En México, el proyecto que busca la transformación de las escuelas para que no exista discriminación, exclusión, violencia de algún tipo que niegue el derecho a la educación de estudiantes y colectivos está plasmado en todos los ordenamientos normativos y documentos de política que señalan las características de una educación que debe ser inclusiva (SEP, 2019). Lo anterior ha posibilitado la revisión y análisis de las prácticas educativas, bajo la sospecha de que, en la acción e intervención del propio docente y en el diseño de un espacio de aprendizaje, también podría esconderse una exclusión sutil e intersticial que colabora con formas de racismo y discriminación escolar (Echeita, 2014). En este sentido, se señala una violencia cultural y estructural (Galtung, 2016) que, sin ser personal o directa, ha facilitado ciertas matrices simbólicas para la producción de vulnerabilidad educativa.
La idea de una educación que atienda la diversidad colocó una propuesta simbólica y representacional sobre lo deseable, normal y natural, que es el que no todos los estudiantes sean tratados como si no tuvieran historias, experiencias, deseos y voluntades que los hicieran singulares (Booth y Ainscow, 2000; López-Melero, 2011). Sin embargo, el escenario no ha estado libre de situaciones donde el conflicto ha emergido de forma importante. Por un lado, se encuentran las problemáticas en torno a las condiciones de recepción de la política de las propias instituciones. La falta de infraestructura da cuenta de una dificultad, ya que no están pensadas para la diversidad que pretenden atender (Mendoza, 2018). Además, está el problema formativo, pues los profesores indican la necesidad de conocimientos nuevos que les posibiliten traducir sus intervenciones en prácticas que puedan dar respuesta a las “necesidades” de los estudiantes recién llegados (Naranjo, 2017).
El presente trabajo tiene como objetivo problematizar las propuestas sobre educación inclusiva y la idea de vulnerabilidad desde una perspectiva de paz positiva. El supuesto de partida es que una vía para lograr una cultura de paz parte del ámbito educativo, en específico de la educación inclusiva, la cual hace referencia a una paz positiva basada en una mirada de justicia social y derechos humanos. No obstante, dicha visión no ha podido hacerse presente en todos los espacios educativos, pues aún hay sujetos cuya legitimidad para participar plenamente no se considera, pues la posición y el estatus que se les asigna los aleja del tipo ideal que puede dialogar y tomar decisiones en la vida social.
Este trabajo se emplaza a partir de las siguientes cuestiones: ¿cómo traducir la diversidad que en la escuela ha sido colocada como una diferencia negativa (Braidotti, 2002) y no como parte positiva de lo humano? ¿Qué posición epistémica (Broncano, 2020) ocupan los estudiantes que están colocados como mera negatividad en los espacios escolares, como sujetos ausentes de agencia epistémica (Fricker, 2021) o como necesitados y carentes, negando así su estatus de sujeto de conocimiento?
En este marco, abordando temáticas como la educación inclusiva, la justicia social y algunas perspectivas teóricas sobre estudios de paz se reconoce que, en los procesos de escolarización, algunas subjetividades, gracias a categorías como necesidades educativas especiales, problemas de aprendizaje y otras formas de patologización, se ubican en una posición epistémica que da cuenta de la negatividad de la identidad, lo cual facilita su colocación en un plano de inferioridad en el estatus ontopolítico, pues gracias a la producción de ignorancia, por la vía de la reducción ontológica y la posición epistémica negativa, el sujeto queda en un estatus de inferior, un lugar que no permite el establecimiento desde lógicas igualitarias y mucho menos un ejercicio de reconocimiento y, por tanto, de justicia social.
Este trabajo se justifica desde varios niveles, uno de ellos político, pues pretende ayudar a visibilizar las complejas relaciones que se tejen en los espacios escolares y, con ello, coadyuvar a repensar el papel político que desempeña la escuela, sus lógicas y racionalidades. Por otra parte, se justifica en lo social, pues el tema no es una preocupación que se da, en lo social, en la escuela y desde la escuela. Fuera de las instituciones coexisten otras formas de exclusión y de desigualdad que se traslapan y articulan y, al hacerlo, dificultan ubicar sus márgenes. Por otra parte, este trabajo tiene una justificación educativa, pues sirve para realizar una autocrítica a las intervenciones que se realizan desde el marco escolar, que muchas veces no son conscientes de las producciones subjetivantes que se instalan a partir de la impronta y deseabilidad sobre ciertas maneras de ser y estar en el mundo.
El texto también aporta elementos al estado del arte, pues no se encuentran investigaciones que aborden el tema de la posición epistémica como categoría que puede explicar las formas y lógicas desde las cuales se emplazan trabajos relacionados con una educación para la paz y la diversidad-vulnerabilidad al interior de las instituciones educativas.
