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Historia y grafía

Print version ISSN 1405-0927

Hist. graf  n.60 México Jan./Jun. 2023  Epub Feb 13, 2023

https://doi.org/10.48102/hyg.vi60.429 

Expediente

Formas de pensar la historia

Ways of Thinking about History

Historia y teoría política

History and Political Theory

Frank Ankersmit Groningen* 

Traducción:

Adriana Santoveña Rodríguez

*Groningen University Holanda. Correo: f.r.ankersmit@xs4all.nl


Resumen

Este artículo busca definir la naturaleza de la teoría política y su relación con la historia, una relación en la cual puede identificarse una tensión fundamental: si bien, por un lado, la historia llegó a convertirse no sólo en el contexto, sino en la esencia del pensamiento político, por el otro, un pensamiento político historizado, cuyo interés se centra en las verdades absolutas, ha sido rechazado en cuanto contradictio in terminis. Con el fin de explorar esta tensión y sus consecuencias para el desarrollo de la teoría política, este ensayo comienza esbozando la relación entre la historia y la filosofía del derecho natural, para después profundizar en dos variantes del maquiavelismo: una que se articula en torno a la noción de arcana imperii y otra que se expresa en las discusiones sobre raison d’état. A lo largo del argumento, sostengo no sólo que la historia y el pensamiento político siempre han estado entrelazados, sino también que el pensamiento político, en sus dos variantes maquiavélicas, radica en el centro de la escritura histórica.

Palabras clave: teoría política; historia; Leo Strauss; Nicolás Maquiavelo; arcana imperii; raison d’état

Abstract

This article aims at defining the nature of political theory and its relation to history, where a fundamental tension can be identified: if, on one hand, history became with time not merely the context but the essence of political thought, on the other, a historized political thought, concerned with absolute truths, has been rejected as a contradictio in terminis. In order to explore this tension and its consequences for the development of political theory, the essay first outlines the relation between history and natural law philosophy, and then it dwells on two variants of Machiavellism: one articulated around the notion of arcana imperii and a second one expressed in the discussions on raison d’état. I contend throughout the argument, not only that history and political thought have always been intertwined, but that political thought, in its two Machiavellian variants, lies at the core of historical writing.

Keywords: political theory; history; Leo Strauss; Niccoló Machiavelli; arcana imperii; raison d’état

Teoría política1

1. Introducción

La teoría política es la disciplina que se enfoca en el orden político en que vivimos los seres humanos. Puede tratar de justificar o de atacar este orden, puede hacer cualquiera de estas dos cosas mediante argumentos filosóficos o históricos, y se puede pensar en muchas otras variantes. De allí que la naturaleza de la disciplina sea difícil de definir. Bajo estas circunstancias, resulta por demás aconsejable considerar la historia de la teoría política: la historia de una noción a menudo nos ofrece los mejores medios para entender su naturaleza. Esta historia la encontraremos en los libros de texto sobre la historia del pensamiento político desde “Platón a la OTAN”, como uno de ellos se intitula.2

Si examinamos los índices de contenido de estos libros de texto, parecería que hay un gran acuerdo sobre quiénes son los filósofos políticos más importantes del periodo anterior a 1800. Sin importar con quién se inicie la teoría política clásica, con el político Pericles, el historiador Herodoto, o el arquitecto Hipodamo de Mileto, todos los libros de texto presentan a Platón, Aristóteles, Cicerón y, quizá, Polibio, como los teóricos clásicos más importantes. El acuerdo es aún más unánime para el periodo que va de la Edad Media al siglo XIX, que bien podría considerarse la Edad de Oro en la historia del pensamiento político. Todos los libros de texto abordan grosso modo el mismo grupo de teóricos, que incluye a autores como Maquiavelo, Bodin, Althusius, Grocio, Hobbes, Spinoza, Locke, Montesquieu, Hume, Bentham y Kant.

Ahora bien, el consenso entre los autores de libros de texto parece ser mucho menor cuando se trata de los teóricos más importantes después de 1800. No existe un canon universalmente aceptado para este periodo posclásico en la historia del pensamiento político. Sin duda nunca faltará un análisis sobre Hegel y Marx, pero, más allá de estos nombres tan evidentes, cada historia de la teoría política elige su propio camino a través de las vicisitudes de la sociedad occidental de los siglos XIX y XX. De tal suerte, Sabine (quizá el mejor libro de texto, y el más utilizado, aún después de 50 años) no menciona a Tocqueville, mientras que otros suelen ver en Tocqueville precisamente al analista más perspicuo de la democracia (de principios del siglo XIX). Steinvorth no menciona a utilitaristas como Bentham o James y John Stuart Mill, quizá porque le resultan demasiado ingleses. Sin embargo, Steinvorth tiene un extenso capítulo sobre Weber, que no suele estar en la lista de los diez mejores entre los autores anglosajones de libros de texto. Existe una falta de claridad muy similar en torno a la importancia histórica de figuras como Nietzsche, Freud, Croce, Barrès, Tonnies, Pareto, Schumpeter, Hayek o Arendt. Incluso movimientos como el nacionalismo, de cuya importancia histórica es imposible dudar, aparecen en algunos libros de texto y no en otros.

Podrían ofrecerse varias explicaciones sobre esta situación, pero aquí me limitaré a la más convencional, puesto que también es la mejor introducción a este ensayo. La explicación procede en dos pasos. En primer lugar, se señala que la historia comenzó a desempeñar un papel cada vez más prominente en el pensamiento político desde principios del siglo XIX. Hay mucho de cierto en esta observación. Si bien es indudable que el pensamiento político más fructífero del periodo anterior también se inspiró en problemas históricos concretos (pensemos en el Leviatán de Hobbes como reacción a la revolución puritana o en Locke cuando responde a la autocracia de Jaime II), estos problemas políticos muy concretos y delimitados temporalmente siempre se traducían de inmediato al lenguaje ahistórico de la filosofía del derecho natural. Por otra parte, la teoría política del siglo XIX se negó de manera consistente a abandonar e ignorar la dimensión histórica de los temas políticos que investigaba: siempre respetó el contexto histórico concreto del tipo de temas políticos que intentaba abordar. Aquí basta con pensar en teóricos como Hegel, Marx, Comte, Spencer, Tocqueville o Weber. La historia dejó de ser meramente el contexto y se convirtió en la mismísima esencia del pensamiento político.

El segundo paso tiene que ver con la tensión, o incluso la abierta animosidad, entre la filosofía en general y el pensamiento político en particular, y la inevitable historización que se deriva de un enfoque histórico. Debido a esta animosidad, la desorientación del pensamiento político posclásico es fácil de explicar: un pensamiento político historizado parecería ser una contradictio in adjecto. Dado que de una contradicción lógica puede derivarse cualquier afirmación, puede esperarse que una disciplina con una contradicción en su centro se mueva en cualquier dirección. Huelga decir que esto ha sido el trasfondo de la crisis del historicismo provocada por la supuesta incompatibilidad de los valores atemporales y el cambio histórico.

