la sociología permitiría salir de muchas visualidades ciegas por el colonialismo, el clasismo, el racismo, el sexismo, entre otras narrativas de des-reconocimiento hacia el Otro.
Romper con esas lógicas de poder que naturalizan y desmovilizan a la otredad como simple depositaria de sentidos visuales, es parte de nuestra apuesta para generar nuevas formas de hacer sociología. Desde el conocimiento que se produce en una mirada crítica ante la visualidad hegemónica, el análisis debe permitir dar cuenta de una experiencia fundada en puntos de vista cruzados, entre el investigador (muchas veces en calidad de fotógrafo) y los sujetos que colaboran en las investigaciones visuales. Estamos de acuerdo con Harper (2012), cuando apunta que el acto de “ver” es un fenómeno epistemológico en sí mismo, puesto que depende de la posición social del sujeto, de las historias personales y la interseccionalidad de las categorías sociales. Así, la sociología visual adquiere profundidad teórica, metodológica y reflexiva en el ejercicio de explicar y comprender “lo visto” y quiénes son “visibles” o invisibilizados, desde una experiencia situada y animada por la crítica social. El compromiso político de esta sociología es adentrarse en la reflexión sobre lo que son los medios visuales hoy en día, una referencia cotidiana, encarnada, personal y social, definida por los criterios estéticos de la vida y la sociedad. Esta sociología es así una invitación a ser conscientes de nuestras relaciones visuales con el mundo. De acuerdo con Ray (2020), estudiar todo esto vale la pena, ya que la imagen visual es un producto transcendental de esos procesos estéticos que nos conforman como personas sociales en la actualidad.
El trabajo de campo (con cámara)
El “ojo” como metáfora de la mirada y la visión, no debe tomarse literalmente. No es sólo un órgano del cuerpo o el campo visor de la cámara (frame), sino la constitución histórica y cultural de una perspectiva o manera de ver. Las categorías de la percepción involucran, de antemano, una posición en el espacio social, son “el punto de vista como una visión tomada desde un punto”, dirían Bourdieu y Wacquant (2005, p. 121, nota 14) en su célebre entrevista. Una socióloga visual cuando busca construir sus datos, integra una experiencia diferente a los procesos técnicos-cualitativos más tradicionales: entrevistas, cuestionarios, observación participante, entre otros. Para ella, una cámara es su instrumento siempre presente para comprender la realidad. El medio visual incide por completo en todo el proceso del trabajo de campo. Para Ortiz (2017), la materialidad de la cámara implica una herramienta de trabajo y forma parte de la interacción con los “informantes visuales”.
Esto supone una capacidad de vincularse socialmente en el terreno y recurrir a la cámara como herramienta con enormes posibilidades. En el seno de la sociología visual, ello implica tomar en consideración el cambio tecnológico en dispositivos para registrar lo visual. Ameigeiras (2019) señala este contexto de renovación constante en la historia de la fotografía y cómo se ha ido elaborando un discurso propio en ciencias sociales donde se contemplan esas trasformaciones tecnológicas. En un nivel técnico, lo visual hace evidente un modo de entender el mundo (a través de cámaras) que desafía el carácter escrito de la investigación cualitativa más tradicional. El precursor John Collier Jr. (2003 [1975]) afirmaba que para captar con detalle un entorno, no sólo basta la observación directa: “es importante reconocer la oportunidad de investigación ofrecida por la cámara. El registro nos ha permitido considerar, a menudo por primera vez, materiales complejos o demasiado desconcertantes para que la mente-ojo humano las abarque” (p. 235). Es por ello que en Images d’Algérie, Bourdieu (2003) entendía la fotografía como forma de “intensificar la mirada”.
