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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

On-line version ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.2 n.3 Ciudad de México Jan./Jun. 2016  Epub Apr 09, 2021

https://doi.org/10.24201/eg.v2i3.3 

Artículos

La belleza es un corsé de acero: Los pazos de Ulloa y La Desheredada

Bethsabé Huamán Andía1 

1Tulane University


Resumen

Las novelas del siglo XIX español presentan personajes femeninos atrapados por una demanda de honradez extrema, imposible de cumplir si se trata de una mujer bella. La belleza se entendía como lo opuesto de la virtud y a la virtud se le relacionaba con la obediencia y sumisión al hombre. En el presente artículo, que analiza los personajes femeninos de Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán, y de La desheredada, de Benito Pérez Galdós, se busca hacer evidentes los mecanismos bajo los cuales la mujer es un objeto de deseo del hombre. Asimismo, se quiere mostrar cómo los demoledores prejuicios bajo los que la mirada masculina la concibe, castran y matan, literal y simbólicamente, sus posibilidades de estar y sobrevivir en la sociedad. Se hará visible cómo, en estos discursos, la única mujer verdaderamente aceptable es la mujer muerta.

Palabras clave Belleza; Mujer; Pérez Galdós; Pardo Bazán; Siglo XIX español

Abstract

The Spanish novels of nineteenth century presented feminine characters entrapped by the extreme demands of honor, an ideal which was impossible to realize for beautiful women. Beauty was understood as the opposite of virtue, with virtue being understood as submission and obedience to men. This article will analyze feminine characters in Los pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán and La desheredada by Benito Pérez Galdós to focus on the ways by which women are constructed as objects of male desire and how the destructive prejudices of the male gaze kill, literally and symbolically, any possibilities for women to exist and survive in society. I will try to show how in these discourses the only acceptable woman is the dead one.

Key words Beauty; Women; Pérez Galdós; Pardo Bazán; Spanish 19th-century

Introducción

Como desarrolla con amplitud el estudio de Kirkpatrick, el romanticismo, inmerso en el estímulo de la subjetividad y de la vida interior, se había visto en un escollo ante la figura de la mujer, en la que cualquier atributo de individualidad parecía contradecir su rol como cuidadora del hogar y, por tanto, perjudicar a la sociedad en su conjunto, la cual perseguía el ideal rousseaniano de la mujer “devota completamente de las responsabilidades y gozos de la maternidad, del bienestar moral y físico de su familia” (Kirkpatrick, 1989: 7).1 Este dilema fue heredado por los escritores y escritoras de la siguiente generación, los naturalistas, que reflexionaron sobre el lugar que tenía el deseo en la mujer. El escritor español Benito Pérez Galdós plasmó la lucha de la mujer por definirse a sí misma “como sujeto ante la social prescripción de la objetivización” (Kirkpatrick, 1989: 293). Por su parte, Emilia Pardo Bazán, la incansable luchadora por la educación de la mujer, ilustraría lo que dijera a su vez Concepción Arenal, el modo en que la perfección es, para todos, progreso, y para las mujeres, inmovilidad (Kirkpatrick, 1989: 280).

El interés de este artículo se centra en la belleza como el elemento principal que motiva el deseo de los hombres. El siglo XIX impedía pensar en un deseo femenino, pues el llamado “bello sexo” se concebía -en una temprana misoginia- como la pura sensibilidad, sin las tentaciones del cuerpo, sin raciocinio: “la idea de que mientras los hombres eran afectados por la pasión sexual, las mujeres estaban diseñadas para experimentar el cariño maternal mas no el deseo sexual, era una de las premisas universalmente aceptadas de la nueva ideología de género” (Kirkpatrick, 1989: 7).

Este estudio analiza los personajes femeninos de Los pazos de Ulloa (1886-1887), de Emilia Pardo Bazán y La desheredada (1881), de Benito Pérez Galdós. En ambos libros se establece una relación entre belleza y deshonor, como en el caso de Rita, en la primera novela, y de Isidora, en la segunda. La mujer bella es concebida en ambas obras como indigna; habría en ella una tendencia a no ser honrada en la medida que inspira el deseo. Por oposición, las mujeres que se distinguen por su honradez no son bellas, como la novia -y luego esposa- del doctor Miquis en La desheredada, o Nucha en Los pazos de Ulloa. Una diferencia clave de los libros, su enunciación, nos permitirá un mayor acercamiento a Isidora dado que no sólo es el personaje principal sino que el autor se ocupa por rastrear sus más íntimos pensamientos; en cambio, lo que les ocurre a Nucha y a Sabel nos llegará no desde su propia voz, sino por intermedio de la perspectiva de un testigo, Julián, azuzado a su vez por sus propios miedos y prejuicios.

Ambos autores y obras han estado influenciados por el naturalismo y el realismo, por lo que los factores sociales son clave para entender a los personajes que están condenados por la naturaleza y sus circunstancias: “el naturalismo riguroso, en literatura y en filosofía, lo refiere todo a la naturaleza: para él no hay más causa de los actos humanos que la acción de las fuerzas naturales del organismo y el medio ambiente. Su fondo es determinista” (Pardo Bazán, 1989: 145). Lo anterior no debe llevar a entender Los pazos de Ulloa, sin embargo, como “la exposición de un caso psiquiátrico, singular, con olvido de su dimensión social y genérica” (Feal, 1987: 218).

En esa dimensión social y genérica se puede explorar la visión de la pureza y la suciedad vinculada a la moral, como desarrolla Mary Douglas: “creo que algunas ideas de contaminación son usadas como analogías para expresar una visión general del orden social” (1966: 3). La limpieza, conjuntamente con la organización del hogar, daba cuenta del interior de la mujer, como señala Kirkpatrick: “un espíritu amoroso y reparador hacia la casa era idéntico a la psique femenina” (1989: 8). La vocación doméstica y maternal se enfrentará con el deseo del cuerpo femenino, por lo que se buscará construir el ideal incorpóreo de la mujer, al tiempo que el cuerpo pasa a ser parte del intercambio económico de la sociedad en auge.

Por otro lado, Dijkstra ha analizado en la literatura y en la pintura el modo en el que la belleza está relacionada con la perversidad en la mujer; para controlar esa perversidad natural, ellas eran educadas, a través del arte, sobre el modo en que debían comportarse. Su análisis de las pinturas e imágenes de la mujer a finales del siglo XIX termina siendo así “una verdadera iconografía de la misoginia” (Dijkstra, 1986: viii). En él, deja vislumbrar cómo hubo un momento en el que a las mujeres se les podía ver como compañeras de los hombres e incluso como alguien que podía ayudar a mejorar la economía familiar, pero la propia mujer que “hubiera ayudado a sacar adelante el negocio familiar ahora se convierte en un elemento de la moda” (Dijkstra, 1986: 7), y pasa a ser un ornamento de la casa, definida sólo por su belleza. Es así como la mujer se objetiviza y, como tal, se vuelve una posesión del padre o marido, justo como lo dictaba el código napoléonico: “las mujeres han sido dadas al hombre para que le den hijos. Ellas son, por tanto, su propiedad, tal como el árbol frutal es propiedad del jardinero” (Dijkstra, 1986: 111). La relación entre árbol y mujer es también un elemento presente en las pinturas del siglo XIX que alimentaba la noción de la mujer como naturaleza, una naturaleza inmóvil pero fértil y generosa (por ejemplo Nature de Léon Frédéric).

