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Perfiles educativos

Print version ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.43 n.171 Ciudad de México Jan./Mar. 2021  Epub Feb 28, 2022

https://doi.org/10.22201/iisue.24486167e.2021.171.59597 

Horizontes

Controversias de la idea de universidad - Un estado del arte a 20 años del proceso de Bolonia

Controversies regarding the concept of “University” - A state of the art 20 years after the Bologna process

Andrea Cecilia Garrido Rivera* 

* Académica de la Facultad de Educación de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (Chile). CE: agarrido@ubiobio.cl


Resumen

El artículo da cuenta de las principales controversias vigentes de los propósitos de la universidad en los contextos europeos y latinoamericanos y aborda el Plan Bolonia como ente inspirador de la discusión. Metodológicamente se realizó una búsqueda, selección y posterior agrupación temática y cronológica de los marcos de referencia presentes en las bases de datos indexadas, como también de libros y capítulos de libros con comité editorial que se consideraron pertinentes a la temática suscrita. Los resultados advierten similitudes y diferencias en las controversias definidas por los autores de los distintos contextos. El discurso europeo se mueve mayoritariamente entre una concepción crítica del pasado y otra nostálgica, mientras que el latinoamericano enfatiza una concepción mercantil de la educación superior, y en eso coincide con el europeo, pero también hace énfasis en el deseo de modificación del proceso de aculturación del que ha sido testigo producto del etnocentrismo foráneo.

Palabras clave: Idea de universidad; Académicos; Educación superior; Proceso de Bolonia; Etnocentrismo; Aculturación

Abstract

The article gives an account of the main current controversies regarding the purposes of the university in European and Latin American contexts while addressing the Bologna Plan as a driving force for the discussion of these matters. Methodologically, we carried out the search, selection and subsequent thematic and chronological grouping of the referenceframes present in indexed databases, books and book chapters (with an editorial committee) that were considered pertinent to the subject at hand. The results show similarities and differences in the controversies identified by authors from the different existing contexts. The European discourse moves mainly between a critical conception of the past and a nostalgic one, while the Latin American one emphasizes a mercantile approach to higher education, and in that it coincides with the European one, but it also emphasizes the desire to restrain the acculturation process product of foreign ethnocentrism.

Keywords: University idea; Academics; Higher education; Bologna Process; Ethnocentrism; Acculturation

Introducción

La literatura muestra que la temática universitaria ha sido motivo de preocupación desde hace ya varios siglos. A partir de esta revisión se advierte que la orientación de su finalidad ha estado sujeta a múltiples interpretaciones, ya sea considerando las propuestas de sus realizadores, o bien el contexto histórico desde donde procedan.

Como primera aproximación es importante mencionar que la universidad tiene un arraigo histórico que se percibe desde la Antigüedad. Culturas como Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma, entre otras, aunque no utilizaron ese concepto lograron alcanzar un nivel de desarrollo altísimo en la búsqueda de conocimiento considerado como su antesala (Negrín y Vergara, 2014). Durante la Edad Media, en tanto, se registra la aparición de las primeras universidades tal y como las conocemos. Con mayor precisión la definición de Vergara (Negrín y Vergara, 2014) aclara que el término latino universitas estaba referido a cualquier agrupación, entiéndase ésta como comunidad o corporación, que al acompañarse de un segundo término se podría identificar con su actividad, por ejemplo: hacer zapatos, curar enfermos, enseñar, etc. En el contexto citado encontramos como primeros referentes a los magistrorum et scholarium, referidos a gremios o corporaciones entre maestros y estudiantes respectivamente, e incluso un tercer término, Universitas estudii, para referirse a la corporación o escuela de alguna disciplina (Colish, 1998).

Por su parte, Vergara (2014) señala que todos estos conceptos se utilizaron durante los siglos XI-XIII para referirse a la actividad asociada a un Studium (particulares y generales), siendo los primeros los de Bolonia (1089), Oxford (1096) y París (1150). A partir del siglo XIII estas instituciones comenzaron a llamarse universidades por el sentido de agrupación y la fuerza que demostraron tener; sin embargo, de acuerdo con este mismo autor, no fue hasta el siglo XV, coincidente con la llegada de la época Moderna y el Renacimiento, que se masificó el uso de este término.

Pese al auge y la expansión de las universidades, el escenario político de la época no dejó que prosperaran como se aventuraba, sobre todo a nivel científico, pues en los inicios del periodo los estudios universitarios no avanzaron a la par del racionalismo; fue así que en el siglo XVIII surgió un conflicto de percepción respecto de ellas, centrado en la discusión sobre sus fines. Uno de los momentos más álgidos de la universidad corresponde a los años de la Ilustración y la Revolución Francesa; en ese momento emergía una sociedad nueva, y se convocaba a su reestructuración (Ruiz, 1986). "En aquellos años se le pide a la universidad enciclopedista que vaya cediendo terreno al pragmatismo, a las exigencias profesionales, a los conocimientos llamados útiles y prácticos" (Fernández, 1998: 148). Resurge así la universidad napoleónica con una nueva investidura respecto de la de París de primera hora.

A comienzos del siglo XIX, primero en Berlín y luego en Londres y en otros lugares, gracias al valor e importancia atribuidas por la filosofía de la Ilustración a la investigación de la naturaleza y a los métodos de observación y experimentación, aparece la nueva universidad científica y formadora, abierta a las necesidades de la época y a los impulsos y exigencias de la ciencia natural (Gómez, 1986). Durante este periodo (inicios del siglo XIX), la universidad es instrumentalizada para construir naciones y edificar Estados. Así, por ejemplo, Humboldt es llamado a regenerar el Estado prusiano, y surge la Universidad de Berlín en 1810, con un matiz eminentemente científico, lo que se constituye en los pilares de la universidad de investigación (Humboldt, 1943).

En la universidad anglosajona, en tanto, se pone énfasis en una formación del Bildung, o formación de un carácter moral (Newman, 1976), propio de un ser humano liberal, y se deja de lado la formación profesional, modelo que ciertamente inspirará las primeras universidades estadounidenses. Como ya se ha mencionado, el universalismo y la autonomía fueron dos de las tres notas constitutivas de la universidad de primera época (Böhm, 1986), y tal como sucedió en Berlín, se vieron afectadas por el particularismo y la instrumentalización política, fenómenos que explicarían la procedencia de su declive ante las exigencias profesionalizadoras (Fernández, 1998).

