Introducción
La educación es un derecho fundamental para el desarrollo integral de toda persona y una necesidad social, en la cual confluyen la formación intelectual, instrumental y ética. Sin embargo, el contexto socioeconómico actual de Costa Rica ha evidenciado el ensanchamiento de las brechas económicas y de acceso a bienes y servicios básicos de manera explícita, a lo que se suma la gestión de la calidad del sistema educativo, que recibe, de forma constante, las demandas de eficiencia y los reclamos por su obsolescencia por no concretar o plasmar, en su operatividad cotidiana, las aspiraciones de su ideario educativo. Es por ello que la crítica al sistema educativo en Costa Rica no limita la educación, por el contrario, permite reconocer y analizar la acción educativa, la trascendencia de las organizaciones (escuelas y colegios) y los saberes (ciencia, técnica, arte, espiritualidad), gracias al legado histórico que desde el siglo XIX se construyó para la formación humanista de los futuros maestros y maestras, junto con el modelo curricular por objetivos de aprendizaje, cuya estructura nació para disminuir la brecha que se estaba desarrollando en la formación de colegios de élite privados y de colegios públicos, y su posterior crítica.
De igual manera, dentro de las reformas y cambios curriculares durante el último quinquenio se establece la necesidad de altas capacidades docentes, que impliquen poder desarrollar procesos de diseño y evaluación curricular pertinentes a las realidades comunales y escolares, así como una formación estratégica de autorreflexión informada de sus propios procesos de mediación pedagógica, más la revisión de las trayectorias curriculares que, en la práctica, experimentan las personas que están en formación magisterial, así como una mejor y mayor evaluación de los formadores de formadores. Por último, un reacomodo en la orientación de los ejes estratégicos de evaluación, y un mayor valor a la experiencia de aprendizaje del estudiantado (mediación pedagógica contextualizada), articulada con la evaluación institucional, permitirá promover el aprendizaje significativo.
La educación es un derecho
La educación es un derecho fundamental para el desarrollo integral de toda persona y una necesidad social, en la cual confluyen la formación intelectual, instrumental y ética, que impulsan las distintas formas de aprender, de investigar y reconocer los diferentes saberes -conceptuales, prácticos y estéticos- que se desarrollan en las sociedades. El derecho a la educación ha sido, desde la creación de la República, un eje central para el desarrollo general del país, tanto en su acepción material, sometida a la actividad productiva, como en su acepción sociocultural, de ejercicio de la libertad, del pensamiento, del diálogo y de la vida. La educación permite desarrollar el pensamiento político-jurídico que sostiene e impulsa a los Estados a mantener viva su conciencia política (realidad social y acción ciudadana para el desenvolvimiento del sistema democrático) e identidad nacional (actitudes cívicas y resguardo de los valores patrios). Pero, iniciada la segunda década del Siglo XXI, aparece radicalizada su instrumentalización -curricular y pedagógica- por múltiples crisis económicas internacionales y nacionales, que relativizan la formación académica integral y se acogen a engranar demandas de capital con breves ofertas académicas, principalmente de saberes instrumentales certificados.
Si bien es cierto que los sistemas educativos han tenido y deben establecer una relación con los sistemas productivos, este último no puede fagocitar a aquél y convertirlo en mera correa de transmisión de sus necesidades. Antes bien, el sistema educativo debe avizorar y hacer posible las alternativas de innovación en el sistema productivo, así como alternativas de superación de ese mismo sistema productivo (transformación). Sin embargo, el contexto socioeconómico del país ha evidenciado las brechas económicas y de acceso a bienes y servicios básicos de manera explícita, como lo exhiben los datos provenientes de los estudios del Estado de la Educación en Costa Rica, que muestran el desfase escolar en el cumplimiento del currículum, con 25% de las personas matriculadas en el Ministerio de Educación Pública (MEP) por debajo de los niveles que les correspondería, según la secuencia horizontal de los planes de estudio.