Asimismo, podemos tener mirada “próxima” (emic) o “lejana” (etic) como sugiere Geertz (1983). El reto es conectar ambas maneras mediante la elaboración de puentes de interpretación, a partir de las sensibilidades del observador y también del observado (estos roles son intercambiables y yuxtapuestos). Los materiales empíricos resultantes, pueden comprenderse por medio de un pragmatismo técnico. Esto es defendido por Lamont y Swidler (2014) como la capacidad de entender limitaciones y ventajas de una técnica para recuperar información en las ciencias sociales. Se trata pues de un proceso reflexivo que nos invita a considerar cuál es la utilidad de introducir una metodología visual en un problema de investigación, cómo se concibe su nivel analítico particular con respecto a otros métodos cualitativos y diferentes esquemas de observación. En otras palabras, las técnicas visuales pueden y deberían triangularse con otras técnicas en el diseño metodológico, funcionan de la mano con la entrevista y la observación participante. Por ejemplo, la fotografía y el video son una de las vías de acercamiento a un fenómeno estudiado y problematizado teóricamente, lo cual no puede ser desentendido por un medio escrito de comunicación.
De allí que lo textual y lo visual son modos o canales de interpretación que funcionan al mismo tiempo para complementar, complejizar y nutrir la narrativa sociológica. Palabras y fotografías se co-constituyen como formas de contextualización, representación y análisis. Harper (2012) afirma que la imagen sólo puede alcanzar sentido sociológico dentro de un “texto-visual”, donde se expliciten los procesos de producción visual de la información y las relaciones de poder que sostienen las miradas investigadoras y la intervención de las cámaras utilizadas. Por mencionar un ejemplo muy conocido, en Bali, los antropólogos Bateson y Mead (1942), fueron precursores de un método multimodal que combinaba la entrevista y la fotografía para dimensionar la realidad cultural. La información visual les permitía dilucidar aspectos que no podrían expresarse con palabras y narraciones, a saber: los utensilios, el lenguaje corporal, la relación madre-hijo, momentos de trance y ritos de paso. Este trabajo visual es una etnografía basada en fotos con lentes en 50mm y 200mm y fueron realizadas con una Leica formato 35mm. De esta forma, podemos reflexionar sobre la proximidad y la lejanía de esos investigadores respecto a sus motivos fotográficos.
La fotografía es “otro medio” para la construcción etnográfica. Podemos destacar trabajos visuales conocidos con esta prioridad; como el documentalismo con ojo sociológico que hace Bourdieu (2003) sobre los cambios socioculturales de una Argelia poscolonial abriéndose al capitalismo; como la investigación a dos manos entre antropólogo y fotógrafo de Bourgois y Schonberg (2009), sobre los homeless y la realidad de la drogadicción en Estados Unidos; como el apartado fotográfico de Biehl (2005) sobre zonas de abandono de los enfermos y los excluidos en las periferias urbanas de Brasil; como la reflexión visual de Suárez (2012) sobre las creencias e identidades religiosas en una colonia popular en México. El acto fotográfico en estos estudios funciona como una forma de intensificar la mirada etnográfica y para describir escenarios sociales. En la construcción metodológica de dichas miradas, el investigador puede fungir como buscador (utiliza imágenes o multimedia producidas por terceros); como generador (incita respuestas con imágenes o utiliza técnicas visuales como photovoice, foto-elicitación, video-elicitación); o como productor (fotógrafo, videógrafo o cineasta que produce imágenes o multimedia).
La documentación visual del trabajo de campo debe entenderse como circunstancia central, no algo accesorio o anexo, tal como muchas veces se ha estipulado la fotografía en la investigación cualitativa. La “etnografía con cámara” o fotoetnografía como la llama el brasilero Luiz Achutti (2004) es justamente una oportunidad para reflexionar sobre el involucramiento del fotógrafo/etnógrafo con las personas que participan en la investigación, resaltando la capacidad de la fotografía para generar lenguajes dialógicos y un esquema de visualizaciones que se mantiene en el terreno. En este caso, lo visual como construcción etnográfica puede concernir a la situación fotográfica de las tomas realizadas; en los frames (encuadres) de las fotografías se puede visualizar el escenario social y la performance de los participantes fotografiados (role playing) en la investigación (Margolis, & Pauwels, 2011).
