Introducción
La investigación sobre Kant (Kantforschung), que comprende estudios históricos y biográficos, se ha fortalecido recientemente en gran medida gracias a los múltiples desarrollos metodológicos de la historia intelectual -formada por los enfoques teóricos de la historia de los problemas, la historia de los conceptos y la historia de las ideas (Problem-, Begriffs-, und Ideengeschichte)- y, particularmente, de la historia de las fuentes (Quellengeschichte).1 A pesar de los admirables trabajos que se ubican en esta última perspectiva, aún son muy pocos los que se han enfocado en los ambientes intelectuales en los cuales Kant inició su formación universitaria.2 En esta línea, este trabajo busca contribuir al análisis y comprensión tanto del planteamiento del problema mente-cuerpo como de las estrategias de Kant para su solución en su obra en torno a las “fuerzas vivas”3 con referencia al ambiente intelectual que la rodeó hacia el final de la formación universitaria de Kant. Para la consecución de este propósito se presentan de modo esquemático, en primer lugar, tanto la formulación de Descartes del problema mente- cuerpo como las principales perspectivas que intentaron solucionarlo a lo largo de la primera Modernidad. En segundo lugar, se exponen las principales posturas ante este problema que surgieron en el ambiente intelectual que envolvió la formación universitaria del joven Kant en la Albertus-Universität Königsberg y los motivos por los cuales Kant aborda el problema mente-cuerpo en sus Fuerzas vivas. En tercer lugar, se examina la estrategia inicial o el “camino de ida” de la solución de Kant al problema mente-cuerpo. En cuarto lugar, se analiza la parte final o el “camino de vuelta” de la solución kantiana. Por último, se ofrecen algunas consideraciones finales en las que se resumen los principales rasgos teóricos de la solución de Kant al problema mente-cuerpo, los cuales, en contradicción con la idea tradicional que hace ver al primer Kant como un dogmático wolffiano, dejan entrever el esfuerzo del joven filósofo por desarrollar un camino que resulte una vía intermedia entre las concepciones causales predominantes de su tiempo y que a la vez sea crítica de ambas.
1. El horizonte cartesiano del moderno problema mente-cuerpo
El problema mente-cuerpo puede plantearse primero a partir de la esfera de la experiencia ordinaria: puesto que, además de ciertas propiedades que atribuimos a los objetos físicos -como la figura, el tamaño, el color, el peso, el movimiento, etc.-, los seres humanos experimentamos en algunas de nuestras acciones otro tipo de propiedades que no solemos atribuir a los objetos físicos -como sensaciones, creencias, deseos, estados conscientes o emocionales, etc.-, parece que el ser humano está constituido por dos tipos de componentes o por dos conjuntos de propiedades diferentes entre sí que conforman lo que llamamos “lo mental” y “lo corporal”. Ulteriormente, este mismo problema puede formularse, de manera más técnica, en términos ontológicos: ¿qué es lo mental y qué es lo corporal? ¿Lo mental puede estar incluido en, o reducirse a, lo corporal o al revés? o, más bien, ¿se trata de dos entidades o conjunto de propiedades completamente distintas e irreductibles entre sí? A estas formulaciones ontológicas del problema mente-cuerpo se han dado respuestas que, a cuenta y riesgo de generalizar, pueden clasificarse en tres amplias perspectivas: el materialismo, que sostiene que sólo hay un ámbito corporal y que lo que llamamos “mental” no es en realidad sino corporal -o una forma de lo corporal-; el idealismo, que sostiene que únicamente existe lo mental y lo supuestamente corporal no es sino un producto de lo mental -una percepción, por ejemplo-; y el dualismo, que sostiene que tanto lo mental como lo corporal existen realmente como ámbitos distintos e irreductibles entre sí.4
En lo que concierne a este problema, Descartes se sitúa en el marco de la segunda perspectiva. A partir de un dualismo de las sustancias que sostiene la heterogeneidad radical de las sustancias materiales cuya característica esencial es la extensión espacial -res extensa- y de las inmateriales cuya propiedad esencial es la actividad pensante -res cogitans-, Descartes plantea el llamado problema de la “comunicabilidad de las sustancias”: ¿cómo dos cosas esencialmente diferentes, como la extensión y el pensamiento, pueden influirse y afectarse mutuamente o producir entre sí cambios o modificaciones? Y, desde este planteamiento, el problema mente-cuerpo adquiere un tono nuevo que acentúa su aspecto causal: ¿lo mental puede influir o producir ciertos cambios o modificaciones en lo corporal o al revés?; y, si es así, ¿cómo se da este influjo o determinación causal? Éste es uno de los principales problemas que atraviesa a toda la primera modernidad. Los sucesores de Descartes intentaron resolver el problema de la comunicabilidad de las sustancias con tres estrategias diferentes: el ocasionalismo, el influjo físico y la armonía preestablecida.
