Durante largo tiempo, los asentamientos ubicados en cimas de cerros en la región Centro-Norte de México, se han interpretado como una respuesta defensiva a situaciones de riesgo y enfrentamiento entre las sociedades aldeanas que poblaron la frontera septentrional de Mesoamérica. Si bien esto es patente en algunos casos, las generalizaciones sobre el registro arqueológico han oscurecido el conocimiento sobre otros significados relacionados con la edificación de estructuras en puntos prominentes del paisaje. Este trabajo pretende aportar ideas a la discusión sobre el carácter simbólico y ceremonial de los asentamientos ubicados en la vertiente norte del río Verde-San Pedro (Aguascalientes) y Los Altos de Jalisco.
Después de un análisis del paisaje en donde se emplazan estos sitios y de la presencia de otros indicadores clave -pintura rupestre, cuevas, petrograbados y altares-, proponemos dos ideas: la primera, que la ubicación de sitios sobre cimas de cerros no es una tendencia del patrón de asentamiento regional; en consecuencia, una situación de enfrentamiento y conflicto es dudosa. La segunda, que algunos de estos sitios, más que cumplir una función defensiva, fueron santuarios relacionados con el culto a cuevas y montañas.
Ubicación y contexto cultural de la región de estudio
La vertiente norte del río Verde-San Pedro se ubica en la parte central de la República Mexicana. Este drenaje nace en el sur del estado de Zacatecas y cruza los estados de Aguascalientes y Jalisco hasta desembocar en la cuenca del río Grande de Santiago, muy cerca del Lago de Chapala (Figura 1).
La región conocida como Los Altos de Jalisco se extiende principalmente en la sección oriental del estado, abarca incluso partes de los estados de Guanajuato, Aguascalientes y Zacatecas. Por sus características físicas, se considera como una subprovincia fisiográfica de la Sierra Madre; por lo tanto, presenta accidentes geográficos muy pronunciados, que alternan mesetas con valles, lomeríos y cañadas (Realpozo, 2005: 139).
Dentro de los estudios mesoamericanos, entre el 600 y 900 d.C., se concibe un periodo de aparente desestabilización, tensión y transformación en las relaciones de las sociedades mesoamericanas, pero primordialmente entre el 550 y 600, se marca el colapso del gran sistema hegemónico teotihuacano (Jiménez Moreno, 1959; Marcus, 1989; Sugiura, 2001). De forma paralela, en la región septentrional de Mesoamérica, los desarrollos culturales posteriores al citado colapso del "Mundo Clásico Mesoamericano" han sido concebidos como entidades políticas que emergieron a partir de la desfragmentación de ese Mundo Clásico. Ello generó segmentación y un clima de aguda competencia, ya fuera por los recursos o por el control de redes de intercambio. Evidencia osteológica registrada en diversos sitios, así como la presencia de asentamientos fortificados y un abandono aparentemente violento de los asentamientos a lo largo de este territorio, han sido empleados como indicadores para sostener dicho escenario (Armillas, 1964; Kelley, 1956, 1971; Kelley y Abbot, 1987; Hers, 1989; Trombold, 1991; Nelson, 2000).
Pedro Armillas (1964: 68-69) y Charles Kelley (1971) en un inicio propusieron que las colonizaciones hacia el norte de México poseían la naturaleza de un "corolario de invasión violenta de conquista de nuevos territorios por pueblos civilizados, consolidada mediante asentamientos en los confines de grupos de colonos militarmente organizados", entendiendo al sitio de La Quemada como una fortaleza equiparable a los castillos medievales de carácter señorial en Europa.
