A pesar de que hoy en día nadie duda en considerar Poeta en Nueva York (1949)1 como una de las obras más importantes de Federico García Lorca, hay un enorme desequilibrio entre la producción crítica escrita alrededor de este poemario y aquella que gira en torno a otras obras importantes del granadino, como el Poema del cante jondo, el Romancero gitano, el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y los dramas rurales, por nombrar sólo unas cuantas2. Aunque el panorama crítico se fue enriqueciendo paulatinamente a partir de la década de 1980, muchos de los estudios publicados se han limitado a explorar tal o cual aspecto individual del libro, sin ahondar lo suficiente en la “lógica lírica” que une y caracteriza el conjunto de sus poemas, y sobre la cual el poeta insistió una y otra vez en sus escritos.
Antes de publicar los poemas que conformarían Poeta en Nueva York, Lorca decidió darlos a conocer por medio de recitales3. Para tal fin, redactó una conferencia-recital en la que intentó explicar los mecanismos de la nueva “lógica lírica” en la que había decidido incursionar:
Esta clase de poemas que voy a leer -dice Lorca-, por estar llenos de hechos poéticos dentro exclusivamente de una lógica lírica y trabados tupidamente sobre el sentimiento humano y la arquitectura del poema, no son aptos para ser comprendidos rápidamente sin la ayuda cordial del duende (Maurer y Anderson 2013, p. 134) 4.
La lógica lírica que adoptan los poemas que pueblan el universo de Poeta en Nueva York se suspende en un punto de tensión entre el orden y el caos, entre la certeza tranquilizadora de las estructuras métricas tradicionales y el misterio de un ritmo cuya fuerza nos arrastra hacia lo desconocido. Hasta en una cala muy superficial de los poemas podemos darnos cuenta de la heterogeneidad con que están elaborados. Ocho de los treinta y seis poemas comienzan a desarrollarse en cuartetos, pero sólo tres de ellos mantienen esta división de principio a fin5. Los poemas “Vaca”, “Niña ahogada en el pozo (Granada y Newburgh)” y “Ruina” están escritos íntegramente en tercetos, y el poema inaugural “Vuelta de paseo” se construye (a partir de la primera separación estrófica) en pareados. La mayoría de los poemas restantes cuenta con una división estrófica irregular. Finalmente, hay que mencionar el ejemplo extremo que ofrece el poema en prosa “Amantes asesinados por una perdiz”, que en un alarde de libertad formal prescinde no sólo de la división estrófica sino incluso del verso propiamente dicho. Si nos atenemos al análisis métrico, sólo dos de los treinta y seis poemas que conforman Poeta en Nueva York tienen estructuras métricas regulares: “Tu infancia en Menton”, escrito en endecasílabos, y “Nacimiento de Cristo”, escrito en alejandrinos. Los demás poemas presentan desde versos monosilábicos -como el enfático yo que encabeza los tercetos de la segunda parte de “Nocturno del hueco”- y trisilábicos -como los versos inaugurales “Enrique / Emilio / Lorenzo” de “Fábula y rueda de los tres amigos”-, hasta versículos de veinticuatro sílabas -en versos como éstos cobra indudable importancia la regularidad métrica de los hemistiquios.
¿Cómo debemos interpretar tanta variedad métrica? Miguel García-Posada fue uno de los primeros críticos que, más allá de calificar Poeta en Nueva York como una “sombría” novedad (adjetivo que utiliza José Bergamín para describir el poemario en la primera edición de 1940), intentó descifrar los elementos temáticos, estructurales y estilísticos del poemario que lo emparentaban con el resto de la producción lorquiana: “Porque no hay «dos» Lorca”, argumentó García-Posada; “hay, por el contrario, un universo poético complejísimo -el más complejo acaso de toda la poesía española-, que se manifiesta en un sistema formal tan rico como profundo” (1981, p. 8). Uno de sus grandes aciertos consistió en prestar atención no tanto a la aparente ruptura métrica cuanto a las deudas que el libro tiene con la métrica tradicional6. Poeta en Nueva York, dice García-Posada, es “uno de los grandes libros que consolidan el cultivo del verso libre en la poesía española… Sin embargo, la deuda que la métrica del libro tiene con la tradición, es más fuerte de lo que, en un principio, cabría pensar” (p. 195). A pesar de la aparente libertad de los versos, García-Posada observa una “tendencia a cierta uniformización métrica y consiguiente dominio del verso blanco sobre el libre” (p. 200)7. Lorca no renuncia del todo a una estructura métrica, como demostró en su momento García-Posada, sino que lleva al extremo las posibilidades expresivas de la versificación8. Hay un elemento al cual, sin embargo, García-Posada no prestó mucha atención. El crítico lorquiano analizó los aspectos formales concentrándose en el metro, la rima y la estrofa. Con ello, dejó un poco abandonado un cuarto elemento fundamental en la poesía lorquiana y muy particularmente en el poemario neoyorquino: el ritmo acentual.
La poca atención que brindó García-Posada al ritmo acentual es de extrañarse, dado que su análisis se había visto influido por uno de los estudios más sugerentes que se han hecho sobre el ritmo en la obra de Federico García Lorca (sobre todo en relación con poemarios anteriores a Poeta en Nueva York). Me refiero al ensayo “La intuición rítmica de Federico García Lorca” de Tomás Navarro Tomás. Para Navarro Tomás lo que define, más que otra cosa, la poesía del granadino es el dominio total que el poeta demuestra tener del ritmo acentual9. Navarro Tomás intenta demostrar que la maestría de Lorca no tiene tanto que ver con su profundo conocimiento de las estructuras métricas cuanto con su manejo de los metros “en la variedad de sus posibilidades rítmicas”10. Al analizar la variedad rítmica de los octosílabos lorquianos, Tomás Navarro Tomás (pp. 373 ss.) encuentra que el poeta practicó todas las combinaciones rítmicas que se permiten en el octosílabo: tanto las de ritmo uniforme (trocaico y dactílico) cuanto las de ritmo mixto (trocaico-dactílico y dactílico-trocaico). Aún más, da múltiples ejemplos que ilustran la forma en que el poeta utiliza estas variedades rítmicas en plena consonancia con los estados anímicos que quiere imprimir en sus versos. La conclusión es que Lorca juega no tanto con la rima octosilábica cuanto con las posibilidades rítmicas dadas por el acento.
El predominio del ritmo acentual en la poesía del granadino está en plena consonancia con su formación artística y musical. Como se sabe, Lorca no sólo fue una joven promesa musical, amigo y alumno de Manuel de Falla, antes de convertirse en hombre de letras reconocido, sino que también desde muy joven apreció, investigó y cultivó la música tradicional y popular11. Desde luego, se ha escrito mucho sobre la influencia de la lírica tradicional y popular en la poesía de Lorca, pero no siempre se ha reparado en dos características importantísimas procedentes de la lírica tradicional que recaen directamente en la elaboración del poemario neoyorquino: el ritmo acentual y el verso libre.
Pedro Henríquez Ureña (1933) fue uno de los primeros en destacar la intrínseca relación entre los orígenes de la poesía hispánica y el verso irregular. Su investigación repara en el hecho de que la versificación irregular y el ritmo basado en estructuras acentuales, no silábicas, no es algo nuevo en la poesía hispánica, sino que está ya inserto en los propios orígenes de manera casi natural y como fenómeno previo a la aparición de estructuras métricas identificables. El crítico reconoció una tendencia de ametría en la poesía épica medieval (p. 9), pero también dio cuenta de una versificación puramente acentual que persiste aún después del establecimiento de la métrica por parte de los poetas cultos (p. 37). En el contexto de este trabajo me interesa particularmente el capítulo que Henríquez Ureña dedica a los Cancioneros de Galicia y Portugal. Henríquez Ureña sugiere que el sistema rítmico de Portugal y Galicia, probablemente extendido a León y Asturias, hubo de ser “en la poesía estrictamente popular, cantada y bailada, más rico, más libre que el de los Cancioneros”. “No sería excesivo -continúa- suponerle una variedad potencial comparable a la fluctuación del verso amétrico castellano, pero gobernada por los acentos fijos del canto y la danza” (p. 49). Al ponerse por escrito, incluso las canciones de origen popular tendieron a la regularización silábica, y se descuidó la importancia que se prestaba a los acentos. Gracias a esta fijación textual, el ritmo acentual terminó anexándose a estructuras silábicas determinadas12. Por último, Henríquez Ureña (p. 51) dedica un apartado a exponer ciertas observaciones que la filóloga Carolina Michaëlis hizo en torno a los cancioneros. La filóloga, dice Henríquez Ureña, llegó a la conclusión de que, a medida que los moldes silábicos se rompen, los acentos tienden a cobrar importancia. Michaëlis (1904, t. 2, p. 92) insiste sobre el decisivo papel que desempeña el ritmo acentual en los bailes populares: “Cuanto más veo y oigo de las danzas y la música peninsulares -donde el ritmo es todo-, tanto más me persuado de que los gallegos, astures, cántabros, lusitanos, de antaño y de hoy, no cuentan las sílabas”.
