El agronegocio ha venido profundizando su poder sobre el sistema alimentario globalizado. En un periodo de 40 años han ingresado de forma masiva empresas transnacionales al sector agrícola, han sido compradas pequeñas y medianas empresas semilleras y se han realizado fusiones entre grandes compañías (Howard, 2018). Tres fusiones corporativas concentran el dominio sobre el sistema: Monsanto/Bayer, Pioneer/Dow DuPont -ahora conocida como Corteva Agriscience- y Syngenta/Chem China. Estas grandes empresas dominan el 62% de semillas industriales, el 70% de la industria de los agroquímicos y el 90% de las semillas transgénicas (Mooney, 2018). El fenómeno de monopolización ha incluido dentro de su repertorio de acciones el establecimiento de derechos de propiedad intelectual y la creación de patentes, con lo cual se criminaliza a los agricultores/as por guardar e intercambiar semillas. Asistimos a un proceso de mercantilización y cercamiento de las semillas para la agricultura, que ha sido denunciado por distintos movimientos sociales en distintas partes del mundo, por vulnerar los derechos campesinos, violar el derecho a una alimentación sana, diversificada y soberana, disminuir la base genética de especies y afectar gravemente la agrobiodiversidad del planeta (LVC, 2015; Oakland Institute, 2017).
La monopolización y privatización de las semillas ha sido interpretada como parte de lo que David Harvey (2014) ha denominado “acumulación por despojo”: una fase característica y particularmente cruel del neolibera lismo, en la que los bienes comunes de los pueblos se privatizan y entran a valorizarse en los circuitos globales de acumulación del capital. El caso de las semillas es ilustrativo de cómo las corporaciones están sustrayendo el patrimonio biocultural del campesinado para lucrar con él. Debe recordarse que las semillas son la base y el punto de partida de todo el sistema alimentario, por lo que su control es estratégico para dominar el resto del sistema (García-López et al., 2019).
El caso del maíz en México es particularmente relevante, dado que el país es centro de origen (Matsuoka et al., 2002) y el maíz es base de la dieta de su población. En la actualidad, cerca de 75% de las plantas de maíz provienen de semillas de variedades tradicionales conservadas por 2.9 millones de hogares campesinos, mientras que sólo el 25% restante es de origen comercial (Orozco-Ramírez et al., 2017). Se calcula que existen 60 razas de maíz y un millar de variedades tradicionales, las cuales han sido domesticadas, mejoradas y diversificadas por los pueblos indígenas mesoamericanos a través del sistema milpa (Boege, 2008). El maíz en México no sólo es la base de la agricultura campesina y el cultivo principal del país, sino también es un dispositivo simbólico que aglutina la identidad nacional, las relaciones entre las comunidades y sus territorios, y un elemento inmaterial en el que se articula un entramado complejo de significados, historias, saberes y culturas, que atraviesan la historia de los pueblos mesoamericanos durante milenios.
Como veremos, las amenazas para el maíz en México se remontan a 1950, pero es a partir de 2001, con la publicación de diversos artículos científicos (Quist y Chapela, 2001; Ezcurra, Ortiz y Soberón, 2002; Cleveland et al., 2005) que evidenciaron la contaminación genética del maíz por transgénicos, y en 2005, con la promulgación de Ley de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados, cuando un movimiento social se aglutinó organizadamente en torno a su defensa. Estos acontecimientos desencadenaron un levantamiento de resistencia sin precedente en el país, consolidado en 2002 en la Red de Defensa del Maíz y en 2007 en la camp ña Sin Maíz no hay País (Toledo y Barrera-Bassols, 2017). El movimiento denunció que el ingreso ilegal de los transgénicos al país podría convertir en delincuentes a las víctimas de la contaminación, o a todos aquellos que resembraran sin saberlo las semillas patentadas por las corporaciones, y que la contaminación significa afectar el reservorio genético natural del cereal más importante a nivel mundial (Villa et al., 2012).
El movimiento por la defensa del maíz en México sirvió además para rechazar la contaminación de otros cultivos y sistemas productivos; denunciar los impactos de los agroquímicos asociados con la salud humana y ambiental; impugnar la entrega de semillas “mejoradas” por parte de los programas de gobierno; cuestionar los componentes de los alimentos procesados, así como reivindicar al maíz como un patrimonio material e inmaterial común de los pueblos indígenas y campesinos (Villa et al., 2012). El movimiento, compuesto por organizaciones indígenas, campesinas, civiles, culturales y de la comunidad científica, se convirtió en un caso icónico en el mundo de resistencia frente a la acumulación por despojo, al haber puesto ante la opinión pública el rechazo popular a la biotecnología transgénica y la agricultura industrial basada en monocultivos y uso intensivo de agroquímicos.
Este movimiento social de dimensión nacional ha sido documentado y estudiado profusamente de diversas formas. Algunos trabajos han profundizado sobre la importancia del maíz como base de la cultura en México (Esteva y Marielle, 2003; Barkin, 2002; D’Alessandro y González, 2017). Otros han investigado los peligros de los transgénicos para la diversidad, la milpa y el modo de vida campesino (Álvarez-Buylla, Carreón García y San Vicente-Tello, 2011; Álvarez-Buylla y Piñeiro Nelson, 2013). Otros han descrito las luchas sociales contra los Organismos Genéticamente Modificados (OGM) (Marielle y Peralta, 2007, 2011; Fitting, 2010). Existen documentos que han discutido la articulación del movimiento social (Perelmuter, 2009; San Vicente-Tello y Morales-Hernández, 2015; Ribeiro, 2016; Pardo, 2017), mientras que otros han examinado su resonancia internacional (De Ita, 2012; Vera-Herrera, 2014). Algunos más se han concentrado en estudiar las normativas del Estado en contra del maíz nativo (Ortega-Villegas et al., 2018; Espinosa- Calderón et al., 2014). En los últimos años, hay un esfuerzo por compilar las narrativas sobre los maíces nativos en el campo mexicano (Sánchez y Hernández, 2014; San Vicente-Tello y Mota, 2018). Todos estos trabajos han ayudado a mejorar la comprensión de este proceso, así como a influir en las acciones estratégicas que el movimiento ha llevado a cabo hasta el presente.
