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Revista latinoamericana de estudios educativos

versión On-line ISSN 2448-878Xversión impresa ISSN 0185-1284

Rev. latinoam. estud. educ. vol.51 no.1 Ciudad de México ene./abr. 2021  Epub 20-Oct-2023

https://doi.org/10.48102/rlee.2021.51.1.200 

Desigualdad, justicia y derecho a la educación

Las inclusiones “razonables” en materia de discapacidad en México: política de educación inclusiva

The “Reasonable” Inclusions in the Field of Disability in Mexico: Inclusive Education Policy

*Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP), México. rodolfo.cruz@upaep.mx


Resumen

El presente escrito tiene como objeto de estudio la política actual de educación inclusiva y su relación con el tema de la inclusión de las personas con discapacidad (PcD) en México. Su finalidad es señalar algunas fortalezas, debilidades, omisiones, pero sobre todo racionalidades que fundan o se han producido a partir de todo el movimiento político de la educación inclusiva. Se parte del supuesto que la política de educación inclusiva se ha constituido sobre un tipo de racionalidad liberal -individual- económica que, en la medida que ha posibilitado la inclusión de algunas identidades, sigue invisibilizando otras, y éste es el caso de algunas PcD. Se concluye que la educación inclusiva es un proyecto que se enmarca en una necesidad de cambio social; sin embargo, como toda propuesta, está limitada a su época y a las auténticas opciones de realización. En este sentido, más que hablar de inclusión, sería prudente hablar de inclusividad, la cual implica el espacio donde no hay quien pueda posicionarse como el poseedor de la totalidad del saber, sino como el encuentro entre las particularidades y el diálogo reflexivo que permita lograr equilibrios momentáneos en las lógicas aplicadas y en prácticas determinadas.

Palabras clave: educación; justicia social; política educativa; discapacidad

Abstract

The purpose of this paper is to study the current policy of inclusive education and its relationship with the issue of the inclusion of people with disabilities (PcD) in Mexico. Its objective is to identify some strengths, weaknesses, omissions, but above all, rationalities that come from or have been produced by the political movement of inclusive education. There is the assumption that the inclusive education policy has been constituted on a type of liberal individual economic rationality, that, even when it has enabled the inclusion of some identities, continues to make others invisible, as some PcD. We conclude that inclusive education is a project framed by the need for social change; however, this idea is limited to its time and the real implementation options. In this way, rather than speaking about inclusion, it would be necessary to talk about inclusivity: it implies a space where no one can position himself as the possessor of the totality of knowledge, it would make possible the meeting between the particularities and the reflective dialogue that would produce specific balances in time, in both, the applied logics and determined practices.

Keywords: education; social justice; educational policy; disability

Introducción

En México, para 2019, al menos

1.5 millones de niños y adolescentes se encontraban fuera de la educación básica; más de 2.8 millones de estudiantes de 3 a 17 años en rezago educativo, por lo menos 19.5 millones en situación de pobreza y más de 3.9 millones en condición de pobreza extrema. El 24.7% de la población de 3 a 17 años con discapacidad no asistía a la escuela; el 31.47% de las personas en edad escolar con discapacidad y hablante de lengua indígena tampoco estaba incorporada en ninguna institución escolar (SEP, 2019, pp. 27 31).

Según el Censo de Población y Vivienda de 2010, 4 527 784 personas a nivel nacional poseen alguna discapacidad en México y, con base en la estadística 911 en SEP (2019, p. 41), sólo “358 103 estudiantes con discapacidad, en el periodo 2018-2019” están incorporados a la educación escolarizada. Este escenario no sólo representa las limitaciones sociales en materia de justicia y bienestar; también da cuenta de las omisiones, negaciones e invisibilizaciones que las mismas políticas sociales y educativas de las últimas décadas han dejado a su paso o incluso producido.

En la educación, la transición a sistemas en los que, más que formar sujetos de derechos, se capacita al empleado y consumidor del futuro, si bien ha posibilitado la inclusión de diversas identidades sociales, ha permitido la exclusión, la discriminación, la segregación de otros tantos (McLaren, 2012). Un retorno al hommo economicus(Foucault, 2012), en el que las libertades individuales, más que ser componentes de los espacios sociales, permiten observar la emergencia de visiones económicas que se han introducido de forma intersticial en las vidas cotidianas de todos los sujetos. Este contexto, sin duda, ha dificultado el retorno a estados democráticos donde no hegemonicen las perspectivas liberales individualizantes y se ratifique una mirada comunitaria a las relaciones entre los ciudadanos (De Sousa, 2004).

En este marco, es visible el aumento de una serie de ordenamientos jurídicos y políticos que han señalado la necesidad de enfoque sobre algunos sectores o colectivos de la población. Si bien el emplazamiento a estructuras sociales y económicas que estuvieran pensadas en poner al centro a la persona y, a partir de ahí, buscar beneficios que posibilitaran su realización y desarrollo fue una preocupación iniciada del siglo pasado, no cabe duda que hoy por hoy es un imperativo aún vigente.

A pesar de que la integración o incorporación a dicho “pacto” representó la inclusión social de muchos sujetos que, en ese momento histórico, habían quedado en los márgenes de poder, de participar activamente de las relaciones políticas y económicas, la producción de nuevas exclusiones no se hizo esperar. En otras palabras, la puesta en marcha de políticas sociales que permitieran la presencia de relaciones más igualitarias y equitativas entre los ciudadanos estuvo sujeta también a los imaginarios y representaciones de la época y, con ello, a sus propias limitaciones que, al momento de “incluir” nuevas identidades, excluyeron, bajo otras racionalidades, a sujetos que “aún no” podían pensarse dentro (Butler, 2017).

Visiones fundadas en la idea de la existencia de un ciudadano, miembro activo y con derechos para dicha participación, poseedor de cierta razón, capacidad intelectual y física, pero también bajo una perspectiva concreta de justicia social y de derechos humanos que, en la medida que permitía a nuevos “miembros” poder firmar el pacto e iniciar una serie de intercambios entre diversos bienes considerados valiosos, dejaba en suspenso la suerte de otros debido a sus supuestas incapacidades o limitaciones individuales; se trata de sujetos que estaban lejos de poseer autodeterminación y autonomía que facilitara siquiera pensar en su paridad participativa (Fraser, 2000).