En el contexto de surgimiento de la universidad latinoamericana es importante mencionar que, a diferencia de la tradición europea y estadounidense, en su mayoría es producto de los procesos de conquista y colonización y, por ende, para los pueblos del Sur tiene una fuerte influencia de la cultura española. Ésta había absorbido, en su conformación, una tradición parisina de primera época que luego, durante la instalación de los Estados independientes, tomaría sin mucho éxito -producto de la necesidad profesionalizadora- otros referentes, como el alemán. Con ello, el ideal científico quedaba reducido, en muchos casos, a un nivel discursivo hasta muy avanzado el siglo XX.

Como se puede ver, el hacer de la universidad desde su creación permitió, durante los siglos XII al XIX, decantar sus planteamientos en modelos que hoy, con mayores o menores variaciones, es posible observar en todo el mundo (Tejerina, 2010). Entre estos modelos destacan el de la universidad inglesa, la universidad latina o francesa, la universidad alemana, el modelo soviético de educación superior y, recientemente, el modelo estadounidense y el latinoamericano (Llambías 1958; Mondolfo, 1966; Sáez, 1986; Pelikan, 1992; Iyanga, 2000; Rotblatt y Wittock, 1996; Sevilla, 2009; Tejerina 2010; Wolff, 2017).

Según Mondolfo (1966), el proceso más intenso de creación de universidades se presentó entre los siglos XII y XVI (Francia, Inglaterra, Austria y Alemania, España, Holanda, Bélgica, Praga y Moscú, entre otros); luego vendrían dos siglos vacíos, y no es sino hasta los siglos XVIII, XIX y en adelante que surgen otras tantas, como el caso de Estados Unidos (Altbach et al., 2011) y América Latina (Tünnermann, 2007).

Cabe destacar que los contextos desde donde emanan los principales discursos han sido motivados por cambios sociales, culturales, económicos y políticos que incitan a la reflexión sobre la misión, la naturaleza y la esencia de la universidad (Barlett, 1976; Böhm, 1986; Rosovky, 1990; Pelikan, 1992; Mollis, 1994; Rothblatt y Wittock, 1996; Dussel, (1998); Iyanga, 2000; Kerr, 2001; Scott, 2006; Tünnermann, 2007; Oncina, 2009; Esteban, 2010; Esteban y Román 2016; Aurell, 2015; Wolff, 2017; Rama, 2018; Musselin, 2018, entre otros). Lo que se puede apreciar es que, al igual que avanza la historia, el tema de la universidad está siempre en movimiento y hoy, convertida en una preocupación internacional, vuelve a estar en el debate.

Este trabajo aborda algunos de los temas más recurrentes en la discusión actual de este fenómeno con la intención de caracterizar, desde la instalación del proceso de Bolonia, los principales elementos que se encuentran presentes en los discursos sistematizados de la academia a nivel europeo y latinoamericano; lo anterior con el fin de reflexionar en torno a la temática e incorporar aristas que motiven nuevos planteamientos. Como ya se ha señalado, la discusión sobre la problemática universitaria hoy se ha convertido en un exhaustivo campo de estudio (Rothblatt y Wittock, 1996), dada la multicausalidad y atemporalidad que lo caracteriza.

Metodológicamente, se realizó un análisis documental que consistió en una búsqueda, selección y posterior agrupación temática y cronológica de las referencias presentes en las bases de datos indexadas y disponibles en la web, así como de libros y capítulos de libros con comité editorial pertinentes a la temática revisada. En este punto es importante señalar que la extensa bibliografía existente hace imposible considerar todos los referentes, por lo que analíticamente se seleccionó aquello que permite comprender el fenómeno desde las siguientes categorías: controversias vigentes en cuanto a los propósitos de la universidad; controversias vigentes en la universidad latinoamericana; y, por último, a modo de encuadre, el Plan Bolonia como condicionante a las controversias de la universidad del siglo XXI.

Controversias vigentes respecto a los propósitos de la universidad

Como primera aproximación a estas controversias, cabe anotar que tienen que ver con dos aspectos: por una parte, con el desarrollo histórico, y por otra, con sus fines. Respecto del primer punto se menciona que desde la aparición de las primeras universidades se presentan divergencias en torno a la institucionalidad (Oncina, 2009; Nietzsche, 1973; Ortega y Gasset, 1976) que siguen vigentes, especialmente en aquellos sectores que muestran mayor disposición para aceptar los cambios (Zabalza, 2004; Gimeno, 2008), mientras otros los rechazan y admiten lo nostálgico como condición sine qua non de lo que ocurre en torno a la misma (Derrida, 2002; Bermejo, 2009; Valdecantos, 2014; Jovet, 2014), o bien, consideran el problema, con distintos matices, como situación de un estado no resuelto todavía (Habermas, 1987a; Fernández Buey, 2009; Carli, 2012; Didriksson, 2000; Grosfoguel, 2013, Barnett, 2001).

El segundo punto tiene que ver con los fines. Desde tiempos remotos se puede observar cómo un conjunto de valoraciones ha llevado a la universidad a asumir, en distintos contextos, diferentes tipos de roles y obligaciones, tal como señalan Mondolfo (1966), Mayordomo y Ruiz (1982), Iyanga (2000), Sevilla (2008), Oncina (2009), Esteban y Román (2016) entre otros. Dichas valoraciones, en ocasiones contrapuestas, la han conducido a desempeñar un papel más amplio, por ejemplo, al definir su misión y propósito inicial en el desarrollo integral del sujeto; o han restringido su tarea a un fin social al ligar su quehacer a la formación profesional; o han privilegiado la ciencia y la consideran como su único norte, o la cultura; y en algunos casos se han propuesto perpetuar la tradición o bien transformarla.

Como se mencionó, muchas universidades tomaron como herencia los aportes del saber grecorromano y se han desarrollado apoyadas sobre hábitos difíciles de superar (Mollis, 2003; Scott, 2006). Por ejemplo, las universidades, desde su origen, se visualizan como instituciones dedicadas a la conservación, explicación y enseñanza de conocimientos, con acento en la enseñanza y la explicación de ese patrimonio, no siempre ligada a la investigación y/o búsqueda del saber, pese a ser el elemento que más se reivindica hoy como tarea primordial. También se reconoce que las primeras universidades de occidente se centraron en el desarrollo del intelecto a través del estudio de las artes liberales, lo que posteriormente desencadenaría una inclinación hacia la formación profesional, y al conflicto, que puede resumirse en lo que Kant denominó la contienda de las facultades, situación que se contrapone a la actual.