Volviendo a nuestro poeta, García Lorca tenía un inmenso repertorio de canciones populares andaluzas, directamente aprendidas, y también de canciones que descubrió al asomarse a los diversos cancioneros13. Es muy posible, pues, que este conocimiento adquirido a lo largo de su trayectoria vital hubiese facilitado la incursión del poeta en versificaciones “libres”, de corte “vanguardista”. Aún más, el hecho de que estuviera en un terreno familiar hizo que pudiera imprimir en el verso libre el perfil ya plenamente desarrollado de su propia concepción rítmica o, como él la llama, su “lógica lírica”. En Poeta en Nueva York se pueden reconocer estructuras rítmicas ligadas a esquemas métricos, lo mismo que ritmos hechos a partir de recursos diversos tales como el acento, la gama fonética, los patrones silábicos, los tiempos verbales y las estructuras sintácticas14. Lo que propongo en este artículo es identificar de qué manera se traza el ritmo en tres poemas de Poeta en Nueva York: “El rey de Harlem”, en que predomina el verso libre, “Pequeño vals vienés”, que cuenta con una métrica aparentemente más regular, y “Son de negros en Cuba”, que reproduce el ritmo del son cubano. Para resaltar la función rítmica que cumplen los diversos recursos del lenguaje, en los tres poemas estudiados intentaré acompañar mi análisis con un breve resumen de las ideas que cada poema parece expresar.
“El rey de Harlem”
En Poeta en Nueva York Lorca incluye tres odas: “Grito hacia Roma (desde la torre del Chrysler Building)” y “Oda a Walt Whitman” (ambas de la sección VIII), y una tercera titulada “El rey de Harlem”. Las tres están dedicadas a celebrar o denunciar otras tantas figuras humanas: en la “Oda a Walt Whitman”, al autor de Leaves of grass, en cuanto poeta que salvaguarda los ideales de cierta homosexualidad; en “Grito hacia Roma”, a la figura del papa en cuanto personificación de la hipocresía de la Iglesia católica; y en “El rey de Harlem”, a un personaje imaginario, perfilado como el máximo representante de la causa de la comunidad afroamericana de Nueva York. La oda que aquí nos ocupa, “El rey de Harlem”, se publicó originalmente en 1933 en el primer número de Los Cuatro Vientos, una de las últimas revistas de la generación del 27, promovida por Pedro Salinas, Jorge Guillén y Dámaso Alonso. Al momento de su publicación, el poeta la caracterizó como una oda (“Oda al rey de Harlem”); y, en efecto, el poema presenta características semejantes a las otras dos odas mencionadas.
Los estudios consultados sobre este poema -o, de manera más amplia, relativos a la sección de “Los negros”- señalan contradicciones en la manera en que Lorca reflexiona sobre el conflicto negro. Brian Morris (1999), por ejemplo, considera que la celebración y la alabanza de los negros encuentran su contradictoria personificación en la patética figura del rey conserje, que blande una cuchara de palo en un gesto simbólico de supuesta supremacía: “Al obligarnos a identificar al rey como agente de estas acciones insensatas, Lorca necesariamente nos hace poner en tela de juicio tanto la verosimilitud de Harlem como monarquía, como el estado mental del monarca”. Según Morris, el rey de Harlem se presenta “como un profeta condenado, como tantos profetas, a clamar en el desierto, o en este caso, a continuar existiendo en la esclavitud sin la posibilidad de encontrar la Tierra Prometida” (p. 35). Su tesis principal es que el poema exalta la alegría vital de los negros, al mismo tiempo que da cuenta de sus actitudes contradictorias (su recelo hacia los blancos y el anhelo, a la vez, de adoptar su forma de vida) y de las condiciones infrahumanas en que viven.
La interpretación que nos ofrece Christopher Maurer (1986) del poema, si bien más positiva, coincide con la de Morris en destacar las contradicciones en la visión que el poeta ofrece del conflicto racial que viven los negros. Maurer considera que, por lo menos en sus conferencias, Lorca repite ciertos clichés de la literatura negra -una literatura escrita tanto por blancos como por negros- que, de forma idealizada, ve la raza negra como aquella que no ha sido envenenada por los procesos enajenantes de la modernización. Los defensores de este racismo romántico -para emplear un concepto que Maurer toma de George M. Fredrickson (1972)- celebran “la aparente amoralidad del negro; su alegría; su superioridad frente a la mecanización del mundo blanco; su proximidad a la naturaleza y su capacidad creadora” (p. 149). Aun así, según Maurer, la transfiguración de esta perspectiva romántica, si bien queda plasmada en “Norma y paraíso de los negros”, no parece articular, en cambio, las ideas plasmadas en la oda. La “Oda al rey de Harlem” busca, por el contrario, ser un “«grito de aliento» para los negros que se avergonzaban de serlo” (p. 145). Finalmente, Maurer considera que Lorca supera el cliché romántico al reconocer y denunciar al mismo tiempo las condiciones paupérrimas de dicha comunidad: “Su visión de un día de justicia y de ira en que el antagonismo racial se resolverá de manera violenta, le separa nítidamente de la mayoría de los poetas negros de lengua inglesa que abordaron estos temas” (p. 150).
Según mi percepción, en “El rey de Harlem” el poeta oscila entre dos modos de encarar el fenómeno de la comunidad negra de Nueva York: por un lado, alienta la lucha de la comunidad afroamericana por restituir su dignidad, y, por otro, reconoce el cansancio y la tristeza de aceptar que, incluso antes de librarse, esa batalla ya está perdida. El resultado es un poema que funda sus parámetros en medio de la ambigüedad y la oscilación. Esto, a su vez, queda reflejado en la presentación de dos perspectivas distintas: una descriptiva, marcada por el pretérito imperfecto y de ritmo pausado, y otra imperativa, de ritmo acelerado, en que se incorpora directamente el apóstrofe lírico.
Lo que intentaré demostrar es que estas perspectivas dialogan entre sí mediante la modulación rítmica. El ritmo ofrece la forma perfecta de representar la convivencia de dos modos de acercarse a la circunstancia vital de la comunidad negra. A continuación, resumiré brevemente las ideas que se desarrollan en el poema para pasar después a estudiar cómo la exposición de estas ideas se apoya en un ritmo cuidadosamente articulado.
