Introducción
Las relaciones entre prensa y literatura han sido ampliamente abordadas por la historiografía de las letras mexicanas. La participación de los letrados en la enunciación de las prácticas discursivas fundacionales de la nación dio una enorme centralidad a la prensa en tanto principal vehículo de difusión de dicha praxis, la cual tendría como finalidad modelar a aquellos que encarnarían a la patria: los ciudadanos. Como bien ha advertido Benedict Anderson, las publicaciones periódicas fueron una de las tecnologías más eficientes para estandarizar conductas sociales a partir de la letra. En los impresos, el público pudo establecer una proximidad con su entorno inmediato y tender lazos “imaginarios” entre los diferentes miembros de la comunidad, con quienes, supuestamente, compartía un conjunto de símbolos, imágenes, historias y recuerdos colectivos.1
En la labor de generar ese imaginario tuvieron una función central los escritores, quienes encontraron en las publicaciones periódicas un nicho para expresar sus ideas, así como para desarrollar sus proyectos creadores. A ellos se sumaron miembros de otros campos que se expresaron en la literatura, específicamente en narrativas ficcionales para hacer llegar con mayor facilidad mensajes tendentes al mismo fin: crear simbólicamente los espacios de la nación, encorsetando las corporalidades en las que ésta cristalizaría o cobraría sustancia. Comparto con Pierre Bourdieu la idea de que “la historia está inscrita en las cosas, es decir, en las instituciones (las máquinas, los instrumentos, el derecho, las teorías científicas, etc.), así como en los cuerpos”;2 de esta suerte, a partir de las maneras como se representan sus pliegues es posible deducir todas esas prácticas sobre los somas y la nación, a las cuales me he referido con respecto a la construcción de lo nacional.
Si los impresos tuvieron un papel fundamental en la transmisión de esos mensajes, lo cierto es que operaron, además, como potentes medios de información y de circulación de saberes de diversas disciplinas, en particular de aquellas que cobraron mayor relevancia a lo largo del siglo XIX, gracias al lento y tortuoso proceso de secularización de la sociedad mexicana decimonónica. Por supuesto, me refiero a los discursos de índole tecnológica y científica que extendieron su dominio, sobre todo durante la segunda mitad de esa centuria, cuando el recién restaurado gobierno de Benito Juárez introdujo el positivismo como una de las directrices para la reconstrucción y modernización del país, tendencia que las presidencias de Manuel González y Porfirio Díaz continuaron y consolidaron.
Durante las administraciones de estos dos últimos, la transformación de la prensa, que perdió paulatinamente su sesgo de opinión para revestirse de un nuevo cariz informativo y comercial,3 confirió un espacio importante a la difusión celebratoria de los inventos -casi todos generados en el extranjero- que prometían hacer la vida citadina más confortable, tales como la luz, el teléfono y el telégrafo, entre muchos otros; de igual forma, divulgó los descubrimientos y avances en los terrenos de la ingeniería, la química, la biología y, en particular, de la medicina. Al respecto, cabría recordar que, a lo largo de aquella centuria, dicha disciplina se concibió como científica al, pretendidamente, revertir su antigua condición incierta de arte “capaz de predecir y aliviar los síntomas, pero incapaz de dominar las enfermedades por medio de su prevención o su curación eficaz”.4 Gracias al auxilio de disciplinas como las mencionadas, la medicina terminó por erigirse como la gran “ciencia de la naturaleza humana” en aquel momento,5 encargada de supervisar y diagnosticar a los cuerpos individuales y colectivos. Lo anterior otorgó al gremio médico mayor visibilidad cultural y una hegemonía en el diseño de las políticas públicas estatales, aspectos que tendrían un evidente impacto en las narrativas de otros campos, incluso el literario, asunto al que regresaré más adelante.6 Respecto a la corporación médica, sólo valdría la pena apuntar aquí que, con especial insistencia hacia la década de 1880:
La actividad de los médicos congregados en la Ciudad de México era numerosa. Si bien ejercían su profesión en hospitales y consultorios privados, su labor abarcaba mucho más que la observación, la auscultación, el diagnóstico, el pronóstico y finalmente el tratamiento de la enfermedad. Se ocupaban también de levantar estadísticas médicas, de establecer laboratorios y de fomentar la vacunación obligatoria. Por otra parte, editaron y publicaron en revistas y periódicos artículos o notas breves en donde reseñaban los adelantos más significativos de las ciencias médicas de la época. Así, los profesionales de la medicina se convirtieron en importantes artífices de la modernidad porfiriana al tiempo que la salud pública, la higiene y la atención médica eran presentados como símbolos de civilización y cultura.7
Las publicaciones periódicas sirvieron, así, de “vitrinas o escaparates para insertar preocupaciones”8 de esa naturaleza, dando a los saberes galénicos un cierto carácter espectacular que fue ampliamente explotado por los redactores y dueños de aquellos medios. Mediante un lenguaje sencillo y conceptos simples, la prensa diseminó, entonces, no sólo esos conocimientos, sino también casos clínicos que despertaron la imaginación de los lectores y de los propios escritores. Comparto con Soledad Quereilhac la idea de que esa imaginería atravesó las narrativas de aquel momento, las cuales tradujeron en diferentes registros “los resultados de las ciencias [en particular, digo yo, de la medicina], desde el punto de vista de los profanos”;9 es decir, desde un horizonte cultural que se apropió de distintos modos y con múltiples intenciones de los avances médicos, asuntos que se convirtieron en la matriz de muchas de las ficciones realistas y fantásticas literarias mexicanas finiseculares.