Además, el escenario político impactaría el desarrollo de estas universidades: por ejemplo, la Revolución Francesa -y el consecuente cambio de rol de la monarquía y la Iglesia-, modificaron la estructura social y, por ende, a la universidad medieval. Bajo este ideario es que surge la nueva Universidad de París, creada por Napoleón, denominada Universidad Imperial; así se consolidaba una sola forma de hacer educación superior (Peset, 2010). El modelo de la tradición napoleónica responde a las especialidades profesionales que se originaron con la división del trabajo a partir de la nueva era económica (Sáez, 1986).

Si se avanza un poco más, y reiterando lo ya señalado, debe recordarse el periodo conocido como fundacional de la universidad alemana (Humboldt, [1810]1943), con un énfasis invariablemente científico; este modelo trascendería en el desarrollo y creación de las universidades durante los siglos XIX y XX.

Sin embargo, pese a que hoy se reconoce el planteamiento humboldtiano, junto al napoleónico, como los que atraviesan mayoritariamente la consolidación de la universidad como la entendemos hoy, es con la transformación desencadenada por los hermanos Humboldt en la creación de la nueva Universidad de Berlín, que se instala un nuevo régimen epistémico de la ciencia durante el transcurso del siglo XX; este planteamiento reforzó la idea de que la modernización era un proceso inevitable que exigía, tanto de la actividad intelectual del especialista, como de la aplicación del conocimiento a problemas sociales concretos.

Ante esta dualidad, Giner de los Ríos (1916: 42) expresaría, a comienzos del siglo XIX, la siguiente interrogante: "¿quedará la universidad reducida a su misión de instituto para la formación, difusión y educación científica, o tomará por el contrario el carácter de órgano para la educación general y universal humana?". La preocupación de Giner coincide con lo planteado un siglo antes por Schleiermacher (1808), y posteriormente, en 1930, por Ortega y Gasset (1976): la disociación que puede producir la formación universitaria cuando su énfasis apuesta a la especialización; con ello la discusión se centraría nuevamente en los fines.

Sin embargo, a mediados del siglo XX, la visión de universidad no se enfocaba a retomar los discursos generalistas, ya que el modelo universitario en general, con independencia de su génesis, sufrió duras críticas de estudiantes y profesores quienes, en el marco del contexto histórico de los años sesenta y setenta en Europa, o incluso mucho antes en algunos países de América Latina (1918 en Córdoba), pusieron sobre la mesa la situación en la que se encontraba la universidad en los distintos territorios. Se puede decir que en algunos de estos casos el contexto posterior a la Segunda Guerra Mundial, y después, de la guerra de Vietnam, actuaría como un aliciente y permitiría la conformación del movimiento universitario como tal, mismo que adquirió un carácter cada vez más universal al incluir entre sus banderas la lucha contra el autoritarismo, el racismo y el imperialismo, en contra de la política exterior estadounidense (1963-1969). Y en Latinoamérica, además, la oposición tradicional a los Estados Unidos, considerados como autores de una nueva agresión imperialista (Fernández Buey, 2009).

Pese a existir registro de ser éste el detonante, la literatura recoge que no sería del todo el motivo de las reivindicaciones que exigían las universidades, y que a distintos niveles las problemáticas se evidenciarían de distinta manera. Un ejemplo claro es la crítica que algunos teóricos de la educación realizan a los discursos universitarios, ya que, sostienen, no están dando respuesta a los fines sociales que la universidad debería tener debido a que se centran en apenas dos propósitos del quehacer universitario: la trasmisión de conocimientos para la formación de profesionales, y la función educadora de los futuros hombres de ciencia (Fernández Buey, 2009). Con este planteamiento se vuelve a la discusión del quehacer universitario.

Según Fernández Buey (2009), diversos discursos oficiales sobre la universidad ignoran otra de las funciones tradicionales de la misma, referida a la de creación y organización de la hegemonía. Advierte que Ortega y Gasset, en su "Misión de la universidad", describe su función como la capacidad de asegurar ese otro tipo de profesión, el mando (ya señalado) o bien, suscitar el consenso o consentimiento de la población, nociones todas ellas recogidas por el concepto gramsciano de hegemonía (Fernández Buey, 2009). En estos planteamientos se puede observar un claro descontento frente a las formas predominantes de dominación política y de hegemonía cultural. Los conceptos de la época eran claros: lucha de clases, antiautoritarismo, gobierno universitario y misión de la universidad.

La crítica a las universidades se refería a su incapacidad para responder a las demandas formativas de los ciudadanos, al estar atravesadas por profundas desigualdades y ocupar un lugar de poder que el discurso academicista ocultaba (Galcerán, 2013). Al parecer, vista desde una de sus aristas, esta situación vuelve a estar en tela de juicio hoy, ya que las reformas universitarias no han considerado las desigualdades sociales presentes en la estructura social (Bourdieu y Passeron, 1977; Bourdieu, 1984b).

Lejos de considerar el descontento social expresado por las demandas estudiantiles de la década de los años sesenta, los discursos y acciones reformistas tomaron como eje la profundización del modelo económico que se iba instalando; al incorporar este modelo a la universidad reforzaron la desigualdad estructural que empezaba a aparecer desde la lógica de rendimiento, centrada en la eficacia y la presentación de resultados. En esa época la política universitaria acogió los discursos de Clark Kerr de 1963 respecto del uso de los nuevos conocimientos como propulsores clave del crecimiento y la competitividad económica. Serían los gobiernos los que anunciarían una política que llevaría a financiar con grandes sumas de dinero la investigación y el desarrollo para la industria, y a crear nuevas agencias gubernamentales y universidades orientadas a la investigación aplicada, desviando así, y a la vez condicionando, el quehacer universitario a dichos fines.

Estas declaraciones pusieron a los estudiantes y a la academia en alerta respecto del significado de lo que se anunciaba, ya que con ello se establecía un tipo de vinculación entre la universidad y el mundo social a través de la generación de conocimiento desde un modelo de negocio (Galcerán, 2013), y se afirmaba que, en las economías emergentes, basadas en el conocimiento, el papel de la universidad de desarrollar investigación seguiría en expansión. A partir de ese momento también se puso en tela de juicio la disparidad con la que se enfrentarían entre sí las distintas disciplinas en el ámbito del desarrollo científico (Bourdieu, 1984a), fenómeno que se ha extendido ampliamente en distintos países (Marginson, 2008).