Los primeros versos de la oda comienzan con la descripción de acciones irreverentes realizadas por el rey de Harlem: “Con una cuchara / le arrancaba los ojos a los cocodrilos / y golpeaba el trasero de los monos” (vv. 1-3). Parecería que el hombre ejerce una violencia sin sentido hacia el mundo animal. Estos versos hacen pensar que las acciones de violencia corresponden a un esquema primitivo donde manda la ley del más fuerte. Al mismo tiempo, el pretérito imperfecto empleado en estos versos -y en otros más repartidos a lo largo del poema- señala una continuidad en las acciones descritas: arrancaba, golpeaba, como si todo permaneciera igual desde el principio de los tiempos y no hubiese alguna señal de cambio: “Fuego de siempre dormía en los pedernales / y los escarabajos borrachos de anís / olvidaban el musgo de las aldeas” (vv. 5-7). La perspectiva descriptiva en pretérito imperfecto continúa por dos estrofas más, mostrando imágenes de desolación (“Aquel viejo cubierto de setas / iba al sitio donde lloraban los negros”, vv. 8-9) o de violencia continua (“los niños machacaban pequeñas ardillas / con un rubor de frenesí manchado”, vv. 15-16). Estas imágenes, que nos remiten al repetido y absurdo uso de la fuerza física, chocan de pronto con el cambio de perspectiva imperativo que se introduce en los versos que siguen. Si en un principio la violencia se ve como algo inútil, aquí la voz del poeta pide que se canalice hacia fines más concretos: es preciso actuar, “cruzar los puentes / y llegar al rubor negro”, para que “el perfume de pulmón” “nos golpee las sienes con su vestido / de caliente piña” (vv. 17-21). Mientras que la primera perspectiva, algo alejada en el tiempo, sólo daba fe del uso inútil de la fuerza, aquí la voz lírica parece exaltarse ante la posibilidad de un verdadero cambio: “Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente” (v. 22). Y la finalidad de esta acción es clara (vv. 26-30):
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
La perspectiva imperativa invita a la acción, a redireccionar la violencia que, mal encaminada, estaba resultando actividad inútil. Pero, de nuevo, la voz parece retraerse y mostrar dudas ante la posibilidad de ganar la lucha (vv. 31-35):
¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero con un traje de conserje.
Si antes se había presentado al rey como alguien capaz de luchar a favor de la restitución de la comunidad negra en Harlem, aquí se revela que ese rey es sólo un “prisionero con un traje de conserje” (v. 35). Cuando la lucha por fin se lleve a cabo, los negros terminarán por hacer suyos los valores del hombre blanco (su pasión por la ciencia y por la vida mecanizada), destruyendo así una posibilidad real de emancipación15 (vv. 106-110):
Entonces, negros, entonces, entonces
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas,
y danzar al fin sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.
La salvación, por lo visto, no supone, ni de lejos, un escenario idílico. Por el contrario, la condena permanece, por más que los negros intenten restituir su dignidad perdida. La lucha del conserje, presentado como el rey de Harlem, no supone más que una permanente derrota. Esta figura, en principio majestuosa, acaba siendo un Moisés asesinado “en los juncos del cielo”. La colectividad anunciada en el adjetivo negro se confunde con el nombre del barrio de Harlem. Los negros y Harlem comparten un mismo destino y, por ello, funcionan en el poemario casi como sinónimos. La estrofa final (vv. 111-119) es un llanto desesperado que lanza la voz lírica al darse cuenta de que la lucha, interminable, es ya una derrota anticipada:
¡Ay Harlem disfrazada!
¡Ay Harlem amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor.
Me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
El llanto de Harlem llega a los oídos del poeta mediante la inmundicia de sus calles, mediante aquel rey que lucha y luchará desesperado hasta que sus barbas lleguen al mar. El poeta, por momentos emocionado a causa de la esperanza que despierta la lucha, termina anticipando una condena perpetua.
Al resumir las ideas principales del poema, he querido demostrar cómo su articulación supone cierto vaivén del poeta entre dos perspectivas contradictorias. Y es que me interesa destacar cómo esta tensión se halla en plena consonancia con un ritmo sinuoso e irregular. El poema se acelera y desacelera hasta llegar a un ritmo estable, para luego romper de nuevo con la cadencia que se había logrado asentar. Los recursos que el poeta introduce para lograr este vaivén rítmico son diversos: la longitud silábica de las palabras, la variación fonética, los tiempos verbales, las estructuras sintácticas, las vocales, los acentos antirrítmicos y un repertorio bien trabajado de figuras retóricas de repetición. El resultado es la creación de un cuerpo de emociones cuidadosamente orquestado que subyuga al oyente, sobre todo cuando se recita en voz alta. A continuación, analizaré en detalle de qué manera se construye esta modulación rítmica.
Es importante notar cómo las dos perspectivas mencionadas -descriptiva e imperativa- se traducen a su vez en esquemas rítmicos oscilantes. La perspectiva descriptiva aparece por primera vez en el conjunto estrófico conformado por los versos 1 a 16, que se caracteriza por el predominio de verbos en pretérito imperfecto: arrancaba, golpeaba, dormía, olvidaban, lloraban, crujía, llegaban, huían y machacaban. Además de que los verbos presentan acciones que crean una atmósfera en principio negativa, lo más interesante es que tanto sus sílabas cuanto sus acentos terminan por contagiar las palabras que los acompañan. El ritmo establecido por los verbos con cuatro sílabas desencadena la presencia de los sustantivos cocodrilos y pedernales, y, de forma paralela, los verbos con tres sílabas quedan ligados a palabras de formación semejante: cuchara, trasero, borrachos, aldeas, cubierto, podrida, montones, pequeñas, ardillas y manchado. Parecería que los verbos establecen el ritmo de acentuación grave para de allí propagarse como un eco por los demás versos. Este predominio del acento grave, además, hace que los acentos se trasladen a posiciones que no coinciden con el acento estrófico, como se puede ver, por ejemplo, en los versos 2 y 3, donde predominan los acentos antirrítmicos: “le arrancaba los ojos a los cocodrilos / y golpeaba el trasero de los monos”16. La prevalencia de un esquema polirrítmico obedece, finalmente, al deseo de establecer una identidad rítmica propia17.
Hay, pues, cierta abundancia de palabras graves que da como efecto un ritmo llano, individualizado según los propios parámetros estéticos que el poema propone18. En el resto de versos con modalidad descriptiva (36-39, 43-51 y 83-86), el pretérito imperfecto seguirá imponiendo este ritmo. Si la modalidad descriptiva tiene como elemento esencial la repetición, como eco, del ritmo marcado por el pretérito imperfecto, en la modalidad imperativa, como se verá líneas abajo, la repetición se trasladará ahora a las estructuras sintácticas.
Hasta ahora la voz lírica se había mantenido algo alejada de la acción en el tiempo o el espacio. En la modalidad imperativa el poeta toma la palabra y, al introducir el pronombre personal nos, se une a la colectividad a la cual dirige su exigencia exaltada (vv. 17-21):
Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.
La estrofa inicia con un enfático “Es preciso”, seguido de las acciones que el poeta considera necesarias. El poeta hace suya la causa y explícitamente pasa a formar parte del colectivo que defiende. Esta estrofa con versos octosílabos, eneasílabos, endecasílabos y hexasílabos queda ligada tanto por su significado cuanto por su patrón rítmico con la estrofa que sigue (vv. 22-30), sólo que en esta nueva estrofa los versos largos se extienden hasta alcanzar unas 24 sílabas:
Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente,
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
A pesar de la aparente longitud de algunos versos, muchos se forman mediante la combinación de hemistiquios eneasílabos, octosílabos y heptasílabos. La conexión con la estrofa anterior se manifiesta en varios niveles. Ante todo, podemos notar el uso de varias figuras retóricas de repetición llevadas a un nivel estructural. Parecería, en primer lugar, que toda la segunda estrofa (vv. 22-30) es una epífrasis de la estrofa anterior que busca fortalecer la idea y el ímpetu con que se inició ésta.
Dentro de esta epífrasis entre estrofas se repite la siguiente estructura sintáctica: Es preciso + conjunción y + complemento preposicional para que, la cual, a su vez, hace eco en el patrón acentual de los versos similares; el verso 17 presenta el mismo patrón acentual que el verso 22: “Es preciso cruzar los puentes” y “Es preciso matar al rubio”, sólo que este último se expande para incluir un complemento del objeto directo (que por cierto lleva la misma acentuación en las sílabas tercera y sexta): “vendedor de aguardiente”. Finalmente, ambas estrofas comparten la disposición acentual que sigue al complemento preposicional para que. Puesto que ni la preposición ni la conjunción al inicio tienen sílabas tónicas, se empieza sin ningún acento para poco a poco desencadenar un crescendo acentual que termina en un ritmo acelerado de tipo trocaico: “para que el rey de Harlem cante” (v. 26), “para que los cocodrilos duerman” (v. 27) y “para que nadie dude” (v. 29).
