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Nueva antropología

Print version ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.20 n.65 México May./Aug. 2005

 

Artículos

 

La violencia frente a los nuevos lugares y/o los "otros" de la cultura

 

Violence: new places and / or the "Others"

 

Elsa Blair*

 

* Socióloga-investigadora, coordinadora del grupo de investigación Cultura, Violencia y Territorio, INER, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.

 

Texto recibido el 1 de diciembre de 2002
Aprobado el 22 de agosto de 2003

 

Resumen

En Colombia, los estudios de la violencia que aqueja al país se han caracterizado por un énfasis en lo político y sociológico. La utilización de elementos culturales para estudiar el fenómeno se ha obstaculizado por la estigmatización de esta perspectiva, como si hiciera alusión inevitable a una "cultura de la violencia", concepto que se considera esencialista e inadecuado a todas luces para ahondar en la situación. Este texto propone que la superación de esta estigmatización y el uso de elementos culturales es un paso necesario, si se quiere superar el estancamiento que los estudios de la violencia presentan actualmente.

Palabras clave: violencia, violencias ligadas al movimiento armado, antropología del conflicto.

 

Abstract

In Colombia, violence studies have been biased by the political and the sociological approaches. The study of the cultural aspects have been neglected because this kind of perspectives are associated with the belief in a 'culture of violence'. This concept is said to be essentialist and inadequate to deal with the phenomena of violence present in Colombian society. This text claims to overcome the stigmatization of this concept from an anthropological perspective of conflict, in an effort to contribute to the understanding of violence.

Key words: Violence, guerrilla movements, social conflict, culture.

 

A MODO DE INTRODUCCIÓN

La situación de violencia, más o menos endémica en Colombia, ha ameritado por parte de la academia colombiana no pocos esfuerzos investigativos. La literatura en torno al tema es inagotable. En ella, en razón de variadas razones y coyunturas, han predominado enfoques y perspectivas teóricas, analíticas e interpretativas que privilegian, a la hora del análisis, unas dimensiones sociales sobre otras. En efecto, el análisis ha sido hecho primero por los historiadores, luego por los sociólogos y politólogos y, más recientemente, por otros científicos sociales, entre ellos algunos antropólogos. De alguna manera, según sea la pertenencia de los investigadores a distintas ramas del saber, también se han definido estas dimensiones. Esto, que podría fácilmente ocurrir en otras disciplinas y frente al estudio de otros fenómenos, llama la atención aquí —y por eso resulta interesante mencionarlo— en la medida que hubo incidencia no sólo de las disciplinas teóricas a partir de las cuales se miraba el fenómeno, sino sobre todo de su enfoque. Así, como resultado de tales enfoques, con respecto a la relación entre cultura y violencia se pasó de una negación total en los primeros análisis —particularmente por objeción de los antropólogos— a reconsiderar más recientemente la posibilidad de establecerla. Hacerlo está, sin embargo, exigiendo replanteamientos y re-conceptualizaciones muy importantes acerca de los conceptos de violencia y las concepciones de cultura (Ramírez, 1997; Blair, 2000; Blair et al, 2003). La relación entre ellas es en sí misma compleja, en tanto los conceptos que la definen también lo son. Frente a esta relación, ¿cómo conceptualizar la violencia?,1 ¿a qué llamamos cultura?2

La reflexión actual tiene, en este sentido, un reto interesante para los antropólogos y los "violentólogos", que obliga a desarrollar investigaciones concretas que coadyuven a jalonar la reflexión en estos términos. Un reto que exige, por un lado, intentar construir un concepto, o mejor aún, una conceptualización de cultura a partir de la cual sea posible dialogar con el fenómeno de la(s) violencia(s) y, por otro, construir y/o reconstruir una delimitación conceptual (y operativa) del concepto de violencia(s)3 a partir de la cual entablar un diálogo con la cultura para, con estas redefiniciones, lograr replantear, de una manera más fecunda, la relación que existiría entre cultura (s) y violencia(s).

En razón de una de estas coyunturas teóricas —seguramente como efecto del interés creciente de la antropología en el tema de la violencia en otras latitudes—, la antropología colombiana ha empezado a incursionar en el fenómeno de la(s) violencia(s) (Ramírez, op. cit.; Castillejo, 2000). Aunque tímidas, ya se escuchan algunas voces desde la antropología y desde el análisis cultural. La literatura de la violencia en el país ha pasado, pues, de negar tajantemente cualquier relación con la cultura (hasta más o menos 1992) a empezar a replantear esta relación. Esta es, entonces, una muy importante oportunidad para que, en esta coyuntura del análisis y de la reflexión teórica, se puedan cuestionar las concepciones esencialistas (y de "segunda naturaleza") de la cultura y construir una concepción de cultura más vinculada a lo cotidiano, a la vida corriente, a lo cambiante, que se teje con ciertos "hilos culturales" pero en una trama permanente y, en esa medida, siempre cambiante de interrelaciones sociales.

