1. Preliminares
Cuando se habla llanamente de una semiótica del teatro o de una semiótica teatral (v. gr., De Toro, y Fischer-Lichte), tiende a caerse en el supuesto de que el teatro constituye un sistema de signos autónomo apto en todo para sustituir al sistema de la lengua. El sentido más tradicional de la palabra semiótica (ver Martinet: 110) comprende este factor sustitutivo del objeto de estudio, en el que, en cualquier caso, se debe identificar la dualidad significante/significado y, en especial, la clase de convención que los une. En tanto que disciplina académica, la semiótica se programó como la ciencia que estudia todos aquellos sistemas de comunicación susceptibles, por su carácter convencional y su constitución biplana, de sustituir de modo integral al sistema de la lengua (ver Eco: 63-66), para cuyo estudio ya se contaba con el término lingüística. Cierto, hoy día la semiótica ha llegado a considerar la lingüística como una más de sus ramas de estudio, donde el sistema de la lengua ocupa una posición jerárquica análoga a la del sistema de la moda, por ejemplo (ver Barthes). No me sorprende, dada la diferencia de amplitud semántica entre ambos vocablos, y tampoco me opongo, pues en nada atenta contra el criterio de la sustitución; ha vindicado, si acaso, el paralelismo jerárquico de unos sistemas y otros, así el de la escritura, de siempre considerado un sucedáneo imperfecto de la lengua hablada (ver Fedro: 274d-275b; Derrida: 93-260; Wolf: 90-100). En este sentido, toda semiótica teatral habría de vérselas con una teatralidad dividida en dos planos y en la que ninguno de los dos planos es estrictamente lingüístico, lo que no ocurre por la sencilla razón de que toda representación teatral se lleva a efecto en una lengua específica. Para hablar, en suma, de una semiótica teatral habría que desechar la lengua y encontrar una acción pura compuesta de un significante y un significado convencionales pero no lingüísticos, empresa que, tratándose de un género de representación en el que la palabra es acción, resulta a todas luces vana, cuando no imposible.
Más plausible me parece, por ello, hablar de un módulo semiótico de la teatralidad, si bien en un sentido restringido atinente a la clase de figuración que se pone en juego. Quiero decir que, en términos semióticos, la teatralidad corresponde a una clase particular de signos lingüísticos y que dicha clase se circunscribe a un registro figurado de la significación.1 Se trata —lo han sabido autores tan disímbolos y de estaturas tan variadas como Soren Kierkegaard, Connop Thirlwall, Garnett Sedgewik y Marlena Creseure— de la figuración irónica o, dicho llanamente, de la ironía. Aspiro a resultar, empero, innovador ahí donde, para reducir la teatralidad a la semiosis irónica, lo teatral a la ironía, me comprometo a ampliar también la semiosis irónica al tamaño de la teatralidad. De otro modo: explicaré la ironía como una semiosis, es decir, como una convención lingüística correlativa a un significante y un significado y, de manera paralela, demostraré que dicha convención no es otra cosa que lo teatral en tanto que horizonte semiótico. Emplearé para ello un enunciado que, reduciéndola a su mínima expresión, evidencia que, antes que de habla, la ironía constituye un hecho de lengua, una función del texto antes que del contexto, una función que concentra lo teatral (lo escénico, lo dramático, lo cómico, lo trágico) en una unidad semiótica susceptible, por ende, de definirse y explicarse de manera integral sin abandonar los linderos del significante y el significado. Con este objeto, y echando mano de algunas nociones básicas de la lingüística formalista, caracterizaré en lo esencial los cuatro aspectos sígnicos de la ironía: (1) el bivocal, que corresponde a su carácter de cita internamente contrastada, en particular de mención ecoica; (2) el dialógico, en atención a su función diacrítica; (3) el retórico, donde opera como imitación estilizada, como parodia, y (4) el tópico, donde se materializa como crítica velada, como sátira.
