En el curso de la última década, el lenguaje de la igualdad de género se integró con firmeza en documentos nacionales e internacionales. ONU Mujeres se fundó en 2010 como la organización de Naciones Unidas “dedicada a la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres”. En su sitio web, lo anterior se describe como la creación de “un ambiente en el cual cada mujer y cada niña puede ejercer sus derechos humanos y alcanzar su potencial pleno”.1 El Consejo de Europa, un organismo internacional fundado en 1949, clave para los derechos humanos, y que al principio ni siquiera incluyó el género entre los motivos prohibidos de la discriminación,2 ahora describe el logro de la igualdad de género como un objetivo central en su misión. Los objetivos de su Estrategia de Igualdad de Género aspiran a “una igual visibilidad, empoderamiento, responsabilidad y participación de ambos sexos en todas las esferas de la vida pública y privada. También significa igualdad en el acceso a y la distribución de los recursos entre mujeres y hombres”.3 En América Latina existe el Observatorio de Igualdad de Género, instalado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), que monitorea el progreso de la igualdad de género en los estados miembros. La Comisión define la igualdad de género como “igualdad en el ejercicio del poder, la toma de decisiones, en mecanismos de participación y representación social y política, en diversos tipos de relaciones familiares, y en las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales”.4 Podría continuar, pero cualquiera de nosotras puede cotejar declaraciones similares de ambas fuentes, nacionales e internacionales, que demuestran la importancia crucial (por lo menos en el papel) que se otorga ahora a la igualdad de género. La mayoría de estas afirmaciones sobre los objetivos de los organismos son recientes, pero la impresión que dan es que ninguna organización gubernamental que se respete puede permitirse ahora ignorar la igualdad de género.
Al mismo tiempo, somos con frecuencia testigos de fuertes ataques contra el mero lenguaje de género. En Hungría, el Departamento de Estudios de Género de la Universidad Centroeuropea cerró recientemente en medio de graves ataques gubernamentales contra la universidad misma; en agosto de este año, el gobierno húngaro anunció sus planes de aprobar legislaciones que prohíban -¡prohíban!- los cursos de estudios de género en cualquiera de las otras universidades. Se considera que inclusive el uso del término desestabiliza el orden natural en el cual las mujeres son mujeres y los hombres son hombres, y socava la santidad de la familia. Y este no es un fenómeno aislado. Tanto la iglesia católica como muchas de las iglesias evangélicas han tenido en la mira el lenguaje de género durante años. Antes de ser elegido papa, por ejemplo, el cardenal Ratzinger describió el concepto de género como “una insurrección contra los límites que el hombre trae consigo como ser biológico” y durante los primeros años de la década de 2000, el Vaticano produjo numerosas críticas teológicas al género. En Brasil en 2015, ocho asambleas a nivel estatal votaron por la supresión del lenguaje de género en las normas de sus políticas educativas; también en Brasil, Judith Butler se enfrentó a una airada manifestación durante una conferencia de la que fue coorganizadora y en la cual su efigie -donde se la representaba como una bruja- fue quemada.5 La normalización del lenguaje de la igualdad de género en tantas organizaciones gubernamentales viene acompañada por fuertes contramovimientos que rechazan justamente dicho lenguaje de género.
Podríamos verlo solo como el patrón común: la igualdad de género se populariza y se produce entonces una reacción en contra. Pero en este caso, la popularización y la reacción no se corresponden con claridad; porque una de las cosas que más me llama la atención sobre este momento es lo poco que las teóricas de género atacadas por esta reacción emplean el lenguaje de la igualdad de género. Las palabras clave que aparecen con mayor frecuencia en libros y artículos sobre género son términos como agencia, subjetividad, afecto, mientras que igualdad languidece como un término mucho menos interesante. Solía pensar que era porque no había mucho más que decir acerca de la igualdad de género: básicamente, sabemos que la queremos; sabemos que no la tenemos; y aun cuando claramente hacemos frente a batallas mayores en nuestros intentos por alcanzarla, no parece haber muchos retos conceptuales interesantes para elaborar de qué se trata. Ahora pienso que es un error y que la relativa falta de compromiso con la igualdad de género en la teoría de género contemporánea nos habla de inquietudes más profundas. Quisiera mencionar hoy algunas de ellas: algunas de las razones por las cuales las feministas (y también tantas otras personas de la izquierda progresista) parecieran haberse retirado del lenguaje de la igualdad. Como quedará claro, reconozco y comparto muchas de las inquietudes que se ubican tras esta retirada. Pero para nada comparto la visión de que ya no debemos hablar de igualdad de género. Necesitamos entender la igualdad como un ideal transformador, no aritmético, pero del que no podemos prescindir. A continuación, recojo tres aspectos de este alejarse de la igualdad.