Este tema fue formulado de manera por demás sucinta por el teórico político germanoestadounidense Leo Strauss, cuyas ideas siguen influyendo en el pensamiento político estadounidense contemporáneo.3 En Derecho natural e historia, Strauss argumenta de qué manera la historia y el historicismo pueden incluso dar como resultado la muerte de la teoría política, y de toda especulación política. De acuerdo con Strauss, “no puede haber derecho natural si no hay principios inmutables de justicia, pero la historia muestra que todos los principios de justicia son mutables”.4 Y para Strauss -al igual que para los neokantianos que se involucraron en la crisis del historicismo-, la teoría política no puede ser sino justamente esta búsqueda de verdades morales y políticas inmutables. Por lo tanto, la filosofía del derecho natural que afirmaba deducir tales verdades políticas inmutables de la naturaleza del individuo humano era para Strauss el único modelo confiable de todo el pensamiento político. Como consecuencia, la historia debía eliminarse del pensamiento político. Strauss tachó de insatisfactorio incluso a Hegel, quien intentó trascender la historia y el cambio histórico presentando la historia como algo que se movía hacia un momento de verdad absoluta y transhistórica. La objeción de Strauss es que Hegel no ofrece una legitimación de estas verdades morales y políticas transhistóricas o absolutas que se presentan al final de la historia, y que además sea independiente de la historia misma. Como el propio Strauss apunta: “no es posible asumir simplemente que se vive o se piensa en el momento absoluto [es decir, el fin de la historia según Hegel (F.A.)]; de alguna manera, se debe mostrar cómo el momento absoluto puede reconocerse como tal”.5 Mientras no encontremos unos criterios ahistóricos de lo que es moral y políticamente correcto, no podremos alcanzar una evaluación moral y política de lo que podemos encontrar, con Hegel, al final de la historia. En pocas palabras, la verdad en la historia es incompatible con la verdad en la teoría política, y cualquier esfuerzo por fundar la teoría política en la historia equivale a construir sobre arenas movedizas.

Esto será entonces el tema del presente ensayo. Primero, ¿tiene Strauss razón cuando argumenta que una teoría política histórica o historicista es una contradictio in terminis? Y, segundo, al abordar este asunto, es mejor enfocarnos en la relación entre historia y filosofía del derecho natural, pues si Strauss tiene razón, es allí donde el conflicto entre historia y teoría política se manifestará de manera más clara. Y esto significa que tendremos que concentrarnos en el periodo anterior a 1800.

2. La historia y la filosofía del derecho natural

Si queremos entender la relación entre historia y filosofía política durante este periodo, será necesario, antes que nada, tratar de aclarar su estatus como disciplinas o como formas de conocimiento. En relación con la historia, lo mejor será empezar con la erudita Cognitio historica. Die Geschichte als Namengeberin der frühneuzeitlichen Empirie de Arno Seifert. En esta obra, Seifert demuestra que, en el periodo estudiado, la palabra “historia” tenía dos significados. En primer lugar, podía referirse a los acontecimientos de la historia humana y al relato de estos acontecimientos por parte del historiador. Evidentemente, así es como nosotros utilizamos la palabra y también como se utilizaba en la Antigüedad griega y romana. Cabe agregar, empero, que cuando en los siglos XVI a XVIII se usaba en este sentido habitual, solía asociarse en primera instancia con la historia clásica. Pasó algo de tiempo antes de que su uso general incluyera la historia de las naciones, las guerras o las personas ilustres de periodos posteriores.

Sin embargo, en segundo lugar, la palabra podía referirse al “conocimiento empírico” que pudiera tenerse en cualquier ámbito de la experiencia y el conocimiento humanos. Este uso se apega al significado original de la palabra griega “historein”, que quiere decir “investigación”, “pesquisa” o “información” en general. Incluso hoy en día se llega a hablar de “historia natural” en lugar de “biología”, lo cual es un legado del uso de la palabra “historia” en esta acepción. La forma en que Kant escribe sobre física experimental resulta característica: “la física experimental es histórica, pues se relaciona con hechos singulares. Es sólo gracias a las leyes generales como se vuelve en verdad racional. La historia sólo nos ofrece material para el conocimiento racional”.6 Hasta Kant, “historia”, el conocimiento histórico, era fundamentalmente un “cognitio singularum”, es decir un conocimiento de hechos individuales, y, por ende, tenía el carácter de todo “conocimiento precientífico que permanece cercano a la realidad”.7 Los acontecimientos históricos en nuestro sentido de la palabra constituían sólo una subclase de la totalidad de este conocimiento. El resultado era que las propiedades más generales de este tipo de conocimiento tendían a adherirse a la historia en nuestro sentido de la palabra.8

A primera vista podría observarse aquí un adelanto de la distinción neokantiana entre las ciencias históricas idiográficas y las ciencias naturales nomotéticas. Sin embargo, esto implicaría proyectar una noción moderna de la relación entre lo individual y lo general sobre una concepción más antigua de la relación entre lo que es histórico y lo que es ciencia. La diferencia radica en que la perspectiva moderna considera que el conocimiento de individuos -aun cuando no sea general- puede ser un conocimiento cierto. Basta pensar en afirmaciones como “el gato está en el tapete”. Como explica Seifert, esto se evidencia en el hecho de que el “conocimiento histórico” en el periodo estudiado se considerara comúnmente como un conocimiento que era sólo “probable”. Y a esto habría que agregar de inmediato que la palabra “probable” no debe relacionarse con la noción moderna de lo que es “estadísticamente probable”. Aquí hemos de arreglarnos con el uso aristotélico de la palabra “probable”, y sólo cuando tenía la connotación de creencias que eran inevitable e irrevocablemente inciertas, incompletas y poco fiables. O bien, como dijo Hammerstein: “el ámbito de lo probable es el conocimiento incompleto de experiencias ajenas”.9 Algunos autores del siglo XVII, como Vossius, llegaron a negarle a “lo histórico” no sólo el estatus de ciencia, sino incluso el de arte o disciplina.10

En resumen, en el sentido que aquí se examina, la “historia” abre un ámbito de una incertidumbre epistemológica insuperable donde sólo podemos movernos a tientas y donde nunca puede asegurarse un contacto exitoso con la realidad, ni en la forma de conocimiento ni de cualquier otro modo. El conocimiento probable pertenece al ámbito de las “doxai”, de lo que es mera opinión pública, y donde en un debate abierto y público una perspectiva y su opuesto pueden coexistir en paz sin que sea posible identificar cuál es correcta y cuál incorrecta. Se sigue que la única vía a la verdad histórica que le resta al historiador es aseverar en su trabajo “doxai” que formen parte del inventario de conocimiento de casi cualquier persona. Un libro como Essai sur les moeurs de Voltaire, que presenta un panorama nuevo y fascinante del pasado, pero sin mencionar hechos históricos nuevos, desconocidos y, por ende, dudosos, podría infundir mucho más respeto que las obras de los érudits cartesianos. Mientras que a partir del historicismo la presentación de hechos históricos nuevos es bienvenida -quizá incluso es considerada la esencia de la escritura histórica-, el paradigma aristotélico del conocimiento histórico requiere que el historiador capitalice lo que ya es conocimiento común. Desde esta perspectiva, no sólo deberíamos admirar el ingenio de Gibbon, sino también, y aún más, su valor, cuando en su Decline and Fall presenta tantos hechos históricos desconocidos para sus lectores. Podría decirse que su combinación revolucionaria de las concepciones aristotélica y cartesiana del hecho histórico sólo era aceptable para su público, y sólo podía tener tan enorme éxito gracias al majestuoso flujo retórico de su prosa. Su retórica transformó los nuevos hechos en “doxai”; y, sin el apoyo indispensable de su retórica, no habría sido sino un lastimoso pedante a ojos de sus lectores.

