No es necesario insistir en que los tiempos que corren están marcados por la fragmentación historiográfica. Así es como en las últimas décadas emergieron nuevos campos de estudio, algunos de vida efímera, otros ya bien consolidados. Sin duda, la historia de la salud y la enfermedad es parte del segundo grupo. Tres modos o estilos de abordar y narrar el pasado han animado su desarrollo: la nueva historia de la medicina, la historia de la salud pública y la historia sociocultural de la enfermedad.
La nueva historia de la medicina busca tensionar la historia natural de una patología y los inciertos desarrollos que marcan la producción de conocimiento médico y biomédico. Evita la narrativa que celebra a médicos famosos y propone una historia que tiene en su centro a la medicina -sus saberes, sus errores, sus prácticas, sus sujetos y sus consensos científicos- pero intenta contextualizarlos. La historia de la salud pública tiende a enfocarse en el poder, las instituciones y la profesión médica. Discute no tanto los problemas de la salud individual sino la de los grupos, estudia las acciones políticas para preservar o restaurar la salud colectiva y los momentos en que el Estado o algunos sectores de la sociedad han impulsado iniciativas resultantes de factores epidemiológicos, políticos, económicos, culturales, científicos y tecnológicos. La historia sociocultural de la enfermedad se ocupa de la historización de lo normal y lo patológico, de las ideas sobre el cuerpo individual y social, de las metáforas asociadas a una cierta enfermedad, de los avatares de la medicalización, de las instituciones y prácticas de asistencia, disciplinamiento y control médico social, de las condiciones materiales de vida y de trabajo y de sus efectos en la mortalidad y la morbilidad.
Médicos, campañas y vacunas. La viruela y la cultura de su prevención en México 1870-1952 no es una historia de la viruela sino una enfocada y contextualizada discusión de la vacuna contra la viruela. Hilvana exitosamente perspectivas propias de la nueva historia de la medicina, de la historia de la salud pública y de la historia sociocultural de la enfermedad. Se trata de una narrativa donde la vacuna está connotada por lo biomédico, por la subjetividad humana, por fenómenos sociales, culturales, políticos y económicos, por cuestiones de índole local, nacional e internacional.
El libro estudia los distintos modos en que se procuró extender la aplicación de la vacuna con el objetivo final de erradicar la viruela. Lo hace tensionando tres niveles de análisis: el de los discursos, el de las políticas y el de las experiencias de vacunadores y vacunados. Enfatizando en estos avatares, Agostoni problematiza la remanida interpretación -presente no sólo para el caso mexicano- que encuentra en una tecnología biomédica, en este caso la vacuna, las razones del éxito erradicador. Así, y a lo largo de varios capítulos, se examinan en detalle las diferentes interpretaciones de la etiología de la enfermedad -las que enfatizaban su contagiosidad o las que articulaban explicaciones medioambientales-, el papel desempeñado por el Estado en la producción de la vacuna, las diversas y a veces competitivas estrategias impulsadas por los actores involucrados en la campaña antivariólica -de las técnicas de vacunación al uso de más o menos coerción o persuasión, incluyendo la obligatoriedad, en el empeño por alcanzar al mayor número de habitantes-, el heterogéneo personal involucrado -de médicos y paramédicos a estudiantes pasantes de la carrera de medicina-, el diferencial impacto y los distintos tiempos en que el esfuerzo vacunador afectó al mundo urbano y al rural. Así también, se discuten las reacciones de los vacunados -que oscilaron entre la resistencia, la incredulidad y la aceptación- en el marco más amplio de la historia de la lenta ampliación de los derechos individuales, de la ciudadanía social y del afianzamiento de una cultura de la prevención de enfermedades evitables y contagiosas como la viruela.
Hay dos cuestiones que me interesa destacar en Médicos, campañas y vacunas… y que encuentro particularmente valiosas frente a ciertos énfasis presentes en la historiografía de la salud y la enfermedad en muchos países latinoamericanos, incluyendo México.