1. Críticas poscoloniales a la igualdad
El primero se asocia con las críticas poscoloniales o decoloniales. Pienso aquí en pensadores como Frantz Fanon, Sylvia Wynter, Walter Mignolo o Arturo Escobar que han destacado la violencia infligida contra las personas a quienes se colonizó o esclavizó en el mismo periodo en el que se articuló lo que pensamos como la concepción moderna de la igualdad (véase Fanon, 1967; Mignolo y Escobar, 2009; Wynter, 2000, 2003). En Los condenados de la tierra, por ejemplo, Fanon denuncia al humanismo que pretendía creer en los derechos inalienables del hombre y sin embargo practicaba una deshumanización brutal en sus sujetos coloniales. Escribe: “esta Europa que no termina de hablar del Hombre, mientras asesina hombres en donde los encuentre, en la esquina de cada una de sus propias calles, en todas las esquinas del mundo” (Fanon, 1967, p. 251). Lo anterior se convierte en un punto clave en la teoría poscolonial: un noble discurso altruista acerca de la igualdad, la humanidad y los Derechos del Hombre coincide con la violenta deshumanización de la mayoría de los habitantes del mundo.
Podemos, por supuesto, contarnos una historia relativamente benigna acerca de esta conjunción. Podemos decir que cuando la gente empezó a articular nociones de igualdad que rompieron con las jerarquías naturales o creadas por Dios -digamos, aproximadamente a partir del siglo XVI-, no tenía todavía la imaginación para ver que si todos los hombres son iguales en su estado natural (uno de los tropos que surge hoy en día), eso podía significar que todas las mujeres también lo son; y que dadas las suposiciones de la época, no había capacidad para concebir que, en un momento dado, eso podría significar todos los hombres y todas las mujeres sin importar la biología, la fisionomía, las creencias, las prácticas culturales, el continente, y así sucesivamente. En esta historia más complaciente, era del todo comprensible que la igualdad comenzara de una manera limitada, pero la lógica de las ideas articuladas después presionaría más allá de estos límites para finalmente entregar derechos a todas las personas. Esta no es, en opinión de la mayor parte de los teóricos poscoloniales -ni en la mía- una explicación convincente.6
Un obstáculo es que si las ideas más recientes sobre la igualdad para todos ya estaban de manera lógica implícitas en las formulaciones tempranas, tomó mucho tiempo para que esa lógica se afirmara. Y un escollo todavía más importante es que muchas personas tenían esa concepción: de hecho, tan pronto como la gente comenzó a hablar acerca de la igualdad de los hombres en su estado natural, se argumentó -en ocasiones como la razón para rechazar el argumento subversivo- que una vez que te deslizas en esa dirección, vas a tener que aceptar que las mujeres también son iguales. Más tarde, cuando la Revolución francesa declaró los Derechos del Hombre, la tinta de su Declaración todavía estaba fresca cuando personas como Olympe de Gouges, el Marqués de Condorcet y Mary Wollstonecraft reclamaron los mismos derechos para las mujeres. Y solo dos años después de la Declaración, los esclavos en Santo Domingo -ahora Haití-tomaron estas proclamas como incompatibles con la esclavitud y se embarcaron en la primera revolución de esclavos a gran escala. Los negados y excluidos fueron, cierto, rápidos para descubrir que el lenguaje de la igualdad podía aplicarse a ellos. Pero debieron pasar muchos siglos para que la fuerza de un argumento semejante fuera aceptada por quienes detentaban el poder.