Sin embargo, lo que dichos ordenamientos ya habían iniciado parecía no detenerse. A lo largo de la historia, la emergencia en las posibilidades de participación fue el nicho de oportunidad para los que se encontraban todavía fuera de lo que ya se había incluido socialmente. Fueron los mismos instrumentos legales y políticos los que permitieron nuevas anexiones (Hunt, 2009). Adiciones en torno a la raza, el género, la discapacidad, la etnicidad, la sexualidad, entre otras nuevas identidades sociales, tomaron como estandarte estos documentos, exigiendo igualdad y equidad en el trato, en la distribución de los bienes materiales y simbólicos, pero también en su reconocimiento desde su diferencia (Fraser, 2000).

Prueba de lo anterior son las diversas reformulaciones en materia de derechos humanos; estas modificaciones se han traducido en niveles generacionales como respuesta a necesidades epocales de actualidad (Fraguas, 2015). Estamos frente a reconfiguraciones cuyos sentidos han estado íntimamente vinculados a posicionamientos identitarios específicos y a la inclusión de lo que todavía había quedado al margen. A la par con dichas rectificaciones, se produjo una vorágine de documentos de política, de acuerdos, leyes y convenios, que, en su intención de actualizar las visiones de los “nuevos” derechos y reafirmar posicionamientos sociales y reivindicaciones identitarias (Roniger, 2018), también dieron cuenta de la incompletitud del proyecto y de la exclusión dinámica que el proceso de inclusión había producido a su paso.

Lo que dichas reformulaciones pudieron visibilizar estaba relacionado con la auténtica posibilidad de cumplir, desde una perspectiva de justicia social y de derechos humanos, con la inclusión de lo que todavía no hacía presencia en el campo; la deuda existente con aquellos que aún no habían podido participar en igualdad de condiciones y con equidad. En el ámbito educativo, por ejemplo, hoy por hoy está relacionado con las situaciones y reestructuraciones necesarias para cumplir con un mínimo de justicia educativa. Lo anterior, podría llevar a preguntarse ¿cuáles son los auténticos cambios en esta materia y cómo han sido traducidos al terreno educativo? ¿Cuál es la racionalidad que sostiene dichas modificaciones y cómo ésta posibilita transformaciones epistemológicas profundas?

Las respuestas merecerían plantearse desde varios planos. Por un lado, habría que pensar si las adiciones señaladas no han sido más que nuevas adjetivaciones (De Sousa, 2010, Málaga, 2019) que han quedado ubicadas de formas secundarias frente a posicionamientos que se han naturalizado en el tiempo y el espacio, y cuyas lógicas o sistemas de razón todavía no han constituido posibilidades para transformaciones más profundas (educación inclusiva, para la paz, intercultural, para la justicia social, etc.). En este sentido, también habría que pensar si las modificaciones realizadas, en su voluntad para “incluirse”, han tenido la necesidad de ajustarse más que ajustar lo dispuesto. Es decir, en el mismo momento que se emplaza la discusión para su inclusión social, la idea límite de sólo estar “dentro” de la estructura no posibilitó un cuestionamiento a la misma, y permitió sólo una serie de reivindicaciones y adecuaciones a lo ya presente, y no así su profunda transformación.

El interés del presente escrito no es tanto abordar de forma analítica todas y cada una de las políticas que pueden ubicarse en torno al tema de la igualdad y la equidad a lo largo y ancho de la estructura planetaria; tampoco pretende dar cuenta de las diversas realidades frente a dichas modificaciones, que se han realizado desde cada colectivo o grupo identitario particular. Su delimitación puede ubicarse desde dos miradas muy concretas. Una de ellas enfocada a un grupo determinado, como las personas con discapacidad, el cual, si bien ha recibido la atención de las adecuaciones políticas en torno a su lugar en el campo social, su situación precaria todavía está lejos de ser parte del pasado. Por otra parte, el foco de atención no serán todas las políticas que se han construido alrededor de este grupo, sino más bien aquellas ubicadas en el terreno educativo. En concreto, el objeto de estudio es la política actual de educación inclusiva y su relación con el tema de la inclusión de las personas con discapacidad (PcD) en México.

La finalidad es señalar fortalezas, debilidades, omisiones y racionalidades, así como emplazar otras posibilidades teóricas que puedan servir para nuevos posicionamientos que permitan aproximaciones a una auténtica inclusión social y educativa. Se parte del supuesto de que la política de educación inclusiva se ha constituido sobre un tipo de racionalidad liberal -individual- económica que, en la medida que ha posibilitado la inclusión de algunas identidades, sigue invisibilizando otras, este es el caso de algunas PcD.

En México, los nuevos cambios en lo gubernamental consintieron pensar en la posibilidad de un giro en materia política que, de entrada, fuera un posicionamiento diferente frente a las estructuras hegemónicas presentes en ese espacio desde hace ya varias décadas. Se trata de visiones económicas, pero también fuertemente ideológicas que, al paso del tiempo, no han resistido el embate de los problemas que han producido o, en su caso, que debido a su inacción, no han podido exterminar. Con un vuelco de gobierno hacia la izquierda y con un discurso gubernamental centrado en el aniquilamiento del neoliberalismo, los aires de cambio hicieron que la “imaginación” se activara y se presentara como posible.

Sin embargo, si bien estos elementos se han hecho presentes a nivel de discurso, se hace necesaria una revisión de lo que ha sido y de las posibilidades de lo que puede ser. Es así que lo que este trabajo muestra tiene que ver con una revisión del estado actual de la política de educación inclusiva en México, sus limitaciones y algunas propuestas teóricas que pueden posibilitar la visualización de los alcances del giro de gobierno que se ha instaurado en los últimos años y con ello los cambios propuestos a nivel educativo.

Educación inclusiva en tensión: ¿dónde colocar a las personas con discapacidad?

Muchos de los problemas con la mayoría de los discursos tanto sociales como educativos es su tendencia a la simplificación de sus postulados, en tanto se disponen a ponerse en práctica. En el ámbito educativo, la educación inclusiva1 parece no estar libre de cierto ejercicio práctico que la tensiona constantemente y que, al hacerlo, posibilita algunas transformaciones, al momento que niega otras.