Saussure (127-30) define el signo lingüístico como una entidad formal en la que coactúan una imagen acústica y una imagen conceptual. Es formal desde que el análisis empírico de los incontables materiales con que pueden configurarse ambos planos resulta insuficiente para hablar de un sistema de los sonidos y las grafías o de un sistema de las percepciones y los pensamientos, lo que desde luego no ocurre en el caso de los fonemas o de los pronombres. Saussure se propone acceder a la forma común que habría de entrelazar materiales tan dispares como son los sonidos y los conceptos y que, para él, debiera constituir el sistema de la lengua. A Hjelmslev le bastará, por su parte, profundizar en el análisis para darse cuenta de que no se pueden explicar los aspectos sonoros y conceptuales de la lengua a partir de una forma única. Donde el suizo veía una sola forma para dos sustancias distintas, Hjelmslev encontró dos formas, correspondientes a las dos sustancias, y las llamó forma de la expresión y forma del contenido. No habiendo, empero, otros medios factibles para acceder a dichas formas que los sonidos y los conceptos, la glosemática se vio en la necesidad de contemplar en el análisis las sustancias de ambos planos y, para ello, las despojó de toda realidad material y las integró como variables, como constituyentes del proceso mediante el que se actualiza el sistema.2 Resulta imposible, en efecto, hablar sistemáticamente de la sustancia si no es en términos formales (ver Hjelmslev 1972: 65), de modo que a los dos niveles, formal y sustancial, identificados tradicionalmente, el danés añadió un tercero, el de la materia, con el objeto de reducir la sustancia a sus rasgos formales y la forma a un conjunto de interrelaciones entre unidades (ver Ducrot y Todorov: 37).3
2. El signo irónico
Es en consideración de lo anterior que, al igual que toda figuración, la ironía se presta para ser explicada como una unidad lingüística que opera de un modo específico. He escogido para ello un ejemplo que, eludiendo el imperativo de contradicción contextual que empaña la comprensión del fenómeno desde tiempos de Quintiliano, resulta particularmente esclarecedor. En el cuento “El perseguidor” (1959), de Julio Cortázar, el protagonista Johnny Carter, al recibir la visita de su amigo el escritor, exclama: “El compañero Bruno es fiel como el mal aliento”, una comparación cuyo matiz irónico dista mucho de suponer una contradicción o bien de precisar de un contexto para darse a entender, pues, en dado caso, la ironía es inmanente a la frase.4 Lejos del antagonismo o la antífrasis, aquí la fidelidad y el mal aliento aparecen unidos por otra clase de nexo y separados por otro tipo de controversia.
De entrada, para alguien que sepa español, la cadena significante [fiel como el mal aliento] difícilmente opondrá resistencia a la hora de reducir el repertorio e identificar el código. El escollo se presenta, no obstante, en el ingreso al contenido, pues cierta cualidad de la expresión sugiere que, pese a estar unidos por un nexo de identidad, entre el prosodema fiel y el prosodema mal aliento se erige una pared, cualidad en estrecha relación con la escasez de probabilidades de que ambas palabras aparezcan combinadas en el discurso.5 A la luz de esta sugerencia, susceptible de manifestarse, dado el caso, mediante una gran variedad de indicadores (cfr. Muecke 1978), los prosodemas chocan entre sí, resultando mutuamente inadecuados desde que no forman parte de un mismo género discursivo sino que, a través de ellos, se expresan dos discursos, dos voces distintas en todo equivalentes, teatralmente hablando, a las voces del actor y del personaje. El lector comprende de inmediato que una de estas voces se ha tomado prestada de un repertorio ajeno al ámbito estilístico de la otra y que, más que la voz de esta habla ajena, lo que escucha es su eco, una réplica que resuena con algún grado de distorsión o, de otro modo, una mención ecoica (cfr. Sperber y Wilson 1978: 1981).6 Se trata de una clase de bivocalidad que desequilibra la forma y autoriza al lector a desconfiar de ella, a hacerla resonar con un nuevo temple y, con miras a recuperar la naturalidad, a elevarla a una potencia fraccionaria.7 ¿Cómo lo hace? Relativizando uno de los extremos de la oposición, entrecomillándolo, donde las comillas actúan tal como el cobertizo (σκηνή) bajo el que los antiguos griegos se ponían en escena.