Quienes escriben en un modo poscolonial o decolonial no están muy impresionados por la historia feliz. Por lo general, argumentan que la violencia y la desigualdad forman parte integral de la comprensión emergente de la igualdad y no son un acompañamiento accidental. Considérese, por ejemplo, la manera en que las nociones de lo humano se redefinieron y reinterpretaron durante este periodo. Sylvia Wynter, escritora y teórica cultural jamaiquina, ofrece una muestra irrefutable en sus análisis de los enfrentamientos entre los conquistadores españoles y las comunidades caribeñas e indígenas de El Caribe y el continente americano en el siglo XVI, y las justificaciones que los españoles se dieron a sí mismos para la destrucción y esclavización de los indígenas (véase McKittrick, 2015). Escribe acerca de la famosa “disputa” de 1556, entre Bartolomé de Las Casas, el sacerdote dominico español que llegó para dedicarse a la defensa de las comunidades indígenas, y Ginés de Sepúlveda, quien defendía los derechos de los colonos a someter a los indígenas a las brutalidades y el trabajo forzado del sistema de encomiendas (véase Wynter, 2003). Wynter argumenta que Las Casas estaba todavía pensando desde una ética cristiana universalista, en la cual la distinción clave entre humanos era el grado en el que se aproximaban a un estado de perfección espiritual. Desde esta perspectiva, no vio ninguna diferencia intrínseca entre los españoles y los indígenas habitantes de América; es más, considerando las brutalidades de los invasores, encontró buenas razones para creer que los habitantes indígenas habían llegado a un estado espiritual más alto. También señaló que no había justificación para tratarlos como negadores de Cristo antes de que se les diera siquiera la oportunidad de acoger al cristianismo.
Este fue uno de los momentos más extraños en estos encuentros. Hubo un breve periodo en que a los colonos españoles se les exigió -por decreto llegado de España- que justificaran la esclavitud de los indígenas demostrando que habían rechazado la palabra de Cristo. Entonces, cualquier episodio de caza de esclavos o de apropiación de tierras tenía que ser precedido por la lectura, por parte de un notario, de todo un incomprensible documento teológico en latín a aquellos a punto de ser esclavizados. Cuando la gente local no lograba responder con un ruego para convertirse al cristianismo, cualquier brutalidad subsecuente se consideraba justificada (Wynter, 2003, p. 294). Este método -aunque enteramente deshonesto- todavía funcionaba según el modo religioso temprano. Las justificaciones pronto se mudaron de la buena disposición u otras maneras de adoptar el cristianismo, hacia afirmaciones acerca de si la gente era o no humana. Sepúlveda, famosamente, describió a los pueblos americanos como homunculi; al comparar sus capacidades para razonar con las de los españoles, consideró que eran “changos en relación con los hombres”. Para Wynter, este es un momento clave en la articulación de la concepción moderna de lo humano, que no era, en ese momento, una noción en particular incluyente ni igualitaria, sino que estaba marcada desde sus comienzos por la jerarquía, el racismo y la brutalidad. La clasificación de los humanos con referencia a su capacidad percibida de razonar puso en marcha las convenientes justificaciones que se invocaron más tarde durante la trata de esclavos y la colonización de India y África. Para la nueva norma humana, los europeos blancos estaban -en términos de Wynter- “sobrerrepresentados” y esta sobrerrepresentación continúa legitimando las instituciones y los discursos racistas incluso en nuestros tiempos.7
Este completo recuento de la historia de la igualdad ha ofrecido muchas pautas para la reflexión, aunque es notable que Wynter, Fanon y demás no hayan dicho que ahora debamos abandonar estas ideas profundamente contaminadas sobre lo humano, la humanidad, la igualdad, por ser aliadas imposibles en la búsqueda de la emancipación. (Algunos quizá lo piensan, pero no Wynter ni Fanon). Se trata, más bien, de que una vez que reconozcamos las desigualdades y exclusiones contenidas en la idea misma de igualdad humana, abandonemos la falsa ilusión de que la igualdad es simplemente un asunto de extender los alcances, de incluir a más y más personas bajo el estandarte de lo humano, de incluirnos sin importar nuestra raza, género, religión, sexualidad, etcétera. En este debate necesitamos transformar de manera radical la comprensión de lo humano. Necesitamos, en particular, romper con cualquier vestigio de biologismo, incluyendo el biologismo implicado en los grados de racionalidad. De acuerdo con la versión de Wynter, debemos llegar a ver a la humanidad como “una especie híbrida, autoinstituida-lingüística-narradora de historias” (Wynter y McKittrick, 2015, p. 25).