El caso colombiano, en toda su magnitud y su complejidad —conflicto armado, guerra abierta, violencias ligadas al tráfico de drogas (criminales y/o organizadas), violencias "públicas" no ligadas al conflicto armado, violencias sociales difusas, etc.— es, sin duda, significativo de situaciones extremas de violencia y sugerente de ser pensado e interpretado en esta dirección. Más allá de las condiciones objetivas-materiales de la violencia, el análisis cultural exige mirar el campo de las representaciones mentales que acompañan los actos de violencia, es decir, su dimensión simbólica:4 sentidos, representaciones, imaginarios, significaciones, tramas discursivas de los fenómenos violentos; dimensiones que no sólo tienen una existencia real, sino que se alimentan en los mismos procesos violentos de nuevas significaciones.

Algunos fenómenos violentos propios de la conflictividad contemporánea, del tipo "nuevas guerras" (Kaldor, 2001; Waldmann y Reinares, 1999), han puesto en evidencia manifestaciones simbólicas de la violencia o dimensiones expresivas como el dolor, el sufrimiento y la crueldad presentes en estos fenómenos, las cuales no tienen nada o muy poco que ver con las dimensiones materiales de la violencia y, en cambio, están muy relacionadas con sus representaciones, con las significaciones y los sentidos del acto violento. Estos son, pues, componentes del fenómeno que deberán ser pensados en su dimensión antropológica.

Lo más próximo a la discusión acerca de violencia y cultura es lo que se viene desarrollando desde la llamada antropología del conflicto. Otros aportes, muy lúcidos y más recientes, vienen de otra vertiente, conocida como etnografía de la guerra. De ella son ejemplos, el trabajo de la etnóloga francesa Veronique Nahoum-Grappe (1993, 1996, 2002) en el marco de la reciente guerra en la ex Yugoslavia y las investigaciones de la antropóloga estadounidense Carolyn Nordstrom (Nordstrom y Robbens, 1995; Nordstrom, 1997) en contextos similares, en este caso, la guerra en Mozambique, entre algunos otros.5 Estos autores incursionan en terrenos donde no intervienen ni la sociología ni la ciencia política dado que, como lo plantea Nahoum-Grappe, la crueldad no es una categoría de la ciencia política.

Siguiendo estos análisis, deberíamos preguntarnos cuál es —más allá de las causas o las razones estructurales (objetivas-materiales) productoras de violencia, abordadas tradicionalmente por la sociología y la ciencia política— el carácter y/o la naturaleza (antropológica) de los fenómenos violentos y qué tanto inciden en ellos las tramas culturales de las sociedades donde estos fenómenos se producen. ¿Cómo situar el debate en el caso colombiano?

En este artículo intentaré una aproximación al problema a partir de la identificación de algunos impedimentos que han sido señalados en el terreno conceptual —o mejor, en el debate académico colombiano— para obstaculizar el análisis de la relación entre cultura y violencia. Ello nos permitirá desentrañar algunas hipótesis y presupuestos de la discusión, así como las concepciones que no permitieron poner a dialogar la(s) violencia(s) con la cultura. Luego daré una mirada a algunas de las nuevas conceptualizaciones de la cultura —esos nuevos lugares y esos "otros" de la antropología hoy— para plantear, posteriormente, los retos a los que nos vemos abocados la academia y los analistas de la violencia.

 

LA INVISIBILIDAD DE LA CULTURA EN EL ANÁLISIS DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA

En 1990 decía un sociólogo colombiano que "la cultura es el vencimiento de la violencia [...] la violencia sería más bien un momento de quiebre de la cultura. En ese sentido no habría una cultura de la violencia" (Restrepo, 1991). Según esto, más que existir relación entre los dos fenómenos, ellos serían excluyentes y sólo sería posible enunciarlos en la polaridad.

Después de 20 años de otro periodo de violencia aguda en el país, la academia colombiana ha emprendido una enorme búsqueda de las causas y manifestaciones de esta violencia. El tema ha concentrado los esfuerzos de centros académicos y de universidades, públicas y privadas, que han dedicado muy buena parte de su producción a este problema. La bibliografía producida al respecto es inmensa. Sin embargo, una dimensión muy importante está casi ausente de los análisis del tema: la dimensión cultural. Así, a la par que se privilegió la dimensión política (Pécaut, 1998b; Blair, 2000) se minimizó el terreno de la cultura. La razón fundamental de esta negación radicó en la objeción expresada —generalmente por los antropólogos— a que se hablara de una cultura de la violencia.6

En efecto, durante años se ha rechazado el concepto y, de una u otra manera, se ha minimizado la presencia de factores culturales en ella. Interrogar el problema de la violencia desde la cultura parecería constituir —al menos para los estudiosos del fenómeno en el país— una provocación. Las alusiones, bastante dispersas y precarias, que se encuentran en estos análisis son, en la mayoría de los casos, para distanciarse de lo que sería una supuesta —y nunca bien planteada— relación entre cultura y violencia. Esta distancia se da al asumir la cultura como si fuera una esencia, lo cual es, justamente, todo "lo contrario de lo que significa cultura" (Martín-Barbero, 1998). El argumento más fuerte en este sentido ha sido que aceptar la existencia de una cultura de la violencia es como aceptar que los colombianos somos en esencia violentos y, en esa medida, la violencia es consustancial a nuestra historia y, sobre todo, inmodificable. Algo así como un destino prefijado. Álvaro Camacho decía ya en 1990:

El concepto de cultura de La violencia es mucho más complejo y menos definido. Su utilización indiscriminada y laxa ha llevado a pensar que hay en Colombia un sino fatal que puede provenir de fundamentos atávicos de profunda raigambre histórica y constitutivos de una personalidad colectiva que construyen la omnipresencia de la violencia: se puede adjudicar así la paternidad de ésta a factores étnicos, geográficos o de cualquier índole meta social de manera que la convierten en inevitable [subrayados añadidos] (Camacho, 1991).

