Introducción
Hace algunos años me acechó súbitamente una duda luego de haber leído El Papel del Individuo en la Historia de G. Plejánov (1974): ¿Puede un individuo cambiar el curso de su vida propia y de la historia misma? Con esta interrogante me remito al problema clásico de la causalidad en el pensamiento social. Desde la génesis de la teoría social clásica en el siglo XIX se planteó una división aporética entre los que defendían la importancia de la acción colectiva frente a las estructuras sociales, y los que por el contrario destacaban más los factores estructurales en la constitución de la sociedad. Se trata pues de un dilema que parece eludir cualquier posibilidad de síntesis y que la misma historiografía del siglo XX ha heredado, puesto que es deudora del marco teórico de las ciencias sociales. Como señala el propio Rüsen (2000), el historiador utiliza de manera sistemática los “conocimientos nomológicos en la reconstrucción del pasado humano” (p. 253), y con ello la historia adquiere su alcance explicativo. Ahora bien, esto supone una problemática puesto que dependiendo del tipo de teoría que se utilice en el discurso histórico, se va alterar la atribución causal, ¿quién es la figura clave en la constitución de la sociedad?, ¿el sujeto?, o, ¿las estructuras? Como se verá en el presente texto, la historiografía del siglo XX se inclinó pendularmente de un polo a otro. Christopher Lloyd ha sido uno de los pioneros en examinar las explicaciones teóricas de los historiadores sociales, y ha pugnado por incorporar el planteamiento estructuracionista de Giddens (1991, p. 215), puesto que luce como el intento más sistemático para integrar ambos polos causales. También William Sewell (1992, pp. 9-12) evalua el estructuracionismo como salida a este problema teórico, haciendo importantes observaciones sobre sus inconsistencias.1
A pesar de sus diferencias, Lloyd (1991) y Sewell (1992) procuraron establecer un diálogo con la teoría de Giddens y analizaron el esquema de pensamiento causal que se ha utilizado en la historia social contemporánea. Ambos autores están más centrados en el debate generado por la división entre la macro y microhistoria que reseñó Lawrence Stone (1979) en su texto The revival of narrative: reflections on a new old history. Dicho texto es destacado no solo porque glosa esta disputa, sino porque Stone advertía la aparición de una teoría de la historia basada en la lingüística estructuralista representada por Hayden White. El impacto del planteamiento estructuralista y el posestructuralista en la historiografía contemporánea ha sido ya evaluado por David Gary Shaw (2001, p. 6), quien también ha buscado en el estructuracionismo de Anthony Giddens un antídoto contra los excesos del antihumanismo estructuralista. En este mismo tenor Mark Hewitson (2014) apunta recientemente a la necesidad de volver a repensar nuestras nociones de causalidad después de la crisis posmoderna.
El objetivo del presente texto es hacer un inventario de las perspectivas que han problematizado la causalidad en la historia para hacerlas dialogar entre sí. En primer término se hace un breve recorrido por algunas corrientes historiográficas contemporáneas que ejemplifican el debate entre la macro y la microhistoria. Para tales efectos tomo como ejemplo de la historia estructural la obra de Braudel (1985)El Mediterráneo y el Mundo Mediterráneo en la Época de Felipe II, y algunas obras de la historia social y cultural de las décadas de los setenta y ochenta como ejemplos de una historiografía volcada hacia el sujeto. Se trata de un debate previo al arribo de la crítica posmoderna representada por las posiciones teóricas de Michel Foucault y Jacques Derrida, que tuvo su impacto en la propia historiografía contemporánea, y en la idea misma de causalidad. Considero que los planteamientos de los posestructuralistas, al menos en una coyuntura determinada, se caracterizaron por un profundo antihumanismo del cual me deslindo de manera explícita. En este texto presento solo un atisbo de las implicaciones que ha tenido el planteamiento posestructuralista en algunas corrientes de la historiografía contemporánea, como los Subaltern Studies.
Cierro el texto revisando los planteamientos de Paul Ricoeur, quien propone hacer de la historiografía un componente esencial de su proyecto ontológico. El eje de su planteamiento es el relanzamiento de un nuevo humanismo, por lo que vuelve a reconstruir la categoría del sujeto “herida de muerte” durante el periplo estructuralista. En ese viaje, Ricoeur dialoga con diversas tradiciones intelectuales, crítica la historia estructuralista y busca una superación de la aporía actor vs. estructura mediante una operación narrativa. También agrego el aporte de Anthony Giddens, quien plantea una superación del dualismo acción vs. estructura. Considero que ambas perspectivas se complementan y ofrecen una opción frente a las posturas que tienden a reducir a su mínima expresión el papel del sujeto en la constitución de la sociedad. En este plano se aboga en definitiva por el humanismo propuesto por Paul Ricoeur, lo cual no significa ignorar las determinaciones que pesan sobre nosotros en el mundo social, más bien se trata de reconocer nuestra capacidad de agencia a pesar de esas limitaciones.
De la macro a la microhistoria
El primer gran paradigma historiográfico del siglo XX: la escuela de los Annales se habría de inclinar por una causalidad estructural, al menos en las primeras dos generaciones. Fernand Braudel (1985) distinguido representante de su segunda generación, comienza en su obra maestra El Mediterráneo y el Mundo Mediterráneo en la Época de Felipe II con una amplia descripción de las características físicas del Mediterráneo que sirven como telón de fondo de las actividades humanas. En las primeras cien páginas del texto, Braudel (1985, p. 109) describe las penínsulas, montañas, mesetas, llanuras y destaca la precariedad de la tierra mediterránea. En esta descripción del medio, de cuando en cuando aparecen los hombres siempre condenados a repetir patrones de subsistencia como la trashumancia que se repite por siglos, y que incluso se pierden en la noche de los tiempos. Desde esta perspectiva, el individuo aparece solo como elemento secundario de la historia, determinado en gran medida por los elementos climáticos y geográficos del mundo mediterráneo, e incapaz de liberarse de su destino, o de lo que Braudel llama las estructuras de larga duración. En este relato, el sujeto aparece más bien como una entidad pasiva pues siempre está atado a una vida a ras de suelo, aprisionado por patrones geográficos.
Después de las estructuras de larga duración, Braudel (1985) habla de los destinos colectivos y de los movimientos de conjunto en donde integra entidades históricas como los imperios, los estados, las civilizaciones y los sistemas económicos, pero donde de nueva cuenta el sujeto es solo parte de un colectivo condicionado y anónimo. Por último, aparece en este esquema el tiempo corto, la más breve de las duraciones históricas, constituido por los acontecimientos. Es el tiempo de la acción política o el polvo de la historia como lo llama Braudel, carece de un alcance causal verdadero y no tiene mayor relevancia para el devenir histórico. Ni siquiera las figuras emblemáticas de la historia revisten mayor importancia o trascendencia en esta perspectiva; la batalla de Lepanto por ejemplo, es un acontecimiento significativo en la historia de los conflictos entre dos civilizaciones: cristiana y musulmana; no obstante, a pesar de su glorificación en la historiografía clásica no tuvo según Braudel (1985, p. 608) trascendencia alguna. Para él, después de Lepanto no sucedió nada, este hecho no tuvo ninguna clase de consecuencias estratégicas pues España no pudo vencer al enemigo de oriente y tampoco al de occidente.