En segundo lugar, el fenómeno de contención/ expansión que se percibe aquí al pasar de una a otra estrofa se repite también dentro de una misma estrofa gracias al uso de la anáfora y de las repeticiones internas; por ejemplo, las asonancias. En todos los casos, es como si el objetivo de las versiones contenidas fuera comunicar el efecto de una emoción que luego se desbordara a fuerza de intensidad. Esa emoción, que se traduce, en un principio, en una espontánea afirmación, se expande para dar lugar a una idea más detallada y luego condensarse de nuevo en otra idea semejante19. El efecto contención/ expansión sucede también en las repeticiones internas gracias, otra vez, al uso de anáforas y epímones. Es el caso, por ejemplo, de la presencia de la sangre en los versos 53-63:
La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de Cáncer.
Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados.
Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos y néctares de subterráneos.
Sangre que oxida al alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.
Un solo verso parece insuficiente para transmitir la fuerza de la sangre, de ahí que sea necesaria su reiteración, junto con los elementos que acompañan este sustantivo. Si el poeta insiste en tal palabra no es con el fin de perfilar una idea clara de lo que ese sustantivo significa en el poema; es decir, el lector no termina aprehendiendo el significado que esconde la sangre gracias a su reiteración. La repetición parece corresponder, más bien, al deseo de suscitar en el lector el proceso ya comentado de contención y expansión de la emoción, como si la sensación que contagia al lector tuviera, al igual que los versos, un oscilante crescendo y decrescendo20. Cada estrofa se inaugura con el sustantivo sangre y, a su vez, éste se perfila gracias a los adjetivos furiosa y viva, y, sobre todo, por la presencia significativa de los verbos. La sangre “busca” (v. 56), “mira lenta” (v. 60), “oxida” (v. 62) y “disuelve a las mariposas en los cristales de las ventanas” (v. 63). Las vocales a/ e del sustantivo sangre encuentran eco a su vez en palabras adyacentes: paisajes (v. 55), Cáncer (v. 56) y partes (v. 65), y lo mismo sucede con la estructura espejeada e/ a: puertas (v. 53), vuestra (v. 53), planetas (v. 58), lenta (v. 60), huella (v. 62) y azoteas (v. 65). La fuerza de la emoción que representa la sangre se enfatiza con otros fenómenos literarios como la aliteración: “viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes” (v. 55), “Sangre que busca por mil caminos muertes…” (v. 57) y “por los tejados y azoteas, por todas partes” (v. 65). Finalmente, aquella sangre, “que viene” y “que vendrá”, es la fuerza latente que terminará conquistando el terreno dominado por la supremacía blanca (vv. 64-68):
Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos,
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.
Como he intentado ejemplificar, el juego con los elementos sintácticos da como resultado la aceleración del ritmo, la creación de una atmósfera extraña, pero también la emoción oscilante, que, siempre cambiando de estado, se encontraba ya contenida, ya expandida.
Las figuras de reiteración y repetición no son exclusivas de los versos que he identificado con la modalidad imperativa, sino que también están presentes en la modalidad descriptiva. Son muy llamativas las anáforas, por ejemplo, con que arranca la séptima estrofa (vv. 31-35):
¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero con un traje de conserje.
El verso de repetición trimembre se refuerza más adelante con la anáfora a tu, que se repite cuatro veces y establece un tono de insistencia al enlistar las características de la angustiante Harlem. Tal insistencia gana fuerza gracias a la repetición vocálica u/ a (angustia, sordomuda, penumbra) y a/ e (comparable, sangre, granate y traje). Aunque en este fragmento la anáfora está presente en versos seguidos, no siempre sucede así. La conjunción y aparece al inicio de muchos versos a lo largo del poema, pero nunca de forma consecutiva. Esto tiene que ver, tal como se advirtió antes, con la repetición de las estructuras sintácticas, fenómeno que refuerza el ritmo reiterativo que adopta todo el poemario.
Dentro de las estructuras sintácticas presentes en el poema, además de las brevemente analizadas arriba, destacan los sintagmas nominales formados por determinantes -ya sea conjunción (y) o preposición (de, para, bajo, a, en)-, un sintagma nominal (junto con el sintagma adjetivo, en su caso) y el complemento preposicional. Como muestra representativa véanse los siguientes versos: “y los escarabajos borrachos de anís” (v. 6); “de las últimas curvas del aire” (v. 13); “y en los montones de azafrán” (v. 14); “para que el perfume de pulmón” (v. 19); “a todos los amigos de la manzana y de la arena” (v. 23); “bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de Cáncer” (v. 56); “las heridas de los millonarios” (v. 76). En todos ellos se puede ver que el poeta utiliza un molde sintáctico para allí introducir sustantivos alejados entre sí desde el punto de vista semántico. El resultado es la convivencia de imágenes dispares en una misma estructura oracional y sintáctica. En la mayoría de los casos, esta estructura sintáctica funciona como complemento de una idea enmarcada por un verbo principal. Es el caso de los versos “Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente, / a todos los amigos de la manzana y de la arena” (vv. 22-23). Si nos fijamos, cada vez que aparece la conjunción y al inicio de un fragmento, la expresión gravita hacia imágenes agrupadas alrededor de una idea principal (vv. 14-16, vv. 18-21, vv. 24-30). El resultado es una angustiante reiteración conceptual que parece dar vueltas, en vano, en torno a una misma lucha. Se trata sin duda de la lucha del poeta por entender la cultura de los negros, pero también la lucha por encontrar la palabra precisa y por conciliar imágenes e ideas opuestas. Esta insistencia es evidente en los versos elaborados sólo (o casi sólo) a base de palabras repetidas: “Negros, negros, negros, negros” (v. 52 y 99), “Entonces, negros, entonces, entonces” (v. 106) y “¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem!” (v. 31).
Como he intentado demostrar, Lorca se sirve de una concepción rítmica compleja -y extensiva- para dar a su poema un efecto musical destacable. El ritmo se apoya en acentos que obedecen a la cadencia silábica de palabras disonantes semánticamente y, al mismo tiempo, en la utilización reiterativa de estructuras sintácticas. De esta forma, las figuras retóricas de repetición (anáfora, epífrasis, epifonema, epímone, etc.) parecen tener lugar no tanto en las palabras, sino más bien en las estructuras sintácticas en que tales palabras se insertan, y en la estructura silábica del conjunto de voces. La repetición de estos moldes sintácticos y silábicos da como resultado, finalmente, la sensación de un ritmo insistente. Lorca crea un sólido esqueleto con disposiciones rítmicas definidas y, una vez allí, alberga elementos alejados semánticamente. El efecto en el lector es la sensación de comprender que, a pesar de que resulta imposible hilar completamente las ideas que el poema presenta, hay, sin embargo, un ritmo unificador que otorga sentido a la semántica dispar.
“El rey de Harlem” se construye a partir de una alternancia cuidadosamente controlada entre normas rítmicas y rupturas en los patrones asentados. Esta modulación, aunada a un proceso complejo de reiteración, asegura el tono angustiante e hipnótico del poema. Carlos A. Rabassó (1995) encuentra una conexión entre el cante jondo, presente en el romancero, y la adopción del jazz como ritmo principal de Poeta en Nueva York. Ambos, el cante y el jazz, apuntan “en una misma dirección: la opresión y las ganas de vivir, con la música como liberación” (p. 209)21. Esta doble necesidad expresiva -opresión y alegría- se traduce, a su vez, en una estructura rítmica sinuosa y repetitiva. Brian Morris (1999. P. 20), por lo demás, hace notar que, precisamente, la repetición y la reiteración son elementos fundamentales en el jazz, “música más íntimamente asociada con el Harlem de los años 20 y 30, y que Lorca habría oído durante sus visitas a cabarets y teatros y en sus paseos constantes por las calles… esas bandas tocaban incansablemente, creando un sonido hipnótico, especialmente en su modalidad lenta”. El crítico destaca el uso de las repeticiones retóricas que se da en el poema, pero no señala cómo el sonido hipnótico se produce mediante las diversas combinaciones de patrones o repeticiones rítmicas. En efecto, una de las características propias del jazz es que se crea a partir de la alternancia entre la norma rítmica y la excepción. Lo cierto es que la aparente improvisación, la excepción, es en realidad un complejo trabajo de modulación y polifonía instrumental que, mediante su repetición, genera una sensación hipnótica que invita a la danza.