El término —o más bien la expresión— cultura de la violencia7 marcó durante años los debates en torno a la posibilidad o no de establecer relación entre la violencia colombiana en su permanencia, en su terca presencia en el país, con algunos rasgos de nuestra cultura y/o con la existencia de algunos "matrices culturales" que pudieran ser proclives a la violencia y, de este modo, contribuyeran a explicar los procesos violentos. En ese sentido se pronunciaba Martín-Barbero, en 1997, contra la objeción de los antropólogos:

Tengo desde hace tiempo una disidencia con algunos de los antropólogos colombianos a propósito de su rechazo a que se hable de cultura de la violencia pues encuentro en esa posición una contradicción inexplicable al atribuir a la idea "cultura de la violencia" lo que justamente es su contrario: creer (o querer) que cultura de la violencia signifique que los colombianos somos naturalmente violentos o un pueblo condenado a la violencia, es hablar de la naturaleza o una esencia que es todo lo contrario de lo que significa cultura, es decir, historia y por tanto procesos largos de intercambios y de cambios. Que sean precisamente los antropólogos los que propaguen esta confusión habla de lo extendida que está en este país la tendencia antropológica a considerar las culturas como una especie de "isla cultural, metáfora feliz del tipo de unidad que el antropólogo tiende a buscar: un espacio culturalmente homogéneo, un territorio bien demarcado, un grupo humano integrado simbólicamente y discontinuo con relación a cualquier otra isla adyacente" (F. Cruces) [subrayados añadidos] (Martín-Barbero, op. cit.).

El rechazo, a mi juicio demasiado temprano,8 al concepto de cultura de la violencia —por esencialista, según sus más aguerridos detractores— arrastró con él muchos asuntos que hubiera sido preciso introducir en el análisis, aspectos culturales que, de haberse trabajado entonces junto con las condiciones objetivas de la violencia, nos hubieran ayudado a conocer las formas de representación, los procesos y componentes simbólicos que acompañan a los actos violentos.9 En efecto, hoy podemos sostener, con Castillejo (2000), que "la violencia es un texto social [...] leer la violencia es leer las connotaciones simbólicas de los actos, es buscar entender —desde la perspectiva de quien ejecuta determinado acto— la cadena de significados que se gestan".

Pero ha pasado mucho tiempo y la concepción de cultura que se tenía entonces era, pues, entendida como esencia-lista e inmodificable. A esta apreciación se sumaron, durante años, la mayoría de las voces de los antropólogos colombianos, que impidieron el desarrollo de un estudio profundo o con una perspectiva cultural de la violencia. No en vano los antropólogos —salvo excepciones y todas muy recientes— guardaron un prudente silencio frente al tema de la violencia.10 Pese a este silencio, hubo algunos intentos que no fueron muy escuchados. Por ejemplo, Carlos Miguel Ortiz decía en 1992:

Este [el cultural] es uno de los espacios cuya discusión apremia y que debemos desarrollar en los años venideros si queremos entender la violencia. Incuestionablemente nos exigirá traspasar la órbita del Estado y adentrarnos en la sociedad. Virar de lo político al territorio de las palabras, las creencias, las significaciones; de la estadística a los lenguajes alfabéticos y corporales [...] [es] en el campo de lo cultural y las significaciones en donde me parece se gestarán en el futuro los aportes más definitivos para la comprensión de las violencias.11

Una década después, el asunto no está para nada resuelto. La categoría —para bien o para mal— continúa circulando en el debate académico colombiano, pero está demasiado cargada como para resultar útil. Esta carga peyorativa le resta toda operatividad para el análisis. ¿Debemos, entonces, renunciar a relacionar cultura con violencia o estamos obligados a ser más creativos y a construir nuevas categorías analíticas?

Frente al peso que han tomado los factores culturales para explicar diversos procesos sociales en las sociedades contemporáneas, su estudio adquiere, hoy, una enorme relevancia en las ciencias sociales y su ausencia en el análisis —en este caso frente al fenómeno de la violencia— no puede ser sino una carencia, un vacío.