Sin embargo, la filosofía -y lo mismo puede decirse de la filosofía moral y política- era considerada una disciplina que nos presenta cierto conocimiento, al igual que las ciencias. Así, a la física solía llamársele “filosofía de la naturaleza”. Se sigue que la historia no podría sernos de ninguna ayuda si lo que buscamos es una ciencia de la sociedad. Una ciencia de la sociedad tal -como la que intentó desarrollar la filosofía del derecho natural- sólo podría basarse en las certezas indudables que más adelante se asociarían con las alcanzadas por el yo cognitivo cartesiano. Ésa era la sugerencia de Grocio -que por supuesto no era cartesiano- en los Prolegomena metodológicos de su De iure belli ac pacis: “mi primer interés ha sido relacionar aquellas cosas que tienen que ver con el derecho natural con nociones que son tan ciertas que nadie podría negarlas, a menos que se violentara a sí mismo. Los principios del derecho natural son, si la mente los percibe correctamente, casi tan obvios y autoevidentes como las cosas que percibimos con nuestros sentidos”.11 En otra obra incluso equipara los argumentos en matemáticas con los argumentos en filosofía del derecho natural.12 Así, aunque Grocio no era en lo absoluto hostil al argumento histórico -podemos pensar en cómo usa (o más bien abusa de) la historia en su De antiquitate reipublicae Batavicae para demostrar que la soberanía de Holanda siempre había residido en los Estados generales y no en sus dirigentes-, la historia no desempeñaba papel alguno en su filosofía del derecho natural. De manera similar, buena parte de las teorías del contrato social que se plantearon desde Grocio en los siglos XVII y XVIII reducían la historia al acontecimiento absolutamente decisivo de la fundación prehistórica de la sociedad. Lo mismo puede decirse de Rousseau siglo y medio después. Aun cuando se esté de acuerdo con Lionel Gossman, o con Horowitz en su influyente libro sobre Rousseau de hace unos diez años,13 sobre el hecho de que la historia es más relevante en el pensamiento político de Rousseau de lo que los estudios contemporáneos sobre Rousseau estaban dispuestos a reconocer, debe admitirse que la historia seguía siendo para Rousseau una categoría abstracta que nunca abarcó la plenitud y el detalle concreto de la historia de una nación, por ejemplo.

En este contexto, la postura de Hegel es de interés particular. Hegel se abrió camino a través de esta jerarquía disciplinaria tradicional de la historia y la filosofía con su esfuerzo por desarrollar una “philosophia” de la “historia”. Quería llevar la luz de la verdad filosófica a ese dominio de lo que es meramente “probable”, el dominio de la verdad histórica; o, en sus propias palabras: “el único propósito del enfoque filosófico es eliminar la mera contingencia del conocimiento histórico”. Y esperaba cumplir este propósito atribuyendo a la Razón filosófica un papel en la propia historia. “La única idea que presenta la filosofía de la historia -afirma Hegel en su lección sobre filosofía de la historia- es la sencilla idea de la Razón, que la Razón rige el mundo y que la historia es un proceso racional”.14 Y la Razón es suficiente, dado que está activa en el propio pasado y, por lo tanto, se reconocerá, cobrará conciencia de sí misma si se aplica a lo que es, de hecho, su propio pasado.

Como es bien sabido, los historiadores historicistas acusaron a Hegel de “descubrir” en el pasado las verdades históricas y políticas que él mismo había escondido en él. Para pensadores como Ranke o Humboldt, la Verdad sobre el pasado sólo podía encontrarse investigando los hechos históricos y no mediante la ociosa especulación filosófica.15 A decir verdad, esta afirmación, bien conocida y en apariencia tan humilde, es crucial si se ubica en el contexto de esta historia de la relación entre disciplinas que estamos examinando, pues equivale a una revolución total de esta jerarquía: al hecho histórico se le atribuye ahora la absoluta certeza que antes se le atribuía a la filosofía, mientras que la filosofía se ve degradada al dominio de lo meramente “probable”. La filosofía de la historia de Hegel encarna, por lo tanto, un momento crucial en la historia de la relación entre las dos disciplinas estudiadas: el rango de la historia siempre había sido inconmensurablemente menor que el de la filosofía; acto seguido, Hegel elevó la historia al estatus de la filosofía y, por un breve momento, ambas se sostuvieron en un precario equilibrio en su filosofía de la historia. No obstante, después de Hegel los papeles se invirtieron: la filosofía se vio reducida al estatus humilde que antes tenía la historia, mientras que la historia se convirtió en la base sólida de la filosofía, en particular de la filosofía política. Dentro de este escenario, el sistema de Hegel podría verse como el resultado, el exponente, o una ejemplificación de este movimiento de las disciplinas, y no tanto como su causa. Quizá, por lo tanto, sería sensato ver en este movimiento de las disciplinas una especie de “longue durée” en la historia intelectual, que podría generar cambios en la “superficie” -como la filosofía de la historia de Hegel- más que depender de ellos. Por supuesto, así es como el Foucault de Les mots et les choses nos habría exigido ver el asunto.

3. Maquiavelo

Este panorama straussiano de un conflicto irreconciliable entre la historia y la filosofía del derecho natural es, empero, demasiado simple y debe pasar por revisión. Debe corregirse considerando la influencia profunda y omnipresente de Maquiavelo sobre casi toda la filosofía del derecho natural. Huelga decir que Maquiavelo siempre exigió a los políticos y teóricos políticos estar conscientes del contexto histórico concreto dentro del cual debe ocurrir cualquier acción política. En el Prefacio a sus Discursos sobre la primera época de Tito Livio, Maquiavelo ya afirmaba que “el conocimiento de las historias” es la fuente primaria de todo el conocimiento político útil. En el propio libro, Maquiavelo demuestra ampliamente qué conocimiento político puede obtenerse de Ab urbe condita de Livio. En otro lugar del texto, escribe que “es fácil para quien examina el pasado prever diligentemente las cosas futuras en cada república”,16 y esto sin duda identifica la historia y la experiencia que ésta enseña como la única base sensata para la acción y el pensamiento políticos exitosos.

Esto está claro. Sin embargo, la claridad es menos obvia cuando se examina de qué manera el uso que Maquiavelo hace de la historia choca por fuerza con la filosofía del derecho natural, si es que esto ocurre. El propio Maquiavelo nunca abordó este tema. Claro, ahora podríamos empezar a leer a Maquiavelo para descubrir en sus textos una teoría de la historia que pueda contrastarse de manera significativa con la filosofía del derecho natural como ésta habría de desarrollarse en los siglos XVII y XVIII. No obstante, esta manera de abordar el tema sería tan anacrónica como fútil y aventurada. Si queremos indagar sobre la naturaleza del conflicto entre el maquiavelismo y la filosofía del derecho natural, haríamos mejor en examinar cómo se desarrolló este conflicto en los hechos históricos reales. En otras palabras, haríamos mejor en examinar lo que se hizo con la herencia de Maquiavelo entre 1600 y 1800, aproximadamente, y cómo los teóricos posteriores mediaron entre la filosofía del derecho natural y la insistencia de Maquiavelo en la necesidad de la historia. Sobre este vasto tema se han escrito ya bibliotecas enteras. Con el fin de conservar el tema dentro de proporciones manejables -lo cual me obliga de manera inevitable a pasar por alto muchos detalles importantes-, será de ayuda distinguir entre dos variantes del maquiavelismo.