Tanto la limpieza como la honradez están conjugadas en la idea de pureza y va a ser uno de los principales valores que se demande de la mujer, cuyo ideal es “la mujer como una monja del hogar” (Dijkstra, 1986: 13). Su contrario, la suciedad, la inmoralidad, la impureza, van a ser peligrosas por el temor del contagio. La mujer impura va a ser rechazada de la sociedad, expulsada del hogar. El hogar es el espacio sagrado por excelencia. Por tanto, una forma de guardar la moral para las mujeres era quedarse en casa:

Se pensaba que, la esposa de un hombre, al quedarse en casa -un lugar sin mancha de pecado ni tocado por el trabajo- podía proteger el alma de su marido de un daño permanente; la sola intensidad de su pureza y devoción podría regenerarlo, como si fuera su marca de guerra y pudiera mantener su virtud personal libre de los peligros morales inherentes al mundo del comercio (Dijkastra, 1986: 8).

La relación entre belleza e inmoralidad se analizará en La desheredada y Los pazos de Ulloa como una cualidad que impide la pureza y limpieza en el hogar, tan anhelada por la concepción de la mujer que propiciaba el siglo XIX.

La atención

El capellán Julián Álvarez convence al marqués de Ulloa, don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage, de ir a Santiago de Compostela a buscar una mujer de su clase con la cual casarse. El marqués estaba en relaciones íntimas con Sabel, criada de la casa e hija de Primitivo, el administrador de la hacienda, con la que además tenía un hijo ilegítimo, Perucho. Ese estado de inmoralidad se traduce a su vez en la suciedad que reina: “el caso es que tanta porquería y rusticidad le infundían grandes deseos de primor y limpieza, una aspiración a la pulcritud en la vida como a la pureza en el alma” (Pardo Bazán, 2006: 14). Solanas ha señalado que en el capítulo tres se establece la “posible relación del agua como símbolo de la higiene personal y la pureza espiritual” (1981: 199) de Julián frente al espacio reinante.

Sabel cumple la función de objeto de intercambio entre el marqués y Primitivo, que utiliza la belleza y sensualidad de su hija para tener control sobre los pazos. Tanto la tierra como Sabel son del marqués, aunque el que realmente controla a ambas, a la tierra y a Sabel, es Primitivo. Son, a su vez, lo que retienen al marqués y le impide alejarse, vivir en otro lugar, como en algún momento lo intentará. La relación de dependencia que don Pedro tiene con Primitivo es doble: por un lado es este último quien hace funcionar la hacienda y, por el otro, es él quien garantiza la presencia de su hija.

Cuando Julián llega a los pazos, el aspecto y la ocupación de Sabel le hacen, de antemano, rehuir su presencia:

Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo que oía como por no ver a Sabel, cuyo aspecto, desde el primer instante, le había desagradado de extraño modo, a pesar o quizás a causa de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne. Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su color animado, su pelo castaño que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas hasta más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz (Pardo Bazán, 2006: 10-11).

Un defecto de la muchacha, señalado en la descripción, es la sensualidad de su nariz, es decir, su hermosura. Sabel es una chica bonita y atractiva de la que los hombres deben cuidarse, especialmente un capellán, por los votos de castidad que ha realizado. Sin embargo, la sensualidad que es lógicamente rechazada por un religioso, es también rechazada por don Pedro, a la vez que es lo que lo atrae de ella y de las mujeres. De un lado, es el propio marqués el que busca en Sabel el ejercicio sensual, al tiempo que es el primero en reprochárselo, sin encontrar en ello la más mínima contradicción. Como señala en sus ensayos Pardo Bazán, “pretender mujeres castas donde los hombres se pasan de libertinos, es notable falta de lógica” (1976: 67).

Al saberse que Perucho es hijo del marqués, al “defecto” de la belleza se le añadirá entonces el de una “moral relajada”. Es claro que la identificación de Sabel como una mujer fácil es una visión masculina que desatiende la situación social de la muchacha: por un lado, la sujeción al padre, Primitivo, que dicho sea de paso le impedirá irse ante la violencia que el marqués ejerce sobre ella (capítulo siete); por el otro, la sujeción al marqués (en cuanto clase social y diferencia de género), determinada y alentada también por el padre, que la hace objeto de golpes, insultos y desprestigio social, a cambio de los favores que recibirá de don Pedro y de tenerlo amarrado no sólo en cuanto a sus bienes sino a sus deseos. Sin embargo, al culpar de todo a Sabel, “Julián no entiende que Sabel está manipulada por su padre, Primitivo, el verdadero responsable de la indignante situación” (Feal, 1987: 216).

Sabel se constituye como la encarnación de la belleza diabólica: “Sabel, la fantasía de un artista podía evocar los cuadros de tentaciones de San Antonio en que aparecen juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezuña de cabra” (Pardo Bazán, 2006: 25). Esta categorización se reafirma cuando ella intenta seducir a Julián, mostrándose frente a él, ligera de ropas: “cómo la moza venía en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanquísimos” (Pardo Bazán, 2006: 27). Se enfatiza que Sabel es blanca y no tiene la piel curtida como otras mujeres y trabajadores de la hacienda, parece así justificarse que una mujer de clase inferior resulte atractiva.

El deseo por el cuerpo de Sabel, pero sobre todo la imposibilidad de sojuzgarla por completo, aqueja al marqués. Ella no es su esposa ni puede serlo, ella responde a una clase social en la que le es permitida más libertad, en la medida que como trabajadora lidia con gente de diferentes lugares, lo cual implica un control sexual más relajado y, por tanto, un entredicho sobre su virtud. Pardo Bazán nos recuerda que la novela transcurre en una época en la que el trabajo de la mujer era rechazado y visto de manera negativa: “¿Ejercer una profesión, un oficio, una ocupación cualquiera? ¡Ah! Dejarían de ser señoritas ipso facto(1976: 49). Se trata de una situación estratégicamente modelo para Primitivo, pues él posee un amplio caudal que podría liberar a Sabel del trabajo doméstico, pero le conviene que se mantenga esa situación económica de dependencia. Es así como ganó la sujeción del marqués, es así como la mantiene, y para cuando Sabel pierda la belleza y juventud, será Perucho el vínculo indisoluble con los pazos.

La imposibilidad de control sobre Sabel, no sólo en cuanto a sus actos sino en cuanto a los deseos que despierta en el marqués, llevarán a éste a ejercer la violencia y el insulto en diferentes oportunidades: “¡Perra..., perra..., condenada...” (Pardo Bazán, 2006: 37). Sabel termina en la categoría de puta particular del marqués y aunque quiere irse, su padre la obliga a hacer la cena y resignarse. La razón de la violencia son los celos:

¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!... ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña? ¡Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, ¡es el de no haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses! (Pardo Bazán, 2006: 39).2

No sólo las “mozas de su calaña” inspiran los celos, sino cualquier mujer a solas con un hombre, como posteriormente sucederá con Nucha. Don Pedro hubiera querido impedir bailar a Sabel porque le molesta su alegría y el que otros hombres puedan verla y desearla. Para esta lógica patriarcal representada por don Pedro, la mujer sólo tiene un rol reproductivo o sexual: no se le ocurre que puede haber camaradería, amistad entre hombres y mujeres. Bajo esta concepción la mujer es siempre un objeto que cumple alguna función para el hombre: “Los hombres dicen de las mujeres, déjenlas que sean ídolos, absorbentes inútiles de las cosas anteriores, siempre que no estemos obligados a admitirlas estrictamente como iguales” (Dijkstra, 1986: 24).