Lo anterior se suma a los más de 800 centros educativos que tienen órdenes sanitarias de cierre, lo que obstaculiza las condiciones mínimas de habitabilidad y construcción de ambientes de aprendizaje, cuestión que se hipertrofia en la periferia del país, con un incremento de más de 60% de población estudiantil en pobreza extrema en el conjunto de la nación. Como corolario, la política pública en educación, desde la óptica actual, está construida a partir de la prospectiva de la plusvalía del saber en concordancia con el mundo del trabajo y de sus intereses dominantes. Desde ese enfoque, se centraliza la acción del Estado en promover la empleabilidad y la competitividad, dejando de lado el sentido real de la educación como fuente de transformación social y potenciadora integral del desarrollo general del ser humano.
Esta situación resulta un problema desde el momento en que se ve a la educación formal como reproductora de contenidos y no como creadora de conocimiento, con lo cual queda instrumentalizada y subordinada a las exigencias del mercado, que lo reduce todo a lo que se considera útil, es decir, lo que produce valor comercial. Por el contrario, es necesario ver la educación como una “gran oportunidad” de pensar, proponer y cambiar las desigualdades estructurales de accesibilidad, adaptabilidad y construcción de nuevo conocimiento. Estos propósitos se han acumulado desde 2006, con la iniciativa de una transformación curricular orientada a la formación de una ciudadanía democrática, y que caló como sustrato teórico para la actual reforma curricular implantada en 2016. Sin embargo, los motivos de “la visión de educar para una nueva ciudadanía” y el “poner a cada estudiante como centro del quehacer educativo” necesitan de un asidero real, por lo cual hacemos este aporte en apoyo a aquellas iniciativas que, ineludiblemente, se deberán impulsar en el país en los próximos años.
Por tanto, a continuación, se analiza la necesaria, pero subestimada aclaración de las diferencias -conceptuales y de implicación pedagógica- entre la escuela y la educación, la cual permite encadenar las promesas, estrategias y acciones que el “sistema educativo costarricense” ha desarrollado, pero que merecen ser contrastadas con las condiciones materiales para el cumplimiento de los objetivos ministeriales propuestos. Se toman en consideración las diferencias -abismales- entre lo urbano y lo rural, entre las instituciones públicas, privadas y subvencionadas, con la intención de establecer un primer trazo de una propuesta crítica y propositiva, la cual se asumirá como un compromiso por mejorar el aprendizaje de los niños, niñas y juventudes, en tiempos de cambio y ajuste.
Acerca de la “escuela”, la educación y el sistema educativo
Resulta oportuno hacer una distinción necesaria y útil entre educación y escuela. Al respecto, es importante revisar o remirar algunos conceptos clásicos de educación, por ejemplo, los vinculados con la idea de Bildung de la tradición alemana (Menze, 1996a; 1996b; Horlacher, 2014; Tennenbaum, 2012), la cual resulta intraducible al español, pero se la liga a formación, y resulta mucho más amplia y ambiciosa que la idea de instrucción, propia de la escuela. A partir de esto, se puede asumir la educación como una de las dinámicas generadoras de conocimiento, promotora del cambio social y potenciadora del despliegue de capacidades de los seres humanos. Desde esa perspectiva, la visión y acción educativa trasciende las organizaciones institucionales (v. g., la escuela) y disciplinarias de los saberes (ciencia, técnica, arte, espiritualidad). La educación articula o integra los diversos saberes y los inserta en una conciencia planetaria, que va más allá de la mera racionalidad instrumental. Por tanto, se trata de una educación que educa y no sólo instruye; que libera más y condiciona menos, y que ayuda a los sujetos a aprender por sí mismos y entre sí, convirtiendo el aprendizaje en una experiencia feliz y relevante para la vida (Gallegos, 1998).
Por su parte, la escuela es la forma institucionalizada mediante la cual las sociedades occidentales (que por su tendencia colonial se ha impuesto en otros márgenes culturales) pretenden desplegar el proceso educativo. El modelo escolar hegemónico en el espacio latinoamericano es heredero del llamado “modelo prusiano” (Abarca Araya, 2016; Weinberg, 1981) que, en el caso europeo, ha estado vinculado con los procesos de disciplinamiento de los cuerpos (Foucault, 1985; 2007; Díaz, 2013), pasando por la instrucción de los colectivos de trabajadores para el sistema productivo industrial fabril y el control burocrático de la gestión del conocimiento, hasta la promoción (instrucción) de las competencias requeridas para los nuevos mercados de trabajo, bajo las exigencias de la tecnociencia. En el caso latinoamericano, ese modelo se adaptó a las condiciones socioeconómicas, de sociedades en su mayoría rurales, con baja industrialización y poco proclives a la participación política de los sectores populares.