Lo que Braudel sugiere es que el estrato de larga duración es el que modela las civilizaciones, aun por encima de los modos de producción como el feudalismo y el capitalismo. Su explicación histórica está más allá de estas realidades que si bien son significativas, no terminan por darle rumbo a las sociedades humanas más que en un segundo plano. Esa larga duración es pues una unidad de tiempo-espacio que rompe con la historia cronológica, y plantea que nuestras sociedades están constituidas por realidades que tienen diferentes estratos temporales, pero en las que la larga duración es la que tiene mayor alcance causal, pues es “un ensamblaje, una arquitectura; pero más aún, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y transportar” (Braudel, 1995, p. 91).
Como ha señalado François Dosse (2006, p. 91), lo que Braudel hace en su Mediterráneo es incorporar el paradigma ascendente del estructuralismo encabezado por el antropólogo Claude Levi Strauss para seguir detentando la hegemonía de las ciencias sociales en el contexto académico francés de la posguerra. A Braudel le parecía fascinante el hecho de que Levi-Strauss proponía analizar fenómenos que eran casi atemporales, como la prohibición del incesto en la unidad familiar y la exogamia, por ser realidades de muy larga duración. En esta perspectiva, Levi-Strauss (1962, p. 232) privilegia al igual que Braudel, la estructura que determina el comportamiento colectivo, pues incluso domina a los individuos sin que estos sean conscientes de su condicionamiento.
La implicación principal de estos modelos causales fue la descentración del sujeto como un elemento activo en el mundo social, pues este se transformó en el receptor pasivo de las estructuras económicas, geográficas o culturales. De manera paradójica, el mismo sujeto creador de los sistemas se volvió incapaz de alterarlos e incluso de ser consciente de su condición determinada. De manera paralela, en el campo de la historia económica y en la llamada historia serial o cuantitativa también se puede observar una preeminencia causal economicista al incorporar largas series estadística en la explicación histórica.
Los retornos: el sujeto, la narrativa y la cultura
A pesar de la hegemonía de la historia estructural representada por Braudel, en el interior de la propia corriente de Annales se dio un viraje hacia una historia de las mentalidades encabezada por Jacques Le Goff y Georges Duby que anunciaba la etnologización del discurso histórico. En este cambio mucho tuvo que ver el proceso de descolonización como señala Françoise Dosse (2006, pp. 159, 161, 168), lo que guío el interés de los historiadores hacia temas propios del campo antropológico ligados al ciclo vital de los individuos como el nacimiento, el bautismo, el matrimonio y la muerte. De igual manera se ensaya el esquema de la cultura de elite vs. cultura popular que da origen a toda una larga indagación sobre la posible interacción entre los dos niveles separados analíticamente.
Del otro lado del Canal de la Mancha, desde la década de 1950, y desde una perspectiva política más comprometida, historiadores como Edward P. Thompson, Eric Hobsbawm, Christopher Hill y Rodney Hilton partieron del marxismo para escribir historia, pero no por ello perdieron de vista el valor del sujeto en la construcción de la sociedad. Como prueba, puede verse el trabajo de Eric Hobsbawm (2001) quien se volcó a estudiar los movimientos sociales de los oprimidos y sus formas de resistencia en Rebeldes Primitivos: Estudios sobre las Formas Arcaicas de los Movimientos Sociales en los siglos XIX y XX. Luego junto a George Rudé, analizó en Revolución Industrial y Revuelta Agraria. El Capitán Swing (Hobsbawm & Rudé, 1985) la protesta social de los campesinos en la Inglaterra rural del siglo XIX, ante la industrialización del campo británico con el advenimiento del capitalismo. Por su parte E. P. Thompson se aleja de la noción de clase propia del marxismo escolástico al sostener que no solo la base económica determinaba el surgimiento de los obreros ingleses, sino que los elementos culturales también delineaban con claridad la aparición de una conciencia de clase. Thompson (1995) replanteó así las nociones causales economicistas que observaba en la explotación material la variable central para explicar las revueltas populares. En su texto clásico: “La economía 'moral' de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII” señala que el comportamiento económico era también un hecho cultural y mostraba cómo el alza de los precios en el pan provocaba los motines de las clases populares, no solo porque golpeaba la economía familiar sino también porque violentaba un código moral socialmente compartido. La postura humanista de Edward Thompson (1981) puede verse con toda claridad en Miseria de la Teoría, donde fustiga el estructuralismo marxista de Louis Althusser.
Inquietudes similares aunque con algunos matices, se pueden observar hacia los años setenta en un grupo de historiadores italianos que habrían de proseguir los estudios sobre la resistencia popular siguiendo la estela dejada por los historiadores británicos marxistas, pero usando sus propias herramientas metodológicas. Fue así como Carlo Ginzburg, Edoardo Grendi y Giovanni Levi, influidos por un marco teórico marxista y por ciertas corrientes antropológicas comenzaron a reducir la escala de observación para estudiar macroprocesos en microespacios.
Así mismo, procuraron rescatar las vidas de los hombres ordinarios y sobre todo exponer la manera en la que estos elaboraron estrategias más o menos conscientes para resistir la opresión social. Ginzburg (1982) en particular retoma la vida de un molinero italiano llamado Menocchio, quien vivió en el siglo XVI y fue condenado por la inquisición por hacer lecturas heterodoxas de la Biblia. A su vez Giovanni Levi (1990) en La Herencia Iinmaterial: la historia de un exorcista piamontés del siglo XVII, se vale de la vida de un sacerdote para analizar el predominio de la familia extensa y la constitución de modelos económicos alternativos en la Europa moderna temprana, cuando se suponía que la familia nuclear y los valores individualistas asociados a la economía de libre mercado eran ya predominantes. Por su parte Natalie Davis (2013) llevó a cabo un experimento microhistórico en El Regreso de Martin Guerre, al reconstruir el mundo de las normas morales y familiares en la Francia rural del siglo XVI a partir de la biografía de Martin Guerre, un adolescente de origen vasco que migra junto con su familia de Hendaya hacia Artigat, un pequeño pueblo de los Pirineos franceses para desposar a Bertrande de Rols, una joven de familia acomodada.
El tema de la vida cotidiana también fue abordado en Alemania por Alf Lüdtke y Hans Medick, quienes se oponían a la historia social de inspiración weberiana practicada por Hans Ulrich Wheller y Jürgen Kocka en la década anterior. La Alltgeschichte procuraba sustituir los modelos explicativos más cientifizantes de la posguerra como el sociológico, el demográfico y geográfico, por el culturalista inspirado en C. Geertz. De acuerdo con Lüdtke (1995, pp. 4, 7), el planteamiento de la historia de la vida cotidiana tenía inicialmente el objetivo de humanizar a las víctimas del nazismo. La intención era concebir a los individuos como actores de su propia historia, y no como simples marionetas o víctimas del régimen nazi. Por su parte Michel de Certeau (2007, pp. 40, 42) explora los avatares del hombre ordinario en la Invención de lo Cotidiano. La profunda huella que deja en Michel de Certeau el mayo francés se puede palpar en este proyecto pues habla ya de estrategias, tácticas, prácticas, y de artes del hacer que los individuos ponen en juego en su vida diaria. Casi se podría decir que Michel de Certeau (2007, p. 64) trata de hacer una fenomenología de la percepción urbana, pues reconstruye la perspectiva del individuo quien con su andar cotidiano comunica algo, construye y recrea una y otra vez un discurso que desafía las prescripciones del poder que segmenta, excluye, y prescribe lo permitido y lo no permitido en el espacio urbano.