4. Arcana imperii

La primera variante permaneció más cercana al impacto inmediato de los escritos de Maquiavelo sobre sus contemporáneos. En esta variante no hubo intento alguno por atenuar la indignación moral que produjeron las recomendaciones de Maquiavelo al príncipe. Por el contrario, dentro de esta tradición -como recientemente lo describió Peter Donaldson en un estudio por demás interesante- se argumenta que el príncipe debe vivir y actuar en un mundo distinto del nuestro y que nuestra indignación moral sólo demuestra lo poco que entendemos de este mundo distinto. Para nosotros como ciudadanos ordinarios, el mundo del príncipe es un mundo secreto, y todas las posibilidades del pensamiento político barroco buscaban en esta tradición hacernos conscientes de los secretos del gobierno o del Príncipe.

Estos secretos se conocían bajo el nombre de arcana imperii. El término proviene del verbo latino arcere, que significa “callar” o “prohibir el acceso a”,17 y podría traducirse, como ya lo sugirió Kantorowicz, como “el misterio de Estado”.18 La noción de arcana imperii tiene una tradición larga y venerable que se remonta a Tácito, quien ya utilizaba el término, y a lo que Aristóteles describía como los “sophismata” o “kryphia” del gobierno. Aunque la noción desempeñó cierto papel durante la Edad Media,19 volvió a ser objeto de intensa discusión en los siglos XVI y XVII. La explicación es que el escrito de Maquiavelo le confirió un contenido nuevo y mucho más dramático a la noción de arcana; el reconocimiento abierto por parte de Maquiavelo de que el príncipe podía verse obligado a hacer el mal -o, en su conocida formulación, “entrare nel malo, necessitate”- se convirtió en el contenido paradigmático de los arcana. Jean Bodin reconoce esto cuando en su Methodus ad facilem historiarum cognitionem observa que Maquiavelo fue el primero en escribir de nuevo sobre los arcana, “tras alrededor de 1200 años durante los cuales la barbarie enterró todo”.20

Las afirmaciones más impresionantes y, para nuestros fines, más iluminadoras sobre los arcana imperii son las de Gabriel Naudé y Louis Machon. Naudé (1600-1653) expuso su opinión sobre los arcana en sus Considérations sur les coups d’état de 1639. Allí destaca que esos coups d’état -el término que utiliza para designar las acciones del príncipe que han de relacionarse con los arcana- no son sólo prácticas sin duda lamentables, sino también generalmente aceptadas, como matar a los prisioneros de guerra cuando hay demasiados, espiar, o el mal comportamiento personal del príncipe, y que todo esto puede racionalizarse y legitimarse de antemano. Por el contrario, con los coups,

vemos el rayo antes de escucharlo gemir en las nubes, éste cae antes de que la llama brille, aquí se dicen los maitines antes de que suenen las campanas, la ejecución precede la sentencia, todo se hace à la Judaique -se apresa a la gente a la manera francesa, de repente y sin que lo soñara-, quien pensaba dar el golpe lo recibe, quien se creía a salvo muere, se sufre lo que nunca se esperaba, todo se hace de noche, en secreto, en la niebla y en la oscuridad, la Diosa Laverna preside.21

El coup es una alteración o trasgresión repentina del orden social y político natural, y parece anticipar, en el ámbito de la historia y la política, las especulaciones de los filósofos del siglo XVIII en torno a lo sublime. Basta con recordar cómo Kant vinculó lo sublime con aquello que trasciende la aplicación de las categorías del entendimiento por parte de la imaginación. De manera similar, el coup d’état trasgrede todas nuestras expectativas morales; el mundo moral en que vivimos se hace añicos por un lado, mientras que por el otro el comportamiento inmoral del príncipe podría haber servido a un gran bien colectivo. Así como lo sublime trasciende la oposición aparentemente insalvable entre el dolor y el placer o deleite,22 los arcana trascienden la oposición entre lo moral y lo inmoral. Ésta es la paradoja moral sublime ante la cual nadie puede permanecer insensible cuando Maquiavelo proclama que es mejor ser temido que ser amado, o que la “experiencia muestra que los príncipes que han alcanzado grandes cosas han sido aquellos que han dado su palabra a la ligera”.23 En ocasiones, la prudencia requiere de inmoralidad y el bienestar de la sociedad sólo puede lograrse mediante el crimen; o, en palabras del propio Naudé:

estos coups d’état son como una espada que se puede usar o abusar, como la lanza de Télefo que puede herir o sanar, como la Diana de Efeso que tenía dos rostros, uno afligido y el otro alegre, en suma, como esos medallones divididos por los herejes que llevan el rostro de un Papa y un Diablo con los mismos contornos y rasgos, o como esos cuadros que representan la vida o la muerte, dependiendo del lado desde donde se miren.24

Estas alternancias entre el bien y el mal, tales reversiones repentinas entre las más altas demandas de la ética y la religión no parecen estar permitidas a los seres humanos ordinarios. Así como nosotros, en cuanto seres humanos ordinarios, somos incapaces de ver un conejo y un pato al mismo tiempo en el dibujo de Jastrow-Wittgenstein, sólo un Dios o un Príncipe es capaz de entender y sopesar la paradoja sublime de “la moralidad de la inmoralidad”. Y por lo tanto no debería sorprendernos que Naudé vinculara los arcana con el topos de las acciones del Príncipe como una imitatio Dei:

Naudé no rehúye a la idea de que la imitatio Dei convierte al príncipe en partícipe, junto con la deidad, de las paradojas y complejidades de la relación entre el bien y el mal; de hecho su uso de imágenes del misterio y el secreto cultual refuerza esta idea. El príncipe naudeano es un rector sagrado, y su uso de los arcanos y de los métodos maquiavélicos forma parte del misterio del Estado.25

Mientras que Naudé sigue viendo un conflicto entre la moral y lo que la Biblia nos enseña, por un lado, y los coups d’état del príncipe, por el otro, Louis Machon (c. 1600-1672) va un paso más allá y presenta la Biblia ante sus consternados lectores como la fuente más importante de los secretos del Estado.26 Esto ya tenía algunos precedentes; tanto el propio Naudé como Antonio Mirandola, por ejemplo, ya habían señalado que hay algo de maquiavélico en la decisión de Dios de permitir que Cristo sufriera en la Cruz para salvar a la humanidad. Aquí vemos, por cierto, cómo la Razón -liberada del embotamiento de la especulación teológica- se vuelve sensible a la inmoralidad sublime de Dios.27 En ocasiones, dentro de la tradición de la imitatio Dei, esto conducía al argumento perverso de que el príncipe merece nuestro elogio moral cuando comete crímenes maquiavélicos, pues parece estar preparado para sacrificar su propia salvación por la de su pueblo. Sin embargo, Machon va mucho más allá en este argumento y descubre en la Biblia una gran cantidad de maquiavelismos, como “el engaño del faraón por parte de Moisés, el saqueo de las joyas egipcias por parte de los israelitas, la estratagema militar en la campaña por Canaán, Abraham simulando que Sarah era su hermana y no su esposa; José fingiendo no conocer a sus hermanos, el engaño de Labán y Esaú por parte de Jacob, etc.”.28 Incluso podría argumentarse que Cristo fue culpable de engaño al ocultar su naturaleza divina bajo una apariencia humana.