De forma adicional, Kelley (1956, 1971) señaló que la ocupación del flanco oriental de la Sierra Madre Occidental, constituía indudablemente una estrategia defensiva en contra de grupos nómadas, así como para otros grupos sedentarios ubicados en las cercanías del río Colorado en Súchil. De este modo, la ocupación sedentaria en la Sierra Madre Occidental se caracterizó por la distribución dispersa de pequeñas aldeas y centros ceremoniales fortificados, dentro de un amplio corredor natural conformado por sierras que comunicaba desde las porciones occidentales y centrales del actual estado de Zacatecas, hasta Durango y Chihuahua.
Las apreciaciones iniciales de Kelley sobre el patrón de asentamiento de la región del Noroccidente de México influyeron notablemente en las investigaciones posteriores. Diversos estudiosos asumieron que la ubicación de asentamientos prehispánicos en la región Centro-Norte y Noroccidente de México (aldeas y centros ceremoniales de diversa índole y jerarquía, que en su mayoría se ubicaron sobre la cima de los cerros, cañadas, laderas) reflejaba una situación social tensa. Las propuestas para explicar dichos patrones relacionados con la disposición y uso del espacio han sido interpretadas como respuestas ante constantes situaciones de violencia y guerra (Braniff y Hers, 1998).
De manera reciente, este tipo de cuestionamientos fueron evaluados a partir de un análisis, tanto de la ubicación de los asentamientos en el paisaje como de sus capacidades defensivas, en regiones como el valle de Malpaso (Elliott, 2005) y en la región de estudio ahora citada. En el primer caso, los datos indicaron que, en realidad, los 226 asentamientos y aldeas ubicadas alrededor del sitio de La Quemada (Trombold, 1991) no mostraban una tendencia a ocupar posiciones defensivas, por lo que no se considera que esta actitud de ubicarse en puntos altos en el paisaje fuera un rasgo diagnóstico de estas culturas. De igual modo, el sitio de La Quemada, antes visto como una fortaleza, recientemente se ha conceptualizado como un espacio ceremonial, cuyo aprovechamiento de la cima estuvo relacionado con la creación de un importante circuito ritual en donde las calzadas, que conectaban al este con otros sitios, servían para peregrinaciones y ceremonias con las que el paisaje se conceptualizaba como sagrado (Medina, 2000).
El estudio de Macías (2009, 2011), en la cuenca del río Verde-San Pedro, también arrojó información que refuerza la "tendencia" de ubicar asentamientos en puntos altos en el paisaje. Macías utilizó los datos provenientes de las investigaciones en el valle de Lagos de Moreno efectuado por Araiza (2000), los cuales incluían una muestra de 124 sitios con arquitectura, materiales de superficie, lítica y cerámica. La cronología que Araiza le asigna a esta ocupación comprende desde los años 450-500 hasta 650-900 d.C. (Tabla 1).
Los datos fueron analizados mediante un Modelo de Elevación Digital (MED) en Arc Gis, para medir el grado de accesibilidad del terreno en el que se situaban los asentamientos (Macías, 2009). De estos 124 sitios, únicamente 20 ocuparon una posición en las cimas de los cerros, lo cual les conferiría una intención defensiva; sin embargo, esto significa que sólo 16% del total de los asentamientos muestra dicha particularidad (Tabla 2).
Una muestra de 24 sitios ubicados en la vertiente norte del río Verde, a sólo 40 km al norte del valle de Lagos de Moreno, fueron analizados con mayor detenimiento (Figura 2); ahí se estudió el predominio visual, intervisibilidad entre sitios, pendientes pronunciadas que dificultaran el acceso, ubicación exclusiva en las cimas de cerros aislados, presencia de muros que bloquearan accesos, se rastrearon muros perimetrales así como fosas; con la finalidad de establecer si su emplazamiento obedeció a causas relacionadas con enfrentamientos y conflictos (Macías, 2009).
En este caso, de los 24 sitios analizados, sólo siete presentaron algunos de estos elementos, constituyendo 29% de la muestra con potencial para la defensa efectiva ante ataques de otros grupos. Así, los resultados sintetizados en la Tabla 1 sugieren que el emplazamiento de sitios sobre las cimas de mesetas y cerros aislados en las regiones Centro-Norte de Mesoamérica no fue en realidad una tendencia. Esto obligaría a revisar aquellas hipótesis que señalan la predominancia de conflicto y guerra en estos territorios durante el periodo Epiclásico.
