Este libro reviste especial importancia tanto en la historiografía mexicanista como en la obra de su autor. Al examinar la criminalidad violenta en México de 1920 a 1950 por medio de sus espacios, actores y ficciones, Pablo Piccato sostiene que el vínculo entre el crimen, la verdad y la justicia se desvaneció. Los mecanismos para recomponer o reemplazar la relación de esos tres elementos fueron diversos. Incluyeron, cuando menos, un repertorio de impresos y circuitos culturales que van desde periódicos y magazines de estilo amarillista -la nota roja- hasta una narrativa policiaca escasamente atendida para examinar la experiencia histórica de la violencia en las décadas centrales del siglo XX.
A tres años de su publicación en inglés, es natural esperar que esta versión reclame un mayor número de lectores universitarios, así como un público general con interés en el tema. La contemporaneidad de los problemas que estudia basta para convertirla en una lectura necesaria. A esto se suman propuestas sumamente originales para entender en perspectiva histórica la violencia, especialmente cómo ésta ha sido experimentada, comunicada y normalizada. Entre otros efectos, ese proceso ha generado o favorecido cierta tolerancia o aceptación social frente a la infamia.
La relevancia de este libro es unánime en la recepción académica rastreable en al menos cinco reseñas hasta ahora realizadas a la versión en inglés.1 Esto precisa, si no un balance, sí una mínima referencia a la trayectoria del autor, quien suma alrededor de veinte años dedicado a temas y problemas relacionados directa o indirectamente con el contenido de este libro. Con el riesgo de simplificar y esquematizarla, puede decirse que la obra de Piccato acumula ya bastante recorrido sobre dos coordenadas: el estudio de la criminalidad y la violencia, por un lado, y del honor y la esfera pública, por el otro.2
Sin restar ni un ápice de autonomía a este libro, la tentación de pensarlo como continuidad de Ciudad de sospechosos es considerable. Tal vez lo más evidente sea un desplazamiento del análisis inscrito en la historia social a un enfoque culturalista que, sin dejar de ocuparse de los sujetos, atiende con mayor detalle discursos (textos, géneros y autores) y significados socialmente construidos. De su primer libro queda, acaso, el apéndice dedicado al comportamiento de la criminalidad en cifras. Éstas recuerdan que mientras la tasa de homicidios y crímenes violentos por número de habitantes se contrajeron entre 1930 y 1970, su incidencia sobre la prensa y otros circuitos culturales adquirió un protagonismo inédito. Aunque no es la única inconsistencia en la mirada oficial mostrada por el autor, es suficiente para poner atención en una tesis que, a mi juicio, reclama capitalidad historiográfica: el nexo entre crimen, verdad y justicia en México está roto.
Para entender ese rompimiento hay un punto de partida sustentado en un cambio que no fue meramente la reforma del sistema judicial: el fin del jurado popular es tratado como el paso a la opacidad y la marginación de las víctimas. Hasta 1929, mujeres que enviudaron al ejercer justicia por mano propia, magnicidas, abogados histriónicos y un elenco variado transformaron el foro en un espectáculo pedagógico que tocaba a una diversidad de públicos.
No es difícil suponer que liquidar un ritual de esa envergadura exigió algo a cambio, por lo que tampoco fue mera coincidencia la eclosión de la nota roja. Al respecto, Piccato reconstruye la consolidación de este género sobre la base de magazines y otros formatos periodísticos, mostrando reporteros, fotógrafos y empresas editoriales. Queda algo de sus estudios sobre el honor y la opinión, asignando un papel vocal a la esfera pública: la ley podía ser inexacta y los magistrados equivocarse, pero en los impresos podía restituirse la verdad negada por la vía de la justicia.
Además de reconstruir y contextualizar este proceso, aparece una noción que por sí sola es fundamental: la alfabetización criminal. Ningún trabajo había definido con tal acierto las competencias culturales para descifrar el delito, pues con ese binomio Piccato denomina “una serie de conocimientos básicos acerca del mundo del crimen y la ley penal” (p. 23). Así, podría preguntarse de qué servía desarrollar ese utillaje provisto por la nota roja y otras fuentes si no era para entender la realidad e interpelar versiones oficiales. Tal vez gracias a ese bagaje de imágenes y opiniones, el escepticismo frente a los jueces y policías fue un componente en las actitudes de la población frente al Estado y varias de sus instituciones. Difícilmente puede sustraerse, entonces, ese fenómeno comunicativo de una emocionalidad política en la percepción y crítica hacia las autoridades mexicanas.