Los dos hombres se van a Santiago de Compostela para huir de esa tentación, no sólo el marqués, sino también el propio Julián: “No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien lo arrojaba del paraíso... Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla” (Pardo Bazán, 2006: 43). El corte en la mejilla puede entenderse como una prueba de la inquietud, del deseo oculto, de haberse visto frente a sus instintos carnales y negarlos, o como un pequeño flagelo que pretende redimirlos.

Las primas

Al llegar a la casa de sus primas, el panorama para don Pedro es inmejorable: cuatro mujeres solteras y deseosas de casarse. Ellas, como hijas de una buena familia y clase, no podían ejercer ningún oficio sin degradarse, ni mucho menos cultivarse; por tanto, su único destino era el matrimonio o la santidad, como parecía ser el caso de Nucha, por su falta de atributos físicos. La llegada del primo representa para el padre la posibilidad de transferir la tutela de una de ellas; y para ella, la garantía de su porvenir: “en esta idea se funda el porvenir de la mujer en nuestras sociedades, como que se la veda casi toda profesión u ocupación productiva, y se la imbuye de que su sostenimiento corre a cargo del varón” (Pardo Bazán, 1976: 93).

Don Pedro se va a sentir atraído por la más bonita: Rita. Y desdeña a Nucha, quien es descrita de la siguiente manera: “sus ojos, de magnífico tamaño, negros también como moras, padecían leve estrabismo convergente, lo cual daba a su mirar una vaguedad y pudor especiales; no era alta, ni sus facciones se pasaban de correctas, a excepción de la boca, que era una miniatura. En suma, pocos encantos físicos” (Pardo Bazán, 2006: 50).

Ahí donde la mujer sólo puede atraer a los hombres por su belleza, la belleza misma parece ser una condena porque generará deseo en los hombres; y, como ellas tienen pocas posibilidades de evitar que un hombre haga su voluntad, esto produce desconfianza. Si en cambio se es fea, o poco agraciada, entonces los hombres no se sentirán atraídos, no buscarán procurarlas, y así la virtud de ellas estará a salvo. En efecto, Sabel y Nucha se presentan como dos opuestos en lo físico y en lo espiritual. Lo que define a Sabel es su sensualidad y desvergüenza, a Nucha su fealdad y pudor.

Por su belleza, Rita resultaba atractiva al marqués, pero por eso mismo él dudaba de su virtud. Si la mujer era bella sólo la podía salvar la maternidad, que significa dar a luz un heredero, es decir, un varón:

Lo que más cautivaba a su primo, en Rita, no era tanto la belleza del rostro como la cumplida proporción del tronco y miembros, la amplitud y redondez de la cadera, el desarrollo del seno, todo cuanto en las valientes y armónicas curvas de su briosa persona prometía la madre fecunda y la nodriza inexhausta. ¡Soberbio vaso en verdad para encerrar un Moscoso legítimo, magnífico patrón donde injertar el heredero, el continuador del nombre! El marqués presentía en tan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la numerosa y masculina prole que debía rendir (Pardo Bazán, 2006: 50).

La procreación parece así ser otro elemento erótico en los hombres que juegan con la fantasía de engendrar en las mujeres a otros hombres, fantasía que llegará a un desenlace trágico si acaso la mujer da a luz una niña; entonces el deseo erótico hacia ellas desaparecerá, como sucederá con Nucha. Podemos suponer que en algún momento el atractivo que Nucha tiene para don Pedro es la posibilidad de engendrar un Moscoso legítimo, garantizado por el pudor de ella y hasta cierto punto también por su falta de belleza física.

Nos encontramos así ante una lógica contradictoria que descansa toda en el deseo masculino y en la negación de ese deseo masculino que es pensado como una necesidad de generar prole. Esta lógica funciona de la siguiente manera: a los hombres le gustan las mujeres bonitas, las mujeres de cuerpos redondos que puedan dar muchos hijos varones, pero, justamente porque esas son las que gustan a los hombres, ellos asumen que de un modo u otro obtendrán sus favores, por tanto, no se puede estar seguro de que los hijos sean legítimos, que mantengan la sangre. En conclusión, las mujeres bonitas son peligrosas: “No lograba el marqués vencer la irritante atracción que le llevaba hacia Rita; y con todo, al crecer el imperio que ejercía en sus sentidos la prima mayor, se fortalecía también la especie de desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y coquetería suele confundir con la depravación” (Pardo Bazán, 2006: 56). En la cita vemos claramente cómo el atractivo, el deseo, es acompañado a su vez por la desconfianza.

Es así que el precepto de la liviandad moral de las mujeres bellas siempre se cumplirá, equiparando belleza a impudor, porque la mirada que señala el objeto de deseo marca también su inmoralidad: el deseo que evoca es la misma prueba de su falta de virtud. Y si no son las acciones de las mujeres, el pensamiento de los hombres cumplirá ese mandato porque aún no siendo bella, de todos modos es mujer y es, como hija de Eva, una tentadora: “Al postular que todas las mujeres eran potencialmente peligrosas, él justificaba la transformación de cada mujer en objetivo de continua vigilancia” (Tsuchiya, 2011: 7-8).

La elección de Marcelina de parte de don Pedro responde al ideal de virgen, madre y esposa imperante, que coincide con las preferencias del capellán, en la medida que se elige a la más devota y recatada: “la prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato” (Pardo Bazán, 2006: 54). Sin embargo, don Pedro no parece del todo conforme puesto que cuando Julián manifiesta su preferencia por Nucha, el marqués exclama: “¡Hombre! Es algo bizca... y flaca... Sólo tiene buen pelo y buen genio” (Pardo Bazán, 2006: 55). La duda y error de la elección se cumplirá primero en la representación mortuoria del casamiento: “Parecía aquello la comida postrera de los reos de muerte” (Pardo Bazán, 2006: 64), y luego, en el nacimiento de la niña, Manolita. La razón de esta desdicha, es decir, el nacimiento de una hija, se atribuía a la debilidad del cuerpo de Nucha, como lo señalan el médico y don Pedro.

La mujer ideal para don Pedro sólo se puede definir como una santa: “La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo... Y don Pedro figuraba entre los que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con otro que con su marido” (Pardo Bazán, 2006: 57). Se presenta la idea de limpieza o su contrario, la suciedad, que sería pasada al hijo. A su vez, toda la honradez del hijo está centrada en la madre.

¿Por qué, si las mujeres ya son pecadoras, centrar en ellas esta tarea prácticamente imposible? Ese es otro elemento contradictorio de la concepción que enfrentan las mujeres en relación con la belleza y la virtud, pues siempre se sospecha que ellas no son virtuosas a causa precisamente de su belleza y el deseo que inspiran en los hombres, por lo que la virtud se hace obsesivamente necesaria al punto de ser imposible. Las mujeres “se encontraban siendo forzadas a la posición de tener que probar su valía por proezas de virtud imposibles de lograr” (Dijkstra, 1986: 20). Si algo de lógica guiara estos supuestos, tendría más sentido que la moral estuviera centrada en la castidad y comportamiento sexual de los varones, pero nunca se llega a ese punto. Por un lado, porque el hombre ya se sabe demasiado aficionado al sexo (al que no quiere renunciar); por otro, por una razón práctica: para no controlar su propia sexualidad.

