En su trabajo sobre el diario de Modesto de la Torre Claudia Guarisco nos ofrece una interesante reconstrucción de la historia social, cultural y paisajística de los habitantes y territorios a la vera de los caminos reales de Veracruz a la ciudad de México: el de Veracruz-Córdoba-Orizaba-Puebla y el de Veracruz-Xalapa-Perote-Puebla. De la Torre tuvo como guía la obra de Alexander von Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, que despertó su curiosidad y lo motivó a seguir sus andanzas. Este diario bien podría ser el primer compendio de los muchos escritos después de 1821 por inversionistas y aventureros ingleses, franceses, alemanes y norteamericanos, que buscaron fortuna en México y adquirieron tierras, minas o se dedicaron al comercio. De la Torre asegura que, gracias a su “compañero de viaje”, logra aprovechar mejor sus correrías y de paso constatar que lo escrito por el barón era todo verdad.
Resulta pertinente aclarar lo complicado que resulta reseñar un libro dividido en 74 páginas de estudio introductorio y 167 del diario de viaje. Es meritorio el esfuerzo realizado por Guarisco para dar a conocer la obra de Modesto de la Torre. Sin embargo, tengo la impresión de que la introducción no se corresponde con el contenido de la obra ni con su importancia para el tiempo presente.
Dar noticias de sus viajes casó mejor con la naturaleza de Modesto de la Torre. Su hoja de servicio revela que, en cambio, su desempeño como militar fue irrelevante, sin brillo ni gloria, y con intermitentes altas y bajas del ejército español. En 1809 ingresó como cadete en el regimiento de infantería de Burgos, con el que participó en varios enfrentamientos contra los franceses, y fue hasta 1811 cuando alcanzó el grado de subteniente. Demasiado tiempo para lograrlo en situaciones de guerra. Con ese grado llegó a México en 1821 como parte de la comitiva que acompañaba al jefe superior político y capitán general de la Nueva España, Juan de O’Donojú. Fue partidario de la monarquía absoluta, llegando incluso a aceptar el grado de subteniente nada más y nada menos que del virrey golpista Francisco Novella en la ciudad de México. Dicho ascenso no prosperó, y fue hasta 1830, en el contexto de las guerras carlistas en España, que se le reconoció el grado de manera retroactiva a 1815 y el de capitán a 1827. Por orden de la Junta Revolucionaria de Madrid fue encarcelado en 1840. Murió 13 años después.
El diario de viaje comienza el 29 de mayo de 1821, día en que zarpó de Cádiz, y termina con su regreso al mismo puerto un año después. La aventura de ida se prolongó más de lo programado por la presencia de buques enemigos que infestaban el Caribe. La flota tuvo que desviar su rumbo hacia Puerto Cabello, Venezuela, uno de los pocos lugares todavía en poder español y refugio de miles de desplazados por la guerra sudamericana y que a toda costa intentaban abandonar los territorios en disputa. A De la Torre le llamó la atención la presencia de población negra e indígena, especialmente la que prestaba servicio en las armas del rey. Reprobó el nulo uniforme y elegancia de la tropa de caballería: “todos iban en cueros sin más ropaje que el taparrabos. Sus cuerpos desnudos parecen estatuas de bronce, y sobre ellos descansa la pesadez y deforme fornitura que hace toda su divisa militar”.
El 31 de julio llegaron a su destino final, Veracruz, y tres días después saltaron a tierra. Como era de esperarse, desde su arribo comenzaron los decesos de los recién llegados a causa de la temible fiebre amarilla o vómito prieto. Para los sobrevivientes de la comitiva fue un alivio iniciar el camino tierra adentro. “El 23 de agosto de 1821 a las cuatro y media de la tarde dejé esta pestífera ciudad, y en ella sepultados compañeros y amigos tan eternos en mi memoria como dignos de una muerte más gloriosa.” A ello se sumó la “borrasca en asuntos políticos” con la llegada del emisario de Agustín de Iturbide, el español Juan Orbegozo con el propósito de concertar una reunión entre ambos líderes en la villa de Córdoba.