De la misma manera en que las circunstancias sociales no pueden ser planificadas y reproducibles, los registros fotográficos no son anticipables por completo. Esto demuestra el valor propio que tiene la documentación visual del trabajo de campo, pues se trata de un ejercicio que responde sobre el qué, dónde y cuándo en relación con preguntas de investigación. Para sistematizar, se suelen utilizar una detallada nota técnica sobre las tomas realizadas en función de su interpretación sociológica a posteriori (Suchar, 1997). Por otro lado, puede resaltar el papel de las cámaras utilizadas, sobre su tamaño e identificación en el trabajo de terreno. La reactividad de los informantes a estas tecnologías puede explorarse en su carácter metodológico, planteando así improntas analíticas entre las situaciones naturales o cotidianas con menor intervención y los momentos provocados intencionalmente o detectables por los sujetos sociales (Harper, 2002). El manejo de estas reacciones implica evitar pensar la foto como asunto terminado (o cerrado al tiempo de capturar digitalmente la imagen), sino como un archivo o respaldo abierto a la interpretación y contestación de los sujetos fotografiados.
Con las innovaciones tecnológicas de la actualidad, los aparatos fotográficos son cada vez más pequeños y sofisticados, incluso se podría realizar investigación visual empleando sólo el teléfono inteligente. En el nuevo contexto digital, poco a poco se abandona la idea de utilizar equipos aparatosos, incluso el investigador puede fotografiar, compartir y crear respaldos de imágenes en su propio teléfono. Esto abre la discusión sobre la reactividad de los sujetos ya habituados al mundo digital contemporáneo. Por ejemplo, la digitalización permite mostrar en vivo las imágenes a las entrevistadas. Dicho aspecto puede desarrollarse técnicamente como una suerte de foto-elicitación centrada en rescatar opiniones y puntos de vista de la informante de cara a lo visual-digital; ello involucra nuevas dinámicas de conversación o entrevista. Otra técnica que no podría desdeñarse es la fotografía participativa, que permite una aproximación a las experiencias subjetivas con la mínima imposición del investigador (Margolis, & Pauwels, 2011). Con todas estas facilidades y a partir del avance tecnológico del siglo XXI, es posible abaratar muchos costos económicos de una investigación visual. En nuestro trabajo de campo en la periferia oriente de la Ciudad de México (Moncrieff, 2021a), los materiales visuales fueron realizados por los jóvenes con sus teléfonos inteligentes y recibimos comentarios en vivo utilizando la pantalla de nuestra cámara digital; esto involucra recrear nuevos puntos de vista merced a la mediación de redes virtuales y plataformas digitales o por medio de la mensajería electrónica cada vez más común en nuestras vidas.
La digitalización es, sobre todo, la oportunidad para construir metodologías visuales innovadoras, incluso para reconstruir el concepto de rapport en el terreno de la etnografía. Asimismo, posibilita nuevas discusiones en materia de privacidad y ética sobre la interacción digital. Se trata de reconsiderar la política que hay detrás de muchos discursos contravisuales en la era de la “posfotografía”, un tiempo contemporáneo donde se desvanece el papel del fotógrafo como ojo exterior a las subjetividades (Fontcuberta, 2010). No en vano, ahora cada quien puede diseñarse su propia imagen a través de selfies y difundirla en las redes sociales del internet. Por ello, nuestro papel tradicional como fotógrafos fue muy cuestionado por los jóvenes de la periferia (Moncrieff, 2021b), esto no pasaba cuando se les sugería otras maneras de acercamiento digital y reconocimiento visual.