James A. Snead (1999) analiza la repetición como elemento fundamental en la cultura negra, que se hace presente de manera muy particular en el jazz. La repetición es en el jazz un principio de organización sin el cual, dice el crítico, la improvisación sería imposible:
Repetitive words and rhythms have long been recognized as a focal constituent of African music and its American descendants -slave-songs, blues, spirituals and jazz. African music normally emphasizes dynamic rhythm, organizing melody within juxtaposed lines of beats grouped into differing meters (p. 68).
En el caso específico del jazz, la repetición cobra forma en el llamado “cut”, que consiste en la improvisación de un instrumento mediante la variación del beat predominante: “The «cut» overtly insists on the repetitive nature of the music, by abruptly skipping it back to another beginning which we have already heard” (p. 69). Lo interesante es que, como dice Snead, parecería en un principio que la repetición niega la idea de progreso, cuando en realidad resignifica y traslada el contenido a una nueva escala de valor que, aun cuando no se puede traducir en términos semánticos, eleva al oyente, lo hipnotiza y lo incita al goce. El gran acierto de “El rey de Harlem” es que, como el jazz, introduce un diálogo entre dos perspectivas -de ruptura y de continuidad- que, con el cut y el beat, el ritmo del compás intenta conciliar. Si el poema no resuelve esta tensión es porque el poeta también percibe de manera contradictoria la vida de los negros en Nueva York. El resultado es un poema de versos fluidos pero ambiguos, que utiliza un ritmo oscilante para presentar la compleja y contradictoria realidad que vive la comunidad negra en Nueva York.
“Pequeño vals vienés”
La sección IX del poemario lleva como título “Huida de Nueva York. (Dos valses hacia la civilización)” y reúne los poemas “Pequeño vals vienés” y “Vals en las ramas”. Como su nombre indica, este penúltimo apartado busca evidenciar el fin de la estancia del poeta en la gran ciudad y, con ello, su liberación -si es que esto es posible- del doloroso universo que el poemario venía forjando. El retorno a la “civilización”, con toda la carga ideológica que este concepto conlleva, sugiere una restitución del orden, una vuelta a los esquemas poéticos que le resultan familiares e incluso “amigables” al poeta. Inmerso en un mundo que percibe, pero que no logra comprender del todo, la música harmónica, el vals, parece ofrecerle un puerto donde refugiarse y hallar una especie de paz.
Mario Hernández (1990) ha investigado las circunstancias históricas y culturales en que Lorca escribió tanto el “Pequeño vals vienés” como el “Vals en las ramas”. Según Hernández (pp. 64 s.) la sensibilidad artística de Lorca y de varios compañeros de su generación -por lo menos entre 1928 y 1936- tiene que ver con la aparición de una especie de neorromanticismo que, emparentado con cierta reivindicación de lo “cursi”, se fusionó con las preceptivas del subconsciente surrealista. En este contexto, dice el estudioso, se inserta el interés genuino de Lorca por el vals. Recordemos que, aunque el giro hacia una nueva manera de hacer poesía haya dado lugar a la creación de uno de los poemarios más vanguardistas del siglo xx, está claro que Lorca nunca pierde completamente su interés por la poesía inscrita en un romanticismo popular, respaldada por estructuras métricas más bien tradicionales. El crítico recuerda que, en una de las entrevistas que hicieron a Lorca en Buenos Aires (octubre de 1933), el poeta habló de tres proyectos literarios: Poeta en Nueva York, un libro de odas y otro más “que se titula Porque te quiero a ti solamente. (Tanda de valses). En este libro hablo de muchas cosas que me gustan y que la gente ha excluido de la moda” (p. 71). ¿Cómo fue que la sensibilidad neorromántica de los valses se fusionó con el estilo vanguardista de Poeta en Nueva York? Según Mario Hernández, esto fue posible gracias a la aparición de una estética -compartida por Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Miguel Hernández y Pablo Neruda- elaborada “con toda la impureza de un sentimiento que no teme los lugares comunes y los revitaliza desde la radicalidad de su asunción” (p. 66). Los poetas adoptan los elementos clave de este neorromanticismo para adaptarlos a sus propios parámetros poéticos. A continuación, partiendo de estos planteamientos, analizaré “Pequeño vals vienés” para demostrar de qué manera se incorporan en este poema las preocupaciones de Poeta en Nueva York.
Según la cronología establecida por Mario Hernández (p. 73), se conserva un apógrafo de la primera versión del “Pequeño vals vienés”, fechado en Nueva York el 13 de febrero de 1930. Es decir, con toda probabilidad, Lorca lo compuso apenas un mes después de haber escrito algunos de los poemas más experimentales que conformarían el poemario neoyorquino22. El “Pequeño vals vienés” presenta un esquema métrico bastante regular: versos en su mayoría eneasílabos, decasílabos y endecasílabos, agrupados en conjuntos estróficos de ocho versos, a excepción de la segunda estrofa (de tres versos) y de la estrofa de cierre (de nueve versos). Dicha regularidad tiene como propósito establecer la estructura rítmica del vals; de ahí que los versos de cada estrofa presenten también patrones semejantes que ayudan a establecer una cadencia harmoniosa. La mayoría de los versos presenta, por ejemplo, rima asonante con acentuación final grave. A su vez, todos los versos de la primera estrofa llevan una rima asonante en a/ a, a excepción del segundo, que termina en e/ e, y del penúltimo, que termina en á/ -. Lorca introduce un pentasílabo, además, en el séptimo verso de cada estrofa, que funciona como una especie de estribillo (“¡Ay, ay, ay, ay!”) que precede al verso final de cada estrofa. Tal estribillo ofrece ligeras variaciones sobre un mismo tema: “Toma este vals con la boca cerrada” (v. 8), “Toma este vals de quebrada cintura” (v. 19), “Toma este vals que se muere en mis brazos” (v. 27), “Toma este vals del «te quiero siempre»” (v. 35). El verso que clausura cada una de las octavas marca de alguna manera la progresión del propio poema que el lector tiene en sus manos. Es un vals que pide al oyente que se deje llevar por su melodía de quebrada cintura, un vals que va muriendo en la medida en que se canta, y que termina, como epitafio, con su propia definición: es el vals del “te quiero siempre”. El protagonista del poema es, en este sentido, el propio poema que, siguiendo la melodía de un vals, desarrolla el tema prototípico de este género musical: el amor, pero -como se verá- un amor transfigurado e impregnado de muerte y de eternidad, como suele ocurrir en el mundo poético de Lorca.
A nivel formal, lo que caracteriza el vals es el compás –, que en el caso de este poema se traduce en estrofas formadas por tres pareados más los dos versos que funcionan como coro. La división de cada estrofa se resalta por los cambios en la asonancia. Veamos, como ejemplo, la estrofa tercera (vv. 12-19), con asonancia en e/ o, i/ o y u/ a:
Te quiero, te quiero, te quiero,
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.
A su vez, la estrofa cuarta establece su compás con pareados que llevan rima asonante en e/ o, a/ o y a/ o, y la quinta, con rima asonante en i/ o, i/ a y e/ e. Esta estructura trimembre se refuerza, además, con el terceto de la segunda estrofa: “Este vals, este vals, este vals, / de sí, de muerte y de coñac, / que moja su cola en el mar” (vv. 9-11), con rima asonante en á/ -. En el verso diez, el tema del poema resulta especialmente claro: estamos ante un vals que habla de sí mismo, de la muerte y del coñac. Este último elemento tal vez sea una referencia a la melodía cuya harmonía embriaga e incita al lector a dejarse llevar por el ritmo, distinto al jazz que sonaba en “El rey de Harlem”, pero al fin y al cabo por un ritmo seductor.