Para una historia de la biodiversidad, del uso y aprovechamiento de los recursos naturales, de los pobladores y su cultura de la planicie del Golfo de México, el diario de Modesto de la Torre tiene una relevancia de primer orden: a pesar de la introducción de animales domésticos y plantas provenientes de Europa y América, como el árbol del Perú o pirul (Schinus molle), la transformación de los ecosistemas y los paisajes iniciada desde el siglo XVI con el uso de herramientas e insumos europeos todavía no era tan extensa como lo fue a partir de la segunda mitad del siglo XIX -y hasta nuestros días- debido a la expansión de los monocultivos y con la penetración de capitales y el uso de nuevas tecnologías, como la motriz. El viajero se maravilló de la belleza de los diversos paisajes, desde las tierras bajas de la costa hasta las altas montañas y los lagos y ríos. Durante su recorrido le llamó la atención el disperso poblamiento con pequeños caseríos. Se sintió feliz al dejar atrás los arenales de Veracruz para penetrar en las zonas de bosques rumbo a Córdoba. Le resultaba imposible no admirar la frondosidad, la “inmensidad de árboles que forman los contiguos bosques, y la infinidad de plantas nuevas que llaman la atención de un europeo”.
De la Torre fue un fiel admirador de la cultura popular mexicana en cualquiera de sus expresiones. Su primer contacto fue con la jarocha, la construida por hombres y mujeres de las costas veracruzanas y que en su mayoría eran afrodescendientes. Pero como lo señala Antonio García de León, “la identidad jarocha se fue acumulando en una costa tropical, húmeda y poco poblada, con regiones pantanosas, de llanuras ganaderas de monte bajo o surcadas por las cuencas de varios ríos que desembocan sus aguas en el Golfo de México, y cuya población más característica eran los campesinos y vaqueros mestizos descendientes de la triple raíz indígena, africana y europea”.1 Cabe recordar que el intento de abolir el sistema de castas formó parte de la política del Estado borbónico desde mediados del siglo XVIII. Fue en este contexto que los descendientes de africanos, de ser considerados “negros y mulatos” cambiaron a “morenos y pardos” y a los que los revolucionarios insurgentes denominaron “trigueños”; a partir de 1820 el gentilicio mutó a “jarocho”. García de León otorga al fandango uno de los rasgos más distintivos de la cultura jarocha: se trataba de una fiesta que “daba identidad al mundo de los blancos, mestizos, negros y mulatos que compartían la cultura local sin identificarse ni con los peninsulares ni con los indios”.2
Otra característica del ser jarocho era su vestimenta del diario y de lujo, el “sombrero chairo”, el pañuelo de sol, las botas de piel de venado y los zapatos borceguíes con punta y abrochados por el costado. En las crónicas de viajeros escritas después de 1820 siempre están presentes la música, el canto, el baile y la oralidad como acompañantes de todo caminante. Luego de una extenuante jornada y después de la cena, las personas se agrupaban en torno a una fogata para intercambiar experiencias y relajar el espíritu. Los relatos sobre estas reuniones, así como las fiestas populares, recorren todo el diario. De hecho, antes de embarcarse rumbo a Cádiz, De la Torre tuvo la oportunidad de asistir a un “baile de platillo” cuya concurrencia era “gente baja del pueblo y la negrería”. Los músicos eran dos blancos y tres negros con un arpa, tres violines y un bandolín. Los cantantes era un número indeterminado de personas de todos colores, lo mismo que los bailarines y bailarinas.