Narrativa fotográfica I. Huellas de la reclusión
Por Lucía Espinoza Nieto
Es posible apreciar los costos de la reclusión en aspectos físicos, sociales, económicos, emocionales e identitarios, algunos más visibles que otros, como el deterioro en la salud, el envejecimiento prematuro, la precariedad económica y laboral. Todo esto es “visible” en las mujeres que conocí al salir ellas de una condición de encarcelamiento. La pérdida de la familia, el trabajo, el hogar y las relaciones sociales son una constante. El encarcelamiento genera cambios radicales tanto en la vida pública como en el ámbito más personal. Para las mujeres, regresar a la misma sociedad que las criminalizó por ser pobres, indígenas o con escasa instrucción académica, es un proceso que impacta de forma generalizada su vida social. La ausencia de un lugar donde habitar a la salida de prisión, es un problema común entre las excarceladas, así el ámbito doméstico adquiere un valor vital para las mujeres al regresar de la prisión. Coadyuva a la recomposición de un lugar íntimo, en principio, negado para las personas que habitan en reclusión.
Mi investigación Huellas de la reclusión, identidad y vida cotidiana de mujeres ex-reclusas (Espinoza, 2014) es resultado de un análisis sobre el impacto del encarcelamiento en la identidad visual de cuatro mujeres que estuvieron privadas de libertad en el Centro Femenil de Reinserción Social Atlacholoaya en el estado de Morelos. El objetivo principal fue entender cómo la reclusión penal, modifica la subjetividad femenina por medio de la interacción con el espacio doméstico. Para esto recurrí a la imagen fotográfica como traductora de elementos materiales y simbólicos que las mujeres reconstruyen en libertad. Cada imagen fue capturada con la guía de las informantes, con el fin de respetar lo que ellas querían representar en la fotografía. Así se formó una serie de elementos visuales que contribuyen a entender un nuevo espacio vital, un espacio que dejaba atrás el cautiverio; se construía a través de experiencias de vida, antes, en el presente y con expectativas futuras.
Goffman (2001) propone el concepto de institución total, para los espacios de la vida moderna encargados de resguardar el orden y el control bajo la lógica de aislamiento de las personas que representan un peligro para la sociedad. La cárcel es un tipo de institución que emplea procesos que violentan al “yo”, porque despoja a las mujeres de sus roles sociales, sus pertenencias, su identificación personal y su intimidad: “se viola, en primer término, la intimidad que guarda sobre sí mism[a]” (Goffman, 2001, p. 35). En este sentido, la imagen visual de las mujeres excarceladas contribuyó a entender el proceso visual y empírico de reapropiación del espacio, los objetos, las pertenencias y los significados, el nuevo espacio vital.
El dormitorio personal, como aquel espacio recuperado, tiene como significado la recomposición de la vida íntima, es donde las mujeres se permiten el goce del cuerpo en soledad. A propósito, Marcela Lagarde (2015, párr. 5) propone que “La soledad puede definirse como el tiempo, el espacio, el estado donde no hay otros que actúan como intermediarios con nosotras mismas. La soledad es un espacio necesario para ejercer los derechos autónomos”. Esta soledad física que se configura en los espacios íntimos de las recámaras, lugares de autorregulación, donde se gesta para las mujeres excarceladas la autonomía del cuerpo y su poder de decisión sobre el uso del tiempo y el espacio físico. Visualmente, esto es la reconstrucción de la libertad negada por la prisión. En las imágenes de las recámaras los símbolos ayudan a entender esa autonomía (figura 2), sobre todo, por medio de la coloración visible en los espacios: azul rey, anaranjado, amarillo limón. Es evidente que pintan sus recámaras con colores contrarios a los que se usan en la prisión: beige, azul marino, amarillo, blanco y negro. Los objetos que se encuentran en las habitaciones me hacían comprender que los espacios de las mujeres, se convierten en recursos de resguardo de la vida íntima y albergan elementos negados en la prisión: perfumes, espejos, ropa de colores, gorras, camas, fotografías familiares, televisión, bocinas para escuchar música, computadora y aparatos para hacer ejercicio. Éstos son sus bienes materiales más preciados, que contribuyen a redefinir su identidad y ayudan a recuperar su autonomía una vez libres. Al estar “afuera” pueden reconstruirse y reencontrarse haciendo esas reconversiones estéticas en su territorio más personal.