Finalmente, lo que hará decidir a don Pedro es el rumor de un desconocido, no sabemos si fundado o infundado, contra Rita. Eso marca el destino de Nucha, que será triste, reafirmado por la recomendación de Julián a don Pedro de elegir a Marcelina. En ello se ve que a pesar de los rasgos femeninos de Julián, éstos no son tantos como para ponerse en la posición de Nucha, es decir, adoptar el punto de vista femenino. Por ello, Julián “considera (sin razón) que Nucha sería una buena mujer para don Pedro, y así aconseja a éste casarse con ella, pero no se le ocurre pensar si don Pedro sería un buen marido para Nucha” (Feal, 1987: 216).

La orfandad

Al llegar Marcelina a los pazos de Ulloa se topa con la misma realidad que había encontrado Julián. La suciedad, el polvo, el desorden, todo es ejemplo de la falta de moral que reina en esa casa. “Parecía que con la joven señora entraban en cada rincón de los Pazos la alegría, la limpieza y el orden” (Pardo Bazán, 2006: 78). El mismo Perucho siempre está sucio porque representa la ilegítima forma en la que fue concebido, y de un modo, hereda la inmoralidad de su madre, si es que nos atenemos a la lógica naturalista de la herencia: “Sólo se descubría su cabellera, el monte de rizos castaños como la propia castaña madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol” (Pardo Bazán, 2006: 79).

Los intentos de Julián, primero, como los de Nucha, después, de limpiar a Perucho, de educarlo, son esfuerzos por revertir en las cosas micro una situación macro apremiante: la de la deshonra y corrupción que reina en los pazos. Sin embargo, serán vencidos por el peso de ese orden de cosas: la suciedad, la inmoralidad y la infamia caerá sobre ambos.

En ese sentido, Nucha se hermana con Sabel porque ambas son víctimas del sistema patriarcal que reina en la hacienda. El destino de Nucha copia lo que ocurre contra Sabel al inicio: los celos y los golpes que don Pedro le profiere, el deseo de huir y las circunstancias que las retendrán atrapadas y sujetas al marqués. A ese respecto, Feal ha señalado que “La novela, para mí, representa, aunque extremadamente (y por tanto ejemplarmente), un caso típico de opresión social de la mujer. Opresión que incluye a los dos básicos personajes femeninos: Nucha y Sabel, víctimas de una autoridad ejercida a la vez por el padre y el marido” (1987: 218). Recordemos que es don Manuel Pardo, el padre de Marcelina, quien la obliga a casarse, de la misma forma que Primitivo obliga a su hija a quedarse con el marqués. Ambas recibirán, por tanto, los malos tratos de éste, respaldadas por sus padres.

Hacia el final de la novela, Julián sale de los pazos para no volver hasta muchos años después, deshonrado por la sospecha de haber tenido amoríos con la esposa del marqués. Y Nucha se muere para cumplir con la condición de pureza que le demandaba su marido, como una última acción que le permitiría entrar en la condición de esposa legítima y “salvar” su reputación. Como señala Dijkstra “los pintores de finales del siglo diecinueve usualmente gustaban de pintar modelos de virtud en un avanzado estado de debilidad física y enfermedad” (1986: 23), “su rostro de mejillas hundidas, hundido en un amasijo de almohadas, mirando desesperadamente -llegó a representar el último ícono de la feminidad virtuosa” (1986: 24).3 El cuadro de debilidad y el ataque de histeria que se complica luego con una precaria salud, es parte de la protesta de Nucha, quien, sin mecanismos de poder, sólo tiene su cuerpo como cárcel y también como vehículo de expresión: “La mujer utiliza el lenguaje del cuerpo para protestar contra el destino meramente biológico, cifrado en ese cuerpo, al que se la quiere confinar” (Feal, 1987: 218).

La muerte de Nucha cumple así dos funciones. De un lado, una salida a la intolerable situación que le acontece en los pazos, en la que su ser mujer ha sido puesto en cuestión, primero por el alumbramiento de una niña y segundo por la sospecha de infidelidad (con Julián). Pero además, una respuesta al desprecio de su marido por sus amoríos con la criada. Sin amigos, sin familia, condenada al ostracismo y a la soledad, Nucha vive un infierno en vida, lo que provoca que su razón la abandone. Su muerte le permite legitimarse como mujer en un sistema patriarcal en el que si no puede llenar las expectativas del marido, no tiene ya lugar en la sociedad. Es así que “la muerte se convirtió en el máximo sacrificio del ser mujer para el hombre al que había nacido para servir” (Dijkstra, 1986: 29).

Las muertes de las otras mujeres de la novela, curiosamente las madres, se pueden interpretar como la devoción de esposas que antes de contradecir a sus maridos, y por tanto hacerse “inmorales”, prefieren entregarles toda su voluntad, alcanzando la santidad del más allá, y a su vez, liberándose de la opresión masculina en el más acá. Pero ello implicará dejar en el abandono a sus hijas, la propia Marcelina y sus hermanas; y luego a la hija de ésta, Manolita. La misma Sabel es huérfana de madre, su único familiar es el padre, al igual que las primas. Generación tras generación de mujeres que al quedar huérfanas pierden los lazos con la madre, quedan a merced del mundo masculino, y heredan la devoción por el hombre.

Si los acontecimientos narrados inclinan la balanza de la razón y la justicia hacia Nucha, su destino marca el orden de cosas imperante. Ella, cuyo pudor era la perla de su personalidad, se ve abandonada y calumniada por su propio marido, desprestigiada al haber dado a luz una niña, una niña inútil para los deseos de trascendencia masculina, del apellido Moscoso. Y Sabel, vituperada tantas veces por don Pedro, queda reina de la casa y legitimada por su hijo, aún a pesar de su origen ilegítimo y de la escandalosa relación que los une. La fuerza masculina de Perucho se impone a la moral, a la clase y a la sociedad. La belleza, sinónimo de desvergüenza, termina siendo la única forma en que la mujer garantiza para sí un lugar en la sociedad, una sociedad que le es a todas luces adversa.

La huérfana

No sólo Sabel, sino también Rita, Manolita, Carmen y Marcelina son huérfanas, una situación muy común en los personajes del siglo XIX español; tal vez, como hemos sugerido antes, por la demanda de santidad que las mujeres (especialmente las madres) debían alcanzar, por la virtud imposible que se le demandaba a las mujeres. Igual pasará con Isidora, quien pierde tempranamente a su madre y, al inicio de la novela, a su padre, quedando así huérfana de padre y madre.

Jaffe ha señalado que La desheredada “es una novela sobre deseo: deseo por una madre, por una familia, por un lugar en el mundo, por belleza, por satisfacción erótica, y por riqueza” (1990: 27), refiriéndose a las condiciones básicas a las que toda persona debería aspirar y que en Isidora se afianzan por su condición de huérfana. El rechazo de la marquesa de Aransis -la madre, la matriarca-, genera en ella la caída moral que la lleva a la prostitución. Si pensamos que se le niega así el acceso al mundo maternal, ella decide entregarse de lleno en el mundo paternal, masculino, de los placeres.

