En 1823, las diputaciones provinciales se convirtieron en los “supremos gobiernos” de sus respectivas jurisdicciones.1 Fueron estas instituciones las que definieron en grado significativo la estructura de gobierno de las provincias mexicanas y en casos significativos determinaron los principales atributos político administrativos de los estados durante la primera república federal mexicana. Pero para alcanzar esta preeminencia las diputaciones o juntas provinciales, como también se les denominaba, tuvieron que afrontar obstáculos de muy diversa índole. En este artículo, en el que analizo el desempeño de las diputaciones de San Luis Potosí, Nueva España y Nueva Galicia, sostengo que la principal traba que enfrentaron estas juntas a fin de ser consideradas la “máxima autoridad de la provincia” fue la oposición de dos antiguas instituciones novohispanas que les disputaron esa preeminencia política: por un lado, los ayuntamientos de las capitales de San Luis Potosí, Puebla, México y Guadalajara, y por el otro, la Audiencia de la Nueva Galicia.
Hay que tener presente que en la Constitución de 1812 y en sus leyes y reglamentos se otorgaban amplias facultades administrativas a las diputaciones o juntas provinciales. Sus integrantes, diputados o vocales, colaboraban en el gobierno político de las jurisdicciones provinciales junto con el jefe político. Estaban bajo su responsabilidad, según se establecía en el artículo 335 de la carta gaditana, “velar sobre la buena inversión de los fondos públicos de los pueblos”, “cuidar de que se establezcan ayuntamientos donde corresponda”, “dar parte al Gobierno de los abusos que noten en la administración de las rentas públicas”, “promover la educación de la juventud”, “formar el censo y la estadística de las provincias” y “dar parte a las Cortes de las infracciones de la Constitución”. Con estas nuevas instituciones gaditanas, los diputados de las Cortes extraordinarias (1810-1812) pretendían erigir una nueva jerarquía territorial provincial: los ayuntamientos eran la base del sistema administrativo y sus autoridades superiores eran, en este orden, el jefe político y las diputaciones.2 En este sentido, los consejos municipales constitucionales, como lo serían los de las capitales, deberían estar subordinados al jefe político, y en algunas materias, como la definición y gestión de las finanzas municipales, directamente a los diputados provinciales.
Entre 1820 y 1822, los munícipes de las capitales de San Luis Potosí, Puebla y México3 se opusieron a dejar de ser los principales “voceros de sus provincias”, las más prominentes instituciones representativas y de gobierno a nivel local, como había sucedido desde 1808. En efecto, a partir de la invasión francesa a la península española y de la vacancia regia, los regidores y síndicos de esas capitales novohispanas se convirtieron en actores políticos de suma importancia en la administración y gobierno de “sus” provincias. Como voceros de los intereses de “todos los pueblos de la provincia”, los integrantes de los cabildos capitales se encargaron de elaborar las instrucciones de los diputados a la Junta Central y a las Cortes extraordinarias y a las ordinarias. Durante la guerra civil de 1810-1821, colaboraron en la organización de fuerzas militares contra los insurgentes y participaron en las juntas provinciales de Real Hacienda dedicadas a repartir y cobrar impuestos. También fueron instituciones muy importantes en los procesos electorales para elegir a síndicos, regidores, diputados provinciales y diputados a Cortes extraordinarias y ordinarias, entre 1810 y 1814.
Por su parte, los oidores de la Real Audiencia de la Nueva Galicia también se resistieron a ser desplazados como una de las principales instancias de gobierno de la provincia de Guadalajara. En este caso, los actores en pugna fueron los oidores, por un lado, y por el otro, los vocales provinciales de Nueva Galicia y los munícipes de Guadalajara. La legislación gaditana también vino a reducir el ámbito de acción de las audiencias americanas.4 Como es bien sabido, en el Antiguo Régimen no estaban separadas funcional y formalmente las atribuciones de impartición de justicia de las acciones de gobierno, sino que los oidores tenían la obligación y la facultad de intervenir en las llamadas cuatro causas: policía, hacienda, guerra y justicia. En cambio, con la legislación gaditana, en especial con el Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia de octubre de 1812 y con la “Instrucción para el gobierno económico de las provincias” de junio de 1813, las audiencias se convirtieron en tribunales superiores de justicia, lo que implicó una especialización de las funciones de los oidores, en nuestro caso de los jueces de la Nueva Galicia.5 Lo que suscitó el enfrentamiento entre los vocales provinciales, los munícipes y los oidores fue que en 1820 los dos primeros demandaron que los antiguos oidores dejaran su lugar prominente en la jerarquía de gobierno local.
Las pugnas institucionales son un tema de suma importancia para entender el establecimiento y el grado de funcionamiento de las nuevas instituciones en una época de transición, de cambio del antiguo al nuevo régimen. En este diferendo entre oidores, munícipes y diputados provinciales se pueden estudiar los viejos y los nuevos discursos políticos que daban sustento a las culturas políticas en pugna. De manera general se puede afirmar que los síndicos y regidores capitalinos de México, Puebla y San Luis Potosí basaron sus argumentos y razones en el lenguaje de las culturas políticas de antiguo régimen, en particular en la concepción de la importancia natural de las corporaciones con sus “excepciones, fueros y privilegios inmemoriales”. En este sentido, los ayuntamientos capitales eran considerados corporaciones naturales, es decir, “pueblos” que se habían formado desde tiempos antiguos, que gozaban de fueros y privilegios que no podían ser anulados por voluntad de cualquier autoridad, incluso por el propio monarca, y que habían firmado un pacto de reciprocidad con el rey. Por su parte, los vocales provinciales consideraban que las juntas provinciales se creaban y, por consiguiente, eran producto de la voluntad de los diputados a Cortes de establecer nuevas instancias de poder. Así mismo, los legisladores tenían la facultad de variar la jerarquía territorial “inmemorial” y de sustentarla en la legitimidad de la Constitución. La pugna discursiva entre diputaciones provinciales y munícipes capitalinos se puede caracterizar con dos de los términos propios de los lenguajes políticos de la época: instituciones naturales, instituciones artificiales.6 Para unos, los ayuntamientos eran repúblicas perfectas con su autogobierno. Para otros, las diputaciones y los propios ayuntamientos eran creados por la voluntad legislativa de los diputados de las Cortes.
Pero no es suficiente apelar a razones institucionales y discursivas para explicar las pugnas en que estuvieron involucrados los integrantes de las diputaciones y de los consejos municipales capitalinos por la búsqueda de su preeminencia política dentro de las provincias. Son también significativas, y en algunas ocasiones fueron más importantes, las transformaciones políticas y sociales que provocó la pugna militar entre insurgentes y realistas. Una de las principales consecuencias de esta guerra civil fue que disminuyó el dominio que ejercían los ayuntamientos de las capitales sobre algunos de los territorios provinciales. Como sucedió en Guanajuato, Valladolid de Michoacán, México, San Luis Potosí, Puebla y Guadalajara.7 A causa de la guerra surgieron nuevos actores de distintos lugares dentro de las provincias que, gracias a su fuerza militar y a su control de los circuitos comerciales y de las fuentes de ingresos administrativos, exigieron participar en la definición del sistema político e institucional local, por lo menos desde 1815, al regreso del rey Fernando y no se diga a partir de 1820 con el restablecimiento de la legislación gaditana. Estos grupos políticos fueron los que en gran parte controlaron las juntas provinciales, y desde ellas intentaron limitar las antiguas facultades de los ayuntamientos y de otras instancias de gobierno.
SAN LUIS POTOSÍ: EN UNA ESQUINA…
El territorio que abarcaba nominalmente la intendencia potosina antes de 1810 estaba poco articulado, es decir, el norte, el oriente y la región donde se encontraba la capital tenían entre sí pocas vinculaciones políticas, administrativas y económicas.8 A pesar de esta falta de cohesión, el cabildo de la ciudad de San Luis Potosí, en 1809-1810, fue designado por las autoridades metropolitanas y virreinales como el representante de toda la población de la intendencia, lo que permitió que sus síndicos y regidores se encargaran en exclusiva de elaborar las instrucciones que se presentaron ante la Junta Central, sin consultar con los intereses económicos y políticos de las otras regiones potosinas.9
Esta situación privilegiada de la élite política capitalina cambió a partir del grito de Dolores, en septiembre de 1810, cuando los militares se convirtieron en los principales actores políticos de la intendencia potosina. Estos oficiales provenían, sobre todo, del oriente y en parte del norte de la intendencia y eran integrantes de familias como la de los Ortiz de Zárate y Barragán, quienes se valieron de sus amplias redes familiares y clientelares para nutrir a las milicias y los batallones realistas a fin de contener y derrotar a los insurgentes.10 A partir de 1813, la supremacía de los oficiales en las instituciones y en la sociedad de la intendencia de San Luis Potosí se amplió y se profundizó; mejor dicho, enraizó. Ellos fueron los primeros que exigieron que se respetaran las providencias de Fernando VII que ordenaban abolir la Constitución de 1812; asimismo tomaron medidas para reorganizar la estructura administrativa que tan mal parada había salido desde 1810, a fin de, por un lado, recaudar impuestos destinados al esfuerzo de la lucha contra los insurgentes y, por el otro, mantener el orden social en las poblaciones a lo largo y ancho de la intendencia. Fueron ellos quienes definieron, en 1815-1816, las demandas que a nombre de los potosinos se presentaron a la consideración de Fernando VII como la apertura de puertos en la costa del Golfo de México, la libertad de cultivos de tabaco y el reparto de tierras,11 con lo que buscaba satisfacer viejas exigencias de los grupos económicos del oriente y norte de la jurisdicción potosina. En este sentido, la guerra construyó una nueva jerarquía territorial en la que el cabildo de la capital de San Luis y sus élites políticas ya no ocupaban el lugar más destacado, sino que estaban en cierta medida subordinados a los militares.