Ya en el siglo XXI, numerosos encuentros académicos motivaron la proyección de la universidad. En el Congreso "La universidad en el siglo XXI y su impacto social", Clifton R. Wharton abordó cuatro temas: la explosión global del conocimiento; la universalización de la enseñanza superior; sus costos crecientes; y el cambio paradigmático (Wharton, en Allen y Morales, 1996). Cuando Wharton habló del cambio paradigmático hizo una advertencia referida a cuestiones relativas a la sociedad de la información y el conocimiento, misma que ya había sido abordada por Kerr en la década de los sesenta y que continúa siendo una preocupación hasta el día de hoy (Castells, 2004). También los sistemas de admisión de estudiantes y de oposición de los académicos han sido otros puntos de la discusión (problemática evidenciada por Nietzsche ya en el 1900). Actualmente se discute que el escenario de masificación de la educación superior promoverá nuevas formas de organizarla; y que las universidades, y por ende, los académicos, tendrán que desarrollar roles distintos (Zuppiroli, 2012; Valdecantos, 2014), situación hoy ampliamente demostrada (García, 2019).

En este mismo Congreso, Quintanilla (Allen y Morales, 1996) presentó otros dos aspectos: autonomía y calidad; el problema de la calidad se abordó mediante el énfasis en la eficiencia y la cultura de la medición y rendición de cuentas. Esto, en gran medida, estaba justificado, ya que la evidencia mostraba la existencia de la mayor tasa de educación terciaria en el mundo a partir de la década de los noventa y el 2000, lo que la convertía en un sistema administrativamente distinto, desde luego no exento de dificultades (Mollis, 2005; Musselin, 2018).

Esta modificación estructural llevó a los académicos, quienes por mucho tiempo habían sido considerados, junto con los estudiantes, como el alma de la universidad, a ser una parte más de este gran engranaje, lo que afectó su situación laboral, de estatus y de percepción social (Mollis, 2005; Valdecantos, 2014).

González (2014) indica que los verdaderos puntos débiles del modelo de universidad de los años noventa y 2000 son visibles cuanto más eficaz es el sistema formal, pues convierte a la educación en un sistema artificial anclado en la reproducción, más que en la transformación. Efectivamente, todos estos mecanismos externos dan la idea de que el rol del propio docente -y lo que ocurre en la formación- ocupan un plano secundario; así mismo, se critica el modelo por competencias desde una óptica eficientista por recurrir a Habermas para hablar de los fines de la educación:

La educación pertenece al mundo de la vida y del espíritu, y si bien todo puede ser valorado, no todo es posible de someterlo a valoración cuantitativa, que es inevitable en las comparaciones del sistema educativo (Habermas, cit. por Gimeno, 2008: 29).

Desde esta lógica, todos estos sistemas estandarizados de medición por resultados no tendrían nada que ver con el acontecimiento genuino del quehacer educativo (Rama, 2018). Barnett (2001) menciona que una educación superior para la vida no dejaría de lado la razón instrumental, ya que forma parte de aquélla, pero daría el espacio necesario a otras formas, como la interpersonal, la crítica y la estética (Barnett, 2001). Para Esteve (2010) y Esteban y Román (2016), en cambio, el problema de la finalidad universitaria se asocia a un dilema ético. Advierten que, para educar en la libertad y para mantener nuestras sociedades democráticas, los sistemas educativos necesitan reforzar la educación liberal (Nussbaum, 2010).

Por su parte, González (2014: 74) vincula este quehacer con el estudiante:

La universidad que no tenga en cuenta las aspiraciones de sus estudiantes, y que, por lo tanto, no les ayude a ser más felices, será tan sólo una fábrica de comida de aprendizaje rápido que no será en ningún caso degustado -saboreado- por el futuro de nuestra sociedad.

Pese a ello, parece ser que, en el contexto de la pérdida de legitimación, las universidades son requeridas para que fortalezcan sus competencias, y no sus ideas (Lyotard, 1987).

Sin embargo, para otros autores las relaciones entre la institución universitaria y la sociedad deben ser consideradas en un sentido doble: la universidad debe proporcionar a la sociedad los profesionales que ésta necesita en distintos niveles de funcionamiento y de la vida cotidiana (economistas, abogados, médicos, farmacéuticos, físicos y químicos, arquitectos e ingenieros), y la sociedad debe proteger y promocionar la formación de todos sus estudiantes, tanto de aquellos grados que presentan una clara inserción en el campo socio laboral, como de quienes pertenecen a terrenos que escapan de toda, o casi toda, inserción pragmático-lucrativa en la sociedad, es decir, profesores de todo tipo, filósofos y pensadores, eruditos, críticos literarios, supervisores de ediciones, artistas, músicos, dramaturgos, etc. (Jovet, 2014).

De esta manera, no son pocas las voces que argumentan que la universidad, tal como se conoció en sus inicios, ya no existe más y, por lo tanto, habrá que acostumbrarse a esta idea diversificada. Por ejemplo, Rothblatt (1989) señala que la idea única, animadora y esencialista de la universidad, propia de la Inglaterra y la Alemania romántica, donde incluso se reconocían algunas diferencias, habría desaparecido y no quedarían hoy más que sus encantos. Según Valdecantos (2014), la universidad europea se encuentra en un momento decisivo de simplificación de su historia y de resolución de sus ambigüedades.

Como se observa, los planteamientos son diversos y las visiones entre quienes definen la política universitaria y quienes trabajan en estos mismos contextos se contraponen. Y es que, efectivamente, el sentido mismo de los términos de educación, pedagogía, libertad, hombre y sociedad es diferente según los fines que persiga (Girardi y Freire, 1977). Probablemente estas lógicas contrapuestas son las que están presentes en la toma de decisiones y el problema se agudiza cuando se pierde la conciencia de que esto ocurre y, por ende, se invisibiliza.

Desde esta perspectiva, es esperanzadora la mirada de quienes han construido su relato a partir de la reinterpretación de la misión de la universidad con un enfoque integrador, como por ejemplo Iyanga (2000), quien propone el análisis de la misión a partir de una organización de sus funciones básicas, agrupadas en tres dimensiones: filosófica, social e histórica. En el ámbito filosófico, la misión de la universidad está indisolublemente unida a la búsqueda, formulación y enseñanza de la verdad, y a la vez debe tener su concreción en la cultura; es su deber ocuparse de la formación integral de todas las personas de su comunidad nacional, de acuerdo con las circunstancias concretas.

En el ámbito social, Iyanga (2000) señala que la universidad debe tomar conciencia de la sociedad en la que desarrolla su labor, y tomar una postura en el sentido en el que ésta se mueve. Advierte que hoy emergen nuevos parámetros culturales y que, por tanto, es necesario que la universidad esté abierta a estos cambios. Es claro en señalar la conveniencia de que haya modelos que permitan superar las dicotomías entre masas y élites, dominante-minorista, idealista-social, humanística-científica. De este modo, asume una visión crítica transformadora del rol social que le compete a la universidad, y exige que ésta se implique en los procesos transformadores de la sociedad en la que está inserta; además, propone como misión permanente la de crear cultura y, a la vez, elevar el nivel cultural de la nación.