Sin embargo, los resultados hasta el momento arrojan más interrogantes, ya que si los sitios que estaban ubicados en las cimas o en cerros aislados no eran necesariamente defensivos, entonces ¿a qué obedece la construcción en estos espacios?
Antes de continuar con el análisis es necesario destacar lo siguiente sobre los asentamientos ubicados en la vertiente del río Verde-San Pedro: hacia el norte de Los Altos de Jalisco (valle de Aguascalientes), los sitios arqueológicos aparecen de manera más dispersa y carecen de la monumentalidad que caracteriza a los emplazados en el sur y en el territorio del Bajío durante el Clásico (Cárdenas, 1999), a pesar de que muchos de los materiales cerámicos son semejantes. Recorridos de superficie realizados en Aguascalientes han permitido reconocer la existencia de aldeas nucleadas y extensas; consideradas sitios multifuncionales; es decir, hay una variabilidad amplia de espacios que no sólo consisten en estructuras habitacionales, sino que además cuentan con amplias terrazas para sostener edificios diversos y actividades agrícolas; otros espacios consisten en discretos complejos ceremoniales (Macías, 2007, 2009).
Un aspecto notable sobre los sitios documentados para este periodo en el valle de Aguascalientes es la gran variación en cuanto a dimensión y extensión que alcanzan algunos. Existen al menos cuatro rangos de jerarquía: el primero sitúa al sitio de Santiago como uno de los más importantes en el valle, ya que alcanza una extensión mayor a las 100 hectáreas (Caretta y Kroffges, 2014). Los sitios que le siguen en importancia (El Jaral, El Zapote, El Ocote) tienen un rango de extensión que va desde las 25 hasta las 60 hectáreas (Macías, 2009; Pelz y Jiménez, 2007). En un tercer rango se ubican sitios con una extensión de entre 3 y 6 hectáreas y, finalmente, el cuarto rango comprende la mayoría de los sitios con extensiones menores a 2 hectáreas (Macías, 2011: 117). Este tipo de comportamiento en el patrón de asentamiento indicaría un grado de jerarquización muy marcado entre estas sociedades en los años 550 y 900 d.C.
Planteamiento y enfoque de estudio
El porqué las sociedades prehispánicas construían sus monumentos en las cimas de cerros y en las montañas es un tópico que ha llamado la atención de numerosos investigadores (Broda, 1993, 1997, 2000; Broda y Montero, 2001; Viramontes, 2005). De acuerdo con las ideas hasta el momento desarrolladas, este patrón de conducta obedeció a la necesidad de usar y apropiarse de los elementos del paisaje, tales como montañas, cuevas, manantiales y cimas, como espacios rituales en donde se plasmaban conceptos y nociones vinculadas con su sistema de creencias o cosmovisión.
En este trabajo queremos dilucidar si la ubicación de los monumentos en las cimas, en la vertiente norte del río Verde-San Pedro, responde a razones más allá de las defensivas como usualmente se ha establecido. Con ello no queremos hacer una separación tajante y radical entre una función u otra en un sitio arqueológico, sino reconocer la multifuncionalidad y propósitos que cumplieron estos espacios. El objetivo final será contribuir al entendimiento de los aspectos de cosmovisión y sacralización del paisaje que las sociedades ubicadas en el mencionado territorio alguna vez manifestaron.
Proponemos que un santuario podría identificarse a partir de la conjunción de elementos tanto naturales como culturales en un paisaje conspicuo, como cerros o mesas aisladas en donde aparecerían asociados edificios o monumentos específicos, manifestaciones rupestres o petrograbados, manantiales, abrigos rocosos, reconocidos como marcas relacionadas con la sacralización de los espacios.