Al restablecerse en Nueva España el orden constitucional, en marzo de 1820, los integrantes del consejo municipal de San Luis Potosí, institución que fue elegida sin esperar la autorización del virrey Apodaca, obligaron a las autoridades provinciales, en especial al jefe político Manuel Jacinto de Acevedo, a jurar ante su presencia la Constitución, como lo había hecho el rey ante el consejo municipal de Madrid. Si bien esta autoridad se opuso al principio, finalmente juró ante los munícipes acatar el régimen constitucional. Como señala Graciela Bernal,12 este apresurado actuar de los munícipes seguramente tenía el objetivo de fortalecer la importancia del ayuntamiento dentro de la jerarquía territorial, administrativa y política de la provincia, en particular frente a los militares de varias regiones de la provincia de San Luis Potosí. En otras palabras, los síndicos y regidores de la capital, una parte importante de la élite política y económica de la provincia, acentuaron su apoyo al “nuevo orden de cosas” para ubicar su institución municipal al frente de las nuevas jerarquías provinciales.
En 1820 el jefe político Acevedo también se vio acosado por el consejo municipal a fin de que dejara en manos de sus integrantes el manejo de los propios y arbitrios de la ciudad, un continuo enfrentamiento que se remontaba hasta el establecimiento de la intendencia de San Luis Potosí, en 1786.13 El 17 de junio de 1820, los integrantes de la instancia municipal plantearon suprimir la Junta de Hacienda local, cuyos miembros habían sido designados por los intendentes. Acevedo en esta ocasión rechazó la supresión, y les recordó a los munícipes que él, como jefe nato del ayuntamiento, era el encargado de revisar las cuentas de propios y arbitrios municipales.
Es en este contexto político e institucional donde, al fin, abrió sus sesiones la diputación provincial de San Luis Potosí con Guanajuato, el 17 de noviembre de 1820. Y digo al fin porque en 1812 las Cortes Extraordinarias habían ordenado crear una junta provincial en la capital potosina con jurisdicción sobre las intendencias de Guanajuato y San Luis Potosí. Por diversas razones, los vocales guanajuatenses y potosinos no se pudieron reunir entre 1813 y 1814, aun cuando se realizaron los respectivos procesos electorales.14 En cambio, la elección de diputados a Cortes y provinciales en Guanajuato y en San Luis Potosí, en septiembre de 1820, permitió que los ciudadanos de cada uno de los partidos electorales en que se dividieron estas dos intendencias participaran en la marcha y conformación del nuevo orden político a nivel local y regional. En Guanajuato, en 1820, se formaron más de 24 partidos, y en cada uno se designó a electores que, a su vez, se congregaron en la capital para elegir a los vocales de la provincia ante las Cortes y la diputación de San Luis.15 En la segunda semana de septiembre de 1820 fueron elegidos como diputados propietarios por Guanajuato José Mariano Sardaneta, Marqués de Rayas, diputado de minería y principal parcionero de la mina de Rayas; Mariano Marmolejo, hacendado de León; José María Septién, diputado de minería y síndico y regidor de León en diversas ocasiones, y José María Núñez de la Torre, originario de San Miguel e integrante del cabildo de esta ciudad.16
Respecto a los procesos electorales en San Luis Potosí, se eligieron electores en los más de ocho partidos en que se dividió la provincia a partir de 1820.17 La consulta de las actas electorales de partido18 permite calibrar la amplia participación ciudadana en una elección de tercer grado, así como el origen muy diverso desde el punto de vista territorial de los diputados que finalmente fueron designados ante la institución provincial: José María Semper, cura del Peñón Blanco; Juan Vicente Arce, intendente del ejército por el partido de Gualdacázar, y Manuel Fernando Ortiz de Zárate, coronel del Valle del Maíz.19 Creo que es importante destacar que ningún diputado provenía de la capital de San Luis Potosí. De lo que no tengo duda es de la relevancia de que haya sido designado como diputado un Ortiz de Zárate, integrante de las familias del oriente de la provincia potosina.
El 17 de noviembre de 1820 inició sus sesiones la junta provincial de San Luis Potosí con Guanajuato. Supongo que los vocales esperaban que al comenzar sus labores se les reconocería como un importante órgano administrativo de las dos provincias. Sin embargo, los integrantes del ayuntamiento de la capital de San Luis Potosí se opusieron con denuedo a que se instalara la institución provincial. El origen primero de esta oposición residió en que los síndicos y regidores potosinos afirmaban que la diputación provincial no se podía instalar a falta de los cuatro representantes de Guanajuato. En otras palabras, que la junta era una institución “manca”.20
Diversas autoridades, desde el intendente de San Luis Potosí hasta el virrey Apodaca, cuestionaron la validez de los reparos de los munícipes de la capital potosina. En primer lugar, como recordaba el intendente Manuel de Acevedo, sí se había constituido una mayoría calificada, ya que desde el principio, en noviembre de 1820, se había incorporado el diputado Núñez de la Torre, de Guanajuato, a las sesiones provinciales.21 Además, otras juntas, como las de México, Monterrey y de Occidente se habían reunido y estaban funcionando, aunque no se había satisfecho el requisito de la mayoría de los vocales. Seguramente el virrey Apodaca había ordenado que las diputaciones se erigieran apresuradamente, muy interesado en que comenzara a funcionar el sistema político establecido por la Constitución gaditana. Incluso, como razonaba en 1821 el fiscal del gobierno virreinal, licenciado Pavón, las Cortes, desde 1814, habían apremiado a todos los jefes políticos para que instalaran sin pérdida de tiempo las nuevas instituciones provinciales, como había sucedido en Guatemala, en marzo de 1814, a fin de que “no sufriera el menor retardo la instalación y ejercicio de las juntas provinciales de cuya sabia institución deben de esperar los pueblos grandes ventajas”.22
Por su parte, los integrantes del Consejo Municipal de San Luis Potosí, el 16 de mayo de 1821, enviaban a las Cortes ordinarias reunidas en Madrid un expediente en donde se recopilaba parte de la correspondencia que habían sostenido con el jefe político Acevedo y con los vocales provinciales y en donde se exponían a lo largo del tiempo los argumentos que, afirmaban tajantes, justificaban su oposición desde noviembre de 1820 a que funcionara la diputación de Guanajuato y San Luis Potosí.23 Vale la pena reparar en uno de los principales argumentos, si no el principal, con que los munícipes potosinos presentaban y entregaban sus argumentos a los diputados a Cortes. Se habían opuesto a que abriera sus sesiones de trabajo la junta de las dos provincias porque se había faltado a la “consideración que se merece este Ayuntamiento como el primero de la provincia”.24 Los munícipes potosinos estaban convencidos de que merecían un lugar, el más prominente dentro de la jerarquía territorial de la provincia, como había sucedido desde 1808, cuando en solitario redactaron las instrucciones del representante de la Nueva España ante la Suprema Junta.25
El otro tópico a que recurrieron los munícipes fue que la institución provincial sólo tenía el carácter de junta económica, “como se señalaba en las Instrucciones de 1813”.26 Estaban muy acotadas las atribuciones de las diputaciones, porque ni podían tener “naturaleza legislativa”, ni tampoco judicial: “Pues las Cortes a quienes toca exclusivamente interpretar las leyes” no habían delegado a los “vocales de la Junta Provincial resolver un punto que, aun cuando no fuese de naturaleza legislativa, quedarían inhibidos de conocer, siendo como son partes”. No eran legisladores, aunque se apellidaran diputados. Y tampoco eran jueces, ya que la aplicación de la ley “era peculiar de los juzgados, cuya investidura es del todo extraña a los miembros de una junta económico política”. Con sorna, los munícipes se preguntaban en qué se basaba el “ilusorio exaltamiento” de los vocales: “¿En qué ley se apoyan para erigirse en Tribunal Superior con el inaudito privilegio de sentenciar en causa propia?”. Su voz no era “imperativa” como la de los “jueces”.