Aquí, la idea crucial es siempre que el príncipe -y, en el caso de Machon, incluso el propio Dios- debe actuar en un mundo imperfecto, impredecible e inescrutable, y que esto requiere acciones que se contraponen con la perfección moral. Lo que se alcanza a intuir y nos hace reflexionar es que la perfección moral sólo es posible en y para un mundo perfecto; por decirlo así, la moralidad está mancillada por su contexto. De manera más específica, dado que nuestro conocimiento del mundo es imperfecto, o, para ponerlo en palabras de Maquiavelo, dado que la mitad de lo que ocurre en el mundo está en manos de la Diosa Fortuna, la acción maquiavélica adecuada, prudente o correcta a menudo nos parecerá una suerte de irrupción desde fuera en el ámbito cognitivo y moral que nos es conocido y familiar. Naudé quería que el príncipe actuara en el mundo como si se encontrara fuera de él, y bajo el cielo de Dios como si estuviera por encima de él.29 De allí el carácter peculiarmente sublime de los arcana que observamos hace un momento o, en una metáfora por demás ingeniosa de Naudé:

puede trazarse un buen paralelismo entre este río Nilo y los secretos de Estado, pues así como la gente que vive cerca de su poder obtiene de él mil productos sin conocer su origen, es necesario que la gente admire los felices efectos de estos golpes maestros sin, empero, entender ninguna de sus causas y diversos orígenes.30

De allí también la sorprendente discrepancia que a menudo podemos discernir entre las formidables revoluciones políticas y los medios insignificantes que el príncipe astutamente aplicó para llevarlas a cabo.31 La causa y el efecto parecerían estar en una perpetua discordancia en las acciones del príncipe.

También se sigue que las acciones del príncipe resultarán misteriosas para el pueblo, para las personas comunes que son sus súbditos. Es por ello que los arcana son un secreto; no tanto porque se mantengan en secreto, sino porque el contexto dentro del cual debe actuar el príncipe es desconocido e inaccesible para la gente común. Esto planteaba un gran problema para autores como Naudé o Machon, pues ellos mismos pertenecían al tipo de gente común para quienes los arcana debían permanecer secretos. El mismo Maquiavelo ya se mostraba sensible a este problema cuando intentó explicar, en la carta dedicatoria de El príncipe, por qué él, como ciudadano ordinario, se creía capaz de decir algo valioso para los príncipes. Naudé resolvió el problema de una manera muy peculiar. Tras haber escrito el libro para su patrón, el cardenal de Bagni, sólo se imprimieron doce copias (no es fortuito que coincida con el número de apóstoles). Aunque el libro se reimprimió varias veces a lo largo de los siglos XVII y XVIII, las ediciones de estas reimpresiones estaban muy limitadas, e incluso hoy es muy difícil encontrarlo. Sin duda tiene sentido asegurarse de que un libro sobre los misterios secretos del Estado no caiga en manos de cualquiera. Aunque publicadas póstumamente, Maquiavelo no parecía tener tantos escrúpulos sobre El príncipe y sus Discursos sobre la primera época de Tito Livio. Por esta razón, algunos escritores de los siglos XVI y XVII -como el Cardenal Reginald Pole- argumentaron, de manera no poco plausible, que Maquiavelo debía haber sido en realidad enemigo de príncipes y tiranos, dado que al parecer había intentado revelar sus horribles secretos a sus súbditos.32

Esta oleada de tratados sobre los arcana imperii terminó de manera repentina e inesperada en algún punto de los años 1660. En la medida en que sobrevivió, tendió a desplazarse de las acciones del príncipe a la esfera de la vida social en general. Para esta transición, podemos pensar en El Héroe de Baltasar Gracián, de 1637, cuyo maquiavelismo ha sido señalado con frecuencia33 y que, a decir verdad, se lee como una combinación entre El príncipe de Maquiavelo y El cortesano de Castiglione, o bien entre el primero y las colecciones de máximas cínicas compuestas por La Rochefoucauld o el Cardenal de Retz. Así pues, el maquiavelismo viajó del dominio de la política al de la interacción social y al de “la presentación de la persona en la vida cotidiana”, por utilizar el título del famoso libro de Erving Goffman. Durante este viaje, logró infectar con su cinismo la concepción del individuo humano tal como se presenta en las filosofías modernas del derecho natural.34 De tal suerte, buena parte de la filosofía moderna del derecho natural tiene su fundamento en el maquiavelismo, que en otros sentidos es tan completamente distinto de aquélla.35

5. Raison d’état

Para comprender la desaparición de los arcana imperii de la escena política, es necesario, antes que nada, reconocer que desde mediados del siglo XVI pueden discernirse dos tradiciones maquiavélicas. La primera es la que expuse hace unos momentos. La segunda surgió alrededor de 1600 con Botero, Boccalini y Ammirato en Italia, y con Christoph Besold, Christoph von Forstner, Johann Elias Kessler y, en particular, Arnold Clapmarius (quien aún utilizaba el término arcana) en Alemania, como una forma nueva y más relajada de maquiavelismo. Esta forma buscaba la consecución de los intereses del Estado por medios permisibles o al menos aceptables. Rechazaba lo que Tácito había llamado los flagitia, donde los intereses personales del príncipe en lugar de los del Estado, o no necesariamente los del Estado, son la fuente de las políticas maquiavélicas. Sólo en nombre de los intereses del Estado, sólo por “razones de Estado”, se le permitía al estadista cierto grado de maquiavelismo, y por ello se habla aquí de la escuela de la “raison d’état”. Aun cuando la transición de la tradición de los arcana imperii a la de la escuela de la raison d’état ocurrió más bien de manera discreta (en comparación con el gran escándalo que provocaron los escritos de Maquiavelo), y aun cuando no hay nombres famosos que se asocien con ella, la transición ha sido de gran importancia desde la perspectiva de la relación entre historia y teoría política. Ello porque trajo como resultado lo que podría llamarse una “desublimación” de la tradición de los arcana imperii, y -como veremos más adelante- sentó las bases para integrar la historia y la filosofía del derecho natural.