Educación para la paz: un problema de violencia cultural sobre la diversidad
La cuestión epistemológica acerca de cómo y bajo qué conocimientos se deben transformar las prácticas que permitan la asistencia y la atención a la diversidad desde las instituciones educativas es un tema escasamente tratado. En efecto, poco se ha reflexionado sobre el conocimiento que permita explicar los cómo y no tanto los porqués. Es decir, la naturaleza del saber que debe subyacer a las prácticas denominadas “inclusivas” y los efectos discursivos sobre las relaciones y subjetividades en los cuales se aplica.
Si las prácticas tienen que responder a la diversidad para ser consideradas no excluyentes, hay que abordar una serie de reflexiones que posibiliten reconocer a qué tipo de diversidad se alude, pues la presencia de estudiantes pertenecientes a comunidades indígenas, con discapacidad o con cualquier otra característica imaginable, poco típica, no sólo implica cierta aceptación y respeto; también muestra un reto pedagógico en la medida en que las formas de escolarización tradicional no están pensadas para atender a todos bajo la normativa y bases teóricas y metodológicas desde las cuales es común proceder. No obstante, la disposición y emplazamiento de ciertas formas de intervención no sólo deben responder a visiones diferentes y rasgos culturales específicos y particulares, también a una diversidad que por años fue tratada como ineducable y problemática, en la medida en que no respondía a las exigencias logocéntricas de una institución que estaba ubicada, y lo sigue estando, en una visión sobre lo humano en la que su valía está íntimamente ligada con su capacidad productiva (Zabala, 2015).
Si un ejercicio inclusivo debe responder y atender la diversidad, es imperativo que sea capaz de encontrar lo valioso en la misma. Por tanto, frente a las diversidades existentes en los espacios escolares, el reto no sólo queda a nivel didáctico, metodológico o incluso normativo; se transforma en una cuestión epistémica que debe ser atendida. Éste es el reto de justicia social y educativa que toda política de educación inclusiva debería cumplir. También que toda cultura para la paz debería premiar. Si una forma de abordar el problema de la exclusión es por medio de una propuesta inclusiva, esto pone en clave positiva la diferencia y diversidad. Y si la exclusión es una forma de violencia cultural y estructural que niega la existencia, valía y reconocimiento de determinadas subjetividades, un camino hacia una cultura de paz es por la vía de la colocación de lo que por años se ha entendido sólo como déficit, en una posición epistémica positiva.
En otras palabras, para lograr una cultura de paz es necesario un ejercicio que posibilite a cualquier sujeto una posición epistémica positiva; que se reconozca como ser de conocimiento, con igual validez para la toma de decisiones y la participación en lo social. Esto implica atender los conflictos de orden epistemológico desde una perspectiva de paz positiva, que sea inclusiva, y cuyo efecto permita el deslizamiento epistémico que va de la negatividad a la positividad de las existencias humanas.
Concepciones sobre la paz
Las primeras propuestas científicas en torno a la paz surgieron poco después de la Primera Guerra Mundial en los Estados Unidos, dando origen a lo que después se conocería como “Investigación para la Paz y Resolución de Conflictos” (Mouly, 2022). Sin embargo, hasta el día de hoy, definir lo que el término “paz” representa es un desafío, debido a su naturaleza multifacética y a la evolución histórica de este concepto (Harto de Vera, 2016). A lo largo de la historia, el concepto de paz ha experimentado importantes transformaciones influidas por cambios en las épocas y las perspectivas que rodean fenómenos como la violencia. En este contexto, el concepto ha pasado por varias etapas, desde lo que se podría llamar “paz negativa” hasta llegar a la “paz positiva”. Estas concepciones han estado acompañadas de debates y tensiones que han polarizado sus enfoques conceptuales y metodológicos (Harto de Vera, 2016; Mouly, 2022). Lo anterior ha generado visiones tanto descriptivas como prescriptivas de la paz, lo que afecta no sólo su definición conceptual, sino también las formas en que se aborda desde la investigación social (Harto de Vera, 2016). En Occidente se pueden observar diferencias en sus significados, lo que permite comprender las relaciones entre la paz y la idea de guerra (Mouly, 2022).
La guerra y la paz pueden concebirse conceptualmente de dos maneras: por un lado, como formas opuestas y mutuamente excluyentes. Por otro, representan un continuo, y se diferencian en el grado de conflictividad, organización y concentración de violencia en una sociedad dada. En esta visión, la paz se concibe como la forma de resolver conflictos, mientras que la guerra se refiere a la presencia de un conflicto crónico no resuelto, que está organizado y unificado (Harto de Vera, 2016). Por lo tanto, la paz y la guerra no difieren por completo en sus objetivos, sino en los enfoques metodológicos utilizados para alcanzarlos. En este sentido, la complejidad de la guerra hace que no exista una línea clara que divida la paz de aquélla, ya que la distinción es difícil de establecer de manera definitiva.
En este marco, el concepto de poder adquiere relevancia, ya que está estrechamente relacionado con la política y permite comprender un continuo de estados en los que la división entre tiempos de paz y guerra no es clara, marcada más bien por una tensión constante entre ambas. Esto implica la interrelación de la política y la guerra como estrategias que involucran cuestiones de poder.