A grandes rasgos, el discurso de la educación inclusiva tiene como fin último la participación de la diversidad en los mismos espacios, y la reconfiguración y reconocimiento de las identidades diversas que es posible ubicar en la escuela (Escudero y Martínez, 2011). Sus fundamentos se encuentran en las propuestas de la justicia escolar y educativa, los derechos humanos, así como en el desarrollo de una equidad educativa (Bolívar, 2005, López-Melero, 2011, Sánchez y Ballester, 2013).

Sin embargo, la educación inclusiva, hoy por hoy, parece representar una serie poco articulada de discursos que refieran esa multiplicidad simbólica y semántica (Giné, 2009, Slee, 2012) y, si bien dicha dispersión puede considerarse riqueza, también implica una debilidad de acción y concreción (Echeita, 2013). Lo mismo podría decirse de los valores que la sostienen: equidad, justicia, igualdad, democracia, cuestiones que han entrado al mismo juego de suplementariedad y que, al hacerlo, han perdido potencia teórica (De Sousa, 2004, 2009).

Cuando se revisa sobre el tema es posible ubicar dos escenarios que conforman, por llamarlo de alguna manera, la “constante” en torno a los posicionamientos teóricos del propio acto educativo inclusivo. Por un lado, perspectivas que intentan tensionar la educación especial y la educación inclusiva como dos pares oposicionales (Echeita, 2014, Slee, 2012) cuya articulación parece irreconciliable. Por otra parte, se pueden encontrar visiones que las colocan como un proceso lineal y continuo, que implica una serie de avances y desarrollos en el terreno educativo (León, 2012). En este marco, hay miradas que diferencian la educación especial como un campo propio y, sobre todo, necesario para atender a las PcD en el plano educativo (Cruz, 2018). Sin embargo, también se encuentran posicionamientos que priorizan la perspectiva inclusiva por sobre otras formas de educación que son consideradas segregatorias (educación indígena, educación especial, por poner sólo dos ejemplos) (Escudero y Martínez 2011, López Melero, 2011). Si bien es posible ubicar delimitaciones precisas y discusiones a nivel teórico y práctico, lo cierto es que todas estas visiones, aunque desde diversas ópticas, coinciden en algunos puntos: se destaca la necesidad de trabajar para la igualdad y equidad de las personas, es decir, la finalidad de la educación es aceptada como un medio y proceso para el cumplimiento de mínimos de justicia social y con base en los derechos humanos (Tedesco, 2004).

No obstante lo anterior, lo que escasamente ha sido cuestionado es el propio discurso inclusivo, sobre todo las formas en que ha sido traducido en el terreno escolar. Es decir, el límite que puede ser visible en el estado de la cuestión sobre el tema está en haber “dado por hecho” que la “inclusión en lo escolar”, como la conocemos, desde sus lógicas y sentidos, sus prácticas y referencias, es el camino hacia la mejora de los procesos educativos y la participación social, sin haber sospechado que posiblemente esta misma visión educativa, de entrada, podría estar fijando sus propios límites y, con ello, estableciendo algunas exclusiones, haciéndolas pasar como naturales o ajenas a la misma. Es en este marco que se hace necesario señalar la racionalidad que hoy por hoy sustenta el discurso de la educación inclusiva.

El problema hasta ahora es que dicho discurso en México (educación inclusiva/escolar) se ha instituido como un nuevo contrato escolar que sólo aplica cuando existe un tipo de reciprocidad entre las partes; es decir, se espera que, como respuesta al acto de escolarización y todos sus dispositivos pedagógicos, el sujeto “educado” responda con un mínimo de “aprendizajes” marcados en las estructuras curriculares lo que, de entrada, representa el límite al mismo acto de incluir.

Siguiendo a De Sousa (2010), toda estructura puede demarcarse a partir de algunos elementos que la conforman. Uno de ellos tiene que ver con los valores que sostienen sus prácticas y formas organizativas. En el caso de lo escolar, es posible identificar una serie de elementos axiológicos que permiten pensarlos como comunes y que, al estar basados en la lógica de la mayoría, tienden a invisibilizar los márgenes que producen. Por ejemplo, cuando en educación se hace un llamado a la eficacia o al pensamiento crítico, se valora la facultad racional de los sujetos, dando cuenta de elementos comunes, pero también de determinadas racionalidades que nos llevan a cuestionar sobre ¿cómo ha traducido el discurso inclusivo dichos valores?

Si bien es de reconocer que en la escuela mexicana se han hecho presentes algunas subjetividades, existen otras cuyo lugar todavía parece estar en la negación o el olvido. Hasta el día de hoy, el discurso de la inclusión parece haberse “conformado” con la incorporación de lo que, a partir de su racionalidad, ha sido capaz de incluir. Aquellas identidades que no logran estar todavía en la escuela parecen ser elementos límite, cuya exclusión o segregación será aceptada en la medida en que algunos ya han podido ser incluidos, con la mirada enfocada hacia el “bien mayor”. Esta racionalidad coloca a la capacidad humana, entendida como una única forma de funcionamiento y respuesta cognitiva y física, como medida para la posibilidad del acto mismo (Hernández, 2018). Este acto ha sido posible también por la presencia de otras lógicas, como las propias de la estructura escolar, la cual, como De Sousa (2010) llamaría, se ha constituido a partir de un sistema general de medidas. En dicho sistema se establecen a priori las formas y lógicas desde las cuales algunos elementos podrán ser incluidos y otros, por supuesto, quedarán fuera o al margen.

La escuela “inclusiva” en México, si bien ha procurado la flexibilidad curricular, la atención a la diversidad, los ajustes dentro del aula por parte del profesor (Cedillo, 2018), escasamente ha podido modificar las mismas medidas que fundan el acto escolar y que señalan el deber ser del estudiante y del propio acto educativo. En este sentido, siguen estando fijadas racionalidades como los tiempos en los que los sujetos deben aprender de acuerdo con su edad, habiendo naturalizado la idea en la que la fecha de nacimiento está directamente relacionada con determinados contenidos escolares, los cuales, además, deben estar adscritos a niveles etarios que implican la homogenización del aprendizaje, medida que facilita determinar quién va atrasado o adelantado.

Lo anterior ya señala un espacio-tiempo desde el cual debe llevarse a cabo aprendizaje, el cual sigue estando a nivel áulico e institucional. Desde la propia educación inclusiva se menciona que debe mejorarse la gestión y las formas de dirección y habilidades de los docentes; también las formas de planificación y, sobre todo, trabajar con los ajustes razonables y los diseños universales (SEP, 2019), los cuales son una de las propuestas de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2008); sin embargo, las acciones han seguido respondiendo hegemónicamente a una racionalidad “inclusiva”, la cual podría denominarse con algunos tintes economicistas.