Si bien esas tendencias también se vivieron en Costa Rica, desde el siglo XIX hay varios factores que introducen diferencias significativas, de forma especial la tendencia humanista en la formación de los futuros profesionales en docencia, así como en la conciencia social y política que éstos tenían respecto de su labor. Esto se hizo más evidente con la constitución de la Escuela Normal de Costa Rica (1913), que diera paso luego a la Escuela Normal Superior (1967) y con ello a la “profesionalización” de la persona docente. En sus primeras etapas, la formación normalista ponía un fuerte énfasis en los aspectos educacionales, los métodos pedagógicos, en el carácter social de la escuela y en la función de las personas educadoras (Carvajal y Ruiz, 2016), pero luego, a partir de los años sesenta, antes de ser Normal Superior, se había convertido en un ente formador muy instrumental, en el que las didácticas específicas se trabajaban con libros de texto y los cursos radicaban en cómo aplicar su contenido.
En este proceso de profesionalización del magisterio también tuvo destacada labor la Facultad de Educación de la Universidad de Costa Rica (UCR). Sin embargo, este paso hacia una formación magisterial normalista y académica universitaria, facilitado por la autonomía de la que gozan las instituciones universitarias, no siempre fue bien aprovechado por éstas para ofrecer una formación alterna, sino que terminaron caminando muy en paralelo con la formación que se daba en el Instituto de Formación Profesional del MEP desde los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, en el cual se formaron muchas personas educadores que estaban trabajando sin titulación.
Estas tendencias en la formación magisterial facilitan que, a partir de la década de los ochenta del siglo XX, con el cambio de modelo productivo y las exigencias de la economía engarzada en el modelo globalista, la función social, política y humanista de la educación perdió terreno frente a las tendencias técnico-instrumentales, cuantitativitas, de control y sancionadoras de las conductas fuera de la norma, lo cual queda plasmado, por ejemplo, en el Reglamento de Evaluación de los Aprendizajes de 2009. De esta forma, la escuela se encuentra entrampada en la dinámica del “aprendizaje de destrezas técnicas”, antes que en la formación de la sensibilidad y el despliegue de capacidades y la educación política para la convivencia democrática.
Por otra parte, se debe tener en consideración que la crítica al modelo curricular por objetivos de aprendizaje nació como una forma de superar los enfoques tradicionales, desde los cuales, al tratar de disminuir la brecha que se estaba plasmando en la formación de colegios de élite privados y colegios públicos donde el personal docente no tenía ningún parámetro para desarrollar el currículum, se desarrollaba la estrategia de ejecutar objetivos mínimos y comunes con la intención de implantar “dominios” similares en las personas estudiantes. De esa misma forma surgen los exámenes de bachillerato y de VI grado en los ochenta, con gran impulso en la década de los noventa. Además, el enfoque por objetivos reducía los problemas de apelaciones de notas, ya que su enfoque positivista intenta controlar la subjetividad en la asignación de una calificación.
Frente a esto se imponen las preguntas fundamentales, sobre todo pensando en una escuela pública y democratizante, entre ellas: ¿cuáles son las destrezas que la escuela debe impulsar y desplegar?, ¿cuál es la función de esa escuela pública y democratizante?; ¿con quiénes se actúa (se pone en acto) la escuela?; ¿desde qué lugar (social, político, operativo) se puede construir una escuela pública democratizante? Estas preguntas implican una correlación entre escuela y Estado, la primera como un instrumento, un espacio y una función del segundo: como instrumento del Estado, la escuela ha de ser transmisora de sus valores, principios y fines, no necesariamente de forma acrítica, sino que, en tanto espacio social y político, en ella el Estado tiene que poner en juego sus legitimidades, someterse al escrutinio y, como resultado de esto, debe provocar un proceso de cambio regulado, de afección y de compromiso, no con lo que el Estado sea, sino con lo que éste represente y a lo que aspire, en términos democráticos.