Estas obras ya clásicas de la historiografía contemporánea anunciaban la entronización de la historia antropológica y la renovación de una historia cultural que había sido relegada por la generación anterior de historiadores. El resultado de estas expresiones historiográficas fue la división del campo histórico entre los partidarios de lo macro frente a lo micro, o entre los partidarios de historia estructuralizante frente a los historiadores de la vida cotidiana. Este dilema fue puesto de manifiesto por Lawrence Stone en su ya célebre ensayo El retorno de la narrativa. Reflexiones sobre una nueva y vieja historia publicado en la revista Past and Present en 1979. Stone observó el desplazamiento del acento causal de las estructuras al sujeto en la historiografía contemporánea, dando como resultado el resurgimiento de lo que él llamo la historia narrativa y que atribuyó al abandono de los modelos deterministas en las ciencias sociales y al quiebre de las pretensiones de cientificidad que había traído consigo la crisis epistemológica de la modernidad. Con ello hacía eco de los planteamientos de la Metahistoria de Hayden White (2014), y se mostraba sensible al problema de la función narrativa en la representación del pasado que sería abordado por teóricos y filósofos del calibre de Frank Ankersmit y Paul Ricoeur más adelante.
Si fuera posible hacer un balance preliminar podría decirse que con el viraje antropológico de la década de los sesenta el sujeto fue reintroducido en la narrativa histórica, pero con muy desiguales resultados, pues por un lado se estudiaban microespacios y sujetos sin perder de vista su relación dialéctica con el sistema, mientras que otras propuestas diluyeron el poder explicativo del discurso histórico al fraccionar el campo social en múltiples objetos que perdían de vista la conexión con problemas sistémicos. En esta expansión temática se humanizó de nueva cuenta la historia, pero en alguna medida se perdió la aspiración globalizante que aportó en su momento proyectos que tenían una perspectiva macrohistórica, como la Escuela de Annales.
En las siguientes dos décadas sería evidente que la historia cultural ganaría terreno pues Lynn Hunt hablaba en 1989 de una Nueva Historia Cultural, que ya no solo utilizaba los aportes de la antropología, sino que echaba mano de un collage de teóricos como Mijaíl Bajtin, Norbert Elías, Pierre Bourdieu, Michel Foucault y Michel de Certeau para expandir el campo histórico aún más e incorporar temas como la recepción, la construcción de la clase y género, las comunidades, identidades y emociones. Desde una perspectiva más unitaria, Burke (2006, pp. 69, 125) señala que más que una nueva historia cultural había una continuidad entre la antropología histórica de los sesenta y setenta, y los representantes de la historia cultural de los años ochenta y noventa.
El posestructuralismo: el sujeto en la prisión del lenguaje
A pesar de la rebelión contra los modelos deterministas, los historiadores aún tendrían que enfrentar los embates de una segunda generación de estructuralistas cuyo epicentro sería Francia y sus principales representantes serían Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, entre otros. El común denominador de estos autores es el cuestionamiento sistemático de la categoría del sujeto que aparece con claridad en la filosofía de René Descartes en el siglo XVIII después de llevar durante la antigüedad y el medievo una existencia precaria y aletargada, aunque latente. Es probable que el mayor refinamiento conceptual sobre el sujeto provenga de la tradición kantiana y de su particular categorización de la apercepción trascendental. De hecho, el sujeto es el gran principio metafísico o eje central de todo el idealismo alemán (Bilo, 2014, p. 55). Este protagonismo será desafiado hacia fines del siglo XIX por filósofos como Nietzsche quien en la Gaya Ciencia proclama la muerte de Dios, metáfora que simbolizaba la muerte de la metafísica, o de la plena certeza de la existencia de un pilar que sostiene la realidad. Como dice Manfred Frank (1984, pp. 28, 29), esta es la tesis que subyace en los planteamientos posestructuralistas o neoestructuralistas como él los llama y es lo que alimenta de igual manera la condición posmoderna.
La ofensiva contra la metafísica moderna fue encabezada por Michel Foucault y Jaques Derrida, quienes usaron como punto de partida la lingüística de Ferdinand de Saussure para descentrar la categoría de sujeto. En efecto, el ginebrino había establecido en el Curso de Lingüística General (1915) una distinción clave entre lengua y habla, donde la primera era prioritaria excluyendo así los elementos históricos o contextuales en el estudio de la lingüística. De Saussure estableció además una teoría del signo lingüístico, según la cual este se compone de dos conceptos: significante y significado. El significante es definido como imagen acústica o fónica: una palabra, mientras que el significado es el concepto, o idea al que remite dicho significante. En esta dualidad dice De Saussure, no hay ninguna relación natural entre el significante y una “realidad” externa, pues dicha relación solo existe en virtud de una contingencia o de un accidente.
Con esta perspectiva -dice Françoise Dosse (2004)- se consuma el cierre de la lengua pues aunque en De Saussure el significante tiene aún un carácter fónico al ser definido como imagen acústica, el sentido en el lenguaje es “una combinatoria puramente endógena” (p. 67). Así el significado se produce al interior del sistema lingüístico gracias a la interacción de los significantes, sin que el sujeto, supuesto usuario del lenguaje, tenga injerencia en este proceso. De igual manera, Dosse (2004, p. 70) señala que originariamente De Saussure no planteaba la entronización de un sistema lingüístico abstracto del que el sujeto es expulsado; sin embargo, toda la corriente posestructuralista usará su teoría justamente para fundamentar su particular antihumanismo. Con esta torsión se acentuó el carácter inmanente del lenguaje que deja de ser un vehículo de ideas, para convertirse en el generador de la realidad; con ello las estructuras de significación habrán de imponerse frente a un sujeto inerte tal y como lo concibieron los posestructuralistas.
Ya en un texto temprano: Una Lectura de Kant. Introducción a la Antropología en un Sentido Pragmático (1962 [2009]) Foucault parece sentirse incómodo con el sueño humanista kantiano, piedra angular de la modernidad, por lo que interpela la pertinencia de la pregunta Wast ist der Mensch? (¿qué es el hombre?). Con ello anticipa en buena medida la temática central desplegada en Las Palabras y las Cosas (Foucault,1987), donde lanza su tesis más provocativa: El Hombre como eje y noción clave del pensamiento es una invención reciente, pues no existirá hasta entrado el siglo XIX. Desde el prefacio anuncia:
Por extraño que parezca, el hombre cuyo conocimiento es considerado por los ingenuos como la más vieja búsqueda desde Sócrates es indudablemente sólo un desgarrón en el orden de las cosas, en todo caso una configuración trazada por la nueva disposición que ha tomado recientemente el saber. De ahí nacen todas las quimeras de los nuevos humanismos, todas las facilidades de una “antropología”, entendida como reflexión general, medio positiva, medio filosófica, sobre el hombre. Sin embargo, reconforta y tranquiliza el pensar que el hombre es sólo una invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber y que desaparecerá en cuanto este encuentre una forma nueva (Foucault, 1987, p. 9).