No me convence totalmente la alternativa de Wynter; tiendo a la visión de que deberíamos rechazar inclusive las definiciones mejoradas y abiertas de lo humano como irrelevantes para las demandas de igualdad, y así lo he argumentado en el libro The Politics of the Human (Phillips, 2015b).8 Pero comparto sin duda el análisis de las jerarquías y exclusiones construidas en los cimientos de esos ideales aparentemente inclusivos e igualitarios. También creo que esto implica no el abandono de dichos ideales, sino su transformación. Y de hecho, uno de los puntos ampliamente compartido por feministas, antirracistas y teóricos del multiculturalismo es que la mejor manera de entender la búsqueda de la igualdad no es extender el alcance de lo humano para incluir a más y más de los previamente excluidos dentro de su jurisdicción, lo que podría describirse como la estrategia “yo también soy humana, igual que tú”. Aun cuando esta formulación puede, en ciertos contextos, ser muy efectiva, la “sobrerrepresentación” original de clases particulares de humanos permanece intocable. Podemos, y lo hacemos con frecuencia, emplear el lenguaje de “yo también soy humana” como una manera de exponer la inconsistencia e hipocresía. Pero es un error representar las exclusiones como un simple fracaso de la imaginación. Hay aquí un problema más profundo que se confronta con estrategias simples de inclusión. No convierte, sin embargo, el lenguaje de la igualdad humana -o, por extensión, el de la igualdad de género- en algo sin sentido.
2. La igualdad percibida como culturalmente situada
Hay una segunda línea de distanciamiento de la igualdad que también surge en relación con las jerarquías globales de poder, pero que se enfoca más en la sustancia de lo que queremos decir por igualdad. Se ha convertido en una cuestión cada vez más problemática para la teoría de género; se escribe mucho hoy en día sobre las dificultades asociadas con la articulación de ideas universales de igualdad y libertad sin, en el proceso, imprimir nuestras propias experiencias y marcos de referencia locales. Si creemos que el conocimiento en algún sentido está situado -y la mayoría de las feministas se inclinan por alguna versión de este punto de vista-, entonces no podemos sino reconocer que es probable que nuestras propias ideas sobre lo que constituye la igualdad reflejen lo que hemos experimentado, leído y aprendido de la gente a nuestro alrededor, más que alguna clara verdad universal. Digo que “no podemos”, pero, por supuesto, con mucha frecuencia no reconocemos que no es fácil (y dados los riesgos de parálisis política, quizá no siempre es deseable) sostener una actitud de duda continua hacia nuestras creencias más entrañables. Sin embargo, si no reconocemos las maneras en que nuestro contexto nos activa y limita a la vez, podemos dejarnos atrapar por la ilusión de superioridad ante aquellas personas que no cumplen con lo que consideramos la manera correcta de vivir la igualdad de género. La igualdad entonces se convierte en una manera de diferenciarnos de quienes parecen carecer de ella: podemos desdeñar, por ejemplo, a aquellas mujeres que están preocupadas de manera obsesiva por su belleza física; podemos compadecer, desde el otro lado, a aquellas que se sienten obligadas a ocultar su cuerpo de las miradas masculinas en obediencia a prescripciones religiosas; podemos congratularnos de nuestra superioridad respecto de las que se someten de múltiples maneras a las expectativas patriarcales. No es una buena posición a ser ocupada por una feminista y, sin embargo, algunas veces el lenguaje de la igualdad de género ha permitido precisamente ese sentido de superioridad.