A continuación, el lector se pregunta por la función que atañe a una forma significante internamente contrastada o, en términos bajtinianos, internamente dialógica, y entonces regresa sobre sus pasos para revisar los constituyentes de la expresión, ya que dos voces en una cadena significante pueden hablar juntas o bien hablar la una con la otra (ver Bubnova: 110-12). Dos voces pueden defender la misma causa, el conectivo como así lo indica, pero también pueden desacordar para entablar entre ellas una polémica oculta. El contraste interno de la forma señala que, antes que juntas, las voces fiel y mal aliento se encuentran frente a frente, intercambiando sus criterios divergentes o, en suma, criticándose mutuamente. Para que ello ocurra, asegura Pere Ballart (313-16), ambos términos deben coincidir en un campo de observación, deben pertenecer, como las dos premisas de un silogismo, a un mismo orden sintáctico o, en palabras de Lyons, ser parcialmente equivalentes, lo que se observa en que ambos poseen un sentido nominal.8 De este modo, ahí donde el proceso de denotación supone una relación sintagmática de la cadena significante con un contenido situado en el exterior, en este caso se trata de una oposición que, mediante un contraste entre sus partes, divide la cadena al interior, haciendo de ella, literalmente, un escenario en el que —parafraseo a Nietzsche (2000: 86) — la palabra se ve transformada a sí misma delante de sí, y actúa como si realmente hubiese penetrado en otra palabra, en otro cuerpo y otro carácter. Amparado en el sentido más elemental del término, llamo diacrítica a este drama de la palabra, a este acontecimiento que —y ahora es Hegel (141) a quien cito— “no parece nacer de las circunstancias exteriores, sino de la voluntad interior” de la expresión.9
Por lo que hace al plano del contenido, una vez comprendido que el mal aliento no es fiel, el lector supone que el exponente fiel como el mal aliento se refiere a una sustancia a la que corresponden otras formas de contenido, tales como pertinaz como el mal aliento o indeseablemente fiel. Al recaer en él, el eco restringe la forma de significar del morfema fiel, socavando los rasgos semánticos, moralmente positivos, que se refieren a la virtud y enfatizando los rasgos conductuales que atañen a la persistencia. Asimismo, al subrayar el rasgo moral de la inconveniencia y soslayar el aspecto físiopatológico relativo a su etiología, las comillas conducen a una reducción del morfema mal aliento.10 Este filtrado, insisto, depende directamente de las posibilidades combinatorias de los morfemas, de ahí que difícilmente hayan de leerse los pleremas [devoto como el mal aliento] o [fiel como la indigestión]. En el caso dado, ambas partes de la cadena se formalizan como mención, si bien, dada la función negativa de la figuración irónica, el eco recae solamente en una de ellas, que en consecuencia adopta los rasgos negativos de la otra. Mediante su atribución a un habla ajena, el morfema fiel se convierte en una réplica distorsionada de la forma que le sirve de máscara, cuya sustancia incluye necesariamente todos sus rasgos o, cuando menos, los principales, entre los que se cuentan la virtud y la devoción. La forma original designa un constituyente específico, estandarizado, que bien puede referirse a un marido que no engaña a su esposa o a un parroquiano de firmes creencias, mientras que la réplica, relacionada con el mal aliento, probablemente posee un significado distinto, más acorde con el de los constituyentes [obstinado] o [pertinaz]. Se trata de una forma semejante al original que, mediante el contraste, se asocia con un material semántico distinto o, dicho llanamente, que significa otra cosa. Sobre esta base se comprenderá que, en lo tocante a la forma del contenido, la ironía se expone como parodia; es decir, como refuncionamiento cómico de un dispositivo mecanizado (cfr. Tinianov; Rose: 119), donde la mecanización se halla en el dispositivo fiel, y el refuncionamiento, en la comicidad que adquiere tras pasar por el filtro del binomio mal aliento.
El desequilibrio debido a la disparidad interna de la expresión ocasiona que, en lugar de contrastarse con otros exponentes hasta distinguirse con claridad, la forma del contenido busque un exponente distinto del que pueda tomar prestada una sustancia más apta para establecer, sin traspasar los límites del sistema, una relación sintáctica, un sentido, pues. Para acceder al significado, el lector debe relacionar la forma replicada fiel con otra más pertinente para calificar al mal aliento, misma que probablemente será del tipo de obstinado o pertinaz. Se percata de la anomalía porque lo que parece un elogio, la forma fiel, es de inmediato sojuzgado por la forma mal aliento, cuya sustancia se compone eminentemente de rasgos negativos, algunos de ellos opuestos, inclusive, a los de aquella, pero también percibe que la inadecuación no es radical, que los constituyentes semánticos [fiel] y [mal aliento] comparten un rasgo específico: la persistencia. Ocurre lo siguiente: la sustancia del exponente fiel no sólo se reduce a la persistencia, término medio de su vínculo con el constituyente [mal aliento], sino que adquiere rasgos de éste, como lo indeseable y lo inconveniente, y se desplaza gradualmente hacia la sustancia de una forma como chocante o desagradable, si bien, sujeta a sus propios rasgos sustanciales, probablemente no llegue a tal extremo y se estabilice en un material semántico más acorde con el de los las formas pertinaz u obstinado. Así, mediante el contraste de su semejanza, el constituyente [mal aliento] afecta críticamente al exponente fiel hasta convertirlo en una réplica de sí mismo, cuya sustancia es más bien [pertinaz]. El lector lee, en suma, el morfema fiel como el mal aliento y, en aras de demarcar la sustancia y restaurar la naturalidad, lo relaciona de inmediato con un plerema cercano a [pertinaz como el mal aliento], para luego comprender que a esa sustancia unitaria corresponden dos exponentes distintos: pertinaz como el mal aliento y fiel como el mal aliento, con la salvedad de que, tras la máscara de esta segunda forma, a la vez simulación y disimulación, se oculta una crítica si no tan agresiva como la de la primera, sí más certera. En virtud de este movimiento final, la fidelidad de Bruno es cuestionada, convertida secretamente en obstinación, en terquedad, quizá en algo peor. No a otra cosa se refiere, creo, la palabra sátira, como aquella de que, desde el inicio del drama, se hace objeto la honorabilidad de Edipo, noble como el incesto y el parricidio (nótese el paralelismo de mi ocurrencia con la frase que ahora nos ocupa), y que no consiste sino en una reducción semiótica de la tragedia en cuestión.