Para Foucault (1987, pp. 317, 332), la muerte del hombre simboliza la crisis de la etapa moderna, el final de una era y el agotamiento del humanismo como forma vigente de pensamiento. En este texto, Foucault introduce la noción de episteme o campo de conocimiento como la gramática, la historia natural y la economía política, pero estos no son operados por un individuo productor del saber. Más bien la episteme funciona de manera analógica como el sistema lingüístico de De Saussure; es decir, se autoreproduce de manera interna por medio de una serie de juegos de clasificación que no siguen en modo alguno principios claros o sistemáticos para generar teorías, métodos y objetos de estudio. Además señala la discontinuidad que existe de una episteme a otra, y la considera como un universo cerrado que no guarda relación con las anteriores, no hay una linealidad ascendente en la ciencia, sino saberes zigzagueantes que eluden un principio último y una lógica evolutiva.
Estos planteamientos los expone con mayor amplitud teórica en su Arqueología del Saber (Foucault, 1997, p. 61), donde introduce la noción de formación discursiva que pudiera definirse como una familia de enunciados que configuran una disciplina como la medicina, gramática o economía. La formación discursiva puede pensarse también como la síntesis de las discusiones y variaciones teórico metodológicas en una determinada esfera disciplinar. La organización de la formación discursiva es aleatoria, pues la única centralidad es la del propio discurso; no hay un centro ni un eje estabilizador para una práctica disciplinaria. Además el autor enunciante solo ocupa una función que carece de autonomía, pues debe apegarse a las reglas de enunciación, a los objetos de estudio ya prefigurados, a la jerga conceptual ya dispuesta y a los marcos teóricos preestablecidos para “pronunciar” el enunciado, para “hablar” en la formación discursiva y ocupar la función de autor. Al final y frente a los posibles reproches, Foucault (1997) deja en claro que su tarea esencial era:
Liberar la historia del pensamiento de su sujeción trascendental. El problema no era para mí en absoluto estructuralizarla, aplicando al devenir del saber o a la génesis de las ciencias una categorías que habían sido probadas en el dominio de la lengua, se trataba de analizar esa historia en una discontinuidad que ninguna teleología reduciría de antemano; localizarla en una dispersión que ningún horizonte previo podría cerrar; dejarla desplegarse en un anonimato al que ninguna constitución trascendental impondría la forma de sujeto; abrirla a una temporalidad que no prometiese la vuelta de ninguna aurora (p. 340).
Estos planteamientos revelan un profundo malestar hacia una modernidad que había devenido patológica para Foucault. Al agotamiento del humanismo y sus categorías centrales como razón, causalidad, sujeto y progreso debe sumarse la aparición, según Foucault, de un afán de normar y castigar en nombre de una modernidad hipócrita, supuestamente liberadora y progresista. El sujeto en este punto se convierte en un cuerpo atormentado que somatiza las relaciones de poder siendo brutalizado y alienado, y con esta perspectiva, Foucault se despide de la compasión humanista que supuestamente está presente en la modernidad.
Como ya se dijo, fue Nietzsche quien anticipó en gran medida la idea de la muerte de los valores y de todo principio metafísico, y con ello le abrió la puerta al siniestro nihilismo europeo, según Frank (1984, p. 27). En esta historia iniciada por Nietzsche, Jacques Derrida tiene su lugar asegurado pues al igual que Foucault, cree que ya no es posible seguir defendiendo la idea de un principio generador de toda realidad. Derrida (1989) cuestiona ese principio que enuncia “una presencia (eidos, arché, Telos, energeia, ousía (esencia, existencia, sustancia, sujeto), aletheia, trascendentalidad, consciencia, Dios, hombre, etc.” (p. 385). Esa presencia se materializa en la voz, pues el habla es el vehículo del Logos; sin embargo, Derrida propone sustituirla por una “gramatología” o ciencia de la escritura sustentada en una teoría del signo inspirada en Pierce y sobre todo en Hjemlslev. Así la voz se apaga, y con ella la presencia, y ese desmantelamiento del principio arquimédico del conocimiento es lo que Derrida (1989, p. 386) llamará la “deconstrucción”.
Derrida pretende deconstruir la centralidad del lenguaje hablado o fonocentrismo que permite una representación clara y transparente, en apariencia, del pensamiento y de la realidad. Para mostrar su teoría, Derrida (2005, p. 59) “deconstruye” en primer término la teoría del signo de De Saussure compuesta como ya se dijo por dos elementos: significante y significado. Pero a diferencia de De Saussure, Derrida define el significante como una imagen acústica, copia del habla del sujeto debe ser liquidada quedándose exclusivamente con un signo que no posee ninguna relación exterior al sistema lingüístico. Luego se vale de la noción de arbitrariedad del signo saussureano para señalar que el significante solo genera significado por medio de una relación interna con otro significante sin referencia a un “mundo externo”; es decir, las palabras solo producen significado algo a partir de su relación interna en el sistema lingüístico (Derrida, 2005, p. 60).
El sentido último se vuelve así una quimera, pues Derrida (2005) apela a la semiótica de Pierce para señalar que
No hay fenomenalidad que reduzca el signo o el representante para dejar brillar, al fin, a la cosa significada en la luminosidad de su presencia. La denominada “cosa misma” es desde un comienzo un representamen sustraído a la simplicidad de la evidencia intuitiva. El representamen sólo funciona suscitando un interpretante que se convierte a su vez en un signo y así hasta el infinito (p. 64).
Esta semiosis ilimitada que se produce en el interior de un sistema lingüístico no tiene sujetos ni centros absolutos, pues dicha estructura no es otra cosa que un juego infinito de sustituciones.
Este juego dice Derrida (2005, p. 400), es siempre un juego de ausencias y presencias, puesto que el signo presente siempre remite a un elemento ausente y por ello el significado siempre está diferido. Para hacer más explícita esta postura, Derrida retoma un ejemplo propuesto por Richard Jenkins, en donde señala que la palabra iterativo no tiene un significado o idea por sí misma, sino en relación con otro significante o palabra ausente que la complemente y activa por así decirlo su capacidad de significación. Se puede argumentar que la palabra iterativo significa algo a partir de un elemento ausente y diferente, de ahí que:
El significado surge solamente en la medida en que está inscrito en una cadena sistemática de diferentes significantes, de manera que ese juego de las diferencias (que es constitutivo del significado) es efectivamente constitutivo de lo que Derrida llama la differance misma (Jenkins, 2006, p. 77).
Para Derrida (2005) solo queda ese juego en lugar de la presencia (Sujeto, Ser, Ego Trascendental), y “este juego, pensado como ausencia de significado trascendental, no es un juego en el mundo, como lo ha definido siempre para contenerlo, la tradición filosófica...” (p. 65). En este punto, a Derrida (1997, p. 34) se le puede reprochar lo mismo que Umberto Eco le cuestionó a Pierce por su noción de semiosis ilimitada, puesto que si tomamos sus asertos como válidos llegamos a la conclusión de que no hay un sentido estable, y de que ninguna interpretación es mejor que otra pues no hay criterios para validar un lectura sobre otra. En este modelo no hay autor ni lector, tampoco historicidad ni horizonte de comprensión como en la hermenéutica de Gadamer, solo queda el imperio del lenguaje inmanente.