Malebranche y Geulincx, los principales exponentes del ocasionalismo, negaron la potencia causal a las sustancias creadas con el fin de reservar esta potencia exclusivamente a la sustancia divina. Pueden identificarse dos razones principales en favor de esta idea, una de índole teológica y otra cosmológica: la primera razón parte del supuesto de que toda acción causal es, en cierto sentido, una acción creadora -en efecto, causar algo significa hacer que comience a existir algo que previamente no existía-, y este tipo de acciones constituyen un atributo exclusivamente divino; la segunda razón, de índole cosmológica, busca ser consecuente con el principio cartesiano de la conservación de la cantidad del movimiento: si se afirma que las sustancias creadas, particularmente las sustancias corpóreas, tienen potencia causal y, por medio de ella, pueden producir movimiento, esta producción alteraría la cantidad de movimiento que hay en el universo y, en consecuencia, implicaría la falsedad del principio de la conservación de la cantidad del movimiento. Pero si se niega la potencia causal a las sustancias creadas, ¿cómo se explican todas las experiencias que nos remiten al cambio, a la producción de nuevos movimientos y al influjo y afectación que parece ocurrir entre unas cosas y otras? Según esta postura, Dios es quien actúa en forma directa en el mundo en lugar de las sustancias creadas, las cuales sólo lo hacen aparentemente al ser meras ocasiones para el despliegue de la única potencia causal divina. Podríamos formular esta posición del siguiente modo:
[O] Cualquier cambio en la sustancia C que corresponda a un cambio en la sustancia B se produce directamente, junto con el cambio en B, por la acción de la sustancia divina A; A es la única causa, el cambio en B es tanto un efecto de A como la ocasión para que A cause el cambio en C, y el cambio en C es un efecto directo y final de A.
De manera opuesta a [O], la doctrina del influjo físico, de raigambre aristotélica y ampliamente aceptada entre pensadores y científicos holandeses e ingleses simpatizantes del mecanicismo y de la filosofía de la naturaleza cartesiana -e incluso asociada con Locke (Kuehn 2001a, p. 15)-,5 establece que las sustancias materiales cuentan con una potencia causal capaz de producir cambios o influir realmente en otras sustancias. A partir sobre todo de principios empiristas y mecanicistas, el influjo físico considera que los cuerpos actúan real y eficazmente entre sí, afectándose unos a otros, como resulta evidente por la percepción de los cambios en las direcciones o en las velocidades de sus movimientos. Debido a que la principal prueba de esta doctrina se basaba en el contacto físico, el problema principal al que debió enfrentarse fue el de explicar la acción a distancia -por ejemplo, el magnetismo-. Esta postura puede enunciarse así:
[If ] Cualquier cambio en la sustancia B que corresponda a una acción de la sustancia A está suficiente e inmediatamente fundado en la acción de A; la acción de A es la causa y el cambio en B es el efecto de la acción de A.
Por último, en su doctrina sobre la armonía universal o preestablecida, Leibniz atribuye a la causalidad divina una supremacía incomparable al sostener que, desde el momento de su acción creadora, ha preestablecido el orden del universo entero y, mediante una serie programada de cambios, lo ha inscrito en el interior de todas y cada una de las sustancias o mónadas que lo conforman: todos los cambios y determinaciones inherentes en cada una de las mónadas surgen a partir de una espontaneidad puramente intrínseca, desde su propio principio interno ya predispuesto por la preformación creadora de Dios, que se desarrollará en un momento preciso, sin intervención externa alguna y en perfecta sincronía con las series de cambios y determinaciones de las otras mónadas, conformando una perfecta y sincrónica coordinación armónica que no surge de su mutua influencia, sino de la misma preformación divina originaria. “Dada esta naturaleza autocontenida pero, no obstante, que todo lo abarca de la sustancia, la noción de acción transeúnte externa o influencia real es no sólo ininteligible en el estricto sentido metafísico; es también filosóficamente superflua” (Edwards 2000, p. 64). Podemos enunciar esta posición del siguiente modo:
[Ap] Cualquier cambio en la sustancia C que corresponda a un cambio en la sustancia B se funda en el orden armónico que la sustancia divina A ha preestablecido al inscribir series programadas de cambios tanto en el interior de B como en el de C; estas series son sincrónicas entre sí y no se influyen ni se afectan mutuamente; la acción preformadora de A es la única causa y las series de cambios que ocurren en perfecta armonía y sin mutua afectación en B y en C son efectos de la acción preformadora de A.