En este punto, Hermann Conring (1606-1681) resulta paradigmático. A Conring le fascinaba el sistema de Hobbes, lo llevó a Alemania y luego intentó reconciliarlo con los requisitos de la raison d’état. Trató de llevar a cabo esta reconciliación afirmando que lo que es “correcto” (“iustum”) desde el punto de vista de la filosofía del derecho natural no se contrapone necesariamente a lo “respetable” (“honestum”) desde el punto de vista de la raison d’état. Fue precisamente el sistema de Hobbes lo que le permitió llevar a efecto tal reconciliación, pues la base (maquiavélica) del argumento de Hobbes era la supervivencia. Conring señalaba, pues, que la mejor manera de servir el propósito de la supervivencia era comportándose de una manera previsible y moralmente responsable. De tal modo, no cometer los flagitia y evitar las recomendaciones más radicales de Maquiavelo por contraproducentes conviene a nuestro propio interés maquiavélico. Lo mismo ocurre con los Estados: un Estado que respeta los requisitos del pacta sunt servanda y que no ataca a su vecino en cuanto se presenta una ocasión propicia sobrevivirá más fácilmente en el bellum ómnium contra omnes hobbesiano de los Estados europeos que un Estado que se comporta como un matón. En pocas palabras, el discípulo de la filosofía del derecho natural y el adepto a la doctrina de la raison d’état pueden recorrer juntos buena parte de la trayectoria de la acción política. No obstante, en algún punto de esta trayectoria tendrán que separarse. Conring estaba consciente de ello e intentó identificar el momento preciso en que la raison d’état se convierte en flagitia. En la medida en que tuvo éxito, podemos estar de acuerdo con la afirmación de Stolleis:

Conring definió los límites clásicos de la raison d’état. Esto vuelve a dejar claro que para Conring la raison d’état es un concepto normativo que respeta los requisitos de la ética y la filosofía del derecho natural. Estos límites son necesarios para evitar que la buena raison d’état -“ultimum subditorem finem i.e. salutem et egregium publicum”- degenere en una excusa para la injusticia y el engaño.36

Sin embargo, no es seguro que Conring realmente haya logrado identificar estos límites de la raison d’état, pues en sus análisis tendía a restringirse al punto en que las normas éticas y el interés del Estado aún se hallan en armonía, pero tenía el cuidado de evitar el ámbito en que ambos entran en conflicto. Y, evidentemente, es aquí donde se presentan las verdaderas dificultades.

Fue con la noción de raison d’état como la historia entró en la filosofía alemana del derecho natural. Para Conring -y en esto es un fiel discípulo de Maquiavelo-, la historia es la mejor guía del estadista cuando éste se pregunta cómo servir mejor a su país en consonancia con los requisitos de la raison d’état. Sólo debe comparar su propia situación con la de estadistas del pasado, y las lecciones que dicha comparación le ofrezca echarán luz sobre su propia forma de proceder. La historia es un compendio de experiencias pasadas que el estadista debería asimilar para refinar su conocimiento de la teoría y práctica de la política.37 “Est enim illa historia reapse quasi civilis ipsa philosophia sed in exemplis”38 (“la historia es una filosofía del Estado presentada en forma de ejemplos”). Aquí ya podemos observar un adelanto de la fusión de filosofía e historia que habría de ocurrir en Hegel, y cabría agregar que el Hegel de la “astucia de la Razón” era tan optimista sobre la posibilidad de evitar el choque entre la raison d’état y los flagitia como lo había sido Conring.

A Conring se le ha elogiado como “el fundador de la historia alemana del derecho”, “el padre de la estadística o la descripción del Estado” y “maestro de la raison d’état”.39 Estas credenciales indican de qué tres maneras este filósofo alemán del derecho natural sirvió a la causa de la historia. Antes que nada, Conring contribuyó más al estudio de la historia alemana del derecho que cualquiera de sus contemporáneos; los estudiantes que asistían a sus cursos y que más tarde habrían de convertirse en servidores públicos debían, según Conring, conocer bien las instituciones alemanas y su historia jurídica. Pero su reputación como “el padre de la estadística” no es menos importante. La estadística era una disciplina que reunió la historia y la política en el siglo XVIII, cuando fue desarrollada por gente como G. Achenwall y A. L. von Schloezer (e incluso el propio Federico el Grande) con base en las sugerencias de escritores anteriores como Thomasius y, en particular, Conring. Al escuchar la palabra “estadística”, de inmediato pensamos en cuadros y cifras, pero debemos saber que proviene de la palabra “estado”, tal y como se usa en el término raison d’état.40 La estadística es el aparato cognitivo que sirve a la política de la raison d’état. Para Achenwall y Schloezer, la estadística brindaba una descripción precisa, y a menudo incluso cuantificada, del Estado, pues ofrecía información sobre su organización constitucional y jurídica, su riqueza, su población, sus preferencias religiosas, sus artes e industrias, el tamaño exacto y la naturaleza geográfica del país, etc. Sólo con base en estos datos podían los estadistas ser buenos maquiavélicos en la tradición de la raison d’état. Y este conocimiento estadístico era histórico en los dos sentidos de la palabra utilizados en el periodo anterior a la década de 1800: era histórico porque daba una descripción precisa de un hecho compuesto singular (Seiffert), pero también era histórico en el sentido más tradicional según el cual la historia sería necesaria para obtener e interpretar correctamente los datos relevantes. La estadística como tal tuvo una posición intermedia entre la historia y la política. O, en palabras del propio Achenwall: “la estadística es una especie de historia estancada y la historia, una estadística que avanza continuamente”.41 En pocas palabras, la estadística tiene un gran valor para la política porque los resultados de su investigación pueden utilizarse con fines políticos, concretamente para saber cómo promover mejor el interés del Estado, de ser necesario -o incluso de preferencia- a costa de otras naciones. La raison d’état requiere que el estadista y el príncipe derroten a sus rivales y a otros Estados por medios que no resulten contraproducentes, como suele ser el caso cuando se aplican las lecciones más ofensivas de Maquiavelo. Es así, pues, como en el curso de la filosofía del derecho natural de los siglos XVII y XVIII se tendió un puente entre la historia, la raison d’état y la teoría política.

No obstante, en el presente contexto resulta aún más importante saber de qué manera -como Meinecke ya lo había sugerido en su imponente Die Idee der Staatsräson in der neueren Geschichte de 1924- la tradición de la raison d’état contribuyó al nacimiento del historicismo y, por ende, de la escritura histórica moderna. El vínculo entre ambos es una conciencia de la naturaleza individual específica de un Estado, nación o institución. La acción política tal como la dicta la raison d’état requería que el estadista reconociera los hechos históricos, estadísticos, de acuerdo con los cuales debía actuar. Y la exigencia del historicista de que la acción de los agentes históricos debe entenderse en el contexto de las realidades históricas existentes se basa en un argumento similar. “Lo que regía el movimiento de los Estados no era la libre elección, sino la necesidad de las cosas”;42 así hace eco Ranke de la insistencia de Maquiavelo en la necesidad. La doctrina maquiavélica según la cual las circunstancias históricas objetivas requieren que el estadista actúe de cierta manera subyace tanto en el pensamiento de la raison d’état como en el historicismo. Meinecke ofrece varios ejemplos de cómo esto dio lugar en los escritos de Ranke a una comprensión maquiavélica del pasado. Este autor comenta que Ranke tendía a abordar las numerosas violaciones de tratados por una raison d’état que encontraba en el pasado con cierta “dialéctica elástica”; una dialéctica que no eliminaba del todo las responsabilidades morales personales del agente histórico, pero que de cualquier forma daba prioridad a la fuerza explicativa de las circunstancias y de la política del poder.43

Es probable que el propio Ranke haya estado consciente de su cercanía con Maquiavelo. En primer lugar podemos pensar en su discurso inaugural de 1836. Aquí, Ranke argumentaba que “la labor de la Historia es revelar la naturaleza del Estado con base en los acontecimientos del pasado, la labor de la política es desarrollar más a fondo la mente del conocimiento obtenido de esta manera”.44 Al igual que Maquiavelo, reconoce que la necesidad histórica es el compás más confiable del estadista. En segundo lugar deberíamos considerar el comentario extrañamente elusivo sobre Maquiavelo que Ranke escribió al final de su carrera, y en el que intentó reconciliar un rechazo indignado del disimulo maquiavélico de Maquiavelo con una justificación del maquiavelismo de Maquiavelo señalando los poderosos medios que serían necesarios para unificar Italia, con un profundo respeto por su sofisticada astucia y, por último, en un intento por suavizar su mensaje, destacando lo cerca que en realidad había permanecido Maquiavelo de un filósofo tan ampliamente respetado como Aristóteles.45 Todos los problemas y preguntas que habrían de asociarse con el relativismo inherente a la escritura histórica están anunciados en esta curiosa pieza de autodeconstrucción.