Justo en ese cruce disciplinar entre medicina y literatura me interesa indagar en este artículo sobre los paradigmas empleados en la novela El hijo del Estado, del médico, político y escritor Hilarión Frías y Soto, para difundir nociones médicas generales y diagnosticar pedagógicamente corporalidades marginales. Parto de la hipótesis de que en esa obra las estrategias vinculadas con la visualidad y el exhibicionismo -propias del discurso médico cientificista, pero también del ocularcentrismo capitalista- funcionan como mecanismos para familiarizar a los lectores con una serie de preceptos acerca de la salud y la moral, al igual que para establecer -mediante una evidente violencia simbólica- cuál debía ser el desempeño somático correcto y deseable, es decir, “sano”, de los cuerpos, particularmente de los femeninos, en el marco de la modernidad emergente en el país. En un contexto donde las mujeres buscaban abrirse espacios fuera del ámbito doméstico, la novelística diagnóstica de Frías y Soto devino una herramienta literaria útil para contener esos esfuerzos y vigilarlos desde la mirada clínica, visibilizando feminidades descompuestas que, como sostiene Carlos Halaburda en su reciente análisis de esta novela, debían sucumbir por el supuesto bien de la raza mexicana.10
En Torno del Hogar: una columna polivalente en El Diario del Hogar (1882)
El 22 de agosto de 1882, apareció en la página inaugural de El Diario del Hogar la primera de 10 entregas que conformaron El hijo del Estado. Novela realista, publicada con el seudónimo friasiano de Safir.11 La narración se incluyó en la columna En Torno del Hogar, que Hilarión Frías y Soto comenzó a redactar para ese impreso en marzo de 1882, dos veces por semana, cuando regresó a la escena periodística tras abandonar las letras para ocupar diversos cargos públicos. Ejercicio escritural híbrido, aquella sección se articuló como un artefacto polivalente diseñado en consonancia con los principios domésticos, y pretendidamente apolíticos, que guiaron la fundación y los primeros años de ese proyecto editorial del periodista liberal Filomeno Mata. En cuanto a éste, debe recordarse que en 1881 concibió la creación de dicho diario en un contexto marcado por el triunfo de la rebelión de Tuxtepec que en 1876 llevó a Díaz y, poco después, a González al poder. En un ambiente donde todavía estaban presentes los estragos de la guerra, Mata apostó por una oferta mediática de bajo precio que, supuestamente, daría un respiro a la sociedad mexicana de la política y la violencia armada, pero que también explotaría los temas de actualidad -entre ellos los aludidos avances médicos- con cierta tonalidad sensacionalista; de ahí el subtítulo de la publicación: Periódico de las Familias, que apeló a un horizonte más íntimo desde el cual contribuiría a la cohesión social, a partir del referente familiar tan productivo ideológica e institucionalmente durante el siglo XIX.12
De esta manera, a pesar de su abierta filiación a los gobiernos de Díaz y González -que muy pronto canceló-,13El Diario del Hogar se promocionó como un órgano cultural “destinado a ser leído por todas las clases de la sociedad y a hacer efectivo en ellas el utile et dulci de Horacio”;14 en el impreso se privilegiaron los contenidos que tematizaban la vida civil, incluyendo colaboraciones sobre moda, economía doméstica, actividades recreativas, avances tecnológicos y hallazgos clínicos, pero también obras de reconocidos autores nacionales y extranjeros. Sin duda, este diario intentó darle centralidad al elemento literario como un discurso estabilizador opuesto al de la polémica política; muestra de ello fue la inclusión de una extensa nómina de escritores, que encontró un espacio de expresión en sus columnas, y la inserción de dos novelas durante los primeros años de su publicación: una en la parte inferior, en el denominado folletín, con formato encuadernable; otra, en las páginas iniciales, en diálogo estrecho con otros contenidos periodísticos de actualidad, ubicados casi siempre en la sección de la gacetilla.15
Cuando Frías y Soto se incorporó a las filas del proyecto de Mata, en 1882, lo hizo en su condición híbrida de diputado en activo, médico y escritor-periodista que había logrado cierto renombre desde la década de 1850 por su participación en la obra costumbrista colectiva Los mexicanos pintados por sí mismos (1854). Con ese perfil poliédrico, pero sobre todo polémico por su desempeño en el Congreso, Safir propuso la columna En Torno del Hogar como un espacio también heterogéneo, atravesado por impulsos de carácter social, institucional, literario y, por supuesto, clínico. En el texto inaugural de su colaboración, encubierto con el aludido seudónimo de Safir, trazó las principales líneas de tensión que mediaron aquel ejercicio columnístico:
No quiero que nos ahoguemos en la atmósfera de cloroformo de la política actual. [...]
Bastante tiene ya nuestro pueblo con la bilis crónica del Monitor.
Quédense las altas cuestiones del Estado para un diario como [La] Libertad, ese gigantesco colega (y perdone la cacofonía), ese elefante blanco cargado de buenos literatos, de sabios y de eruditos, pero al cual le falta cornac.
Nosotros seremos, querido Director, los humildes comensales de la familia, los modestos amigos de las casas.