Como optamos claramente por la creación de nuevas categorías analíticas para este asunto, creemos que varias razones obligan a reconsiderar el problema desde distintos ángulos:

a) Los avances en la teoría antropológica, que produce nuevas conceptualizaciones de cultura y obliga a crear nuevos conceptos de violencia.

b) El surgimiento de nuevos grupos, nuevas categorías analíticas, nuevos discursos y nuevas tramas para abordar el estudio de los fenómenos sociales.12

c) El interés creciente de la antropología en el tema de la violencia, que bien podría ser explicado en razón de las nuevas conflictividades: los eventos violentos contemporáneos, que muestran la pertinencia de abordarlos en su dimensión cultural.

 

LOS NUEVOS LUGARES Y/O LOS "OTROS" DE LA CULTURA

La problemática de la globalización contemporánea ha traído consigo, más que efectos económicos, repercusiones en el terreno cultural: ha desatado una serie de procesos sociales, culturales y políticos que aún no acaban de perfilarse.13

Por esta vía se han desarrollado debates en diferentes escenarios en torno a esos efectos en las sociedades actuales, pues sus consecuencias culturales son, al parecer, enormes. Ese es un debate en plena ebullición: la homogenización cultural y, por oposición, el multiculturalismo, las identidades, el problema de las fronteras (o la falta de ellas), la dimensión misma del territorio están siendo repensados y reconceptualizados. Estos problemas se concretan en circunstancias como la identidad desubicada en un doble proceso: la globalización de la economía y la cultura y el reencuentro y revalorización de las culturas regionales y locales; el surgimiento de nuevos movimientos socioculturales, étnicos, raciales, de género; la reconfiguración de las culturas tradicionales en comunicación e hibridación con otras culturas del mundo; el surgimiento de culturas desterritorializadas, etcétera.

Los procesos actuales son, en ese nivel, en el país y en el mundo, todo un desafío que lleva a cuestionar nociones como nación, identidad, ciudadanía, territorio, cultura, etc. Y, detrás de ellas, paradigmas tradicionalmente aceptados en las ciencias sociales. Así pues, la globalización trae consigo una serie de procesos sociales que coadyuvan a activar el debate y provocan reflexiones muy interesantes de las que no es posible sustraerse. Con los procesos de globalización, la ciudad —y los contextos urbanos en general— han pasado a ser el objeto y el espacio privilegiado de análisis en las sociedades contemporáneas. Temas como los jóvenes, lo público, la música, las percepciones y representaciones sociales, los consumos culturales, las etnias y las culturas políticas atraen el debate hacia los terrenos de la cultura. Uno de los caminos emprendidos por la antropología tiene que ver con los nuevos movimientos sociales que empiezan a generar nuevos discursos y nuevas rutas. En esta reflexión se ubican los debates sobre cultura política, que vienen reconceptualizando la cultura y haciendo lo propio con la política. Estos nuevos movimientos, impensables un cuarto de siglo atrás —mujeres, etnias, grupos minoritarios, etc.—, obligan a ensanchar los ámbitos de la política y el espectro de lo cultural. Con ellos, "el panorama se hace diverso porque otros —los otros— se hacen parte de él" (Pratt, 2001).

Es importante discutir las concepciones cambiantes de cultura y política en antropología, literatura y otras disciplinas, como telón de fondo para entender la manera como el concepto de política cultural surgió del intenso diálogo interdisciplinario y del desvanecimiento de las fronteras que ha tenido lugar durante la última década, animado por tendencias postestructuralistas (Escobar, Álvarez y Dagnino, 2001).

De ellas nos interesa, para los propósitos de este artículo, la re-conceptualización de las concepciones de cultura y de política y/o lo político y los cuestionamientos al análisis tradicional que se han hecho en el país acerca de la violencia. Por la vía de la antropología de la modernidad, la cultura ha cambiado de lugar en las sociedades contemporáneas y está alterando las formas mismas de la alteridad; se están produciendo nuevos "otros" en el discurso antropológico. Ambos cambios permiten nociones renovadas y más fecundas del concepto de cultura, menos esencialistas u ontológicas. Esta vertiente ha inaugurado la puesta en escena de nuevos objetos antropológicos que no miran lo exótico y lo otro, la alteridad, sino lo mismo, la mismidad y, por esta vía, obligan a la antropología a repensar sus objetos de estudio y a los antropólogos a un manejo distinto del concepto (Blair et al, 2003). Las culturas, en términos de Augé, pueden ser entendidas como el conjunto de relaciones de sentido socialmente instituidas (Auge, 1994). Ella define siempre una singularidad colectiva. "Nos encontramos —continúa Augé— en la época de una antropología generalizada, es decir, sin exotismos, una antropología en la que el estudio de lo social ya no puede hacer abstracción de la realidad ideológica del individuo" (ibid.: 117).

Siguiendo estas corrientes para el caso de la cultura y del enfoque antropológico —en relación con nuestro objeto de interés: el abordaje de la violencia— pensamos que, como lo sostienen los antropólogos colombianos María Victoria Uribe y Eduardo Restrepo, desde la reelaboración de herramientas conceptuales y metodológicas del discurso antropológico hoy se pueden abordar con fecundidad preguntas y situaciones que desde una lectura convencional parecieran caer fuera del orden de pertinencia antropológica (Uribe y Restrepo, 1997).