El posestructuralismo y su impacto en la historiografía moderna
El lenguaje desde la perspectiva estructuralista se habría de convertir en el pilar de la crítica posmoderna que anunciaba un nuevo programa para teorizar y escribir historia. Surge entonces un tercer paradigma historiográfico basado en la preeminencia del lenguaje y la categoría de discurso como elemento constitutivo de la realidad social (Cabrera, 2001, p. 51). Uno de los primeros autores en analizar los efectos de este giro lingüístico en la historiografía fue John Toews, a quien le pareció excesiva la perspectiva textualista presente en los planteamientos de historiadores intelectuales como Dominick LaCapra. Para Toews (1987, p. 882) la historiografía estaba en peligro de ser reducida a un subsistema lingüístico en donde su objeto privilegiado, el pasado como tal, era una mera construcción textual. El lenguaje operaba a espaldas del usuario quien era prisionero de reglas y procedimientos que no podía controlar. En este modelo el contexto y el autor salen sobrando en la producción de las ideas, y solo queda el discurso impersonal como lo planteó en su momento Foucault. De tal suerte que la historia enfrentaba según Toews (1987, p. 206) una forma de reduccionismo, pues la experiencia quedaba diseminada en los significados.
Por su parte David Harlan (1989, p. 591) señalaba que a pesar de las resistencias, la historia intelectual en particular se había transformado ya en una historia de los discursos y eso implicaba una pérdida que los historiadores no querían aceptar. Lo que se perdía aquí era el viejo presupuesto de una hermenéutica romántica en donde la recuperación de las intenciones del sujeto/autor y el contexto eran claves para entender la generación de las ideas. Dicho por Harlan, con el posestructuralismo se colapsó la distinción básica entre texto y contexto, pues el contexto también era un texto y con ello se abrió la puerta para una lectura “creativa” de un discurso, para una lectura afectada por los intereses del presente, siguiendo así la senda del pragmatismo propuesto por Richard Rorty (1991, p. 604).
Por su parte Geoff Eley (2005, p. 41) atestiguaba el fin de una historia social basada en la concepción materialista de totalidad social. Si bien cuestionaba los excesos del textualismo de Derrida o de autores como H. White, aceptaba que la nueva historia social se volvía más potente para ciertos propósitos al incorporar el arsenal posestructuralista. En dicho campo aparecían, según Eley (2005, p. 53), dos grupos claves en este paisaje historiográfico por un lado estaban los marxistas althuserianos y postmarxistas y feministas, y por el otro aparecían los teóricos literarios deconstruccionistas. Quizás el proyecto historiográfico que mejor expresa el viraje de una historia social clásica hacia una historia postmarxista y posestructuralista es el de Subaltern Studies creado por un grupo de jóvenes historiadores del sur de Asia radicados en Inglaterra y encabezados inicialmente por el historiador marxista Ranajit Guha. En un principio los primeros estudios del grupo estuvieron dedicados a los movimientos de campesinos y sectores tribales de la India, caracterizándoles como grupos subalternos desde la perspectiva gramsciana (Banerjee, 2010, p.103). Los integrantes del Subaltern Studies seguían la estela de la historia desde abajo y recibían la influencia de autores clásicos como E. P. Thompson. Esta perspectiva fue sometida a discusión en 1986 en un congreso organizado en Calcuta puesto que por un lado estaban los que pretendían seguir el camino abierto por la crítica textual y que enfatizaban la relatividad de todo conocimiento (posestructuralismo y posmodernismo), mientras que un segundo grupo se decantaba por el estudio de la conciencia y de la acción subalterna con el fin de establecer una sociedad socialista (Mallon, 1995, p. 95).
La primera tendencia mayormente representada por la crítica literaria Gayatri Chakravorty Spivak (1987, p. 204) quien tradujo De la Gramatología de Jacques Derrida al inglés en 1967, planteaba un claro viraje hacia la utilización de algunos conceptos tomados de la crítica posmoderna ante la crisis del humanismo ilustrado. Spivak ponía en el centro de la discusión la posibilidad de acceder a la consciencia del subalterno, pues sostenía que ese acceso era una presuposición metafísica. Desde su punto de vista, la consciencia está diferida para usar el concepto de Derrida y en lugar de ello lo que se tiene es una inmensa red textual discontinua, determinada por innumerables circunstancias que producen el efecto de un sujeto operativo. Con ello cuestiona la idea de un sujeto libre de determinaciones y capaz de emanciparse de su condición alienada, al mismo tiempo que utilizaba el concepto de deconstrucción para lanzar una crítica al colonialismo europeo.
En esta perspectiva, Spivak (1987, p. 213) considera que el proyecto de Subaltern Studies ya no se sostiene sobre el proyecto de un humanismo ilustrado, por lo que es necesario deshacerse del fonocentrismo y abandonar la ilusión de que la voz del subalterno puede hacerse oír en el rumor como discurso diseminado de la protesta social. Para Spivak (2003, p. 349), la intención es deconstruir al sujeto subalterno y exhibir las inconsistencias que tiene esta categoría, pues para ella no es más que una constructo ideológico. Desde esta óptica, el subalterno y la mujer en específico son incapaces de hacerse escuchar, ambos tienen una voz, pero esta se pierde en la espesura de los discursos occidentales y coloniales.
Entonces, ¿puede hablar el subalterno? Para responder esa pregunta, Eric Van Young ensaya otra vía para darle voz a los que no han sido tomados en cuenta en la narrativa de la independencia de México. En La Otra Rebelión. La Lucha por la Independencia de México, 1810-1821, (2006) hace una crítica sistemática a la historiografía de las rebeliones del periodo colonial latinoamericano que explicaba todo basándose en la variable materialista consecuente con el modelo marxista. En lugar de la clásica explicación marxista o materialista, Van Young (2006, p. 61) propone un interpretación culturalista inspirado sobre todo en Geertz y en Sahlins, y señala que la masa campesina se rebela contra la dominación española en 1810 más que nada debido a una mentalidad milenarista, y con esta explicación deja de lado el factor de la explotación económica como detonador de la movilización insurgente.
Ante este planteamiento reacciona el notable historiador de la Revolución mexicana Alan Knight (2004, p. 463), quien reconoce la enorme trascendencia de la obra de Van Young, pero también expresa una reserva hacia las nociones de causalidad planteadas en La Otra Rebelión. De manera directa señala que Van Young abandera la posmodernidad y debilita la explicación histórica al importar nociones del psicoanálisis y de otras corrientes culturalistas para analizar la mentalidad popular insurgente. La desconfianza de Knight (2004, p. 511) sobre el trabajo de Van Young se origina por la causalidad culturalista que emplea el segundo para analizar la rebelión insurgente; sencillamente no puede creer que la movilización campesina en el México colonial no tuviera una causa económica. A lo que Van Young contesta, que después de una exhaustiva revisión de los archivos halló poquísimas evidencias de que “los conflictos agrarios ocuparan el lugar más importante en la lista de problemas del insurgente común” (Van Young & Franco, 2004, p. 570). Aunque también se puede señalar que si bien esta crítica es válida, Van Young pudiera estar sustituyendo un monocausalismo por otro.
Para Julián Casanova (2003, p. 153) los enfoques culturalistas anuncian el viraje hacia la posmodernidad y con ello el desarme político y teórico de la historia social clásica. De hecho, la agenda posmoderna de la historia ha sido delineada, quizá como pocos, por Keith Jenkins (2006), quien se vale de la propuesta de Jacques Derrida y de otros teóricos para darle la puntilla a la historiografía moderna. De ahí que Jenkins anuncie un mundo posmoderno donde la historia simplemente no tiene ya ninguna utilidad. Con este giro, la posmodernidad deja de ser una corriente crítica para convertirse en una etapa histórica donde Frank Ankersmit, Hayden White, Elizabeth Deeds Ermath y David Harlan son los principales heraldos. En opinión de Jenkins (2006) hemos atestiguado “el fin de las certezas metafísicas, ontológicas, epistemológicas, metodológicas y éticas, así como formas fuertes de realismo y también el estado problemático de formas de realismo más débiles” (p. 336).