Así, en esta investigación, la fotografía propone nuevas formas de acercamiento al fenómeno de estudio. Pone en el centro la categoría de resignificación como un elemento clave para entender las imágenes a la luz de las mujeres excarceladas. Es decir, consigo redefinir mi visualidad, ya que muchas veces me había visto seducida por el sensacionalismo de la imagen, al reproducir mi visión privilegiada e inferiorizar experiencias sociales que son más importantes para ellas. Esto invita a cuestionar las técnicas unilaterales del documentalismo para captar una “buena imagen” y generar un diálogo visual intersubjetivo con las fotografías que surgen. Sólo así se desestructura la representación abyecta de la “otredad encarcelada” y se ve más allá de las visualidades de los aparatos de justicia penal, aquellas que sólo replican y van remarcando la criminalización sistemática en una sociedad que amerita movimientos de justicia social desde el feminismo y la reconstrucción digna de la imagen femenina.
Narrativa fotográfica II. Más allá de la porno-violencia
Por Henry Moncrieff Zabaleta
De los jóvenes “pobres” se han hecho interminables narrativas bastante prejuiciosas como también arbitrarias, las cuales justifican jerarquías clasistas y racistas en México, en el marco de categorías que los visibilizan y buscan encapsularlos como demonios en la sociedad. Las clases acomodadas se interrogan o más bien sospechan desde la ignorancia: “¿de qué viven?, ¿de dónde sacan su dinero?, ¿trabajan o estudian?, ¿qué comen, beben o consumen?, ¿usan drogas?, ¿con quién se relacionan?” En una pregunta: ¿cómo se ven? Dicho régimen visual repercute en imaginarios que adquieren carácter de verdad. En ellos se trasluce todo un discurso de humillación social alimentado por varias imágenes, videos, memes y fotos que funcionan como “evidencias” de las divisiones urbanas y fronteras morales en la ciudad. Los jóvenes que provienen de las periferias urbanas, en esencia, están “bajo sospecha”. Cuando se reafirman los prejuicios que hay de ellos en imágenes hegemónicas, sin duda se convierten en objetos del escarnio público más cruel. El discurso visual opera de una manera muy simple y reduccionista, esencializando las diferencias (mas no las desigualdades) que las clases acomodadas quieren ver. Así, los jóvenes precarizados deben soportar ser “visibles” como personajes despreciables y abyectos en la ciudad. Esta visualización los fetichiza y les hace cobrar vida en el rol de los “vagos, drogadictos, vulgares, groseros, promiscuos, criminales, chakas o reguetoneros”. Estos estigmas circulan en las narrativas públicas y se instalan en el sentido común, conforman la deslegitimación de la juventud en los barrios populares y la configuración social de una otredad temida y expelida en la sociedad mexicana.
En la ciudad de Cuernavaca, en Morelos, entre los años 2015 y 2016, conviví con varios jóvenes precarizados en una colonia popular, exploraba sus vínculos concretos con la delincuencia y la violencia urbana en el marco de una investigación etnográfica sobre masculinidades (Moncrieff, & Ponce de León, 2018). Esto me dejó presenciar reclamos e incomodidades respecto a la manera en que “son vistos”. Justo en sus vidas, cuerpos y lugares se materializan imágenes que resultan de una criminalización infundada por los medios de comunicación y que se asienta en el trazo virtual de las redes sociales en internet (Bayón, & Moncrieff, 2022). En un grupo de discusión con jóvenes en conflicto con la ley en 2020, también en la ciudad de Cuernavaca, me relataron que la violencia es sólo una expresión entre otras de sus identidades (y tampoco es la más importante). Por otro lado, dentro del discurso visual que “todos quieren ver”, la violencia puede ser exhibida e incorporada así como máscara de masculinidad. Un buen ejemplo es cuando colocábamos frente a estos jóvenes criminalizados una cámara y esto daba pie a una performatividad sobre la violencia que esperábamos ver en ellos (Moncrieff, & Ponce de León, 2018).