Es oportuno enfatizar que los integrantes del consejo municipal recordaban que la junta era una instancia “económico política”, esto es, que su esfera de acción se reducía a la primera atribución de gobierno y casi nada, si es que algo, a la segunda. Negaban a la “Junta” el carácter de representación de los intereses políticos de los habitantes de la provincia. Eran los diputados unos “vocales de una Junta”, una reunión de funcionarios provinciales. El carácter político, esto es, la fundamentación y legitimidad del accionar del gobierno, residía en otras instancias, en especial en las Cortes y en los ayuntamientos. Estas dos eran los representantes de la “soberanía” mientras que la “Junta” era secundaria a éstas. Por eso afirmaban los munícipes que el ayuntamiento de San Luis Potosí “no depende de la Exma. Diputación, sin la qual ha habido y hay ayuntamientos, no así las diputaciones faltando aquellos”. Aquí se presentaba el gran debate abierto en 1808, con la ausencia del rey: quien representaba a la soberanía. En los últimos años se ha escrito profusamente al respecto.27 Lo que ahora me importa destacar es que los munícipes potosinos consideraban al ayuntamiento como una de las instituciones esenciales y radicales de la soberanía, con el firme propósito de arrinconar a un lugar administrativo, no político, a la diputación. Apelando a la soberanía de los “pueblos”, los integrantes del consejo municipal daban vuelta al orden jerárquico del sistema político y administrativo de la provincia de San Luis: primero los soberanos, es decir, los ayuntamientos, y tras de ellos las demás instituciones. Éstos, los burócratas y los vocales, dependían de aquellos, los munícipes, no al contrario. Es en este orden de argumentos que los integrantes del consejo municipal de San Luis afirmaban que sin la diputación había habido ayuntamientos, mientras que sin éstos áquella no era posible.
Aquí se puede identificar uno de los elementos más importantes de la cultura de Antiguo Régimen: la sociedad pactista, en la que los pueblos y sus representantes, los cabildos, eran naturales, mientras que las otras instancias eran secundarias. Los pueblos y sus instituciones primarias, los cabildos, detentaban la soberanía, y por consiguiente eran tendencialmente eternos y su existencia no dependía de ninguna otra condición política, en tanto que autoridades como los diputados eran dependientes de otras condiciones y circunstancias para existir y funcionar, y podían desaparecer en cualquier momento.28
Por su parte, el jefe político, Manuel de Acevedo, enfrentó a los munícipes y síndicos, primero apelando a varias razones que desde su punto de vista justificaban el establecimiento de la diputación con una mayoría calificada; después, buscando la autoridad del virrey Apodaca, y ya en el extremo, mandando apresar a algunos de los síndicos y regidores de San Luis Potosí. En primer lugar, Acevedo apeló a un pronunciado y escalonado orden político territorial en el que los ayuntamientos eran piezas menores. Para el jefe político, el consejo municipal, en contra de esa jerarquía de mandos, no sólo evitaba cumplir con las órdenes, “sino siquiera obedecer [… ] preceptos superiores”. Los síndicos y regidores desconocían la autoridad y las órdenes expresas del virrey, en su carácter de “capitán general y gobernador” de la Nueva España. Además, el jefe político era la autoridad superior de la provincia, pero los munícipes le habían contestado con la insubordinación, a tal punto que “de nada me serviría la investidura de Gefe Político si me faltara autoridad para hacerme obedecer”. Como era de esperar, en este punto, en la defensa de su envestidura, Acevedo se detenía con especial cuidado, y se basaba en las atribuciones que le concedía la legislación gaditana, en especial las “Instrucciones” de junio de 1813, las que le permitía afirmar ante el ayuntamiento potosino, el 17 de noviembre de 1820, que como presidente de la diputación provincial era “la máxima autoridad” y como tal era el único conducto entre estas entidades municipales y la junta. Toda comunicación entre ambas instancias pasaba por sus manos.29 Además, como presidente era la cabeza de las instancias de gobierno de toda la provincia.
Después, Acevedo pasaba a justificar la existencia y la legalidad de la diputación de San Luis. Era falso que no se hubiera reunido la mayoría de los diputados ya que José María Núñez de la Torre sí había estado presente en la apertura solemne de las sesiones de la institución provincial. Para mayor prueba, el acta de instalación de la junta provincial, claro, esperando que los munícipes “supieran leer” y se dieran cuenta del error que estaban cometiendo. Pero aun cuando no hubieran estado 4 de los 7 “vocales provinciales”, la “necesidad”, las condiciones imperantes de la Nueva España, eran causa más que justificada para constituir a la diputación. Basado en un “sabio jurisconsulto español” que no he podido reconocer, Acevedo destacaba que era “preciso dejar a la prudencia del juez la aplicación de la ley y ciertos casos particulares”. Los diputados a Cortes desde 1814, en el caso de la junta de Guatemala, habían ordenado que se establecieran de inmediato estas instituciones provinciales. Para abundar a su favor, recurría al “Derecho romano”, con el que “dos o tres constituyen colegio” e incluso “basta sólo uno”.
El tercer principal argumento del jefe político consistió en aplicar puntillosamente la legislación municipal de las Cortes: los ayuntamientos eran meras instituciones administrativas. Como ya destacamos, en la carta gaditana los consejos municipales eran concebidos como órganos del gobierno económico administrativo, ya que los diputados a Cortes eran los representantes políticos de los pueblos y de los ciudadanos.30 Se diferenciaba la política de la administración. El jefe político de San Luis se basaba en este principio constitucional para asentar que “el conocimiento que tienen los Ayuntamientos jamás puede ser contencioso, sino meramente gubernativo, económico, extrajudicial y sin estrépito”. Cuanto más estas entidades municipales podían “representar, pero de ninguna manera dejar de obedecer”. Tal parece que en este punto Acevedo negaba la validez de la fórmula jurídica de la monarquía hispana, de “obedezco pero no cumplo”, que tanta importancia tenía en el sistema casuista. La ley se acataba y después, pero sólo después se podía cuestionar la validez de la legislación ante los vocales provinciales.
Así, para Acevedo, los síndicos y regidores eran administradores de su población, por lo que no tenían facultades para litigar las leyes, para ser “contenciosos”. Eran las instancias menores en el orden jerárquico de la provincia. Por eso al jefe político le extrañaba la “insubordinación”, el “capricho con que este Ayuntamiento ha procedido y procede oponiéndose especialmente con desagrado a la instalación de la Junta que con ansia anhelaban se estableciese”. El jefe político, como presidente de la diputación, era un órgano de gobierno superior en facultades y atribuciones a los ayuntamientos.
Los integrantes de la diputación de San Luis no fueron actores secundarios en este “Teatro gubernativo”, como designaron los vocales guanajuatenses al nuevo sistema político establecido por la legislación gaditana. Aunque tuvieron serias diferencias sobre a quién correspondía ocupar la presidencia de la junta provincial, si a los representantes de la populosa Guanajuato o a los de la “importante desde siempre” San Luis Potosí,31 los 4 diputados guanajuatenses y los 3 potosinos, todos unidos, como si fueran uno, buscaron convertirse en la “primera autoridad” de las dos provincias.32
Pero no siempre fue así, como cuando llegaron los representantes de Guanajuato a la sede de la diputación en la ciudad de San Luis, Mariano Marmolejo y José María de Septién, el 21 de enero de 1821, quienes trataron de disminuir los extremos a que habían llegado las desavenencias entre los munícipes potosinos y el jefe político. En un primer tiempo, los vocales guanajuatenses escribieron directamente a los miembros del “Ilustre Ayuntamiento constitucional de esta capital” para avisar de su arribo a la sede de la junta provincial, y para solicitarles su apoyo a fin de poder desempeñar con acierto sus trabajos en la diputación:
Considerando que los aciertos en el mejor desempeño de las obligaciones de nuestro arduo ministerio dependen en gran parte de las luzes y conocimientos que VS puede comunicarnos con la franqueza y buena armonía que debe de versar entre ambas corporaciones que las recibiremos con el aprecio y atención que se merecen; y en lo personal dispondrá VS y cada uno de los señores capitulares en particular de nosotros lo que fuere de su agrado.33
Lo que vale la pena destacar es no sólo el tono conciliador, sino que los diputados de Guanajuato le hayan escrito directamente a los “capitulares”, dándoles el tratamiento de ilustres y de señorías. La carta era un reconocimiento del ayuntamiento como interlocutor muy importante, incluso se podría pensar que ubicaban en el mismo nivel de importancia en el gobierno de la provincia a las “dos corporaciones”, quiero decir, a la diputación y al consejo municipal.