Así como Harlan (1989) apuesta por violentar cualquier criterio racional de interpretación al imponer siempre las necesidades del presente frente a la lectura del pasado, Elizabeth Deeds Ermarth (2001, p. 41) termina con cualquier lógica de causalidad pensada desde el horizonte moderno. Desde su perspectiva, la posmodernidad es un horizonte positivo que reabre opciones políticas que la cultura de la modernidad había suprimido en busca de la unidad, la racionalidad y un consenso sin contradicción. Eso implica dejar atrás la noción de sujeto erosionada por la perspectiva saussureana del lenguaje. Para Deeds Ermarth (2001, p. 49) por ejemplo, la identidad del sujeto puede verse como un palimpsesto, se transforma así en algo inasible e inestable pues su identidad es un constante flujo de enunciaciones. Para terminar, la autora señala que en la posmodernidad debemos apostar por una subjetividad “anthematica”, noción retomada del poeta Vladimir Nabokov y que alude a un patrón floral de gran complejidad. Así el sujeto termina por quedar diseminado en las categorías de una teoría literaria.
¿La salida del túnel?
Después de la ofensiva estructuralista y posestructuralista, el sujeto como categoría queda “herido de muerte” y es visto como parte de una mistificación alienante, como un derivado de un saber etnocéntrico o falogocéntrico, como señala en su momento Derrida. Desde luego hay ciertos aspectos teóricos que hoy día pueden resultar positivos de la ofensiva posmoderna contra la razón ilustrada. En primer término, es necesario reconocer que muchas de las promesas hechas por la modernidad no se han cumplido y esos déficits fueron señalados en su momento por críticos como el mismo Foucault. De hecho, su contribución es absolutamente benéfica al mostrar y señalar el lado oscuro de una modernidad que puede aplastar cualquier perspectiva emancipatoria. En ese mismo tenor encontramos los proyectos de los Subaltern Studies y de algunos de sus representantes que adoptan la deconstrucción como una herramienta para demoler el discurso imperialista patriarcal y eurocéntrico. Lo que no apoyamos aquí son las perspectivas que ven en la posmodernidad no una crítica al proyecto moderno, sino un mundo alterno como el que esboza Keith Jenkins (2006). Ese mundo posmoderno, pragmático, sin sujetos, sin agentes, sin valores éticos y sin referentes metafísicos resulta muy conveniente para aquellos que creen que ese mundo es el mejor de los mundos posibles.
Desde luego, aún no existe un consenso al respecto, como señala Elías José Palti (2003, p. 33), la recuperación del concepto de sujeto como agente causal de la historia está lejos de ser sistemático y generalizado, pues la episteme de la modernidad en donde el sujeto es concebido como aquel que se coloca frente a su objeto y lo provee de sentido y unidad ha llegado a su fin. A la hora de hacer mi propia apuesta, considero que nuestro horizonte se desplaza a gran velocidad hacia una segunda gran modernidad, y que estamos de cara a una probable transición hacia otro u otros sistemas globales, donde el sujeto como agente de transformación será clave en la evolución para bien o para mal de dichos sistemas (Wallerstein, 1998). En esta coyuntura se puede dedicar un réquiem por una categoría de pensamiento ya muerta o bien, hacer resurgir al sujeto de sus cenizas como un ave fénix. Me inclino por la segunda opción que está bien representada por el filósofo francés Paul Ricoeur.
Paul Ricoeur y la rehabilitación del sujeto como categoría filosófica
A partir de su obra capital Tiempo y NarraciónPaul Ricoeur (2000) piensa al sujeto siguiendo el pensamiento de Husserl y Heidegger, pero al mismo tiempo incorpora en su reflexión el giro hacia el lenguaje que dio la filosofía en el siglo XX. La tesis central de Tiempo y Narración es que el Ser del sujeto cobra dimensión cuando este ordena su existencia en un relato y puede dar cuenta de su trayectoria vital y de su propia naturaleza. El relato condensa y da significado a las experiencias del sujeto que de otra manera estarían inconexas y diseminadas en una temporalidad. La acción del sujeto puede entonces ser recuperada mediante el acto poético de narrar, y gracias a este proceso es que el Ser puede llegar a una mejor comprensión de sí mismo, de sus circunstancias en el mundo y del tiempo que le ha tocado vivir. Como señala Ricoeur (2000) “con otras palabras: el tiempo se hace tiempo humano en la medida en que se articula en un modo narrativo, y la narración alcanza su plena significación cuando se convierte en una condición de la existencia temporal” (p. 113).
El proceso de autocomprensión se desarrolla mediante una operación que Ricoeur (2000) denomina la triple mimesis. En primer lugar, la función de mimesis I será imitar o representar la acción y comprender en que consiste el obrar humano: “su semántica, su realidad simbólica, su temporalidad. Sobre esta precomeprensión, común al poeta y a su lector, se levanta la construcción de la trama y, con ella, la mimética textual y literaria” (p. 129). Es ahí cuando entra en escena mimesis II que cumple una función mediadora en la “operación de la configuración”; en lugar de tener una sucesión descriptiva de acontecimientos, es en la trama en donde logran constituir una totalidad inteligible. Y es el acto configurante de la trama lo que destaca el autor en este proceso mimético. El proceso concluye con mimesis III en donde se da lo que Ricoeur (2000) llama “la intersección del mundo del texto y del mundo del oyente o del lector: intersección, pues, del mundo configurado por el poema y el mundo en el que la acción efectiva se despliega y despliega su temporalidad específica” (p. 140).
Pero antes de lograr comprobar la tesis del yo narrado, el filósofo francés debe enfrentar lo que él mismo llamó el eclipse de la narración histórica en la historiografía francesa (Ricoeur, 2000, p. 171). Para Ricoeur su mayor obstáculo será sin duda el planteamiento de la geohistoria de Braudel ya reseñado. Para salvar este abismo que se abre en su sendero teórico, Ricoeur prefigura una teoría intencionalista en donde el sujeto vuelve al primer plano, pues en la medida en que el historiador recurre a explicaciones más complejas, se aleja de este modelo de implicación causal singular. El dilema para Ricoeur (2000), es claro: “¿cómo vincular procesos sociales a las acciones de los individuos y a sus cálculos sin profesar un “individualismo metodológico” que debe producir también sus propias cartas de crédito?” (p. 224).
En Tiempo y NarraciónRicoeur (2000) decide apostar por la teoría analítica de la acción, pero el paso explicativo entre la acción de un individuo y la explicación histórica basada en la actuación de grandes fuerzas sociales quedará a cargo de la trama. Es decir, el paso entre lo macro y lo micro se dará en términos narratológicos:
Queda por ver si un tratamiento “narrativista” de la comprensión histórica que emplease los recursos de la inteligibilidad de la narración que proviene de mimesis ii, podría llenar el espacio que queda entre la explicación por razones de agentes individuales o cuasi individuales y la explicación de los procedimientos históricos de gran escala por fuerzas sociales no individuales (p. 224).