El delito y la violencia no los define por completo como varones. Los jóvenes me hicieron notar cómo la definición de sí mismos ha sido opacada por una visualidad hegemónica. Con este reclamo público en mente, decidieron escoger algunas fotografías de mi trabajo documental en el mencionado grupo de discusión (figura 3), las cuales consideraron que sustentan ciertos elementos de una imagen masculina digna sobre ellos mismos. Esta contravisualidad puede observarse en la manera que enfrentan la precariedad haciendo malabares, cómo tejen una hermandad con el uso de estupefacientes (inhalan diluyentes), y que se tatúan el nombre de su amor en el corazón o simplemente, como cualquier persona, pueden pasar la tarde en compañía de sus mascotas. Por supuesto, los jóvenes que han sido criminalizados en este barrio tienen una identidad que sobrepasa lo que queremos ver. Son personas que buscan, desesperadamente, otros medios para mirarse a sí mismos fuera de los circuitos hegemónicos de visualización que dañan su imagen.
En esta investigación se aprecia cómo la sociología visual funciona como un dispositivo analítico que gira en torno a narrativas e imágenes oriundas de fotografías, tanto en su producción como en su circulación en diferentes plataformas o medios de información. En el caso de los jóvenes precarizados que entrevisté, buscaba como investigador resignificar su visibilidad criminalizada en muchas narrativas públicas. Las fotografías presentadas aquí tienen por objeto desmontar la pornografía de la violencia (Bourgois, 2005) que alimenta los imaginarios humillantes que podemos tener sobre sus estilos de vida y maneras de ser. Desde mi condición de fotógrafo, puedo decir que el documentalismo puede entenderse también como una reflexividad sociológica en potencia, un lugar visual para desclasificar las categorías que circulan en medios de comunicación, instituciones y trabajos académicos que agudizan la revictimización y otras percepciones degradadas de los jóvenes de los sectores populares.
¿Para qué sirve la sociología visual? A modo de conclusión
Las fotografías que hemos presentado nos invitan a romper con la imagen fotográfica utilizada exclusivamente para documentar (la del fotógrafo con intención política o moral) o para reportar (la del fotoperiodista con agenda editorial). La sociología tiene la potencialidad de entender el “hecho-visual” de forma rigurosa y sistemática, construyendo una mirada que reposa en la teoría social y cultural. Diversos estudios desde la sociología nos han demostrado el uso, la importancia y el sentido de lo visible. Siguiendo a Suárez (2012), la imagen visual es fundamental porque representa un soporte sociológico, un medio de investigación y una “fuente de sentidos” en sí misma (p. 2). Por ejemplo, en un estudio sobre desigualdad, la investigación visual podría replantear las brechas sociales que tenemos instaladas en los ojos, considerando lo que se hace visible y lo que se decide invisibilizar ¿Cómo son estéticamente los espacios, lugares y escenarios donde es palpable la desigualdad? ¿De qué manera son vistas las personas por medio de la desigualdad? ¿De qué modos se construye visualmente nuestra imagen de “los ricos” y “los pobres”? Éstas podrían ser preguntas legítimas de una investigación visual que busque nuevos sentidos para la sociología, en la medida que se vayan recreando formas de contextualización e interpretación multisensorial más allá de lo textual.
En esta sociedad hiper-visual, donde muchos discursos se digitalizan y pasan a través de imágenes condensadas y sintéticas (buen ejemplo, los memes), se vuelven un cultura pública; la sociología puede dar cuenta de cómo “lo visual” es un asunto performativo y político de las identidades, contextos y prácticas sociales en términos de comunicación y relación estética. Puede indicarse además que la esfera visual y los cambios tecnológicos que la comprenden, hacen que el centro del escenario deje de ser una “fotografía sociológica” o producida por el investigador, sino que los sujetos se preocupan por mirar(se) a sí mismos con dispositivos móviles y adentrarse en una economía visual donde se producen, modifican y circulan imágenes (como redes y plataformas digitales en internet).