2. El problema mente-cuerpo en el entorno intelectual y en la primera obra del joven Kant
Durante el tiempo en el que Kant fue estudiante (1740-1746), la Facultad de Filosofía de la Albertus-Universität Königsberg se caracterizaba por la pluralidad de doctrinas y perspectivas filosóficas que en ella se enseñaban. Aun cuando pueden distinguirse tres grupos principales, a saber, los ortodoxos -aristotélicos neoescolásticos-, los pietistas -eclécticos antiintelectualistas- y los wolffianos -racionalistas-, desde la segunda mitad de la década de 1730, y gracias a la impronta de Franz Albert Schultz (1692-1763), estos grupos comenzaron a mostrar más diversidad y heterogeneidad, más apertura y disposición al diálogo e intercambio de ideas, propiciando incluso que algunos de sus miembros adoptaran posturas doctrinales intermedias respecto a algunos poblemas particulares o terminaran transitando a nuevas posiciones filosóficas (Kuehn 2001a, pp. 14-15; Kuehn 2001b, pp. 70-71). En todo caso, al momento de su ingreso a la Albertina, Kant encontró un ambiente intelectual más o menos plural en el que coexistían diversas tradiciones filosóficas procedentes tanto de la antigua Escolástica alemana como de la recién inaugurada Ilustración alemana, un ambiente propiciado por una nueva generación de pensadores eclécticos más o menos independientes que constituiría el cuerpo docente que abrigó la formación universitaria de Kant.
De esta generación, Konrad Gottlieb Marquardt (1694-1749) reviste una mayor relevancia en la formación de Kant que la que tradicionalmente se le ha reconocido. Profesor asociado de matemáticas en la Universidad de Königsberg a comienzos de 1730, también lo fue de lógica y metafísica desde 1733 hasta su muerte en 1749. Aunque no hay evidencia contundente de que Kant acudiera a alguno de sus cursos de lógica y metafísica -lo cual, no obstante, es muy probable-, es prácticamente seguro que tomó alguno de sus cursos de matemáticas (Kuehn 2001a, p. 15; Kuehn 2001b, pp. 75-76; Sgarbi 2010, pp. 34, 42-49). En todo caso, la figura de Marquardt resulta pertinente para ubicar una de las fuentes más probables de la primera concepción metafísica del joven Kant y, en particular, de su intento por resolver el problema mente-cuerpo. Como el título lo indica, la disertación de Marquardt Sobre la armonía preestablecida entre el cuerpo y el alma se enmarca en [Ap].6
En ella sostiene que todos los cambios corporales pueden explicarse por completo en el orden de los cuerpos -esto es, físicamente- (§ XV, p. 17), pero también pueden explicarse en el orden más fundamental de las sustancias -es decir, metafísicamente-, porque los cuerpos no son puramente extensos ni constan de materia vacía (inani materia), sino de esencia y de fuerza o principio para actuar (agendi principium), el cual siempre es activo y puede producir cambios (§ XVII, p. 18). En este orden ontológico, como el alma no es una sustancia corpórea ni compuesta, es una sustancia simple y, puesto que -según Leibniz-, todas las sustancias simples tienen en sí el principio de sus cambios, ella produce todas sus representaciones por sí misma e independientemente del cuerpo; a esta actividad representativa Leibniz la llama “concentratio universi”, y de ella se derivan todas las representaciones del universo que el alma produce a partir de su propia esencia y naturaleza (§ XIX, pp. 20-21). Ahora bien, según Marquardt, lo que distingue a todos los mundos posibles es su grado de perfección y, como éste es el mejor de los mundos posibles, cuenta con el mayor grado de perfección, el cual se manifiesta en la conveniencia (convenientia) que hay entre las varias sustancias que lo conforman; “por lo tanto, el cuerpo y el alma también deben convenir; consecuentemente la armonía preestablecida existe verdaderamente”,7 y “es imposible que Dios, en la medida en que es infinitamente potente y sabio, pueda dirigir al alma en unión con el cuerpo por otra vía que ciertamente por la armonía preestablecida”.8
A la edad de veintiún años, Martin Knutzen (1713-1751), quien después sería el preceptor de Kant, defiende la disertación Comentario filosófico sobre el comercio de la mente y el cuerpo explicado por el influjo físico, construido sobre los mismos principios del ilustre Leibniz,9 que le valió su aceptación como profesor asociado de lógica y metafísica en la Albertina (Kuehn 2016, p. 427). Dictó sus cursos a partir del semestre de verano de 1734 casi de manera ininterrumpida hasta el semestre de invierno de 1750-1751 (Sgarbi 2010, pp. 43-49). Su Sistema de causas eficientes se divide en tres secciones: en la primera, titulada “Sobre el comercio de la mente y el cuerpo humano, y sobre los varios modos de explicarlo en general”,10 Knutzen -de modo similar a Marquardt, pero sin duda con mayor sistematicidad- plantea el problema del comercio entre la mente y el cuerpo en los términos de las tres principales doctrinas causales de la época: [If ], [O] y [Ap], y sostiene que las tres encuentran un apoyo -aunque insuficiente- en nuestra experiencia del comercio entre la mente y el cuerpo, es decir, en la correspondencia entre nuestras representaciones mentales y nuestros movimientos corporales. En la segunda sección, “Sobre el sistema del influjo físico en tanto verdadera razón que explica el comercio de la mente y del cuerpo”,11 el autor presenta varios argumentos a favor de [If ]12 que tienen la particularidad de explicar cómo es la relación entre el nivel ontológico fundamental de las mónadas o los elementos simples y el nivel de los cuerpos que percibimos: si las mónadas son responsables de las propiedades físicas de los cuerpos deberían poder actuar sobre otras mónadas y modificar estas propiedades físicas o extensas; en consecuencia, el alma, en tanto sustancia simple, tiene una fuerza motriz por la que puede moverse a sí misma hacia otras sustancias simples e incluso a los cuerpos donde dicha alma se encuentre. Para finalizar, en la tercera sección, “La cual examina modestamente las objeciones de los más célebres hombres contra el sistema físico”,13 Knutzen defiende [If ] contra diez de sus objeciones más conocidas. Lo llamativo de esta defensa es que, a diferencia de otros pietistas y de otros wolffianos, Knutzen parte de los mismos principios fundamentales de la metafísica de Leibniz y de Wolff: sugiere no que los argumentos a favor de [Ap] no sean concluyentes, sino que los principios leibnizianos fundamentales realmente terminan por implicar [If ] (Watkins 2005, pp. 53-72). Con esta aportación, Knutzen se convirtió en uno de los exponentes más decisivos de [If ] dentro de la escuela wolffiana (Kuehn 2016, p. 429).