En este artículo nos interesa explorar la conformación de resistencia a la entrada de maíz transgénico en México desde la noción de redes, complejidad y auto-organización. Consideramos que esta perspectiva teórica ayuda a visualizar la arquitectura y el funcionamiento de un movimiento de esta naturaleza, y abonar a la comprensión de otros procesos de resistencia frente al despojo en otros contextos. Planteamos que el proceso puede pensarse como una red que ensambla agentes muy diversos, a varios niveles y diferentes dimensiones, y que ese diseño implica la construcción de un tipo de poder social no definido por estructuras jerárquicas y lineales (Toledo, 2015), sino que opera a través de nodos descentralizados y policéntricos. Mostramos que estas relaciones no son estáticas, sino que tienen un amplio dinamismo, generando convergencias entre diversos agentes como la academia, organizaciones de base social, cooperativas solidarias, iniciativas de la sociedad civil, entre otras. La experiencia de la defensa del maíz en México constituye un ejemplo de un movimiento social auto-organizado en una estructura multiescalar, multiactor, multiestratégico y multiterritorial, que actúa de forma dinámica siguiendo lógicas que emergen a través de los códigos creados por los mismos involucrados.
Este artículo no se propone controvertir, debatir o proponer una mirada contrastante con otras interpretaciones sobre la defensa del maíz en México, sino enriquecer la amplia discusión que sobre el tema ha aparecido en distintos medios académicos en los últimos años. El objetivo es ofrecer un marco analítico desde el paradigma de la complejidad para comprender la historia del movimiento y las estrategias colectivas emprendidas entre los años 2001 y 2021 para resistir a los intentos de monopolización y privatización del maíz en el país. Además del análisis de las acciones políticas y jurídicas a escala federal, examinamos tres experiencias colectivas representativas que ayudan a comprender la forma de actuación del movimiento, y abrimos algunas discusiones sobre el uso del marco analítico de la complejidad para el estudio de los procesos colectivos en contra del despojo de las semillas.
Complejidad y movimientos sociales
En los últimos años ha surgido la necesidad de interpretar la realidad social a través de las lentes del paradigma de la complejidad (Turner y Baker, 2019; Anzola, Barbrook y Cano, 2017; Byrne, 1998): una forma de ver el mundo que cuestiona el cientificismo positivista e introduce una visión holística enfocada a entender las propiedades que surgen de las interacciones entre las partes, los procesos emergentes y los patrones de organización (Urry, 2005; Capra y Sempau, 1998; Waldrop, 1993). Los estudios de la complejidad, principalmente usados en física, matemáticas, química, biología y ecología, están siendo recientemente apropiados cada vez más por las ciencias sociales, para comprender fenómenos diversos, incluyendo el análisis de los movimientos sociales (Goldstone, 2015; Chesters y Welsh, 2005, 2006; Escobar, 2004; Buechler, 1995; Santos, 1992). Aunque existen muy pocos estudios de esta temática desde la teoría de la complejidad, categorías como auto-organización (Skår, 2003; Gilbert et al., 2015), no-linealidad (Guevara, 2015), imprevisibilidad (Bruun, 2013), caos, atractores, no-jerarquía, redes (Diani, 2013), retroalimentación, emergencia (Chesters, 2007), bifurcaciones, entre otros, podrían llegar a ser clave en la comprensión y análisis de los movimientos sociales (Escobar y Osterweil, 2009), en la medida en que ayudan a entender los ensamblajes complejos entre múltiples nodos que se configuran en el activismo político (Rocheleau y Roth, 2007).
En efecto, el diseño que han venido constituyendo los actores organizados frente a los procesos desterritorializantes de la globalización neoliberal, obedecen a una lógica que bien puede pensarse desde el rizoma de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1998). La antigua forma de estructurar la organización política a través de partidos, sindicatos y otras organizaciones formales -más parecida a la metáfora arborescente-, está dando lugar a procesos de organización social autónomos, descentralizados y horizontales, en los cuales no existen inteligencias centrales planeando y ordenando acciones, sino que ellas emergen a través de las relaciones de los diversos actores. Lo que está surgiendo en la práctica social de los movimientos que se oponen a la acumulación por despojo se parece más bien a procesos que van hacia los lados, que surgen en los múltiples “abajos” y que extienden sus brazos de manera rizomática, creando inteligencias en red. Esto corresponde, como dice Arturo Escobar (2003), a un tipo de arquitectura no sujeta a controles centralizados, en la que fluyen ideas, saberes e información, y se crean circuitos de aprendizajes colectivos, dando espacio a la creatividad, al permitir la irrupción de acciones que no están dominadas por ningún actor central.
Estas entidades colectivas surgen de la interacción social entre distintos actores con diversas características. Motivados por un antagonismo común frente a alguna privación que les impide asegurar de forma independiente su propia reproducción material y simbólica, estos agentes se van entrelazando de forma espontánea entre ellos, conformando un sistema dinámico y heterogéneo, cuyo funcionamiento se explica por los flujos intensos de interacciones sociales. Son agrupaciones que se organizan en relación con una amenaza específica, creando una estructura cuyas propiedades emergentes no provienen de sus integrantes individuales, sino que son producidas por las interacciones dinámicas entre los diversos actores que la componen.
Los movimientos sociales opositores al despojo están resistiendo a través de una organización no-lineal y emergente, desafiando, a través de estos diseños, las fuerzas homogenizadoras y estandarizantes del agronegocio, por medio de procesos endógenos no-jerárquicos y ampliamente descentralizados (Val et al., 2019; Giraldo, 2018; Rosset y Martínez, 2012). Se trata de movimientos que, con frecuencia, se encuentran enraizados multiterritorialmente, es decir, están arraigados en territorios concretos (Rocheleau y Roth, 2007), pero que amplían su alcance de resistencia frente a alguna amenaza al conectarse con otros territorios, conformando entre todos una lucha común -La Vía Campesina es un caso clásico de esta forma de organización-. De esta manera van creándose ecologías emergentes, materiales y simbólicas, en un entramado de luchas multisituadas que emergen en red, actuando desde múltiples lugares, y auto-organizándose en una macroestructura inteligente que funciona en forma de enjambre.