Por consiguiente, la escuela pública y democratizante tiene, ante todo, la función de formar ciudadanía, en perspectiva proactiva, crítica, responsable y solidaria; no es adoctrinamiento, sino vigilia democrática del ejercicio del poder. Tiene la misión de transmitir y renovar, a partir del diálogo activo, las sensibilidades y operatividades democráticamente aceptadas y desplegadas, que sean capaces de fomentar una convivencia pacífica, sinérgica, dialogada y dialogante, así como de elevar el nivel ético-estético de las poblaciones, como base de cualquier desarrollo de destrezas instrumentales y materiales. La relación primordial de la escuela pública es con el Estado, y sólo de forma ulterior activa un diálogo fructífero con el Mercado. Por tanto, no es función de la escuela -igual que no lo es del Estado- proveer los (puestos de) trabajos que el Mercado destruye, ya sea por la implementación de los nuevos procesos de robotización, la racionalización del gasto, la Big Data y los algoritmos; ésta es tarea y función del empresariado, al cual, ciertamente, el Estado no debe obstaculizar, sino orientar y facilitar su acción, siempre en la perspectiva del ideario democrático.
Sin embargo, hoy la escuela vive la tensión entre una orfandad respecto de un Estado claudicante, que parece totalmente estrábico y suicida, y la subsunción por parte de la voracidad del Mercado, que la entiende, ya ni siquiera como guardiana del excedente social, sino sólo como mera mercancía, consumible según los niveles de ingreso. En esa orfandad nos encontramos con el sistema educativo, entendido como el conglomerado de instituciones, normas, recursos, valores y aspiraciones, y un contingente de personas que lo sustentan y realizan cotidianamente; es un sistema educativo que recibe, de forma constante, las demandas de eficiencia (en el uso de los recursos, en la eficiencia terminal o cantidad de titulaciones, según cada nivel, en el aceleramiento de los procesos, etc.) y los reclamos por su obsolescencia (reducción de contenidos, desaprovechamiento de los tiempos, carácter expulsor, retraso tecnológico, mediocridad docente, burocratización, etcétera).
Sobre todo, nos encontramos con un sistema educativo que no alcanza, en su operatividad cotidiana, las aspiraciones de su ideario educativo, a la vez que se ve en la pendiente perversa de tratar de responder, por un lado, a su tareas propias (v. g., generación de conocimiento, formación de la sensibilidad, despliegue de capacidades), pero para las cuales se lo inhabilita política y materialmente, y a las tareas ajenas (v. g., generación de empleos y empleabilidad, superación del rezago tecnológico, ampliación de la capacidad de generación de las cadenas de valor, etc.), a partir de las cuales se tiende a deslegitimarlo.
Y aquí vuelve a aparecer esa paradoja del caso costarricense, donde conviven tendencias contradictorias, pues ante esa posición hiper-crítica y deslegitimadora, que denuncia las debilidades extremas del sistema educativo, aparecen también los resultados de una práctica y un empeño educativo que muestra notables frutos, pues de otro modo no se explicaría que, en Costa Rica, las empresas transnacionales en ámbitos de la tecnología de salud y la tecnología informática, por ejemplo, encuentren personal altamente calificado, o bien, el desarrollo de iniciativas pioneras, con resonancia internacional en ámbitos como la arquitectura ecológica, así como el desarrollo del pensamiento y prácticas ecológicas renovadas, o bien, la presencia de un semillero de personas expertas en ámbitos punteros de astrofísica, salud animal, bioquímica, entre otras. Por eso es relevante lanzar una mirada sobre las condiciones (materiales, subjetivas y culturales) que obstruyen la construcción y realización de ese sistema educativo, así como alumbrar aquellas que lo pueden viabilizar; para ello, ahondaremos en el currículum como eje de implantación ideológica y administración del poder, sus limitaciones y oportunidades.