Murmuraremos algunas veces, otras arrancaremos una careta mal llevada, o derribaremos alguna reputación usurpada... pero en familia, como quería Napoleón que la suya se lavara su ropa sucia.16
De esta declaración de principios o prospecto de intenciones periodísticas, me interesa destacar dos elementos de diversa índole que fueron una constante en los textos incluidos en la columna friasiana y, por ende, en sus narraciones de carácter más bien ficcional, como El hijo del Estado. El primero consiste en la utilización de términos relacionados con el campo semántico de la medicina para crear metáforas críticas -muchas veces hiperbólicas- sobre ciertos impresos capitalinos, y otros acerca del desempeño de las instituciones estatales o del comportamiento de algunos sectores sociales. En la cita, resulta significativa la identificación del tema político con el cloroformo, una de las pocas sustancias que se utilizaron como anestésico en la época y cuyo uso se restringió debido a sus efectos altamente dañinos.17 Con esa expresión, parecería que Safir alude no sólo al hartazgo de sus posibles lectores, sino también al carácter nocivo y potencialmente letal de aquellos asuntos relacionados con las polémicas generadas por el desempeño de las diferentes instancias de gobierno. De igual modo, la asociación de la línea editorial del periódico El Monitor Republicano con la bilis remite a la teoría galénica de los humores, paradigma médico todavía en boga para explicar las causas de las enfermedades y definir la inclinación temperamental de los sujetos; Frías y Soto la adapta aquí para censurar la posición ideológica de ese periódico, vinculándola con la bilis amarilla, humor que caracteriza la irritabilidad y la amargura.18
El segundo aspecto se relaciona con el enfoque íntimo y crítico que Safir prometió dar a su columna, para lo cual empleó, como se observa, un tono jocoserio, en el que tuvo un papel importante el uso de estrategias narrativas propias de la ironía y de la sátira, así como del sermón y del manual de buenas costumbres. En esa mixtura de registros, el columnista centró el juego que le propuso al editor/lector, el cual puede percibirse en este pasaje en la conjunción, por ejemplo, de la acción de arrancar las caretas mal llevadas -lo que supone cierta violencia- con una impostada inflexión familiar u hogareña, enunciada a partir del referente al emperador Napoleón, cuya famosa frase pareciera atemperar la posición crítica del columnista.
De acuerdo con esa postura dual, Frías y Soto tematizaría asuntos relacionados con los cuerpos físicos e institucionales, desde una perspectiva que se validaría a partir de la formación clínica del autor y de su conocimiento sobre las nuevas tecnologías corporales, como veremos más adelante. No es casual, en ese sentido, que Safir dedicara una importante cantidad de entregas de su columna a tratar el tema de la beneficencia pública -cuya organización había pasado de las manos de la Iglesia al control de los gobiernos locales y, finalmente, al estatal-, corporación encargada de custodiar “todos los hospitales, hospicios, casas de corrección y establecimientos”.19 El desempeño de ese organismo había sido fuertemente cuestionado por su mala gestión en la administración y recaudación de los recursos que se le destinaban, así como por no mejorar las condiciones materiales de las instituciones a su cargo. De acuerdo con Beatriz Lucía Cano Sánchez, en 1880 la Junta enfrentó, asimismo, un problema de mayor gravedad: “los practicantes de los hospitales se declararon en huelga, pues estaban en desacuerdo con las disposiciones que la Junta había implementado para la administración de los hospitales de San Andrés, San Pablo, Morelos y Juárez [; en particular] la causa del problema residía en el reglamento, pues contenía artículos que lesionaban los intereses de los estudiantes”.20
Aparte del desenlace de esos conflictos, lo que resulta relevante para este estudio es que todas aquellas cuestiones fueron discutidas con amplitud en la prensa capitalina, posibilitando, por un lado, el cuestionamiento del desempeño del gobierno gonzalista en relación con las políticas de salud pública y, por otro, la discusión y divulgación de representaciones generales acerca de diversas enfermedades físicas y mentales, al igual que de las corrientes clínicas en boga para organizar los espacios nosocomiales, y observar o disecar los cuerpos. La vulgarización de esos asuntos propició la participación de médicos en aquellos debates, pero también de periodistas y escritores, entre los que destacó Frías y Soto, quien escribió al respecto tanto en las páginas del semanario La Independencia Médica como en las de El Diario del Hogar.
Impelido por la línea editorial doméstica de este último y, seguramente, por el interés que generaron tales asuntos entre los lectores, el autor decidió cambiar de registro escriturario, exponiendo sus argumentos médicos en contra del mal funcionamiento de la beneficencia, ya no mediante el artículo de opinión, sino por medio de la ficcionalización del tema, el cual abordó en cuatro narraciones de diversa índole y extensión: en “La colegiala” criticó la organización y el funcionamiento -administrativo pero también higiénico y educativo- del Colegio de las Vizcaínas, valiéndose de la historia de una joven huérfana llamada Eva; en “Cartas de un loco” mostró las pésimas condiciones -materiales, y en cuanto a diagnóstico y tratamiento de los enfermos- en las que se hallaba el Hospital de San Hipólito para hombres dementes, mediante el supuesto autoconfinamiento de Safir en aquel establecimiento; “[El] hada negra”, la historia de la histérica hermana de Eva, llamada Gracia, le sirvió de marco para dar a conocer el funcionamiento del Hospital El Divino Salvador para mujeres dementes; por último, en El hijo del Estado examinó los modos de operación del Hospital de Maternidad, así como del Hospicio para Pobres, partiendo del recuento de los infortunios de Magdalena, una joven huérfana de padre a quien su madre vende a un anciano adinerado del cual queda embarazada. Tras ser abandonada, el personaje femenino cae en una espiral de miseria que la lleva a refugiarse en el aludido nosocomio, donde fallece tras dar a luz, dejando a su hijo -simbólicamente llamado Adán- al resguardo del Estado. De ese destino incierto tratarán de rescatar al niño, sin éxito, tanto su abuela como su nodriza, muchacha dedicada al servicio doméstico que perdió a su hijo después del parto en la misma institución.
Más allá de la coyuntura contextual inmediata que explicaría los motivos de Frías y Soto para emprender la redacción de esas narraciones, en particular la de El hijo del Estado, destaca el hecho de que en todas ellas subyace una misma postura sobre los sectores poblacionales que acudían o terminaban recluidos en tales instituciones. En sus obras es evidente que, como parte del gremio médico, el autor compartió con otros miembros de las clases letradas la idea de que México requería “orden y progreso” para modernizarse. Según advertí en la introducción, a partir de la década de 1880, la proliferación del discurso desarrollista gonzalista determinó una serie de cambios que tuvieron un fuerte impacto tanto en la organización de la geografía nacional como en la disciplina higienizante de los cuerpos que interactuaban en los espacios comunitarios. Ese gran proyecto modernizador y profiláctico obligó, por una parte, a la revisión de las condiciones materiales, en particular del escenario metropolitano, y, por la otra, a “una redistribución” de aquel “en unidades discretas que alejasen [del centro] los desperdicios y el trajín de lo ‘bajo’ de la vida social”,21 que se destinarían a las zonas rojas o periféricas de la urbe.