Es importante mencionar que, si bien es cierto que estas redes funcionan de manera horizontal, también lo es que la auto-organización se conjuga con ciertas centralizaciones. En realidad, en todo movimiento hay una combinatoria entre elementos diversos, donde coexisten jerarquías con elementos descentralizados (De Landa, 2011). Hay una especie de fuerza de gravedad adecuada en las redes, donde el dinamismo es posible. Cuando tienden a la excesiva centralización se anquilosan, pero cuando carecen de algún tipo de componente jerárquico, pueden llegar a dispersarse. Como aseguran Michael Woods et al. (2013) -siguiendo las metáforas deleuzianas y guattarianas-, es necesario comprender que las formas rizomáticas y arborescentes del ensamblaje político coexisten, y que en no pocas ocasiones las líneas de fuga que producen el ensanchamiento rizomático de los movimientos sociales no escapan del todo a la forma arborescente de ciertos aspectos los mismos movimientos y del Estado. La clave es que los componentes jerárquicos no dominen sobre los componentes horizontales, y que más bien exista una mezcla de múltiples acciones cooperativas que vayan creando amplia dispersión del poder, según los códigos establecidos por la misma red, evitando así concentraciones de poder en nodos específicos.
Lo que nos interesa argumentar es que este marco de análisis resulta particularmente útil para interpretar el movimiento de defensa de maíz en México, en la medida en que, como veremos a continuación, es un proceso auto-organizativo y rizomático, en el que elementos diversos se embonan para resistir ante el paulatino avance del despojo realizado por el agronegocio, mediante herramientas tecnológicas, jurídicas y políticas.
Breve historia de la disputa por el maíz en México
En la década de los años cuarenta, la investigación agrícola en México fue influida por las ideologías del fordismo y la cooperación internacional. El establecimiento de la Oficina de Estudios Especiales (OEE) derivó en el primer programa agrícola cooperativo en América, el cual funcionó con apoyo económico e ideológico de la Fundación Rockefeller en convenio con la Secretaría de Agricultura y Ganadería (Jiménez, 1990). Con el acompañamiento de científicos de Estados Unidos, empezó la modernización de la agricultura nacional, mediante el impulso de semillas mejoradas, la promoción de agroquímicos y la mecanización (Astier Calderón et al., 2015; Ceccom, 2008). Este primer gran proyecto científico y tecnológico vio sus frutos a finales de la década de los años cuarenta. En 1950 ya se habían liberado 23 variedades de maíz, 10 de trigo y tres de frijol (Ayala-Garay, 2006, en Luna Mena et al., 2012). Estas investigaciones científicas realizadas en México fueron pioneras para la llamada revolución verde. Apoyados por la Fundación Rockefeller, la OEE, el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (CIMMYT) y el Grupo Consultivo para la Investigación Agrícola Internacional (GCIAR), desarrollaron biotecnologías para el trigo y la recolección de germoplasma de maíces nativos. Para ello fue fundamental la intervención del Estado, el cual desplegó instituciones, comités y programas para el fomento de la ciencia y la tecnología.
La Ley sobre la Producción, Certificación y Comercialización de Semillas (LPCCs), promulgada en 1961, fue la primera iniciativa jurídica en el país para avanzar en la modernización agrícola y la promoción de las semillas certificadas (Ortega-Villegas et al., 2018). A esa herramienta legal se sumó la creación del Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas (INIA), posteriormente renombrado como Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP), encargado del mejoramiento genético de las semillas, así como de la Productora Nacional de Semillas (Pronase), responsable de la producción comercial de semillas híbridas y otras variedades (Espinosa-Calderón et al., 2014; Luna Mena et al., 2012). Las décadas de los años sesenta y setenta fueron un periodo para que algunas empresas privadas en México establecieran un imperio a través de la venta de agroquímicos, maquinaria agrícola y otros insumos relacionados con la revolución verde, lo que les trajo una apertura para la venta de semillas de variedades “mejoradas” provenientes de la investigación privada y de empresas semilleras. La presión ejercida por este sector económico derivó en varios cambios en las normas para flexibilizar la comercialización y producción de semillas y al mismo tiempo fortalecer la investigación privada (Luna Mena et al., 2012; Ortega-Villegas et al., 2018).
Ese proceso de industrialización de la agricultura empezó a crear enconadas críticas. Sobresalieron las voces del agrónomo Efraím Hernández Xolocotzi y el antropólogo Ricardo Bonfil Batalla, quienes, en contra de la fiebre modernizadora de aquellos días, reivindicaron el valor del conocimiento indígena y campesino, y resaltaron la importancia del maíz y la milpa como sustento de los conocimientos locales y parte esencial de la cultura mesoamericana (Astier Calderón et al, 2015). En los años setenta también hubo crecimiento de distintos movimientos rurales y de la agricultura ecológica, la cual progresaba en oposición al modelo agroindustrial promocionado por el Estado en connivencia con las empresas transnacionales. La década de los años ochenta fue testigo de un proceso fundante para el movimiento de activismo por el maíz. Muestra de ello es la exposición inaugural El Maíz, Fundamento de la Cultura Popular Mexicana, del Museo Nacional de Culturas Populares, en 1983.
El régimen neoliberal de los años noventa en México agudizó su ofensiva en torno a la acumulación por despojo. Tres acontecimientos fueron clave para la desposesión del maíz: 1) la nueva Ley de Semillas de 1991, la cual eliminó las restricciones existentes para abrir posibilidades de venta y multiplicación en el acceso de nuevos solicitantes a las variedades generadas por el INIFAP y la Pronase; 2) la llamada contrarreforma agraria, que significaba el cese de la titulación de tierras a través del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (Procede), con lo cual se permitía acceder a las tierras por la transferencia de los derechos parcelarios de los ejidatarios al capital privado ya fuera nacional y/o extranjero, y 3) el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el cual abrió mayor campo al comercio internacional y la inversión extranjera, lo que se sumó a políticas encaminadas a privatizar empresas paraestatales, suprimir la mayoría de los subsidios, y reducir la inversión de la mayoría de los programas sociales del gobierno (Bartra y Otero, 2007).
En 1996 se promulgó la Ley Federal de Variedades Vegetales (LFVV), por medio de la cual se regulaban los derechos de obtentor para respaldar y proteger legalmente las semillas híbridas y variedades mejoradas. Aunque la siembra comercial de maíz transgénico no estaba legalizada en el país, desde varias décadas atrás existían híbridos y variedades mejoradas de maíz, así como de algodón y soya transgénica (Clive, 2007). Lo que sí estaba autorizado era la importación de maíz transgénico y, a partir de 1995, el Comité Nacional de Bioseguridad Agrícola (CNBA) había otorgado permiso a 32 zonas experimentales cultivadas con maíz genéticamente modificado en los estados de México, Guanajuato, Nayarit, Sonora, Jalisco y Baja California Sur.
