Los estudios de conjunto sobre la independencia en América Latina atraviesan en los últimos tiempos una excepcional bonanza. Hasta comienzos de los años noventa, existían posiblemente sólo dos textos que servían como punto general de referencia, The Spanish American Revolutions, 1808-1826 de John Lynch (1973, con múltiples ediciones en español) y Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850 de Tulio Halperín Donghi (1985). Las cosas comenzaron a cambiar desde entonces, al calor de una serie de factores de variada índole. Podrían señalarse, entre otras, las nuevas orientaciones en historia política que ganaron prominencia en torno al bicentenario de la revolución francesa; el boom de estudios globales, transnacionales o atlánticos que acompañó el vertiginoso proceso de globalización luego del fin de la Guerra Fría y la revolución digital y de las comunicaciones; el completo descrédito de las tradicionales historias patrias que asociaban la emergencia de los estados nacionales en los siglos XIX y XX a comunidades histórico-culturales preexistentes. Los estímulos, directos e indirectos, para una reevaluación general de la emancipación americana fueron muchos y de peso. Las efemérides, por su impacto en la opinión pública y la industria editorial, ayudaron también: primero el quinto centenario de la conquista y, por estos días, los 200 años de fechas asociadas a la crisis del imperio español (1808, 1810, 1812) y a las declaraciones de independencia de los países de la región. Cualesquiera que sean los motivos contamos hoy con una prolífica producción historiográfica que incluye autores como François-Xavier Guerra, Jaime O. Rodríguez, Barbara y Stanley Stein, José María Portillo Valdés, Jeremy Adelman, más innumerables compilaciones de artículos y dossiers reunidos en libros y revistas en distintos continentes e idiomas.
El libro de Brian R. Hamnett es la última contribución a esta ola. Considerando la vasta e influyente obra del autor sobre temas afines para América Latina en general, y México en particular, su aparición no puede sino ser bienvenida. Debiera concitar, como merece, mucho interés. Se trata de un estudio ambicioso en tres sentidos: cubre la independencia en Iberoamérica y Brasil (aunque con un marcado énfasis en la primera), toma un extenso periodo de tiempo (desde las reformas imperiales hasta los albores de los nuevos estados latinoamericanos) y analiza con similar atención y rigurosidad los procesos históricos a ambos lados del océano, es decir, en las colonias y las metrópolis. Es en esencia un trabajo de historia política, aunque las dimensiones económicas, intelectuales y culturales del evento están siempre presentes. Del mismo modo, aunque los capítulos están organizados temáticamente, el lector nunca pierde de vista la naturaleza procesual -evolutiva y orgánica en ciertos aspectos, contingente en otros- de la desintegración de los imperios ibéricos. Lo que el libro nos muestra es que, si para llegar a 1830 resulta indispensable considerar las innovaciones introducidas por los borbones y el Marqués de Pombal en la segunda parte del siglo anterior, lo que sucedió en el medio, en particular la invasión napoleónica a la península y el consiguiente colapso de los gobiernos español y portugués, pudo haber derivado en otro tipo de soluciones y arribado a otro tipo de destinos. El siempre delicado equilibrio entre causalidad y teleología (uno de los pecados capitales de muchas de las historias nacionales) es transitado aquí con notable pericia. Es un tributo a la erudición del autor y a sus destrezas analíticas y narrativas, el haber llevado a cabo con suficiencia un proyecto de tamaña complejidad.
Una tesis fundamental que atraviesa todo el texto es que la descomposición de los imperios ibéricos está informada por el lugar distintivo que ocupaban los territorios de ultramar en el marco de ambas monarquías. En la visión de Hamnett, las sociedades americanas guardaban una relación con los poderes centrales de un orden distinto a las del viejo continente. No es una tesis sorprendente, pero adquiere especial relevancia a la luz de toda una corriente historiográfica que, a partir especialmente de la incisiva obra de François-Xavier Guerra, ha venido insistiendo en la inexistencia de diferencias esenciales entre los reinos europeos y los reinos americanos. Aún tras las reformas imperiales de mediados del siglo XVIII, se piensa en términos de una monarquía plural, compuesta, cuyos reinos, cuerpos políticos y corporaciones mantienen una relación equidistante, pactista, con la corona. Las especificidades de ambas sociedades no son atribuidas a ninguna condición jurídica, política, económica o sociocultural de dominación colonial, sino a las heterogeneidades políticas e idiosincrasias constitucionales típicas del Antiguo Régimen. Hamnett, por el contrario, enfatiza los efectos profundamente divisivos de las políticas metropolitanas, que no sólo alienaron a las élites criollas y los sectores populares, al recordarles su inherente condición subalterna, sino a grupos peninsulares avecindados, como sus previos estudios sobre los consulados de comercio y otros ya habían sugerido.
