Introducción
El sentido que la educación escolarizada ha cobrado en las últimas décadas sin duda ha estado en función de las necesidades, problemáticas y perspectivas desde las cuales se emplazan las propuestas ético-políticas y didáctico-pedagógicas de determinada estructura societal (Popkewitz, 1997). En esa línea, hablar de las finalidades de la educación parece no ser ya una pregunta ingenua realizada por ociosos y teóricos educativos cuyo interés es filosofar sobre conceptos y referentes. La pregunta por el sentido parece hacerse más imperativa, en tanto que el significante “educación” entra en cierta relación de suplementariedad (Derrida, 1989) con otros elementos circundantes.
La representación de la escuela, su función y organización ha cambiado en la medida en que las formas de significar lo educativo parecen tensionarse frente a las grandes problemáticas sociales. Lo que en algún momento signó por el tiempo libre, un lugar donde todos los estudiantes pudieran pasar el rato, alejados del mundo del trabajo, no tiene ya sentido para los propios alumnos, los profesores y, mucho menos, para los directivos (Durán, 2015).
Hoy la escuela parece representar, más que un espacio de libertad frente al mundo del trabajo, un lugar que es libre en la medida en que logra encuadrarse en ciertas formas de ser competente y eficaz. En otras palabras, su correlato parece encontrarse en el mundo laboral, con sus exigencias y lógicas de razonamiento. Los constantes envíos y reenvíos entre escuela y trabajo parecen haber naturalizado sus diferencias de origen. Este texto y contexto ha propiciado una gran cantidad de discusiones y debates acerca de lo que implica el acto educativo y lo que debe buscar la educación, sus fines últimos.
Por un lado, las tensiones enmarcan la resistencia a pensar la educación en clave de capacitación meramente laboral. Aquí, estudiosos del tema han cuestionado la reducción de lo educativo a las necesidades de la empresa y el mercado, argumentando que lo humano supera por mucho ser sólo un trabajador (Nussbaum, 2005). Frente a esta postura, están aquellos que señalan la necesidad de vincular a la escuela con las demandas económicas de las naciones pues, sin duda, es a partir de una comunidad y población educada, formada, competente, que se podrá avanzar a varios niveles de desarrollo, tanto económico como humano (Vargas y García, 2017).
Esta serie de enfrentamientos, cuyas razones suenan plausibles cuando son pensadas desde las posiciones disciplinares de su enunciación, adolecen de herramientas analíticas que permitan reflexionar, de forma más compleja, el problema. La asistencia a ciertas dicotomías que pueden pasar por dilemas en este ámbito, no ayuda a identificar lo que se encuentra en el medio, las opciones que pueden presentarse a partir de una comprensión situada y real de los problemas (Buenfil, 2017).
En otras palabras, habría que pensar que la educación debe representar algo más que el mundo del trabajo, pero sin duda debe poder abarcarlo. La idea sería que tendría que estar mediando entre lo que produce el mundo laboral, lo que cuestiona, incluye y excluye y desde lo cual cobran sentido las herramientas que solicita y coloca en el plano de lo ideal, y aquello que nos acerca a nuestra humanidad, por lo que tendríamos que luchar y resistir para hacer un mundo más justo, habitable y hospitalario.
El sentido de la educación y de la escuela tendría que estar a discusión, no porque se niegue la parte más sublime y espiritual de lo educativo por cuestiones pragmáticas e instrumentalistas, sino porque el problema es un asunto también geográfico, de espacio, situado. De tal suerte que la postura dicotómica no ayuda a la construcción de propuestas igualmente situadas que representen las necesidades, los deseos y las aspiraciones de aquellos a los que está dirigida la educación en la escuela. La idea es que la escuela puede responder como texto o discurso a su contexto, a partir de la reflexión de lo mediato e inmediato, su realidad próxima.
Lo anterior muestra parte de la complejidad del acto educativo realizado desde las instituciones escolares donde, por un lado, se intenta formar la ciudadanía que pueda sostener el desarrollo de un país, pero, por otro, se busca constituir un espacio que permita el reconocimiento de la diversidad y la diferencia, con la riqueza que implica. En otras palabras, si bien una finalidad de la escuela sería la formación de sujetos que puedan movilizar sus habilidades y capacidades para contribuir económica y socialmente a una sociedad determinada, también su sentido no puede reducirse a esta función instrumental. La escuela, como espacio de socialización y de asistencia obligada, tendría que posibilitar y facilitar la construcción de relaciones y formas de participación que contribuyan al tejido social. En otras palabras, requeriría cuestionar, sin distinción, la habitabilidad justa y afectiva que se produce en la escuela.
Este trabajo tiene como propósito proponer una idea de justicia afectiva como condición para hacer habitable la escuela. Se parte del supuesto que en el mismo momento que los estudiantes pasan por las aulas de las instituciones escolares, se dan forzosamente procesos de subjetivación y elementos micropolíticos que han posibilitado la apuesta por lo considerado valioso frente a lo que no lo es y, al hacerlo, han distribuido de forma desigual las relaciones de afectividad, reconociendo el éxito de algunos frente al fracaso de muchos otros.
Estar en la escuela implica también “ser” en ese espacio. Cuando en el día a día los estudiantes aprenden que lo valioso y lo humano sólo se encuentra en la medida que hay inteligencia, saberes, destrezas y capacidades, todos aquellos que, a través de la tecnología desplegada del aparato o dispositivo escolar, han sido señalados como los carentes de habilidad, constituyen una autoimagen que permite pensarse y pensarlos como fracasos, poco exitosos y, por ende, escasamente valiosos para este mundo, su mundo.