El currículum nacional: sus límites y posibilidades
Las contradicciones y tensiones entre una educación comprendida como parte de un modelo de desarrollo fundamentado en una racionalidad instrumental, con fines vinculados casi exclusivamente con la formación de personas para y en función de una economía de mercado, requiere una revisión y discusión inmediatas. La relación de los sistemas educativos con el mundo del trabajo no implica un acto negativo en sí mismo; es una función que le ha sido conferida mediante el desarrollo de los sistemas escolarizados, tanto en economías de mercado como de otro tipo. Pero esa función no debe ser la única, pues como bien lo indica Savater (2010), la educación ante todo tiene un ideal profundo de generar una humanización de la persona y una capacidad de crear y recrear mundos más justos y equitativos, donde el ser humano tenga la conciencia de su fragilidad y de la fragilidad planetaria, y no sólo se genere un ser para la producción y el mercado, sino una persona que pueda crear, comprender y admirar grandes y sublimes productos culturales que la humanidad ha desarrollado y desarrolla a lo largo del tiempo.
Para que esos ideales se logren y desarrollen se requieren condiciones necesarias y suficientes, algunas de naturaleza material y otras directamente vinculadas con la pedagogía y con las ciencias pedagógicas, entre las cuales el currículum y la evaluación juegan un papel fundamental. En las últimas administraciones gubernamentales, el MEP ha propuesto diferentes cambios pedagógicos en el ámbito nacional, los cuales abordan lo que Flórez (2005) llamaría los tres niveles de acción pedagógica, pues los cambios mencionados han involucrado aspectos filosóficos (ontológicos, epistemológicos y axiológicos), curriculares y metodológicos. Dentro de las reformas y cambios más destacados, desde 2016 con la Política Curricular en el Marco de la visión Educar para una Nueva Ciudadanía, es posible mencionar:
El cambio de los programas de diferentes asignaturas del currículum nacional dentro del marco de la política curricular de la Ética la Estética y la Ciudadanía, de 2013.
Los cambios en los enfoques metodológicos y curriculares en diferentes asignaturas, tales como matemática, español, estudios sociales y ciencias, los cuales buscan integrar los conocimientos teóricos con aspectos propios de la vida cotidiana y de la actualidad del país.
Sin embargo, según los Informes del Estado de la Educación en Costa Rica, estos cambios pedagógicos no se ven reflejados en la práctica de las escuelas y colegios del país; de ahí surgen preguntas sobre los factores que impiden que las nuevas propuestas logren impactar o desarrollarse en el nivel de ejecución, en una lógica discontinua entre el currículum prescrito y el currículum real (Gimeno, 2007). Ante esta disyuntiva, es fundamental orientar el análisis a la forma en que comprenden las personas educadoras la ejecución del currículum, la relación entre los discursos teóricos pedagógicos y curriculares, además del dominio de los saberes profesionales para lograr concretar las ideas en la práctica diaria, en la acción con las personas aprendientes.
La capacidad de la persona educadora para la lectura, la comprensión y el análisis de las narrativas curriculares
Las narrativas de la teoría curricular, así como las de las narrativas evaluativas, poseen un marco filosófico, sociológico, antropológico, histórico, psicológico, lo que supone una construcción concatenada, lógica, de teorías que deben desarrollarse en los diferentes espacios pedagógicos por las personas docentes, mediante adecuados procesos de mediación pedagógica y con un dominio de la teoría curricular, de sus formas de operacionalización y evaluación. Lo anterior implica un profundo dominio de las disciplinas que integren la propuesta curricular, llámense matemáticas, estudios sociales, español, ciencias, música, inglés como segunda lengua, entre otras, lo que usualmente se conoce como la lógica de las disciplinas. Si la persona educadora no logra comprender estas narrativas que, a veces, con buen tino, propone el MEP, no se producirá ninguna acción innovadora.