Ahora bien, la debacle del dominio español y portugués no se originó en conflictos internos de la sociedad colonial sino en la incapacidad de las metrópolis para afrontar la creciente beligerancia de potencias europeas rivales. Un segundo y más universalmente aceptado argumento general del libro es, en efecto, que la crisis comenzó en el centro del sistema. La ocupación francesa de 1808 confrontó a todos los miembros de la monarquía, a ambas costas del Atlántico, con disyuntivas afines respecto del origen y el ejercicio de la soberanía y abrió las puertas a un compartido repudio al régimen absolutista de gobierno. De ello no se desprende, empero, que las respuestas a la vacancia regia siguieran impulsos ideológicos semejantes, como sostiene la mencionada corriente historiográfica, pero sí que hubiera habido un periodo corto, aunque intenso, de ajuste entre las tempranas reacciones a los sucesos europeos, signadas por aspiraciones autonómicas y de igualdad entre ambos continentes, y el pleno desarrollo de movimientos separatistas. El punto crítico es que, para los dirigentes españoles del periodo, la opción autonomista nunca fue una alternativa. Según Hamnett, incluso la más emblemática expresión del liberalismo hispánico, la Constitución gaditana de 1812, constituyó menos una solución posible al problema de preservar la integridad monárquica en inauditas circunstancias históricas, que una parte misma del problema; vale decir, un renovado intento de reafirmar la concentración del poder en el centro metropolitano y un inconmovible repudio, bajo el principio de “una única nación”, a otras alternativas constitucionales surgidas en el Nuevo Mundo (pp. 176-177 y 208). De allí que las virulentas conflagraciones bélicas que se desencadenan a partir de 1810 -un fenómeno cuyo decisivo papel en el curso de los acontecimientos Hamnett se propone recuperar y volver a poner en el centro de la escena- no pueden ser entendidas como la mera continuación, por otros medios, de desatendidos anhelos reformistas; fueron más bien la expresión de ambiciones independentistas, cualquiera que fuera el lenguaje con que se legitimaran y la lejana relación que guardaran con la ulterior conformación de los estados nacionales. Aseverar, según escribe el autor en la p. 306, que un “growing sense of American identity, as distinct from European, characterized the political consciousness of creole élites by the time of the dynastic crisis of 1808”, no entraña conceder propiedades ontológicas a construcciones ideológicas retrospectivas de los grupos revolucionarios, como se sugiere con frecuencia en estudios que rechazan el concepto de colonialismo, ni mucho menos suscribir a concepciones de destino manifiesto típicas de las historiografías nacionalistas.
Los capítulos, como se ha dicho, tienen un foco temático específico, lo cual les permite, al menos a muchos de ellos, poseer una unidad propia. Ciertamente, el examen y revisión historiográfica de cada problemática es exhaustivo. A los lectores interesados en aspectos puntuales del proceso poco les llevará identificar material de interés. Los tres capítulos de la parte inicial se concentran en diversas aristas de la evolución de ambos imperios ibéricos durante las décadas previas a la crisis de independencia. El primero discute, a la luz del ambicioso programa de reformas del siglo XVIII, los conceptos de absolutismo y colonialismo, los mecanismos de articulación de las élites locales, las redes sociales y la compleja relación con las autoridades centrales. Como en el resto del volumen, las visiones panorámicas se complementan con análisis de casos, aquí el de la ciudad de Puebla. En el segundo capítulo hay un abrupto cambio de escala: se inquiere sobre las grandes rebeliones panandinas de la década de 1780, a los efectos esencialmente de explorar la visión de la monarquía de los pueblos indígenas, y las continuidades y discontinuidades de este formidable acontecimiento histórico con el posterior proceso independentista. El tercer capítulo examina las bases ideológicas de los imperios ibéricos, tanto los fallidos planes de construir uniones más inclusivas e igualitarias (incluyendo los del cabildo de México, Francisco de Saavedra o Victorián de Villava), como las políticas centralistas que en definitiva se impusieron.