Una justicia afectiva implicaría no un trabajo de autorregulación emocional o una pobre idea de resiliencia, donde lo que se busca es que las personas o sujetos resistan o se adecuen a las solicitudes. Más bien trata de hacer habitable la escuela, lo que en este trabajo significa algo más que acondicionar las instalaciones, pues representa un encuentro intersubjetivo cuyo interés central no niega la importancia de la capacidad, pero tampoco subsume lo humano a esta cualidad. Una escuela que se digne de atender la diferencia y diversidad debe apostar por reconocer sus contradicciones internas y asegurarse de que, no importando qué tan hábil o competente sea un estudiante, no importando cuán conflictivo, de entrada, es el proceso educativo al interior de las instituciones, siempre habrá un recibimiento hospitalario, una resolución de los conflictos por medio del diálogo y un reconocimiento a la singularidad y valía de los estudiantes.
Discusiones acerca de la justicia social y educativa a la que debe responder el trabajo escolar
Hablar de justicia social implica, de entrada, un tema que lejos está de poder agotarse en estas páginas porque, semánticamente, dicho significante alude a una gran cantidad de formas de entender, conceptos, relaciones y lógicas de proceder que podrían catalogarse como cercanas a una idea genérica de dicho término. Sin pretender hacer una revisión exegética del concepto, en este apartado se abordarán algunas discusiones en torno a la idea de justicia social, rescatando las propuestas de Rawls (2006), Sen (2000), Nussbaum (2007), Fraser y Honneth (2006), Fraser (2017), Dubet (2010) y Waltzer (1997), por considerarse trabajos que abordan el tema de forma significativa y que además representan un desafío en la medida que apuntan a la dispersión simbólica de dicha categoría.
Sin duda Rawls (2006) es uno de los autores cuya teoría de la justicia, entendida como equidad, más ha impactado el campo disciplinar y temático. Para Rawls (2006) la justicia implica un ideal distributivo y redistributivo; es decir, parte de la idea que la justicia social debe procurar ciertas formas de igualdad, en donde sólo es posible o viable hacer una distinción o diferencia, en la medida que dicho ejercicio compensa la desigualdad existente. A esto Rawls le ha llamado principio de diferencia. Este principio implica un ejercicio distributivo y equitativo, donde la finalidad está en igualar las condiciones de los sujetos. La justicia, en este sentido, tiende a la igualdad en la medida que es capaz de distribuir los bienes necesarios para poder participar en lo social.
Si bien esta idea ha representado un punto medular para entender la justicia social, adolece de algunas cuestiones. Una de ellas ha sido señalada ya por Sen (2000) y Nussbaum (2007), cuando mencionan que, al estar Rawls parado desde una perspectiva contractualista, pierde de vista la posibilidad de que no todos los sujetos estén en las mismas condiciones para poder participar, pues existen, de entrada, desigualdades en cuanto a las oportunidades auténticas que los sujetos tienen en la estructura societal. Si bien Rawls reconoce que la justicia social se dará entre personas consideradas iguales para poder establecer las reglas del juego, vía acuerdos racionales, se olvida que cabe la posibilidad de que la participación se vea restringida por la inexistencia de dichas condiciones igualitarias que posibiliten cierta reciprocidad en la relación.
Nussbaum (2007), por ejemplo, ha criticado la omisión de Rawls al tema de las personas con discapacidad, pues al no considerarlo para su teoría, ha confiado en que los ajustes necesarios se darán en el proceso, aspecto que para esta autora es problemático. Para Sen (2000) y Nussbaum (2007), la justicia debe tomar en cuenta las capacidades, pero no como cuestiones individuales relacionadas con el desempeño personal. La capacidad está más cercana a la libertad de poder ser y actuar en el mundo. En este sentido, Nussbaum diferencia entre capacidad y funcionamiento. El funcionamiento tiene que ver con lo más personal, con una serie de disposiciones mínimas que toda persona debe tener para poder participar en lo social. Lo anterior no está separado de la capacidad, es decir, de aquello que podría pensarse como la construcción de un espacio que haga posible que dichos funcionamientos puedan realizarse sin barreras o limitaciones estructurales.
Desde un inicio, Nussbaum (2007) intenta resolver el problema de las personas con discapacidad al colocar ciertas capacidades como indispensables para que cualquier persona, sin importar condición orgánica alguna, pueda participar en lo social. Sin embargo, esta propuesta también adolece de un problema. Al posicionar a las personas con discapacidad desde el plano de los funcionamientos, también ha colocado la valía de las mismas en la medida que dichas destrezas y habilidades sean mínimamente alcanzadas por la vía de la constitución de capacidades (Cuenca, 2012). En otras palabras, las capacidades propuestas representan un umbral mínimo que la autora reconoce como la condición para poder hablar de desarrollo humano; sin embargo, al haber realizado este ejercicio, ha colocado ciertas subjetividades, que no logren esos umbrales, del otro lado de lo deseable, es decir, en el lugar de lo no deseable.
Habría que reconocer, siguiendo a Laclau en Critchley y Marchart (2008), que no es posible la igualdad de todo y la inclusión de todo. La trampa parece estar en la omisión analítica que trae de fondo la relación entre la exclusión y la inclusión. En este sentido, se tendría que pensar que todo acto de inclusión implica, de forma simultánea, uno de exclusión. De tal suerte que no podrían considerarse opuestos, sino más bien constitutivos. Cuando se señala la forma deseable y mínima de ser y estar en el mundo, de forma inmediata se ubica lo negado, lo no deseable, lo inadecuado.
Cuando se presentan las capacidades mínimas, el ejercicio no está libre de realizar su propia exclusión. Todos aquellos que no las cubren, no sólo no estarán del lado de la negación de su existencia y desarrollo, sino también de lo que puede ser considerado escasamente valioso. Con lo anterior, no se critica la propuesta por la presencia de una idea de desarrollo humano y calidad de vida; queda claro que tener las condiciones mínimas para vivir no podría tener nada malo, sin embargo, lo que se cuestiona es que, incluso para las personas con discapacidad, lo deseable está en el logro de su autonomía vía su funcionamiento. El problema radica en aquellos que posiblemente no lo logren y queden en el camino y no lleguen a esos mínimos requeridos. En otras palabras, que no alcancen el dominio de sus sentimientos, el uso de una razón práctica, o el desarrollo de los sentidos y pensamientos necesarios para participar en este mundo. ¿Cómo esta forma de entender lo humano puede impactar a nivel subjetivo en las personas? ¿Acaso no se ha señalado una forma de considerar lo humanamente aceptable, excluyendo lo que se considera que no es posible de serlo, pues no hay capacidad de pensamiento? ¿Cómo rescatar y valorar las diferencias cuando éstas son radicalmente diferentes a las que son deseables en lo social?