Avalada por el Estado, “la metodología interpretativa de la medicina”22 tendió a la patologización de los miembros de esos grupos marginales, a quienes se llegó a confinar en espacios designados para su vigilancia y control, tales como los manicomios, las cárceles, los hospicios y los hospitales, instancias dirigidas en su mayoría, justamente, por agentes del campo médico, según se pudo apreciar. Esas instituciones disciplinantes formaron parte del diseño de “circuitos monumentales y recreativos” que reforzaron las imágenes fundantes de aquel proyecto, haciendo de las ciudades, como la capital de la república, “vitrinas de la modernidad, cuyos habitantes debían aprender a mirar y a posar para las miradas de los demás”.23 En un movimiento paradójico, mediante estas posturas medicalizadas se respaldó la marginalización física-espacial de aquellas figuras asociadas a la miseria patologizada, al tiempo que se favoreció la generación de una serie de narrativas -clínicas, periodísticas sensacionalistas y literarias- donde esos cuerpos “bajos” tuvieron una evidente centralidad: su condición periférica justificó la sobrexposición y disección de aquella carne que, al mostrarse desde una pretendida mirada seudoclínica, reiteraría las diferencias somáticas y de clase entre los diferentes sectores de la sociedad porfiriana.
El Hijo del Estado: entre la ocultación y la exhibición de corporalidades femeninas
El hijo del Estado participó críticamente del movimiento antes descrito de exclusión e inclusión, ocultamiento y visibilización de poblaciones necesarias o desechables para la creación del sistema performativo, espectacular y simbólico que dominó durante los regímenes de González y Díaz, y que, al cabo, permitió su afianzamiento y reconversión en una dictadura. Dicho sistema explotó los mecanismos y la hegemonía de la mirada clínica, a la vez que las estrategias publicitarias y comerciales de la emergente sociedad de consumo, a partir de las cuales se modelaron, sobre todo, los comportamientos de los sectores medios y altos de la comunidad nacional, aunque los menos privilegiados también sufrieron las consecuencias de su puesta en escena, como analizaré más adelante. Para Beatriz González-Stephan: “el proyecto de construcción de identidades nacionales en el siglo XIX descansó en una serie de dispositivos deudores de una economía de la capitalización de bienes simbólicos, regulados en su gran mayoría por una gramática de la acumulación -el afán coleccionista ahora trasladado al ámbito público- para una también nueva economía de la representación”.24
La novela de Safir instrumentaliza este “performance espectacular” al describir los residuos de los bajos fondos citadinos, partiendo de la exhibición de estos espacios institucionales depositarios de corporalidades abyectas y, sobre todo, precarizadas. A modo de almacenes comerciales, esos establecimientos y cuerpos se representan en El hijo del Estado de forma sectorizada y taxonómica, instaurando, así, una especie de homologación entre la visualidad de consumo y la mirada clínica, con sus propios mecanismos de exhibición, configurados a partir de cortes quirúrgicos, desmembramientos y ejercicios de autopsia.
El ensamblaje de la aludida historia de Magdalena se ve intervenido constantemente por esta composición compartimentada; la descripción de los cuerpos femeninos e infantiles convive con la de otros corpus textuales históricos que dan cuenta de la fundación del Hospital de Maternidad y del Hospicio de Pobres, así como de la disposición interna de éstos, distribuidos sin un orden clínico nosológico, sino, más bien, a partir de un sistema que refuerza estereotipos de raza y, en especial, de clase social. Para la integración de esos componentes, Safir utiliza fórmulas narrativas semejantes, en las que se privilegia el sentido de la vista; un ejemplo modélico de esto se aprecia en la escena fundante del Hospital de Maternidad:
Hace ciento veintidós años; es decir, en 1760, cruzaba don Fernando Ortiz Cortés, chantre de la Catedral de México, frente a un potrero que había al poniente de la ciudad, donde sólo se veían unas chozas miserables, abandonadas algunas de ellas.
Marchaba lentamente, pensando tal vez en la miseria de los desgraciados que habitaban en aquel lugar fangoso y triste, cuando escuchó el llanto desgarrador de un niño, entrecortado por quejidos lastimeros.
Penetró apresurado a la choza donde se escapaban aquellos lamentos, y se encontró frente a un cuadro horrible, y de cuya verdad dudará tal vez la raza presente, que no ve ya con frecuencia estos espectáculos.
En el suelo estaba tirado el cadáver tibio aún de una mujer cubierta de andrajos.
Y pegado a los pechos enjutos de la muerta estaba un niño llorando de hambre, chupándolos con ahínco, hoceándolos para exprimirles la última gota de leche.
Aquel ser naciente, buscando un átomo de vida en el seno de la muerte, era horrible: era el drama de la humanidad llevado a su más espantosa exageración.
El sacerdote recogió a la criatura, la entregó a una mujer que encontró en otra choza y a la que dio una fuerte limosna para que se encargara de su lactancia.