Por ejemplo, ¿con base en qué criterios un ajuste es razonable y qué otro puede ser considerado no razonable? Cuando se revisa la definición de este concepto, se llega con un tipo de racionalidad que lo sostiene, la que tiene que ver con un posicionamiento económico. Será lo razonable en la medida que no represente una transformación que vaya más allá de los límites propios de lo escolar y de los recursos que “racionalmente” se tiene pensado invertir para la inclusión de una persona, en este caso con discapacidad. ¿Cuánto “vale” la inclusión de una persona? Parecería que esto puede estar directamente relacionado con el nivel o intensidad de dicho ajuste.

Dicha racionalidad inclusiva, siguiendo a De Sousa (2010), ha instaurado todo un habitus, es decir, una especie de cultura organizacional o escolar que legitima las decisiones llevadas a cabo. En este sentido, se puede hablar de que el espacio escolar ha sido gubernamentalizado (Foucault, 2006) para legitimar, normalizar y normativizar lo que se considera natural y legítimo, a partir de los valores comunes que han sido aceptados por la mayoría.

Así, por ejemplo, los diseños universales para el aprendizaje (DUA) pueden ser considerados herramientas que, si bien buscan atender a la diversidad, se encuentran en el mismo sistema de razón, su límite es visible ahí donde lo común ya no es posible, donde lo universal empieza a mostrar su ausencia y donde, justo lo intensamente plural hace su aparición.

En este sentido, la educación inclusiva (racionalidad inclusiva) parece estar basada todavía en la lógica contractualista más clásica que, si bien implica perspectivas de justicia social y educativa variadas, termina de facto funcionando a partir de una lógica simple de aprendizaje-no aprendizaje (Plá, 2018). Estos aspectos se sustentan en una serie de bienes simbólicos que le dan estabilidad y constancia, mientras que legitiman el saber escolar por sobre cualquier otro tipo de experiencia, bienestar y existencia colectiva. Es aquí donde el peligro sigue siendo el extranjero que no logra apropiarse de los conocimientos considerados valiosos y, por ende, representa un obstáculo para el “éxito escolar” de los demás. Este éxito escolar ha sido colocado como punto nodal que articula los demás elementos educativos y, sobre todo, las cuestiones relacionadas con justicia educativa, inclusión y equidad (Sánchez y Ballester, 2013); estamos, pues, frente a una tensión que podría ubicarse entre escuela y singularidad, entre lo común y lo plural, un conflicto que el propio discurso inclusivo en México no ha logrado superar.

En este marco, cabría cuestionar si la educación inclusiva, aunque premia los procesos de igualdad y equidad, ¿no lo hace a partir de determinadas visiones que no sólo pasan por la estructura escolar, sino que además representan algunos posicionamientos teóricos e ideológicos que no son visibles a simple vista, pero que se han instaurado bajo cierta racionalidad? ¿No es hoy la relación inversión-resultados una lógica racional presente en el espacio de lo educativo y lo escolar? ¿Cómo pensar una escuela que cuestione los tiempos y espacios, las capacidades individuales como movimiento hegemónico, cuando están presentes compromisos internacionales, cuando las mediciones están instauradas desde lo universal y, desde ahí, ya reflejan su desigual distribución? ¿Cómo conviven estos discursos que son casi antinómicos?

El hecho es que la escuela nunca será inclusiva en la medida que siga fomentando clasificaciones y separaciones. ¿Podríamos pensar en la presencia en México de una “falsa” o al menos incompleta democratización del espacio escolar y educativo, y de una falsa instauración de libertades, las cuales están reguladas, de entrada, por las condiciones estructurales? ¿Cuál es el estado que guarda el tema de la discapacidad en el campo político educativo, en relación con su inclusión? ¿Cuál es el fundamento teórico e ideológico que hegemoniza las nociones de educación e inclusión en México? En concreto ¿cuál es la racionalidad que, al parecer, está presente en las políticas y ordenamientos jurídicos que dicen defender una perspectiva amplia de inclusión social y educativa?

Políticas de equidad e inclusión en educación de personas con discapacidad: ¿cuál es la racionalidad compartida?

La Declaración Universal de los Derechos del Hombre (ONU, 1948) puede considerarse uno de los hitos que marcaron un antes y un después en la resignificación de lo humano y con ello su posible participación en lo social. Con el firme objeto de pensar la convivencia bajo la lógica de la igualdad y la libertad de las personas, este documento posibilitó formas ontológicas y antropológicas de entender, por ejemplo, la discapacidad y su estado de opresión social (Barton, 2008), visible a lo largo de su propia historia.

En el plano internacional, se puede hablar de, por lo menos, quince documentos que en el devenir se presentaron como reafirmaciones de las identidades colectivas, como es el caso de las PcD. No obstante, y debido a cuestiones más bien de espacio, sólo se abordarán analíticamente aquellos que fueron construidos con el objetivo específico de hacer visible la situación de este colectivo.

Si bien para 1966 se da el “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”, que colocaba la cuestión de lo humano y su libertad, el derecho a la ciudadanía entre muchos otros más, fue hasta 1982 que la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 1982) presentó “Programa de Acción Mundial para las Personas con Discapacidad”, el cual estaba enfocado a la rehabilitación, prevención y vida social en igualdad de oportunidades para dicho colectivo. No obstante que uno de sus objetivos estaba relacionado con las necesarias “reivindicaciones” en materia de derechos humanos y desde una perspectiva de justicia social, su énfasis estuvo puesto sobre una mirada o visión biomédica de la discapacidad (Brogna, 2009, 2019). En otras palabras, el imaginario (cuestión que puede ubicarse como una de las principales barreras que históricamente no han permitido a este colectivo estar incluidos en lo social) estaba colocado en la ausencia e imposibilidad de las PcD para realizar determinadas actividades que les permitieran “incluirse en lo social”. Esta visión colocaba (y lo sigue haciendo) a estas personas bajo la óptica de la enfermedad y la rehabilitación y, por ende, desde el lugar de la falta constitutiva.2

Para 1993 se presentan “Las Normas Uniformes sobre la igualdad de Oportunidades para las Personas con Discapacidad”, de las Naciones Unidas (ONU, 1993), donde el objetivo estaba centrado en la reivindicación de sus derechos humanos, pero también en cómo hacerlos valer a lo largo y ancho de la estructura planetaria. Cabe señalar que dicho documento ya marcaba la necesidad de mirar la discapacidad más allá de una cuestión relacionada con un cuerpo en falta, visibilizando una dignidad que debía ser tomada en cuenta desde su diferencia, para poder participar en lo social como un sujeto de derecho.