Esta problemática ha sido abordada por Fraser y Honneth (2006) y Fraser (2017) con su idea de justicia como reconocimiento. Desde esta perspectiva, no es posible pensar un ideal de justicia si no se es capaz de ubicar y valorar las identidades colectivas y humanas existentes. La justicia como reconocimiento implica una acción política en la medida que intenta distribuir esta valía de la cual se ha estado hablando. El reconocimiento implica la aceptación de la diferencia, de la diversidad y, por ende, de lo que puede o no ser considerado valioso.
La justicia como reconocimiento se ha gestado en defensa de grupos o colectivos que, históricamente, de acuerdo con sus características, han quedado bien excluidos, bien al margen de niveles de bienestar, y son objeto de discriminación y violencia. Fraser (2017) reconoce que no todos los colectivos sufren por sus condiciones económicas o materiales. Aquí ella hace una crítica a Rawls, para quien esto estaba en el centro de su preocupación. Si bien la violencia y la discriminación podrían traducirse directamente en pobreza y negación de bienes materiales, Fraser niega que ésta sea la única forma en que se puede materializar la injusticia. Reconoce también que puede hacerse presente en la negación de una identidad, en la violencia que puede ser ejercida mediante el rechazo y la estigmatización. Por tanto, se pugna por proponer que el reconocimiento de las singularidades e identidades es de vital importancia para pensar en una justicia social que no sólo se preocupe por los umbrales mínimos de vida, sino que distribuya también simbólicamente la idea de una diferencia como riqueza, valor y derecho.
No obstante, esta noción de justicia adolece de otros elementos que no son tomados en cuenta. Por ejemplo, en una discusión Butler (2017) señala a Fraser su omisión por la cuestión material, haciendo énfasis en que ningún acto de justicia que se digne de ser reconocido como tal, debe invisibilizar las problemáticas más materiales de la existencia humana, desde la cual se transita y se vive en el día a día. El reconocimiento, entonces, no puede cumplir con una justicia social si no es capaz de transformar las condiciones en las que viven los sujetos en lo social. Fraser (2017) propone la paridad participativa como principio político y necesario para poder acompañar el reconocimiento y lograr mínimos de justicia social.
Si bien se han señalado las diferencias propuestas de todos los autores antes mencionados, una similitud importante de sus postulados está en pensar la igualdad como un lugar de llegada. Ya sea la igualdad en el reconocimiento, en lo material o en la capacidad, el centro está en poder nivelar las desigualdades. En esta línea, Waltzer (1997) ha mostrado lo inverosímil de todas estas ideas de justicia, al indicar la imposibilidad de llegar a una sociedad totalmente igualitaria.
Para Waltzer (1997), todo acto de justicia implica un ejercicio distributivo, sin embargo, en un plano ideal, aunque llegáramos a alcanzar una igualdad formal, la diversidad humana tendería a la desigualdad. En otras palabras, aunque las intervenciones políticas lograran alcanzar la tan anhelada igualdad, con el tiempo, éstas emergerían a partir de las cualidades y capacidades individuales, haciendo nuevamente presente la problemática (desigualdad). Frente a esta situación, este autor propone pensar la justicia mediante la propuesta de pensar lo social como una articulación conformada por diversas esferas.
La idea central parte de separar las cuestiones y problemáticas sociales en esferas, de modo que, no importando qué tan inteligente se pudiera ser o cuántas habilidades se lograran poseer, separado de la esfera económica, posiblemente no se producirían desigualdades tan notables que se tradujeran en formas de vida precarias. Así el trabajo manual e intelectual no representarían una notable diferencia en las formas materiales de existencia, sobre todo las económicas, pues todos podrían vivir dignamente sin importar cómo sus individualidades impactan directamente en la cantidad de recursos que poseen.
En este marco se puede situar la discusión sobre la justicia social que propone Dubet (2010), el cual interroga una noción de igualdad de oportunidades por ser meritocrática e individualista. Para este autor, lo que habría que igualar son las posiciones en el campo social, es decir, no importando las cualidades y capacidades individuales o el trabajo y preparación que se tenga, el ejercicio distributivo tendría que dar como resultado una justicia social donde, por ejemplo, el capital económico y el nivel de desarrollo humano de un exitoso hombre de negocios no fuera radicalmente diferente del de un profesor de escuela primaria.
Cabe señalar que esta propuesta no sólo implica la igualación de las posiciones, también cuestiona lo que puede ser o no considerado valioso. En un mundo donde se valora el trabajo intelectual por encima de lo manual, pero, además, no cualquier trabajo, sino aquél relacionado con el mundo de los negocios, del mercado y las ganancias económicas, un sector de la población, cuya valía social se encuentra bastante cuestionada, puede quedar de forma legítima en desventaja. Pues queda claro que ser un profesor de primaria no tiene el mismo estatus, ni económico ni simbólico, que un director y experto en finanzas de una famosa empresa internacional.
Es esto lo que ha sido señalado también por Waltzer (1997), las esferas académica y económica, al estar en un mismo lugar, articuladas o imbricadas, hacen que la distribución tienda a la desigualdad, favoreciendo unas formas de ser y estar frente a otras. Negando que mucho de lo que las personas o sujetos logran, está íntimamente relacionado con sus condiciones materiales tanto de origen como del contexto inmediato en el cual nacen. No obstante, lo que produce este ejercicio es una legitimación, no sólo de lo más competente y, por ende, mejor remunerado, sino de aquello que es considerado socialmente valioso. Sandel (2020) hace una crítica a la meritocracia y concluye que esta distinción lo único que ha producido es una serie de animadversiones y sentimientos negativos de los considerados perdedores, los cuales también llevan la culpa y la responsabilidad sobre sus hombros.