Por último, en la dimensión histórica señala que la universidad debe tomar conciencia del modelo histórico en que desarrolla su labor, pensar dónde está. Afirma que la universidad no ha de limitarse sólo a las cuestiones del presente; ha de mirar hacia el futuro y proyectarse a través de estudios prospectivos respecto de política educativa, planificación e investigación, pero teniendo muy presente, a la vez, que, sin la memoria, ni el recuerdo del pasado, no se podrá planificar el futuro.

Controversias vigentes en la universidad latinoamericana

Es importante señalar que muchas de las disyuntivas actuales de la universidad latinoamericana emanan de las condiciones de su surgimiento. Las primeras instituciones en Latinoamérica tuvieron una marcada influencia religiosa y se edificaron a partir de los procesos de colonización. La primera universidad en América se inauguró en Santo Domingo en 1538; luego surgieron otras en Lima y México que tomaron como referencia el pensamiento aristotélico-tomista en la enseñanza y se expandieron rápidamente en los siglos XVII y XVIII por medio de los jesuitas. Por ejemplo, en Chile los primeros registros se encuentran en la historia de la Universidad de San Felipe, fundada en 1738 (Medina, 1928), y la Universidad Santo Tomás de Aquino, en 1622, de la mano de los dominicos y los jesuitas (De Ávila, 1979). El enfoque de la cultura se daba desde un prisma teológico, sustentado por la escolástica (Pacheco, 1953). Las cátedras se basaban en un saber tradicional, en textos generalmente antiguos, en una época en que la experimentación aún no se abría paso (Meller y Meller, 2007).

Sin embargo, la situación cambió con la Ilustración y la Revolución industrial; tras la independencia chilena comenzó a vislumbrarse como útil la instrucción del pueblo, así como formar a las personas productoras de saber (Meller y Meller, 2007). Durante esta época, la educación fue concebida como el instrumento de perfectibilidad del ser humano en el camino a la libertad, la felicidad y el progreso, y con ello se impulsó fuertemente la educación laica en la Constitución, reconociéndose formalmente en 1811, 1823 y 1833 (Meller y Meller, 2007).

En 1810 la Universidad de San Felipe disminuyó radicalmente su funcionamiento y la función docente pasó al Instituto Nacional hasta 1839 en que quedó extinta por decreto ley. Lo anterior traería consecuencias, ya que con la instalación de la República el modelo que debía regir a su sucesora respondería a una visión laica de la formación y, por ende, la tradición religiosa, que le daba vida a la institucionalidad, quedaría relegada hasta medio siglo más tarde a un fin prácticamente auxiliar; sin embargo, sería el vestigio del origen el que, al menos en parte, promovería a posteriori, en 1888, el resurgimiento de una nueva versión de la institucionalidad universitaria.

En 1842 nace la Universidad de Chile, con el propósito de ser el cimiento del progreso cultural de la nación en su totalidad. Durante este periodo se reinventó la institución universitaria, heredada de la Universidad de San Felipe, y se modificaron no sólo sus métodos de enseñanza y las materias tratadas, sino también la idea del sujeto que se quería formar: se proponía aumentar su nivel cultural, en el marco de la tradición republicana (Meller y Meller, 2007). Bajo el rectorado de Andrés Bello se consolidó esta declaración, ya que según indican Meller y Meller (2007), él creía en el valor intrínseco del conocimiento y de la ciencia pura y en la necesidad de establecer una universidad científica que generara las bases para la investigación, y que creara una tradición científica local frente a la expansión de la ciencia europea. Aunque con Bello no se logró consolidar este marcado espíritu científico, en su deseo se hizo explícita su concepción de mundo y su reconocimiento a la libertad de pensamiento y el pluralismo (Serrano, 1994).

Posteriormente, con Ignacio Domeyko se aspiraba a la fusión del académico con el profesional (inexistente a la fecha en el país). Su modelo era la universidad alemana (formar a los estudiantes con base en sus propias investigaciones). Los estudios debían enseñar a pensar, para enseñar a razonar, y que así los egresados pudieran aplicar su metodología a los desafíos que habrían de enfrentar en las ramas en que se desempeñarían (Serrano, 1994).

Según Serrano, hacia el año 1940 la docencia fue el núcleo de la institucionalidad universitaria y el profesor era considerado el tipo social más especializado en la estructura del sistema intelectual del siglo XIX; sin embargo, las funciones que debía llevar a cabo no estaban exentas de dilemas. Serrano menciona que para Domeyko la universidad profesionalizante permitiría, como lo buscó Napoleón, formar a los expertos para resolver los problemas concretos del país y, a la vez, estimular la creatividad como el mecanismo para iniciar el desarrollo del quehacer científico en un país, a esa fecha, subdesarrollado, como era el Chile de la época.

A partir de lo anterior, y como señala Mollis (2005, en Tünnerman, 2008), la universidad latinoamericana actual conserva aún resabios de una universidad medieval, parisina, de primera época, pero también napoleónica y, en menor medida, humboldtiana; se ha diluido en nuevas representaciones o identidades y ha generado, a partir de ello, diversos discursos que la llevaron a definir un nuevo marco. Estos mismos aspectos han sido declarados con un énfasis distinto por Claudio Rama (2018), quien reconoce la disyuntiva de la universidad latinoamericana desde sus cuatro reformas y propone nuevas formas de organización para enfrentar su contexto actual. Como ya se ha dicho, el modelo de universidad latinoamericana ha sido sistematizado por diversos autores, entre ellos Tünnerman (2007; 2008); por más de dos décadas estos autores se han dedicado a revisar sus principales componentes, sin embargo, la universidad latinoamericana de hoy requiere nuevas revisiones.

En esa misma línea es importante mencionar el pensamiento latinoamericano que surge a partir, por ejemplo, de las visiones de Dussel (1998; 2011) y Aboites (2010), desde las cuales se desprende un sentimiento descolonizado producto de la toma de conciencia del significado que ha tenido para la universidad el proceso de occidentalización iniciado a partir del siglo XVI, con el surgimiento de las primeras universidades en la región. Grosfoguel (2013) habla incluso de verdaderos epistemicidios, propios de los procesos de aculturación.

Diversos autores señalan que las nuevas problemáticas, lenguajes y horizontes de la vida universitaria y de sus actores están siendo atravesadas por dimensiones globales y locales que requieren modular nuevas perspectivas de lo común o general a partir de una valoración de la experiencia en torno al conocimiento.