No obstante, comprender esta narrativa curricular no es condición única o suficiente para la aplicación de acciones innovadoras y fundamentadas en los espacios pedagógicos, para ello se requieren altas capacidades que impliquen poder desarrollar procesos de diseño y evaluación curricular pertinentes a las realidades comunales y escolares. A esto se suman las competencias para lograr convertir la narrativa curricular en diseños curriculares en la forma de propuestas innovadoras, contextualizadas y pertinentes para el trabajo diario con las personas aprendientes. Como lo indica Flórez (2005), una persona pedagoga debe dominar las grandes corrientes pedagógicas, poseer competencias de creación curricular y dominar profundamente la acción metodológica para promover aprendizajes en las personas con las que desarrolla su labor profesional en el día a día; además, debe poseer capacidades de otras ciencias sociales que le ayuden a comprender procesos de contextualización y pertinencia curricular.
De esta forma, la escuela como narrativa e institución opera en medio de complejas fuerzas y tensiones, no es un espacio exteriorizado de las realidades sociohistóricas. Por lo tanto, la acción docente de calidad, innovadora, actualizada y oportuna requiere diferentes características, las cuales implican, según los estudios de Atkinson y Claxton (2010), una formación estratégica en procesos de autorreflexión informada de sus propios procesos de mediación pedagógica, es decir, un profundo sentido práxico de su desempeño como persona docente. Estas características, junto con la capacidad intuitiva de acción profesional, se reúnen en lo que se conocía, antiguamente, como vocación docente.
En esa perspectiva, por ejemplo, si se miran los documentos del MEP, se encuentra que en éstos se asume una mediación que en la narrativa apela a formar desde la experiencia, en el mismo sentido propuesto por Dewey (1939); sin embargo, la deficiente formación docente o, a veces, la presión que sufren las personas docentes ante contenidos curriculares gigantes, les restan la posibilidad de crear propuestas de mediación que, efectivamente, partan de la experiencia, con lo cual se establecen, en la práctica, círculos viciosos aunque arropados con narrativas fabulosas. Por consiguiente, cualquier mejora y, en el mejor de los casos, cualquier transformación emancipadora y democratizante del sistema educativo no sólo involucra a las escuelas y colegios, sino que involucra directamente a las instancias formadoras de las personas educadoras.
Es urgente la revisión de las trayectorias curriculares que, en la práctica, experimentan las personas que están en formación magisterial. Todavía más, se requiere una evaluación profunda de las personas formadoras de formadores. Se supondría que los mejores y más experimentados pedagogos nacionales y otras personas profesionales de las ciencias pedagógicas forman a los futuros docentes, o bien, desarrollan los procesos de actualización profesional de las personas docentes en servicio.
Pero aquí quedan muchas dudas al respecto, sobre todo si se incluyen rubros de evaluación fuertes como las publicaciones, los grados profesionales, la experiencia en procesos de extensión e investigación en educación y otras áreas que deben ser parte del día a día de las personas formadoras de formadores. No se puede pedir a las personas docentes de escuelas y colegios acciones de alto nivel, tanto teóricas como prácticas, cuando las personas que las forman y actualizan no dominan sus campos de especialización profesional y carecen de indicadores académicos de alto nivel.
Un análisis de esta problemática requiere datos fuertes, los cuales deben ser la fuente que alumbre estos cuestionamientos. Frente a esto surgen algunas otras preguntas, tales como ¿cuál es el papel de las personas directoras de los centros educativos tanto de educación primaria como de educación secundaria en su papel de orientadoras y dinamizadoras pedagógicas?, ¿qué papel e importancia se confiere a la teoría pedagógica en el quehacer diario de los centros escolares?, ¿tendrá esta teoría la importancia y profundidad que se requiere y se promueve en otros espacios profesionales que gozan de mayor reconocimiento profesional en el país?
Por tanto, muy probablemente, todos estos elementos den como resultado balances negativos y profundas limitaciones. Eso nos lleva a señalar que, para un desarrollo armónico de la dinámica escolar en Educación Básica y Diversificada, se requiere algo más que mesas, pupitres o laboratorios de informática. Dichas condiciones son necesarias y elementales, pero jamás suficientes. Dadas las interrogantes planteadas es importante indicar que situaciones coyunturales como la interrupción del ciclo lectivo, el obligado tránsito a todo tipo de formas de trabajo no presencial, producto de la pandemia, ponen de manifiesto y resaltan los elementos débiles en el sistema educativo como un todo. Por esto es necesario que las soluciones que se han construido y las que se deban establecer para enfrentar las limitaciones inmediatas no soslayen esos elementos medulares y profundos; pero también es necesario someter a análisis aquellas soluciones apuradas que se han implementado, muchas de ellas cuestionables desde diversos marcos de análisis.