Y pensó en fundar en aquel sitio un hospicio para pobres y un hospital de maternidad.25
El narrador dispone la escena de manera que el lector la “vea” como parte de un performance espectacular emocional, si atendemos a los términos que utiliza para configurarla. En la composición de este cuadro de miseria el autor emplea voces y frases que remiten a la dicción de la “nota roja” -género periodístico que comenzaba a estar en boga-, la cual enfatiza la visualidad del pasaje. La discursividad sensacionalista se caracteriza por el uso de una “adjetivación de fuertes propiedades patemizantes [y de] figuras” que tienden hacia la amplificación de la emoción en los lectores/espectadores,26 a la vez que por la inclusión de elementos del melodrama, cuya intensidad hiperbólica pone en evidencia los posicionamientos morales que subyacen en ese dispositivo densamente polarizado entre el bien y el mal.27 El manejo de tales recursos posibilita la eficaz creación de un efecto que podría considerarse en gran medida paradójico: la representación patética de la madre muerta con su hijo hambriento, por un lado, mueve al horror y a la compasión; por otro, enaltece la figura del religioso Ortiz Cortés, símbolo del espíritu que debería normar el ejercicio de la beneficencia, el cual, según el columnista, ya no existe en el presente de producción del texto.
En cuanto a la recreación espacial y funcional de los recintos hospitalarios y de asistencia social, Safir realiza una operación parecida a la mencionada, pero con una mayor carga crítica acerca del sistema de organización de cada sala o departamento de esas instituciones, cuya parcelación no corresponde con un ordenamiento nosológico o moral; por el contrario, como advertí en el apartado inicial, su disposición responde más bien a condiciones vinculadas con la posición social de los sujetos que los habitan. La falta de una sectorización basada en criterios médicos convierte esas instituciones en vitrinas defectuosas de la modernidad gonzalista, que el narrador denuncia e intenta reorganizar en el discurso para presentarlas a los lectores/espectadores. Esto se aprecia en el siguiente fragmento, donde cartografía el Hospital de Maternidad:
Construido sin las reglas de un sistema dado, sin un método preconcebido, en distintas épocas, por distintas administraciones, y siguiéndose proyectos varios y hasta contradictorios, se han ido fabricando los departamentos, resultando un todo heterogéneo, disímbolo, o impropio para el objeto de su fundación. […]
Piezas esparcidas por aquí y por allí: una serie de cuartos con una sola puerta al oriente, que abre en la azotea, y en los cuales se han reunido todas las condiciones posibles de incomodidad e insalubridad. Cada cuarto es para una enferma: y ésta o se sofoca si se cierra la puerta, o contrae una pulmonía si se deja abierta. Y las personas que hacen el servicio tienen que sufrir el sol, la lluvia y la intemperie, porque los cuartos están al aire libre, sin un corredor o cobertizo que cierre y abrigue el tránsito. [...]
Después sigue un salón donde se asila en comunidad a las enfermas, verdadero salón de clínica, donde una mujer se retuerce con los terribles dolores del alumbramiento, mientras que las demás asiladas, acurrucadas o puestas en cuclillas en sus lechos, espían, con ojos dilatados por la curiosidad y el dolor, los sufrimientos que las aguardan a su vez.28
Esa visión somaticista apunta hacia la descripción objetivada de los espacios nosocomiales -que el narrador pone en escena para conocimiento del público que no tenía acceso libre a esas instituciones ocupadas por los médicos y los pacientes menesterosos- y de los cuerpos que se observan/construyen desde una mirada de pretendida densidad científica, la cual, como sostiene Michel Foucault: “no [era] ya reductora sino fundadora del individuo en su calidad irreductible. Y por eso se [hizo] posible organizar alrededor de él un lenguaje racional. El objeto del discurso [pudo] ser así un sujeto, sin que las figuras de la objetividad [fueran], por ello mismo, modificadas […]: se [pudo] por fin hacer sobre el individuo un discurso de estructura científica”.29 De esta manera, aun cuando el narrador no se asume como una autoridad médica, el autor lo dota de ella al organizar, desde la perspectiva de una especie de ojo clínico, el discurso que se teje alrededor de los cuerpos históricos, institucionales e individuales.
En dos de los paratextos centrales de la novela, Frías y Soto revela esta voluntad de ordenar la narración desde ese posicionamiento visual -objetivo, fragmentado y crítico- de tonalidad médico-cientificista. El primero corresponde a la dedicatoria que Safir dirige al presidente de la república, el general Manuel González. En esas palabras liminares, el autor repara en la necesidad de curar una enfermedad que “engendraron” gobiernos anteriores, relacionada con la proliferación de sectores sociales desfavorecidos que, según él, en vez de mantenerse con el fruto de su trabajo, “mamaban” de las arcas del erario, por medio del aludido sistema de beneficencia. En esa dinámica productivista, Safir sostiene categórico que: “¡La caridad de que se abusa enerva las fuerzas vitales de una nación, atrofia sus brazos y paraliza su progreso!”;30 reproduce aquí la metáfora organicista del Estado mexicano de cuño spenceriano, elevada a rango de ideología dominante durante el Porfiriato; no es casual que Frías y Soto corporice la escritura y utilice el verbo “enervar”, que puede leerse en el sentido de debilitar, de exaltar los nervios hasta la parálisis, para referirse al estado de salud del organismo nacional; tampoco me parece fortuito que a lo largo de la dedicatoria apele obsesivamente a la vista como el sentido que permitiría al presidente examinar para corregir -como si de un médico se tratara- los cuerpos sociales y administrativos indóciles que ponían en riesgo el progreso de México:
Vos, señor presidente, a quien el país elevó a la primera magistratura, podéis, desde la cima donde os llamó el voto de vuestros conciudadanos, contemplar mejor que nadie esas cuestiones sociales que se arrastran por la llanura, entre la niebla que ciega los ojos de vuestros consejeros y de vuestros amigos.
Por eso he preferido llevarlas a vuestra vista, que, más perspicaz que la de las medianías que hoy lo invaden todo, podrá resolverlas con el tino que habéis sabido desplegar en vuestra administración.31
En el segundo paratexto, relacionado con la estructura de la obra, me parece significativo que Safir no recurriera al término “capítulo” o a la simple numeración en romanos para cada una de la secciones de la novela, como era usual en los folletines publicados en aquel periódico o, incluso, en otras narraciones del propio autor, sino que optara por el vocablo “parte” para ensamblar el cuerpo textual, pues con esa denominación se insinúa ya la condición autópsica de la narración; es decir, la parcelación o fragmentación, para su estudio y exhibición, de los disímbolos cuerpos que la conformaban. Esa situación se enfatiza en las dos primeras partes, donde se concentra la historia de Magdalena, relato que condensa la propuesta disciplinante de Frías y Soto.