Aun cuando el problema predominante de las Fuerzas vivas sea el de la interacción entre las sustancias corpóreas y, en particular, el de determinar cuál es la manera correcta de medir las fuerzas que causan el movimiento de los cuerpos, en el primer capítulo -que Kant considera un preámbulo metafísico-14 se discute el problema de la relación entre el alma y el cuerpo con el fin de hacer evidente el reduccionismo que inadvertidamente se aplica a la noción de “fuerza” cuando se la concibe simplemente como una fuerza motriz cuyo único efecto es el movimiento -como sostiene Knutzen, inspirado en Wolff-.15 En efecto, si la fuerza ínsita en la materia tiene sólo la capacidad de producir movimiento, “¿cómo es posible que la fuerza, que sólo produce movimiento, engendre ideas y representaciones? Éstos son géneros tan diversos de cosas que no es concebible cómo puede una ser la fuente de las otras” (§ 5, p. 32/GSK, AA 01: 20.17-21). Después de evocar el planteamiento cartesiano, Kant considera que, para poder superar las dificultades que implican cuestiones como “cómo es capaz la materia de suscitar representaciones en el alma humana” (§ 5, p. 32/GSK, AA 01: 20.12-13) o “si el alma está en condiciones de poner la materia en movimiento” (§ 6, p. 32/GSK, AA 01: 20.24-25), es preciso cifrar “la fuerza de la materia no en el cálculo del movimiento, sino en el de los efectos sobre otras sustancias que no son susceptibles de mayor determinación” (§ 6, p. 32/GSK, AA 01: 20.27-30), como es el caso de las sustancias inmateriales.
3. La estrategia “de ida” de la solución kantiana: el influjo del alma sobre el cuerpo
Kant construye una solución al problema moderno de la interacción entre la mente y el cuerpo con el marco de referencia de [Ap] e [If ]. Poniendo en juego algunas de sus convicciones metafísicas más fundamentales, construye un argumento cuya estrategia inicial comienza desde el alma, con un punto de partida similar al de Maquardt al apelar al nivel ontológico de las sustancias. Podemos esquematizar la solución que Kant propone al problema mente-cuerpo de la siguiente manera:
[1] El alma, como sustancia, posee una fuerza esencial por la cual está determinada a actuar fuera de sí, es decir, está determinada hacia una acción externa sobre otras sustancias para producir cambios (§ 6, p. 32/GSK, AA 01: 20.36-21.1).
[2] Al actuar fuera de sí o determinar su fuerza esencial hacia una acción externa, el alma está en un lugar, ya “que, si analizamos el concepto de lo que llamamos lugar, encontramos que alude a las interacciones mutuas de las sustancias” (§ 6, p. 32/GSK, AA 01: 21.1-3).
[3] Cuando esta interacción se da entre el alma y el cuerpo, el alma queda unida a la materia en el espacio, que es el conjunto de lugares (§ 10, p. 35/GSK, AA 01: 24.15-16) o el ámbito de las interacciones de las sustancias.