En términos generales, la ironía pone en escena una forma expresiva semejante a otras, en este caso la del elogio fiel como un buen marido, pero que contiene en su interior un grado de contraste, un drama del que el lector se percata de inmediato y que lo conmina a oponer dos constituyentes expresivos semejantes, a juzgar por el nexo que los une.11 Este conflicto deriva en una contaminación de la forma de contenido, convertida ya en una réplica paródica cuya comicidad apunta a un constituyente semántico distinto y, en consecuencia, a otro objeto del mundo, a un objeto que, no obstante, se burla soterradamente mediante un rodeo satírico (cfr. Worcester: 29-30, 77; Frye: 223 ss.; Pérez Lasheras: 79, 81) hasta poner ante los ojos del lector la tragedia que, lingüísticamente hablando, resume el hecho de que para una misma sustancia de contenido existan cuando menos dos formas distintas.12
Por su parte, la reconstrucción de un sentido denotado inicia con la demarcación formal de una cadena significante, que así comienza por distinguirse de otras mediante una reducción que transita del repertorio ilimitado del lenguaje a los catálogos finitos de la lengua, del nivel fonético al fonológico, y acto seguido le atribuye una función acorde con su apariencia, de manera que la expresión se convierte en una forma de contenido que, por contraste con otras formas del repertorio morfológico, se proyecta sobre una sustancia semántica unitaria. En un movimiento de vaivén, el sentido denotado transita primero hacia afuera, de la sustancia a la forma, del material fónico a su contorno, y luego hacia adentro, de la forma a la sustancia, del término al concepto; semejante simetría allana, claro, las correspondencias formales entre dos materiales diversos.13 A cambio, la semiosis irónica opera desde el momento en que lo que aparece como una cadena en realidad da cuenta de una dualidad contrapuesta. La dualidad interna se convierte en un paradigma con el que tiene que lidiar la sustancia expresiva, un paradigma que, oponiendo las variables del proceso, se funda en la semejanza más que en la distinción. No se trata ya del contraste de una unidad con otras probables, sino del contraste interno entre dos partes de la cadena que, como resultado, se contaminan la una a la otra. A su vez, esta crisis, instaurada como forma del contenido, en lugar de distinguirse por contraste de otras formas léxico-gramaticales, se asocia con un constituyente semántico distinto que opera ya en el terreno de lo formal, interferencia que se completa cuando la sustancia lógico-semántica se sitúa en el punto de encuentro de dos exponentes morfémicos distintos. En suma, el sentido irónico viaja de una forma de expresión que, al proyectarse sobre la sustancia expresiva, se vuelve dual hacia adentro, a una sustancia semántica que, oscurecida por la forma de contenido, se biparte hacia afuera.
Lo que distingue a la ironía de otros signos es la naturaleza de la articulación entre sus cuatro niveles semióticos, que en su caso comprende un procedimiento dialéctico/dialógico motivado por la crisis tanto expresiva como semántica de la forma y la sustancia, una operación que, tras cristalizar en una síntesis, se disemina en una réplica (así llamamos, en el teatro, a los parlamentos opuestos), ya que el resultado obtenido no alcanza a hacerse presente, permaneciendo, como hace, en la sombra. Se trata de una diacrítica y no de una antífrasis desde que el lance integra una sumatoria, representada en la cita por el conectivo como; más que restar cifras positivas, la ironía suma, a una cifra positiva, una cifra negativa, un valor no natural cuyo producto deriva en un número imaginario.