Esta deferencia de los vocales guanajuatenses pronto se acabó. En tomando asiento con sus pares potosinos, la diputación entera nunca más se comunicó directamente con los munícipes de San Luis. Toda comunicación con los consejos edilicios se hizo por medio del jefe político, como lo había exigido desde el principio de noviembre de 1820 el propio Martín de Acevedo. Incluso el pleno de los diputados ordenó terminante que no se le informara al consejo municipal que ya se había instalado la institución provincial con la mayoría de sus integrantes. Para rematar el acuerdo, los representantes guanajuatenses y potosinos exigieron a los munícipes que les entregaran lo más pronto posible los cuartos del edifico municipal, necesarios para que la junta provincial pudiera laborar con calma. No nada más los regañaba, además les exigía desocupar algunas piezas de su propia casa.34
En este sentido, los vocales respaldaron el accionar de su presidente, el jefe político. En una larga carta enviada a Acevedo, con copia al virrey Apodaca, la diputación descuartizaba cada uno de los argumentos del ayuntamiento, y los confrontaba para descartarlos.35 Los diputados empezaban su alegato “con profundo dolor”, destacando que no había paz y buena armonía en la “sana política de los Gobiernos” cuando “los empleados quieren ser superiores a los de la ley”. Era necesaria la “pronta obediencia” de los subordinados. En seguida señalaban que la junta provincial se había instalado legalmente, y para no dejar ninguna duda “repetimos legalmente [… ] la mayoría de cuatro individuos, no deja lugar a dudas”. Pero aun cuando no se hubiera dado este número, la necesidad era mayor que cualquier consideración rutinaria: “añadimos ahora justísima y forzosamente porque el remedio de las necesidades de más de medio millón de habitantes es preferente a qualesquiera ritualidades de estilo, como no sean de aquellas que vician la sustancia del acto”. Los munícipes se habían olvidado de lo que prevenía terminantemente la Instrucción de 1813 sobre “el respeto y obediencia que se debe a los gejes Políticos”. Los vocales seguían su paso y aventaban por delante toda la geografía administrativa y política de las provincias de Guanajuato y de San Luis Potosí: todas las instituciones municipales, “hasta el último ayuntamiento”, habían reconocido, proclamado y dado crédito a la instalación de la diputación. El único en contra había sido el consejo municipal de San Luis. Y para terminar se preguntaban de manera retórica: “¿Es acaso la Diputación Provincial un subalterno que sin la aprobación del Ayuntamiento emprende erradamente sus deliberaciones?”. Claro que la respuesta era no. Pero lo importante es que se planteaba que la junta de San Luis y Guanajuato podía emprender sus actos sin la aprobación del consejo municipal de San Luis.
De las palabras a los actos, los diputados emprendieron otras estrategias para allegarse apoyos entre los diferentes actores políticos de las dos provincias. Ya tenían el respaldo mutuo del jefe político. Pero los vocales buscaron, y lo más importante, obtuvieron, el sustento político de los munícipes “fuera del de San Luis”. Es significativo que en los momentos de mayor enfrentamiento entre los vocales y los munícipes capitalinos, se tome nota en las actas de la diputación de las “respuestas” de los ayuntamientos de diversas localidades de Guanajuato y de San Luis Potosí que respaldaban la “absoluta legitimidad de la instalación” de la junta provincial.36 El 5 de febrero de 1821 se “dio cuenta” de los oficios de los integrantes de los consejos constitucionales de Charcas, El Cedral, Valle del Maíz, Venado, Río Verde y Salinas del Peñón Blanco. De Guanajuato también vinieron “respaldos irrestrictos” de San Pedro Piedragorda, Pénjamo, Chamacuero y León. Era evidente la “legitima instalación de la diputación [… ] cuya autoridad y facultades respetamos siegamente [sic ] [… ] y obedeceremos en toda ocasión”. Lo fundamental es reparar en el mecanismo político que gestionaban los diputados para enfrentar los cuestionamientos del consistorio capitalino. Frente al argumento de los síndicos y regidores de la capital potosina de que los ayuntamientos eran las instituciones que daban fundamento a la junta provincial, los vocales apelaban al respaldo de los otros munícipes que los reconocían como las máximas autoridades de las dos provincias.
Así, los diputados recurrieron a dos órdenes de legitimación para asentar su poder frente al consejo potosino. Por una parte, aseguraban que las leyes de las Cortes, en particular la Instrucción de 1813, les dotaban de suficiente autoridad para coadyuvar en el gobierno de la provincia. Por el otro, recurrían a la consulta de las autoridades municipales. Si el ayuntamiento de San Luis en el tema de la soberanía apelaba a sus privilegios y preeminencias, los vocales oponían dos argumentos de autoridad: la ley y la aprobación de los “pueblos”.
Y en eso cayó el chapuzón del Plan de Iguala que enfrió los “exaltados” ánimos de los integrantes de las élites políticas guanajuatense y potosina.37 En el mes de marzo de 1821, los oficiales Luis de Cortázar y Anastasio Bustamante se adhirieron al pronunciamiento de su antiguo comandante militar, Agustín de Iturbide.38 En los meses siguientes, en abril de 1821, las autoridades de ambas provincias se unieron al plan de independencia, lo que implicó que se constituyera un frente común a favor del Plan de Iguala. De tal manera, las rencillas entre las instituciones se dejaron aparte, e incluso el ayuntamiento de San Luis, el 24 de marzo de 1821, aceptó entregar las cuentas de sus propios y arbitrios al escrutinio de la “Excelentísima Diputación”, además de que estaba presto a destinar una parte de su casa consistorial para el mejor desempeño de las labores de la diputación provincial, demanda del jefe político que había sido rechazada con denuedo en enero de 1821.
Después de que se consiguiera la independencia de México, de nueva cuenta salió a la palestra pública la pretensión del consejo municipal de la capital potosina de que se le reconocieran sus “fueros y privilegios” como primer cabildo de la provincia. El 11 de abril de 1822, el jefe político informaba que los síndicos y regidores del ayuntamiento capitalino demandaban que “Esta ciudad, conforme a Real Cédula expedida en Madrid a 17 de agosto de 1658”, debía gozar ”de todas las preminencias, excepciones y prerrogativas [como ] la de Puebla de los Ángeles”.39 Uno de estos fueros inmemoriales era que al alcalde primero del cabildo se le ubicara en un lugar principal en las ceremonias públicas, en las primera bancas, de cara al sacerdote. Ese lugar en el templo era plena prueba de que el cabildo de San Luis merecía el tratamiento de “Muy Ilustre”, de que debería considerársele la “primera corporación de la Provincia”.
Estas pretensiones “inmemoriales” de los integrantes del ayuntamiento tenían pocas posibilidades de ser aceptadas y menos respaldadas por alguna institución o actor político del resto de la provincia de San Luis Potosí. La diputación provincial y el jefe político ya eran, en efecto, la cabeza del gobierno provincial. Vistas desde las circunstancias de abril de 1822, ya se había impuesto la legalidad constitucional de los diputados y del jefe político frente a los fueros y privilegios reivindicados por el consejo capitalino. Los munícipes capitalinos aún menos recibirían el apoyo de los 43 consejos constitucionales que se habían establecido desde 1820 en la intendencia de San Luis Potosí.40 Cada uno de estos consejos municipales tenían el mismo derecho a intervenir en la “marcha” del gobierno de San Luis Potosí. Y este derecho lo ejercieron cuando en febrero de 1822 el jefe político Juan María de Azcárate solicitó a “todos” los ayuntamientos las instrucciones que deberían llevar consigo los diputados electos al Congreso constituyente del imperio.41 Eran convocadas a oírse todas las “voces” de los integrantes de cada uno de los ayuntamientos potosinos. Era un coro municipal que no se circunscribía al constitucional de la capital. O como bien destaca Alfredo Rangel Silva sobre el momento político de principios de 1822: “la ciudad capital provincial ya no elaboró ninguna instrucción, aunque el documento de 1809 fue el modelo para las de 1822”. Si en ese primer año el cabildo potosino había sido el “vocero de la provincia”, el representante de todos los pueblos de San Luis Potosí, y como tal había redactado en “exclusiva” las instrucciones del representante de la Nueva España ante la Junta Suprema, en 1822 cada uno de los ayuntamientos constitucionales tuvieron el derecho, y 23 lo ejercieron, de escribir sus propias instrucciones directamente al jefe político.
Así, varias circunstancias presentes y muy activas en 1822 permitieron que la junta y el jefe político se impusieran en la jerarquía institucional de la provincia de San Luis Potosí. Hay que tener en cuenta que la lucha entre insurgentes y realistas permitió que grupos políticos y socioeconómicos de las otras regiones potosinas adquirieran un poder militar que ejercieron a fin de participar en la conformación del sistema político local después de 1820, por lo menos mediante sus representantes ante la diputación provincial. La legalidad de la Constitución de 1812 ubicó al jefe político y a la diputación en la cima de la jerarquía territorial y administrativa de San Luis. La multiplicación de los ayuntamientos ocasionó una “homogeneidad territorial” que implicaba, como ha señalado Hira de Gortari, “que terminaba con los particularismos y tratamientos determinados, prerrogativas adquiridas o diferencias de cualquier índole”.42 En este sentido, los “tiempos inmemoriales” de las prerrogativas y fueros del cabildo de San Luis vivían años imposibles. Esta institución municipal, aun cuando siguió demandado en 1822 que se le considerara “Ilustrísima”, “Excelentísima”, y que en consecuencia se le otorgara un lugar privilegiado en las bancas de las ceremonias públicas, dejó de ser el eje político de San Luis Potosí. Los nuevos tiempos constitucionales y las nuevas circunstancias iban en contra de las costumbres, que no tenían memoria.