En el presente estudio la escala de análisis de la cual partiremos considerará las características del paisaje en donde los elementos naturales en un territorio han sido apropiados y transformados; así, la asociación de estos elementos naturales con los culturales será un punto de partida para desarrollar nuestro argumento. Para eso estudiamos los conceptos empleados por estudios de arqueología del paisaje, los cuales propugnan por el reconocimiento del entorno como un agente activo en la construcción de identidades, cosmovisión y actitudes de las sociedades (Iwaniszewski, 2011; Thomas, 2001; Tilley, 1994; Vigliani, 2011). Asimismo, la arqueología de paisaje proporciona varias perspectivas que emanan del supuesto de que los grupos humanos tampoco son agentes pasivos inmersos en un ambiente y un espacio ya dado, sino que éste es más que un telón de fondo sobre el que se llevaron las distintas dinámicas sociales del pasado (Anschuetz et al., 2001; Ashmore y Knapp, 1999; Ingold, 1993; Ucko y Layton, 1999).
En este texto, los monumentos se entenderán como estructuras que se erigen con la intención de otorgar significado a los lugares elegidos para vivir; su permanencia recordaría a la gente eventos de gran importancia (Bradley, 2000; Nelson, 2007: 230). Así, los monumentos son anclas en el tiempo, no sólo con el propósito de marcar territorios y señalar momentos de actividades cíclicas, sino para reforzar premisas sociales. Por ello, suelen construirse de materiales duraderos, de tal forma que llaman la atención al destacar en el paisaje. Características como el tamaño, la altura, el color, así como los materiales seleccionados y el diseño contienen cánones manipulados en sus formas para trasmitir un significado entendible para la sociedad que los erigió. De igual manera, la modificación paulatina de los monumentos y los cambios por los que atraviesan implican a su vez transformaciones en sus significados, usos y propósitos; a dicho proceso lo definimos valiéndonos de la propuesta que Nelson expresa como monumentalización (Nelson, 2007: 231 supra).
La construcción de monumentos en cerros aislados ha llamado la atención desde hace tiempo, y genera interrogantes sobre los diversos motivos que condujeron a los grupos humanos para escogerlos como espacios habitacionales y productivos, así como para actividades rituales. En el norte de México, algunos investigadores inclusive han propuesto que llevar a cabo actividades ceremoniales en las partes altas de cerros aislados obedecería al hecho de pensar y concebir estos monumentos naturales como sustitutos de pirámides (Nelson, 2007).
A diferencia de sociedades urbanas de la región nuclear mesoamericana, las culturas de la región Centro-Norte de México no se constituyeron como entidades constructoras de centros urbanos y ciudades; no obstante, el proceso de creación de sus espacios habitacionales y públicos se podría describir mejor como placecrafting (Nelson, 2000: 234).
El término se refiere a una sucesión de actos deliberados con propósitos cambiantes, una práctica basada en la construcción y la remodelación de monumentos sobre largos periodos. Sobre esta idea, los cerros aislados inicialmente serían empleados como un espacio natural sagrado dentro de un circuito ritual y para observación de la naturaleza. Broda señala que la observación de la naturaleza constituía un ejercicio clave para la estructuración del sistema simbólico y la cosmovisión de los pueblos prehispánicos; actividad que consistía en llevar un registro sistemático de los fenómenos naturales con la finalidad de predecir y orientar el comportamiento social de acuerdo con tales conocimientos (Broda, 1997: 53). De esta manera, dichas acciones son relevantes para la comprensión de la función que desempeñan los elementos naturales en la estructuración de las actividades, tanto ceremoniales como cotidianas de los antiguos habitantes del territorio Centro-Norte.