La definición de guerra incluye aspectos que van desde lo legal y formal hasta cuestiones sociopolíticas, que abarcan los conflictos entre grupos humanos que pueden recurrir a la violencia (Harto de Vera, 2016). Como se había comentado, dentro de estas clasificaciones se encuentra la “paz positiva”, que representa la ausencia de violencia directa, estructural o indirecta y se relaciona con la justicia social, la cooperación y los derechos humanos (Galtung, 2016). Este tipo de paz se asocia con valores como la libertad y la ausencia de conflictos.
La “paz positiva” implica la ausencia de violencia directa, personal y estructural, con un enfoque en la justicia social y la redistribución equitativa de recursos y poder (Galtung, 2016). Por otro lado, la “paz negativa” se entiende como la ausencia de guerra y de violencia directa, sin considerar la justicia social, centrándose en la eliminación de la violencia organizada y sostenida.
Sin embargo, aunque la paz negativa podría pensarse como del todo inadecuada, mientras que la positiva debería llevar a estados de paz perpetua, se reconoce que no es posible alcanzar una paz perfecta, es decir, libre de conflictos. En lugar de eso, se piensa en un concepto de “paz imperfecta”, que tiene en cuenta la paz negativa y destaca el papel de los conflictos como una forma de movilización social que puede tender hacia cierta estabilidad en el tiempo, aunque nunca será concluyente (Mouly, 2022). La “paz imperfecta” representa una comprensión de la paz como un proceso continuo y en constante evolución, que busca la resolución no violenta de conflictos y la satisfacción de las necesidades humanas (Harto de Vera, 2016).
Cultura de paz: paz positiva y educación inclusiva
El tema de la paz no es de preocupación reciente. Durante varias décadas, naciones, organismos, instituciones, y más han intentado colocar en la agenda de las políticas internacionales el imperativo y el derecho a vivir en un espacio libre de guerra y violencia. Una cultura de paz que permita la existencia, participación, convivencia de todas las personas, sin que la injusticia, la discriminación y la exclusión sean elementos que impidan el goce de una vida digna.
Sin duda, la experiencia bélica, a partir de la Segunda Guerra Mundial, pasando por otros conflictos que han impactado a nivel planetario, ha ayudado a la colocación de la paz como un propósito genérico y universal que debe buscarse por todos los gobiernos del mundo (Arango, 2007). Si bien en un primer momento la búsqueda de una paz planetaria puede iniciar con la ausencia de guerra, las reflexiones y avances teóricos sobre el tema han dado cuenta del alcance limitado de pensar que mínimos principios de justicia estarán presentes en espacios donde no se libra un conflicto bélico.
Así, en un inicio, pensar en el funcionamiento, mecanismos y lógicas desde los cuales funciona la violencia fueron algunos temas que llevaron a estudiosos e investigadores a pensar que un camino para construir una cultura de paz debía ser la comprensión de la propia cultura violenta y las formas en que se hace presente en los espacios sociales Fisas, 1998; (Galtung, 2016). No obstante, todavía quedaba la sospecha sobre la falta de una comprensión a profundidad del contenido de la paz, lo cual no se podía reducir a la reflexión sobre la violencia (Cornelio, 2019).
Lo anterior marcaba la necesidad de pensar en el conocimiento que debía estar presente cuando de paz se hablara. Para algunos, dichos elementos tenían que estar centrados en pensar en los principios de justicia social que debían ser priorizados, así como en los valores que tenían que estar articulados a los mismos, posibilitando la conducción de las personas desde una perspectiva de solidaridad y tolerancia (Fisas, 1998). Sin embargo, esta perspectiva adolece de una visión en la que las relaciones pudieran ser simétricas y, con ello, darse una convivencia respetuosa entre las personas. Así, la paz pasó a ser habitada por discursos de justicia basados en la equidad, la igualdad, el respeto, sobre todo, a los derechos humanos (Cornelio, 2019).
Por otra parte, no sólo estaba la preocupación por lo que la paz debía representar en materia de elementos constitutivos. En la discusión, la cuestión de cómo hacer que dicha cultura de paz pudiera llegar a todas las personas era otro de los puntos centrales. Para ello, una de las propuestas fue colocar a la educación como plataforma que articulara los discursos de paz y formulara una serie de principios formativos que atravesaran los currículos escolares (Mayor, 2003).
Es así como la cultura de paz tenía forzosamente que recuperarse a partir de una educación para la paz (Castañeda, 2022), una educación que se enfocara en los valores que podrían hacer de los espacios educativos, no sólo sitios libres de violencia, sino lugares donde se promoviera una cultura de paz que respondiera a una perspectiva de derechos humanos comprometida con la dignidad de las personas, la convivencia armónica y la resolución pacífica de los conflictos, en otras palabras, una paz positiva (Barragán et al., 2020; García, Alguacil y Boqué, 2019; Jiménez, 2020).