LAS “MUY ILUSTRES CAPITALES” CONTRA LA DIPUTACIÓN DE LA NUEVA ESPAÑA
En los mismos meses en que se enfrentaban, en una esquina, la junta provincial y el jefe político, y en la otra, el ayuntamiento de San Luis Potosí, la diputación provincial de la Nueva España dirimía similares controversias con los consejos municipales de Puebla y de la capital de la Nueva España; en el enfrentamiento potosino la desavenencia fue frontal, en México, leve y ligera, aunque no dejó de preocupar a las autoridades virreinales. No creo que las coincidencias en los mismos tiempos de las desavenencias de las diputaciones de Nueva España y de San Luis, entre noviembre 1820 y febrero de 1821, hayan sido casuales. Fue en estos meses cuando los diputados de ambas juntas lograron ejercer una fuerza y una legitimidad institucional de tal magnitud que les permitió influir, e incluso determinar por sí mismos partes sustanciales de las medidas que implementó el gobierno de la provincia.
En el caso de la diputación de Nueva España, que como se sabe entre 1814 y 1820-1821 abarcaba las provincias de Michoacán, Querétaro, México, Puebla, Veracruz y Tlaxcala, es decir, una inmensa porción del virreinato de la Nueva España, y la mayor parte de la jurisdicción de la Audiencia del mismo nombre, comenzó a dar su parecer y a resolver asuntos de diversa índole, como vigilar la buena gestión de los ingresos y gastos de propios y arbitrios; sobre el reparto y el usufructo de las tierras comunales, las elecciones de autoridades municipales, los servicios personales de los “antiguos indios” y la creación de nuevos ayuntamientos, cuatro temas capitales para los pueblos indios; sobre la designación de los subdelegados como jueces contenciosos de primera instancia y sobre el reparto injusto de impuestos.43 A partir del 20 de julio de 1820, fecha de su instalación, todos los actores inmiscuidos en la toma de decisiones y los afectados por medidas gubernamentales de cualquier tipo (económico administrativas, militares, políticas, fiscales, recursos naturales, procesos electorales, instrucción y seguridad pública, entre las principales), recurrieron a la junta provincial de Nueva España para representar sus intereses, demandar soluciones y presentar sus quejas. Fue tal la avalancha de peticiones que incluso la institución provincial tuvo que aclarar que no tenía facultades constitucionales para “modificar la ley” de la “Instrucción” de 1813.44
Así, mi impresión es que, para noviembre de 1820, los diputados y el jefe político del extenso territorio que comprendía la diputación de Nueva España eran reconocidos como las principales autoridades que encabezaban el gobierno de las muchas provincias que abarcaba su inmensa jurisdicción. Y fue desde esta ubicación política y administrativa que la junta provincial enfrentó controversias con los ayuntamientos de México y Puebla. El argumento que unía y daba sustento a estos desencuentros era las demandas de los dos consejos municipales para que se les reconocieran sus privilegios y derechos inmemoriales.
Comenzaré con el ayuntamiento de la capital de la Nueva España. Como bien sabemos, gracias a las investigaciones de Antonio Annino, Alfredo Ávila, Virginia Guedea, Juan Ortiz y Jaime Rodríguez O., entre otros, los síndicos y regidores criollos de los ayuntamientos constitucionales de la capital de la Nueva España se enfrentaron al virrey Calleja y a los oidores de la Audiencia, entre 1813 y 1814, en temas tan sensibles como el control militar de la ciudad, la impartición de justicia, la recaudación de impuestos y, sobre todo, los procesos electorales municipales.45 Los síndicos y regidores no formaban parte de la élite burocrática colonial, lo que no facilitó el entendimiento entre estas instancias políticas y administrativas. Desde la restauración del orden constitucional, en 1820, los munícipes de la Ciudad de México solicitaron al virrey Apodaca y a la diputación que se les brindara el tratamiento de “excelencia”, como su rango lo ameritaba. En este sentido, los munícipes pidieron que, en consonancia con esa preminencia en la jerarquía territorial, se les otorgara el mismo tratamiento que se había dispensado al antiguo cabildo en las ceremonias públicas, es decir, que sus regidores y síndicos ocuparan un lugar privilegiado en las bancas de la catedral metropolitana, al lado de los diputados provinciales y del jefe político Ramón Gutiérrez del Mazo.46 El virrey Apodaca respondió que al respecto ya había resolución de oficio de la regencia, dictada el 6 de junio de 1813, para que en seguida del jefe político se sentara la “Exma.” Diputación y después los munícipes. El fiscal de la oficina del virrey proponía que para no hacer más evidentes las diferencias de importancia entre ambas instituciones -“como quiera que las cosas que son desiguales cuando se juntan con inmediación hacen más visibles su desigualdad”-, lo mejor era que los munícipes se sentaran al lado de la epístola. Apodaca rechazó el parecer del fiscal y ordenó que se hicieran notar las desigualdades poniendo a los síndicos y regidores después de los diputados provinciales.47
Como era de esperarse, los munícipes de la Ciudad de México no cejaron en la búsqueda de sus antiguos fueros y prerrogativas que esperaban fueran respetados por las autoridades provinciales. El 30 de enero de 1821, pidieron que a su “representación” se le otorgara el tratamiento de “Excelentísimo ayuntamiento”.48 La respuesta de la diputación de Nueva España fue escueta, pero con un amplio significado sobre su posición acerca de los fueros y privilegios de los antiguos cabildos novohispanos: “se acordó que el ayuntamiento exponga con claridad sus derechos y que acompañe testimonio de las cédulas y reales órdenes que traten de la materia”. La respuesta era una bofetada con oficio en mano. Eran más que conocidos los privilegios que la “Muy noble y leal” había ejercido o por lo menos reivindicado con denuedo a lo largo de la etapa colonial. Era imposible que los vocales no supieran con claridad estas “órdenes y reales cédulas” que los munícipes podían citar en su favor. Era una simple pero eficaz manera de no enfrentarse de lleno con el consejo municipal de la capital de la Nueva España.
El virrey Apodaca trató de mediar en ese conflicto preguntando a las demás diputaciones del virreinato su parecer sobre la solicitud de los munícipes de la Ciudad de México. La junta provincial de Nueva Galicia “acordó se le conteste a su excelencia que arreglándose esta diputación provincial al tenor del artículo 16, del capítulo 3 del decreto de las Cortes del 23 de junio de 1813 [… ]. Concibe esta diputación que [… ] debe de entenderse con la excelentísima diputación provincial de aquella capital”.49 La institución que tenía asegurado el tratamiento de “excelentísima” era la junta provincial novohispana, y era a ella a quien correspondía decidir si compartía su tratamiento con el “ayuntamiento de México”, como designaban los diputados de Nueva Galicia al consejo municipal de la capital de la Nueva España.
Aunque no conozco la respuesta final de la institución provincial de Nueva España a la solicitud de la Ciudad de México, podemos inferir que sería la misma que se entregó a la de Tlaxcala: todos los ayuntamientos constitucionales eran iguales, y no había una subordinación de uno frente a otro. En la sesión del 13 de febrero de 1821, el consejo municipal de Santa Isabel Teclaclauca preguntaba si debía respetar “la superioridad que quiere tener sobre aquel cuerpo el alcalde de Tlaxcala”, consejo municipal que remontaba sus privilegios hasta el pacto de vasallaje que había signado con la corona hispana, allá por el siglo XVI.50 La respuesta de los diputados fue terminante: “que no tiene ninguna autoridad sobre los demás ayuntamientos el citado alcalde y que por lo mismo debe de reponerse cuanto haya efectuado excediéndose de sus facultades”, como cuando dio tierras a Bernardo Pérez en un terreno de San Damián.51 En repetidas ocasiones desde 1820, los vocales de la junta dieron muestras de que independientemente de los fueros y privilegios que pudieran sumar a su favor los antiguos cabildos coloniales, todos los ayuntamientos constitucionales tenían los mismos derechos y prerrogativas, y la única dependencia la debían a las “autoridades superiores”.52 Promovieron, en pocas palabras, una “homogeneidad territorial”, como la de su par de San Luis Potosí. Todos iguales ante los ojos del jefe político y de los vocales de Nueva España.