Dos especialistas narran cómo, de forma paralela a las políticas neoliberales, se iniciaba el proceso de auto-organización en alianza con organizaciones internacionales:
Una de las grandes amenazas para México fue el TLCAN; ahí rápidamente vimos el efecto en el campo en muchos niveles. En el 96 se organiza el Foro Nacional por la Soberanía Alimentaria con 350 organizaciones y más de 700 participantes; La Vía Campesina lanza a nivel mundial este movimiento al que pudimos adherirnos y en el cual sentirnos reflejados. En ese año la gran mayoría desconocíamos qué eran los transgénicos, como sociedad civil. Hasta 1998 se empezó a investigar y a hablar en espacios públicos (M1cdMx).
El tema de los transgénicos se conoció poco a poco en las organizaciones mexicanas, en gran parte debido a los contactos de las redes internacionales Greenpeace, RALLT [Red por una América Latina Libre de Transgénicos], grupo ETC, La Vía Campesina y a través de las investigaciones y publicaciones del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (CECCAM). La información y eventos a finales de los noventa lograron que se popularizaran estos riesgos y la situación de transgénicos en el país (H2CdMx).
Ante el crecimiento de solicitudes de experimentación en 1998, el CNBA recomendó establecer una moratoria a la siembra de maíz transgénico, y en 1999 la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sagarpa) puso en marcha una moratoria de facto a la siembra experimental y comercial del grano genéticamente modificado, con lo cual se suspendió la expedición de nuevos permisos. Con la implantación de la moratoria, hubo cambios en la Sagarpa, y el CNBA, creado con una filosofía en torno al “principio precautorio”, fue reemplazado por la Comisión Intersectorial de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados (Cibiogem), cuyos principios, establecidos en el decreto de creación, y hasta el presente, han sido mucho más abiertos a la promoción de las biotecnologías y a los intereses de las empresas transnacionales (Serratos, 2009).
Como ya mencionábamos, en 2001, varios estudios, especialmente el publicado por David Quist e Ignacio Chapela (2001), confirmaron la presencia de maíz transgénico en razas nativas de Oaxaca y Puebla. Aunque en los años noventa en las organizaciones sociales ya se había venido creando conciencia sobre el peligro que representaban las semillas transgénicas para los maíces nativos y la alimentación, el acontecimiento detonador de la articulación de acciones de resistencia fueron los estudios que lograron hacer evidente la transgénesis en el maíz nativo, a consecuencia, probablemente, de la importación de maíz no segregado, la entrega de semillas “mejoradas” por los gobiernos, y la siembra ilegal (Villa et al., 2012). Alarmadas por semejante información, empezaron a conjuntarse fuerzas y a crearse alianzas, que derivaron, a finales de 2001, en el Plan de Emergencia para Detener y Revertir la Contaminación Genética del Maíz Mexicano, un documento firmado por 40 organizaciones y presentado ante la Cibiogem. Ese mismo año hubo una denuncia popular ante la responsabilidad de contaminación a las secretarías de Economía, Agricultura y Medio Ambiente, y la Cibiogem.
Fue precisamente a partir de 2001 cuando el movimiento aceleró su auto-organización en contra del maíz transgénico. Particularmente fue importante la conformación en 2002 de la Red en Defensa del Maíz (2009, párrafo 1), cuya estructura se creó con “300 organizaciones y comunidades indígenas y campesinas, ambientales, de educación popular, organizaciones de base, comunidades eclesiales, grupos de productores, integrantes de movi mientos urbanos, académicos y científicos en México”. Su principal acción fue la declaración, por vía de los hechos, de una moratoria local, comunitaria, regional, en las más de 1 000 comunidades de los 22 estados del país donde tienen presencia, estrategia que ha servido como una protección autonómica desde los territorios, frente a la invasión del maíz transgénico (Villa y Vera, 2012).
El segundo acontecimiento de importancia para la articulación del antagonismo político fue la promulgación, en 2005, de la Ley de Bioseguridad para Organismos Genéticamente Modificados (LBOGM), denominada por el movimiento anti-transgénicos “Ley Monsanto”. Esta herramienta legal, aunque si bien pretendía regular los OGM creando un Régimen Especial de Protección del Maíz, también estableció en su articulado la obligación del Estado de apoyar, fomentar y fortalecer la investigación de OGM (Serratos, 2009). El movimiento denunció que el régimen, en realidad, fue anulado en el reglamento de la ley, y que, en el fondo, el instrumento estaba diseñado a la medida de las transnacionales pues, al no basarse en el “principio precautorio”, servía para ofrecer una vía legal para la comercialización del maíz transgénico. También cuestionó que la ley ofreció nuevas atribuciones a la Cibiogem dejando a esta instancia, de la cual sospechaba, como la encargada de la decisión de liberar cultivos transgénicos (Villa et al., 2012). Otra acción legal que según el movimiento afectaba a la autonomía de los pueblos sobre su maíz, fue la Ley Federal de Producción, Certificación y Comercio de Semillas de 2007. Esta ley obligó a toda variedad -no sólo mejorada sino también nativa- a incorporarse al Catálogo Nacional de Variedades Vegetales (CNVV), lo que implicaba una nueva criminalización para los productores de maíz, en la medida en que estableció los criterios para sancionar a quien produzca y comercialice cualquier clase de variedad por fuera de las cláusulas establecidas en dicha ley (Espinosa-Calderón et al., 2014).
Como resultado de estas afrentas, en ese mismo año, un grupo de organizaciones campesinas, ecologistas, artísticas entre otras, se unieron para la campaña Sin Maíz no hay País, cuyo propósito fue hacer el tema del maíz transgénico un asunto de la agenda nacional. Las actividades fueron la organización de conferencias, conciertos, eventos artísticos en distintas ciudades, marchas, constante presencia en los medios, y la recolección de 500 000 firmas para entregar al Senado de la República. Las demandas de la campaña, entre otras, consistían en sacar al maíz y al frijol del TLCAN, instalar un mecanismo para controlar las importaciones y exportaciones, prohibir la siembra del maíz transgénico, y proteger los maíces nativos mediante la producción agroecológica.