Es, además de importante, sumamente original para entender la relevancia de registros y representaciones que, hasta entonces, los estudios solían juzgar por su incorrección, morbo y deshumanización de las víctimas. Esto conduce a poner en un primer plano al agresor, como muestra el capítulo dedicado a los homicidas. Al mismo tiempo, la nota roja fue el “vehículo emocional” que normalizó la violencia extrajudicial para castigar a los perpetradores por medio de la tortura, la ley fuga o el linchamiento.
El carácter multidimensional de la violencia y la ilegalidad fue instrumental en instituciones como la policía. Ésta desplegó prácticas ilegales y discrecionales que amenazaron en más de un sentido a las personas que capturaba, sometiéndolas a torturas para obtener confesiones y, en ese sentido, fabricar culpables. El extremo de esa violencia fue la muerte del sospechoso por medio de la ley fuga.
Por su parte, los perpetradores también podían ser funcionales al juego político. El capítulo dedicado a los pistoleros permite entender que los ajustes de cuentas y ejecuciones formaban parte del oxímoron revolución institucional y del estilo gangsteril de caciques como Maximino Ávila Camacho. Sin nociones contemporáneas del sicariato, cualquiera podría suponer que estos matones a sueldo eran estereotipos y villanos en representaciones fílmicas del cine de oro mexicano. Sin embargo, los pistoleros fueron sujetos que desempeñaron la violencia en las contiendas por el poder político y económico hasta que operó una suerte de cooptación por medio de órganos de contención política durante el alemanismo. Las agencias de inteligencia e infiltración extendieron la tortura, la ley fuga y otras prácticas policiales posrevolucionarias con la guerra sucia.
El legado de la impunidad pasó de la incredulidad a la crítica. Igual que la nota roja, las ficciones literarias produjeron información, pero sobre todo relatos que expusieron al público el escarnio, la venganza, así como el juicio sobre victimarios y víctimas de violencia. Cabe preguntarse si ejercieron funciones equiparables a las que desempeñaban las plazas públicas y el teatro de la justicia de Antiguo Régimen. Ambas fueron actos comunicativos y generaron lecciones que pretendían mostrar a la sociedad que no solamente atestigua, sino que se conmueve, opina y desarrolló el alfabetismo criminal.
En la revisión de los casos y circuitos culturales, tal vez pasan algo de lado teorías conspirativas y “noticias falsas”. A mi modo de ver, el diálogo con el estudio citado de Luc Boltanski pudo explorar otros ejes. Especialmente, la tesis de vincular el surgimiento de la novela policial y la de espionaje con la paranoia y, naturalmente, con la desestabilización de la verdad producida por el Estado y sus efectos sobre la investigación. Con toda distancia, Piccato guiña el ojo a este autor en el capítulo dedicado a la literatura policial en la última parte del libro. En éste se ponderan los impresos y una literatura relegada e incluso “desautorizada” (cabe recordar que se desconoce la identidad del escritor detrás de algunos seudónimos).
Por último, sería incorrecto asumir que el campo ha permanecido al margen del escrutinio histórico. De hecho, en las últimas décadas la justicia penal, la criminalidad y la violencia han sido estudiadas con cierta profusión en América Latina y México ha sido parte de este impulso historiográfico. Sin embargo, este libro se diferencia de otros estudios por restar protagonismo al Estado, asignando el mayor espacio posible a sujetos y opiniones de la sociedad civil. Para ello restituye expresiones que, sin dejar de posicionarse frente al poder público, no se orientan a entender la formación ni el desempeño de instituciones.
Para terminar, decía Arlette Farge que, sometida “a nuevas interrogantes de cara a un presente cruel e inasible”, la reflexión sobre la violencia y sus interpretaciones es tan ambiciosa como utópica. Pensarla históricamente tal vez no ofrezca una salida, pero atempera “el sentimiento de fatalidad e impotencia”3 Con el epílogo del libro y las conexiones para entender el presente, Historia nacional de la infamia le da un sentido a dicha reflexión. Para neutralizar actitudes tolerantes y hasta complacientes frente a la impunidad, un principio fundamental es entender la formación y consolidación de dichas actitudes. El examen ponderado de este fenómeno social y cultural encuentra en este libro un giro sugerente.