Serene Khader ha lidiado con estas cuestiones por algún tiempo: reconoce los peligros de imponer una concepción única de la igualdad de género, pero también es muy consciente de que las preocupaciones acerca del imperialismo cultural pueden conducir a una suerte de parálisis normativa en la que nos sentimos imposibilitadas para comentar la opresión de otras mujeres. Aquí estoy internándome en un libro todavía no publicado (deberá estar en las librerías en enero) titulado Decolonizing Universalism. A Trasnational Global Ethic. Aquí, Khader argumenta que la norma unificadora del feminismo es -y debería ser- el objetivo de terminar con la opresión sexista, que ella define como “la desventaja sistemática que se genera en una persona en virtud de su pertenencia, o percepción de pertenencia, a un género, o como resultado de un sistema de género” (Khader, 2018; p. 51 del manuscrito). Pero en su discusión, juzgar algo como opresivo no depende necesariamente de la aplicación de una noción preconcebida de lo que es ser igual. Algunas feministas piensan que reivindicar tus derechos como ser independiente es un componente necesario de la igualdad de género, aunque a la luz de muchas críticas a la idea de autonomía como autosuficiencia, ese enfoque en la igualdad como independencia no parece muy certero. Se ha argumentado también que la igualdad significa la eliminación del género per se; como alguna vez lo expuso Susan Moller Okin: “un futuro justo sería uno sin género. En sus estructuras sociales y en sus prácticas, el sexo de cada quien no tendría más relevancia que el color de sus ojos o la longitud de sus dedos” (Okin, 1989, p. 71). Otras pensadoras consideran que la adhesión a la tradición está en conflicto -necesariamente- con la libertad de las mujeres, y ven el rechazo a los dictados tradicionales como el primer paso decisivo hacia la igualdad de género. Serene Khader tiene problemas con todo lo anterior y subraya su tendencia a reforzar o instalar una jerarquía global, una jerarquía de aquellas que piensan que saben más y viven mejor.
Este aspecto de su argumento es, en mi opinión, relativamente no controversial; sabemos que el respaldo feminista a visiones demasiado específicas de una vida mejor se han involucrado algunas veces con estructuras neocoloniales de poder, y argumenta de manera convincente que, cuando las condiciones son opresivas, pedirle a las mujeres que afirmen su independencia o rechacen el apoyo de sus estructuras de parentesco puede tener consecuencias devastadoras para su bienestar. Hay costos de transición, es un hecho, en moverse desde un conjunto de circunstancias opresivas hacia otro que puede, o no, ser una mejoría; simplemente decirle a las mujeres que estarán mejor cuando desechen los roles tradicionales, no siempre ayuda. Sin embargo, se pueden aceptar estos puntos acerca de la sensibilidad ante cada contexto (de nuevo, pienso que casi todas las teóricas de género de hoy los aceptarían) sin cambiar de manera fundamental el propio punto de vista acerca de lo que, a largo plazo, cuenta como igualdad de género. La pregunta más difícil es si tiene sentido pensar que podemos identificar la opresión o la desigualdad sin recurrir a una noción previa de lo que significa ser libre e igual.