Bajo tal perspectiva, la cosmovisión se entiende como "la visión estructurada en la cual las nociones cosmológicas eran integradas en un sistema coherente" (Broda, 1997: 54). Esta cosmovisión se ha visto reiterada una y otra vez gracias a los registros recopilados por fray Bernardino de Sahagún, quien señala que culturas como los mexicas concebían los cerros y montañas como "si fueran vasos grandes de agua, o como casas llenas de agua" (Sahagún, Historia general 1. CI, 1956 t3: 344 y 345, en Broda, 1997). Otro elemento significativo en la naturaleza es la presencia de cuevas, percibidas como entradas a reinos subterráneos sumergidos en agua y como lugares de origen o entrada a las entrañas de la tierra. Su asociación es entonces aún más importante, ya que los cerros y las cuevas formaban las dos caras de la misma moneda, al vincularse con los ancestros, orígenes y legitimidad de los grupos étnicos (López Austin, 1973, en Broda, 1997: 53).
A las montañas se les rendía culto, dada su importancia, como entidades proveedoras de agua y por ser lugares que controlaban el clima. Se adjudicaba a las deidades, que habitaban en las montañas, el control sobre movimientos telúricos, tormentas, granizo. Su culto generalmente se desarrollaba en momentos específicos, como los cambios de estación y el paso de la estación de secas a la de lluvias (Broda, 1993, 1997).
En la cosmovisión mesoamericana el culto a los cerros y las cuevas tuvo su base material en las condiciones y características del paisaje natural. En palabras de Broda, las características atribuidas a los dioses de los cerros comprendían elementos de observación precisa, como aquella en la cual la lluvia se genera regularmente desde las cumbres de los cerros o el hecho de que las fuentes de agua en numerosas ocasiones son engendradas desde el interior de la tierra. Algunos elementos asociados con el culto a estas entidades se han documentado a partir del registro de estructuras conocidas como santuarios o altares emplazadas en las cumbres de cerros o en faldas de volcanes del Altiplano Central, por ejemplo, el Popocatépetl e Iztaccíhuatl, Pico de Orizaba, La Malinche, entre otros (Broda, 1997).
La importancia de estos rituales no sólo se manifestó en grandes formaciones orográficas, como las descritas, sino también en pequeños cerros ubicados en los alrededores del antiguo lago de Texcoco, con elevaciones no superiores a los 100 metros sobre el nivel del lago, a pesar de ello eran conspicuos. Algunos, actualmente, conocidos como el Cerro de la Estrella, Zacatepetl, Cocotitlán, eran muy visitados por los mexicas para ofrecer ceremonias a los tlaloques (Broda, 1997: 60).
En general, los santuarios se distinguen por la presencia de pequeñas plataformas o patios rodeados de muros, construcciones toscas y amontonamientos de rocas. En ocasiones estos se asocian a afloramientos llamativos de rocas naturales que suelen estar tallados con petroglifos, maquetas y pocitas. La presencia de estos santuarios localizados en conjunto con petrograbados y otros elementos, de acuerdo con Broda (1997), formaban parte de un paisaje ritual que los mexicas tomaron al conquistar a otros grupos étnicos de la cuenca. Este paisaje ritual articulado se entendería como un "circuito ceremonial".
La finalidad de tales santuarios se ha propuesto como parte de un sistema de creencias arraigado en las sociedades mesoamericanas, no sólo en las mexicas, cuyo objetivo se centraría en rendir culto a la fertilidad, a la tierra y a la petición de las lluvias.