En este sentido, la “Convención Interamericana para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad” (OEA, 1999) colocó el mismo tema haciendo un mayor énfasis en la discriminación estructural a la que estaban sujetas dichas personas, orientando la discusión lejos de la rehabilitación o la prevención. A este documento le siguió otro, en cuyo “corazón” ya se encontraba la dignidad de las PcD y, en este sentido, su cercanía con una perspectiva de derechos humanos.

“El programa de acción para el Decenio de las Américas: por los derechos y la dignidad de las Personas con Discapacidad” (OEA, 2006), tuvo un énfasis más defensivo que preventivo, en el sentido que, si bien los problemas de salud de las PcD seguían siendo elementos importantes de la política internacional,3 la dificultad ya no era única o esencialmente una cuestión de rehabilitación, más bien estaba relacionada con las escasas posibilidades de inserción en lo social, debido a las barreras que el medio representaba para tal ejercicio.

Sin embargo, no fue hasta la “Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad” de la ONU (2008), cuando el énfasis en la dignidad humana se hizo más evidente. Esto fue visible con la inserción del reconocimiento político de las PcD, es decir, su capacidad jurídica, aspecto que no había sido tomado en cuenta en los documentos de política precedentes y que, por lo tanto, hacía quedar al derecho humano como un aspecto de mediano alcance, limitado a lo que, hoy por hoy, un infante podría tener.

Las reivindicaciones para las PcD también se hicieron presentes en el terreno educativo, a la par de otros documentos que mostraban la imperante necesidad de inclusión, no sólo social, sino educativa. “La Declaración Mundial sobre la Educación para Todos” (UNESCO, 1990) materializó, en el terreno de lo escolar, la cuestión de la inclusión y la equidad por medio de la universalización del acceso a la educación bajo una “visión ampliada” de la misma. La idea estaba centrada en la reducción de las desigualdades educativas, las discriminaciones y las situaciones de pobreza que se vivían a lo largo y ancho del mundo, pero también en “mejorar las condiciones de aprendizaje” (Art. 6). Si bien este documento tenía una mirada extensa, pues no señalaba colectivo o identidad específica, y permitía más bien pensar en “toda la diversidad humana”, marcó una oportunidad para que las PcD pudieran ser incluidas en las aulas y recibir educación (aprendizaje) junto con el resto de sus compañeros. Lo anterior se vio notablemente reforzado para 1994, con la entrada de la “Declaración de Salamanca” (UNESCO, 1994), cuyo interés central estaba en la igualdad y la equidad frente a la diversidad de los estudiantes y la necesidad de transitar a estructuras organizacionales más abiertas y flexibles, formando profesores más conscientes de la diversidad, construir currículos que respondieran a la misma y preparar estudiantes con sólidos aprendizajes fundamentales.

En los “Objetivos del desarrollo sostenible” de la ONU (2016) también se destaca, en su numeral 4, que la educación debe ser equitativa, contribuir a la reducción de las disparidades de género y asegurar el acceso igualitario a todos los niveles de enseñanza, sin importar condición de vulnerabilidad.

Este recorrido a los documentos permite, nuevamente, observar que el tema de la justicia social, sostenida en principios como la igualdad, la equidad y el valor de la diversidad, ha sido fuertemente impulsado en las últimas décadas. No obstante, sigue sin ser visible si lo dictado por dichas políticas representa un corpus organizado y coherente de un discurso único y totalizante o si, más bien, son producto hegemónico de una serie de encuentros y desencuentros que han sido racionalizados, de tal suerte que no son visibles sus inconsistencias teóricas e incluso las ideologías que los sostienen.

Como también ya se había sugerido líneas arriba, la educación inclusiva se ha aparejado e imbricado fuertemente con la maquinaria escolar, con sus lógicas y sistemas de razón, al grado tal de que ya no son evidentes las fronteras y las relaciones de poder que las constituyen. Por ejemplo, desde estos documentos que premian la inclusión y los derechos humanos, se habla de resultados de aprendizaje pertinentes y efectivos (ONU, 2008), aparejándolos con el derecho a una educación inclusiva y pasando a segundo término otros valores que lo educativo representa y que no sólo refieren a su aspecto escolar, lo que pone a la inclusión bajo el dominio de dicha racionalidad, que se sostiene en la tensión aprendizaje no aprendizaje.

Por mencionar un ejemplo, en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2008), la discapacidad se entiende como la presencia de una condición individual (déficit) y las barreras del entorno. Dicha definición olvida que el déficit lo es en la medida que responde a una exterioridad y un determinado juego de verdad (Foucault, 2001). Este déficit se hace evidente frente a la propia maquinaria escolar, la cual coloca el aprendizaje (escolar) como un bien deseable, valioso y necesario, pero además inherente a la naturaleza de lo humano.

Bajo esta lógica, las traducciones de los documentos de política internacional en México no se han hecho esperar; como país firmante de todos los convenios y tratados mencionados, le ha correspondido la articulación de los dispuesto tanto en materia legal como en materia de política educativa. Dicha traducción es visible en un instrumento que el gobierno ha diseñado para operar la educación inclusiva en el país, haciendo una alineación entre lo internacional y lo nacional, lo legal y lo político. Dicho texto congrega la visión teórica, jurídica y educativa del tema, lo cual lo hace un recurso muy interesante para su análisis.

La política educativa de equidad e inclusión en México: Estrategia Nacional de Educación Inclusiva

En México, se da una nueva alternancia en el poder ejecutivo en 2018; antecedido por dos sexenios consecutivos bajo el liderazgo de presidentes cuyo partido político (Partido Acción Nacional, 2000-2013) asumía una orientación de derecha, y por un periodo presidencial que representó el retorno del partido político con más décadas de ejercicio de gobierno en el país (Partido Revolucionario Institucional, 2012-2018). La presidencia, en un giro drástico, cambia su ubicación política. Esto constituye, sin duda, un suceso histórico, pues nunca se había tenido en el gobierno un partido político de izquierda al mando.