A las cuatro octavas comentadas sigue la sexta y última estrofa (vv. 36-44), que funciona como coda musical:
En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orillas tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
Esta estrofa final se conforma de un conjunto de tres tercetos: los dos primeros presentan un patrón de asonancias (i/ o, e/ a), y el tercero posee una rima aguda (andar, dejar y vals).
Destacaré ahora algunos aspectos sugerentes de los ritmos acentuales trisilábicos. Ante todo, los endecasílabos finales de los conjuntos estróficos de ocho versos subrayan un ritmo dactílico: “Tóma este váls con la bóca cerráda” (v. 8), “Tóma este váls de quebráda cintúra” (v. 19) y “Tóma este váls que se muére en mis brázos” (v. 27). Estos versos no sólo hablan del propio vals, sino que reproducen el ritmo acompasado de – propio del género musical. Un efecto semejante sucede con el cierre del poema, en el que hay un verso anfibráquico perfecto que marca el compás, sólo que aquí se agrega un silencio para burlar la monotonía: “violín y sepúlcro, las cíntas del váls” (v. 44). El final agudo junto con el silencio que le sigue (el mismo silencio que nos obliga a contar doce sílabas, y no once) acentúa esta pauta rítmica.
Mario Hernández señala que el poema funciona como una “declaración de amor”, “pero de un amor incumplido y trágico”:
El vals es al fin “violín y sepulcro” y por ello se nutre de contradicciones: el lecho del amor es lugar a la vez soñado e irreal (“te quiero”, afirma, “en nuestra cama de la luna”) y el amor imposible equivale a “la danza que sueña la tortuga”, animal pegado a la tierra y lento por antonomasia (1990, p. 87).
Yo añadiría que parece haber también una distancia temporal y espacial entre el sujeto de la anunciación y el lugar (Viena) donde se refugian los restos de ese amor incumplido. Viena, el lugar paradigmático del vals, está habitado por elementos congelados o muertos, si bien antes florecientes: el “bosque de palomas disecadas” (v. 3), el “museo de la escarcha” (v. 5), un “melancólico pasillo” (v. 14) y los “mendigos por los tejados” (v. 24). Si el lector del poemario pensaba que este vals suponía una verdadera “vuelta a la civilización” y la consecuente huida del universo neoyorquino, la alusión a un amor extraviado en los restos de una ciudad, en otro tiempo floreciente, parece desmentir dicha lectura. El vals de Lorca sólo puede celebrar la muerte de un amor que muy difícilmente habría podido florecer. Si el amor no pudo ser, de todas maneras queda encapsulado en el mismo vals que canta Lorca, en la misma poesía; de ahí su carácter paradójicamente eterno: “Toma este vals del «te quiero siempre»” (v. 35).
Dada la imposibilidad de volver a ese pasado, el cambio temporal con que se desarrolla la coda (vv. 36-44) resulta sorprendente:
En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orillas tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
Parece como si la voz del poeta se hubiese trasladado a un espacio de ensueño -que, por lo demás, se prefiguraba ya en la estrofa anterior “Soñando viejas luces de Hungría” (v. 30), “Viendo ovejas y lirios de nueve” (v. 32)- en que puede proyectar con plena libertad las posibilidades (que él sabe ya perdidas) de su amor, es decir, de aquello que pudo ser: “Dejaré mi boca entre tus piernas, mi alma en fotografías y azucenas” (vv. 40-41). Lo único que permanece de tal posibilidad es la consagración de ese amor imposible en el propio vals que el poeta canta: “quiero, amor mío, amor mío, dejar, / violín y sepulcro, las cintas del vals” (vv. 43-44) y que espera que el otro lleve siempre consigo, “en las ondas oscuras de tu andar” (v. 42).
La vuelta a la civilización que pregonaba el subtítulo del apartado IX parece corresponder a un deseo que apunta en dos direcciones: por un lado, huir del universo mental-emocional que se había desarrollado en las secciones anteriores del poemario y, por otro, regresar a cierto orden anticipado, un deseo que queda reflejado en la vuelta a la regularidad métrica. Se ha visto cómo el propósito ha sido medianamente realizado, pues, aunque sí se presenta un poema con estructura métrica más tradicional, el poeta no parece poder salvarse del universo expresado en las secciones anteriores. En el fondo, el amor, como la poesía, guarda sus propias leyes y, como ella, se resiste a ser confinado a unos parámetros predeterminados.
“Son de negros en Cuba”
En ambos poemas, “El rey de Harlem” y “Pequeño vals vienés”, el ritmo se configura gracias a una pensada modulación de elementos. Los poemas persiguen un objetivo similar a la relación entre amor y muerte: encontrar el equilibrio y la fusión entre elementos contrarios. Ahora bien, si el universo poético de Poeta en Nueva York está marcado por la lucha entre elementos contrarios, la poesía encuentra en el continuum musical la perfecta unión de divergencias rítmicas. Si se considera el ritmo como un elemento estructural en Poeta en Nueva York, situado en el mismo nivel que otras características del poemario -como las imágenes irracionales o el verso libre-, entonces resulta enormemente significativo que García Lorca haya decidido cerrar su poemario con “Son de negros en Cuba”. Desde luego, el lugar final que ocupa el poema está en buena medida definido por el itinerario del poeta en su estancia americana. No hay que olvidar, sin embargo, que Lorca pudo perfectamente optar por no incluir el poema en la obra, como ciertamente hizo con otras producciones poéticas. La decisión de colocarlo al final del libro está, pues, en consonancia con el trasfondo biográfico, pero también responde a la inquietud estética y, sobre todo, al deseo de destacar el poema como el cierre del universo poético planteado por el insólito poemario.
Por donde quiera que se vea, la música articula la estancia del poeta en el país caribeño, adonde llegó el 7 de marzo de 1930. Muchos de los personajes que lo acompañaron provenían del medio musical: Fernando Ortiz, musicólogo, folklorista y director de la Institución Cubana de Cultura, la institución que le extendió la invitación al poeta; el matrimonio español formado por María Muñoz, directora de la Coral del Conservatorio habanero, y Antonio Quevedo, director de la revista Musicalia. Durante su estancia en la isla, Lorca asistió asiduamente a casa de los hermanos Loynaz23, y también pasó tiempo con el crítico musical Adolfo Salazar y con Sergueí Prokófiev y su esposa, la cantante catalana Lina Llubera24, por mencionar algunos ejemplos significativos. Las amenas conversaciones que pudo tener el poeta con personajes de esta talla no se comparan, sin embargo, con la oleada de estímulos visuales y sonoros con los que muy probablemente se topó el poeta. Son elocuentes a este respecto los adjetivos con que Lorca, en una carta escrita el 8 de marzo de 1930, describe la ciudad a sus padres: “El ritmo de la ciudad es acariciador, suave, sensualísimo, y lleno de un encanto que es absolutamente español, mejor dicho, andaluz. Habana es fundamentalmente española, pero de lo más característico y más profundo de nuestra civilización” (1997, p. 681). Lo que encuentra en el país caribeño es un espacio familiar y cómodo en donde sus sentidos pueden disfrutar libremente de los múltiples estímulos sonoros y musicales que se agitan a su alrededor. No es extraño que, en otra carta escrita el 5 de abril, el poeta resalte el éxito de las conferencias que dicta sobre “Arquitectura del cante jondo” y “Canciones de cuna españolas”, ambas sobre la relación que guarda la música con las raíces profundas de la vida cultural de su país25.
En efecto, el impulso más evidente del poema “Son de negros en Cuba” sigue una línea interpretativa similar a estas dos conferencias, al condensar algunas de las intuiciones que tiene el poeta acerca de la esencia sonora del país caribeño. El poema encierra, sin embargo, una contradicción sumamente interesante: mientras que el poeta parece encontrar en el ritmo creado un refugio de calma y relajación, el contenido, no obstante, corresponde al mundo contradictorio evocado en muchos de los poemas de las secciones anteriores del libro.