En este marco, habría que pensar en cómo, desde el espacio escolar, la valía se distribuye; cómo se replica la fórmula para terminar produciendo desigualdades legítimas. Esto ha sido señalado en su momento por la Teoría de la correspondencia (Bowles y Gintis, 1985), con la denuncia de cómo la escuela parece ser el reflejo de las formas societales de existencia en el mundo laboral. No obstante, pensar a la escuela desde esta lógica impide identificar la existencia de formas de resistencia y posibilidades de transformación que pueden darse y se han dado desde las propias instituciones. Sin embargo, para poder hacer dicho ejercicio analítico, también es necesario poner lo escolar a revisión.
Procesos de escolarización y distribución de los afectos
Perrenoud (2008) ha señalado que la escuela, desde sus dispositivos y lógicas de funcionamiento, es la que construye el éxito y el fracaso escolar. Es necesario mencionar que educación y escuela, a fuerza de iteración, son conceptos que muchas veces se han usado indistintamente. Es decir, cuando se habla de educación, muchas veces se piensa en la escuela como el lugar por antonomasia donde el acto acontece. Por lo regular, la representación de la escuela se restringe al lugar donde lo educativo se da y se hace presente. De tal suerte, educación y escuela parecen ser significantes bastante articulados e incluso no problemáticos, cuya relación es natural y, por tanto, no es plausible cuestionar.
Sin embargo, como ya se había señalado en un inicio, las relaciones entre escuela y educación son todo menos cuestiones naturales ya dadas. Representan una serie no sólo de tensiones sino de contradicciones. Por un lado, los discursos educativos pueden tender a enfoques y propuestas teóricas que pongan al centro la dignidad de la persona y su valía por la posesión de dicha dignidad y, a su vez, al intentar traducir estos postulados en el espacio escolar, encontrar algunas problemáticas en su instrumentalización o materialización al considerar cuestiones centrales como el desempeño escolar y la inteligencia.
El problema es que muchas veces se piensa que la escuela sólo es el lugar donde acontece el acto educativo. Es decir, que implica un espacio neutro e inocente, solamente espectador pasivo de lo que ahí acontece. Así, como mera observadora, la escuela es el receptáculo de las propuestas educativas y curriculares que se dictan a partir de los movimientos reformistas de las últimas décadas. Bajo esta lógica, cambiar la educación en la escuela implicaría solamente un ejercicio de transformación de los planes y programas, de las estructuras curriculares, de las leyes y normativas escolares.
No obstante, esta visión no ayuda a comprender la complejidad de la problemática educativa, pues la institución escolar no sólo es un espacio donde acontecen los hechos, también interviene en los mismos, participa en lo que pasa y contribuye en lo que será producido. Muchas veces, cuando se presentan las reformas escolares, la escuela como espacio es escasamente problematizado. Claro que se discuten las condiciones en las que deben encontrarse los centros educativos, también los mobiliarios y los recursos; sin embargo, lo que no se hace presente es una reflexión a nivel epistemológico de eso que llamamos escuela (Ball, 1994).
En otras palabras, al negar que la escuela tiene una función activa en lo que acontece en el campo educativo, se niega también que ésta coexiste sin importar las reformas futuras o pasadas, pues hay elementos de orden cultural, simbólico y organizacional que, más que haber quedado inertes en el tiempo o haberse transformado a fuerza de la llegada de las propuestas más innovadoras, se articulan de forma intersticial y situada.
Existen lógicas y sentidos que la escuela ha conservado, y otras que ha deconstruido en el devenir (Southwell, 2020). Por ejemplo, hay elementos que pueden señalarse como resistentes a las transformaciones; uno de ellos son las disposiciones espaciales que hoy por hoy escasamente han cambiado. En este sentido, ha sido naturalizado que las escuelas sean espacios compartos, organizados por niveles, cerrados, donde los estudiantes se encuentran sentados y pasan grandes cantidades de tiempo trabajando juntos. Si bien hoy por hoy tenemos propuestas que indican la importancia del diálogo y el trabajo colaborativo (Carbajal, 2016), por lo que han cambiado la disposición de los mesabancos o sillas, lo incuestionado sigue siendo el aula de clases y con ellos, los tiempos, los silencios y, por ende, las relaciones que son posibles.
Al haber conservado una estructura rígida en cuanto a los niveles escolares, organizados por edades, se ha pugnado por una lógica donde lo que es posible es la comparación entre pares, esto bajo un criterio de normalidad psicológica. De tal suerte que los estudiantes deben aprender lo mismo, al mismo tiempo, de la misma forma y bajo las mismas condiciones y al mismo ritmo de avance. Cuando esto no ocurre, el camino a seguir es la exclusión y la segregación de estudiantes que, considerados diferentes y deficitarios en comparación con sus pares, deben abandonar la escuela, o ir a otros centros escolares segregados (Echeita, 2014).
Lo anterior también ha sido plausible gracias a la presencia del dispositivo de evaluación escolar. Perrenoud (2008) ha señalado cómo a través de los ejercicios evaluativos, fue posible no sólo la clasificación de los estudiantes, sino un trabajo a nivel micropolítico (Ball, 1994) que coloca a los exitosos frente a los no exitosos. Cuando, sin previa reflexión, de forma sistemática, los profesores y estudiantes han naturalizado el cómo funciona la escuela y cuáles son las reglas, muchas veces implícitas del acto educativo, es posible la clasificación y diferenciación entre los que saben y son buenos para la escuela y los que no lo son.
Lo mismo ha pasado con los contenidos escolares, los temas, las situaciones, los ejemplos, las metodologías. Se olvida que, puestos en marcha, sin una reflexión profunda de aquello que puede producir, se emplazan sin más sólo para corroborar lo que de entrada ya se sospechaba (Kaplan, 2012), la existencia de estudiantes inteligentes y aquellos que, a diferencia de los primeros, tienen problemas de aprendizaje u otra situación que los hace quedar en desventaja. Hasta cierto punto, lo que aquí es visible es un ejercicio de violencia relacional (Cruz, 2019) que atraviesa las subjetividades y las interacciones, y produce muchas veces una escasa oportunidad para el encuentro humano e intersubjetivo.