Mas la discusión sobre fueros y privilegios entre la Ciudad de México y la junta no se limitó a la demanda de la categoría de excelentísimo. También se extendió a la propuesta que presentaron los integrantes del ayuntamiento ante la diputación para que los alcaldes auxiliares se organizaran como fuerzas policiacas encargadas del orden público en el interior de la municipalidad de México a mediados de julio de 1821.53 Para definir las facultades y obligaciones de este nuevo funcionario concejil, los munícipes de la Ciudad de México que redactaron el proyecto se basaron en gran parte en las “Ordenanzas de los alcaldes de barrio”.54
Lo que importa tener en cuenta es que en 1821 los integrantes del ayuntamiento argumentaron que era consustancial a sus facultades nombrar y dirigir a cuerpos de seguridad pública, como era el caso de los alcaldes auxiliares, al ser los encargados directos de velar por los intereses, las propiedades y las vidas de los vecinos de México.55 “El voto del pueblo” confería a los alcaldes y regidores el derecho y, ante todo, la obligación de promover todas las medidas benéficas al bienestar de los habitantes de la ciudad, en particular, cuidar de los bienes y vidas de sus electores. Para “corresponder a la confianza pública, para cumplir la promesa de defender los derechos del Pueblo”, los síndicos y regidores exigieron ante las “autoridades superiores”, llámese jefe político o gobernador de Distrito, el respeto de sus “inalienables” derechos a vigilar y controlar el orden público de la ciudad.56
El 4 de agosto de 1821, los vocales provinciales criticaron acremente varios aspectos del proyecto de auxiliares presentado por los regidores y síndicos de la Ciudad de México, lo que suscitó un acalorado debate.57 De entrada, los diputados destacaron que el jefe político, y no el ayuntamiento, era la autoridad encargada de gobernar y administrar todos los aspectos relacionados con la seguridad interior de la capital del virreinato, por lo que debía estar bajo su cuidado nombrar a los auxiliares y garantizar su buen desempeño. Los munícipes únicamente tenían a su cargo la “salubridad y comodidad” de los habitantes de la ciudad, por lo que no podían inmiscuirse en la formación y dirección del nuevo cuerpo de seguridad pública. En una palabra, concluían los vocales provinciales, “la seguridad interior y exterior toca al jefe político, y la policía que con especialidad se encarga a los Ayuntamientos es la de salubridad y comodidad”.58 Existía un orden jerárquico que las autoridades municipales de la capital debían respetar.
El argumento en que más se centraron los diputados fue en la validez de las “antiguas ordenanzas”, en la legalidad anterior a la Constitución de 1812, a las que apelaba el ayuntamiento. Como alegaban los vocales provinciales, las antiguas ordenanzas “ya no se acomodan a la ilustración del día”. Además, repugnaban al “público” y no estaban vigentes: “Y aunque esté prevenida, en general continúen en cada Cabildo las que tengan, ínterin se forman nuevas, eso se entiende de las que están en uso, y las de que hablamos no se practican en la parte que se ha notado, lo que es una prueba de la repugnancia a ella que ha tenido el público y de los que abominaría”. También se entendían derogadas las que “se opongan al sistema constitucional”, como era el caso de las “antiguas ordenanzas de los alcaldes de barrio”. Lo más que concedía la diputación provincial era mantener alguna parte de la “Ordenanza de los alcaldes de Barrio”, “entretanto resolvían las Cortes”.
Así, la junta provincial echaba mano tanto de la jerarquía de mandos en la que el ayuntamiento estaba subordinado a las autoridades superiores, como de la nueva legalidad que fundaba la Constitución de Cádiz y sus leyes secundarias. Desde su punto de vista, no tenían validez las antiguas ordenanzas y reales cédulas.
Vale la pena informar que en este punto de los auxiliares quien llevó las de ganar fueron los munícipes de la capital: el congreso nacional avaló el proyecto de 1821 y lo publicó como “Reglamento de alcaldes auxiliares”, el 7 de febrero de 1822.59 También vale la pena destacar que los diputados constituyentes aprobaron el proyecto de las autoridades municipales en el entendido de que no era contrario al “nuevo” sistema de gobierno establecido por las leyes de las Cortes.
Ahora abordaré las diferencias institucionales entre el ayuntamiento de Puebla y la diputación provincial de Nueva España, en 1820-1821. Estos enfrentamientos se explican mejor si tomamos en cuenta los seculares diferendos entre las ciudades de México y de Puebla, entre la “Muy leal y Muy noble” y la “Muy ilustre”.60 Una nueva etapa de tensión comenzó en 1812, cuando las Cortes extraordinarias no concedieron una diputación propia a la intendencia de Puebla; y para peor agravio los poblanos estaban obligados a mandar a sus vocales a la “Muy leal y Muy noble” a fin de que ocuparan su asiento en la junta provincial de la Nueva España. En este sentido, Puebla “dependería de…” y estas palabras eran las que dolían a las élites políticas y económicas poblanas.61 En enero de 1813, los integrantes del cabildo angelopolitano solicitaron su propia diputación. Esta demanda fue reiterada en junio de 1820, a pocos meses de haberse restablecido el orden constitucional, en una larga representación que sentó modelo al ser citada profusamente por otros ayuntamientos del virreinato en busca de su propia institución provincial. En la “Representación” de Puebla, elaborada por los munícipes José Mariano Marín y Francisco Arregui, se defendía la facultad de las siete provincias que conformaban la diputación provincial de Nueva España a contar con su propia junta, ya que de derecho habían estado separadas durante siglos y aún más durante la guerra contra los insurgentes. Por supuesto que Marín y Arregui no estaban de acuerdo en que Puebla estuviera supeditada a la Ciudad de México, “sojuzgada”, ya que la degradaba a un simple partido, subalterno del jefe político de México, “dándole a éste autoridad e influjo que nunca ha tenido, ni debe tener sobre esta provincia”.62 Fue tal la enjundia con que los actores políticos de toda la intendencia de Puebla, no sólo de la capital, demandaron el establecimiento de su diputación, que cuando el 18 de julio de 1820 se reunieron los electores para designar a los vocales a la junta de la Nueva España, se propuso que de inmediato se instalara de “hecho” su propia instancia provincial, es decir, no esperar la autorización de las Cortes para contar con su “amado gobierno”.63
Fue en este preciso contexto, desde junio hasta diciembre de 1820, cuando entonces se produjo el enfrentamiento entre los integrantes del consejo constitucional de Puebla y los diputados provinciales de la Nueva España. El 7 de noviembre de 1820, los munícipes angelopolitanos recurrieron a la diputación en busca de amparo frente al “arbitrario” jefe político Ciriaco del Llano, quien les había prohibido suprimir un arbitrio que se cobraba en la ciudad poblana.64 Pues el amparo no llegó a favor de los consejeros municipales. Por el contrario, los diputados asentaron que “no encontra [ban ] mérito para la solicitud del ayuntamiento, porque no debió de haber procedido a la supresión del arbitrio sin la anuencia del excelentísimo señor virrey”.
No fue suficiente esta respuesta para los poblanos, pues si bien aceptaron el impuesto indirecto, escalaron el conflicto al destituir a Genaro Cabañes, administrador de 10% de la renta de inmuebles. El argumento de los munícipes era que lo habían destituido porque “sería desagradable al pueblo, que causaría movimientos sediciosos por el odio que se tiene a Cabañes y al establecimiento de las garitas, exponiendo en conclusión que, aunque hubiera procedido mal en sus providencias, debe de sostenerse por la salud del pueblo, y por evitar disturbios populares de funestas consecuencias”.65 El consejo municipal arropaba su decisión en su carácter de represente popular que velaba por la salud del pueblo. Su legitimidad le otorgaba suficientes arreos y justificaciones para no aceptar la orden de la diputación, e incluso del virrey.
Dada la dimensión que estaba alcanzando el “desacato” de los munícipes poblanos, los vocales provinciales de la Nueva España formaron una comisión especial, que el 5 de diciembre de 1821 entregó sus reflexiones, plagadas de duras palabras. De entrada, acusaban que los síndicos y regidores poblanos “desatinadamente” habían violado la Constitución, en su artículo 321, fracción 7. Esta fracción indicaba que estaba a cargo de los ayuntamientos “cuidar de la construcción y reparación de los caminos, calzadas, puentes y cárceles, de los montes y plantíos del común, y de todas las obras públicas de necesidad, utilidad y ornato”. El impuesto abolido estaba destinado a conservar y reparar el camino entre la capital de virreinato y la ciudad poblana. Claro, agrego yo, el impuesto era administrado por el Consulado de Comerciantes de México, otro de los contrincantes jurados de las élites económicas poblanas, que en ese preciso momento seguían solicitando que se instalara una corporación similar en su ciudad.66
Pero los dos principales argumentos de la comisión de la junta provincial eran, por un lado, que el ayuntamiento poblano no tenía jurisdicción sobre toda la provincia y, por consiguiente, no podía representar a toda la población, y por el otro, que su mal ejemplo causaría que todos los demás consejos municipales desobedecieran a las “autoridades superiores”. El cobro del arbitrio de caminos no se reducía a la traza de la ciudad de Puebla “sino que es extensivo a toda la provincia”. Los munícipes angelopolitanos se estaban arrogando representación y atribuciones que no les correspondían. Además, asentaban los diputados provinciales que:
[… ] si el Ayuntamiento de Puebla pudiera disponer de su abolición con la arbitrariedad que la ha verificado, podrían hacer lo mismo los ayuntamientos de las demás poblaciones, donde se han impuesto iguales garitas de peaje… absurdo, monstruoso, que a más de ser perjudicial a la causa pública, nos abismaría en un caos de arbitrariedades dimanadas de unas corporaciones instituidas con un objeto contrario y ligadas por una combinación muy sabia de la ley a las diputaciones provinciales y jefes políticos superiores que deben de dirigir los pasos de la ley y guiar en su cumplimiento a las autoridades subalternas en todos los casos en que se versan objetos trascendentales a toda la provincia.67
No se podía dejar pasar este “disimulo” de las órdenes del jefe político Del Llano, de lo contrario se menoscababan las atribuciones de las autoridades superiores. Podría ser una herencia reprobable que los ayuntamientos se arrogaran la monstruosa facultad de que los “funcionarios subalternos” dependieran de ellos mismos. Los diputados querían dejar muy claro que el jefe político de Puebla y la junta eran las cabezas evidentes de la jerarquía territorial. Los consejos municipales, todos, eran instituciones subordinadas.