Esta cita engloba de manera certera el problema que enfrenta el autor al tratar de resolver la dicotomía entre la escala macro y micro, o entre el actor y el sistema.
Ricoeur (2000) se vuelve a referir al problema en los siguientes términos:
La historia, a mi parecer, sigue siendo histórica en la medida en que todos sus objetos remiten a entidades de primer orden -pueblos, naciones, civilizaciones- que llevan la marca indeleble de la pertenencia participativa de los agentes concretos que provienen de la esfera praxica y narrativa. Estas entidades de primer orden sirven de objeto transicional entre todos los objetos artificiales producidos por la historiografía y los personajes de una posible narración. Constituyen cuasi personajes capaces de guiar el reenvío intencional desde el plano de la historia-ciencia al de la narración, y a través de éste, a los agentes de la acción efectiva (p. 299).
La clave aquí es encontrar ese nexo entre las entidades de primer orden y la acción del sujeto, o el mecanismo para la transición entre un nivel y otro. Para Ricoeur (2000, pp. 312-313) un buen ejemplo en donde se vincula el actor y el sistema es el que provee Max Weber en La Ética Protestante y el Surgimiento del Capitalismo, pues a través de una imputación causal singular se puede reconstruir la dinámica de un sistema (2011). Este enlace nos dice Ricoeur (2000)
Existe bajo la forma de entidades de primer orden del conocimiento histórico, entidades sociales que, si bien no pueden descomponerse en infinidad de acciones individuales, mencionan, no obstante, en su constitución y en su definición a individuos capaces de ser tenidos por los personajes de una narración (p. 316).
En este esquema resultan trascendentales las nociones de procedimientos de mediación y objetos transicionales.
La clave es anticipada por Ricoeur (2000, p. 338) al seguir una ruta narrativista del problema, pues argumenta que toda historia es narrativa, aún la de Braudel, debido a que su teoría de las tres temporalidades se organizan en torno a un cuasi-personaje: el Mediterráneo, de ahí que el paso entre la larga duración y el acontecimiento se realiza mediante la trama que unifica la obra en un relato coherente. De hecho a pesar de la separación de la obra de Braudel en tres planos temporales en donde el tiempo corto se refiere al acontecimiento y explica poco en términos causales, es usado por Ricoeur (2000) para plasmar su tesis: “Sólo juntos, los tres planos de la obra constituyen un cuasi trama, una trama en el sentido de Paul Veyne” (p. 347). La separación efectivamente es solo en un plano analítico, pues los tres tiempos contenidos en la obra de Braudel siempre coexisten y según Ricoeur en todo caso, se trata de una estrategia narrativa o una forma entre otras muchas más de organizar el relato, y mediante este ejercicio el historiador puede superar el falso dilema de apostar por una historia-ciencia o una historia-relato.
Ricoeur (2010) volvería sobre el asunto en una de sus últimas obras: La Historia, la Memoria y el Olvido. Para él, hay que recordarlo, la narrativa era la solución al dilema metodológico entre una causalidad que apuesta más por las estructuras de larga duración, que por la causalidad basada en el sujeto. De hecho el cambio de escalas para Ricoeur (2010, p. 325) es una operación narrativa, pues en ambos planos de representación operan actos narrativos, recursos y tramas porque como él mismo señala, el Mediterráneo es un personaje incrustado en una trama narrativa:
¿No es posible salvar el abismo lógico que parece abrirse entre las dos definiciones del acontecimiento? Se propone una hipótesis: si se da toda su extensión a la idea de la trama como síntesis de lo heterogéneo, manejando intenciones, causas y causalidades, ¿no corresponde al relato realizar una especie de integración narrativa entre los tres momentos -estructura, coyuntura, acontecimiento- que la epistemología disocia? Lo sugiere la idea que acabamos de proponer de la narrativización de los juegos de escalas, ya que los tres momentos dependen de escalas diferentes, tanto en el plano de los niveles de eficacia como en el de ritmos temporales (Ricoeur, 2010, pp. 325-326).
Ricoeur (2010) remata diciendo que “la integración narrativa entre estructura y acontecimiento dobla así la integración narrativa entre fenómenos situados en niveles diferentes según escalas de duración y de eficiencia” (p. 327). La dicotomía entre estructura y acción, entre diversos grados de causalidad, y el nexo entre lo macro y lo micro pueden ser vinculados según Ricoeur mediante la narrativa.
La resolución de este problema analítico es clave para dar sustento a la propuesta ontológica de Ricoeur. Desde su perspectiva era necesario la recuperación del Cogito quebrado al revelarse a sí mismo como un sujeto capaz de enunciar y de ser enunciado, de ser agente y paciente al mismo tiempo. No obstante, otro heredero del estructuralismo: el sociólogo Pierre Bourdieu (1997, p. 74), diría que el relato sobre la vida de un sujeto era una ilusión, una “ilusión biográfica”. Para Bourdieu el relato de vida es algo inaprensible y no surge de manera natural o espontánea en orden lógico y coherente, es más bien una construcción y es un derivado de formas y mecanismos de atribución de identidad. La biografía para Bourdieu (1997, p. 80) se asemeja al modelo oficial de la presentación de la persona en donde la identidad del sujeto es diseñada o producida por una serie de operaciones activadas desde las instituciones estatales. De ahí que desde su visión nunca se accede a la vida misma del sujeto, sino a una construcción operada desde una serie de intereses y mecanismos que derivan en una imagen de sí mismo. Bourdieu (1997) agrega que resulta casi imposible seguir la vida de un individuo, o es metodológicamente inútil tratar de reconstruirla en términos individuales, y en lugar de eso propone la noción de trayectoria definida como “una serie de posiciones sucesivamente ocupadas por un mismo agente (o un mismo agente) en un espacio en sí mismo y sometido a incesantes transformaciones” (p. 82). En todo caso lo que el sociólogo parece recordarle al filósofo, es que el sujeto es un producto social cuya materialidad está constituida por una compleja red de relaciones, y que incluso ha somatizado los valores y las normas que lo alienan sin que sea consciente de esta condición.
Como se ha pretendido mostrar hasta aquí, el asunto de la causalidad histórica nos lleva siempre de frente a la aporía del sujeto vs. estructura. A cada intento de recuperar una postura intencionalista siempre aparece un paradigma antihumanista e, incluso en algunos casos, se pretende prácticamente abandonar la dialéctica entre agente-estructura como se ha visto en algunas perspectivas desarrolladas a partir del posestructuralismo. Sobre este asunto la propia filosofía de Paul Ricoeur no solo choca de frente con la perspectiva de Bourdieu, también enfrenta perspectivas antihumanistas más agresivas como la teoría de los sistemas de Niklas Luhmann. Como señala Ricoeur, el Cogito “es el Sísifo condenado a subir constantemente la roca de su certeza cuesta arriba de la duda” (1996, p. XXI) Hasta ahora es posible que su filosofía sea el esfuerzo más arduo y completo por recomponer la categoría de un sujeto que se autocomprende. No obstante, si la historia es la representación de hombres y mujeres como agentes y pacientes, como actores que poseen intenciones y desarrollan estrategias en el mundo social, es preciso pensar en una teoría social que les devuelva ese protagonismo. La filosofía analítica de la acción que utiliza Ricoeur es útil para tematizar la cuestión de las intenciones, para reintroducir en el esquema explicativo las preguntas del ¿quién? y ¿por qué?, pero no son suficientes para vencer los planteamientos más deterministas de la teoría social como la teoría de los sistemas de Luhman.