Esto que ha pasado en la escuela podría pensarse como un ejercicio de despolitización. Al ser considerado un lugar neutro, que sólo contempla lo que pasa, se olvida que también tiene política en la medida que permite su habitación a unos y niega su presencia a otros. Esos otros que, a partir de las lógicas y sistemas de razón de lo escolar, son considerados desviaciones sociales, anomalías e incluso peligrosos para el estatu quo.
El problema no sólo se hace presente cuando los estudiantes no aprenden lo que deben aprender, sino cuando no se conducen con las pautas deseables marcadas por la institución escolar. Es en este punto donde el dispositivo psi emerge con tal fuerza, que permite la exclusión de forma legítima.
Por el dispositivo psi Foucault (2007a) se refiere a las relaciones, instituciones, interacciones, recursos, procedimientos que se despliegan, por ejemplo, en la escuela, y que permiten cierto ejercicio de poder. Trastorno negativista desafiante, atención dispersa, déficit de atención, entre muchos otros, son las categorías desde las cuales es posible cierto emplazamiento del dispositivo que produce exclusiones válidas y segregaciones legítimas.
Aquellos estudiantes que no logran ser clasificados, se quedan el estigma moral (Goffman, 2001), es decir, el problema de su conducta anormal, desviada, que tiene que ver con su escasa disposición al aprendizaje y a las reglas de lo social. Se olvida que la cuestión es tan compleja, que no se agota en señalar a los violentos, sino en comprender cómo las relaciones, el espacio, las situaciones, han jugado para la presencia o ausencia de los estudiantes.
Hacer “habitable” la escuela: un problema espacial y afectivo
En un primer momento, hablar de justicia afectiva implica recuperar la complejidad del acto educativo y, sobre todo, señalar el papel de la pertinencia y la relevancia de los contenidos, a modo que puedan fijar sentidos en los estudiantes. Sin embargo, dicho acto refiere forzosamente a una serie de relaciones afectivas que se despliegan de forma importante en el proceso de aprendizaje. En este sentido, la afectividad es un componente central en los procesos educativos al no estar separada de los mismos (Martínez-Otero, 2006).
Es fácil encontrar en la literatura la asistencia a una educación afectiva y emocional y su traducción en actividades y estrategias que intentan lograr la autorregulación en los estudiantes (Treviño, González y Montemayor, 2019). Así, las propuestas muestran la importancia de que los profesores “atiendan” la cuestión emocional de los estudiantes, diseñando talleres y experiencias educativas que puedan favorecerla de manera oportuna. El problema con estas perspectivas de “educación socioemocional” es que, a la forma más tradicionalmente cartesiana, han separado el todo en sus partes para su análisis (Martínez-Otero, 2006).
Si bien las propuestas educativas de actualidad reconocen el papel de la afectividad y la emoción en los procesos educativos, al intentar traducir estos temas al espacio escolar, terminan por hacer aparecer el desarrollo emocional como una cuestión diferente del intelectual, que, aunque están implicados y articulados, pueden ser trabajados por separado para después ser reunidos por los propios estudiantes cuando así lo requieran en su vida cotidiana.
El objetivo no es debatir si es posible dividir el todo en sus partes e intervenir en consecuencia; muy posiblemente habrá resultados importantes en propuestas de esta naturaleza. No obstante, lo que permite el trabajo compartimentalizado es la posibilidad de entrar en ciertas contradicciones a la hora de materializar lo dispuesto en las aulas. Por ejemplo, se puede realizar, por un lado, una serie de ejercicios propuestos por los manuales y las guías, encaminados al desarrollo afectivo y emocional de los estudiantes y, al mismo tiempo, después de haber terminado dichas actividades, volver a una lógica escolar donde las relaciones no permiten el reconocimiento de la afectividad de todos en el mismo espacio.
Cuando se han abordado cuestiones como el reconocimiento de la valía de todos los estudiantes de acuerdo con su dignidad como personas, pero se abusa de actividades donde la competencia entre los estudiantes premia la individualidad y, por ende, trabajan a partir de la alteridad, haciendo pasar a unos como los mejores y a otros como los lentos, atrasados y poco hábiles, se hace presente cierta contradicción entre lo que se dice y se hace. En esta lógica, escasamente las actividades contenidas en los programas de educación afectiva y emocional podrán paliar la producción de subjetividades consideradas no valiosas, en la medida que los procesos educativos que se dan en la escuela signan un tipo de relación en la que sólo algunos son los vencedores; aquellos estudiantes a los cuales todo el dispositivo les muestra su afecto al premiarlos, reconocerlos y colocarlos como el ejemplo ideal y a veces único de llegada.
Pensar el acto educativo como un todo complejo pero articulado, que funciona al unísono, demanda forzosamente no separarlo en sus partes y aproximarse a cada una sin un ejercicio que permita regresar a su complejidad, pues impide observar las relaciones que se establecen y que tienen sentido a partir de esa totalidad. Por ejemplo, no es suficiente pensar el aprendizaje como un todo, donde lo afectivo-emotivo está articulado con lo intelectual-cognitivo. Tampoco es suficiente reconocer que el acto educativo está contenido en las relaciones que se establecen entre los estudiantes, los profesores y demás agentes que intervienen en la escuela. Es necesario pensar que el espacio geográfico juega en todo momento (Lefebvre, 2013); por tanto, se requiere una comprensión de sus topologías.
Como ya se había mencionado, la escuela, como lugar donde se lleva a cabo el acto educativo, no sólo representa el receptáculo que mira de forma pasiva lo que ahí acontece, con un papel de mera observadora neutral. El espacio escolar juega de forma activa en lo que ahí se produce, pues permite o impide ciertas disposiciones y acciones, condiciona conductas y, además, refiere ciertas formas deseables de ser y estar en el mundo. En otras palabras, lo escolar, como espacio de producción educativa, signa ciertas lógicas y sistemas de razón que sobredeterminan lo que es posible de lo que no lo es, lo que es permitido de lo no permitido, lo que es correcto de lo incorrecto y, sobre todo, lo que es valioso de lo que no lo es.