En este marco, la emergencia de una perspectiva de justicia que pueda establecerse en los planos social e institucional se ha vuelto un tema que han tocado no sólo las políticas sociales de los últimos años, sino las lógicas y fundamentos desde los cuales se pueden materializar en espacios educativos como las escuelas. Justicia social y educativa parecen hacer presencia no sólo como temáticas curriculares, sino como elementos transdisciplinarios y transversales que tendrían que sostener las relaciones entre profesores y estudiantes (Castañeda, 2022).
Por otra parte, una cultura y educación para la paz, a través de ciertos principios de justicia y desde una perspectiva de derechos humanos, tendría que hacer frente a las formas de injusticia que no permiten el reconocimiento, la igualdad y el goce de todos los derechos humanos a cierta parte de la población que está colocada en una zona de vulnerabilidad (Castel, 2000). En otras palabras, una cultura de paz tendría que, por principio, establecer una serie de acciones que llevaran a formar ciudadanía por la vía del acto educativo y hacer frente a las desigualdades sociales, las cuales representan, en muchos casos, estados de sufrimiento humano, violencia, segregación, etcétera, y, de esta forma, hacer frente a las formas y mecanismos que permiten una producción de vulnerabilidad social en las vidas de una parte de la población. Así, el principio de justicia tendría que responder, primero, a cómo se va a entender dicho acto. Aquí las discusiones no se han hecho esperar.
Por un lado, están las ideas en las que la justicia es un suceso de distribución donde prima la cuestión económica (Rawls, 2022), aunque no se circunscribe a ello. Por otro lado, también, es necesaria una justicia que reconozca las identidades y realidades de las personas (Fraser y Honneth, 2018). En otras palabras, que visibilice la posición que ciertos sujetos ocupan en el campo social.
Vulnerabilidad social y educativa: relaciones con principios de justicia social
En este marco, está el reto de entender cómo es que el fenómeno de la vulnerabilidad social es posible. Aquí las propuestas están divididas. Para algunos, la vulnerabilidad se da debido a las características de ciertas personas, lo cual los hace objeto de estigmatización y los coloca en desventaja (Lara, 2005). Para otros, más bien está en la ausencia de propuestas políticas que permitan la igualdad de oportunidades a través de dotar a las personas de recursos suficientes para que puedan salir del estado vulnerable (Ruiz, 2012). No obstante, hay quienes ven la cuestión desde una mirada dialéctica, es decir, en el encuentro de una identidad y un contexto que es adverso, donde la problemática no se ubica ni en el plano individual, ni en el contextual, sino en su articulación (González, 2009).
Una perspectiva que recupera cierta complejidad de un fenómeno puede ser más certera en la medida que no adolece de reduccionismos, basados en determinismos o esencialismos, como los que pueden ser visibles en la idea de que un conjunto de personas, en su esencia, portan las causas de la vulnerabilidad o que es un contexto adverso el que, al azar, gracias a la lotería de nacimiento, produce dicho fenómeno. Por ello se infiere una determinación social que hace que sea casi inevitable salir del problema, pues su nacimiento es destino. Todavía queda la duda sobre los elementos que intervienen en dicho proceso dialéctico. Sobre todo, en el resultado de la síntesis que hace que algo quede al margen, que sea excluido y sólo alguno de los aspectos salga vencedor en el encuentro.
En el caso de la vulnerabilidad, ¿cuál es el elemento del ejercicio dialéctico que sobresale y triunfa al final?, ¿acaso la salida de la zona de vulnerabilidad se va a dar por la conjunción de una serie de atributos que la educación pueda dotar y que la persona debe adquirir para que, por medio de una acción resiliente pueda tener un escape exitoso? ¿O, más bien, el peso debe recaer en las lógicas y sistemas de razón que hacen que ciertas subjetividades (Foucault, 1987), identidades y rasgos humanos sean mayormente valorados, lo cual deja en constante desventaja a algunas personas?
De cierta forma, una u otra opción no se estiman muy alejadas, incluso parecieran sólo un cambio a mero nivel sintáctico. Sin embargo, representan un problema importante que debe ser analizado, comprendido y recuperado. Pues la primera opción se basa en un ejercicio distributivo de bienes simbólicos (saberes, conocimientos, habilidades, actitudes) que deben ser internalizados por las personas para poder salir de la zona de vulnerabilidad, sin que esto implique un cambio que altere la estructura social.
La segunda, por el contrario, refiere a una mirada también dialéctica, pero en la que lo que no queda fuera es el contexto y las visiones que han facilitado la producción de vulnerabilidad sobre ciertas personas y colectivos con base en determinadas lógicas de dominación y poder (Foucault, 1979), que premian más que la transformación del status quo, la asimilación con ciertas subjetividades o identidades que se consideran deseables y normales. La cuestión está en pensar si es la posición la que debe moverse en el espacio social junto con las personas ubicadas en zonas de vulnerabilidad, o es la propia estructura la que debe igualar las posiciones, como un acto de justicia social (Dubet, 2010).