Para su composición, el escritor fusiona las dos modalidades discursivas que guiaron su escritura creativa; me refiero a la vena costumbrista -que explotó con bastante fortuna hasta 1868- y, por supuesto, a la narrativa clínica,32 que compartieron una misma matriz escópica y fisiologista de carácter cientificista. De esta última Safir recupera el itinerario textual, cuya escena fundante es la búsqueda de la etiología de la enfermedad o del mal social que aqueja a la paciente/personaje de la historia. En este caso, el narrador diagnostica como causa principal de la caída de Magdalena la muerte del padre, único sostén familiar, hecho que obliga a la madre a salir del hogar y a buscar el amparo económico del Estado, cuya ayuda siempre llega tarde y nunca es suficiente. Al igual que otros autores de la época, Frías y Soto presenta la pobreza y la ignorancia como enfermedades endémicas y contagiosas de la sociedad mexicana; malestares culturales que aquejan a los sectores bajos y desembocan en la reproducción de maternidades descompuestas, así como en la proliferación de sujetos precarizados, sin futuro -como Adán-, quienes comprometen la sanidad productiva y reproductiva de la raza mexicana.
En un entorno social donde la práctica médica se validaba a partir de la atención doméstica y personalizada de los sectores pudientes, la concurrencia de los sectores menos privilegiados a hospitales públicos representaba el último eslabón en una larga cadena de miserias. En esas instituciones se confinaban todos los somas periféricos, cuyo desempeño iba en contra de la mentalidad modernizadora del régimen; a ellas llegaban los remanentes de los bajos fondos citadinos: locos, alcohólicos y criminales, así como mujeres de sexualidad irregular y descontrolada, que se ejercía fuera del matrimonio y de la familia, como en el caso de Magdalena; a ellas, en fin, asistían todos esos cuerpos que la medicina patologizaría de manera ejemplar como parte de su proyecto profiláctico para corregir a la sociedad mexicana. De ahí que el narrador enfatice que “la mayoría de las asiladas de la Maternidad” eran:
mujeres del pueblo, de tipos vulgares y comunes, repugnantes por su fealdad, y por sus maneras incultas y groseras.
Las clases trabajadoras de México son las que dan un contingente mayor a la maternidad clandestina.
Muchas son domésticas: jóvenes de rostros comunes, pero de formas carnales y aperitivas que sedujeron el apetito del amo, que a las altas horas de la noche, cuando todos dormían en la casa, no desdeñó abandonar la recámara donde dormía la esposa de la que lo alejaba un disgusto doméstico, o la prosa del sexo para ir a buscar, andando sobre las puntas de los pies, contrayendo los músculos para evitar el crujir de las articulaciones, y conteniendo la respiración, un amor brutal del que se avergonzó al siguiente día.33
En este pasaje, Safir construye una unidad de sentido entre voces que se encuentran en diversos niveles semánticos; crea, de ese modo, una correspondencia artificial entre la condición social de las asiladas y su corporalidad descrita en términos negativos, los cuales, además, definen su comportamiento y circunstancia laboral, rasgos que se asocian a una clandestinidad riesgosa para la estabilidad de la gran familia mexicana. Según el autor, son esos cuerpos precarizados los que pueden y deben ser sometidos al escrutinio de la mirada médica y exhibidos por el narrador soberano, como lo denomina Carlos Halaburda.34 La descripción del perfil de las pacientes del Hospital de Maternidad revela una de las principales inconsistencias de este discurso somático patologizante de matriz clínica: la utilización de nociones morales y clasistas disfrazadas de verdades clínicas para clasificar corporalidades, pero más aún para justificar prácticas sociales violentas contra somas femeninos que, desde una óptica patriarcal y heteronormativa, se conciben como propiedad del dominio público, como objetos desechables, en una retórica de consumo muy propia de la época.
El narrador exculpa por completo al varón de la responsabilidad en las consecuencias gineco-reproductivas de sus actos, representando una de las principales analogías que se utilizaron para respaldar médica y estatalmente el ejercicio de la prostitución: la conceptualización del cuerpo prostibulario -casi siempre pobre y marginal, por ejemplo, el de las empleadas domésticas- como un drenaje, a través del que se canalizaban los desperdicios del cuerpo social, es decir, los impulsos sexuales masculinos que no tenían cabida en la “higiénica” institución familiar.35
Una operación muy diferente se realiza cuando la transgresión sexual y reproductiva es cometida por mujeres de clases sociales privilegiadas. En ellas, la falta se inscribe únicamente en el terreno de las pasiones propias de su condición genérica, que las empuja a la violación de las reglas morales, infracción que, gracias a su poder adquisitivo, el Estado se encarga de resolver e invisibilizar mediante su confinamiento en el departamento de las reservadas, al cual acuden:
Las jóvenes que, olvidando su deber y su rango, se han entregado al aliciente de la seducción; las esposas que, durante la ausencia indefinida del esposo, han concebido un hijo adulterino; las damas solteras que la sociedad respeta como dignas, pero que en el misterio tuvieron una pasión de fuego que las orilló a la falta: todas ellas van allí, cubiertas con un velo, a recibir la asistencia que ya no pueden tener en el seno de sus familias, pagando una pensión.