Los indígenas fueron otro grupo social que llamó la atención del viajero. Los diferenció entre los que vivían en comunidad y los trabajadores de las haciendas. Los primeros estaban menos expuestos a los abusos y maltrato de los no indios. Le impresionó su delicadeza para cincelar, pintar y esculpir la madera y el trabajo en barro, su amor por la naturaleza y por el cultivo de plantas y flores. De igual manera, el apego a su cultura y religiosidad expresadas en las celebraciones y festividades. Muchas veces los miembros de las comunidades por temporadas prestaban su servicio en haciendas. Por ejemplo, en 1822, en la hacienda de Santo Domingo, cerca de Río Frío, el militar se cruzó con un grupo de mujeres tlaxcaltecas recién llegadas al lugar para trabajar en el campo. El dato es harto interesante por la ausencia de hombres a causa de la guerra, pues seguramente habían sido reclutados para engrosar las filas de los ejércitos y alguien debía levantar la cosecha.
En cambio, los indígenas desplazados de sus pueblos terminaron como peones en las haciendas, en las que se les trataba como auténticos esclavos. Para De la Torre no pasó desapercibido el conflicto latente entre criollos e indígenas, el trato inhumano de los primeros contra los segundos. En la hacienda de San Francisco Coscomatepec, cerca de Amozoc, Puebla, fue testigo del trato a indígenas con claros signos de esclavitud. “Yo he visto azotar, dar pescozones y arrestar a indios e indias por criollos desnudos de autoridad pública [… ] los he visto dar latigazos al indio porque la dirección del surco no iba tan recta como se quería.” Otro acto de humillación ocurrió en la hacienda de Xalapasco en la que, antes de ir a trabajar, los indios debían “presentarse a la puerta del amo para rogar a Dios que prolongara sus días y aumentara su fortuna”.
El viajero se maravilló de la grandeza y belleza de las ciudades de Puebla y México. Sobre la primera, siempre con el Ensayo político de Humboldt, de la Torre recorrió la ciudad; dejó su testimonio sobre la grandeza de Puebla con sus barrios estratificados social y económicamente; destacó las amplias calles y avenidas, las plazas y fuentes, los edificios religiosos, públicos y privados. También visitó el barrio de las pulquerías, a las que concurría la “gente ordinaria y pillería”, de nombre léperos o zaragates. El clero poblano fue severamente cuestionado por la inmoral conducta de muchos de sus miembros: “Es muy común verlos amancebados y tener con el mayor escándalo dentro de su misma casa a sus hijos naturales llevando el apellido de sus padres”. También arremetió contra ellos al tolerar las desviaciones de la feligresía respecto a los principios religiosos. En Puebla los clérigos no participaban en las procesiones que diariamente recorrían la ciudad para honrar a su santo patrón. Con plena libertad los feligreses hacían un alto en las pulquerías para luego continuar con su peregrinar y al final terminar en una auténtica borrachera.
Desde su entrada al Valle de México el militar pudo observar su sistema lagunar, ya disminuido en volumen debido a la evaporación natural del agua y al desagüe de Huehuetoca, lo que había desencadenado la “ruina de los antiguos arbolados”. Ya en la ciudad recorrió plazas, calles, paseos y avenidas, y visitó los principales edificios. Tuvo también la oportunidad de admirar las fiestas por la independencia de México y la feria de los primeros días de noviembre durante la cual los pobladores degustaban calaveras y huesos de dulce: “y cuando veía a los mexicanos chupar con tanto gusto los cráneos o canillas de esta ridícula confitura, me parecía un recuerdo del reinado antropófago de Moctezuma”. Al visitante no le mereció respeto alguno Agustín de Iturbide. En sus escritos se mostró antagónico al futuro emperador, pero no así a la Güera Rodríguez, “mujer de historia, y de travesura, hermosura antigua, cuyos restos a pesar de no ser muy de moda, llaman la atención del pueblo atolondrado”. Aseguraba que detrás de la personalidad de Iturbide estaba ella como reguladora de su conducta política.
Seguramente otros estarán en condiciones de abonar, aún más, a las enseñanzas derivadas de la infinidad de temas no abordados en esta presentación.