En este marco, sin duda, una propuesta de paz y una acción contra la presencia de vulnerabilidad social debe llevar aparejado un cambio en la posición social de las personas. Es decir, la transformación no se puede dar al margen de un ejercicio de reconocimiento de la valía de cualquier sujeto, sin importar capacidad, características personales, creencias, etcétera. En el caso de los grupos vulnerables, esto es todavía más urgente. En otras palabras, el objetivo está en recolocar la posición de las personas para que puedan tener una vida de acuerdo con su dignidad. Sin embargo, ¿qué implica pensar la posición de una persona colocada en una zona de vulnerabilidad?, y ¿cómo esto puede emplazarse en una educación para la paz al interior de los espacios educativos?
Si una forma de hacer operable una cultura de paz está en un tipo de educación que, además de brindar saberes y conocimientos, haga frente a la vulnerabilidad educativa que se hace presente en los espacios sociales marcados por la desigualdad social, ¿cómo deben ser las relaciones educativas que permitan la convivencia y participación democrática de la diversidad de estudiantes, sin importar condición social, capacidad, género, etcétera?
Para lo anterior, es necesario analizar la posición de los estudiantes que son considerados en situación de vulnerabilidad en las relaciones escolares. Y, sobre todo, cómo estas interacciones permiten la convivencia y la participación de una diversidad por la vía de un ejercicio de justicia educativa que reconoce la valía de la diferencia y la singularidad de cada estudiante, así como su inherente dignidad.
Para Bourdieu (2009), la posición social posibilita no sólo un determinado reconocimiento del sujeto frente a los demás; también permite los movimientos, alcances e incluso estatus que puedan tener. En este sentido, en la escuela, si bien la posición puede ser visible bajo algunas características que tienen que ver con el capital cultural y las condiciones geográficas donde se ubica la institución, la posición de la persona se juega desde otras matrices ontológicas, epistémicas y teóricas. Siendo un lugar donde se socializa y aprende conocimiento científico, las jerarquías no se establecen de forma idéntica que en lo social, aunque no se pueden negar ciertos correlatos. Las formas de organización escolar también están estructuradas en relación con las lógicas legítimas de conocimientos y las disposiciones ideales que hacen a cualquier persona internalizar los códigos culturales, establecer un habitus.
Si una de las propuestas para hacer frente a la vulnerabilidad está en la distribución de bienes simbólicos, ¿cómo se distribuye el conocimiento considerado verdadero a través de la conformación de un habitus escolar que responde a un ideal de sujeto moderno educado? ¿Qué pasa con la respuesta educativa escolar frente a la diversidad que ha sido catalogada como vulnerabilidad cuando dichos códigos se antojan arbitrarios culturales? ¿Cómo emplazar una educación para la paz que forme una cultura de paz cuando la diversidad y la diferencia está también atravesada con la desigualdad social y educativa? ¿Qué papel juega el conocimiento en este proceso? ¿Cuáles son las injusticias que se producen en el camino a la educación para la cultura de paz? Al parecer el problema es una cuestión de posición.
Si la finalidad está en poder modificar, ya sea por igualación de posiciones o por su movilización, la pregunta en este punto está en ¿qué elementos juegan, además de los mencionados, por las propuestas de justicia social y educativa, desde una perspectiva de paz, para dicho acto? ¿Qué papel representa lo epistémico, es decir, el conocimiento en el logro de los ideales de justicia social y educativa frente a las personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad social o educativa?
La justicia social y educativa: la paz positiva en los procesos de inclusión en la escuela
El tema de la paz positiva sin duda pasa por un tamiz de justicia que es necesario revisar. A grandes rasgos, toda acción o acto de justicia implica un ejercicio de distribución. Por un lado, algunas propuestas se han fijado en las condiciones materiales de existencia de los sujetos y en las desigualdades evidentes que posibilitan los propios sistemas económicos. Así, la justicia puede entenderse como un ejercicio de equidad (Rawls, 2022) en el que lo que debe primar es la reasignación de determinados bienes que se antojan mal distribuidos. En concreto esto puede aplicarse a lo económico, donde muchas personas poseen recursos limitados, lo cual no les permite el acceso a una vida digna. Por tanto, un acto de justicia debe facilitar ejercicios redistributivos en los que lo que ha sido asignado de forma injusta, pueda situarse en más manos y, con ello, beneficiar a un amplio grueso de la población.
Para otros autores, la distribución sólo es uno de los elementos que deben ser tomados en cuenta cuando se habla de justicia. Fraser y Honneth (2018) han propuesto una “perspectiva dualista” que toma en cuenta no sólo la dimensión de la distribución que se limita a las cuestiones materiales y económicas, además agrega una idea de reconocimiento como forma de justicia que no se circunscribe a un ejercicio material, sino a elementos de índole cultural que también deben ser valorados y apreciados.
Para Fraser y Honneth (2018) el reconocimiento no es una dimensión que deba ser separada de la distribución. Más bien, al atender las cuestiones de reconocimiento, las cuales implican las formas subjetivas de injusticia percibida por las personas, que se manifiestan en sufrimientos y experiencias de precariedad, la cuestión redistributiva estará también atendida, ya que su propuesta señala que no están tan alejadas una de otra. La distribución está implicada en una idea de justicia por reconocimiento que defiende la validez de los sujetos en el plano social, que acepta la riqueza de toda experiencia ontológica diversa.