El interés reciente de la antropología (y de la cultura) en la violencia también se presenta —y es de particular interés en este caso— por la vía de los nuevos conflictos. La existencia, a fines del siglo XX, de conflictos étnicos —-guerras de una enorme brutalidad— en algunos lugares del mundo alegando razones "ancestrales" como identidades, pertenencias y odios étnicos, ha obligado a las teorías de la cultura a repensar conceptos muy arraigados en la tradición cultural y a cuestionar los escenarios y los contextos en los cuales se pensaba que se producían, atribuidos a sociedades que no terminaban de entrar en la modernidad. Aspectos como el dolor, la crueldad y el sufrimiento hoy son parte de los intereses investigativos. Igualmente lo son la reparación moral de las víctimas de la guerra y el desplazamiento, y la atención a las víctimas de situaciones traumáticas provocadas por los conflictos bélicos.14

Esta conflictividad contemporánea ha conducido a la inclusión en el análisis de fenómenos tradicionalmente mantenidos al margen de la discusión cultural, como la guerra y la violencia. En esta dirección se destaca la etnografía de la guerra, desarrollada principalmente por la antropóloga norteamericana Carolyn Nordstrom, que pone en claro que la violencia no es una involución a un estado precultural de comportamiento; como la creatividad y el altruismo, la violencia es culturalmente construida y, como sucede con todos los productos culturales, es, en esencia, sólo un potencial que da forma y contenido a individuos específicos dentro del contexto de historias particulares. La violencia es, pues, una dimensión de la existencia de la gente y no algo externo a la sociedad y a la cultura (Nordstrom y Robbens, op. cit.).

Por varias vías se está abriendo paso la reconceptualización de la cultura: por medio de la reflexión antropológica propiamente dicha, mediante los nuevos movimientos y/o actores sociales y políticos que incursionan hoy en la esfera pública y, finalmente, por la vía de la conflictividad contemporánea que confronta a las disciplinas sociales con nuevos retos explicativos frente a estos fenómenos de violencia.

Hoy, el abordaje de la violencia desde la cultura, aunque insuficiente, evidencia el resurgimiento de esta preocupación, que había sido bastante postergada. Porque lo que resulta medianamente claro es que no podemos seguir pensando el problema de la violencia sin relación con la cultura. Con estas reconceptualizaciones y los cambios operados en la noción y en su manejo, es preciso abordar el análisis de esta relación sin caer en el uso esencialista de la cultura, como si ésta fuera una segunda naturaleza que explicara los intercambios violentos e hiciera a unos pueblos o sociedades más propensos que otros a tramitar los conflictos por medio de la violencia. Hoy es posible repensar ambas nociones y entablar un diálogo fecundo entre ellas.

 

EL DEBATE CON LA CULTURA EN EL ANÁLISIS DEL CASO COLOMBIANO

Si hablamos en términos de la naturaleza del conflicto colombiano, digamos que hay una mezcla —por momentos bastante confusa— entre guerra y violencia(s). Pero si hablamos de temporalidades del fenómeno, estamos ante una simultaneidad de procesos que no facilita la tarea: viejas violencias,15 guerras antiguas16 y conflictos contemporáneos.17 En efecto, estamos ante un conflicto político armado de grandes proporciones en el tiempo y en el espacio, de múltiples violencias ligadas al tráfico de drogas, o manifiestas en el ámbito de lo social pero incubadas y/o alimentadas en el contexto del conflicto armado.

 

Las primeras voces en este camino

A mediados de los noventa, el silencio de los analistas con respecto a la cultura en el análisis de la violencia empezó a quebrarse. Autores como Jaime Arocha,18 Myriam Jimeno (Jimeno y Roldán, 1996) o Carlos Mario Perea (1996) introducen la variable cultural en el análisis. Jimeno incursionó, en un primer trabajo, en una perspectiva analítica bastante interesante desde lo cultural para abordar y explicar las experiencias cotidianas de violencia y, en un segundo trabajo, un artículo publicado en 1998, se interroga nuevamente acerca de las situaciones de violencia cotidiana, de los significados culturales de los actos violentos y sus representaciones en diversos sectores de población. Perea, por su parte, lo hace a partir de la indagación en torno a los capitales simbólicos bajo los cuales operó la violencia de mediados de siglo en Colombia. Apoyado en el análisis cultural de Clifford Geertz, interroga esa trama de símbolos y de construcciones imaginarias que sustentan la eliminación del otro, elaboradas a partir de lo que él llama el sustrato cultural de los partidos políticos; sustrato idéntico, dado que los partidos se ubican en los mismos lugares de producción del sentido que, sin embargo, explica el gesto del enfrentamiento. Finalmente, inmerso también en esta perspectiva está un trabajo más reciente de Oscar Useche quien, a partir del análisis de la violencia urbana, introduce de una manera privilegiada la dimensión cultural para asumir las violencias como formas de significación, como formas de ser en las ciudades. Para trazar lo que él llama una cartografía de las violencias asigna —en sus propias palabras— un "lugar central al entramado de la cultura en medio del cual se cocinan los significados de la vida y las raíces de la violencia" (Useche, 1999).