6. Conclusión

Ahora concluiré y ataré varios de los cabos de mi historia. Cabe recordar que inicié mi ensayo con una exposición del argumento straussiano sobre la incompatibilidad del derecho natural y la historia. Espero que mi ensayo haya aclarado qué está mal con esta forma tradicional de contraponer el derecho natural y la historia. Desde un punto de vista histórico, deberíamos darnos cuenta de que esta oposición nunca ha existido. A pesar de su apriorismo, la filosofía del derecho natural nunca se ha mostrado insensible a las exigencias de la historia. Si bien es cierto que varios teóricos, en particular del siglo XVII, querían argumentar more geometrico y trascender las vicisitudes de la historia -en este contexto mencioné a Grocio-, al final sus argumentos siempre resultaban ser notablemente hospitalarios con las consideraciones históricas. A decir verdad, entre más nos acercamos al siglo XIX, más se satura de historia la filosofía del derecho natural. Pensemos en Conring, en La fábula de las abejas de Mandeville, y la desacralización de la filosofía del derecho natural por parte de la historia en el transcurso del siglo XVIII como algo que culminó en la Ilustración escocesa. Por lo tanto, podríamos ver la filosofía del derecho natural de los siglos XVII y XVIII como un experimento por demás interesante: excluir la historia del pensamiento político. Sin embargo, el experimento de una filosofía del derecho natural pura y ahistórica fracasó, así como en la filosofía política contemporánea la realidad histórica se niega a permanecer oculta bajo el “velo de ignorancia” de Rawls.

En segundo lugar -algo que es más importante-, cuando la historia entró en escena por la puerta trasera en la filosofía política, lo hizo bajo la apariencia del maquiavelismo. Por ende, la que entró en escena no fue una especie de conciencia histórica neutral, inocua o edificante, sino la historia en su indumentaria verdaderamente más amenazante e inmoralizadora. La historia se hizo sentir allí donde más dolía, y la oposición convencional neokantiana y straussiana del derecho natural y la historia aún nos recuerda el impacto que ello causó.

En tercer lugar, vimos que el maquiavelismo se manifestó en dos variantes, una más virulenta y otra más benigna. La más virulenta fue la tradición de los arcana imperii. No obstante, esta tradición perdió su atractivo antes de la segunda mitad del siglo XVII y luego desapareció del ámbito público para ocupar el privado. Y allí era su lugar, dado que el secreto era su marca distintiva y los secretos privados no tienen un impacto duradero en el ámbito público. La otra variante -más mesurada- del maquiavelismo fue realmente benigna, pues permitió que todo tipo de disciplinas sociopolíticas reunieran conocimiento que puede utilizarse en el interés público y fomentar el bienestar común.

Sin embargo, como vimos con Meinecke, también nos dejó la escritura histórica moderna. Y no dudaría en atribuirle a la historia cierta prioridad en comparación con las disciplinas sociopolíticas que acabo de mencionar, pues lo que distingue a la historia de esas disciplinas es su accesibilidad pública. Si algo hay que aprender de la historia de las dos variantes de maquiavelismo es que el secreto es un gran mal en las formas de conocimiento que tienen una función pública. Y es indudable que varias de esas disciplinas sociopolíticas muestran una mayor tendencia que la historia hacia la abstracción, la indiferencia y el secreto. El debate público es en gran medida una discusión sobre lo que es bueno y malo para una sociedad democrática. Gracias a su incompatibilidad con el secreto, la historia ofrece una mejor plataforma para dicha discusión que cualquier otra disciplina. No obstante, nunca nos dará certeza, la historia siempre nos dará meras opiniones, “doxai” que son sólo “probables” en el sentido aristotélico. La certeza sólo puede alcanzarse a costa de abandonar lo público por lo secreto, y, por ende, de abandonar el buen maquiavelismo por el malo. Y la paradoja es que el buen maquiavelismo implica permitir abiertamente cierto espacio para el mal: el mayor mal será el resultado inevitable cuando busquemos inexorablemente expulsar todo el mal del mundo. De tal forma, parte de la sublimidad de los arcana imperii siempre estará con nosotros.

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1 En este ensayo, todas las traducciones de idiomas extranjeros a inglés son mías [y han sido traducidas directamente al español para esta publicación, n. del t.], a menos que sean citas de fuentes secundarias.

2Aquí podríamos pensar, por ejemplo, en George H. Sabine, A history of political theory (Londres: George G. Harrap and Co., 1968); Marcel Prélot, Histoire des idées politiques (París: Dalloz, 1970); Walter Theimer, Geschichte der politischen Ideen (Berna: Francke, 1955); Larry Arnhart, Political questions (Nueva York: Macmillan, 1987); Leo Strauss y Joseph Cropsey, History of political philosophy (Chicago: Rand McNally, 1963); Leslie J. Macfarlane, Modern political theory (Londres: Nelson, 1970); John Plamenatz, Man and society, 2 vols. (Londres: Longman, 1963); David D. Raphael, Problems of political philosophy (Londres: Macmillan, 1976); John S. McClelland, A history of Western political thought (Londres: Routledge, 1996); Brian Redhead, ed., From Plato to nato (Londres: Ariel, 1984).

3En torno al trabajo y la influencia de la obra de Strauss, véase Thomas L. Pangle (ed.), The rebirth of classical rationalism (Chicago: University of Chicago Press, 1990).

4 Leo Strauss, Natural right and history (Chicago: Chicago University Press, 1968), 9.

5 Strauss, Natural right, 29.

6Citado en Arno Seifert, Cognitio historica. Die Geschichte als Namensgeberin der frühneuzeitlichen Empirie (Berlín: Duncker & Humblot, 1976), 185, 186.

7Era un “vorwissenschaftliche, wirklichkeitsnahe Sacherkenntnis”. Véase Seifert, Cognitio historica, 10, 29.

8Además de lo que acaba de decirse, algunos ejemplos de esto son la historia como “narratio rei gesta”, “vera narratio”, “cognitio quod est”, “sensata cognitio”, “cognitio aliorum sensibus”, “nuda facta notitia” y “cognitio ex datis”, respectivamente.

9“Wahrscheinlichkeit heisst wenn ich fremde Empfindungen unvolkommen erkenne”. Citado en Seifert, Cognitio historica, 159.