“Son de negros en Cuba”, como su nombre lo indica, basa sus parámetros estructurales en la evocación del son cubano: “En el son hay un motivo fijo (montuno o repetición) además de las improvisaciones del solista (coplas que vienen de España) con instrumentos musicales como la guitarra, los bongos y la clave xilofónica cubana” (Rabassó 1995, p. 214). Ese motivo fijo, en el caso del poema, parece recaer directamente en el pentasílabo “Iré a Santiago”. Si nos atenemos únicamente al carácter poético de la composición, podríamos argumentar que el pentasílabo presenta una estructura heroica, con los acentos determinados en 2ª y 4ª sílabas. Aun así, resulta útil pensar en la posibilidad de que, precisamente, Lorca estuviera esperando una musicalidad rítmica propia del son. La particularidad de este ritmo musical se basa en la clave rítmica 2-3 o 3-2, esta última utilizada también para otros ritmos cubanos, como la guaracha o la salsa. Si trasladamos la clave a la composición rítmica del verso, podría respetarse el hiato entre la segunda sílaba acentuada y la preposición a para desencadenar un ritmo 2-3, propio del son cubano: “I (1)-ré (2)-a-San (1)-tia (2)-gó (3)”. Nos encontramos, pues, ante un poema cuya musicalidad “no depende del ritmo interno del verso, sino de su configuración estructural” (García 2020, p. 138), con base en el son cubano26.
Si en otros momentos la repetición era un mecanismo hipnótico que dotaba los versos de un aire angustiante, aquí la intención es otra. “Iré a Santiago” permite el establecimiento de un ritmo que pronto se vuelve familiar al oído. El estribillo nos sitúa, además, en un espacio de expectación positiva. El poeta proyecta sus ilusiones sobre un tiempo futuro y sobre un espacio distinto, Santiago de Cuba. Esto no otorga, sin embargo, un tono melancólico al poema, sino todo lo contrario. Lleno de vida, colores y sensaciones, el poema parece anticipar ya en su propia construcción las circunstancias de ese viaje anhelado. El primer verso, “Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba”, hace pensar en que aquel viaje será no sólo físico, sino también simbólico. La luna llena anuncia el inicio de la travesía hacia un espacio que, aun cuando sea geográficamente real, parece que adquirirá en este poema otra faceta de naturaleza más profunda.
Guillermo Cabrera Infante escribió un pequeño ensayo en que relata sus impresiones respecto de este son lorquiano. Es un texto notable que señala cómo las imágenes del poema, que la crítica suele considerar indescifrables, tienen referentes que los habitantes de la isla caribeña encuentran fácilmente reconocibles. Como muestra, Cabrera Infante (1986) menciona algunos ejemplos: “La rubia cabeza de Fonseca” es la cabeza del fabricante de puros que lleva ese nombre y que aparece como imagen de marca; “El rosa de Romeo y Julieta” es una imagen de otra marca de habanos; “las semillas secas” son las maracas de orquesta, mientras que la “gota de madera” es el instrumento musical habanero conocido como “claves”. Luego, añade con aguda ironía: “Espero no tener que explicar qué es una «cintura caliente»” (p. 245).
En las observaciones de Cabrera Infante encuentro elementos destacables. El escritor identifica los referentes del poemario y, con ello, hace que el poema se mueva entre la familiaridad isleña y el extrañamiento del efecto exótico percibido por aquellos que desconocen dichos referentes. Lo que no habría que olvidar, sin embargo, es que el poema -con o sin referentes- sigue el mismo patrón de generación de imágenes que Lorca había asentado en sus poemas anteriores. Lorca es sensible al bombardeo de estímulos sensoriales que recibe del mundo a su alrededor; los registra, los selecciona y luego los transforma en material poético al colocarlos en el lugar que les corresponde dentro de la arquitectura del poema. Las imágenes no guardan entre sí relación semántica directa, pero todas ellas, sin embargo, suscitan una atmósfera “acariciadora, suave y sensualísima”, para decirlo con palabras que el propio poeta empleó a su llegada a la isla. De hecho, el orden de las imágenes no busca describir una narrativa ordenada, sino representar, gracias a varios mecanismos de orden semántico, prosódico y retórico, la sinuosidad rítmica de la isla.
Como primer comentario, me gustaría resaltar que hay únicamente dos momentos en el poema en que las imágenes nos remiten de manera explícita al mundo de la música. Aun así, la fuerza expresiva de estos versos es suficiente para echar a volar la imaginación. Encontramos una primera alusión en el verso 5, “Cantarán los techos de palmera”, que inmediatamente recrea en la imaginación del lector el efecto sonoro del viento y de la lluvia sobre los techos de las viviendas cubanas, llamadas “bohíos”. El verbo cantarán ayuda, desde luego, a la recreación sonora de la imagen. Los versos 18-23 ocupan el segundo momento, más elaborado:
¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
Iré a Santiago.
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago.
Arpa de troncos vivos. Caimán. Flor de tabaco.
Iré a Santiago.
El verso 18 alude, como ya señaló Cabrera Infante, a las maracas de los ritmos afroamericanos. Aun así, las palabras que selecciona el autor remiten a las fuentes originales de la naturaleza. La imagen nos hace pensar no sólo en el instrumento musical, sino también en la selva caribeña, en su tupida flora y fauna y en la íntima relación que el hombre guarda con el medio natural. Este último elemento es importante porque contrasta con la desnaturalización y la deshumanización que el poeta percibe en la ciudad norteamericana. También, paralela y directamente, el verso remite a la danza; de ahí la relación íntima que guarda con el verso 20: “¡Oh cintura caliente y gota de madera!”. La imagen “cintura caliente” añade un tono de sensualidad que se esparce por todo el poema. La otra imagen, “gota de madera”, nos recuerda, de nuevo, que el instrumento musical, las “claves”, provienen directamente de la naturaleza, con alteraciones mínimas hechas por la mano del hombre.
El poeta idealiza una conexión directa del hombre con la naturaleza27, pero lo más destacable es que, con ello, establece una conexión directa entre el ritmo íntimo que conforma la esencia natural de la isla y la directa traslación de este ritmo al hombre. Se percibe, pues, el ritmo creado por el hombre como continuidad del ritmo de la selva y la naturaleza caribeñas. La naturaleza musical de la isla queda explícita, de hecho, en el verso 22: “Arpa de troncos vivos. Caimán. Flor de tabaco”. Los troncos que conforman la isla tropical son “arpas” que modulan el aire. La siguiente enumeración, pausada gracias a la presencia de puntos y seguido, permite entender los otros dos elementos naturales -el caimán y la flor de tabaco- en la misma línea musical, como si la isla emanara una misteriosa música, proveniente de las raíces más profundas. Los habitantes están en contacto con ella y la transmiten a partir del baile y la música, creada por el hombre, pero que nace a partir de la conexión con la naturaleza.
Este pequeño conjunto de referencias musicales es suficiente para leer las demás imágenes en clave musical. Todos los objetos que pueblan el poema adquirirán resonancia rítmica. Todas las imágenes se contagian de significación sonora: el “coche de agua negra” (v. 3), el “mar de papel y plata de moneda” (v. 16), la “brisa y alcohol en las ruedas” (v. 27) y el “coral en la tiniebla” (v. 29). El objetivo final, bien logrado a mi juicio, consiste en trasladar las impresiones sensoriales del poeta al mismo poema.
Ahora bien, el poema crea en sí mismo un espacio sonoro adecuado que catapulta la sensualidad de las imágenes gracias a la estructura vocálica y a las repeticiones semánticas y sintácticas. Respecto de las primeras, el poema está formado por un diálogo modulado entre las rimas asonantes en a/ o y en e/ a. Santiago genera un eco que se extiende no sólo al estribillo, sino también a palabras como plátano (v. 9) y tabaco (v. 22). A su vez, la asonancia en e/ a inunda los versos con los que alterna el estribillo: negra (v. 3), palmera (v. 5), cigüeña (v. 7), cabeza y Fonseca (v. 12), moneda (v. 16), secas (v. 18), madera (v. 20), ruedas (v. 27) y tiniebla (v. 29). Por último, el elemento escondido que conecta el poema, y al poeta, con Santiago: Cuba. La resonancia de este nombre propio se destaca en la rima asonante en u/ a: luna (v. 1), Cuba (vv. 1, 18 y 36), medusa (v. 9), rubia (v. 12), cintura (v. 20) y curva (v. 36).