Los procesos educativos en las nuevas condiciones de aprendizaje
Para la gran mayoría de las personas se ha convertido en una verdad el hecho de que la educación y los procesos educativos de enseñanza formal en las escuelas, colegios y otras instancias educativas han sufrido una serie de tropiezos desde hace varios años, específicamente en lo referente a la continuidad y el cumplimiento de los planes curriculares de estudio. Esta realidad, acrecentada por la condición de pandemia, nos lleva a una objetiva situación, en la cual numerosas personas estudiantes no han podido completar plenamente la educación prevista y se han generado algunos vacíos formativos en distintas áreas temáticas y de aprendizaje, que son innegables. Probablemente en la afirmación anterior podamos coincidir; no obstante, la forma en que nuestro sistema educativo y las directrices políticas han determinado cómo enfrentar esta problemática nos lleva a la necesidad de plantear una primera crítica de carácter general: no es posible recuperar el tiempo y los procesos educativos no realizados ampliando el tiempo en horas de contacto y de estudio, tal y como se ha hecho en el pasado.
La idea de la “recuperación” del tiempo, incluyendo más semanas lectivas y probablemente más horas de estudio, haciendo lo que se ha hecho siempre, es insuficiente. Esta especie de subsumir el proceso educativo formalmente en las mismas condiciones y con los mismos procesos educativos es un error, cuando podríamos dar un salto cualitativo efectuando una subsunción real en las nuevas condiciones y procesos de aprendizaje, al tenor del desarrollo tecnológico actual y de los nuevos procesos educativos, basados en la capacidad potencial de la persona de aprender con su propia dinámica, la cual se ve acrecentada por procesos orientadores que le permitan acceder en forma más rápida y contundente al proceso de aprendizaje significativo.
La forma de rediseñar la recuperación del tiempo perdido y de las temáticas incompletas, debe ser redireccionando la funciones y actividades de quienes estudian y de quienes tienen la responsabilidad de contribuir a ese proceso. Para ello se debe avanzar en redefinir qué es lo importante e indispensable en el proceso de aprender y buscar los medios actuales para lograr estimular la transformación, al punto de que la educación formal no sea un tiempo contrario al disfrute creativo, sino una parte complementaria del disfrute de las personas que, en sus distintas edades, participan en el proceso de desarrollo personal y social a través del aprendizaje que la educación facilita.
Utilizar las nuevas tecnologías afines al diario vivir del conjunto de las personas alumnas y dejarles avanzar con más libertad creadora, orientada a una formación integral como seres sociales y naturales es la tarea que debemos instaurar mediante un nuevo doble empoderamiento: el de las personas en formación y el de las personas que coadyuvan a dicho proceso desde la profesión docente. En el caso de las personas docentes, se les debe reculturalizar en cuanto a su rol y darles las condiciones cognitivas y de operatividad necesarias para el nuevo desafío educativo. Y en cuanto a las personas estudiantes, otorgarles accesos a las condiciones de comunicación, instrumentos tecnológicos apropiados y resocializar sus prácticas educativas sobre la base de una nueva cultura de aprendizaje. Recuperar el tiempo y los procesos educativos incompletos será un resultado adicional a lo esencial de un cambio cualitativo en la vida educativa del país, que realmente potencialice la capacidad de aprender en un mundo de hoy.