3. La semiosis irónica
A sabiendas de que en la cadena la forma se proyecta sobre la sustancia, Hjelmslev reduce la función de signo a los niveles formales de ambos planos. Signo es, para él, la forma de significar una sustancia, un paradigma seleccionado del inventario de signos del sistema al que se atribuyen funciones lógico-sintácticas en el proceso. Para los casos en que no hay mutaciones, es decir, ni una alteración significativa del orden sintáctico, ni un “cambio de un miembro de un paradigma por otro miembro perteneciente a un paradigma diverso” (Pascual Buxó: 31), la glosemática emplea el término sustitución (Hjelmslev 1974: 105-08). Así en la denotación, donde las formas expresiva y semántica se seleccionan ambas de inventarios convencionales cuyos elementos equivalentes pueden sustituirse unos por otros sin afectar significativamente a su contraparte (Malmberg: 164). Por su parte, la expresión irónica aparenta ser una cadena cuando en realidad da cuenta de un paradigma. Contiene en sí misma una relación y, oculta, una correlación que vuelca la sustancia hacia adentro mediante la oposición de dos elementos que, en la forma, aparecen unidos por un nexo de semejanza. El contraste interno de la forma conmuta en la oposición sustancial al tiempo que su carácter combinatorio permuta en la semejanza de los elementos contrapuestos; todo ello sin salir del plano cenemático.14 En el plano del contenido, la anomalía se duplica e invierte. La forma léxico-gramatical resultante del contraste de lo semejante se relaciona con la sustancia lógico-semántica de una forma distinta, si bien ésta no se hace presente, sino que sus constituyentes contaminan al exponente dado. En tal caso, el sintagma cumple una doble función paradigmática al oponer una forma semejante y asociar una sustancia distinta, desempeño que, a la permutación de la sustancia en su paso de la expresión al contenido (el contraste de lo semejante), añade una conmutación heredada de la forma (su bivocalidad). Esta interferencia lógica en el nivel morfémico es recíproca, pues la sustancia semántica acaba situándose en un punto medio entre dos exponentes distintos; esto es, en el vacío.15
El análisis lingüístico convencional tasa el cambio significativo en el efecto que ocasiona, en los elementos de un plano, la sustitución de unidades en el otro. En el modo irónico, permutación y conmutación se manifiestan ya en el interior del plano cenemático, que a causa de ello se convierte, por derecho propio, en una semiótica según la definición de Hjelmslev (cfr. 1974: 150). La doble operación sustancial de una expresión irónica, contrastada y semejante a la vez, deriva en una función diacrítica mediante la que, como el acento que en el español distingue pronombres y adjetivos, la expresión se vuelve autosuficiente para significar. Siendo, en tanto que figuración, autosignificativa, su caso equivale, diría Hjelmslev, al de una semiótica connotativa.16 ¿Cómo se entera el lector? Por la semejanza internamente contrastada de la forma, un indicador que, bajo ciertas condiciones estandarizadas mas no forzosamente convencionales, se desplaza de un nivel al otro; no en balde asegura el danés que “la solidaridad que existe entre ciertas clases de signos y ciertos connotadores es una función de signo, puesto que las clases de signos son expresión de los connotadores como contenido” (1974: 165).17
Pero si la expresión irónica es una semiótica, asimismo lo es su contenido, en cuyo plano se da una interferencia de los niveles morfémico y plerémico que también actúa como connotador. Este roce delata la reciprocidad de las dos maniobras que efectúa el contenido irónico: la parodia y la sátira. Sátira y parodia no existen una sin otra, como opina Gerard Genette, ya que todo contenido irónico entraña una imitación estilizada del lenguaje y una crítica velada del mundo.18 Más aún, el grado de distorsión de la réplica conduce a una crítica sustancial del lenguaje, tanto del texto como de la lengua, y la crítica del mundo comprende una imitación formal del mismo.19 Para burlarse del lenguaje, se lo critica; para criticar al mundo, se hace mofa de él. A ello se refiere Walter Nash cuando asegura que “la parodia se convierte en un arma satírica cuando al parodista le molestan las actitudes, los argumentos o la filosofía de un autor” (85), a lo que cabría añadir que la sátira se convierte en un disfraz paródico ahí donde el satirista se burla de las actitudes, los argumentos y la filosofía del mundo. Parodia y sátira efectúan, cada una, dos operaciones sintagmáticas y dos operaciones paradigmáticas, de modo que la forma del contenido se torna cualitativamente dual y su sustancia resulta dual en un sentido cuantitativo.
Una cadena significante que significa algo distinto de lo que enuncia obtiene un derecho propio. Es a la vez ella y otra. Suena a un tiempo de dos maneras: su forma se desdobla en expresión y contenido. Si, en el otro plano, una cadena de significados expresa algo distinto de lo que contiene, alcanza también su propio estatuto. También es ella y algo más. Contiene dos materiales: su sustancia se desdobla en expresión y contenido, de lo que se sigue que, en la ironía, convergen una semiótica connotativa y una semiótica metalingüística. La inversión controlada de los ejes lingüísticos y de sus funciones autoriza a una semiótica expresiva a emplear otra semiótica como contenido, y a una semiótica semántica a emplear como expresión a aquella (cfr. Hjelmslev 1974: 167-73). La primera pende del coaccionar de un exponente semejante internamente contrastado, de una mención ecoica, y de la consecuente oposición de dos constituyentes semejantes, de una diacrítica, mientras que la segunda habita en la confluencia a la vez dialéctica y dialógica de una parodia y una sátira.