Sobre el arte rupestre
La asociación de sitios con arquitectura y manifestaciones rupestres, tanto en pintura como en grabado, ha cobrado relevancia a partir de recientes estudios que han resaltado el papel del paisaje en la interpretación del arte rupestre (Chippindale y Tacon, 1998; Chippindale y Nash, 2004; Quinlan y Woody, 2003). Los estudios sobre pintura rupestre y petrograbados, desde el enfoque de la arqueología del paisaje, cobraron auge en la década de los noventa. En ese momento emergió una nueva generación de autores, quienes propusieron que las manifestaciones rupestres, al estar fijas en un lugar, se constituirían como marcas nodales en el paisaje sagrado, y que su localización no sería por lo tanto azarosa (González-Leos, 2010). De esta manera, la presencia de arte rupestre sobre espacios específicos en la naturaleza tales como montañas, rocas prominentes, cuevas y abrigos rocosos, cascadas, nacimientos de agua, conformarían parte de un discurso visual que estructuraría un territorio (Viramontes, 2005). Siendo también estos espacios santuarios o lugares en donde se realizaron rituales con un profundo significado en cuanto a cosmovisión y observación de la naturaleza.
La recurrente asociación de las pinturas rupestres, tanto a cuevas como a frentes rocosos, también podría relacionarse con la existencia de mitos recuperados en algunas etnias como las otomí y huichol (Neurath, 2008; Viramontes, 2005). Por ejemplo, el culto a los cerros, efectuado por grupos otomíes, se vinculaba con el culto al agua, al considerar a éstos como los espacios en donde las nubes se forman de manera recurrente, otorgándoles así un carácter sagrado. Asimismo, los cerros y las rocas que los conforman son también concebidos como espacios en donde residen los ancestros, quienes en tiempos remotos fueron transformados en piedra. Así los ancestros aún vivirían en este mundo, representados como rocas, manantiales o lagunas, mientras que el arte rupestre serviría como un indicador de los rituales generados a estas entidades por parte de los antiguos grupos mesoamericanos.
Resultados de la investigación
Los resultados que indican la presencia de estos rasgos se resumen en la Tabla 3, en donde se observa que de la muestra de 24 sitios de la vertiente norte del río Verde-San Pedro, diez mostraron varios de los elementos propuestos para indicar la existencia de espacios destinados a las actividades rituales en el interior de los asentamientos. Es importante señalar que en virtud de que los sitios también cuentan con otro tipo de edificios que debieron cumplir funciones no ceremoniales, sino productivas, habitacionales y económicas, se reconocen como multifuncionales; por lo tanto, resaltar los siguientes atributos no significa que no se hayan ejercido otras actividades.
Altares
El altar es, sin duda, uno de los rasgos más significativos y predominantes en la muestra (Figuras 3 y 4). Éste se caracteriza por la presencia de recintos de modestas dimensiones en donde se desplanta un pequeño montículo, que no suele ser mayor al metro y medio de altura. Los edificios están construidos con rocas de riolita careada, material abundante en la región. Excavaciones en sitios como El Ocote y La Mesilla indican que las rocas estuvieron unidas por una argamasa compuesta de arcilla y fibras, que debió tener un enlucido de lodo secado al sol, sin ser claro el uso de cal o estuco para su recubrimiento (Fernández, 2009; Pelz y Jiménez, 2007). En algunos casos, sino es que en todos, los montículos muestran evidencias de pequeños escalones orientados al Poniente y al Oriente, y en sitios como El Jaral y La Mesilla se hallan delimitados por una banqueta de baja altura que encierra un pequeño patio cuyas dimensiones internas rondan los 10 x 10 metros. En El Jaral se destaca una calzada delimitada por grandes rocas sin carear, que a manera de pasillo conecta este espacio hacia el sur, donde se ubican otras terrazas y conjuntos habitacionales.
Cuevas
Abrigos rocosos o cuevas se han encontrado en algunos de estos asentamientos; algunas se formaron por el derrumbe de las grandes rocas basálticas o riolíticas que componen la cima de estos cerros, cuyos espacios fueron aprovechados en ocasiones para plasmar pinturas rupestres en su interior. Sin embargo, no en todos los sitios se registraron cuevas ni en todas las cuevas encontramos pintura rupestre. Por ejemplo, en el sitio de La Mesa de los Montoya se registraron tres cuevas: Montoya, Martín e Indios; las dos primeras, formadas por la erosión antigua de roca de travertino. En estas sólo encontramos evidencias de ocupación humana y posiblemente hayan sido utilizadas para fines funerarios, ya que en una (Montoya) localizamos restos óseos humanos, así como puntas de proyectil y fragmentos de vasijas. Desafortunadamente, la cueva había sido saqueada. Por el contrario, del lado poniente, la cueva de los Indios de muy reducidas dimensiones y difícil acceso, contiene pintura rupestre con motivos antropomorfos y abstractos, plasmados en color negro. Otros sitios con abrigos rocosos fueron: La Mesilla, Las Negritas, Las Iglesias y La Presa.