A finales de 2008, se anunció el permiso para la importación de productos que tenían algunas salvaguardas, como el frijol y el maíz; en marzo de 2009, el gobierno mexicano decidió romper la moratoria de facto que existía desde 1999, medida con la cual se había evitado la siembra legal de maíz transgénico en el territorio nacional. El movimiento argumentó que la disposición abría las puertas para el aumento exponencial de la contaminación transgénica, poniendo en riesgo a este cultivo, así como los medios de subsistencia y la soberanía alimentaria de los pueblos campesinos del país. Asimismo, sostuvo que ninguna de las causas que justificaron el establecimiento de dicha moratoria había realmente cambiado. A pesar de que se llevaron a cabo consultas públicas sobre las solicitudes para siembras experimentales o piloto -según lo establecido en el artículo 33 de la LBOGM-, en las que los científicos y diversas organizaciones hicieron comentarios puntuales en un sentido negativo a cada autorización, lo cierto es que de las 327 solicitudes presentadas entre 2005 y 2014, 169 fueron aprobadas; de ellas, 70% para Monsanto y Pioneer, principalmente para siembras en el norte del país (Sandoval, 2017)
En 2012 hubo nuevas presiones para autorizar la siembra masiva de transgénicos. La primera fue la propuesta de minuta de la LFVV, que finalmente fue suspendida por conflictos de interés. Con esa reforma se pretendía que pudieran patentarse variedades y genes, y con ello las empresas podrían exigir el pago de regalías a los agricultores por el uso de su biotecnología -la cual estaría incorporada involuntariamente en su maíz-, e incluso impedir el uso de tierras a los eventuales infractores de los derechos de patente de las corporaciones. La segunda fue la modificación de la Ley de Bioseguridad, que suspendió la opinión vinculante de la Comisión Nacional para el Uso y Conocimiento de la Biodiversidad (Conabio), la Comisión Nacional de Áreas Protegidas (Conanp) y el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (INECC) sobre la emisión de permisos de liberación de OGM.
En julio de 2013, un conjunto de 53 individuos, entre ellos representantes de 20 organizaciones civiles y productores agrícolas y apícolas, científicos/as, investigadores/as, académicos/as, defensores de derechos humanos, artistas, entre otros, presentaron una Demanda Colectiva ante el Juzgado Décimo Segundo de Ciudad de México, estrategia que se convirtió en determinante para la defensa del maíz en México. Gracias a ella se estableció una medida precautoria, que prohíbe a la Sagarpa y a la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) la emisión de algún tipo de permiso de liberación de maíz genéticamente modificado, en cualquiera de las tres fases: experimental, piloto y comercial. Asimismo, se demandó a las empresas transnacionales Monsanto, Syngenta, PHI México y Dow AgroSciences. Aunque estas firmas han presentado 15 juicios de amparo, alegando inocuidad de los transgénicos para la salud de los consumidores, seguridad de su tecnología y la supuesta coexistencia entre maíces transgénicos y maíces nativos, la suspensión hasta la fecha se ha mantenido (Sánchez, 2019).
En el periodo comprendido entre 2013 y 2020, cabe destacar el surgimiento de la Alianza por Nuestra Tortilla en 2018, y sobre todo la llegada a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), lo cual significó que muchos activistas del movimiento -particularmente de la campaña Sin Maíz no hay País- ingresaran como altos funcionarios en el nuevo gobierno. Asimismo, en abril de 2020, el Senado expidió la Ley Federal para el Fomento y Protección del Maíz Nativo, impulsada por el partido en el gobierno, cuyo contenido reconoce al maíz nativo como parte del derecho humano a la alimentación sana, y como patrimonio alimentario y cultural de la nación. La ley además crea el Consejo Nacional del Maíz (Conam) y Bancos Comunitarios de Semillas en ejidos y comunidades. Sus impulsores argumentan que esta ley es fundamental para asegurar la defensa del maíz ante los riesgos de los OGM, agravados con la rectificación del Tra tado México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) -acuerdo comercial que reemplaza el TLCAN, en vigor desde julio de 2020-, y que podría significar que el intercambio libre sea criminalizado al obligar a México a adherirse la Unión Internacional para la Protección de Obtenciones y Vegetales versión 1991 (UVOP91)-, mientras que los detractores dentro del mismo movimiento -particularmente la Red en Defensa del Maíz- cuestionan que la ley no hace explícita la prohibición del cultivo comercial, piloto y experimental del maíz transgénico, expone al maíz a posibles solicitudes de derecho de obtentor y patentes, y ante todo delimita áreas geográficas en las que las autoridades reconocerán dónde efectivamente existen áreas de origen, lo que significa que abre el resto del país al cultivo de los OGM (Ribeiro, 2019, 2020).
La defensa del maíz en México ha sido una lucha articulada durante los últimos 20 años, en la que han participado activistas de muy distintas procedencias, y en la que las acciones jurídicas a escala federal han sido las protagonistas. Sin embargo, en las regiones y los territorios han existido también trabajos colectivos encaminados a defender el maíz nativo mexicano de la contaminación transgénica y del despojo corporativo. A continuación presentaremos tres casos emblemáticos, que muestran con claridad cómo el movimiento ha actuado en las regiones en múltiples frentes de trabajo.
1)La Ley Estatal de Fomento y Protección de Maíz de Tlaxcala
El Grupo Vicente Guerrero es uno de los proyectos más reconocidos en México, por su extensa experiencia agroecológica, su autogestión comunitaria (Boege y Carranza, 2009) y sus acciones con respecto a la defensa del maíz. Se conformó a comienzos de los años ochenta, para afrontar las crisis ambientales, agrícolas y alimentarias del municipio Españita en el estado de Tlaxcala (Ibid.). Es bien conocido por el movimiento agroecológico aquel famoso intercambio realizado entre tres campesinos y una campesina tlaxcaltecos con promotores agroecológicos cachiqueles en Chimaltenango, Guatemala, en 1983 (Holt-Giménez, 2006). Esa visita fue fundamental, pues fue en ese encuentro en el que conocieron la metodología Campesino a Campesino, por medio de la cual pudieron, a su regreso a México, difundir prácticas para la conservación del suelo y del agua, como terrazas con barreras vivas, bordos de contención y rotación de cultivos. Gracias a esas prácticas, hasta el día de hoy puede constatarse la reducción de la erosión en las parcelas, aumento en la protección del agua y mayor producción de maíz y frijol por hectárea (Sánchez y Hernández, 2014; Sánchez y Romero, 2018). Actualmente el Grupo trabaja en 17 municipios del estado de Tlaxcala, organizados en diversos comités de trabajo.