Contemplo aquí uno de aquellos enunciados que Quintiliano denominaba tropos irónicos (ver Institutionis: VIII 6, 54), donde en efecto entra en juego el sentido de las palabras próximas entre sí (ver Beristáin: 277), pero ello no impide que el análisis lo admita cualquiera de las llamadas figuras irónicas. Y es que la ironía no constituye en sí misma ni un tropo de dicción ni una figura de pensamiento, sino una función lingüística que puede actuar sobre uno u otro o sobre ambos. De hecho, en el ejemplo de Cortázar, el sentido irónico actúa sobre una comparación figurada que, estructuralmente, poco difiere de un simil como “fiel como un ruiseñor”. En este sentido puede decirse que el enunciado es un metasemema, en tanto que la forma mal aliento, comparada con la fidelidad, opera un cambio en el sentido de ésta y al mismo tiempo aparece en sustitución de otra, como una metáfora de algo más. Como la alegoría y la paradoja, la ironía emplea los procedimientos del lenguaje figurado, de modo que, así el de aquellas, su sentido se construye mediante procesos de adjunción y supresión, de semejanza y distinción. Ocurre, no obstante, que en su caso estas maniobras son guiadas por una función lógica de carga negativa que, amén de mostrarse estilísticamente como contraste,20 afecta no sólo al sentido sino, paralelamente, al significado, ocasionando un cambio en la lógica del pensamiento que avalaría su inclusión en el catálogo de los metalogismos; sin embargo, el análisis demuestra que también depende de los morfemas para significar, de modo que tampoco cabe en tal categoría.
No cabe porque, como en toda función poética del lenguaje, el contraste de la forma deposita el énfasis en la expresión misma, pero al ser elevada al grado de la mención, la expresión cumple asimismo una función metalingüística en atención al código en que se transmite. La ironía depende, para significar, de la articulación negativa de estas dos funciones, poética y metalingüística, con el agravante de que, como señala Roman Jakobson, “la poesía y el metalenguaje están diametralmente opuestos: en el metalenguaje la secuencia se emplea para construir una ecuación, mientras que en la poesía la ecuación se emplea para construir una secuencia” (361). He ahí la doble operación que pone en marcha la ironía, a un tiempo apropiada e inapropiada, a la vez positiva y negativa, pues si “la función poética proyecta el principio de la equivalencia del eje de selección al eje de combinación” (360), entonces el metalenguaje traslada el principio de contigüidad del eje de combinación al eje de selección. La ironía pertenece, así, al “tipo de semióticas que tienen una semiótica connotativa por expresión y una metasemiótica no científica por contenido” (Pascual Buxó: 74), a lo que se agrega el carácter negativo de su articulación, diacrítico en tanto que ambas semióticas se demarcan mutua y recíprocamente.
He escogido, por otra parte, una ironía relativamente estable a sabiendas de que otros ejemplos, no tan precisos, habrían arrojado menos luz al análisis. De cualquier modo, me parece evidente que la sustancia del contenido irónico termina situándose en un punto intermedio entre, al menos, dos formas de contenido, entre las que, según el grado de negatividad de la diacrítica, puede haber poca o mucha distancia.21 En el ejemplo citado, el grado de negatividad es mediano. No es en realidad el punto medio entre fiel como el mal aliento y pertinaz como el mal aliento donde se sitúa el significado; lo hace, antes bien, entre aquella y un número probable pero medianamente acotado de formas (es más probable que sea ésta y no otras como devoto como el mal aliento). La estabilidad de la ironía depende de ello: a mayor rango de probabilidad, mayor estabilidad; a menor rango, menos estabilidad. Más que un mero accesorio, el gradiente resulta clave en virtud de las operaciones elementales de la sátira y la parodia, para comprender las cuales cabe echar mano, y no por capricho, de la jerga teatral: ahí donde, puesto que apela a la presencia de la imitación, la parodia se pone en escena, la sátira permanece tras bastidores, cuidando siempre de ocultar la crítica.22 Así, pues, cuanto más evidente la imitación, más se restringe la crítica y se gana estabilidad; conforme, a cambio, la crítica se amplía, más se oculta la imitación y más ambigua se torna la ironía. Lejos de significar que la sátira sea oscura y la parodia evidente, lo anterior quiere decir simplemente que conforme mayores son los rasgos paródicos de un mensaje, conforme más se pone éste en escena o, en palabras de Douglas Muecke (cfr. 1969: 119-22) , más se identifica a la víctima, con mayor claridad aparece el sentido, que se oscurece en la medida en que aumentan los rasgos satíricos.23
4. La ironía en el marco de la semiolingüística
Pese a sus ventajas en cuanto a claridad y precisión, lo cierto es que en la vida diaria rara vez empleamos el lenguaje denotado, rara vez, diría Jakobson, la función referencial borra al resto de las funciones. En la vida real cuesta trabajo hallar intercambios de mensajes cuyos planos observen una solidaridad sustitutiva y que, por tanto, efectúen ambos operaciones análogas. Estrictamente hablando no existen las equivalencias absolutas: ni hay tal cosa como la auténtica sinonimia ni una lengua es completamente traducible a las otras (cfr. Hjelmslev 1974: 109-13).