Muchos filósofos dudarían de la coherencia de separar de esta manera lo crítico de lo positivo. Dirían, por el contrario, que la primera tarea del teórico es identificar lo que constituye la justicia y la igualdad, y solo entonces usarlo para identificar casos de injusticia y desigualdad. Para ponerlo en el lenguaje que se convirtió en dominante en la teoría política angloestadounidense después de la publicación del libro de John Rawls, Teoría de la justicia, creen que primero debemos entender la teoría ideal y solo después considerar qué hacer en el mundo no ideal. Khader cuestiona esta reflexión y creo que tiene razón. No estoy segura de que necesitemos saber a qué se parece una sociedad justa para ser capaces de ver que nos enfrentamos a una sociedad injusta, o que necesitemos saber cómo se ve un estado de perfecta igualdad de género para lograr identificar condiciones de desigualdad. En lo personal, tiendo a pensar que cualquier división del trabajo basada en el género es incompatible con la igualdad de género, pero estoy dispuesta a reconocerlo como una preferencia o una especulación. No necesito establecerlo como la única manera de pensar la igualdad de género para ser capaz de identificar circunstancias en las que las mujeres están oprimidas, en desventaja o desigualdad. Cuando hablamos de “igualdad de género” nos arriesgamos a dar la impresión de que ya sabemos cómo luce dicha condición; y quizá deberíamos ser más reservadas en el uso que le damos, y, en su lugar, hablar más de desigualdad. El punto crucial es rechazar la desigualdad, no que lleguemos todas a un acuerdo sobre cómo se ve la igualdad.
3. La igualdad percibida como algo que implica grupos fijos
Hay una tercera y más antigua preocupación acerca de la igualdad, extensamente abordada en la bibliografía feminista, según la cual, el lenguaje de la igualdad sugiere que las mujeres se están igualando con los hombres, de una manera que, equivocadamente equipara igualdad con mismidad, y coloca en gran medida a los hombres como el estándar al que aspiramos. En El feminismo y el abismo de la libertad, por ejemplo, Linda Zerilli argumenta que las feministas deberían desplazar su atención desde los temas de identidad e igualdad hacia la acción y la libertad. Entre las razones que respaldan esta afirmación está que: “el principio político de la igualdad ha tendido a nivelar todas las diferencias sociales y sexuales y a forzar una asimilación de las mujeres a un estándar masculino disfrazado de neutral y universal” (Zerilli, 2005, p. 11). Sí, cierto, pero este es un argumento que hemos sostenido por muchos años. Imagino que todas las teóricas de género de hoy estarían de acuerdo en repudiar lo que la feminista británica Eleanor Rathbone describió hace casi un siglo como el feminismo del “yo también”, que simplemente reivindica para las mujeres una repartición igual de los derechos y recursos, cualesquiera que estos sean, que los hombres hayan obtenido previamente para ellos.9 Esta concepción de la igualdad de género claramente no aborda la serie de asuntos importantes que a los hombres no les interesó tocar, incluyendo nuevas maneras de organizar las labores de cuidado que son tan centrales en la experiencia de las mujeres y a las que gobiernos de prácticamente todos los tintes políticos han prestado muy poca o nula atención.
También permanece sin abordarse la concepción misma de género, porque parece darse por hecho que existen dos grupos preconstituidos (“el sexo femenino” y el “sexo masculino” o el “género femenino” y el “género masculino”) cuya posición relativa necesita ahora ser igualada. No obstante, si pensamos de esta manera en la igualdad de género, perdemos el aspecto clave con el que estamos cuestionando al orden de género: un sinfín de intentos para acorralarnos en dos grupos distintos, “hacernos” ya sea macho o hembra, masculino o femenina, y definirnos mediante prácticas de género. El problema aquí no es solo que un lenguaje de igualación de los sexos hace más difícil dirigirse a quienes son transgénero o se autodefinen como de género fluido, aun cuando claramente esto es cierto. La cuestión es más amplia y toca la necesidad de todas las personas de ir más allá de las categorizaciones.
Con respecto a la igualdad racial, hoy en día se acepta de manera generalizada que la categoría de raza es en sí misma un producto racista, que adjudica -como lo hace- algunas capacidades psicológicas, intelectuales y emocionales al color de la piel o la fisonomía.10 Si aceptamos esta crítica, no podemos entonces pensar la igualdad racial como la búsqueda de igualdad entre la “raza A” y la “raza B”, porque enmarcarlo de esta manera sería aceptar sin reparos que existen, de cierto, razas distintas. Hay, sin duda, un poco más de base biológica para la distinción entre hembra y macho, pero la mayor parte del argumento anterior se aplica a la igualdad de género. No podemos pensar en la igualdad entre el “género A” y el “género B”, porque enmarcarlo así es aceptar -en demasía- la realidad de las distinciones de género.