En gran parte gracias al Grupo Vicente Guerrero, Tlaxcala se ha con- vertido es un referente nacional, por la agrobiodiversidad de su territorio -presencia de ocho razas de las 64 que existen en el país (Sánchez y Hernández, 2014)-, por la custodia, intercambio y difusión de variedades de maíces que el colectivo ha liderado, y por la iniciativa de ley que esta organización campesina presentó en 2008 ante el congreso estatal para defender el maíz nativo de la contaminación transgénica. El objetivo de la ley, denominada Ley Estatal de Fomento y Protección de Maíz de Tlaxcala, fue promover el cuidado, la recuperación y conservación de los maíces nativos, a través del reconocimiento de los derechos de las culturas indígenas, el derecho a la salud y el derecho a la alimentación (Medina, 2016).
La ley fue finalmente aprobada en 2011 y se convirtió en un instrumento jurídico referente a nivel nacional, pues fue base de la Ley Federal para el Fomento y Protección del Maíz Nativo de 2020. Se ha constituido en un dispositivo regional que ha articulado distintos agentes en aras de un objetivo común (Ibid.), y en un emblema para el movimiento, al ser la primera ley en contra de los transgénicos impulsada desde la sociedad civil (Boege, 2008). Sin embargo, el instrumento jurídico también ha recibido algunas críticas por parte de actores que ven con menos entusiasmo la institucionalización del discurso antitransgénico y que advierten sobre los peligros que implican las negociones con el gobierno (De Ita, 2012; Boege, 2008).
2)El mejoramiento participativo de semillas criollas y nativas en Yucatán
En septiembre de 2002, el huracán Isidoro ocasionó perjuicios materiales, económicos y ecológicos en gran parte de la Península de Yucatán, incluidas pérdidas cuantiosas de la mayoría de las semillas de la región. Dentro de esta crisis, los Guardianes de las Semillas Káa nán iinájóob, en coalición con Misioneros, A.C. -grupo interdisciplinario que desde 1994 apoya y acompaña acciones en la región-, establecieron un plan de trabajo con el objetivo de rescatar y multiplicar las variedades perdidas después del fenómeno natural. Desde entonces ambos grupos han realizado un trabajo que ha sido ampliamente reconocido, en torno al rescate, mantenimiento y defensa de semillas nativas y criollas, así como en la conservación de la milpa agrícola, que en la región puede llegar a tener una diversidad de 50 especies y 20 variedades de maíz.
En los últimos años, llevan a cabo un proceso de investigación colectiva en la selección y desarrollo de variedades, que ha contribuido a fortalecer y diversificar los sistemas locales de semillas. Este trabajo colectivo comenzó en 2016, con el maíz azul E’juu y sus tres variedades, cuya selección se empezó a realizar a través de tres características deseables: mazorcas grandes, sin daños aparentes por enfermedades y hongos, y buen recubrimiento del holoch -hojas que cubren la mazorca o totomoxtle-. La selección se complementa por cualidades del grosor de la planta y estado, consistencia y sanidad de la mazorca. Hasta el momento hay 10 comunidades participantes, 20 productores que hacen mejoramiento participativo y ocho variedades mejoradas (Avilés, Yah y Chablé, 2019).
La experiencia de mejoramiento participativo de semillas criollas y nativas realizado en estas organizaciones del sur de Yucatán es sólo un ejemplo de este tipo de prácticas realizadas en múltiples territorios del país, ya sea de forma tradicional o de manera intencionada, como forma de resistencia para la defensa del maíz.
3)Las ferias de semillas
Si bien las ferias de intercambio de semillas han sido parte constitutiva de la historia de los pueblos mesoamericanos, en las últimas décadas ha existido un marcado incremento de éstas, así como un aumento de participación no sólo del campesinado, sino de estudiantes, académicos y otras personas interesadas. Estos espacios facilitan el acceso rápido y eficaz a variedades producidas por los mismos agricultores, contribuyen a conservar el patrimonio biocultural y permiten que los campesinos obtengan semillas de buena calidad para garantizar buenas siembras, y que encuentren nuevas variedades para diversificar sus agroecosistemas. Las ferias, además de servir para intercambiar, prestar o vender semillas, son ocasión para dialogar en torno a saberes asociados con las semillas criollas y nativas, difundir las amenazas que enfrentan los maíces por la introducción de maíces transgénicos y aglutinar la lucha política. También son un sitio para la celebrar la agrobiodiversidad, realizar ceremonias rituales, ofrecer gastronomía autóctona, organizar concursos de platillos tradicionales, así como muchas otras actividades que fortalecen la identidad cultural y estrechan la relación campo-ciudad.
Un excelente ejemplo lo constituyen las ferias del maíz y otras semillas realizadas en Tlaxcala por el Grupo Vicente Guerrero. Hasta la fecha se han organizado 22 versiones y se han creado cuatro fondos de semillas, administrados por un comité comunitario, beneficiando a cerca de 1 000 campesinos/as por año. Las ferias son un espacio de encuentro para intercambiar y diversificar maíz, frijol, haba, calabaza, entre muchas otras semillas, con un componente gastronómico ampliamente difundido y reconocido en el país. Otro referente nacional son las ferias de semillas en la península de Yucatán, las cuales acumulan una experiencia de 15 años. En los encuentros se hacen bendiciones desde la espiritualidad maya, se venden e intercambian semillas, se llevan a cabo presentaciones culturales con contenido educativo y de difusión, y se hacen muestras gastronómicas. En 2016 se habían organizado 44 ferias en diversas localidades de la península, la mayor muestra de ferias en una región del país (Dzib, Ortega-Paczka y Segura-Correa, 2016).
Otras estrategias que realizan organizaciones campesinas e indígenas son las múltiples redes de guardianes de semillas, las cuales resguardan la agrobiodiversidad, realizando, entre muchas otras acciones, diagnósticos e inventarios de semillas nativas. También están las casas de semillas, lugares en los cuales los custodios realizan conservación in situ, de modo que el campesinado acceda a la diversidad de variedades y cuente con la posibilidad de hacer mayor cantidad de combinaciones para los distintos ciclos y arreglos agrícolas. También hay que mencionar el esfuerzo autonómico realizado con los trabajos colectivos en torno a la conservación, la defensa y el rescate de semillas de las comunidades zapatistas en Chiapas (Hernández, Perales y Jaffee, en prensa) y en otras regiones donde tiene presencia el Consejo Nacional Indígena (CNI), así como el trabajo de muchísimas otras organizaciones indígenas y campesinas a lo largo y ancho del país.