La escuela tiene política en la medida que dispone las lógicas del encuentro entre las personas, distribuye las valoraciones (positivas y negativas), construye ideales de éxito y fracaso y afirmaciones del sí mismo. Es política en tanto micropolítica, pues refiere a la producción subjetiva, a las expresiones que, pasando por el lenguaje, pueden dar cuenta de la constitución de singularidades en el marco de una determinada pluralidad (Guattari y Rolnik, 2006).
En este sentido, la construcción del espacio juega en la medida que permite o imposibilita ciertas relaciones entre los sujetos. No sólo por lo que arquitectónicamente muestra, sino por lo que simbólicamente representa. Por un lado, la escuela, como lugar concreto, muestra una política al favorecer determinadas subjetividades. Por ejemplo, ahí donde no hay más que escaleras, donde sólo es posible llegar caminando, coloca su cara excluyente para aquellos estudiantes que no pueden hacerlo más que en silla de ruedas. Lo mismo podría decirse de la experiencia de exclusión que pueden vivenciar, en un edificio escolar poco accesible, personas con alguna discapacidad visual y auditiva. Sin embargo, éste parece ser el menor de los problemas, aunque en la actualidad no esté resuelto y el tema de la accesibilidad lejos esté de hacerse realidad en todas y cada una de las instituciones educativas mexicanas.
También se encuentra el problema simbólico. Las personas suelen conducirse en lo social e interactuar con otros sujetos a partir de los significados construidos sobre aquello con lo cual se convive en el día a día (Blumer, 1969). Lo anterior lleva a pensar que la escuela, como espacio, no sólo está presente en los edificios, bardas y demás infraestructura, también está en su parte más simbólica (nivel de los significados). Cuando las personas se encuentran en una escuela, no sólo se relacionan a partir de lo que esos muros permiten, también a partir del significado construido de la misma.
Ocupar la escuela implica una serie de relaciones, disposiciones, actitudes y comportamientos que son deseables para poder estar y, muchas veces, ser ahí, pues responden a la construcción simbólico-histórica que ha tenido dicha institución en el devenir. En otras palabras, el poder habitar la escuela también es posible a partir de los significados que se han construido sobre las subjetividades deseables que “deben” estar. Actitudes, habilidades, destrezas y afectividades son permitidas, valoradas, deseadas, idealizadas, a partir de lo que la escuela significa en función de su finalidad.
Cualquier sujeto, cuando está fuera de la escuela, puede ser valorado y apreciado por una gran cantidad de cualidades, dependiendo del lugar donde se encuentre. Así, en la familia puede ser querido y respetado por lo amoroso que pueda ser o en la comunidad por lo atento hacia los demás. Sin embargo, cuando se está en la escuela las condicionantes son unas cuantas entre la amplia gama de posibilidades que podrían proponerse en el espacio societal, porque el simple hecho de estar en dicho espacio restringe las relaciones que son posibles, correctas y deseables.
En suma, el espacio escolar participa de forma activa en lo que es posible producir, pero también en los que pueden ser bien recibidos frente a los que definitivamente no lo serán. En este sentido, pensar el acto educativo desde su complejidad implica no sólo reconocer la relevancia y pertinencia de los contenidos curriculares, de los espacios accesibles, de la formación de los profesores; también refiere repensar epistemológicamente el espacio de lo escolar y sus condiciones de habitabilidad.
Lo anterior lleva a pensar en la necesidad de realizar una discusión de orden ontológica y epistemológica acerca de lo que la escuela representa. Por lo regular, cuando se intenta poner a debate el tema de lo escolar, las discusiones son reducidas a pensar su “habitabilidad” como una cuestión arquitectónica, es decir, la representación se reduce a sus condiciones físicas, las características del ambiente y los materiales que deben estar presentes para hacer de ella un lugar digno de ser ocupado por los estudiantes, profesores, etcétera (Hernández, 2010).
No obstante, reducir la habitabilidad de la escuela a su uso u ocupación, niega de entrada que dicho espacio también interviene en la producción de lo real-social (Lefebvre, 2013). Si bien lo escolar se construye en la interacción, haciendo de éste un producto de ciertas prácticas, también su estructura y representación la colocan como productora de lo escolar/educativo.
Lo anterior lleva a pensar que la habitabilidad no puede reducirse a cuestiones relacionadas con elementos de confort y estéticos de los edificios escolares, o a una idea simple de estar y ocupar el lugar cual presencia física. Habitar la escuela implica una mirada a las condiciones micropolíticas (Guattari y Rolnik, 2006) que articulan los sentidos, las relaciones y los afectos. Entonces, por habitabilidad se puede entender las condiciones, relaciones, interacciones y lógicas de sentido que son capaces de producirse a partir del encuentro cotidiano y que invitan a sentir al sujeto bienvenido, sin importar diferencia, situación, capacidad y condición alguna. Hacer habitable la escuela implica cierto acto distributivo de los afectos, es decir, la constitución de una justicia afectiva.
Justicia afectiva: habitabilidad hospitalaria
Hablar de justicia afectiva, como lo señala Angulo (2015, p. 40), refiere reconocer la afectividad como parte de la propia condición humana: “la justicia afectiva reclama un derecho que es, de alguna manera, parte de nuestra propia naturaleza. Desarrollar el vínculo con los otros, el cuidado hacia los demás, posee una extraordinaria fuerza afectiva y emocional”. Sin embargo, la pregunta en este punto no es tanto cuán importante o relevante es trabajar la afectividad en la escuela. Más bien habría que reflexionar sobre la posibilidad de lograrlo en lo que respecta a su propia complejidad.
En este sentido, se parte del supuesto que en la escuela hay una injusta distribución de los afectos. Si bien las ideas de justicia social y educativa se han hecho presentes en las últimas décadas, al grado de cuestionar ciertas lógicas que han facilitado formas de exclusión y discriminación escolar, no han puesto suficiente atención al tema de los afectos y su relación con la totalidad del acto educativo.