En ese mismo sentido, Porter (2015), en su Universidad de Babel, señala cómo las nuevas perspectivas que parten del reconocimiento de los saberes que hasta ahora estaban ocultos se van situando de una manera distinta en el diálogo intercultural, y sugieren, por ejemplo, sustituir los conceptos de globalización por internacionalidad, lo que conllevaría a una mayor transversalidad de sus fines. Señala, al igual que Carli (2012), cómo Latinoamérica puede pasar de transitar de un conocimiento único, al reconocimiento de los múltiples saberes de los que forma parte, y así dar lugar a un pensamiento nuevo, con una raíz multicultural.

Lo anterior, con la intención de recuperar aquella universidad de América Latina "capaz de reinventarse como el lugar alternativo donde se incluyen las cosmovisiones de nuestra diversidad de pueblos, de etnias y sus múltiples sujetos" (Porter, 2015: 1). De esta forma han surgido en la región no pocas experiencias universitarias alternativas, entre las que destacan la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la Universidad Federal de Integración Universitaria, la bolivariana Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, y las Universidades interculturales e indígenas en Bolivia, Ecuador y México, entre otras. Según Cano (2015), a estas nuevas instituciones es necesario sumar experiencias al interior de las grandes universidades públicas, como las de extensión e investigación, junto a movimientos sociales en Argentina y Uruguay, y resituar el sentimiento latinoamericanista e indo-americanista y democrático en la región.

Pese a estos esfuerzos, Aboites (2010), Cano (2015), Mato (2014) y Mateos y Dietz (2015) señalan que no se ha afianzado un proyecto capaz de hacer frente a la "crisis de identidad" de la universidad contemporánea; aun cuando, como se mencionó, se reconocen formulaciones teóricas que buscan avanzar en ese sentido, pareciera que no logran consolidar el reconocimiento. Entre las propuestas destacadas se menciona la universidad popular para el siglo XXI, de De Sousa Santos (2006), y la propuesta de la universidad necesaria en el siglo XXI, de González (2001). Así también, el modelo de universidad para el desarrollo que surge como síntesis de las propuestas antes descritas (Cano, 2015).

A lo anterior se puede agregar, en una línea distinta, lo planteado por Pérez (2016), quien indica que éste es un proceso que no sólo afecta a la universidad, ya que desde América Latina entera se avizora una nueva "inteligencia colectiva" a fin de alcanzar un modelo de desarrollo inteligente, sustentable e igualitario. Para lograrlo, advierte que se necesita una nueva concepción de la universidad centrada en las políticas del conocimiento, en las nuevas culturas de aprendizaje y en la transformación de la sociedad, con lo que no abandona del todo el pensamiento instalado desde una cultura global.

Para Pérez (2016), el problema radica en que muchos creen que la naturaleza humana y la sociedad siguen siendo las mismas; el pensamiento se proyecta en teorías del siglo XX, pero en muchos casos el hacer sigue la rutina del siglo XIX. Para el citado autor, asumir un modelo que permita avanzar al desarrollo inteligente, sustentable e igualitario, implicaría redefinir las políticas de investigación, de innovación tecnológica, de formación de profesionales y de transferencia de conocimientos a la sociedad, tal como señala Dagnino (2015) en su propuesta de Economía solidaria y tecnología social. Se trata de pensar en las universidades como unidades de creación científica, de movilización social, de servicios a la sociedad (Sánchez y Ruiz, 2019). Se menciona que para asumir un futuro de bienestar para América Latina se debe: "avanzar en un consenso estratégico entre las universidades, el Estado, las empresas y las organizaciones sociales" (Dagnino, 2015: 125).

El Plan Bolonia como un nuevo inspirador de las controversias actuales en educación superior en Europa y Latinoamérica

En junio de 1999, los ministros de Educación de 29 países europeos firmaron la Declaración de Bolonia, con el fin de poder disponer, en el año 2010, de un Espacio Europeo de Educación Superior. Éste fue concebido como un sistema educativo europeo de calidad, que posibilitaría a Europa fomentar su crecimiento económico, su competitividad internacional y su cohesión social a través de la educación y la formación de los ciudadanos a lo largo de la vida, así como la movilidad (Consejo de Coordinación Universitaria, 2005, citado en Guichot, 2009). Sin mayor consulta a los medios universitarios, los ministros y secretarios de Estado europeos, responsables de la educación superior, tomaron la decisión de implantar este modelo con la idea de homogeneizar los itinerarios curriculares, favorecer la circulación de los estudiantes, hacer corresponder los títulos y los conocimientos y sentar las bases de un sistema que permitiese el reconocimiento de todos los títulos en toda Europa (Zuppiroli, 2012; Le Gall y Soulié, 2007). En este contexto, se reconocieron cinco elementos caracterizadores del plan Bolonia: armonización, transparencia, uso de un sistema de créditos transferibles (ECTS), movilidad y competitividad. La valoración de dicho plan por parte de la academia se puede visualizar desde el planteamiento de Jovet (2014: 194), en los siguientes puntos:1

I. Adopción de un sistema comparable de titulaciones, en el bien entendido de que la convergencia europea no pretende una unidad de conocimientos sino una homologación de titulaciones; II. Adopción de un sistema de enseñanza superior basado en tres ciclos: grado (antes llamado licenciatura) master y doctorado. La duración de los grados de la rama de humanidades ha sido fijada en cuatro años en nuestras universidades, y ahora cabría discutir si, dada la escasa preparación de nuestros estudiantes de secundaria, los grados no deberían durar cinco o seis años, como ocurre en varias carreras no humanísticas; III. Implementación de un sistema tradicional de créditos llamados ECTS, en el que cuenta no solamente las horas lectivas presenciales, sino también las del trabajo del estudiante (una pura intangibilidad) y las horas de práctica, cosa ésta de dudosa concepción para el caso de las carreras de Humanidades; IV. Promoción de la movilidad de estudiantes, profesores e investigadores, así como del personal administrativo y de servicio y superación de los obstáculos que dificultan la movilidad (atención con la autonomía para diseñar planes de estudios); V. Promoción de la cooperación europea para garantizar la calidad de la Educación Superior: palabras vanas, pues ya han pasado diez años desde que se impulsó este plan y no se ha redactado ninguna declaración, ni se ha conocido ninguna iniciativa en ese sentido. Y VI. Promoción de una dimensión Europea de la Educación Superior: expresión tan huera como la anterior, dada la enorme desigualdad en la calidad y las condiciones de enseñanza entre la medida de unos países europeos y las de otros.