En primer lugar, el tema del triunfo de la cultura de la higiene -definida de modo amplio-, y en ella el de la aceptación de la vacuna como un recurso eficaz para mejorar las condiciones materiales de existencia de la población. Tal vez como un coletazo de usos algo simplistas y banales de algunos textos de Michel Foucault, no faltan las interpretaciones que sólo encuentran en las iniciativas de salud pública -como la vacunación- evidencias de esfuerzos de disciplinamiento de la población, imposiciones saturadas de una suerte de autoritarismo asentado en biopolíticas destinadas a controlar el cuerpo -y el alma- de los individuos y de la sociedad. Sin duda hay algo de eso. Pero también, y sin duda, estas iniciativas son parte de un proceso más amplio -el del triunfo de la cultura de la higiene como parte de la llegada de una cierta modernidad- que no sólo ha producido muy tangibles beneficios a las condiciones materiales de existencia, sino que terminó siendo parte de las demandas y derechos de vastos sectores sociales. Agostoni ofrece un convincente cuadro donde se conjugan esas dos dimensiones de modo singular en ciertas coyunturas temporales y en ciertas geografías; en ese sentido, el libro ofrece una lectura historizada del fenómeno de la vacunación sin caer en interpretaciones esencialistas o transhistóricas. En otras palabras, Médicos, campañas y vacunas… se zambulle en los avatares del proceso de medicalización, navega en sus ambigüedades y evita las frecuentes lecturas de la historia de la salud y la enfermedad armadas en la supuesta efectividad de las biopolíticas de fines del siglo XIX y la primera mitad del XX. La distancia entre los discursos de la biopolítica y la realidad en tiempos en que la presencia de la medicina oficial o del propio Estado era definitivamente capilar aparece magistralmente ilustrada en una cita que Agostoni usa con perspicacia: revelando cuán superficial era todavía el proceso de medicalización, uno de los organizadores del Primer Congreso de Medicina Rural, de 1935, señalaba que sólo “700 médicos servían a trece millones de campesinos mexicanos”.
La segunda cuestión que me interesa señalar advierte asimismo sobre las limitaciones del proceso de medicalización, pero desde otra perspectiva, la de la presencia de alternativas de cuidado de la salud por fuera de la medicina oficial pero firmemente enraizadas en la cultura y las prácticas de los sectores populares y también de las élites. El tercer capítulo de Médicos, campañas y vacunas… se ocupa con cierto detalle del caso del Niño Fidencio, uno de los muchos curadores populares de los años veinte y treinta, pero de los pocos que apareció en titulares en los diarios y que atendió a un presidente. Agostoni contextualiza el caso del Niño Fidencio y lo usa eficazmente para discutir varias cuestiones de la historia de la salud y la enfermedad en el México posrevolucionario. Por una parte, examina las reacciones de desconfianza que habían generado las campañas de vacunación contra la difteria y la escarlatina y sus negativos efectos en la campaña de vacunación contra la viruela, advirtiendo de ese modo que la cuestión de la salud se forja en escenarios públicos y privados donde las enfermedades no necesariamente son tratadas como problemas independientes y, también, que no todas las enfermedades ni todas las vacunas son lo mismo. Por otra, advierte sobre las limitaciones de la infraestructura sanitaria en el México urbano y especialmente en el rural, las diferencias regionales, el creciente consenso que apuntaba a la necesidad de expandir los recursos profesionales de atención, y el papel del Estado en cuestiones de salud pública.
En los años ochenta, una serie de estudios enfocados en una revuelta popular que tuvo lugar al despuntar el siglo xx en Río de Janeiro contra la vacuna antivariólica alimentó la imaginación de historiadores y críticos culturales. Encontraron allí, en ese evento, una evidencia de la agencia de los grupos subordinados y de su capacidad de resistencia frente al poder médico. Años más tarde, otros historiadores matizaron esa lectura, no sólo del hecho sino también de las reacciones que en el mediano y largo plazo desplegó la población frente a ciertas novedades biomédicas, reacciones que esta vez advertían sobre la agencia de individuos y grupos para acceder a esas novedades y no resistirlas. Enfocado en el caso mexicano, el trabajo de Agostoni sobre la historia de la vacunación antivariólica nos ahorra ese momento inicial -que yo no dudo en calificar de pionero y parcial- de la historiografía brasilera. En cambio, su narrativa lidia exitosamente con las ambigüedades, tensiones y resultados que saturan cualquier empeño por controlar una enfermedad, en el caso de la viruela una enfermedad para la que las incertidumbres biomédicas no eran tantas entre finales del siglo XIX y la primera mitad del xx pero que, como todo asunto de salud pública, ponían al descubierto que la viruela era algo más que un virus, y la vacuna algo más que una lanceta o una jeringa.