Este es un recordatorio de crucial importancia, aunque de nuevo, no significa que se deje de lado el lenguaje de la igualdad, sino que es necesario ser cuidadosas con la manera en que lo usamos. La propia Zerilli no dice que debamos dejar de hablar de igualdad, pero sí argumenta que deberíamos desplazar el enfoque de la igualdad hacia el de la libertad, y al hacerlo, toma su inspiración de la concepción de Hannah Arendt del ámbito político como la arena en la que practicamos la libertad y creamos de nuevo al mundo. Para mí, esta es más bien una manera extravagante de entender lo político -no fácilmente reconocible en las prácticas actuales de la política- y es además perturbadora en el sentido de que amenaza con minimizar la importancia del ámbito social. Arendt tuvo fama de desconfiar de la preocupación del siglo XX por la pobreza, los bajos ingresos, las viviendas inadecuadas, la mala salud y demás, como algo que incentivaba una excesiva visión instrumental de la política y subestimaba la capacidad de la práctica política para cambiar el mundo. Zerilli se distancia de esta indiferencia hacia lo social, pero en general comparte la perspectiva de Arendt. Quiere un “feminismo centrado en la libertad” que se esfuerce en producir “una transformación de las concepciones normativas de género” (Zerilli, 2005, p. 180), y nos anima a ver el feminismo como “una práctica de la libertad, conflictiva y constructora de mundo” (Zerilli, 2005, p. 177). No tengo problema con la idea del feminismo como acción, ni con la idea (que yo misma he defendido en otros contextos) de que reclamar derechos tiene que ver más bien con una transformación de lo que somos y de cómo nos miramos, y no simplemente con que nos los concedan. Sin embargo, hay algo más bien infundado en esta celebración de la libertad y de la acción como si fueran fines en sí mismos. Constato que no puedo soltar mi preocupación por la mayor vulnerabilidad económica de las mujeres, su mayor vulnerabilidad ante la violencia y su menor acceso a la influencia política y al poder.
La igualdad transformada, no abandonada
Como es claro -espero- por lo que he dicho, considero muy importantes estas razones de preocupación por la igualdad. Pero sigo siendo devota de la igualdad de género y recibo el mensaje de estas tres inquietudes como llamados a transformar las maneras en que entendemos y utilizamos nociones de igualdad y desigualdad, y no como razones para abandonarlas. Quiero terminar con una breve exposición que concierne a la cuestión del aborto, algo que ha sido y continúa siendo un problema central para las feministas en América Latina.
Uno de los debates de larga duración en el tema de los derechos reproductivos ha sido si debemos enmarcar la demanda por el aborto seguro y legal en términos de “derecho de la mujer a elegir” o, como en Estados Unidos, como un derecho a la privacidad protegido por la constitución, o en términos de nuestro derecho de hacer lo que deseemos con nuestro propio cuerpo, o como una cuestión de igualdad. En el marco del derecho de una mujer a elegir, la reivindicación se vuelve vulnerable ante el argumento de que legitima el feticidio femenino. Este es un punto señalado por numerosas feministas de la India, entre ellas Nivedita Menon, quien ha señalado que en sociedades sumamente patriarcales, donde dar a luz a una niña puede estigmatizar a una mujer como una esposa inferior y ponerla en riesgo de repudio e incluso de muerte, las mujeres bien podrían “elegir” interrupciones selectivas para asegurarse de dar a luz solo varones (Menon, 2004, cap. 2). Podríamos decir que esto no significa estrictamente que las mujeres “elijan”, sino más bien que eligen en condiciones muy cercanas a la coerción. Aun así, el ejemplo arroja preocupaciones sobre si es adecuado enmarcar los derechos reproductivos únicamente en el lenguaje del derecho de las mujeres a elegir, y nos recuerda que muchas de las maneras en que definimos objetivos políticos pueden estar demasiado moldeadas por nuestra propia experiencia específica.