En función de estos objetivos y visiones, Bolonia propuso y motivó desde su inicio una educación basada en competencias (Bicocca, 2014), algo que implicó un giro en la idea de universidad, al considerarla como un factor movilizador del mercado laboral de Europa. Así, la actual idea de universidad se ha centrado en el cumplimiento de dos funciones: la primera es su capacidad práctica para resolver problemas, y su cometido es formular preguntas intrincadas y resolver problemas complejos, dimensión que se desarrolla a través de una investigación cada vez más especializada. La segunda es el entrenamiento de estudiantes de pregrado, grado y posgrado en aquel tipo de conocimiento experto que los hará competentes en materia de resolver problemas en el plano profesional (Bicocca, 2014).

Una visión distinta es la de Zabalza (2002), quien señala que la universidad sí ha cambiado en este último tiempo, y que necesitaría seguir cambiando, pero esta vez desde su estructura, para poder asumir los nuevos desafíos. Este planteamiento es reforzado por Rama (2018). Contrario a ello, González (2014) señala que los cambios en la última década en el área de la educación terciaria derivan en la nueva concepción de la misión universitaria, aunque sea sólo por no convertirse en una institución desfasada; se admite que debe acercarse más a las necesidades del mundo laboral, de manera que éste se convierte en uno de los puntos más polémicos desde la implementación del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). González (2014: 49) también advierte que él no se sitúa en ninguno de los dos extremos radicales que ofrece la problemática. Por un lado, no reconoce que este cambio sea la panacea educativa que solucione todos los problemas docentes, pero tampoco puede ser visto como "un maquiavélico cambio orquestado por las empresas para conseguir mano de obra ya entrenada, no formada y mucho menos educada, a bajo coste". Señala que no se debe olvidar que el EEES es consecuencia de un cambio, pero advierte que quizás el principal problema de ese organismo es cómo los académicos afrontan este cambio ya que, afirma, lo que hagan o no puede marcar alguna diferencia, es decir que no todo ha sido decidido de antemano.

Otros estudiosos, más radicales en sus posiciones, mencionan claras consecuencias de la instalación de estos procesos, y si bien reconocen algunos cambios, señalan que éstos no han permitido abordar las problemáticas evidenciadas por la universidad de los años sesenta y ochenta. Pese a haber incorporado algunas modificaciones a través de decretos y leyes, el proceso de Bolonia no cambiaría sustancialmente acorde a las propuestas que hicieron los reformadores, y los temas siguen siendo los mismos, e incluso algunos aspectos se agudizaron como resultado de la implementación del modelo neoliberal (Fernández Buey, 2009). Según este autor, la concepción explícita es que la universidad no cambia -y no cambiará sustancialmente- si no cambia el marco económico y social de la misma. Se afirma que el sentido clasista de la estrategia del capital en la universidad en su orientación tendiente a la conservación del privilegio mediante las barreras horizontales, la estratificación y la fragmentación, es algo que no se declara en la exposición de principios que se introdujeron en las legislaciones relativas a los estudios superiores en los países europeos (Barnett, 2001). A lo sumo aparece, indirectamente, como justificación de las nuevas titulaciones con la institucionalización de universidades de primera, segunda y tercera (Fernández Buey, 2009). Esta última, también extrapolable al contexto chileno.

Fernández Buey (2009) resalta una serie de aspectos que evidenciarían la situación de la universidad en el contexto de la implementación de la Reforma en España y que, por su aplicabilidad a diversos escenarios, se mencionan a continuación: 1) restricción de la demanda de enseñanza superior mediante el establecimiento de cupos; 2) desviación indiscriminada de vocaciones e intereses mediante la exigencia de calificaciones medias unilateralmente decididas, que perjudican la calidad de la enseñanza en otras facultades y escuelas indirectamente afectadas; 3) fragmentación del impulso popular en favor de la enseñanza superior generalizada, lo que da a la universidad, por una parte, el carácter de aparcamiento del ejército juvenil de reserva y separándolo, por otra parte, en ciclos que no responden tanto a razones académico científicas en sí, como a las necesidades presentes y a corto plazo del mercado del trabajo; 4) tendencia a prolongar la enseñanza profesional y del bachillerato (estudios medios o secundarios) en el primer ciclo (o ciclo corto) de los estudios universitarios, con la consiguiente proliferación de titulaciones; 5) progresiva degradación del sistema de selección objetiva para la entrada en la universidad y tendencia a la sustitución del mismo por medidas restrictivo selectivas de carácter corporativo, generalmente dictadas por los intereses de colegios profesionales; 6) funcionarización del personal docente, mantenimiento del rito iniciático para conservar el principio jerárquico y regreso a la utilización de los profesores en formación (ayudantes o pseudoasociados) como mano de obra barata para cubrir necesidades de la docencia en facultades y escuelas de creación reciente (situaciones características de la década anterior, sin reforma); 7) regreso a métodos tradicionales de trasmisión de conocimientos en el primer ciclo, en el que siguen dominando la lección magistral, los apuntes y el manualismo, con la consiguiente multiplicación de exámenes; 8) obstaculización del principio de autonomía de las universidades con base en criterios de financiación; 9) reducción del vínculo universidad y sociedad a la relación, no sólo preferencial, sino exclusiva, entre la universidad y la empresa.

Por su parte, Jovet (2014: 188) coincide con este planteamiento en cuanto a la implementación del Espacio Europeo, y señala que el criterio que ha prevalecido ha sido el basado en la ordenación económica y la rentabilidad mercantil por encima de criterios orientados en el conocimiento y la educación global de los estudiantes: "una idea de Europa basada en la unidad monetaria y en la economía". Al respecto, diversos informes como el Bricall, Tuning y Estrategia Universidad 2015, dejan entrever la escasa relación entre la filosofía y la sociedad y, por tanto, no ven en ella más que su inutilidad (Oncina, 2009). Se asume la crítica respecto a la universidad, ya que en ella han primado la técnica y la especialización, pero se ha descuidado la trasmisión cultural.

Cabe destacar, en el caso chileno, que desde el año 2002 las universidades del Consejo de Rectores iniciaron una serie de procesos modernizadores de su oferta formativa para dar respuesta a las necesidades del entorno, los marcos de calidad establecidos por el sistema nacional de acreditación y la necesidad de responder a un marco global de formación académica a nivel internacional. Este proceso, al igual que en muchos países de Latinoamérica, ha sido acompañado de una serie de reflexiones sostenidas entre las mismas universidades tomando como referencia los hijos del acuerdo Bolonia (1999), es decir, Tuning Educational Structures in Europe (Proyecto Tuning) y posteriormente Tuning Latinoamérica (Beneitone et al., 2007).