Asimismo, el objeto relacional de esta disciplina se halla transitando de la sociología a través hacía una con las imágenes, así lo han referido Zuev y Bratchford (2021) con su idea original de “imagen relacional” para describir los procesos que hacen visible algo en la sociedad y los problemas de visualidad inherentes a ello. ¿Pero entonces habría una visualidad particular en el sociólogo? Es aquella que parte de la reflexión sobre las construcciones sociales, políticas y estéticas de quienes son mirados dentro de sus teorías y conceptos o fotografiados con un ojo sociológico. Pensar la sociología de ese modo, responde a la existencia de injusticias en la visualización sobre ciertos grupos y comunidades que son marginados, excluidos y estigmatizados. Esto debería ser enmarcado en el problema del reconocimiento y el respeto social a través de la imagen, lo cual, según Lamont (2018), es la vía que nos abre paso a diferentes estrategias de des-estigmatización y reducción de las brechas simbólicas, morales y estéticas que nos impone la desigualdad.
Hemos visto que este trabajo sociológico es un medio para cuestionar los soportes del régimen de visualidad que se manifiestan hasta el interior de los grupos sociales. Conforme al historiador de arte mexicano Joaquín Barriendos (2011), la existencia de este régimen es producto de una colonialidad y un racismo visual con el que se mira uno mismo y al Otro. Esta crítica no es precisamente algo de la actualidad, más aún si se considera el legado de Felipe Guamán Poma de Ayala (1534-1615) que en el tiempo colonial utiliza las imágenes para explicar y dimensionar la visión indígena frente a la dominación del “Viejo Mundo” y el importante papel que tuvo la fotografía moderna de Martin Chambi (1891-1973) en la construcción de la identidad visual peruana. Este tipo de miradas más allá de lo colonial, hacen notar cómo ciertos agentes han establecido y se han reservado históricamente el “derecho a mirar”, quienes definen quiénes serán mirados y las maneras de dirigir la mirada hacia un punto común de interés político.
Asimismo, la fuerza representativa de las imágenes en la actualidad pasa por las redes sociales del internet, pues son capaces de reformular las relaciones sociales, generar colectividad e identidades a partir de su uso corriente y político. Las imágenes visuales en este entorno digital son una experiencia que va sumando datos a la realidad social, articulan ideas, acciones y emociones; lo cual no debe pasar desapercibido para la investigación sociológica-visual (Zuev, & Bratchford, 2021). Las visualidades también han sido objeto de análisis del Big Data y el análisis de contenido; según Adami y Jewit (2016) esas investigaciones han sido imprescindibles para detectar patrones y tendencias en “maneras de ver”. Estos hallazgos aumentan nuestra comprensión sobre el mundo virtual que invade nuestra vida cotidiana.
Después del tiempo pandémico este esquema de visualización se ha agudizado aún más, pues ha conducido a un escenario que nos ha obligado a vivir detrás de un computador o un teléfono móvil, trabajar desde casa, vivir la escuela en línea y buscar reconocimiento en plataformas digitales de comunicación. Se siguen erigiendo más brechas ante el hecho de ser visible o no serlo, entre quienes han encontrado pertenencia en la vida digital y aquellos que han sido relegados a una “vida real” de trabajos precarizados que ameritan la presencialidad. Ésta es la nueva realidad que nos dejó Covid-19 y a la que poco a poco nos hemos ido acostumbrando a vivir con tanta naturalidad.
Con todo, la visualidad contemporánea imprime su singularidad en las interacciones cotidianas, sin duda se ha convertido en el medio fundamental por el cual seguimos en contacto personal y hacemos transacciones sociales. Nos situamos en este mundo digitalizado a partir de las imágenes que compartimos en las redes sociales, sabemos de la vida de otras personas por ello, compramos y vendemos por internet, acudimos a consulta médica a través de una pantalla. Cada relato virtual está cargado de esas visualidades que recreamos todos los días; esto nos obliga a seguir repensando la sociología que necesita esta época marcada por la cultura visual. Es una revolución que exige nuevos compromisos para el entendimiento del mundo. En suma, la sociología visual además de incomodar las visualidades establecidas y hegemónicas, ayuda a romper con la idea de lo invisible y lo que pasa desapercibido en una sociedad cada vez más sensible a lo visual.