Kant anuncia explícitamente que su visión es más próxima a [If ] (§ 5, p. 32/GSK, AA 01: 20.14.26) y, en consecuencia, al iniciar su argumento no duda en aceptar que, en virtud de sus fuerzas esenciales, las sustancias están determinadas a actuar fuera de sí y producir cambios en otras sustancias, con lo cual se aparta de la ontología monadológica y de la solución de Marquardt enmarcada en [Ap]. La premisa [1] comienza ya a trazar la propia ruta del joven Kant y a marcar su distancia respecto de la interpretación monadológica de la sustancia, que implica una negación de los influjos reales entre las sustancias entendidos como acciones causales transeúntes; aun cuando Kant emplea el concepto leibniziano de “fuerza esencial” -preconizado por la ἐντελέχεια aristotélica-16 como piedra de toque para formar un concepto metafísico de “fuerza”, al que llama “fuerza activa”,17 pronto se aparta de la ontología monadológica de Leibniz al concebir esta vis activa como aquella fuerza que “está determinada a actuar fuera de sí (esto es, a modificar el estado interno de otras sustancias)” (§ 4, p. 30/GSK, AA 01: 19.6).
Por su parte, la premisa [2] introduce un concepto crucial: “lugar”. Sin un análisis previo, en un primer momento podría surgir la pregunta: ¿qué diferencia hay entre la solución cartesiana de la glándula pineal como punto de contacto entre el alma y el cuerpo y esta solución kantiana de un lugar indeterminado en el que está el alma cuando interactúa con el cuerpo? Aparentemente ninguna que sea relevante: mientras que Descartes señala el lugar determinado en el que interactúan las dos sustancias heterogéneas, Kant lo deja indeterminado, pero parece que en el fondo se trata de la misma respuesta: ambas responden al dónde -determinada o indeterminadamente-, pero no al cómo. Pero vayamos más adelante en la estrategia del joven Kant: “si analizamos el concepto de lo que llamamos lugar, encontramos que alude a las interacciones mutuas de las sustancias”. En este punto no es todavía tan evidente que el planteamiento de Kant se aparte del pensamiento cartesiano debido a que ambas concepciones son básicamente relacionistas; sin embargo, si las consideramos con mayor detenimiento, podemos apreciar una diferencia destacable.
La concepción cartesiana de “lugar” se basa, por una parte, en la identificación de las sustancias materiales con su extensión (Descartes 1644, II, 4, pp. 75-76) y, por otra, en la idea de que no existe el espacio vacío (vacuum), sino que todo el espacio está lleno (plenum) de materia o sustancia extensa (Descartes 1644, II, 16-18, pp. 83-85). A partir de estos principios, el filósofo francés distingue entre un espacio o lugar interno de la sustancia corpórea, que no es otra cosa que su extensión en longitud, anchura y profundidad -es decir, la propiedad configurada tridimensionalmente de extenderse, abarcar y ocupar un espacio- (Descartes 1644, II, 10-12, pp. 79-80), y un lugar externo, que “puede entenderse como la superficie que rodea inmediatamente a la cosa. Pero debe advertirse que por superficie no entendemos aquí ninguna parte del cuerpo que rodea, sino sólo el límite que hay entre este cuerpo que rodea y el que es rodeado” (Descartes 1644, II, 15, p. 82). Al entender de este modo el lugar externo o la superficie en términos puramente relacionales, Descartes emplea un marco de referencia en el que “puede entenderse el lugar externo como una superficie en general, que no pertenezca a un cuerpo más que a otro, sino que se considere la misma siempre que mantenga la misma magnitud y la misma figura” (Descartes 1644, II, 15, p. 82); en consecuencia, el lugar externo o superficie no es ni algo en sí mismo independiente de los cuerpos -es decir, no es una entidad- ni algo que pertenezca o forme parte de los cuerpos mismos -es decir, tampoco es una propiedad-, sino que es la delimitación de un cuerpo, la cual sólo puede resultar de su contigüidad o vecindad inmediata con otros cuerpos.18 En consecuencia, la concepción cartesiana de “espacio” y “lugar” se limita estrictamente a las relaciones puramente materiales entre los cuerpos, es decir, a las relaciones entre las sustancias extensas, y el espacio no es nada más allá que esas solas relaciones materiales (Slowik 2002, pp. 1-2); en este sentido, se trata de una concepción circunscrita a los campos de la mecánica y de la geometría.
Por su parte, la concepción kantiana de “lugar” se basa, por un lado, en la insistencia leibniziana en que la sustancia es una unidad activa, es decir, una unidad cuyo componente esencial es la fuerza19 y, por otro, en la convicción contraria a Leibniz de que el lugar es el resultado de las interacciones de las sustancias. Para Kant, al igual que para Descartes -y para Leibniz-, el lugar no es una entidad fundamental ni absoluta, sino dependiente de las relaciones entre las sustancias materiales; ahora bien, a diferencia de Descartes -y de Leibniz-, para Kant un lugar no resulta de las solas relaciones que las sustancias puedan establecer entre sí -ya sea en virtud de su extensión material, como en el caso de Descartes, ya sea en virtud de su actividad representativa o apetitiva, como en Leibniz-, sino que resulta más bien de las acciones por medio de las cuales las sustancias se influyen y afectan mutuamente provocándose cambios entre sí. Según Kant, las únicas relaciones reales que pueden establecer las sustancias entre sí son las que surgen a partir de ese constitutivo esencial por el cual están determinadas a actuar fuera de sí y producir modificaciones en otras sustancias: “no puede haber ningún lugar sin conexiones externas, posiciones y relaciones” (§ 7, p. 33/GSK, AA 01: 22.5-7), pero “todo enlace y relación de las sustancias que existen unas fuera de otras procede de las variadas acciones que ejercen recíprocamente sus fuerzas” (§ 7, p. 33/GSK, AA 01: 21.30-33). Podemos denominar a esta concepción kantiana la “tesis interaccionista del espacio”.