Con un discurso de clara apertura a la pluralidad, el nuevo gobierno inició su proceso de construcción política, realizando algunas modificaciones a la legislación mexicana. Una de las primeras fue la reforma al artículo 3ro constitucional, el cual “ordena” todo lo concerniente al sistema educativo nacional. Grosso modo, este cambio funcionó más bien como una contrarreforma, al derogar lo concerniente al Servicio Profesional Docente que había sido apenas instaurado por el gobierno que le antecedió.

La “Nueva Escuela Mexicana”, como así se le ha nombrado, colocó dentro de los fines de la educación el respeto a la dignidad humana, el amor a la patria, una cultura de paz, los valores democráticos, la solidaridad internacional, la comprensión de la diversidad cultural y el respeto por la naturaleza y el entorno (SEP, 2019). El énfasis en estos elementos se muestra congruente con la mirada desde la izquierda y su crítica al “estado neoliberal” hegemónico en México.

En el artículo 3ro constitucional se estableció que la educación impartida por el Estado debía ser obligatoria, universal, pública, inclusiva y laica, señalando un retorno al humanismo, el cual podía traducirse en el cuidado socioemocional que debía estar presente en las instituciones escolares, pero también en la recuperación de contenidos de las estructuras curriculares que tenían que ver con el civismo, la filosofía y la música. Esta “Nueva Escuela Mexicana”, además, se distancia explícitamente de las políticas educativas y sociales de corte neoliberal que ven en la educación un bien de mercado. Una de sus acciones centrales para demostrar dicha demarcación fue el cambio de una propuesta que buscaba la calidad educativa, a una cuyo propósito es la excelencia, rasgo visible en la conjugación entre inclusión y equidad, lo cual, dicho sea de paso, ya era parte de los discursos de política educativa de las últimas décadas.

A finales de 2019 y principios de 2020, el gobierno en turno presentó la “Estrategia Nacional de Educación Inclusiva”, documento de política cuyo propósito marca las formas en que se deberá implementar la “nueva” visión de gobierno en el espacio escolar. En sus primeras páginas es visible el énfasis en el sentido humanista que debe tener la educación y su apoyo en nociones como la excelencia y la equidad, lo cual permitiría la movilidad y la justicia social. “La estrategia nacional de Educación Inclusiva es una respuesta a la lógica de exclusión social y educativa que ha prevalecido durante décadas” (SEP, 2019, p. 4).

De esta forma, esta estrategia deja ver que una de sus principales preocupaciones está relacionada con la existencia de un tipo de exclusión estructural que ha impedido históricamente la participación de algunos ciudadanos.

El objetivo es claro: convertir progresivamente el actual Sistema Educativo Nacional caracterizado por ser estandarizado, centralizado, poco flexible, inequitativo y fragmentado, en un sistema inclusivo, flexible y pertinente que favorezca el acceso, avance, permanencia, aprendizaje, participación y conclusión de los estudios de niñas y niños, adolescentes y jóvenes en todo el país, en su amplia diversidad, en igualdad de condiciones y oportunidades (SEP, 2019, p. 5).

En uno de sus apartados iniciales, el documento da cuenta del estado actual que guarda la exclusión en México, haciendo énfasis en la privación de derechos fundamentales, “la pobreza, la marginación, la violencia social, el desempleo o la desnutrición” (SEP, 2019, p. 14), aspectos que señala como la exterioridad que circunda a la problemática del propio sistema educativo. Una cuestión centralmente abordada tiene que ver con las exclusiones que produce el propio sistema, al no poder incluir, desde sus lógicas y fundamentos, a aquellos sujetos que no logran tener un trayecto formativo regular, por el carácter estratificado de las mismas instituciones y las fuertes prácticas educativas que, estando tan arraigadas en la maquinaria escolar, no son capaces de mirarse a sí mismas e identificar las discriminaciones que producen a su paso.

El documento coloca el derecho a la educación como un elemento base y como el propósito de toda la nueva política educativa, entendida la educación como “el derecho a obtener aprendizajes fundamentales y a desarrollar las competencias básicas que garantizan la adecuada inclusión de las personas en los distintos planos de la sociedad, que sustentan la posibilidad de acceder a una vida digna” (SEP, 2019, p. 16), posicionan la idea de que, para estar incluido, la condición previa es haber obtenido determinados aprendizajes. Esta idea no deja en claro la “auténtica” diferenciación que dice tener frente a las anteriores políticas educativas, ordenamientos donde el conocimiento, la habilidad y la capacidad individual ya eran bienes simbólicos considerados deseables por su valor en el mercado relacional y social, pero cuyo establecimiento, de entrada, implicaba algunas exclusiones que, bajo esta lógica, se constituyeron como legítimas. En otras palabras, el señalamiento a la exterioridad como elemento nodal que ha posibilitado la exclusión se desdibuja, cuando la necesidad de “aprendizaje individual” se coloca como la cuestión deseable para que la inclusión se active. De esta forma, nuevamente se regresa del plano comunitario al individualizante, poniendo gran parte de la responsabilidad del acto educativo sobre los propios sujetos que intenta incorporar.

La educación inclusiva se entiende, en este documento, a partir de los siguientes rasgos: la aceptación de comunidades educativas que son diversas y desde las cuales es posible atender la diferencia de etnia, lengua, discapacidad o condición migratoria y de salud; que reconoce a la diversidad como valor, colocando a la misma como punto nodal desde el cual debe estructurarse todo el sistema educativo; íntimamente relacionada con una educación intercultural, comprometida con la eliminación de las barreras para el aprendizaje y la participación (BAP), de las cuales destacan aquellas que tienen que ver con cuestiones estructurales (desigualdad, discriminación). No obstante, dichos elementos se debilitan cuando el aprendizaje es colocado nuevamente al centro de lo educativo. ¿Cómo pensar en la desigualdad y discriminación cuando la racionalidad apunta hacia la necesidad de tener capacidades mínimas para estar en la escuela?, o incluso cuando se acepta que, por las mismas cuestiones individuales, será necesaria la existencia de lugares segregados.