Tanto las ferias como todas las estrategias anteriormente descritas son espacios políticos por excelencia, en la medida en que muestran cómo, para defender al maíz del despojo corporativo y de la contaminación transgénica, hay que empezar por custodiarlo, sembrarlo e intercambiarlo. La construcción de redes alrededor de este objetivo es la más importante estrategia realizada por los pueblos para la protección de los maíces y para la reapropiación social y cultural del patrimonio milenario de la civilización mesoamericana, como lo describe un campesino parte de la campaña Sin Maíz no hay País:
¿Qué es lo que nosotros estamos haciendo como campesinos de comunidades rurales? Pues entre vecinos: Oye, tú tienes una variedad que veo que se puso muy buena, me gusta, entonces por qué no intercambiamos, yo te doy de mis semillas, o véndeme o préstame tantita semilla, y el año que entra la repongo o te la doy, o te la vendo, o te la vuelvo a recuperar. Entonces, pues si esas empresas logran digamos tener el control, ese registro, pues básicamente a nosotros nos va a afectar muchísimo. Ahorita somos libres, tenemos que seguir de hecho siendo libres, poder intercambiar, prestar, regalar las semillas de nosotros mismos, porque nosotros los campesinos somos quienes hemos ido mejorando las condiciones genéticas de esas semillas nativas criollas: a nadie le hemos dado un quinto para mejorar las semillas, nosotros con nuestra propia mano, con nuestra propia experiencia, lo hemos hecho a través de la transmisión del conocimiento de nuestros ancestros, con los abuelos, los bisabuelos, los hijos y así por generaciones. Es importante remarcar que tenemos que seguir luchando por el mejoramiento y la protección de estas semillas nativas, ¡son de nosotros, y no de una empresa que ni siquiera tiene por qué controlar y contralarnos! (H1Tlax).
Redes, inter-redes y ensamblajes en la lucha por el maíz nativo
La experiencia del movimiento social articulado alrededor de la defensa del maíz nativo en México es ilustrativa del tipo de diseño en red con el que se han conformado algunos de los procesos de resistencia frente a los dispositivos de despojo del capitalismo neoliberal en nuestros días. Como hemos visto, la amenaza de la biotecnología transgénica y el creciente poder de las transnacionales interesadas en controlar las semillas para ampliar sus negocios acabó por catalizar la articulación de un ecosistema en el cual se conectó una variedad amplia de agentes heterogéneos: activistas, abogados, artistas, periodistas, científicos, estudiantes, organizaciones campesinas, entre muchos otros, los cuales se fueron ensamblando de forma complementaria en una red de redes en torno a un interés común. Todas las actividades ligadas, unas con otras, sirvieron a modo de bucle, amplificando la respuesta a distintas escalas, como ocurrió en la Red de Defensa del Maíz y la Campaña sin Maíz no hay País.
En todo el movimiento existió una hibridación de jerarquías relativamente centralizadas -principalmente liderazgos jurídicos y científicos- que operaron en la Ciudad de México y otras ciudades capitales, con componentes horizontales imbuidos en múltiples territorios rurales. Las ferias, las redes de guardianes, las casas de semillas y las articulaciones para el fitomejoramiento campesino son ejemplos de este tipo de estructuras locales. Se trata de redes enraizadas en múltiples territorios (Rocheleau y Roth, 2007) -tanto urbanos como rurales-, con múltiples actores, vinculados en distintas escalas -global, nacional, regional y local-, que, a través de diferentes acciones y tipos de relación, van constituyendo un entramado donde el poder se dispersa y se distribuye de forma dinámica en el tiempo, contraponiéndose así a las corporaciones y a las instituciones estatales y multilaterales aliadas (ver figura 1).
La estructura de la disputa es la de un muy reducido número de corporaciones que mantienen un monopolio de las semillas híbridas y transgénicas -y de los insumos agroquímicos-, en contraposición a un gran número de resistencias geográficamente dispersas. Las grandes empresas presionan al Estado para hacer cambios en normativas, reglamentaciones y leyes, con el fin de proteger la propiedad intelectual corporativa y con ello criminalizar el libre intercambio, compra y venta de semillas (LVC/Grain, 2015). Por el otro lado, la sociedad civil reacciona buscando el veto a estas acciones jurídicas, haciendo campañas de difusión, movilizando a científicos críticos -muchos de ellos a través de la Unión de Científicos/as Compro- metidos por la Sociedad (UCCs)-, diseñando e impulsando herramientas jurídicas de protección, y uniendo a organizaciones campesinas e indígenas. Este antagonismo multiestratégico se entrelaza no por la dirección de un comando central, sino por una movilización descentralizada, espontánea y explícitamente popular, cuyo atractor principal es el encuentro en torno a la importancia material y simbólica de los maíces nativos.
Todos estos actores auto-organizados articulan enunciados comunes en términos de aquello que está en peligro por la acción de las corporaciones transnacionales, sus biotecnologías y la institucionalidad aliada, pero difiriendo con respecto a los modos de acción. En efecto, el movimiento, lejos de ser monolítico, es un espacio dinámico en el que confluyen posturas antagónicas entre quienes defienden estrategias más enfocadas en leyes y la incidencia en políticas públicas, y aquellos que formulan acciones más autonomistas. Específicamente, las asociaciones civiles, los grupos y colectivos que tienen historia con los movimientos campesinos se han unido en dos propuestas distintas: la Campaña Sin Maíz no hay País y la Red de Defensa del Maíz, las cuales, si bien son parte esencial del movimiento, tienen perspectivas muy diferentes en su organización y posición frente al Estado (Pardo, 2017).
Ambos movimientos, como expresa el estudio de Joaliné Pardo, difieren en su composición: mientras la Campaña está conformada por organizaciones campesinas y organizaciones no gubernamentales, las cuales actúan con horizontalidad, la Red tiene un carácter indígena en el que el papel de organizaciones civiles queda supeditado a decisiones de las comunidades en sus asambleas. Las arenas de incidencia también son distintas, pues mientras la Campaña busca incidir en la sociedad civil mediante movilizaciones públicas, eventos sociales y artísticos de denuncia, publicaciones y eventos académicos, así como en las instituciones gubernamentales y en grupos par- lamentarios, los objetivos de la Red, como parte del CNI, son garantizar la autodeterminación de los pueblos y la autonomía, y resistir territorialmente a la entrada de paquetes tecnológicos agrícolas (Pardo, 2017).