Ahora bien, para entender el paso de la premisa [2] a la premisa [3], hay que tener en cuenta que el hecho de que Kant se refiera a ambas nociones en pasajes diferentes en los que se trata de problemas distintos20 sugiere que no los toma como sinónimos. Ciertamente, en tanto que el espacio es el conjunto de lugares, “lugar” alude a un punto determinado en el espacio, mientras que “espacio” es el ámbito donde puede localizarse este punto determinado; pero más que el aspecto cuantitativo de la idea de “espacio” en tanto la suma de los lugares, lo que caracteriza propiamente al concepto kantiano de “espacio” es su aspecto cualitativo, es decir, la propiedad de ser el ámbito de las interacciones entre las sustancias. Si además de estas acepciones consideramos los diferentes principios ontológicos de los que parten Descartes -la extensión como constitutivo esencial de las sustancias materiales- y Kant -la fuerza como constitutivo esencial de cualquier sustancia- para dar cuenta de la naturaleza del espacio, podremos entender cómo es que para Kant el alma, al actuar o producir efectos fuera de sí, “está en un lugar [in einem Orte ist]” (§ 6, p. 32/GSK, AA 01: 21.1), aunque, puesto que no es extensa, no puede ocupar o abarcar un espacio en el sentido cartesiano, ni mucho menos moverse o desplazarse espacialmente en el sentido que sostenía Knutzen. Kant entiende el “estar en un lugar” del alma que actúa en una clave distinta de la “extensión en longitud, anchura y profundidad” de Descartes y, aunque la acción de una sustancia requiere de una locación, es decir, de estar en un punto determinado -lo cual literalmente da lugar al espacio-, no implica que el alma abarque o se extienda por un espacio ni mucho menos que sea capaz de mover o desplazar al cuerpo. Y aquí Kant formula un reproche encubierto pero cargado de ironía a su maestro Knutzen: “Sólo esta pequeña confusión conceptual ha impedido a cierto sagaz autor [ gewissen scharfsinnigen Schriftsteller]21 redondear el triunfo del influjo físico sobre la armonía preestablecida, confusión que se evita fácilmente en cuanto se fija uno en ella” (§ 6, p. 32/GSK, AA 01: 21.3-8).
A partir de lo anterior puede distinguirse una concepción mecánico-geométrica del espacio de otra concepción ontológico-dinámica: Kant, al contrario de Descartes, no concibe el espacio como un producto de meras relaciones materiales -mecánicas o geométricas- entre las sustancias corpóreas, sino que, yendo más allá de éstas, recurre al nivel ontológico de la fuerza esencial que tiene toda sustancia por el solo hecho de ser sustancia para considerar el espacio el ámbito en el que las sustancias ejercen su fuerza esencial sobre otras sustancias. La diferencia entre la concepción ontológico-dinámica del espacio de Kant y la concepción mecánico-geométrica de Descartes radica en el fundamento metafísico a partir del cual cada una explica el espacio: mientras que Descartes parte de la extensión de las sustancias materiales, Kant parte de la fuerza esencial de éstas -que, por lo demás, comparten con las sustancias inmateriales-, entendida como la capacidad para actuar fuera de ellas y modificar el estado interno de otras sustancias. Al partir del nivel fundamental de la fuerza esencial, que es común a todas las sustancias, y no de un rasgo distintivo de algunas de ellas -como la extensión espacial-, Kant no tiene la necesidad de enfrentarse con el problema de la heterogeneidad de las sustancias y, así, como lo indica en la premisa [3], cuando trata el problema mente-cuerpo no necesita más que considerarlo como una instancia particular de su planteamiento ontológico-interaccionista.
4. La estrategia “de vuelta” de la solución kantiana: las modificaciones del cuerpo en el alma
Una vez que su argumento ha completado la primera fase -la explicación del influjo real que el alma ejerce sobre el cuerpo a partir de su fuerza esencial-, Kant plantea, no sin cierto alarde, que se puede emprender el camino de regreso sin mayor dificultad: “Es igual de fácil comprender este tipo de paradoja: ¿cómo es posible que la materia, que no se concibe que pueda causar más que movimientos, imprima en el alma ciertas representaciones e imágenes?” (§ 6, p. 32/GSK, AA 01: 21.9-13). Esta segunda estrategia se puede esquematizar de la siguiente manera:
[4] La “materia que se pone en movimiento actúa sobre todo lo que está unida a ella en el espacio, y por lo tanto sobre el alma también: esto es, modifica el estado interno de la misma, en la medida en que se relaciona con el exterior” (§ 6, pp. 32-33/GSK, AA 01: 21.14-18).