Si bien el mismo documento hace una crítica a la existencia de programas o subsistemas (educación especial) que, construidos para atender a determinados grupos, al final han representado guetos que imposibilitan una participación de la diversidad (SEP, 2019), contradictoriamente, más adelante acepta la necesidad de estos espacios, legitimándolos como posibles.

Aunque el documento se lanza como una novedad en materia política, prosigue con las mismas lógicas que los programas pasados. Por ejemplo, habla de diseños universales para el aprendizaje, de ajustes razonables y de diversos apoyos que son necesarios para que el ejercicio de educación inclusiva se active. Sigue colocando los talentos, el pensamiento crítico y la libertad como lugares de llegada deseables por medio de dicho proyecto educativo, incluso con algunas referencias que hacen pensar en los fundamentos epistemológicos de dicha política: “La educación inclusiva es una política a favor de la igualdad y la justicia, apoyada en una sólida evidencia de que, a largo plazo, es económicamente eficiente, tiene sentido pedagógico y sus repercusiones sociales son de gran relevancia” (SEP, 2019, p. 26).

La misma racionalidad es visible cuando en el manuscrito se hace referencia a las PcD: “En el caso de las personas con discapacidad, el incumplimiento del derecho a la educación puede ocasionar a futuro que éstas requieran mayores cuidados y de cuidados permanentes y de custodia, o que no desarrollen la autonomía que requieren en su vida adulta” (SEP, 2019, p. 42).

Pese a que es perceptible una colocación relevante del tema en materia política, en cuanto a la perspectiva de inclusión, no representa grandes transformaciones en comparación con visiones anteriores. Las estrategias propuestas siguen ubicando la educación especial como el lugar de aquellas personas que no logran obtener los resultados esperados o que, por cuestiones de salud (visión biomédica), es necesario que reciban educación en dicho espacio.

En este punto, habría que pensar ¿por qué si el discurso de entrada parece tener un notable giro frente a una perspectiva neoliberal de lo educativo, en su forma más concreta, esto no ha sido bien logrado? ¿Cuál es el elemento ideológico que todavía sigue presente de forma hegemónica en el espacio social y educativo?

La paradoja de la educación inclusiva

Una de las primeras problemáticas que es preciso ubicar en el discurso de educación inclusiva tiene que ver con sus fundamentos teóricos. Es de reconocer que, en principio, dicho discurso se apoya centralmente en una perspectiva de justicia y equidad social y educativa que le sirve de sustento; sin embargo, dicho campo conceptual no ha estado libre de tensiones en su interior.

Por un lado, se puede situar una perspectiva de justicia social que defiende las libertades de los individuos por sobre todas las cosas y, con ello, tiende a la traducción de los derechos y obligaciones al mismo plano (el individual) (De Sousa, 2009). Por otra parte, una perspectiva que puede denominarse democrática, donde si bien las libertades son importantes, el papel del Estado frente a las mismas parece tener mayor centralidad.

Sin ánimo de reducir al máximo esta relación, se puede decir que dichas visiones están presentes en el terreno no sólo de lo social, sino en la distribución de los bienes que se realizan en la escuela y en el ámbito educativo. Por ejemplo, en el propio principio de la educación inclusiva y del ejercicio de la inclusión escolar, donde la diversidad debe estar sin importar condición o situación en los mismos espacios y bajo un único plan de estudios, se topa con los elementos estructurales que son propios de la maquinaria escolar. Así, por ejemplo, los exámenes, los currículos, los niveles educativos, los criterios de selección, los tiempos y espacios (De Sousa, 2010) bajo los cuales se constituye el mismo acto educativo que tiene un énfasis en lo individual, son algunos de los elementos que, si bien se ha solicitado transformar para dar paso a la diversidad, todavía persisten en un ejercicio de “adecuación” y no así de transformación de sus fundamentos iniciales.

En concreto, si bien por un lado el mandato tiene que ver con la inclusión de todos en la escuela, por otro, la respuesta escolar es limitada debido a las formas estructurales de la misma. ¿Cómo hacer un ejercicio de inclusión de la diversidad si las racionalidades desde las cuales se ha constituido la escuela implican varios criterios de exclusión que la sostienen? En este punto se podría preguntar, siguiendo a Foucault (2001), ¿qué defiende la escuela? Esta pregunta, sin duda, va hacia los sentidos de la escuela. Con la llegada de la defensa de los derechos humanos tocó también la constitución de nuevos juegos de verdad; la dignidad se colocó como centro del debate en torno a la humanidad de los colectivos, la adiciones de política se fueron haciendo con base en el reconocimiento de cierto atributo, el escenario se preparó para que, en el plano formal, se reconociera y aceptara. Sin embargo, en los terrenos más prácticos, su fundamento y límite se materializó al grado de no haber podido alcanzar sus propósitos últimos.

Uno de los problemas tenía que ver con lo que se había dispuesto por dignidad, lo cual no podía quedar sólo en el plano ideal o formal, sino que debía volverse fácilmente operativo, y mostrar así sus propias limitaciones prácticas (Cuenca, 2012). Prueba de ello es lo que ha pasado en la propia escuela donde, si bien se acepta que “todos poseen dignidad” (plano ideal), esto no precisa que todos puedan estar en la escuela (plano material).

A la pregunta por lo que defiende la escuela se podría pensar en lo relacionado con determinadas formas de inteligencia y capacidad humana, que muestran una marcada delimitación frente a los sujetos que, en su forma de individuos, no “pueden” demostrar su posesión. ¿Qué defiende la educación y la escuela hoy si no es una noción de aprendizaje escolar?, que incluso podemos encontrar en los propios documentos de política que, por un lado, protegen a las personas en su diversidad, pero por otro, señalan formas individuales, deseables de estar.

En este marco, algunas personas con discapacidad se han encontrado en cierta desventaja, pues es evidente que el derecho a la educación, traducido en derecho al aprendizaje (como ya lo ha señalado incluso la propia Declaración de Salamanca), escasamente puede ser asequible cuando el valor que persigue y defiende la propia escuela está sustentado en visiones en torno a un tipo de capacidad individual física y cognitiva. Habría que pensar en el escenario que muestra esta racionalidad para con las personas que se consideran con discapacidad intelectual y psicosocial, pues su límite como individuo, está lejos de cumplir con los mínimos de la maquinaria escolar y con lo que Plá (2018) llama la hegemonía del aprendizaje.