Y ese velo que cubre su rostro nadie puede tocarlo; y el doloroso acto del alumbramiento lo sufren con el rostro cubierto, y el médico y los empleados de la casa ignoran siempre quién es la mujer a quien prodigaron sus cuidados.36
En las referidas estrategias de exposición y encubrimiento de los cuerpos es posible observar la oscilación de Frías y Soto con respecto a los paradigmas ginecológicos de la época, los cuales adapta y reproduce en su novela de acuerdo con la finalidad disciplinante de ésta. En esos mecanismos de representación se evidencian, asimismo, las complicidades que los gremios médico y literario establecieron con ciertas prácticas sociales y discursivas del Estado represor gonzalista, así como de una comunidad moral y visualmente conservadora y clasista como la mexicana, a pesar de sus pretendidos aires modernizadores. Al respecto, cabría recordar que, como apuntan Carlos A. Jáuregui y Paola Uparella, hasta el siglo XVIII la ginecología abandonó “los antiguos modelos humanistas, especulativos y abstractos (frecuentemente fundados en la cita de autoridades), en favor de un modelo retinocéntrico, empírico y focalizado; esto es: fundado en la disección, la observación directa de los genitales [femeninos], y su representación plástica y aislamiento del resto del cuerpo”, gracias a los trabajos del anatomista escocés William Hunter.37 Antes de ese cambio epistemológico, “la vagina” permaneció “velada cuando no francamente obturada”,38 por lo que en su exploración clínica se privilegió un orden táctil más que visual, como se propuso innovadoramente en los trabajos hunterianos. En ellos, según los mismos autores:
Estamos frente a un verdadero tratado visual y a un despliegue de saber que alega la correspondencia científica entre lo observado y los territorios gráficamente representados sin la interferencia de la abstracción o de las respuestas de autoridades. La posición del cuerpo en las imágenes y modelos tridimensionales no es la de la pose escultórica renacentista o barroca sino la del cuerpo en la mesa de disección. A tal punto llega esta focalización, que el cuerpo entero, típico de la tradición de representación anatómica previa, se transforma en cuerpo pélvico, sin piernas, brazos, o cabeza.39
Desde ese momento, se creó sobre el cuerpo y la sexualidad femeninos un régimen escópico, entendido éste, según las ideas de Martin Jay, como un sistema general de visualidad configurado “por un aparato cultural/tecnológico/político mediando el mundo aparentemente dado de objetos en un campo perceptual neutral. En este uso más totalizante, el ‘régimen escópico’ indica un orden visual no natural operando en un nivel pre-reflexivo para determinar los protocolos dominantes del ver y del ser sobre el ver en una cultura y época determinadas”.40 Para Jay, uno de los regímenes en disputa en la era moderna fue, justamente, el perspectivismo cartesiano, que se concebiría “a la manera de un único ojo que mira a través de una mirilla la escena que se presenta ante él. Además, se entendía que ese ojo era estático, no parpadeaba y permanecía fijo, en vez de tener un movimiento dinámico”,41 por lo que tendería a desplegar una pretendida distancia objetiva y descarnada del objeto-sujeto observado.
La emergente ciencia ginecológica, como otras ramas de la medicina, privilegiaría -y difundiría- ese modo de acercamiento visual a los somas estudiados, que propenderían a mostrarse de forma seccionada, casi autópsica. En México, los incipientes estudios ginecológicos reproducirían ese régimen escópico, que encontraría un correlato en el paradigma fisiologista derivado de los planteamientos de Claude Bernard. De acuerdo con José Daniel Serrano Juárez y Eduardo Iván Cruz Gaytán, durante el gobierno de Manuel González aparecieron “los primeros trabajos académicos que atestiguaron una transformación en las bases teóricas de la fisiología, que modificaron el entendimiento del cuerpo humano”.42 Con base en la observación directa, el paradigma fisiologista conceptualizaría las enfermedades como alteraciones “de la estructura anatómica y la consecuente supresión, atenuación o exageración de una función orgánica normal, y no [como] un desequilibrio general de las sustancias del cuerpo”,43 según se habían considerado desde los presupuestos humorales.
Entonces, Frías y Soto ¿qué decidió “poner a la vista” de sus lectores en El hijo del Estado, a través de la historia de Magdalena? Más aún, ¿cómo adaptó ese régimen escópico clínico en su escritura novelística? Si bien el autor se inclinó por los parámetros de ese sistema de representación cartesiano, paradójicamente titubeó entre la conservación de un modelo táctil en la auscultación/descripción del cuerpo gestante de Magdalena y la exhibición erotizada de algunas partes de su cuerpo que, para su exposición, debía, primero, ser patologizado -el personaje-paciente muestra síntomas de eclampsia- y, después, desmembrado para representar el performance espectacular del parto, el cual se narra minuciosamente en los siguientes términos:
Tendida bocarriba, sin conocimiento, y agitada por las convulsiones más espantosas, se agitaba de un borde al otro del lecho, con el rostro amoratado, los ojos extraviados, y presentando de ellos sólo el globo blanco de la córnea entre los párpados entreabiertos.
Su boca cerrada por un trismus invencible, y cubierta de espuma, lanzaba quejidos inarticulados, y un sonido intermitente, por momentos, de sofocación.
Su pecho descubierto durante las convulsiones, y exponiendo sus senos mórbidos y orlados por esa aureola de un rojo oscuro que preludia la irrupción del licor maternal, se levantaba con una respiración angustiosa y llena de estertores.
Sus brazos se agitaban como si buscaran algo en el espacio, para caer inertes después sobre el colchón.