Son los hombres los que han alimentado en Isidora la idea de su origen noble y su superioridad de clase, empezando por el padre, Tomás Rufete, luego su tío el canónigo, el marqués viudo de Saldeoro, “en broma” Miquis, el padrino Relimpio; todos interesados en servirse o gozar de su belleza. Y, en cambio, son las mujeres las que se oponen a esa fantasía. La madre (no se le deja hablar y luego muere), Laura Relimpio, sus hijas (Emilia y Leonor), la tía Encarnación, la marquesa. Todas ellas intentan reeducar a Isidora. Laura quiere que trabaje en la costura, la tía Encarnación le da de palos, la marquesa la enfrenta con la realidad. Sin embargo, como las mujeres tienen un rol secundario en la sociedad, fracasan a la hora de encauzar a Isidora. La orfandad significa, en ese sentido, la ruptura con la figura materna que la educará y encaminará en la feminidad organizada, frente a una feminidad basada en la belleza para el usufructo masculino.

Los rasgos que van a marcar a Isidora hacia la inmoralidad se señalan en la higiene, por la necesidad de limpiarse. Doña Laura dice: “Nos va a arruinar esa... Dios me perdone el mal juicio; pero creo que acabará mal tu dichosa ahijadita. No le gusta trabajar, no hace más que emperifollarse, escribir cartas, pasear y lavarse. Eso sí; más agua gasta ella en un día que toda la familia en tres meses. [...] Esa chica tendrá mal fin” (Pérez Galdós, 1997: 133). Y ante las visitas del marqués, añade: “Sea lo que quiera, esas visitas me apestan” (Pérez Galdós, 1997: 134).

No es que Isidora no quiera trabajar, la convicción de su origen noble se contradice con el trabajo, que sólo estaba destinado para las mujeres cuando no tenían ningún otro sustento. Ella, “rica heredera”, no había sido capacitada en ningún oficio y, ocupándose en alguno, desdecía su noble cuna. Su belleza sólo podía brillar realmente en el ámbito aristocrático, el único que tenía la posibilidad de apreciarla y darle el lugar ornamental que merecía. Como con los objetos de arte, sólo la clase pudiente podía permitírselos y destinarles un lugar de honor en sus palacios. La clase media o baja, que forzaba a las mujeres a ocuparse en su casa o fuera de ella, no tenían esa opción: “¡qué melancólica existencia la de esa señorita, sentenciada a la miseria y al ocio, o cuando más al trabajo vergonzante, escondido como se esconde un crimen, porque la clase social a que pertenece la expulsaría de sus filas si supiese que cometía la incongruencia de hacer algo más que ‘gobernar su casa’!” (Pardo Bazán, 1976: 49).

La sociedad representada en La desheredada parece estar sustentada en la labor femenina, si pensamos que la mayoría de los personajes masculinos no trabajan. La tía Encarnación trabaja (es ella quien obliga a Mariano a hacerlo también). El padrino Relimpio no trabaja; de éste se dice: “Era el hombre mejor del mundo. Era un hombre que no servía para nada” (Pérez Galdós, 1997: 123); tampoco lo hace su hijo Melchor. El marqués de Saldeoro ha perdido su dinero y no trabaja por su posición. Botín parece obtener su dinero más bien de sus influencias y engaños. Es decir, a excepción de Miquis y Bou, a quienes Isidora rechaza, todos los hombres se caracterizan por su incapacidad para el trabajo. Todos son donjuanes inútiles e insolventes. Sin embargo, el foco de la atención no recae en ellos, sino en Isidora, aún cuando son los hombres los de mayores oportunidades de desarrollo: “El hombre, en cambio, tiene abiertos todos los caminos y todos los horizontes; y si nuestra aristocracia masculina quisiese pesar e influir en los destinos de su país, y ser clase directiva en el sentido más hermoso y noble de la palabra, nadie se lo impediría, y se lo alabaríamos todos” (Pardo Bazán, 1976: 41).

Aunque quieran presentarse como opuestas, la situación de Isidora en relación con las otras mujeres en la novela son iguales: todas ellas tienen como fin mantener a los hombres; un indicio de la crisis que reinaba en España. Emilia, Leonor y doña Laura trabajan para mantener el estilo de vida de su hijo y mantener al marido. Isidora busca dinero para salvar a Joaquín y de su casa se alimenta también el padrino. La tía Encarnación mantiene al sobrino, aunque luego se revela y lo hace trabajar. El finado Tomás Rufete nunca tuvo un trabajo rentable y con sus fantasías políticas dilapidó la fortuna de su esposa. Y es posible que Virginia, por ser una rica heredera, haya sido seducida para tomar mano de su fortuna, cosa que la marquesa nunca permitió. No hay ninguna mujer en ese universo que no sirva a un hombre.

Como señala Jaffe, “su relación deseada es con una mujer, Virginia de Aransis y con su madre, la marquesa” (1990: 28). A diferencia de otras búsquedas de linaje asociadas al padre, en este caso el padre no importa, el padre es el causante de la pérdida, desprestigio y encierro de Virginia, la hija de la marquesa. Así que aquí la figura del padre no es la representante del orden ni el prestigio, sino la de la casa Aransis, encarnada en la marquesa, la abuela. Lo anterior tiene sentido en un panorama en el que todos los hombres son inútiles, a excepción de la clase trabajadora representada por Miquis y Bou, quienes, dicho sea de paso, son los únicos que no gozan de la cercanía de Isidora.

De esta manera, hay un paralelo con la familia Rufete, porque acorde con lo que señala Encarnación, fueron las locuras y fantasías del padre que hundieron a la madre, minaron su riqueza y la llevaron a la muerte, condenando a su hija a la orfandad y la locura: “Anoche supe que cerró el ojo Tomás... No te aflijas, paloma. Más vale así... ¿Qué vas a sacar de esos sentimientos? [...] Nunca tuvo la cabeza buena, hija, y con sus locuras despachó a tu madre, aquella santa, aquella pasta de ángel, aquel coral de las mujeres” (Pérez Galdós, 1997: 40-41). No es extraño pensar que al igual que Nucha, la mujer adoptó la muerte como salida para no contradecir a su marido y encajar en la feminidad ideal, porque contradecirlo, la habría deshonrado. También en la familia Relimpio es doña Laura quien dispone y las hijas quienes generan el sustento económico. La muerte de doña Laura deja a su marido a solas con Isidora, tal vez para no seguir contradiciéndolo o impidiéndole la convivencia con su ahijada.

Sin embargo, hay que señalar una diferencia entre el mundo de los pazos y el de Madrid: en el campo el patriarcado está respaldado por el poder económico. Aún con las intrigas y dudosas acciones de Primitivo, el marqués tiene tierras, cosecha, empleados, todo un conjunto de elementos que lo validan como proveedor. Todo ello le canjea el derecho de su inmoralidad o, al menos, la decisión de juzgar a los demás moralmente, sin que esos mismos preceptos caigan sobre él. En cambio, la mayoría de los hombres que rodean a Isidora tienen una condición económica inestable: Joaquín, Melchor. Y los que cuentan con ella, sólo están dispuestos a dársela a Isidora a condición de la sujeción -Botín y Bou-; o el vicio -Surupa. Aunque el abandono de Isidora puede leerse como un previo fracaso de todo un linaje masculino (padre, apoderado, padrino, amante), es decir, de un sistema, este reproche es derivado hacia la condición moral de la mujer, que se hace así supuesta causa de la crisis y fracaso social.