Si bien los autores antes mencionados no están de acuerdo en todo, pues, aunque conciben la necesidad de una justicia social que sea sensible a los problemas políticos, normativos y vividos por los sujetos, no concuerdan en las formas y caminos para llegar a dicha representación de vivencia justa. Sin embargo, hay ciertos elementos que, aunque aparecen de forma reiterada en sus disertaciones, escasamente se han problematizado desde las mismas propuestas.
Con lo anterior se señalan las cuestiones de posición y estatus que juegan en el campo para el logro de ciertas formas de justicia social. Esto es visible en la propuesta de Francois Dubet, quien realiza una fuerte crítica a una idea de justicia basada en la igualdad de oportunidades. La cual, según el autor, se fundamenta en una mirada meritocrática en la que, si bien existen posibilidades de acceso a los recursos, la desigualdad permite que sólo algunos lleguen a los mismos, los cuales, por lo regular, son los que ya se encontraban con una mayor ventaja (Dubet, 2010).
La igualdad de oportunidades debería ser ocupada por una acción centrada en la igualdad de posiciones. Cambiar la posición e igualarla implica un acto de mayor justicia pues, por un lado, disminuye las brechas de desigualdad económica y, por otro, atiende también el reconocimiento de la diversidad de trabajos que no se distingan por la diferencia entre lo intelectual y lo manual.
Para el caso de Rawls (2022), la idea de posición refiere que parte del problema está también en los lugares simbólicos que ocupan los sujetos, lo cual permite que las injusticias puedan ser tanto vividas de forma más intensa, como reproducidas a partir de la construcción injusta de un ejercicio que no sea capaz de hacer una diferencia ahí donde determinada posición debe cambiar. Por eso refiere la idea de la posición original para dar cuenta del lugar del sujeto en la construcción de normas de justicia.
Por su parte, para Fraser y Honneth (2018), la dimensión de reconocimiento representa un problema de estatus, el cual define como la ausencia de cierto valor encarnado por determinados sujetos de acuerdo con su filiación cultural, creencias o características particulares. Aquí, la situación de la justicia es atender, en parte, el estatus que tienen los sujetos, intentando igualarlo a las subjetividades o identidades que lo poseen en un determinado espacio y tiempo. En este sentido, se puede observar que posición y estatus son elementos que permiten la comprensión de formas de justicia y propuestas de inclusión social y educativa por vía una paz positiva.
La paz: un problema de posición y de estatus de la diversidad en los procesos de inclusión
El tema de la posición y el estatus aparece de forma secundaria en las propuestas de justicia social, no así desde una mirada sociológica. La idea de posición social, si bien no es de uso exclusivo ni de la sociología, ni de un autor particular, puede identificarse a partir de los trabajos de Pierre Bourdieu y su propuesta de una sociología relacional. Para este autor, si bien las clasificaciones sociales y la estructura que damos a lo social, por vía de la designación de categorías, no es más que una construcción, pues no es posible observar en estado objetivo lo que a nivel simbólico se ha establecido bajo cierto orden, categorización y estructuración. La situación es que dichas disposiciones operan de tal suerte que podría parecer que tienen existencia en lo real (Bourdieu, 1998). En otras palabras, las clasificaciones y formas en que se estructura y da determinado orden a lo social no sólo personifican una abstracción que se queda lejos de lo que intenta representar. Implica una forma concreta en la que se puede acceder al espacio social, al mundo material.
En ese espacio estructurado, los sujetos poseen una determinada posición, la cual está establecida a partir de las características de esa realidad social. Si se imagina lo social como un espacio, es posible también pensar que los sujetos ocupan un lugar en éste. A grandes rasgos, esto es lo que se ha denominado posición social. Para Bourdieu (1998), dicha posición permite o posibilita no sólo determinada relación del sujeto frente a los demás, también los movimientos, alcances e incluso el estatus que pueden tener.
Si el diseño de reglas de justicia, según Rawls (2022), debe basarse en la ignorancia de la posición, ya que, sin duda, ésta juega en las lógicas y sistemas de razón desde las cuales es posible el establecimiento de normas básicas que puedan caracterizarse como justas y que permitan el acceso a la igualdad, pensar la posición social es central para constituir el mapa de la injusticia.
La posición en el trabajo de Dubet (2010) también tiene lugar en la discusión, pues si bien no está de acuerdo en las formas de materializar la justicia con John Rawls, reafirma que el problema también es de posición y, por ende, de estatus, pues la desigualdad de las posiciones plantea retos y tensiones entre inferioridad y superioridad. Por tanto, la igualación de las posiciones no implica el cambio de posición de los sujetos en una estructura que ya ha jerarquizado lo valioso, deseable e importante de lo que posiblemente lo es menos. Más bien, invita a la reestructuración del todo que permita una reordenación en la jerarquización que dé como resultado la reducción de las distancias sociales, junto con sus valoraciones.