Uno de sus muslos estaba manchado de sangre que hacía resaltar su blanca piel de alabastro, en tanto que la media caída, y arrollada en la garganta del pie, dejaba descubierta una pierna fina, nerviosa, de un contorno purísimo y sombreada sobre la tibia por un vello suave, negro, de un claro oscuro desigual.44
Si bien el síndrome eclámpsico tiene carácter convulsivo, Frías y Soto pareciera reproducir en esta escena una sintomatología de carácter más bien histérico. No obstante que la eclampsia y la histeria no estaban vinculadas nosológicamente, ambas enfermedades femeninas encontraban un mismo punto de inflexión en la creencia médica de que “el útero y los ovarios de la mujer controlaban su cuerpo y su conducta desde la pubertad hasta la menopausia”, por lo que se daba por sentado que “la matriz estaba conectada con el sistema nervioso central y que las impresiones sobre el sistema nervioso podrían alterar el ciclo reproductivo […], mientras que los cambios en el ciclo reproductivo conformaban los estados emocionales”.45 Más que con el primer padecimiento, los lectores de publicaciones periódicas estaban familiarizados con la histeria, pues en la prensa se reprodujeron artículos, ensayos, poemas y noticias al respecto, escritos en tonos que iban desde la consternación hasta la burla.46 En esos diversos registros periodísticos, el cuerpo histérico se percibió como una ominosa manifestación del “lado oscuro del progreso. La aceleración del movimiento, la exacerbación del deseo, el culto por lo artificial y […] la copia”, supuestamente propios de aquella dolencia; encarnaron “las tendencias negativas de la modernidad”,47 que sólo la fuerza ordenadora del médico podía contener, domesticar y, en fin, disciplinar mediante su conocimiento.
En el caso de Magdalena, a pesar de que la muerte es la única forma de aliviar su corporalidad descompuesta -la misma operación emplearía el autor con otros cuerpos anómalos en la novela, como el de la madre de ésta-, la fuerza clínica recurre al uso de un artefacto asociado a las nuevas tecnologías clínicas para concretar aquel proceso, así como para visibilizar monstruosamente los genitales femeninos durante el alumbramiento. El empleo violento de los fórceps cumple una función expiatoria y restauradora del orden, al cancelar la corporalidad femenina por medio de la extracción de Adán, quien, desde ese instante, estará bajo la custodia del Estado. De acuerdo con Laura Cházaro, en el México porfirista
los fórceps obstétricos abrieron las pelvis femeninas, como si se tratara de un escenario, al debate público. No sólo las volvieron objeto de las discusiones médicas por el cómo operarlas, cómo manejarlas e intervenirlas quirúrgicamente, las llevaron al centro del debate político sobre la normalidad de lo que llamaban en el siglo XIX la “raza mexicana”. Cada éxito médico con los fórceps confirmaba públicamente al cuerpo femenino como un órgano susceptible de patologías, necesitado de la atención médica.48
Frías y Soto actualiza literariamente ese debate al intervenir la historia y el cuerpo de Magdalena con ese objeto que representa, simbólica y físicamente, el poder del régimen escópico impuesto sobre los cuerpos femeninos por la hegemonía médica positivista. Si bien las maternidades clandestinas precarizadas estarían destinadas a fenecer -según Safir-, el problema que expondría a sus lectores -a modo de moraleja o de discurso pedagógico clínico- radicaba en la posible sobrevivencia de su degenerada descendencia, que comprometía el ingreso de México al anhelado orden moderno.
Conclusiones
Dados los modos de circulación de El hijo del Estado, el pasaje transcrito sobre el alumbramiento de Magdalena generó, de manera inmediata, una polémica no sólo literaria, sino también periodística entre varios diarios oficialistas y católicos. Para algunos, aquellas escenas descarnadas del parto eran el “cauterio” que requerían los “organismos gangrenados”49 para dejar de contaminar la sociedad mexicana y para disciplinar sus cuerpos, pero también sus conductas sociales y sexuales; para otros, esos relatos representaban un atentado contra la moral de las lectoras de El Diario del Hogar, que verían mancillada “su inocencia” ante aquella exhibición del cuerpo femenino, narrado en una prosa con evidentes tintes naturalistas que, para algunos, resultaba nauseabunda, casi escrita con “pus”.50
Más allá de las críticas y discusiones que se articularon a partir de la publicación de las sucesivas entregas de El hijo del Estado, el empleo de estrategias propias de las narrativas médica y de consumo posibilitó la construcción visual y espectacular de una novela-cuerpo, mediante la cual el autor transmitió una serie de nociones generales acerca de las nuevas formas de conceptualizar la enfermedad y de representar los somas femeninos mórbidos, así como del funcionamiento de las instituciones y de los profesionales encargados de resguardar esos cuerpos: los médicos, sobre quienes Safir construiría un discurso apologético.
La tematización de esas cuestiones a partir de su ficcionalización cobra sentido en el aludido contexto de transformación de las dinámicas discursivas de la prensa, que impelió a desarrollar “nuevas formas de representación de los asuntos de actualidad”,51 pero también de los saberes en boga, como los de la medicina. Al referirse a las relaciones que se establecieron entre la información periodística y los registros literarios del folletín en la prensa decimonónica, Marie-Ève Thérenty sostiene que ambas discursividades articularon una compleja red de mutua interferencia y contaminación, que “condujo a la población a sumergirse en un imaginario esencialmente ficcional”.52
Muchas novelas, advierte esta misma historiadora, jugaron “con esta ambivalencia y se convirtieron en objetos híbridos, mitad ficción, mitad estudios sobre el mundo contemporáneo”.53 Éste fue el caso de El hijo del Estado, que osciló entre la enunciación de casos clínicos y una narración de tonalidad naturalista, con el objetivo de difundir, insisto, una serie de nociones clínicas, a la vez que de poner ante los ojos del poder y de los lectores cuerpos considerados descontrolados, sobre todo los femeninos, que necesitaban la mano dura de la medicina y de la literatura para encorsetarse, para ceñirse al ajustado disfraz del progreso y de la modernidad. Un disfraz que, como se ha mostrado, sólo podía diseñarse y sostenerse mediante una serie de violencias, ocultamientos y discriminaciones que explicarían, en gran parte, el estallido del movimiento revolucionario de 1910.