Desprovista de lazos femeninos que tal vez le hubieran enseñado el amor al trabajo, Isidora es también, por su belleza, enemiga de otras mujeres con quienes es difícil entablar vínculos de fraternidad dado que es percibida con sospecha y tratarla podría ser negativo (sale de casa de Emilia por esa razón). De esta manera, la belleza la deja a merced de los hombres y de su mal ejemplo, entre los que está la holgazanería y el desdén por las labores manuales. Sucede de igual modo en Los pazos de Ulloa: una vez que se anuncia la boda de Nucha, ésta pierde el cariño de sus hermanas, especialmente de Rita, lo cual derivará en el despojo de su dote, dejando a Nucha sola y pobre, abandonada a su suerte entre los hombres.

Isidora ha perdido su filiación familiar (la que culmina con la muerte de Mariano). Ha perdido su filiación de clase (no tiene la riqueza de los nobles, ni las habilidades de los trabajadores). Ha perdido también su filiación de género (no tiene amistades, ni mujeres de su lado). Permanece así, sola, ante la demanda de devoción masculina, a la que no le queda otra opción que sucumbir.

¡Es bella!

Bajo la lógica del código napoléonico, que señalaba a la mujer como posesión del hombre, no es casual que, en la trama, la aparición de Isidora ocurra simultáneamente a la muerte de Tomás Rufete. Ella queda, así, “sin atadura” a un linaje o, visto de otra manera, en posesión del género masculino en abstracto. Y, en efecto, la veremos a lo largo de la obra siempre en órbita de algún hombre: de su tío el canónigo; a la muerte de éste, de su padrino y luego, de toda la serie de amantes que tendrá. Esta dependencia de la mujer había sido denunciada, en su lucha por el derecho a la educación, por Emilia Pardo Bazán: “el eje de la vida femenina para los que así piensan (y son innumerables, cumple a mi lealtad reconocerlo), no es la dignidad y felicidad propia, sino la ajena del esposo e hijos, y si no hay hijos ni esposo, la del padre o del hermano, y cuando éstos faltaren, la de la entidad abstracta género masculino” (1976: 75).

Isidora es bella y la novela marca dicha característica desde muy temprano, cuando se señala “que era más que medianamente bonita, no por cierto muy bien vestida ni con gran esmero calzada” (Pérez Galdós, 1997: 22). Se puede decir, en otras palabras, que era pobre, y sobre que esa pobre chica bonita caía la duda de la inmoralidad. Y la inmoralidad en la mujer bella se prueba por la seducción:

Nunca le había parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en el ácido de la fruta, tenían un carmín intensísimo, hasta el punto de que allí podían ser verdad los rubíes montados en versos de que tanto han abusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdad y finísimo esmalte, mordían los dulces cascos como Eva la manzana, pues desde entonces acá el mundo no ha variado en la manera de comer fruta. Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los dos hoyuelos de su cara, que ya se ahondaban, ya se perdían, jugando en la piel. La nariz era recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, según decía Miquis, de la misma sustancia con que Dios había hecho el crepúsculo de la tarde (Pérez Galdós, 1997: 75-76).

La mención de Eva no es gratuita, no sólo se le retrata como bella sino también como tentadora y sensual, del modo en que se habla de Sabel y de Rita en Los pazos de Ulloa. En la cita se hace un detalle de los rasgos corporales de Isidora, su fisonomía, lo mismo que vimos para Sabel; perfilándose así una imagen mental del cuerpo y facciones de ambas. En cambio, aquellas que no cuentan con el atractivo de la belleza, no serán descritas. Ello redunda en la sexualización y objetivación de la mujer bella y en el efecto erótico que su especificación produce en el lector, experimentando lo mismo que el personaje.

Los hombres que han alimentado la fantasía de la alta alcurnia de Isidora son los que a su vez gozarán de tener “acceso” a Isidora, como Joaquín Pez, Sánchez Botín, Melchor Relimpio, Frasquito Surupa, Gaitica y luego otros. La excepción sería Miquis cuando cumple el rol de médico, porque recordemos que al principio él también la desea; y el abogado Muñoz y Nones, que está en representación de la casa Aransis, es decir, que está ahí en nombre de la marquesa.

Jaffe señala que el problema de identidad en Isidora se deriva de su posición en la sociedad como objeto antes que como sujeto. Toda las relaciones fallan porque en ellas Isidora adopta el rol de objeto: “En todas las relaciones que ella establece con los hombres de la novela, su contingencia es, de hecho, la característica determinante y lo que confirma su estatuto de objeto” (Jaffe, 1990: 28). Sólo con relaciones de dependencia puede tener relaciones más autónomas con Mariano, su hijo, y su padrino, aunque los primeros dos la abandonen en algún punto.

Su función de objeto se expresa, a su vez, en que cada hombre con el que está supone que ella comparte los mismos pensamientos que él. En este sentido, quizás el caso más paradigmático sea el de Juan Bou, dado la oposición total que mantiene con sus ideas. Aunque conoce a Isidora, cuya aspiración aristocrática salta a la vista, él conserva la fantasía de que ella piensa como él:

Esta gente no gusta de tener frío. ¡Toma!, el frío se ha hecho para el pobre obrero que anda sin trabajo por las calles. Eso es, hay dos Dioses: el Dios de los ricos, que da cortinas, y el Dios de los pobres, que da nieve, hielo. Isidora, Isidora, ¿no opina usted como yo, no cree usted que esta canalla debe ser exterminada? Todo esto que vemos ha sido arrancado al pueblo; todo es, por tanto, nuestro. ¿No cree usted lo mismo? (Pérez Galdós, 1997: 348).

La posibilidad de ver en Isidora quien comulgue con sus ideas sólo es posible pensando en ella como objeto bello ornamental y no como una mujer, una persona, con identidad, voluntad y deseos. Al inicio de la novela, también Miquis cree encontrar en Isidora la comunión con sus propias ideas: “Usted, señora duquesa, viene, sin duda, de altos orígenes, y ha gateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se ha mamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en un ventorrillo, entre honradas chaquetas y más honrados mantones. La Humanidad es como el agua; siempre busca su nivel” (Pérez Galdós, 1997: 71).

Desde el naturalismo que perseguía el autor, podemos entender la confirmación de la locura de Isidora, heredada de la locura de su padre. De su supuesta madre, Virginia, podría haber heredado la inclinación por amores ilícitos, así como su esclavitud y devoción hacia el ser amado, la que Isidora tendrá hacia Joaquín Pez, misma que también a ella la llevará a la ruina. Isidora sólo ama a Joaquín y por ese amor es capaz de todo. Del mismo modo en que su madre amó con totalidad, hasta la tumba, al objeto de su deseo. Se marca así el imperativo del amor como otro de los discursos de sujeción de la mujer, al igual que la belleza.