En los últimos años Daniel Pécaut, sociólogo francés y reconocido analista de la violencia colombiana, pese a su reticencia a utilizar la expresión cultura de la violencia ha empezado a introducir muchos elementos culturales en sus análisis. Aun cuando sigue pensando que la cultura de la violencia es una noción "hechiza y perezosa", muy poco explicativa, ya introduce una salvedad cuando afirma: "[...] salvo si ésta se articulara a un contexto histórico preciso" (1997). Por lo demás, todos sus artículos recientes (1994, 1998) aluden, de una u otra manera, a la presencia de factores a todas luces culturales. Por ejemplo, cuando plantea que las interacciones cotidianas están sometidas a rituales fundados en la violencia (1997); o cuando señala el control social y moral que ejercen y se abrogan unos actores armados sobre otros [milicianos sobre "viciosos"] con una enorme aceptación social (1998); o cuando insiste, por ejemplo, en la fragilidad de una simbólica unidad nacional, "particularmente incierta [...] [y] que se debilita cada día más con las múltiples violencias que despiertan un sentimiento difuso de inseguridad" (1998). También cuando se pronuncia acerca del interés por esclarecer los valores o la relación de los colombianos con las normas —y con la ley—, que tienen que ver con la violencia, "violencias productoras de toda suerte de reglas delineando los contornos de un universo que tiene muy poco que ver con el universo político institucional donde lo legal y lo ilegal, las demandas de justicia y dignidad y la delincuencia conviven y se entremezclan" (1998). O cuando ya no aparece tan ajena en su análisis la vinculación de la violencia con la identidad: "la violencia ofrece, en algunos casos, la posibilidad de construirse una identidad mediante la pertenencia a un grupo" (1998); vinculación que se manifiesta también cuando afirma que "la identidad misma del individuo ha sido tocada por la violencia" (1998) o cuando sostiene que "el desarrollo de identidades que se presentan como identidades culturales pueden llegar a ser en los años que vienen otra posibilidad de conflicto" (1994). Asimismo, cuando señala la importancia de desentrañar el imaginario de la violencia, entre otros aspectos.

La violencia en Colombia, según Pécaut, se ha convertido "en un modo de funcionamiento de la sociedad" (1997). Carlos Mario Perea, por su parte, sostiene que es "en una práctica obligada de los aconteceres colectivos" (1996). Mientras para Peter Waldmann ha llegado a "ser parte de las estructuras y no algo externo a la sociedad, esto es, un componente de su orden social" (1999). Estos tres argumentos de reconocidos analistas, donde la violencia es banalizada, cotidianizada, aceptada, es decir, inserta en contextos culturales, a la par con el recrudecimiento y la degradación que este fenómeno ha ocasionado en la sociedad, deberían bastar para interrogar a profundidad ese contexto cultural en el que se produce la violencia y los nuevos significados culturales que este contexto violento ayuda a crear.

Ahora bien, a pesar de la importancia y a la necesidad reconocida hoy —aunque un poco tímidamente todavía— de introducir los aspectos culturales en el análisis de los fenómenos violentos, en el caso de la violencia colombiana existen grandes limitaciones para hacerlo en el terreno teórico y metodológico. En lo teórico porque ante la ebullición del debate no acaban de perfilarse los nuevos paradigmas de la cultura desde la antropología.19 Y en el ámbito metodológico porque los análisis que finalmente han involucrado la perspectiva cultural no son suficientes para definir operativamente todos los instrumentos analíticos y todas las herramientas metodológicas que se precisan. Aún no se sabe muy bien de qué manera abordar la incidencia de lo cultural en la producción de la violencia o de qué manera situaciones de violencia pueden construir nuevas significaciones culturales. O cómo construyen diversos actores sociales —en un contexto de violencia— sus tramas de significación. ¿Cómo pensar las representaciones sociales, los imaginarios, los elementos mágicos, religiosos y rituales que entran en juego en la producción de la violencia?, ¿cómo captar el lenguaje o los lenguajes verbales y/o corporales mediante los cuales se expresa la violencia?, ¿cómo aprehender y operacionalizar las percepciones de la gente en torno a distintos aspectos de la vida cotidiana que tienen enorme incidencia en la reproducción de la violencia?, ¿a partir de qué conceptos o categorías desentrañar las tramas de símbolos con las cuales se tejen las acciones violentas?, ¿qué tanto inciden y cómo pueden entenderse aspectos como la aceptación y/o la banalización de la violencia?

Trabajar el tema de la violencia como se hizo hasta ahora tiene, sin duda, sus razones históricas, culturales y políticas que van más allá de la calidad de los enfoques o de los investigadores. Pero ha llegado el momento de ahondar en las interrogaciones que la violencia genera desde la dimensión cultural. Esto no es posible hacerlo más que a condición de "saldar cuentas" en el terreno teórico con el debate no siempre bien planteado (y nunca resuelto) de la cultura de la violencia, y a condición —en el nivel metodológico— de ir construyendo y depurando categorías analíticas lo suficientemente consistentes para el análisis. Una vez identificadas o perfiladas las concepciones de cultura y esclarecidos los enfoques teóricos y analíticos que se abren paso hoy, debemos apoyarnos en las nuevas reflexiones culturales para tratar de establecer precisiones —en el mejor de los casos, redefiniciones o reconceptualizaciones— y, finalmente, diseñar a partir de ahí una propuesta metodológica de aproximación al análisis de diversas dinámicas violentas desde la cultura.