[5] “Ahora bien, el estado interno del alma no es más que el compendio de todas sus representaciones y conceptos, y en la medida en que este estado interno se relaciona con el exterior, se llama el status repraesentativus universi” (§ 6, p. 33/GSK, AA 01: 21.18-22).
[6] “[P]or ello la materia modifica, a través de la fuerza que tiene al moverse, el estado del alma mediante el cual se representa el universo. De este modo se comprende cómo puede imprimir representaciones en el alma” (§ 6, p. 33/GSK, AA 01: 21.22-25).
Como lo muestra [4], la estrategia “de vuelta” parte ahora desde la materia corpórea concebida al modo mecanicista, como una cosa que sólo puede producir movimiento, lo cual empata muy bien con la concepción cartesiana de res extensa.22 Ahora bien, según Descartes, “el movimiento […], tal como se suele entender, no es más que la acción por la que un cuerpo pasa de un lugar a otro” (1644, II, 24, p. 87) y, si el alma al actuar está en un lugar -como sostiene la premisa [2]-, y por eso queda unida a la materia en el espacio -como afirma [3]-, la materia al moverse, es decir, al actuar del único modo que puede hacerlo, debería ser capaz de modificar el estado interno del alma que, al actuar y estar en un lugar, se relaciona con la realidad exterior. Pero queda un problema: el estado interno del alma no es extenso ni espacial; ¿cómo puede entonces el movimiento de un cuerpo, que siempre se mantiene en el ámbito exterior de la extensión espacial, modificar el estado interno y, en consecuencia, no espacial del alma?
La premisa [5], que busca responder a la pregunta anterior, toma una ruta distinta de la que Kant trazó en la estrategia “de ida”: mientras que en ésta adoptaba una postura cercana a [If ], Kant ahora parece aproximarse a uno de los elementos típicos de la monadología leibniziana: la concentratio universi.23 Según Leibniz, la concentración del universo tiene lugar en todas y cada una de las sustancias en virtud de su actividad representacional por medio de la cual cada una de ellas expresa, refleja o representa a todo el universo desde su único e insustituible punto de vista, lo cual, por lo demás, determina su irreductible individualidad. Al identificar Kant el estado interno del alma con un status repraesentativus universi, parece suponer que el influjo real, tal y como se concibe en [If ], vuelve a toparse en el fondo con el problema cartesiano de la heterogeneidad de las sustancias, y por eso acude a una idea semejante al influjo ideal supuesto en [Ap]. Recordemos que Leibniz no niega que las sustancias creadas estén relacionadas entre sí, pero esta interrelación tiene un estatus ontológico distinto al de la causalidad real: la relación entre las sustancias es ideal; aunque no se interrelacionen mediante una actividad eficaz o transeúnte, sí lo hacen de manera ideal gracias a su actividad representacional y apetitiva: “La negación de Leibniz de la causación transeúnte -en otras palabras, su rechazo de la influence réelle emparejado con su afirmación de una influence idéelle que denota la espontaneidad puramente interna de todo cambio sustancial- no implica, sin embargo, que la mónada sea un entidad ontológicamente aislada” (Edwards 2000, p. 64).
Por último, en la premisa [6] Kant ofrece una conclusión que claramente atenúa el idealismo derivado de la monadología de Leibniz: mientras que para éste las representaciones del alma son productos de la actividad intencional que el alma lleva a cabo a partir de su propio fondo interno y sin influencia externa alguna, para Kant las representaciones del alma son impresas en ella por la materia. Aun cuando Kant evoca la concentratio universi para identificar el estado interno del alma como un estado relacionado con la realidad exterior en virtud de su actividad intencional representativa, se resiste a concebir esta relación como puramente ideal, basada en la recíproca correspondencia universal inscrita en la notio completa de todas y cada una de las sustancias,24 y con ello se aparta de nuevo en un punto clave de [Ap]; por el contrario, para Kant la relación por la que el alma, en virtud de su actuar, queda unida a la materia en el espacio es una relación real y efectiva en términos causales transeúntes, pero no en términos mecánicos o motrices -lo cual lo aparta también en un punto importante de [If ]-, sino en términos que podemos llamar “psico-cognitivos”, ya que, por esa misma relación que une el alma con la materia en el espacio, ésta, al moverse, puede imprimir representaciones en aquélla modificando así su estado interno. En todo caso, la solución de Kant, aun cuando se apoya en principios tanto de la ontología monadológica de Leibniz -que subyace en [Ap]- como de la filosofía de la naturaleza cartesiana -que está en la base de [If ]-, no deja de hacer notar los límites de estas explicaciones causales, y en el punto neurálgico de su propia concepción de la relación que une a la mente con el cuerpo -ni real en un sentido cartesiano ni ideal en un sentido leibniziano- su solución se torna distinta de manera interesante de las presentadas sobre la base tanto de [If ] como de [Ap].