Por ejemplo, cuando se habla de justicia educativa, se piensa en hacer accesible el conocimiento a través del diseño de estrategias donde todos puedan aprender, realizando incluso adaptaciones curriculares o trabajando con propuestas como el trabajo cooperativo y colaborativo (Velada, Rivas y Mezzadra, 2011).
También la idea de justicia educativa se ha visto materializada en hacer arquitectónicamente accesibles los edificios escolares, dotar de recursos tecnológicos a las escuelas para que se puedan producir materiales que permitan el acceso a los contenidos (Velada, Rivas y Mezzadra, 2011). Sin embargo, en este marco, lo que escasamente se ha cuestionado es la micropolítica escolar que parece seguir vigente a pesar de las transformaciones ya mencionadas. Si bien hacer accesible la escuela en su totalidad implica un acto que puede traducirse en una respuesta pertinente que facilita el poder aprender y sentirse bien recibido, esto parece no ser suficiente.
¿Cuál es el sentido de la accesibilidad en la escuela? ¿Qué tipo de subjetividades se premian y a partir de qué lógicas trabajan? ¿Cómo se ha traducido en la micropolítica de la escuela? En las propuestas curriculares es visible el tema de la justicia social, sin embargo, cuando se analizan sus relaciones con lo escolar/educativo es común encontrarla íntimamente relacionada con cuestiones como tener ciertos niveles de saberes y conocimientos, haber desarrollado determinadas habilidades y capacidades, lo cual podrá llevar, indefectiblemente, a un desarrollo humano y profesional (Cuenca, 2012).
El problema con esta perspectiva es que coloca como lugar deseable de llegada a un tipo de subjetividad que es valorada a partir de su capacidad para hacer, resolver y crear. En este sentido, la escuela responde a una lógica incorporación-demostración-retribución, donde los conocimientos son usados para transformarse en funcionamientos que deben ser utilizados para resolver las problemáticas sociales de actualidad; Lógica presente en toda la teoría del capital humano, donde los sujetos pasan a considerarse empresas, máquinas y proyectos cuya finalidad está en poder desempeñarse eficientemente en el mundo laboral/social (Foucautl, 2007b; Han, 2012).
La cuestión que preocupa no es tanto aquellos sujetos que sin duda lo lograrán y saldrán victoriosos del espacio escolar. La interrogante se presenta por los que no lo lograrán y lo que dicho “fracaso” representará en su subjetividad y, por supuesto, afectividad (Sandel, 2020). Es en este punto donde conviene revisar las relaciones micropolíticas que se dan en la escuela, donde si bien se dicta, por un lado, la necesidad de desarrollar los afectos y las emociones y de buscar una justicia social y educativa a partir de una igualdad en los resultados educativos que llevarán a un éxito escolar, también se niegan y desvalorizan otras formas de ser y estar donde la valía parece presentarse de forma escasa.
Lo anterior lleva a revisar las prácticas y relaciones que son producidas en el día a día en la escuela, los sentidos y finalidades que tienen para los sujetos que asisten y habitan sus espacios. Como ya se había mencionado, en la escuela existe una injusta distribución de los afectos, pues mientras los programas y contenidos pueden señalar la igualdad sustantiva de todos los que participan en el acto educativo, las relaciones que son posibles desde la micropolítica escolar reconocen la valía sólo de unos cuantos.
Con lo anterior no se niega que los profesores y demás agentes educativos tengan un trato adecuado, de respeto y afectuoso para con todos sus estudiantes; no obstante, muchas veces de forma inconsciente, dichos afectos son distribuidos de forma desigual. El éxito y, con ello, el reconocimiento y la valía, están desbordados en los estudiantes que aprenden lo que deben aprender, que trabajan cuando tienen que hacerlo, que se comportan como se considera correcto. Es aquí donde la micropolítica es visible, no en el plano de lo dicho, sino de lo posible.
Muchos profesores señalan que aprecian y quieren igual a sus estudiantes, que no hacen distinciones de alguna naturaleza y que valoran su diversidad como riqueza áulica. Sin embargo, la desigualdad afectiva (Lynch et al., 2014) inicia en el momento que lo deseable, lo permitido y lo correcto se activan desde la lógica escolar. Los estudiantes que logren aprender y muestren las actitudes adecuadas y las disposiciones esperadas, serán inmediatamente reconocidos por los mismos profesores que momentos antes se habían mostrado en favor de la diversidad en el aula.
Esta diversidad tiene su límite ahí donde las diferencias no chocan con la lógica incorporación- demostración- retribución. De tal suerte que, aunque sea posible que todos los estudiantes estén en la escuela, la respuesta afectiva producida desde el espacio escolar será desigual en la medida que premie ciertas formas de ser y estar y repruebe otras. Por ejemplo, es una realidad que no todos pueden participar en el homenaje de los días lunes como maestros de ceremonias, cargando la bandera, marchando en la escolta. Estos lugares son distinciones para las subjetividades que son reconocidas.
No todos los estudiantes son felicitados por sus altas notas y niveles de desempeño, tampoco por destacarse en las competencias de conocimiento y deportivas. No todos servirán de ejemplo para los demás. Lo anterior señala cualidades de orden intelectual y conductual que son valoradas en la escuela y que, sin duda, funcionan a nivel micropolítico para construir subjetividades y hacer distinciones que terminan impactando afectivamente a los estudiantes, ya sea positiva o negativamente.
No obstante, éstas no son las únicas formas en que se da una respuesta afectiva desigual, es decir, no sólo la característica cognitiva juega, también cuestiones como la pobreza muchas veces participan en este proceso. Por ejemplo, cuando la exigencia de uniformes, ciertas características de útiles escolares o el pago de las cuotas impactan en los estudiantes, al ser señalados en el grupo como deudores, irresponsables o desobedientes, la afectividad parece hacerse escasamente presente, aunque sea evidente que muchas veces esto no está en manos de los propios estudiantes resolverlo.