 

RETOS EN EL HORIZONTE

Lo más cercano a la reflexión en torno a la relación entre cultura y violencia que se ha conocido en el país aparece del lado de la llamada antropología del conflicto, planteada por María Clemencia Ramírez.20 Siguiendo su reflexión, es posible concluir que se necesita una concepción que permita mostrar que la cultura no es una esencia y que su relación con la violencia es de doble vía, en tanto "la violencia en lugares donde se ha vuelto parte de la vida cotidiana puede incidir en la construcción de significados culturales y no necesariamente es una cultura dada la que explica el comportamiento de los individuos". Se requiere, entonces, de una visión interpretativa que enfatice la producción de significados culturales en el contexto de una práctica social cambiante (ibid.: 64) y, en este caso, violenta.

Desde esta perspectiva interpretativa, la cultura entra en el análisis de la violencia, en primer lugar, por la vía de la palabra: el discurso deja de tratarse como grupos de signos y se trata como prácticas que forman los objetos de los que se habla. Dado que la gente está confrontando el mundo contextual —experiencias de conflicto y violencia— y el mundo narrado —cómo se relata el evento—, la experiencia es mediada por significaciones culturales e interpretaciones (ibid.: 71). En este sentido, es fundamental comprender la o las maneras en que se narra la experiencia vivida y, a la vez, cómo se construye la realidad mediante los relatos, pues estas narrativas construidas culturalmente no sólo representan eventos, sino que cambian su configuración. Siguiendo el análisis de Perea ya citado, Ramírez señala que estamos ante discursos que construyen y generan acciones violentas y que constituyen un aspecto central en el análisis discursivo de la violencia (ibid.: 73).

Asimismo, es preciso apropiarse de las nuevas conceptualizaciones de la cultura y de la ampliación de los "otros" antropológicos, para incursionar en el análisis de la violencia, camino posible si se sigue la pista a la reflexión en torno a la etnografía de la guerra, que deja ver que una de las formas más precisas para identificar la manera en que la cultura se encarna en las guerras es mediante el seguimiento al ejercicio de la violencia producido —más que un seguimiento a la guerra misma— y, en segundo lugar, por medio de un acercamiento a este ejercicio de la violencia en la cotidianidad de las poblaciones (actores armados y civiles) que son el teatro de la guerra.

Con estas nuevas reflexiones podemos tener una visión más fluida de los procesos culturales en situaciones de conflicto, por medio del análisis de sujetos o actores sociales determinados que se interrelacionan inter subjetivamente, que construyen imágenes el uno del otro, que negocian y "crean cultura permanentemente" (ibid.: 76). No se trata, entonces, de asumir el problema desde la perspectiva de situaciones violentas donde la cultura interviene de algún modo, sino de situaciones violentas mediadas en su acción y en su reproducción por significados simbólicos y culturales.

 

PALABRAS FINALES

El debate acerca de la relación entre cultura y violencia continúa abierto. Con todo, las nuevas reflexiones de cultura permiten un concepto más cercano a la cotidianidad, más móvil, menos estetizante y folclórico, menos esencialista. Con esta reconceptualización en el horizonte, los analistas podemos replantear la relación entre cultura y violencia sin negarle al análisis lo que hoy se revela urgente: la perspectiva o la mirada cultural al fenómeno de la(s) violencia(s).

 

BIBLIOGRAFÍA21

Auge, Marc (1994), El sentido de los otros. Actualidad de la antropología, Barcelona, Paidós.         [ Links ]

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Notas

1 La dificultad de hacerlo ha sido señalada por más de un autor. La pregunta que podemos hacernos aquí es si al querer ponerle "apellidos" a la violencia —violencia política, violencia social, violencia juvenil, violencia sexual, violencia étnica, etc.— no estamos vaciando de contenido el concepto mismo.

2 Si bien ha sido una tarea de la antropología desde siempre, la dificultad para llegar a acuerdos o consensos en torno a las distintas conceptualizaciones también lo ha sido.

3 Hay quienes plantean —no sin cierta razón— que el discurso construido para la violencia desde la academia la invisibiliza. Santiago Villaveces señala la movilización de significados que tiene el concepto de violencia, conceptualización que termina por borrar el hecho violento, que en sí mismo se escapa. En el discurso, por aprehender el hecho no se presenta el sufrimiento real, la cara humana de la violencia. Los discursos terminan, así, por invisibilizar lo que ocurre en la realidad concreta, hechos que tienen tanto exceso de significado que no se pueden aprehender en un discurso o termina primando la explicación sobre el hecho (Villaveces, 1996).