Este diferendo concluyó también a raíz de la proclamación del Plan de Iguala, cuando se concedió una diputación a la provincia de Puebla.
El siguiente caso que abordaremos es la diputación de la Nueva Galicia donde, como veremos, la Audiencia neogallega fue un actor institucional fundamental. La anterior constatación permite destacar que en el enfrentamiento entre el Ayuntamiento de la Ciudad de México y las “autoridades superiores” (virrey y diputación provincial), la Audiencia de la Nueva España no fue relevante en la conformación del sistema político gaditano a partir de 1820, como sí lo había sido entre 1810 y 1814. Esta ausencia requeriría una investigación específica. Coincido con Juan Ortiz Escamilla cuando afirma que
[… ] para explicar (en la Ciudad de México) el tránsito de colonia a república, por fuerza debemos partir del análisis del funcionamiento de estas dos autoridades (diputaciones y ayuntamientos) y pasar a un segundo plano el comportamiento de la efímera presencia de unos líderes, como Iturbide, que no estuvieron a la altura de las exigencias que demandaba la sociedad”.68
Entre estas autoridades efímeras yo sumaría a los oidores.
LA AUDIENCIA Y LA DIPUTACIÓN DE NUEVA GALICIA
Hubo otros mecanismos político administrativos que favorecieron de manera notable el proceso de legitimación y la fuerza administrativa, e incluso política, de las juntas provinciales. Entre enero y marzo de 1821, el ayuntamiento constitucional de Guadalajara apoyó a la diputación provincial de Nueva Galicia, la cual abarcaba la intendencia del mismo nombre y la de Zacatecas. Después de considerar los casos antes abordados, de San Luis Potosí, México y Puebla, parecería extraño que un consejo municipal capitalino respaldara a la junta provincial. Pero es un caso singular. La especificidad de esta colaboración mutua entre estas dos instituciones reside en que el consejo municipal se enfrentó a la Audiencia de la Nueva Galicia. Así, el diferendo institucional se dio entre oidores, por un lado, y munícipes y diputados, por el otro.
Es necesario un poco de historia. La Audiencia de la Nueva Galicia había resentido la pérdida de su poder jurisdiccional desde el establecimiento de la intendencia de Guadalajara, a partir de 1786.69 Los oidores enfrentaron a varios funcionarios reales que podían y querían mermar sus privilegios y fueros, en particular, con el intendente. Con el establecimiento de la legislación de las Cortes, en 1813, las desavenencias se produjeron entre las autoridades municipales, los oficiales militares, las autoridades eclesiásticas y los oidores.70 De nueva cuenta el escenario y las circunstancias fueron las mismas que estallaron el conflicto en la Ciudad de México: el lugar que deberían ocupar el ayuntamiento y la Audiencia en una celebración tan importante como lo era la de Corpus Christi. Para los síndicos y regidores de Guadalajara, los oidores no deberían ocupar los primeros lugares en las ceremonias públicas. La principal razón que aducían los munícipes en junio de 1813 era que el “Reglamento de Audiencias y Juzgados” de octubre de 1812 indicaba taxativamente que esta institución judicial era ya un “mero tribunal de justicia [… ] quedando en consecuencia sin aquella alta representación que anteriormente le competía”.71 Si bien aún no se había reunido la diputación provincial, sucedió en septiembre de 1813; el cabildo insistió en que “el tribunal de la Audiencia ha quedado reducido a juzgar en segunda y tercera instancia los negocios de su inspección”, y quien debía encabezar el gobierno de la provincia era el general José de la Cruz, como jefe político, y los vocales de la junta provincial.72 No es extraño, por ello, que la institución gaditana ya instalada recibiera la colaboración de las autoridades municipales, hasta que fue abolida en diciembre de 1814.73
El regreso de Fernando VII, y el restablecimiento del orden antiguo no aminoraron el enfrentamiento entre la Audiencia, por un lado, y el cabildo capitalino y el general de la Cruz, por el otro. Muy al contrario, ya que la Audiencia recelaba de la influencia militar y por consiguiente del poder institucional y político que de la Cruz había amasado en toda Nueva Galicia.74 Todo surgió de nueva cuenta en 1818, cuando los oidores peninsulares cuestionaron que el cabildo eclesiástico no hubiera celebrado con la suficiente propiedad el cumpleaños de la reina. El general amparó a los clérigos al descalificar a los integrantes de la Audiencia con las siguientes palabras: “la Audiencia de Guadalajara se ocupa solamente de frivolidades que no merecen llenar la atención del tribunal superior”. El conflicto escaló cuando De la Cruz salió de los límites de la Nueva Galicia, y los oidores aprovecharon el momento para asumir el gobierno en mayo de 1818. El general respondió encerrando a los oidores por 48 horas.75 Tensada la relación con los magistrados, de nueva cuenta, en octubre de 1818, el comandante general se ausentó sin comunicar su marcha a los oidores. Tres días más tarde la Audiencia envió su queja ante el Consejo de Indias.76 Los miembros del cabildo de Guadalajara se pusieron del lado de De la Cruz.
El restablecimiento de la Constitución de 1820, jurada en Guadalajara en junio, no aminoró las diferencias institucionales. A los pocos días de que se habían reunido los diputados de las provincias de Zacatecas y de Guadalajara, el 12 de septiembre de 1820,77 los oidores enviaron al Ministerio de Gracia y Justicia un reclamo sobre la crisis constitucional provocada porque De la Cruz concentraba el mando político y el militar. No sé si los integrantes del nuevo consejo constitucional se inmiscuyeron en este pleito, pero en enero de 1821 ya tenía el propio con los oidores. En las actas de la diputación provincial de Nueva Galicia, en la sesión del 22 de enero de 1821, se asentaba:
[… ] el ilustre ayuntamiento de esta capital se queja de haberse infligido la Constitución por el Tribunal de la Audiencia territorial, intentando obligar a los alcaldes constitucionales a que asistan a las visitas de cárcel que deben de hacer semanalmente dos magistrados del mismo tribunal siendo así que ni en la Constitución, ni en la ley reglamentaria de tribunales se les imputa esta obligación, sin duda porque no son jueces de lo contencioso sino precisamente de lo económico gubernativo o judicial que no cause instancia en que no deben tener intervención los tribunales de apelación.78
El jefe político De la Cruz solicitó el dictamen de la diputación. En esta ocasión los vocales provinciales afirmaron que no estaba en sus facultades “claras y precisas” emitir un dictamen que allanara las diferencias.
Pero rápidamente cambió el parecer de los diputados, ya que el 19 de febrero le dieron la razón al ayuntamiento de Guadalajara. Para perfilar sus argumentos los vocales definieron estrictamente los alcances jurisdiccionales de las instituciones en pugna: la Audiencia se dedicaba, con sus jueces, los de primera instancia, a acaparar, a abarcar por completo la impartición de justicia. Por ello, por esta división de esferas jurisdiccionales, los magistrados no debían “mezclarse” en materias gubernativas y administrativas, “por estar enteramente inhibidos”. Asimismo, los diputados acusaban a los oidores de ser injustos al haber impuesto una multa de 200 pesos a los alcaldes, lo que suponía humillar “hasta el extremo estrepitoso” de embargar los bienes de los alcaldes remisos a asistir a la visita de cárceles. Todavía los magistrados pensaban que podían imponer antiguas leyes. Los vocales imputaban a los oidores que todavía estaban anclados en el “régimen anterior” como si siguiera vigente la “ley 6, título 39, libro 2 de la novísima recopilación” que se refería a los alcaldes ordinarios, integrantes de los cabildos castellanos e hispanos, que sí eran jueces de primera instancia en las causas ordinarias.