Respecto de las repeticiones encontramos, desde luego, el estribillo “Iré a Santiago”, que, según Cabrera Infante, “es efectivamente el estribillo de un son. Como en la Obertura cubana de Gershwin, la música es familiar pero la armonía es exótica” (p. 244). Lorca rescata un estribillo conocido y lo inserta en el ambiente sensorial creado por el propio poema. Lo que se logra es un efecto de desfamiliarización, al mismo tiempo que de potenciación emocional. Además del estribillo, que se repite sin deformación alguna, lo que encontramos es, como en poemas anteriores, repetición de las estructuras sintácticas. Así, por ejemplo, los versos 7 y 9: “Cuando la palma quiere ser cigüeña” y “Y cuando quiere ser medusa el plátano”. Otro elemento que aparece nuevamente de manera reiterativa son los complementos preposicionales: “coche de agua negra” (v. 3 y v. 25), “cabeza de Fonseca” (v. 12), “Mar de papel y plata de moneda” (v. 16), “ritmo de semillas secas” (v. 18), “gota de madera” (v. 20) y “arpa de troncos vivos” y “Flor de tabaco” (v. 22). Por último, cabe destacar la presencia de la conjunción y, al inicio de los versos y dentro de la oración. El resultado de estos mecanismos es un poema que se ha contagiado del ritmo de la isla caribeña, pero también de todos los elementos emocionales que el viaje representa. Las imágenes dispares funcionan porque han pasado a formar parte de un significado rítmico mayor, misterioso y profundo, mediante el cual se puede transmitir no sólo la sensualidad del poema, sino también el poder de la música para resaltar la confluencia misteriosa de los elementos.
El cierre del poema nos devuelve al terreno ambiguo que aparece en “Pequeño vals vienés”. Su sensualidad musical no se escapa tampoco de la presencia necesaria de la muerte. Lorca nos deja, por ejemplo, una de las imágenes más complejas con que se ha descrito el mar: “El mar ahogado en la arena”. La infinitud del mar no es posible, porque topa con la solidez definitiva de la arena. El calor sensual del clima caribeño también es portador de muerte: “Calor blanco, fruta muerta”. Es como si debajo de la isla estuviera la presencia imperiosa de la muerte dispuesta a irrumpir en la realidad por las pequeñas ranuras que pasan desapercibidas por todos excepto por el poeta y su capacidad intuitiva. Por eso Lorca cierra el poema con el epíteto perfecto para entender las profundidades de la isla: “¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!” (v. 36). El suspiro como la manifestación más compleja de la ambigüedad que encarna la pasión amorosa: la alegría y la pena fusionadas en una aspiración fuerte y prolongada. Finalmente, el barro de la tierra es el barro de la mortalidad, pero también de la creación.
Conclusiones
Los tres poemas aquí analizados se sustentan en el ritmo para asentar sus parámetros significativos. Con ello, buscan, adoptar el misterio propio de la música e instaurarlo en los parámetros de una lógica, no racional, sino poética. Lorca explota la capacidad sugestiva de la palabra, alejándose del significado racional para engendrar el significado de los poemas en un espacio, misterioso, en el que las cosas adquieren un sentido otro. Si Lorca se apoya en la música para el desarrollo de su poesía es porque busca en ella esa capacidad simbólica, basada en las posibilidades semánticas de la imagen, pero también sin descuidar sus valores sonoros. Lorca incluye en su poemario por lo menos tres poemas que se refieren directamente a tres géneros musicales: el jazz, el vals y el son. No es importante comprender por qué escogió dichos géneros, tanto como percibir que en ellos residen diferentes formas de expresar la presencia conciliadora de la música. En ellos se desarrolla una pensada modulación rítmica que nos permite contemplar la continuidad que sucede, a pesar de que primen la diferencia y la contradicción.
Considero pertinente, a modo de conclusión, recordar la importancia de la música en la formación del poeta. La formación musical de Federico García Lorca ha sido descrita en detalle por su hermano Francisco (1980, pp. 419-430). Resulta especialmente interesante ver cómo las ideas que tenía Lorca sobre la música se adaptaron muy bien a su concepción poética. Sobre esta cuestión, Marie Laffranque (1967, p. 60) señala lo siguiente: “La primauté de l’expérience musicale dans sa jeune vie, sa conception de la musique comme d’une expression personnelle incomparable l’ont aidé à prendre conscience de cette attitude «poétique» et de ses raisons”. Según Laffranque, las características principales que el poeta había reconocido en la disciplina musical serían totalmente adaptadas a la nueva disciplina literaria28. Laffranque (p. 58) nos recuerda a su vez que el primer texto teórico escrito por Lorca data de 1917 y se titula “Divagaciones: las reglas de la música”. Lejos de dejar atrás la música, Lorca reflexiona sobre cómo ésta puede adaptarse como instrumento expresivo a su nuevo quehacer poético. Es curioso que en este temprano ensayo aparezca la misma tensión entre “orden” y “misterio” que se reconocería más tarde en el poemario neoyorquino. El joven Lorca inicia con una frase contundente: “La música es en sí apasionamiento y vaguedad”. Mientras que las palabras se limitan a comunicar la realidad visible y circundante -“Con las palabras se dicen cosas humanas”, dice el poeta-, con la música “se expresa eso que nadie conoce ni lo puede definir, pero que en todos existe en mayor o menor fuerza”. Para hablar de la música, continúa, se necesita “estar unido íntimamente a sus secretos” (1991, p. 369). Si en el Romancero o en Canciones el autor adopta de la música el vestido con que ésta se muestra al mundo (la melodía, el coro de canciones populares, etc.), en Poeta en Nueva York, en cambio, Lorca recupera el fondo más misterioso de la música, aquel que es imposible articular con palabras pero que, sin embargo, se transmite de forma universal mediante la emoción.
Para el joven Lorca, el artista sensible tiene que tener cierto grado de locura, de “imaginación loca”, para dejar salir, una vez dominada la técnica, la pasión y la fantasía que lleva dentro. Por momentos encuentra que las reglas son un obstáculo para el desarrollo del genio del poeta: “Y es que las reglas, en este arte de la música, son inútiles, sobre todo cuando se encuentran con hombres de temperamento genial, a la manera de Strauss… Y lo mismo ocurre con todas las artes y con la poesía” (id.). Sin embargo, reconoce la necesidad de aprenderlas: “Para la iniciación, son las leyes muy necesarias” (p. 371). El reparo que expresa en este pequeño ensayo es el mismo que dominará la tensión del poemario neoyorquino. Para el poeta, el problema de las normas es que restringen la verdadera expresión del dolor y la pasión. Habla de romper el “molde del compás” y de hacerlo “con amor, con fuego, tal y como lo sienten [los hombres]” (id.). Pero, en unas líneas anteriores, insiste en que hay que saber qué es lo que se rompe: si se quiere transgredir las normas, primero hay que saber dominarlas. El resultado de la ruptura será entonces, dice Lorca, un “raro pensamiento”. El joven músico caracteriza la música como una “vampiresa que devora lentamente el cerebro y el corazón”. “Muy pocos -dice Lorca- son y serán los que hablen trágicamente con ella…” (id.). ¿No es el germen de la idea con que más tarde se articularía la figura del duende? Poeta en Nueva York busca, en el fondo, el mismo efecto que Lorca atribuye al arte musical en 1917. La diferencia es que, años después, el poeta comenzó a ver de qué manera las palabras -dentro de una lógica poética interna- podían producir ese mismo efecto significativo que la música por sí sola (sin palabras) era capaz de crear. Por último, Lorca explota la capacidad sugestiva de la palabra, alejándose del significado racional para, con ayuda de la atmósfera misteriosa de la música, lograr acercarse a un universo otro marcado por la constante transformación de sus elementos constitutivos.