Pintura rupestre
Las manifestaciones rupestres son un rasgo que distingue la intención de grupos humanos por marcar su paso en un lugar específico. En este caso, la asociación espacial de pinturas rupestres con estructuras es muy evidente como para ignorarlas. En la mayoría de los casos, los motivos rupestres se encuentran en la parte baja de las mesas, en la base, de donde se desplantan las grandes columnas de roca basáltica que conforman las cimas planas de los cerros. Los paneles con estos elementos suelen ser muy complejos y ricos en motivos e iconografía, como sucede en el sitio de El Ocote; dichos motivos se ubican en un frente rocoso que ve hacia el poniente, y en la parte inferior de este frente rocoso se han documentado numerosas y extensas terrazas habitacionales (Valencia, 1992). En otros casos, como en el cerro de La Presa, tanto el abrigo como la pintura rupestre son pequeños y discretos. Los colores predominantes suelen ser rojos, ocres, naranjas y negros. Los temas suelen representar personajes zoomorfos, antropomorfos y algunos geométricos y abstractos. Otros sitios en donde se registraron pinturas rupestres fueron Las Negritas, cueva de los Indios, La Mesilla, La Presa y Las Iglesias (Fotos 1 y 2).
Petrograbados
Son incisiones hechas sobre la roca a partir de diversas técnicas, ya sea punteado por medio de cinceles de roca o por medio del raspado o abrasiones. Para algunos autores, los petrograbados (Viramontes, 2005), a diferencia de la pintura rupestre, usualmente se relacionan con sociedades agrícolas, en virtud de que son numerosos los casos en donde representan motivos acuáticos como serpientes o maquetas de arquitectura en rocas aisladas o afloramientos rocosos. No obstante lo anterior, no significa que sociedades de cazadores recolectores no hayan hecho petrograbados; ejemplo de ello se aprecia en sitios de Coahuila y Nuevo León (González, 2003; Murray, 2007). De manera específica, en lugares del norte de México, como La Quemada, Plazuelas y El Cóporo, se han documentado petrograbados que muestran puntos, líneas onduladas, pocitas o maquetas asociadas a estos importantes centros ceremoniales (Torreblanca, 2000, 2007; Castañeda, 2007). Este caso no es la excepción, ya que en los sitios de El Zapote, El Jaral y Mesa de Los Montoya, registramos numerosos petrograbados asociados de forma clara a espacios tanto habitacionales como ceremoniales. En los casos de El Zapote y El Jaral, los petrograbados consisten básicamente en pocitas de dimensiones muy regulares (10 cm de diámetro por 12 cm de profundidad) hechas sobre afloramientos rocosos o sobre pequeñas rocas aisladas a manera de mesas. Asociados a estas pocitas, regularmente se registraban también pequeños puntos tallados sobre la roca en donde las pozas aparecían. La situación del cerro de Los Montoya es diferente, ya que en su ladera sur, antes de llegar a la cima en donde se ubican las estructuras, los petrograbados suelen ser más complejos y abstractos. Aparecen directamente sobre los afloramientos y están dispersos sobre una gran área que cubre más de una hectárea de extensión. Posiblemente, había construcciones habitacionales o terrazas asociadas a los mismos, sin embargo, actividades recientes de cultivo y ganadería han mermado su estado de conservación (Foto 3 y Figura 5).