Consideraciones finales
El planteamiento cartesiano del problema de la comunicabilidad de las sustancias motivó una serie de desarrollos y respuestas tanto en el ámbito de la metafísica u ontología como en el de las disciplinas que durante varias décadas se asociaron con ella -la cosmología general, la psicología racional y la teología natural-, dando lugar a diversas doctrinas que, entre otras cosas, buscaron una explicación fundamental de los fenómenos causales del mundo físico que fuera compatible con otro tipo de consideraciones como la libertad humana o la creación divina; en todo caso, este mosaico de doctrinas -entre las que destacan [O], [If ] y [Ap]-, con todas sus problemáticas y consecuencias, constituyó en su conjunto una de las formas más interesantes de concebir el mundo natural en los siglos XVII y XVIII. Dentro de este sugerente marco, el problema mente-cuerpo, radicalizado por la consideración cartesiana de la heterogeneidad esencial de las sustancias materiales respecto de las inmateriales, cobró un particular interés y las diferentes soluciones, aunque no siempre intuitivas o convincentes, nunca dejaron de ser ingeniosas y controversiales.
En sus Fuerzas vivas, Kant ofrece una solución más o menos alternativa a las propuestas por [If ] y por [Ap]: al reconocer un influjo real y efectivo de las relaciones causales transeúntes entre las sustancias, incluso entre las materiales y la inmateriales, Kant parece aceptar [If ] y rechazar [Ap], al menos en lo que respecta a su negación de las relaciones causales transeúntes entre las sustancias; no obstante, al adoptar el principio ontológico leibniziano que considera que la esencia de una sustancia está determinada por su fuerza o actividad, expresa su franco desacuerdo con la premisa del reduccionismo mecanicista de [If ] según la cual todo efecto de la fuerza de una sustancia se reduce al movimiento local o desplazamiento. Sin embargo, al recuperar la concepción de la concentratio universi, Kant no rechaza del todo [Ap]. Quizás esta adhesión atenuada se deba a que [Ap] supone una metafísica mucho más sofisticada que la que subyace en [O] o en [If ] y, en cierto sentido, tiene una posición intermedia entre [O] e [If ]: por un lado, al igual que [O] reserva la potencia causal exclusivamente a la acción divina, pero, a diferencia de [O], no reclama la intervención directa de la acción divina en cada cambio que tiene lugar en el mundo, sino que apela a la acción preformadora de la divinidad que, en su infinita sabiduría, preestableció desde un principio todo el orden cósmico en una multitud sincronizada de series organizadas de cambios inscritas en el interior de todas y cada una de las sustancias que forman el universo; por otro lado, al igual que [If ], busca resolver el problema de la comunicabilidad de las sustancias sin negar una relación entre las sustancias y condenándolas a una especie de aislamiento ontológico, pero, a diferencia de [If ], sostiene que esta interrelación no se da por un influjo real en términos mecánicos o motrices, sino en términos psico-cognitivos: la materia, al moverse, imprime representaciones en el alma que está unida a ella en el espacio y así modifica su estado interno -que no es sino un status repraesentativus universi-.
Uno de los elementos que han sido pasados por alto en la mayoría de los estudios de este episodio del pensamiento del joven Kant es el del carácter predominantemente ecléctico del ambiente académico intelectual que albergó su formación universitaria. Este carácter, bien representado por sus profesores Marquardt y Knutzen,25 ayuda a comprender la variedad de estrategias, conceptos y principios adoptados por Kant, procedentes de distintas tradiciones filosóficas pero que confluyen en su tratamiento del problema mente-cuerpo. Y aun cuando sus planteamientos generales parten de cierto apego a las concepciones causales más relevantes de la época, la [Ap] y el [If ] -presentes, respectivamente, en los pensamientos de Marquardt y de Knutzen, y seguramente difundidos en sus numerosos cursos de lógica y metafísica en la facultad de filosofía de la Albertina-, las rutas que el filósofo neófito traza en sus estrategias argumentativas son llamativamente diferentes y en algunos aspectos incluso críticas de estas concepciones. Esta consideración muestra el desacierto de la imagen tradicional que hacía aparecer al joven Kant como un racionalista dogmático wolffiano y confirma la hipótesis de Tonelli 1959 (p. VIII) que sostenía que un examen cuidadoso de las diversas fuentes del pensamiento kantiano arroja más bien la imagen de un “antiwolffiano ecléctico e independiente” -este último rasgo se muestra con mayor claridad en la Nova dilucidatio, que podría ser objeto de una ulterior investigación-.