La segunda parte nos ubica en el epicentro del cataclismo que se llevaría consigo las antiguas organizaciones imperiales. Comienza con un examen de los distintos órganos de gobierno y constituciones que surgieron a partir de 1808 en la península y en América, cotejando los desarrollos en el mundo hispano y lusitano y entre regiones tan dispares como el Caribe, el Alto Perú, Nueva Granada, el Río de la Plata y Chile. Torna luego su mirada a la extraordinaria violencia política que, con distintos ritmos y características, se desencadena a lo largo y ancho de Hispanoamérica luego de la caída de la Junta Central de Sevilla en 1810. Las guerras y enfrentamientos armados no aparecen sólo como manifestaciones de antagonismos políticos profundos, como efectos, sino también como productoras de nuevas realidades sociales y representaciones ideológicas. La violencia revolucionaria tiene un poder destructor a la vez que demiúrgico, por más opaco que ello resulte a los actores involucrados. Es sobre este sustrato que operó el más ambicioso programa de reforma de la monarquía hispánica conocido hasta entonces, las Cortes y Constitución de Cádiz de 1812, analizados en el capítulo sexto. En la óptica del autor, lo que en esencia los liberales gaditanos hicieron fue poner en práctica “last-minute attempts to salvage by different principles a Monarchy already in the process of disintegration” (p. 208). Fue una empresa infructuosa por tardía y, desde el punto de vista de buena parte de las élites americanas, por inaceptable políticamente. La sección cierra con una minuciosa reconstrucción de los proyectos contrarrevolucionarios lanzados en la península y América tras el retorno de Fernando VII al trono y las virulentas reacciones que engendró. Se ofrece, al igual que en el resto de los capítulos, un contrapunto con los más acotados levantamientos contra el absolutismo monárquico ocurridos dentro del imperio portugués.
La última parte, dedicada enteramente a la década de 1820, explora los diversos intentos en ambas márgenes del Atlántico de fundar nuevos regímenes de legitimidad en el contexto de sociedades donde todo estaba en discusión: las formas de gobierno (monarquía parlamentaria o absolutista, repúblicas centralistas o federales, instituciones representativas y división de poderes o regímenes de excepción); los contornos de los nuevos estados soberanos; la relación de la Iglesia con el Estado; los alcances de la ciudadanía política; la participación de los sectores subalternos en la vida pública y la economía. Todo estaba en discusión y todo también por hacerse. Al caracterizar el largo y contencioso proceso de construcción estatal en América Latina que para entonces se ponía en marcha, Hamnett emplea una fórmula que bien podría servir de piedra basal de un futuro libro sobre el tema: “hypothetical nations” (p. 304).
Un estudio tan amplio y comprensivo admite múltiples lecturas. A juicio de quien esto escribe, acaso su más trascendente aporte a la ya populosa saga de obras sobre la independencia sea recordarnos el tipo de relaciones coloniales de poder que signaron el desigual vínculo entre los territorios americanos y sus metrópolis europeas; las razones estructurales y de largo aliento que impidieron una reconfiguración del armazón institucional e ideológico de los imperios que hubiera hecho posible la conservación de su integridad espacial; los variopintos proyectos políticos que quedaron en el camino; la lógica profunda de la violencia y la guerra; el duradero impacto de la movilización masiva de los grupos populares en las jerarquías de clase y raza; el carácter contingente, históricamente situado, de los emergentes Estados latinoamericanos. No son quizá argumentos novedosos, pero son ideas que, en el clima historiográfico actual, convendría volver a pensar en conjunto y prestarles la atención que ameritan.