A manera de conclusión: la experiencia de aprendizaje o la imposibilidad de cumplir con el currículum
La política pública que centraliza su argumentación en la gestión de la calidad asume como eje fundamental la evaluación como etapa filtro de los procesos; así, en el ámbito educativo, el cambio en la evaluación en la propuesta curricular actual, “Educar para una nueva ciudadanía”, se ha basado en la experiencia curricular y en las líneas globales de la UNESCO, es decir, el análisis del sistema se basa en su propio funcionamiento, subsumiendo el proceso pedagógico vivencial de los espacios de aprendizaje. Para ello se necesita un reacomodo en la orientación de los ejes estratégicos de evaluación, así como brindar mayor valor a la experiencia de aprendizaje del estudiantado (mediación pedagógica contextualizada), para articularla con la evaluación institucional (focalización de la matrícula, asimetrías de condición de acceso y permanencia, formación docente), que permita promover el aprendizaje significativo mediante: a) la implicación emocional del estudiantado (gozo por aprender), y b) la promoción de las experiencias cotidianas para el aprendizaje. Por consiguiente, es necesario resignificar los procesos cognitivos que suman lo cotidiano y la acción diaria con el pensamiento “pausado” o teórico.
De esta manera, la experiencia funda o arraiga el aprendizaje y debe ser reconocida en las estrategias de mediación. Por experiencia de aprendizaje se comprende el proceso consciente y progresivo -constante- de precisar y cuestionar la instrucción inicial -el acervo conceptual- mediante el desarrollo de habilidades en la práctica cotidiana. Toda experiencia es conexa con nuestro desarrollo cognitivo e impulsa el aprendizaje; de ahí que la tarea es compaginar la estrategia pedagógica formal, en el aula, y la incitación a crear y vivenciar experiencias que afecten nuestra toma de decisiones y aporten para el mejor criterio. Así, “toda experiencia es un arco a través del cual brilla aquel mundo no hollado, cuya orilla se desvanece más y más cuando me muevo” (Dewey, 1939, p. 37).
De esta manera, la complejidad de la experiencia recurre, como condición de posibilidad, a la comprensión y articulación de las acciones que se desenvuelven en la vida en sociedad, su significado y registro histórico. A modo de ejemplo, una de las formas en que nos organizamos es mediante la existencia de un conjunto ordenado de secuencias discursivas (a, b, c, d …1, 2, 3…), de orden registral, que alinean la experiencia cotidiana con la comunicación visual -simbólica, por letras, números e imágenes-, que se utiliza para construir los currículos. A lo anterior se suma la selección de contenidos del pensamiento dominante o imperante en el espectro político-económico general y de la producción cultural, que pueden ir y venir sin contraponerse a modelos teóricos pedagógicos, los cuales suministran conceptos del acervo cognitivo general de la sociedad, y con ello, las categorías con las que se filtra la experiencia.
El marco categorial con el que se mueve el capital nacional costarricense, sus áreas productivas y demandas para su manutención, se construye en correspondencia con la educación impartida a la población. En consecuencia, el estrecho estado de confort en el que se vislumbran las alternativas de mejora de la educación se basa en paradigmas que se orientan “hacia la conservación, la creación y la legitimación del sistema dominante y [no] apuntan hacia la construcción de sistemas alternativos en todos los órdenes de las ciencias y las artes” (González, 2004, p. 390). Es así como el tránsito de un modelo educativo, que aún conserva ciertas características básicas de una pedagogía preocupada por la accesibilidad y cobertura total del estudiantado, ve cómo se le imponen parámetros que miden la calidad orientados a la vinculación laboral, o el desarrollo de habilidades blandas que, si bien son un insumo aprovechable, no puede perderse el fundamento social de la educación, que transciende el pragmatismo inmediato.
En este sentido, la función histórico-cultural de la educación entreteje una infinitud de posibilidades que recrean la identidad cultural y sugestionan los atisbos del acontecer general. Esa inmensidad de lenguajes y discursos no pueden, en ninguna circunstancia, entenderse como imágenes acríticas de la realidad social; por el contrario, son el caldo de cultivo para sumar el aprendizaje y el conjunto de los conceptos y teorías a la experiencia. Por tanto, este primer avance funge como base de una perspectiva crítica acerca de la educación en el país, con un sentido reflexivo y de propuesta en construcción a partir de lo existente. En un próximo avance disertaremos sobre la exclusión educativa, acentuada con mayor dureza en las escuelas y colegios nocturnos, y de la infraestructura educativa, con diferencias significativas en los territorios rurales, periurbanos y urbanos, como parte de un proceso de consolidación de una propuesta necesaria para la educación en Costa Rica.