En cambio, machacaban los diputados provinciales, el ámbito de los ayuntamientos constitucionales no era la impartición de justicia, sino el gobierno económico y administrativo, y como tales los munícipes no dependían de la Audiencia. Los alcaldes constitucionales “no son unos verdaderos jueces con jurisdicción contenciosa, sino más bien unos empleados públicos, cuyo objeto es cuidar y celar gubernativamente del bien, sosiego y tranquilidad, allanando conciliatoriamente las disputas o desavenencias”. Los alcaldes buscaban la conciliación mediante juicios verbales en controversias “livianas” y que no sobrepasaran más de 100 pesos. Sus sentencias no eran vinculatorias, obligatorias, por ello no se les podía considerar y exigir como “verdaderos” jueces que participaran en la visita de las cárceles. En este preciso término, no estaban subordinados a los oidores.
Para los diputados provinciales lo que ahora estaba vigente eran las leyes de las Cortes, en particular la ley de octubre de 1812, la norma sobre justicia y tribunales que diferenciaba las orbitas jurisdiccionales de los ayuntamientos constitucionales y de los “tribunales superiores”. Los vocales realizaban una lectura muy literal, puntillosa de esta ley, a fin de enfrentar las pretensiones de la Audiencia de subordinar a los alcaldes constitucionales, aunque como ha demostrado Fernando Martínez Pérez, esta norma era ambigua respecto a las atribuciones de los regidores y síndicos.79 Para ese momento, los vocales de Guadalajara y Zacatecas aseguraban que los alcaldes eran “empleados públicos” circunscritos al ámbito económico administrativo, al igual que los magistrados eran jueces sin más, no funcionarios reales del gobierno de la justicia. Mejor dicho, la justicia y el gobierno eran dos esferas distintas.
Al apelar los munícipes de Guadalajara y el propio jefe político De la Cruz al arbitrio de la junta provincial, a ésta se le concedía la facultad y el carácter de centinelas de la Constitución, en buenas palabras de Carmen Muñoz de Bustillo.80 Si bien “las diputaciones provinciales gaditanas se concibieron ciertamente como instrumentos auxiliares del poder ejecutivo”, al ser facultadas para velar que no se cometieran infracciones constitucionales “se les atribuyó concretas funciones de gobierno”. La mayoría de los diputados de las Cortes extraordinarias querían que las juntas provinciales se circunscribieran a los temas “económicos administrativos”, ya que el jefe político era el responsable del gobierno político de las provincias. Pero en el caso de la provincia de Nueva Galicia, los representantes electos por las provincias traspasaron su “natural” jurisdicción, para entrar de lleno a gobernar junto con su presidente, el general De la Cruz.
Lo que me gustaría que el lector retuviera de este pleito en Guadalajara es que la diputación provincial recibió el apoyo del ayuntamiento de la capital, lo que redundó significativamente en su legitimidad y en su fuerza político administrativa. En otras palabras, fue un respaldo redondo: los munícipes y De la Cruz apuntalaban a una nueva institución, como lo era la junta provincial, aunque en igual medida ésta se uniera a ellos con el objeto de limitar las facultades y privilegios que querían seguir ejerciendo los integrantes de la Audiencia. También quiero dejar claro que en este proceso de mutuos apoyo quien salió ganando, obteniendo una mayor potencia institucional, fue la propia junta provincial.
PALABRAS FINALES
La historiografía sobre las diputaciones provinciales en la Nueva España y en México ha destacado con precisión y con justa razón la trascendencia de estas instituciones en el establecimiento y funcionamiento del sistema federal. Pero esta perspectiva de estudio no agota ni con mucho la importancia historiográfica de estas estructuras de poder. Es de igual importancia entender e investigar la relevancia política que las diputaciones o juntas provinciales alcanzaron dentro de las provincias que ayudaban a gobernar. Aunque en este artículo me centro en un breve lapso de tiempo, de marzo de 1820 a febrero de 1822, fue entonces cuando prosiguieron o comenzaron procesos que marcarán las historias de las transiciones políticas en las diferentes regiones del México de la primera mitad del siglo XIX. Fue entonces cuando la independencia de México se logró gracias a los apoyos militares y financieros que recibió Agustín de Iturbide por parte de las élites políticas y económicas de las provincias. Se amplió el espacio público al crearse un número significativo de periódicos editados en casi todas las capitales de las provincias. El establecimiento de la legislación de las Cortes de Cádiz implicó la puesta en marcha, ya irreversible, de las instituciones de gobierno y representativas en la Nueva España, primero, y después en México. Los procesos electorales se llevaron a cabo en todas las poblaciones del virreinato a fin de elegir a los diputados a Cortes, los diputados provinciales y los integrantes de los ayuntamientos. Las milicias de patriotas encargadas de apoyar al ejército novohispano para acabar con los insurgentes se convirtieron en las milicias nacionales, las que quedaron supeditadas a los ayuntamientos. Sucedió la “revolución territorial de los pueblos”, que en palabras de Antonio Annino, implicó el fortalecimiento del “autogobierno” de los pueblos en el manejo de sus recursos naturales, en la impartición de justicia y en la elección de sus autoridades a nivel local. Y al mismo tiempo se establecieron las diputaciones provinciales que fueron facultadas para encargarse de aspectos fundamentales del gobierno administrativo y político a nivel local y provincial. En la jerarquía territorial, las juntas estaban supeditadas al jefe político, pero eran las encargadas de vigilar el desempeño institucional de los ayuntamientos constitucionales.
En 1820, las juntas de Nueva España, San Luis Potosí y Nueva Galicia llegaron a un espacio público copado por diversos actores sociales y por variadas instituciones, entre otros, por militares que ejercían importantes funciones administrativas en el ámbito local al haber sido los responsables de acabar con los insurgentes; por las “élites pueblerinas”, los vecinos principales, que estaban encargados de organizar las juntas de arbitrios y militares que habían recaudado impuestos y reclutado hombres para las milicias de patriotas, y por cabildos capitales que desde 1808 habían sido los voceros de las provincias. En este tupido espacio institucional las diputaciones se tuvieron que hacer un lugar prominente al que estaban destinadas en la Constitución de 1812. En este artículo me he concentrado en estudiar las medidas que impulsaron esas tres juntas para lograr convertirse en el “supremo gobierno de esta provincia”. Los diputados provinciales se aliaron con autores e instituciones que habían surgido fortalecidos durante la guerra entre insurgentes y realistas. La junta de San Luis Potosí es el caso más evidente, cuando los diputados potosinos y guanajuatenses buscaron y recibieron el apoyo de los militares de Oriente y los vecinos principales que controlaban los nuevos ayuntamientos constitucionales. En el caso de la Nueva España, los diputados recibieron el apoyo de los jefes políticos de Nueva España y de Puebla y de los funcionarios de la Real Hacienda para disminuir la autonomía fiscal del Ayuntamiento de Puebla. Los diputados sabían que para subordinar al ayuntamiento poblano era imprescindible controlar sus finanzas municipales. En la Nueva Galicia la configuración de las alianzas fueron distintas, porque los síndicos y regidores tapatíos respaldaron la extensión de las facultades de la diputación neogallega frente a una institución de Antiguo Régimen, la Audiencia. Aquí, el cuadrilátero político estuvo constituido, por un lado por diputados y munícipes, y por el otro, por los oidores.
En la base de estos conflictos institucionales estaban las distintas concepciones sobre la legitimidad, y por consiguiente del accionar político y administrativo de las diputaciones y de los cabildos. Para simplificar lo ya expuesto en este artículo, los ayuntamientos capitales se referían a las instituciones naturales del Antiguo Régimen, y las diputaciones a las instituciones artificiales surgidas del nuevo sistema político. Mientras que los capitulares consideraban que los cabildos eran incluso anteriores al antiguo orden político, los diputados provinciales afirmaban que los ayuntamientos y las juntas surgían de este nuevo sistema constitucional. Mientras que los primeros aducían fueros y privilegios, los segundos invocaban derechos fundados en la Constitución creada por los legisladores de las Cortes de la nación española.
Por supuesto que la pugna entre lo natural del orden político y la artificialidad del sistema político no se redujo a las diputaciones y a los cabildos. También marcó en parte la vida institucional del México de la primera mitad del siglo XIX. Comienza en 1820, pero no se resuelve en unos cuantos años. El aspecto histórico mejor estudiado es la pugna entre el “cuerpo místico de Cristo” y la soberanía de la república liberal, esto es, la pugna entre la Iglesia y el Estado.81 También estuvo presente en el amplio debate sobre el establecimiento de la república federal, entre 1823 y 1824, cuando los legisladores confederalistas, máxime los de Yucatán, defendieron su postura constitucional basados en el carácter natural de los territorios históricos con sus usos y costumbres, y la república federal como un ente creado por la voluntad de las partes firmantes del pacto federal.82 En Zacatecas, por lo menos hasta 1830, el personal político a todos los niveles consideró a los pueblos con sus ayuntamientos como corporaciones que debían participar en cada una de las etapas del proceso legislativo; en otras palabras, eran colegisladores con el Congreso estatal.83