Hay estudiantes que no salen a realizar actividades porque sus padres no han pagado lo acordado, incluso no se les entregan, en las festividades, los detalles elaborados por los profesores, cuando tenían que estar previamente liquidados. También la negación de materiales como los libros se ha hecho presente, fundamentada en ideas de lo “justo”, sin importar lo que puede o no sentir un estudiante, al ver cómo los demás poseen lo que a él o ella se le ha negado. Aquí la micropolítica dicta las relaciones y nuevamente distribuye de forma desigual los afectos, haciendo sentir a los estudiantes considerados “en falta material” como no bienvenidos del todo por no haber cumplido ciertas normas preciadas de importantes.
Un ejercicio de justicia afectiva implicaría una revisión a profundidad de las lógicas escolares que, a fuerza de iteración, se han naturalizado en el devenir, haciendo muchas veces imperceptibles las relaciones asimétricas que se producen en la escuela y que legitiman la desigual distribución de los afectos. Para lo anterior, la idea de justicia que propone Waltzer (1997) puede servir como apoyo analítico. Para este autor, como ya se había mencionado, el problema con la justicia está en que no es posible llegar a una igualdad total, pues siempre las diferencias entre los sujetos van a producir nuevas formas de desigualdad. Para poder hacer frente a esta problemática, la vía no es simplemente pensar en una igualdad formal, sino separar en esferas algunas cuestiones importantes.
Por ejemplo, en el caso de la justicia afectiva, la idea no es que los profesores y la escuela permitan cualquier situación o conducta, es decir, dejen de realizar el acto educativo motivando a los estudiantes a actuar de determinada forma y aprender ciertos saberes y contenidos. Es claro que ésta es una de las funciones centrales de la escuela. De entrada, la formación siempre implica un acto de construcción subjetivo e identitario que puede considerarse deseable en determinado tiempo y espacio histórico. Sin embargo, esta finalidad no puede ni debe hacerse a costa de la afectividad de los estudiantes.
Si bien es deseable que aprendan determinados contenidos y desarrollen ciertas habilidades y actitudes, esto debería pertenecer sólo a la esfera académica. En otras palabras, habría que separar lo académico de lo afectivo en dos esferas que permitieran producir en la subjetividad una idea de valía sin importar qué tan bueno se es para el aprendizaje y cuántas habilidades se han desarrollado. En este sentido, la micropolítica escolar tendría que producir nuevas relaciones que permitieran a cualquier estudiante sentirse valioso, aceptado y reconocido en el espacio escolar y, aunque no tuviera los mejores resultados de aprendizaje, pudiera experimentar cierta hospitalidad proveniente de la institución, de sus pares y profesores.
Una justicia afectiva tendría que posibilitar la producción de habitabilidad escolar, un lugar donde no importando cualidad, rendimiento, capacidad, la valía está en la forma en que se es capaz de entrar en relación con los otros, de apoyar y sentirse apoyado. Lo anterior implica, de entrada, la no asimilación e igualación de los estudiantes, es decir, sin importar las diferencias, los desacuerdos y los conflictos presentes, la escuela tendría que reconocer la diferencia y el conflicto y permitir su habitabilidad en todo momento.
En suma, una justicia afectiva refiere la habitabilidad hospitalaria del espacio escolar, la separación de la lógica del rendimiento de las diversas formas de ser y estar en el mundo, donde cabe el desacuerdo, el conflicto y la diferencia radical. Si se logra construir una micropolítica escolar capaz de hacer esta distinción, será posible favorecer la afectividad de los estudiantes y, con ello, la oportunidad de hacerlos sentir bien recibidos, sin tener la sensación de que, a pesar de estar presentes en el día a día, su existencia está siendo interrogada constantemente, haciendo pensar que ciertas exclusiones a veces son justas y legítimas, puesto que algunos son considerados errores, faltas, ausencias por su falta de inteligencia, éxito escolar y aptitud para el estudio.
Conclusiones
En este texto se ha emplazado una crítica a la micropolítica escolar que, aunque dice valorar a los estudiantes en su diversidad y diferencia, en realidad premia y reconoce unas formas de ser y estar en el mundo. El problema no es tanto una cuestión sólo de conocimientos, habilidades y estrategias pedagógicas que puedan producir una educación inclusiva y no violenta en la escuela. Tiene que ver con los ideales educativo-escolares que, aunque reconocen la diferencia y diversidad como una riqueza humana, no son capaces de identificar lo que el espacio micropolítico produce a partir de los significados y relaciones que son deseables y valoradas. En este sentido, es importante reconocer que la micropolítica de la escuela dicta las formas deseables de ser y estar, da la bienvenida a algunos, a los considerados exitosos y señala el fracaso de otros. Fracaso que, aunque también es producido por el propio dispositivo escolar, termina responsabilizando sólo a los estudiantes por sus resultados.
En este sentido, se ha señalado que esta micropolítica tiende a producir subjetividades consideradas menos exitosas, menos competentes, menos inteligentes, mostrando que las formas de habitar el espacio no son iguales para todos. La habitabilidad hospitalaria sólo se despliega frente a lo que aprecia como deseable, correcto y valioso, dejando al margen lo indeseable, lo incorrecto y, por ende, lo que presenta escasa valía. Hoy por hoy, para muchos estudiantes, la escuela, desde su lógica micropolítica, parece no ser habitable, pues los interroga de forma constante, los hace dudar de la legitimidad de su existencia en los espacios institucionales, haciendo parecer que hay subjetividades que son bien recibidas y hay otras que, por su inadecuación, diferencia e incapacidad, deben quedar al margen, por lo que algunas exclusiones pueden pensarse legítimas y justas.
Una justicia afectiva sería deseable y estaría presente ahí donde pueda ser posible un ejercicio distributivo de los afectos, donde los ideales de rendimiento no se intersecten con la construcción de identidades y subjetividades cuya valía se juega en las notas académicas o en la capacidad individual; donde se despliegue la posibilidad de producir formas de habitar el espacio desde la lógica de la bienvenida hospitalaria.