4 Una dimensión que algunos nombran dimensión expresiva de la violencia (Valencia, 2001).

5 Véase también Vidal (1996).

6 El término y el debate alrededor de su uso surgió —o en todo caso fue más visible— a partir del informe de la comisión de "violentólogos" creada por el Gobierno Barco en 1987.

7 En el segundo lugar de este distanciamiento entre cultura y violencia está Daniel Pécaut, quien ha manifestado claramente su rechazo al uso de ese concepto. Dice Pécaut, "Yo no suscribo la idea de una cultura de la violencia [...] con frecuencia la explicación por la cultura y más tratándose de la violencia arriesga con ser perezosa y revestir un aspecto tautológico" (Pécaut, 1997).

8 Demasiado temprano y demasiado fácil. Detrás del concepto, que puede en efecto no ser muy afortunado, se alejó, sin embargo, cualquier posibilidad de análisis desde la dimensión cultural.

9 La violencia necesita para reproducirse, más que armas y actores violentos, tramas de significación (Clifford Geertz), es decir, sentido. El análisis actual precisa, pues, esclarecer, además de los contextos materiales de la violencia (tradicionalmente analizados), los contextos donde su dimensión simbólica tiene un sentido, es decir, los contextos culturales a partir de los cuales la violencia es ejecutada, leída, pensada, narrada y significada. Dicho análisis daría cuenta de esos componentes más inmateriales que, sin embargo, inciden tanto o más que las armas en la producción y reproducción de la violencia.

10 Las excepciones son Castillejo (2000), Serrano (1998), Muñoz (1998) y Ramírez (1997).

11 Sin embargo, la respuesta a este llamado fue bastante pobre, quizá porque, como lo menciona el mismo Ortiz, "la dimensión cultural del problema, hay que reconocerlo, es la más compleja, la de más largo plazo en sus terapias, la que mayormente desborda la esfera jurídica y estatal de soluciones y la que en mayor grado concierne al conjunto de la sociedad". Quizá sea por esto que no hemos querido mirarla. Véase Ortiz (1992).

12 En este campo, son sugerentes los estudios de cultura urbana y de jóvenes que se han topado con la violencia entrando al análisis de los fenómenos sociales por la vía de la cultura: nuevas subjetividades, nuevas sociabilidades, nuevas identidades. Véanse Serrano (1998) y Muñoz (1998).

13 La globalización no es el tema central; por eso, sólo se menciona como proceso en la base de las transformaciones que sí son nuestro tema.

14 Véanse diversos artículos acerca de situaciones traumáticas de guerra elaborados por historiadores, mediante historia oral, y por antropólogos, muchos de ellos recogidos en la revista Historia, Antropología y Fuentes Orales, núm. 24, Universidad de Barcelona, 2000.

15 Para mencionar sólo un caso, la llamada VIOLENCIA, con mayúsculas, que va de 1945 a 1965, caracteriza todo un periodo histórico, como decir la República liberal de los años treinta.

16 Tampoco el conflicto armado colombiano es reciente. Los primeros grupos guerrilleros surgieron en 1964 en Marquetalia. A ellos se suman nuevos grupos en los años posteriores, como el ELN, el EPL, el M-19. Con avances y retrocesos, la guerrilla no ha desapreciado del escenario político y social colombiano.

17 Varios conflictos, especialmente del ámbito urbano, evidencian la pertinencia del cuestiona-miento de subjetividades, identidades y ciertas sensibilidades de los jóvenes que son construidas en contextos de conflicto y violencia. De otro lado, la misma conflictividad contemporánea de la guerra obliga a considerar ciertas similitudes o rasgos parecidos a los manifestados en conflictos en otras latitudes.

18 En 1990 Jaime Arocha, antropólogo colombiano, creó el Observatorio de Convivencia Étnica, un programa comparativo de investigación disciplinaria que investiga los mecanismos de resolución de conflictos en otras culturas (principalmente indígenas y afrocolombianas). Dentro del observatorio se han producido algunos trabajos de grado en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá.

19 Hay debates abiertos entre las corrientes geerztianas y entre estructuralistas y postestructuralistas, mientras en la academia francesa (y en general europea) se desarrolla el debate en torno a lo que ha dado en llamarse antropología de la modernidad, representada principalmente por Marc Augé.

20 Vale la pena mencionar, sin embargo, que buena parte de los autores que ella retoma como reflexiones recientes de la llamada antropología del conflicto no son conocidos aún en el país. Y en esa medida, su trabajo sigue siendo pionero en el camino de la reflexión teórica y metodológica de la apertura hacia la cultura en relación con la violencia. También vale la pena mencionar los esfuerzos analíticos de algunos estudiantes de antropología, miembros del grupo de investigación Cultura, Violencia y Territorio que, en sus trabajos de tesis, empiezan a abordar este estudio (Gómez, 2003).

21 Es imposible citar la totalidad de referencias que me han sido útiles para escribir esta ponencia, pero la mayoría de ellas han sido trabajadas en años en la investigación sobre violencia. Citaré solamente las que por abordar directamente el problema de la cultura han sido re-trabajadas para escribirla; las que de alguna manera polemizan con el concepto de cultura y finalmente las que aparecen citadas en el texto.

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