Nietzsche no es el único en advertir esta propiedad del lenguaje, pero sí uno de los más agudos cuando señala que toda palabra es susceptible de convertirse en concepto, pues “no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen […] sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando”, y remata: “Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales” (1990: 23), donde concepto es sinónimo de símbolo o analogía.24 Ni siquiera un enunciado como “las visitas de Bruno causan aversión” emplea realmente la modalidad mimética del lenguaje (ap. De Man: 246, 250), como sí hace, por ejemplo, “Bruno nos visita”, en el que la acción ligada al nombre constituye un valor estable, una constante cuyo rango de variación, como en el lenguaje binario de la informática, sólo admite su contrario (“Bruno se ausenta”), sin medios tonos, y que por ello se equipara al nombre sin sumarle ni restarle un valor agregado. Mientras al nos visita no se le añada un sentido que no sea el suyo propio, Bruno no será más ni menos, mayor ni menor, mejor ni peor, más cálido ni más frío por el hecho de “visitarnos”; mientras ello no ocurra no desaparecerá la interdependencia entre las dos constantes de valor positivo (Bruno = nos visita). A cambio, en “la presencia de Bruno desagrada”, el constituyente semántico [desagrada] supone una variable de valor negativo que, al ligarse a él, imprime al nombre un rango de variación análogo. Contaminada por su complemento, la variable nominal disminuye su propio valor hasta estabilizarse en un campo semántico regulado por el referente, toda vez que el rango de variabilidad del complemento es muy amplio: puede uno oler mal, resultar antipático o de plano insoportable. La variabilidad que va de “las visitas diarias de Bruno” a su “fidelidad” es paralela, aunque inversa, en su desplazamiento hacia lo positivo y, en su coaccionar con aquella, posibilita un enunciado como “Bruno es fiel como el mal aliento”, en el que el valor se desplaza a lo positivo, de ahí a lo negativo y, al final, permanece en la negatividad.25 Un camino que, desde luego, puede recorrerse a la inversa, como cuando se elogia con un reproche, en “Bruno es obstinado como un ángel guardián”, donde, colocado frente a un espejo como el que Nietzsche (1990: 36) atribuye a la ironía, el desplazamiento equivale al del enunciado empleado por Johnny. De lo anterior se deduce que, siempre que en una cadena se halle una correlación oculta entre dos variables, podrá hablarse de ironía, tal como se habla de alegoría cuando, entre las dos constantes de un paradigma, se descubre una relación, de ahí que De Man (250-51) distinga la diacronía narrativa de la segunda del carácter sincrónico de la primera, cuyo sentido derivado se descubre en tiempo real tal como la representación teatral se desarrolla en un presente continuo.
No es, entonces, “pertinaz como el mal aliento” la última reducción a la función referencial que puede hacérsele al comentario de Johnny. Probablemente lo sea una semejante a “las visitas diarias de Bruno desagradan”; más cercana, sin duda, pero difícilmente será la última, a propósito de lo que opina Wayne Booth (296-97) sobre el proceso de interpretación de la ironía. Y es que, al contrario de lo que piensa el de Chicago, toda ironía, por inestable que parezca, tiende a la estabilidad, tiende a ser descifrada. Un enunciado puede ser intencionalmente irónico, puede incluso ser irónico per se, pero la naturalización de su significado tocará siempre a quien lo decodifique. El texto extenderá siempre la invitación a realizar nuevas demoliciones y reconstrucciones; es su destinatario quien, consciente o inconscientemente, debe decidir dónde y cuándo detenerse. Cabe, pues, distinguir entre la naturaleza irónica de un mensaje dado, cualidad del todo ligada a las operaciones del lenguaje, y el significado o significados que el receptor selecciona de un catálogo convencional medianamente acotado. Si el lector de Cortázar leyera un enunciado como “Bruno nos visita” difícilmente se toparía con dificultades para atribuirle un contenido acorde con el código más elemental de la lengua, pero tratándose de la expresión empleada por Johnny, antes debe descubrir un segundo código, oculto en el interior de la forma; una plataforma semiótica que surge no ya del contraste de la forma con respecto a otras formas distintas, sino del contraste de la forma consigo misma o, bien, con un doble de sí misma.
Con lo expuesto basta, creo, para comprender que, como todo lenguaje, el sentido figurado está anclado a la asignación de valores y que, siendo así, la ironía constituye la figuración negativa de mayor elevación, de ahí que, cuando la define por oposición a la analogía, Paz resulte impreciso.26 Considerando que el uso está reservado para enunciados del tipo de “Bruno nos visita”, la figuración se desplazaría en sentido contrario al de la expresión de Johnny con sólo atribuir un valor positivo a las visitas de su amigo. De igual modo que “las visitas de Bruno desagradan” puede transitar de la negación a la ironía pasando por la crítica, un mensaje como “las visitas de Bruno causan alegría” resulta susceptible de estilizarse para hacerlo pasar de la simple afirmación a la analogía y de ahí a la alegoría. Por tal camino se llega fácilmente a “las visitas diarias de Bruno son agradables” y a “la fidelidad de Bruno es agradable”, casos típicos del lenguaje analógico, y de ahí a “Bruno es fiel como un ángel guardián” o “Bruno es fiel como un ruiseñor”, resta sólo un paso, el que separa la analogía de la alegoría.