Siendo bella y sin recibir la nutrición de las mujeres, ¿qué relación puede tener Isidora con los hombres? Las posibilidades no son muchas porque ella es vista como objeto de deseo; no hay opción de amistad o de relación de pares. De hecho, el único momento en el que ella desea aprender, es motivo de burla: “No sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque sería muy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante como ahora. Enséñame tú. Yo me pongo a pensar qué será esto de morirse” (Pérez Galdós, 1997: 67). Se aprecia un genuino interés de cultivarse pero lo que responde Miquis es “Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el Mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus” (Pérez Galdós, 1997: 69). El mismo Miquis que al final de la novela querrá reeducar a Isidora, no encontrará ya la voluntad que ella tenía por instruirse: “Si esa mujer fuese educable... Pero si fuese educable (¡eterno problema!), ya no sería chula, ni tendría maldito el chiste” (Pardo Bazán, 1976: 63).

Así se llega a otra premisa: la mujer, mientras más tonta más bella; o en todo caso, la de que a los hombres le gustan las mujeres que no compiten con ellos en inteligencia. El filósofo Möbius decía “Protejámos a las mujeres contra la actividad intelectual” (en Dijkastra, 1986: 173). La belleza no sólo seduce a los personajes sino a los lectores, en su mayoría un público masculino. Su belleza es lo que garantiza su trato como objeto de deseo en la novela: “ella es bonita. ¿Por qué mostrarla inteligente o incluso estúpida, por qué como falsa o desagradable? ¡Ella es bonita!... ¿Por qué debería tener un corazón, un cerebro, un alma? ¡Ella es bonita!” (Dijkastra, 1986: 181).

El abandono

No concuerdo con las lecturas que hacen de la prostitución un ejercicio de autonomía, como es la visión de Jaffe: “La profesión que ella finalmente adopta es un acto de venganza económica pervertida de este tipo de mujeres sobre el deseo erótico de los hombres, por el cual explotan el deseo de los hombres y la autonomía de las mujeres” (Jaffe, 1990: 34). Esta visión la comparte Tsuchiya:

En última instancia, sin embargo, ella rechaza la vida que él le propone, la cual está atada tanto literal como simbólicamente a la máquina: la labor frente a la máquina de coser, como sus hijas están haciendo, es rendirse ella misma a la maquinaria de producción del capital, intercambiar trabajo honrado por capital. Ella, sin embargo, redobla su esfuerzo para eludir “la mirada, la intervención y el control” de una maquinaria disciplinaria burguesa que busca regular su deseo y transformarla en un cuerpo dócil (2011: 40).

Lo que Tsuchiya no alcanza a dimensionar es que el cuerpo, como mercancía, es también parte del sistema capitalista, en el que las identidades se venden y se construyen como objetos de consumo. La prostitución no se escapa: alimenta la despersonalización del cuerpo femenino, para ser vestido por los deseos masculinos, cada vez más imperiosos y más poderosos. A su vez, el capitalismo establece que toda persona tiene un precio; en vez de fomentar los valores, propone una sociedad en la que todo puede ser comprado o vendido, empezando por el cuerpo, pero también, la dignidad, los sentimientos, los sueños.

En concordancia con el naturalismo de Pardo Bazán, la libertad de decisión no puede entenderse como algo absoluto: “Si en principio se admite la libertad, hay que suponerla relativa, e incesantemente contrastada y limitada por todos los obstáculos que en el mundo encuentra” (Pardo Bazán, 1989: 148). Si se rechaza su educación y no está adiestrada en ninguna labor, no es posible que trabaje. Su belleza le impide ser monja porque atrae a los hombres y, por tanto, los hombres la convertirán en mujer pública para acceder a ella. O, dicho de otro modo, intentarán hacerle creer que así se libera de las opresiones, que así “vale” muchísimo más. El gozo que Isidora tiene de su propio cuerpo (Fernández Cifuentes, 1988) es un gozo que se ubica en una posición masculina.

La sociedad no ha creado posiciones intermedias, no ha sabido abrir espacios de aceptación para las mujeres, que no se deslicen de lo virginal o lo demoniaco. Pero podemos suponer que la mayoría de mujeres se ubicaba en ese espacio, ni podía haber tantas putas, ni las buenas esposas y devotas cristianas podían llegar a los niveles de santidad requeridos por un poder que deseaba ser absoluto y supremo. En contraste, la situación de los hombres es completamente diferente; en términos sexuales, no sólo tienen libertad en todo sentido, sino que en ellos sí es posible venderse sin dañar ni su moral, ni su legitimidad, ni su posición.

Pensemos en Joaquín Pez, quien se hace marqués por dinero y luego se casa con una rica mujer cubana, tanto por dinero como por conservar su estatus social; él también “se vende”, “se juega como una mercancía”, pero la lectura de su posición social en el intercambio de deseos es aceptada. Pese a que ha llegado a lo más bajo, hay mecanismos y formas de hacerlo subir de nuevo. En cambio, el proceso de degradación de Isidora (que se aprecia por los hombres con los que tiene intercambio sexual), va decayendo y no hay forma de remontarlo en una sociedad que valora la pureza (sexual) en la mujer como condición esencial de su honor. Con su agudo juicio, Emilia Pardo Bazán ya había señalado esa incongruente diferencia:

Que el aristócrata sea haragán, derrochador, desenfrenado, frívolo, ocioso; que viva sumido en la ignorancia y la pereza; que sólo piense, como aquel majo de la célebre sátira, en toros y caballos; que no sirva de nada a su patria en particular, ni en general a la causa de la civilización, eso no asusta a las gentes; lo inaudito, lo que nos conduce a la “decadencia” y al “Bajo Imperio” en derechura, es que se sospeche que la marquesa Tres Estrellas tiene un arreglo, o que haya bajado dos centímetros la línea del escote” (1976: 40).

El deseo de libertad que define a Isidora (que no debe ser entendido sólo como perversión o liviandad sexual), se manifiesta en lo que le pide a Joaquín, a cambio del favor de salvarlo de ir a la cárcel: que reconozca a su hijo. En ello queda claro que: “Incluso mientras se mantiene constante en su amor por Joaquín, vendiendo su cuerpo para salvar el honor de él, ella se niega a someterse al matrimonio” (Tsuchiya, 2011: 50).

Joaquín es el único que no le pide fidelidad o exclusividad, la cual está ya dada por el afecto que ella tiene hacia él. Otorgando su amor, Isidora siente que da mucho más que otorgando su cuerpo. Joaquín, quien podría pasar por proxeneta, “consume” a Isidora como mercancía, hasta que pierde todo su valor, y usa el dinero que ella ha ganado por prostituirse, para su propia conveniencia, sin ponerlo en cuestión. El lugar en el que todo esto ocurre, acorde con la relación entre inmoralidad y suciedad, es un espacio que guarda características de inmundicia:

Solo, paseándose meditabundo por la habitación, que es de bajo techo, sucia, con feísimos y ordinarios muebles, todo en desorden [...] Da un gran suspiro, alza los ojos del suelo, y, fijándolos en un espejo que hay en la pared, sucio de moscas y con gran parte del azogue borrado (Pérez Galdós, 1997: 383).