En este marco, la idea es muy cercana a la de Nancy Fraser, la cual aborda el problema de justicia como una cuestión necesaria de cambio de estatus por la vía de un ejercicio que no sólo sea afirmativo, es decir, que no deje intacta las estructuras básicas sociales que permiten el aumento de la desigualdad; más bien, la transformación de dichas estructuras para que, por vía de reconocimiento y un ejercicio distributivo, se logre la tan anhelada justicia social. A grandes rasgos, la cuestión radica en el cambio de la posición y el estatus que en un ejercicio de justicia sea posible de producir.
Es aquí donde Broncano (2020) puede aportar más allá de la idea de posición social, que, si bien implica cuestiones que tienen que ver con construcciones y disposiciones culturales y de atributos de los sujetos, no logra captar tampoco su parte epistémica. Por ejemplo, queda claro que, por diversas vías y bajo diferentes fundamentos morales y políticos, las propuestas de justicia toman en cuenta la posición y el estatus y, sobre todo, la capacidad de movilización de éstos como forma de cumplir mínimos elementos de justicia. Así, ya sea por la distribución o el reconocimiento, lo que se busca es la movilización de la posición y del estatus del sujeto.
En este marco, habría que pensar en el papel que ha jugado el conocimiento sobre las relaciones y la vida de determinados sujetos. Lo anterior ha pasado con el abordaje de los procesos de inclusión en la escuela. La mirada que ha sido hegemónica para conducir dichos procesos puede reconocerse como mayoritariamente biomédica (Brogna, 2021), pues coloca bajo el foco a las personas como si fueran meros organismos y no desde marcos más amplios y comprensivos que permitan captarlos en su complejidad (Boggino, 2011).
Se trata de problemas que deberían implicar una mirada profunda sobre las posibilidades de una diversidad que desborde la estructura de conocimiento y política que ha sido demarcada a partir de la pretensión de universalidad. Estas cuestiones, por lo regular, son resueltas mediante explicaciones que muchas veces reducen ontológicamente a las personas, ya sea a su síndrome, a su déficit o a cualquier otro rasgo.
En específico en la escuela, los ideales de un sujeto educado que esté regido por el logro y el éxito educativo a partir de la presencia de capacidades que puedan movilizarse y responder a las demandas del contexto, ha posibilitado la fijación profesional en una cualidad y característica de los sujetos, olvidando la totalidad y complejidad que los envuelve (identidad diagnóstica). En otras palabras, el problema radica en cierta división del todo de la persona y en la reducción a un problema específico que se olvida que siempre está situado y que implica una relación con un contexto. Por ejemplo, en México, aunque ya se ha intentado cambiar la idea de que los estudiantes no aprenden porque tienen una discapacidad asociada a una necesidad educativa especial, todavía es una constante en los trabajos que se emplazan bajo el objetivo de propiciar ciertas prácticas de inclusión educativa (Cruz e Iturbide, 2019).
El problema, por un lado, es que ciertas categorías que son emplazadas para fines científicos con la finalidad de comprender la situación, sin un uso reflexivo y desde una mirada compleja, pueden terminar instituyendo reducciones ontológicas, lo que muchas veces lleva a reducciones de índole pedagógica, pues el cuerpo y los sentidos del sujeto, de la persona, se restringen a una mirada a su organicidad y, por ende, a los fallos, retrasos, imperfecciones que su cuerpo-mente presenta a la hora de hacer el ejercicio de aprendizaje.
Lo anterior es visible en la propia Declaración de Salamanca (UNESCO, 1994), donde aparece el término necesidad educativa especial, el cual se asocia con las capacidades y los problemas de aprendizaje. De esta forma, el concepto señalado en un documento de política, también tiene un uso científico que permite una doble legitimación, por un lado, a partir de una serie de leyes y ordenamientos que responden supuestamente a las necesidades y demandas de un determinado contexto frente a un problema específico. El saber producido por medio del ejercicio clasificatorio posibilita pensar en su estatus de verdadero, debido a la coherencia que es visible en sus líneas y enunciados. Por otro, está el uso que se da a las categorías en la producción científica, en los emplazamientos investigativos, colocando de nuevo en una posición hegemónica determinados conocimientos, los cuales se llevan a cabo al interior de las instituciones educativas mediante las prácticas que realizan los profesores, afirmando la cualidad de carencia de la diversidad, es decir, su negatividad, a partir de la asignación de una etiqueta que restringe la integralidad de la persona a su dificultad, síndrome o discapacidad.
El resultado de este tipo de prácticas facilita ciertos reduccionismos y sesgos y, con ello, la producción de ignorancia sobre las personas. Dicha producción de ignorancia (Broncano, 2020) no es sólo un ejercicio que permite señalar a los que saben de los que no, es decir, colocar en una posición epistémica inferior a determinados sujetos debido a la sospecha sobre su estatus. También está en la existencia de cierto conocimiento que, sin quererlo, coloca el saber de ciertas subjetividades bajo una sola cara, invisibilizando todas las partes que constituyen su totalidad.