10Aunque la teoría histórica (“historice” en la terminología de Vossius) sí tenía el estatus de ciencia: “sic igitur statuimus: etsi historia nec ars sit nec scientia, atque adeo nec disciplina, tamen historicen esse artem, quippe quae circa universalia versetur”. Citado en Seifert, Cognitio historica, 20. Wickenden le atribuye a Vossius una concepción de la historia mucho más cercana a las concepciones contemporáneas. Véase Nicholas Wickenden, G.J. Vossius and the humanist conception of history (Assen: Van Gorcum, 1993), 66-72, 82-88. Sin embargo, debemos tomar en cuenta que Wickenden intenta acercar a Vossius lo más posible a las concepciones contemporáneas de la teoría histórica.

11 Hugo Grotius, De iure belli ac pacis (Amsterdam: J. Barbeyrac, 1720), xxii: “primum mihi cura haec fuit, ut eorum quae ad ius naturae pertinent probationes referrem ad nationes quasdam tam certas, ut eas negare nemo possit, nisi sibi vim inferat. Principia enim eius iuris, si modo animum recte advertas, per se patent atque evidentia sunt, ferme ad modum eorum quae sensibus externis percipimus”.

12 Grotius, De iure belli, XXV: “vere enim profiteor, sicut mathematici figuras a corporibus semotas considerant, ita me in iure tractando ab omni singulari facto abduxisse animum”.

13 Lionel Gossman, French society and culture: a background for 18th century literature, (Englewood Cliffs: Prentice Hall, 1974); Asher Horowitz, Rousseau, nature and history (Toronto: University of Toronto Press, 1986). El extraño lugar del Contrato social en la totalidad de su obra es característico de la actitud ambivalente de Rousseau ante la historia. Mientras que los dos Discursos explican cómo a lo largo de la historia efectiva la naturaleza humana se había distorsionado, el Contrato social —completamente ahistoricista o antihistoricista— tiene como único propósito legitimar la socialización (en grado extremo) bajo ciertas condiciones bien definidas. Así, la historia es necesaria para entender correctamente a la sociedad existente, al tiempo que todos los “obstáculos” de la historia deben eliminarse si queremos alcanzar la “transparencia” social de la buena sociedad. Por supuesto, aquí utilizo las metáforas propuestas por Jean Starobinski en su brillante libro Jean Jacques Rousseau: la transparence et l’obstacle (París: Gallimard, 1971).

14 G.W.F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte (Hamburgo: Meiner, 1955), 28, 29.

15 Georg G. Iggers y Konrad von Moltke (eds.), The theory and practice of history. By Leopold von Ranke (Indianapolis: Bobbs-Merrill, 1973), 25-51.

16 Niccolò Machiavelli, Discourses on Livy (Chicago: Chicago University Press, 1996), 83, 84.

17 Peter S. Donaldson, Machiavelli and mystery of state (Cambridge: Cambridge University Press, 1992), 10, 123, 200.

18 Ernst Kantorowicz, “Mysteries of state. An absolutist concept and its medieval origins”, The Harvard Theological Review, XLVIII (enero de 1955): 65-93.

19 Kantorowicz, “Mysteries of state”.

20Citado en Donaldson, Machiavelli, 114.

21Citado en Donaldson, Machiavelli, 168.

22Véase, por ejemplo, Edmund Burke, A philosophical enquiry into the origin of our ideas of the sublime and beautiful (Oxford: Oxford University Press, World Classics, 1990), 121, 122.

23 Niccolò Machiavelli, The Prince (Bungay: Penguin Books, 1961), 99.

24Citado en Donaldson, Machiavelli, 167, 168.

25 Donaldson, Machiavelli, 174.

26Por supuesto, Maquiavelo ya había descubierto algunos maquiavelismos en el Viejo Testamento; véase, por ejemplo, The Prince (capítulo xxvi) o Discourses on Livy (Libro I, capítulos 4, 9, 26).

27Sobre la relación entre Naudé y los “libertins érudits” y sus arriesgadas especulaciones teológicas, véase el extenso, aunque decepcionante, René Pintard, Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siècle (París: Boivin, 1943).

28 Donaldson, Machiavelli, 197.

29 Friedrich Meinecke, Die Idee der Staatsräson in der neueren Geschichte (Munich: R. Oldenbourg, 1976), 239.

30 Donaldson, Machiavelli, 160.

31 Meinecke, Die Idee, 237.

32Leo Strauss y sus seguidores propusieron otra forma de abordar este problema. Strauss argumenta que el texto de Maquiavelo refleja veladamente el secretismo de los propios arcana imperii. “Como amigo o padre de nuevos modos y órdenes, a menudo es forzosamente enemigo de los viejos modos y órdenes, y con ello enemigo de sus lectores, quienes no tendrían que aprender de él si no fueran adeptos de los viejos modos y órdenes. La acción de Maquiavelo es una especie de guerra. Algunas de las cosas que dice sobre estrategia y tácticas en la guerra ordinaria pueden aplicarse a sus propias estrategias y tácticas en lo que podríamos llamar su guerra espiritual”. Véase Leo Strauss, Thoughts on Machiavelli (Londres y Chicago: Chicago University Press, 1958), 35. Para una defensa de uno de los discípulos más fieles de Strauss contra uno de sus muchos detractores, véase Harvey C. Mansfield, Machiavelli’s virtue (Chicago: Chicago University Press, 1996), capítulo 9.

33Véase, por ejemplo, Baltasar Gracián, Obras completas, ed. A. del Hoyo (Madrid: Aguilar, 1967), cxxxi.

34Que es el punto donde estas filosofías modernas del derecho natural tanto difieren de sus variantes contemporáneas, que, ya sean liberales o comunitarias, tienden a adoptar una perspectiva mucho más optimista del individuo humano (o por norma exigen tal perspectiva).

35La contribución crucial del pensamiento político holandés del siglo XVII a esta “naturalización” del maquiavelismo en la filosofía del derecho natural la hace Hans W. Blom, Causality and morality in politics. The rise of naturalism in Dutch seventeenth century political thought (Ridderkerk: Ridderprint, 1995).

36 Michael Stolleis, “Machiavellismus und Staatsräson”, en Michael Stolleis, ed., Hermann Conring (1606-1681). Beiträge zu Leben und Werk (Berlín: Duncker & Humblot, 1983), 181.

37 Notker Hammerstein, “Die Historie bei Conring”, en Michael Stolleis, ed., Beiträge, 223.

38 Hammerstein, “Die Historie”, 221.

39 Hammerstein, “Die Historie”, 219.

40 Arie Th. van Deursen, Geschiedenis en toekomstverwachting (Kampen: Kok, 1971), 9.

41 Deursen, Geschiedenis. Véase también Arno Seifert, “Staatenkunde-eine neue Disziplin und ihr wissenschaftstheoretischer Ort”, en Mohammed Rassem y Justin Stagl, eds., Statistik und Staatsbeschreibung in der Neuzeit (Paderborn: Ferdinand Schöningh, 1980).

42Citado en Meinecke, Die Idee, 455.

43 Meinecke, Die Idee, 453.

44 Leopold von Ranke, Sämmtliche Werke 24. Abhandlungen und Versuche (Leipzig: Duncker & Humblot, 1872), 288, 289.

45 Leopold von Ranke, “Anhang über Machiavelli”, en Sämmtliche Werke 34 (Leipzig: Duncker & Humblot, 1874), 151-174.

Recibido: 24 de Enero de 2022; Aprobado: 29 de Abril de 2022

Versión en español de Adriana Santoveña Rodríguez

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