Aunque Isidora quiere ser honrada y noble, como señala Jaffe, el entorno social se lo impide. En primer lugar, tiene una belleza que no concuerda con su clase social. Como ha señalado Luis Fernández Cifuentes, en el caso de Isidora, se trata de una belleza con un significado(1988: 301). No se le permite la educación ni está capacitada para ningún oficio, por tanto, en concordancia con el determinismo que la novela plantea, una mujer joven, bella y pobre, sólo puede ser prostituta, especialmente si ha perdido los lazos femeninos que la atan con el mundo de la domesticidad. Queda a merced del mundo de los hombres. Al cortarse su relación con la madre se le corta la naturaleza y la nutrición (Jaffe, 1990: 31). Pero además, también está negada al trabajo en respuesta a su clase, en la que el trabajo está mal visto. Pensemos que las hijas Relimpio lo ejercen en su propio hogar, pero no sería lo mismo si lo hicieran fuera de él, dependientes de un jefe, en un espacio público.

Por otro lado, Isidora está sujeta también por el discurso del amor, el que la ata hasta el final a Joaquín Pez, salvándolo a él de la ruina, al tiempo que ella se hunde. Situación que también padeciera la madre (y su familia), arruinándose económicamente, para luego morir, y complacer las fantasías de Tomás Rufete. El otro elemento de su sujeción amorosa es su hijo Riquín. La presencia del hijo la emparenta con su madre noble, Virginia, pues la presencia de los hijos es la prueba de una relación sexual ilícita, al no estar ninguna de ellas casada. Al caer enfermo Riquín con la tos ferina, Isidora cae en manos de Melchor Relimpio, pues el viaje a El Escorial por la salud del niño, subvencionado por él, lo pagará ella con su propio cuerpo. Muchos pasos ya la han hecho dejar atrás la moralidad y la virtud, pero se han aceptado en la medida en que los personajes tenían un rango social medio; cuando se junta con un delincuente parece que el contagio es ya inevitable. Al hacerla prostituta se le entrega a todos, personajes y lectores (Tsuchiya, 2011), al pueblo.

Vemos de este modo cómo la clase está estrechamente vinculada con el prestigio y la permisibilidad social. Dicho sea de paso, es cuando llega a ser “del pueblo” que se le ignora por completo, aún cuando su vida cobra total autonomía pues, al igual que su tía Encarnación, decide no sacrificarse por otro, asume que nadie la mantendrá y que ella tendrá que velar por sí misma: “la burguesa cree que ha de sostenerla exclusivamente el trabajo del hombre. De aquí se origina en la burguesa mayor dependencia, menos originalidad y espontaneidad. La mujer del pueblo será una personalidad ordinaria, pero es mucho más persona que la burguesa” (Pardo Bazán, 1976: 50).

La belleza es un corsé de acero

Con un verso de la poeta peruana Carmen Ollé, de su libro Noches de adrenalina, resumo las ideas que he desarrollado a lo largo de este ensayo. Las mujeres representadas en las novelas de Emilia Pardo Bazán, Los pazos de Ulloa, y La desheredada, de Benito Pérez Galdós, deben adecuarse a modelos de feminidad que valoran el pudor y la maternidad por encima de todo. La maternidad entendida como la procreación de un heredero varón, el pudor como una condición santa que aleja todo rasgo de sensualidad. Las mujeres bellas, en la medida que tienen los ojos varoniles puestos en ellas, se verán como inmorales. Según su clase social, podrán cumplir el rol de amantes. Es el caso de Sabel y de Isidora -mientras mantuvo parejas únicas relativamente estables. O prostitutas, como sucede con Isidora una vez que ha descendido en la escala social.

Es así que la belleza se vuelve un corsé condenatorio que las hace ver como pecaminosas, tentadoras y peligrosas. El rechazo de las mujeres terminará por aislarlas y les impide establecer lazos de solidaridad y fraternidad que les permita forjarse un camino. El deseo masculino las pondrá a merced de los hombres, quienes utilizarán todas las armas para poseerlas. En un escenario en el que la mujer sólo se define por su relación con un linaje patriarcal, el peso de la sensualidad será determinante para impedirles una vida honrada y, no teniendo otro camino, terminar siendo mujer pública.

Por otro lado, las mujeres no bellas destacarán por su virtud; sin embargo, ésta se verá cuestionada ante posibles contrariedades entre ella y el marido. Cualquier acto de disgusto, como no dar a luz un varón, provocará intriga, celos, marginación. A fin de no desdecir al hombre, guardando para sí sus sentimientos y opiniones, muchas mujeres mueren, otorgándole la palabra, como la última y total devoción, al marido. Las madres, las esposas ausentes han dejado su silencio claudicante, como única herencia a sus hijas quienes repetirán el círculo de la vida en torno a un hombre.

La virtud se entenderá también como limpieza y por ello los personajes virtuosos se señalan como limpios, mientras que sobre los que pesa algún tipo de duda o han heredado desprestigio por su origen, vivirán en la suciedad.

La suciedad o el peligro que representan las mujeres no se relaciona sólo con lo social sino también con lo sexual: “las ideas sobre los peligros sexuales son mejor interpretadas como símbolos de la relación entre partes de la sociedad, como espejos que designan las jerarquías o simetrías que se aplican en el sistema social más grande. Lo que vale por contaminación sexual también vale por contaminación corporal” (Douglas, 1966: 4). La amenaza que significan Sabel, Rita o Isidora para la sociedad, es la del reino de la libertad sexual de las mujeres. No hay espacios de autonomía para la mujer que no estén satanizados. En el siglo XIX no se podía pensar en otro destino para una mujer que ansiara su libertad. Por ello, la prostitución no representa una liberación; para el hombre, es la consumación de su deseo, para la mujer, un cambio de sujeción: ya no va a depender de un hombre, sino que va a depender de los hombres como género hegemónico. Así, la prostitución las salva a su vez del único otro camino, la muerte, como condición plena de la virtud.

Al centrar en la mujer la honra de la humanidad, se deja en libertad a los hombres, cuyas acciones no pondrían en entredicho el éxito de la sociedad. Dicho sea de paso, las obras hacen una detallada lista de las acciones inmorales de los personajes masculinos que ocurren sin el más mínimo reproche. Sin embargo, es justamente ese comportamiento de los hombres el que pone en peligro a la sociedad. En primer lugar, porque al no pensar en la mujer como una persona sino como un ideal, impulsa a las mujeres hacia la muerte; en segundo lugar, porque los hombres desbocados de sus instintos sin ninguna represión se hacen ociosos e inútiles. Las mujeres, al desaparecer, dejan abandonado el espacio del hogar y el del trabajo, pues son ellas las que representan el sustento silencioso de ese mundo patriarcal que las juzga doblemente y sin piedad.

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1Todas las traducciones del inglés son mías.

2Señala Pardo Bazán que un refrán español, “a la mujer honrada la pierna quebrada” (1976: 78), resume la voluntad de hacer virtuosa a Sabel, aunque sea a la fuerza. Dijkastra presenta las pinturas de Salomé, en su baile sensual, como un ejemplo de la mujer malvada, depredadora sexual.

3Por ejemplo Last Flowers de Louis Ridel, The Convalescent de Leopoldo Romanach, The Sick Woman de Alfred Philippe Roll.

Recibido: 25 de Mayo de 2015; Aprobado: 24 de Septiembre de 2015

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