Manantiales
Este es un elemento significativo para la concepción de los espacios sagrados, ya que los cerros con este tipo de elementos suelen ser concebidos como lugares generadores de agua. En nuestras exploraciones pudimos documentar algunos manantiales asociados a estas cimas; la mayoría de ellos están secos o han sido modificados por obras hidráulicas modernas para continuar con el aprovechamiento del líquido que emana de ellos. Cabe resaltar que los escurrimientos (ahora intermitentes) formados desde este conjunto de cerros al pie de la Sierra del Laurel y Sierra Fría son tributarios del río Verde-San Pedro. Su relevancia debió ser notada por sus habitantes originales al contemplar a los cerros como proveedores de abundante agua y lugares generadores de las nubes que producirían las lluvias necesarias para la agricultura. Aunque su presencia no fue una constante, sí se detectó en cuatro sitios: La Presa, Las Negritas, Montoya y El Ocote.
Mesetas o cimas aisladas
Finalmente, este es uno de los aspectos clave para la definición de estos lugares como santuarios. La provincia fisiográfica de la Sierra Madre Occidental y de la Mesa Central muestra una diversidad de topoformas muy características, en las cuales los cerros denominados como mesetas cumplen un papel destacado. Los cerros consisten en formaciones geológicas cuyo origen se remonta a antiguos eventos volcánicos. Los procesos de enfriamiento, aunado con una erosión continua y constante produjeron que las rocas volcánicas se desprendieran gradualmente, dejando sus cimas despejadas y circunscritas por basaltos columnares que agrupadas coronan la cima. Las elevaciones de estas mesas sobre el nivel del suelo, por lo general, rondan los 100 metros en promedio y el acceso a su cima suele ser restringido o limitado, tanto natural como culturalmente.
Ciertamente, existen sitios que fueron ubicados en otro tipo de terreno, ya sea laderas de cerros, entradas a cañadas, llanuras o márgenes de ríos; sin embargo, la muestra de los diez sitios descritos sugiere que la selección por este tipo de topo-formas se hizo estableciendo criterios claros sobre las cualidades de los lugares para ser empleados como espacios rituales y habitacionales. Como se discutió, es muy probable que estos cerros aislados, además de entenderse como entidades generadoras de agua, fueran apropiados para representar metafóricamente pirámides o montañas sagradas; mientras que los altares en su cima cumplirían el papel de receptores de ofrendas y otros objetos durante procesiones y peregrinaciones hacia estos cerros (Fotos 4 y 5).
Comentarios finales
En este texto mostramos cómo los antiguos habitantes de la porción Centro-Norte de México, entre 600 y 900 d.C., erigieron espacios dedicados a efectuar los rituales necesarios de acuerdo a su cosmovisión. Usualmente se tenía la idea de que los edificios construidos en las partes altas de los cerros cumplían con funciones estrictamente defensivas, y con ello era consecuente deducir un escenario de violencia y conflicto entre los grupos que habitaron la frontera septentrional mesoamericana.
Del mismo modo, proporcionamos algunos conceptos y evidencias que indican que, si bien la defensa pudo ser una preocupación para algunos de estos grupos, en realidad el patrón de asentamiento en la vertiente norte del río Verde y Los Altos de Jalisco es más complejo como para encajonar simplemente a todos los sitios como fortificaciones.
La presencia no casual de elementos naturales y culturales con profundos significados (cuevas, pinturas rupestres, petrograbados, altares y ojos de agua asociados a los cerros) indican que el lugar fue relevante para consignar estos espacios para la construcción de edificios habitacionales y ceremoniales. Aunque son preliminares las observaciones anteriormente vertidas y la escala de estudio fue muy amplia, esperamos que investigaciones posteriores nos permitan afinar nuestras hipótesis y avanzar en el conocimiento de la vida ceremonial y ritual de los antiguos habitantes de la región Centro-Norte de México.