Una noción más fuerte de acción social puede encontrarse en la propuesta de Anthony Giddens, quien al igual que Ricoeur, estaba preocupado por la eliminación del sujeto del programa de las ciencias sociales. A diferencia de los funcionalistas, Giddens (2006, pp. 44, 122, 123, 201) inspirado por la sociología fenomenológica de Schütz y en la etnometodología de Garfinkel, plantea que el agente posee una conciencia práctica y una capacidad para actuar y trazar estrategias que modifican las estructuras que lo condicionan. Giddens (2006, p. 53) plantea que no existe tal cosa como una estructura independiente del agente, como algo “externo” a la acción humana, ya que la estructura no es un esqueleto o un armazón, ni un código lingüístico que se reproduce de manera autoinmanente como en el caso de los posestructuralismos. No hay por lo tanto estructuras, sino propiedades estructurales y esas propiedades nos remiten a reglas y recursos usados por el agente para producir la vida social, o lo que Giddens llama la estructuración.
En esta perspectiva se aprecia una dinamización de la noción de estructura que siempre es producto del actor, y no existe como un objeto reificado. De ahí se desprende la tesis de Giddens (2006) de la dualidad de la estructura: “las reglas y los recursos que se aplican a la producción y reproducción de una acción social son, al mismo tiempo, los medios para la reproducción sistémica” (p. 55). En todo caso, la teoría de Giddens ofrece un enfoque intencionalista centrado en el actor que no niega los efectos no deseados de la acción, ni tampoco rechaza la constricción a la que se ve sometido el sujeto o el actor social. En este plano señala que existen muchas fuerzas sociales que pueden condicionar a los actores, pero eso no impide que estos a su vez puedan en algún momento transformar el sistema que los oprime. Para Giddens (2006) el determinismo estructural tiene un carácter históricamente cambiante, variable, pues la
Naturaleza de los constreñimientos a los cuales unos individuos están sujetos, los empleos que ellos hacen de las capacidades que poseen y las variedades de entendimiento que revelan son todos aspectos en sí mismos sujetos a una manifiesta variabilidad histórica (p. 209).
De igual manera se muestra sensible a la disyuntiva entre una historiografía analítica vs. una historiografía narrativa que es desde su perspectiva “la versión para historiadores del mismísimo dualismo de acción vs estructura que trabó el desarrollo de la ciencia social en general” (p. 380). Para Giddens (2006, p. 381), esta disyuntiva es un error pues no se pueden rechazar los condicionamientos estructurales del agente histórico ni proclamar un puro subjetivismo. Así el historiador está obligado a presentar en su narrativa los escenarios y las circunstancias en donde una acción ocurre, y como es que la praxis del actor genera esas condiciones históricas.
Conclusiones
Hasta aquí se presenta un recorrido por diversos planteamientos que proponen una causalidad más inclinada a la estructura o al sujeto según sea el caso. Siguiendo a Lawrence Stone, quien hizo un primer inventario de dicha oposición, la macrohistoria se nutrió en su momento de la teoría económica y sociológica, proyectando estudios de muy larga duración o de una escala global; luego la historia cultural que dominó la escena de la década de 1970 se vio influenciada sobre todo por la teoría antropológica, que la hizo derivar hacia temáticas relativas a la vida cotidiana. Como ya se vio, esta división era una réplica de la dicotomía acción vs. estructura que estaba presente en la teoría social. El sociólogo Anthony Giddens (1998, p. 254) desarrolló una propuesta de síntesis de dicho dualismo que hasta el momento luce como la más equilibrada, si bien no es la única que existe. El mismo Giddens reacciona contra el estructuralismo y el posestructuralismo, y afirma categóricamente que se trata de tradiciones de pensamiento muertas. Giddens cuestiona sobre todo la tesis del descentramiento del sujeto y la omisión de la consciencia práctica que caracteriza a la tradición estructuralista y posestructuralista, y en su lugar opone el concepto de un sujeto condicionado, pero creador de las estructuras sociales.
De igual manera, Françoise Dosse (Mendiola, 2001) ha expresado de manera muy sintética los tres puntos críticos que hace Paul Ricoeur al estructuralismo:
1) la eliminación del sujeto; 2) la eliminación de las formas de historicidad en favor de las playas inmóviles; y 3) la eliminación de las pertinencias del referente y de un afuera-del-texto, ya que se estaba en un momento en que todo sucedía dentro de un texto cerrado, etcétera (p. 255).
Hay que decir que el momento estructuralista fue muy fecundo y sugerente para repensar nuestras bases epistemológicas, por lo tanto aquí no se aboga por desechar sus planteamientos que tuvieron su razón de ser y fueron producto de una serie de circunstancias históricas. No obstante, y quizás esto sea objeto de una discusión posterior, la recepción de los planteamientos en algunos círculos derivó en no pocos excesos.
Ricoeur hizo frente a los planteamientos más agudos de la crítica estructuralista y posestructuralista, y ofreció una alternativa bien fundamentada para repensar al sujeto que desde su perspectiva no es conciencia pura, sino un producto histórico situado en un tiempo y espacio dotado de una especificidad única y excepcional, de una historicidad. Según Ricoeur este Ser histórico entiende su condición a través de la narración; es decir, se entiende lo que somos gracias al relato que organiza nuestras experiencias temporales diseminadas e inconexas entre sí. Ricoeur intentó validar su tesis no solo en el campo filosófico, también dialogó con los por ser quienes cultivan las narrativas sobre el Ser de manera sistemática. En Sí Mismo como Otro, Ricoeur (1996) apuesta por una nueva ontología donde se pone en el centro al ser humano como agente y paciente, y que al mismo tiempo tiene la suficiente capacidad para ver en el “otro” la imagen de sí mismo, o como diría Emmanuel Levinas: “es a pesar mío, que el otro me concierne” (1993, p. 110).
El posestructuralismo ofreció a nuestro juicio una crítica poderosa contra la falsa ideología humanista, pero no se ven razones para claudicar y eliminar por completo la idea del sujeto como agente y paciente, como dice Ricoeur. Si bien es necesario denunciar los falsos humanismos, deshumanizar la historia y la teoría social tiene serias implicaciones alienantes, pues se mutila una cualidad fundamental que tiene el discurso histórico: la de condensar el sufrimiento humano, y la de consignar la desigualdad e inequidad propias de nuestros sistemas sociales. ¿Quién es explotado?, ¿quién sufre?, ¿quién es perseguido?, ¿quién es discriminado?, ¿quién es aniquilado? Esas preguntas se borran en una teoría sin seres humanos, en un relato sin hombres ni mujeres, y la eliminación de dichas preguntas son el correlato perfecto de un proyecto político alienante. Por mi parte, he buscado regresar a un paradigma intencionalista de la mano de Paul Ricoeur y de Anthony Giddens, no para proclamar la superioridad de sus perspectivas sobre otros estilos de teorizar la génesis de lo social, pero sí para repensar cuál es el grado de maniobra que tenemos los individuos para transformar el entorno en el que vivimos. Nos gustaría pensar que el sujeto no solo está de vuelta, y aún tiene un papel como hacedor de su propia historia, aunque como se ha visto a lo largo de este texto, estas dos premisas siempre han sido hipótesis a probar.