En el plano de los procesos de inclusión de estudiantes considerados en situación de vulnerabilidad, esto puede ser visible con la reducción ontológica del mismo a un organismo (Laing, 1975; Boggino, 2011), donde sólo cabe la lógica del error, la ausencia y falta, negando que hay otros canales desde los cuales se pueden establecer relaciones que posibiliten el reconocimiento de la persona como sujeto de conocimiento, con una identidad epistémica que le permita relacionarse con legitimidad.
Lo anterior facilita no sólo una posición epistémica determinada por la vía de la producción de ignorancia; también permite la colocación de cierto estatus a determinados sujetos y colectivos, rasgo que juega de forma central en lo que puede o no realizarse en el espacio social. De cierta forma, el estatus no sólo implica una jerarquización que puede explicarse como inferioridad, además plantea una incertidumbre ontológica al sujeto, lo cual resta posibilidad de maniobra en el plano social. Este estatus, desde esta cualidad, puede denominarse ontopolítico, pues es el que permite la participación determinada en un campo o espacio social. Por ejemplo, las personas con discapacidad o de origen indígena, gracias a categorías como vulnerabilidad, necesidades educativas especiales, problemas de aprendizaje y otras formas de patologización, son colocadas en una posición epistémica que da cuenta de la negatividad de la identidad, lo cual facilita la colocación en un plano de inferioridad en el estatus ontopolítico. Pues gracias a la producción de ignorancia por la vía de la reducción ontológica y la posición epistémica negativa, queda el estatus de inferior al sujeto, un lugar que no permite el establecimiento desde lógicas igualitarias y mucho menos un ejercicio de reconocimiento y, por tanto, de justicia social basada en una cultura de paz, en específico, bajo una perspectiva de paz positiva.
Conclusiones
Política y conocimiento no sólo representan dos espacios separados como entidades discretas que deben ser atendidos y comprendidos cada cual a partir de las lógicas y principios que las explican, sino como parte de un problema que se intersecta de forma importante, y cuya separación arbitraria representa límites a la propia producción de lo social. Sin embargo, vistos de forma separada, en su materialización y puesta en acto, la política que pretende la afirmación de una vida digna por la vía de un ejercicio educativo que produzca determinada subjetividad se antoja contradictoria, cuando se pasa por una idea de inclusión y educación para la paz que, aunque es pertinente desde un plano político, no lo es desde una cuestión epistémica en la que, la garantía del pacto social por la vía de la producción de subjetividad y de conocimiento, se ve cuestionada a partir de la ampliación de los beneficios, donde la diversidad implica también pluralidad y, por ende, diferencia en el plano político y epistémico sobre lo que puede significar una vida buena.
Esta tensión es la que enfrenta de forma continua el encargado de llevar a cabo los procesos de inclusión en educación desde una perspectiva de paz positiva. Por un lado, el imperativo de la seguridad que puede dar el hecho de que en los espacios institucionalizados se forme el ciudadano del mañana y, por otro, el contenido de esa formación, que no sólo implica la posesión objetual de un corpus de saberes, sino las disposiciones para aplicarlo, aprehenderlo y practicarlo (acto político). Lo anterior frente a un sujeto que, en muchos casos, no se asemeja ontológicamente a los planos ideales impuestos tanto en las propias políticas como en las propuestas curriculares, lo que lleva a sospechar la existencia de ciertas contradicciones que permiten al final la producción de exclusiones legítimas y justas.
En palabras de Broncano (2020), el problema, entonces, podría identificarse como una cuestión de epistemología política, ya que el conocimiento y la política deben permitir la construcción de determinados posicionamientos y reconocimientos que posibiliten la existencia de la diferencia y la diversidad, sin que algunas vidas puedan ver mermada su identidad por la propia acción escolar y curricular que dicta formas de ser, pensar y existir deseables en relación con un contexto que valora el logro por medio de la capacidad individual. En específico, para lograr una cultura de paz, a través de una educación inclusiva es necesario el cambio epistémico que coloca, de entrada, a ciertos sujetos como carentes, negando la participación dialógica que puede dar contenido a los discursos de justicia social y educativa que una paz positiva debe procurar frente a ideas como la vulnerabilidad y la diversidad.
En concreto, es importante realizar un ejercicio dialéctico en el que la vulnerabilidad no se encuentre del lado del sujeto o sólo de la parte del contexto, sino que haga visible su articulación. Este encuentro no está libre de relaciones de dominación y poder; por tanto, es necesario revisarlo, sobre todo en su parte epistémica, pues es ésta la que da cuenta de la posición de los sujetos y, con ello, del estatus ontopolítico que puede permitirles ser considerados sujetos de conocimiento, capaces de autonomía.
En el caso de la idea de diversidad, en específico de las personas con discapacidad, la educación para la paz va ser posible mediante un ejercicio transformativo de inclusión que deslice las posiciones que los perciben como meros organismos, reducidos a sus síndromes, trastornos y déficits y que, al hacerlo, niegan su posibilidad de agencia y autonomía.