5. Funciones del signo irónico
Ahí donde, en el caso de la alegoría, la expresión desempeña una función poética que obliga al contenido a hallar el vínculo mimético entre una forma no expresada y una sustancia derivada, tratándose de la ironía estos dos desplazamientos se efectúan al interior del plano expresivo. Cierto que la mera forma expresiva es ya metalingüística por cuanto tiene de mención, pero también que la referencia al código se resuelve al sopesar la influencia del plano semántico sobre el expresivo. La calidad de mención del mensaje se advierte de inicio, pero la sustancia que predomina es la del eco, la del disfraz, cuya función es propiciar la oposición al interior de la expresión. El segundo código se hace presente únicamente al comprender la naturaleza tópica del contraste, cuando sale a la luz la actitud precisa del eco con respecto a la mención y la metasemiótica comienza a hablar del código poético. Más aún, este peso del plano del contenido sobre el de la expresión hace de la palabra irónica una entidad estética, comprendida ésta como la suma de la imagen poética y su comentario. Toda expresión constituye una imagen de sí misma, una imitación de la lengua, pero la palabra irónica constituye una imagen estética porque, a la crítica de la expresión, a la imitación misma, le agrega la crítica de la imitación, y ello sin salirse de los límites estructurales del plano cenemático.27
En contraparte de la función estética de la expresión, la naturaleza metalingüística del contenido cumple una función ética que tiene que ver con la crítica del código y con la crítica del mundo. Puesto que la segunda no tiene estructura, únicamente la primera admite una perspectiva formalista, y aun así, sólo de manera parcial, en la medida en que se critica la forma del código. La crítica de la sustancia, que es, no cabe duda, una función lingüística, paradójicamente trasciende el marco de la lengua e incluso del lenguaje; está sujeta a una clase particular de relación entre un mundo y un sujeto, es ya esa relación. Que no posee estructura positiva, se atestigua en el hecho de que su sentido lógico no alcanza a hacerse presente, dejando como hace un vacío sustancial, una negatividad de la sustancia. La forma del contenido irónico se puede abordar, así, desde la estilística, pero su sustancia compete a la filosofía, en particular a la ética.28
Con todo, la expresión y el contenido irónicos podrán tener sentido en sí mismos, pero renunciarían a la referencia de no trascender los límites del signo para dirigirse al mundo: “toda conducta verbal —dice Jakobson— se orienta a un fin” (349). Es entonces cuando cobra relevancia el contexto como parámetro para reducir los mensajes a su función referencial, una operación necesaria y constitutiva de la significación. El lenguaje siempre dice algo de algo, por eso asegura Hjelmslev que “totalmente aislado, ningún signo tiene significación; toda significación del signo ocurre en el contexto” (1974: 70).29 La ironía no es la excepción a la regla. Se orienta a un fin: la crítica, pero lo hace soterradamente; es, válgase la figura, una central de inteligencia al servicio de la crítica.
He tratado, por último, de ir hilvanando una concepción de la teatralidad al análisis del signo irónico mínimo con el objeto de que se comprenda que en ambos casos se trata de una y la misma cosa. Ello, insisto, siempre y cuando en la ironía verbal se identifique una reducción semiótica de los principios básicos del teatro: escena, drama, comedia y tragedia. Quiero decir que, antes que la teatralidad una consecuencia del lenguaje irónico, es éste un resultado de la práctica de representación que, entre los humanos y, más aún, entre los niños, consiste en poner en escena un conflicto dramático, un choque de intereses individuales que, en el seno de lo social, únicamente puede resolverse de manera negativa. De otro modo: la ironía llega al lenguaje, al de los niños, por ejemplo, cuando la palabra ha pasado ya por otras figuraciones de menor complejidad como la analogía, la crítica y la alegoría; es decir, cuando se ha vestido ya de todo su ropaje y de todas sus máscaras y, entonces, se la puede poner en escena para que se desenmascare, desdoblándose en aquella vieja dualidad del alazón y el eirón —del simulador y el disimulador— de la que habla Aristóteles en su Ética nicomaquea (II 7, 1108a; IV 7, 1127a-b) y que tan fundamental resulta en la órbita teatral, bien se desplace ésta hacia lo cómico, hacia la crítica formal, social, o bien hacia lo trágico, donde la censura se sustancia y se individualiza.