En el año 2003, el acuerdo suscrito por el Consejo de Rectores explicita el interés por adoptar un sistema de créditos compatible entre las universidades chilenas y el sistema European Credit Transfer System (ECTS), y delimita los requerimientos académicos que se imponen a los estudiantes de acuerdo a su disponibilidad real de tiempo. Posteriormente, en el año 2006 se decidió establecer un sistema único de créditos académicos transferibles (SCT- Chile) con el propósito de poner el acento en los estudiantes a la hora de diseñar los planes de estudio, a partir de la revisión del sistema de convalidaciones y el reconocimiento de los aprendizajes entre diferentes instituciones, incluyendo aspectos asociados a la movilidad estudiantil.

Con ello dio inicio una serie de procesos que permiten avanzar en la instalación de este nuevo enfoque, y que se facilitan a partir de la adjudicación de los Fondos para la Innovación Académica 2011. Lo que se perseguía, al 2014, era la consolidación del SCT- Chile en las 25 universidades del Consejo de Rectores; es así como se establecieron los mecanismos y características mínimas que las universidades consideraron para organizar sus procesos de innovación curricular (Kri et al., 2013). Complementario a ello, la información plasmada en los informes del Sistema de Información de la Educación Superior (2014) indican que la preocupación por contar con una arquitectura curricular compartida se hacía cada vez más intensa, ya que los procesos de internacionalización requerían comparabilidad de educación superior de nivel global. Ello determinó la decisión de avanzar en proyectos de portabilidad de créditos entre niveles, instituciones y programas, así como en el reconocimiento de aprendizajes intermedios, movilidad académica nacional e internacional.

Con lo anterior es claro que, en el caso de Chile, el trayecto de instalación del proceso de Bolonia ha sido una realidad, al menos en términos político formales, lo que puede dictar, en algunos casos, la práctica cotidiana (Garrido, 2017). Pero también, al cabo de 20 años, desde la academia se puede decir que los resultados se perciben de la siguiente manera: modificación de programas de estudio, acortamiento de carreras, homogeneización de planes, descenso del nivel de exigencia requerido para conseguir el título, y escasa implementación de la movilidad estudiantil, dado el costo para los jóvenes, lo que conlleva, por otro lado, una baja del salario de los titulados dada la diferenciación de universidades. Al respecto, González (2014) señala que la educación superior ya no es vista como un signo de cultura o clase social, ya que ésta centra su atención en el crecimiento económico, incluido el capitalismo cognitivo en la carrera académica (Enders, 2015; Galcerán, 2010).

Los procesos descritos en estas páginas han definido una serie de documentos y normativas que han reorientado la renovación del currículo al interior de las instituciones (Ministerio de Educación, 2016). Las precisiones incorporadas en cada uno de ellos hacen visible la clara influencia que ha tenido la dinámica internacional en la regulación del espacio formativo a nivel mundial, ya que ha generado en la academia una serie de posiciones que oscilan desde el acuerdo y el rechazo total de las políticas implementadas.

Conclusiones

A partir de lo anterior es posible desprender que, pese a que se ha construido un discurso heterogéneo respecto de la idea de universidad en los distintos contextos históricos y geográficos, en la mayoría de los casos, a excepción de las posturas postmodernas, todavía hay una esperanza de resituar la universidad en una dirección distinta y abrir el espacio, desde una resignificación de sus fines, que se haga cargo de la idea nostálgica de su pasado, pero con una visión refrescada que permita proyectar los nuevos desafíos de la sociedad.

Así, es posible identificar dos posiciones: la primera se relaciona con una visión de territorialidad, de hacer universidad, y obedece a la emancipación de un pensamiento por años desvalorizado que hoy comienza a resituarse como una forma validada de entender el mundo desde la misma universidad; y por otro, una universidad latinoamericana en un contexto amplio, donde cobran importancia los esfuerzos que ésta debe hacer para cambiar las prácticas que le impiden ser un eje en los temas que definen la agenda mundial en cuanto al desarrollo de conocimiento.

Respecto de Bolonia y su incorporación en las universidades europeas y latinoamericanas, se puede advertir que la adecuación de normativas y la generación de acuerdos marco hacen visible la influencia que ha tenido la dinámica internacional en la regulación de la educación superior, al generar en la academia una serie de posiciones, muy diversas, pero que, sin embargo, como ya se ha señalado, estaban presentes desde antes de la instalación del acuerdo.

Dentro de los puntos que se retoman a partir de Bolonia estarían aquéllos que niegan su condición desde un discurso fatalista y hablan del fin de la universidad (Valdecantos, 2014; Jovet, 2014), o de una universidad sumida en un modelo de mercado donde tanto académicos como estudiantes son partes de la empresa universitaria del capitalismo cognitivo (Galcerán, 2013) y el clientelismo (Zuppiroli, 2012). Mientras que, para otros, este nuevo escenario, como diría Habermas (1987), constituiría una oportunidad de modificar estructuras hegemónicas que no tienen nada que ver con el contexto histórico en el que se presentan. Otros, aunque reconocen la situación actual, y no la normalizan, logran ver el problema en un contexto histórico más amplio, refrescando una idea inicial de universidad como comunidad (Pérez- Díaz, 2010).

Por último, existen quienes ponen el acento no tanto en los fines, sino en la materialización, y señalan que se requiere modificar la estructura interna de la universidad para avanzar hacia una transformación profunda (Zabalza, 2012), lo que se aleja de los esfuerzos de nuestra época centrados en incorporar cuestiones de forma, cuya materialización se observa poco efectiva, dada la burocratización excesiva de los sistemas universitarios.

Con ello se puede decir que la implementación del acuerdo de Bolonia en la universidad abarca un sistema de visiones e interpretaciones amplio, pero no exclusivo, y que, por lo tanto, a 20 años de su vigencia sigue siendo un escenario fértil para la sistematización de los significados que los distintos actores que participan de ella en los distintos contextos, pero sobre todo en Latinoamérica, pueden reportar.

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* Académica de la Facultad de Educación de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (Chile). Líneas de investigación: historia de la institucionalidad universitaria; innovación y transversalidad curricular en diversidad de contextos. CE: agarrido@ubiobio.cl.

1 Se conservan las cursivas del comentario del autor con el fin de proporcionar el contexto sobre cómo percibe este proceso.

Recibido: 14 de Septiembre de 2019; Aprobado: 21 de Febrero de 2020

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