Si se reconoce lo anterior, se podría hablar de que la educación inclusiva en México, fundada en un determinado sistema de razón, excluye desde su propio discurso (incluyente) algunas identidades y con ello naturaliza discriminaciones y legitima desigualdades. Pero, además, se instituye como un discurso de verdad, impactando las subjetividades que, aun estando al margen del proceso inclusivo, aceptan su condición de subordinación y se dirigen al lugar de lo privado.

Es de reconocer que la racionalidad que subyace a la propuesta de inclusión tiene que ver con una toma de postura no sólo axiológica, sino también política; es decir, los sujetos que aceptan los valores y las prácticas caracterizadas de inclusivas, son aquellos que admiten, de entrada, que la inclusión representa lo más cercano a un actuar justo en lo social, sin siquiera percatarse de los terrenos epistemológicos que subyacen y que se encuentran cristalizados y esencializados, lo cual los hace casi pasar inadvertidos.

Los valores universales “inclusivos” (como nuevos naturalismos, De Sousa, 2010), en este sentido, entran en conflicto cuando se aplican a particularidades; sin embargo, entenderlos y aceptarlos es lo que sustenta a un sujeto razonable, que hoy por hoy podría considerarse un sujeto que es “inclusivo”. Esa misma racionalidad se aplica a aquellos considerados diferentes y a lo que se pretende incluir; la sospecha de irracionalidad es la que permite pensarlos, en cierto momento, como sujetos no aptos para la inclusión, acto que está inmediatamente fundamentado en una visión de justicia sobre la equidad, por ejemplo, darle a quien lo necesita, lo que le corresponde; en el caso de personas con discapacidad, lo que les corresponde al parecer es eso, la exclusión o segregación de algunos espacios.

Algunas propuestas: a modo de conclusión

¿Cómo vivir la inclusión sin la hegemonía de un enfoque cuya racionalidad, de entrada, demarca su intensidad? Como ya se ha señalado en líneas anteriores, la educación inclusiva en México es un proyecto que se enmarca en una necesidad de cambio social; sin embargo, como toda propuesta, está limitada a su época y a las auténticas opciones de realización. Es por ello que, con base en las transformaciones actuales y en los giros políticos, se hace necesario migrar a otras posibilidades y formas de entender dichos emplazamientos.

Una de ellas tiene que ver con no pensar a la educación inclusiva como una estructura cerrada, donde a la vez que totaliza el espacio, se ve limitada en la práctica por las condiciones singulares presentes. Más que hablar de inclusión, sería prudente hablar de inclusividad, la cual implica varias reconfiguraciones teóricas y epistemológicas de entrada.

Como todo proceso, debe reconocerse su dinamismo y condición situada más que su universalización. Es posible reconocer ahí donde el conflicto se hace presente (Mouffe, 1993), en el acto mismo que implica el encuentro con la pluralidad, un elemento que no permita la constitución de nuevos naturalismos y posibilite pensar las identidades plurales. Lo que se necesita es lo que Mouffe (1993) llama confrontación agonística, confrontación entre inclusión y exclusión, pues los discursos de actualidad han dado preferencia a la inclusión y no a la relación que de entrada subyace cuando se aborda dicha categoría.

Es de reconocer que la inclusión, como política, se ha visto disminuida a su parte racional, meramente operativa y práctica, que la ha hecho potentemente prescriptiva y no una discusión epistemológica y teórica en torno a las diferencias y las visiones plurales que se encuentran cuando se intenta incluir a “todos”.

La inclusividad sería así como el espacio donde no hay quien pueda posicionarse como el poseedor de la totalidad del saber, sino como el encuentro entre las particularidades y el diálogo reflexivo que permita lograr equilibrios momentáneos en las lógicas aplicadas y en unas prácticas determinadas. Pensar en clave de inclusividad puede hacer posible “imaginar” aquello que ha sido tomado en cuenta, es decir, incluido, pero además, reconocer las lógicas que todavía sostienen lo que aún no puede estar dentro, aquello que ha quedado excluido. Este proceso, entonces, implica hablar no sólo de inclusión, sino de inclusión-exclusión con un juego inseparable.

Habría que pensar desde Wittgenstein (1988), con su noción de juegos de lenguaje, que la inclusividad más bien representa un juego inclusivo, porque en ese espacio se van a dar o a enfrentar las diversidades, las identidades, lo plural, las ciudadanías y las diferentes formas de existencia. El fortalecimiento de la escuela puede ser resultado de una doble fórmula, pero también de su constante debilitamiento. En otras palabras, por un lado, una escuela que sea tan fuerte que pueda tomar sus propias decisiones y llegar a una participación entre los agentes y, por otra, dicha fuerza debe posibilitar también su constante reconstrucción, es decir su debilidad para que pueda desestabilizarse con miras a nuevas reestructuraciones epocales (De Sousa, 2010).

En este marco, los principios que guíen procesos relacionados con la inclusividad no pueden estar fundamentados en lógicas individualizantes, sino en miradas comunitarias. Espacios donde las valoraciones respondan a profundos intercambios dialógicos, donde no haya un peso cultural hegemónico de una vez y para siempre, sino la reinvención constante de lo escolar con miras a la coexistencia de mayor pluralidad. Será un principio que interrogue de fondo la imposición que, hoy por hoy, viven la escuela y la educación, como escenario de mercantilización del conocimiento. En cierto sentido, se necesita un tipo de plasticidad educativa, que no marque de entrada aquello que debe ser incluido y lo que debe quedar nuevamente en las sombras.

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1 En este trabajo, la educación inclusiva no hace referencia a todo el discurso internacional, sino más bien a su forma de concreción nacional, es decir, a las traducciones que hoy por hoy señalan en México qué es la educación inclusiva, cuándo está presente, qué elementos la conforman y cuáles son sus finalidades.

2Esta mirada es patente en otros documentos de política como “El convenio sobre la readaptación profesional y el Empleo para personas inválidas”, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 1983) y “Los principios para la protección de enfermos mentales y el mejoramiento de la Atención de la Salud Mental”, de la ONU (1991), donde la imagen seguía girando en torno a su condición de cuerpo frágil y desvalido.

3Ver Resolución CD47.R1 de la OMS y la Organización Panamericana de la Salud, 2006.

Recibido: 13 de Julio de 2020; Aprobado: 25 de Septiembre de 2020

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