Formular el aborto como un derecho a la privacidad funcionó con éxito por muchas décadas (aunque ahora ya no tanto) en Estados Unidos, pero esto también ha sido criticado, particularmente por Catharine MacKinnon (1987). Como ella subraya, las feministas no quieren refugiarse completamente detrás del derecho a la privacidad cuando se trata de otras cuestiones: no queremos que la violencia en el hogar sea tratada como un asunto privado; no queremos que el acoso sexual sea clasificado como un asunto privado de relaciones interpersonales: queremos cuestionar mucho de lo que se asume acerca de la división público/privado. También creo que es problemático formular el aborto como un derecho a la propiedad, porque nos alienta a pensar en nuestros cuerpos como propiedad, y a pensar la propiedad como algo sobre lo que podemos ejercer un control total. No tengo tiempo aquí para explayarme, pero en un libro reciente: Our Bodies, Whose Property? (2015a) discuto con el uso de la metáfora de la propiedad para conceptualizar la relación con nuestros cuerpos y sostengo que el implícito dualismo mente/cuerpo no logra reconocer los sentidos en que simplemente somos nuestros cuerpos. También me opongo a la idea de que si algo es de tu propiedad, eso significa que nadie puede decirte qué hacer con ello: si así lo pensamos, estamos rechazando el derecho del gobierno a cobrar impuestos, establecer rentas controladas, insistir en permisos de construcción o cualquier manera de regular la propiedad privada.
Cada uno de estos argumentos por los derechos reproductivos tiene sus debilidades, y para mí es imposible comprender de manera adecuada por qué habríamos de tener derecho al aborto libre y legal sin apelar a la igualdad. En el centro seguramente está el hecho de que las mujeres, y solo las mujeres, se embarazan; de que tratar el aborto como un acto criminal somete a las mujeres, pero solo a las mujeres, a embarazos no deseados; conduce a las mujeres, pero solo a las mujeres, a morir en abortos clandestinos e inseguros; y, dada la división sexual del trabajo en lo que concierne al cuidado de las criaturas, significa que las mujeres, y principalmente mujeres, tienen que encontrar la manera de alimentar y cuidar a los niños en condiciones en las que ellas saben que esto es casi imposible. Negar a las mujeres cualquier derecho al aborto obliga a los cuerpos de las mujeres, pero solo a los cuerpos de las mujeres, a sostener la vida del feto.
Hay aquí un problema apremiante de igualdad, pero necesita ser una igualdad transformada. Si solo la dejamos así, habrá excesos de un feminismo “yo-también” alrededor del argumento de que si “nadie les pide a los hombres entregar sus cuerpos por nueve meses, entonces nadie debería pedirle eso tampoco a las mujeres”, lo cual difícilmente aborda las complejidades y la angustia potencial del aborto, pero también, como el embarazo nunca podrá ser compartido de igual manera por mujeres y hombres, encuadrar la demanda en estos términos más bien matemáticos parece estar fuera de lugar. Prefiero ver este problema como una buena ilustración de lo que argumenta Serene Khader. Podemos ver que negar el acceso al aborto libre y legal oprime a las mujeres, y las trata como seres de menor importancia, sin necesariamente saber lo que, en este contexto, podría significar tratar igual a hombres y mujeres.
Este es mi punto principal y no es, por supuesto, enteramente nuevo. Ni la igualdad ni la desigualdad son simples nociones, y en particular la igualdad llega a nosotras con el peso de una considerable carga histórica. Con todo esto en mente, algunas veces me siento frustrada con las declaraciones de misión que leemos en los documentos nacionales e internacionales cuando no logran reconocer la complejidad, o presentan la meta de la igualdad de género como algo más sencillo de lo que es. Necesitamos reclamarles igualdad a las declaraciones demasiado insulsas y aceptar el reto de la complejidad. Pero necesitamos hacerlo con el fin de volver a introducir maneras para poner la igualdad de género en el centro de la teoría de género.