A pesar de estas diferencias, vistas en conjunto, es posible asegurar que las redes y las inter-redes policéntricas conformadas para la defensa del maíz en México son una clara muestra de la potencialidad de una red popular en la que miembros muy diversos se interconectan en una arquitectura no-lineal, dando vida a un entramado heterogéneo de relaciones humanas en el que no se impone uniformidad. Las múltiples redes que se ensamblan para llevar a cabo procesos de resguardo, intercambio, fitomejoramiento y muchas otras estrategias colectivas vinculadas con la defensa, la conservación y la recuperación del maíz nativo, enseñan que es posible volver a poner bajo el control social los sistemas locales de producción y reproducción de semillas.
Aunque existen contradicciones y discusiones internas con respecto a ciertas tendencias de algunos liderazgos que tienden a acaparar el poder y centralizar las decisiones, es importante decir que las distintas redes han inventado diversas acciones para evitar la concentración del poder, con el fin de dispersarlo adecuadamente entre las bases. Con aprendizajes, disensos y reacomodos, el movimiento ha logrado, en los últimos 20 años, auto-organizarse en una estructura ampliamente descentralizada, y sobre esa arquitectura en redes e inter-redes han venido circulando flujos de saberes, variedades de semillas, y aprendizajes colectivos en torno a la organización política. Puede decirse que el movimiento por la defensa del maíz en México es un ejemplo de cómo pueden combinarse las potencialidades del conocimiento científico con el activismo político de agentes urbanos como artistas, periodistas o abogados, con asociaciones civiles, colectivos y estructuras organizativas de las bases campesinas e indígenas, las cuales, en común, han logrado enlazar estrategias diversas, estimular interacciones sociales, sistematizar aprendizajes colectivos y generar retroalimentaciones positivas.
Corresponde a un poder social de carácter rizomático, hilvanado por nodos descentralizados ampliamente dinámicos, donde numerosos actores van efectuando múltiples estrategias a diversas escalas, en territorios heterogéneos, pero amalgamados frente a graves amenazas, como la contaminación de los maíces nativos, el riesgo de la criminalización por intercambiar libremente semillas, y la monopolización y mercantilización del mayor patrimonio biocultural de México. A través de una historia compartida de 20 años de existencia, el movimiento ha creado una ecología emergente, policéntrica y multisituada, en la que confluyen acciones políticas convencionales de los movimientos sociales -marchas, acciones legales, difusión en medios de comunicación, foros, entre otras- con interacciones dinámicas de las organizaciones de base, como el mejoramiento genético basado en la experimentación campesina, las ferias/fiestas de semillas o las redes de guardianes.
Creemos que la resistencia de los intentos de apropiación corporativa del maíz en México ha sido tan inventiva, móvil y productiva, como lo es el poder (Foucault, 1998). Un poder social que surge creativo, para aglutinar la correlación de fuerzas necesaria ante la potencia empresarial transnacional y la complicidad del Estado neoliberal. Es a través de las distintas acciones que emergen en el rizoma -hacia los lados y de abajo arriba- como se logra que las estrategias de las firmas que intentan controlar el sistema de semillas, y con él, el sistema alimentario, sean desmontadas. Al ser acciones que se distribuyen estratégicamente por la trama de poder, es más difícil que sean cooptadas. Eso no significa que no existan estrategias del poder para recodificar las resistencias en su propio favor, para resignificarlas, y que en muchos casos logren engullirlas, como podría ser el caso de la controvertida Ley Federal para el Fomento y Protección del Maíz Nativo, aplaudida por Syngenta y Bayer-Monsanto (Ribeiro, 2020). Sin embargo, la configuración de flujos interconectados con otros hace que la resistencia sea más ubicua, más inasible, más invisible a los ojos del poder que intenta dominarla.
La arquitectura que distribuye de forma estratégica el poder en nodos policéntricos y descentralizados hace que las acciones se realicen, en muchas ocasiones, por flujos indeterminados e impredecibles, en composiciones de fuerzas que hacen menos fácil su incorporación funcional al sistema. Juntando una fuerza con otra fuerza, el movimiento y las resistencias mancomunadas han creado una potencia social poderosa que funciona como una red rizomática, lo que ha resultado fundamental para la consecución de varios logros en la defensa del maíz durante estos 20 años de lucha.
En efecto, muchas multiplicidades embonadas entre ellas, con pluralidad de centros y perspectivas, han fundado emergencias dinámicas que se retroalimentan de forma positiva para enfrentar la avaricia de las empresas agrobiotecnológicas.
Conclusión
Para las tres fusiones corporativas que controlan el mercado mundial de semillas, dominar el maíz de México es particularmente importante. Como dice Silvia Ribeiro (2003: párrafo 8), “porque daría el mensaje de que una vez liberados en el centro de origen, los demás países tendrían menos argumentos”. De ahí la relevancia de este proceso, no sólo para México, sino para luchas similares en otras latitudes. Durante todos estos años la disputa se ha fraguado entre una agroindustria para la cual el maíz es un cultivo mercantil, apropiable y manipulable para su beneficio económico, y un movimiento social que lo defiende como un entramado de relaciones humanas y no-humanas fundamental para la reproducción de la vida y la cultura del pueblo mexicano. Esta lucha ha mostrado, con conquistas particulares, que es posible modificar, aunque sea de forma parcial, las relaciones de poder del neoliberalismo contemporáneo. Y para ello no sólo ha servido la resistencia en términos de enfrentamiento y negación de los embates de las empresas y actores aliados, sino que ha sido un proceso permanente de creación, imaginación, invención y enriquecimiento del elemento objeto de la disputa.
La formación de redes para la protección del maíz nativo en México, como hemos enfatizado, puede verse en términos de auto-organización, rizomas, bucles de retroalimentación, no-linealidad, no-jerarquía, emergencia, entre otros, los cuales ayudan a pensar la configuración, la arquitectura y el funcionamiento de los movimientos sociales críticos al neoliberalismo. Esta creación de vínculos horizontales y heterogéneos, que distribuyen el poder por la red de nodos que la conforman, opera en un sentido muy distinto a la fragmentación del tejido social provocada por las lógicas individualizantes del agroextractivismo contemporáneo. Por el contrario, ha sido fundamental para la reconstrucción de la comunalidad desde una perspectiva pluricultural y multisituada, tanto en términos de resistencia como de apuesta política.
El movimiento, sin embargo, se encuentra lejos de ganar la batalla. Aún están por verse las ventajas o desventajas que puede traer la institucionalización del discurso político en algunas dependencias del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, en términos de la cuestionada Ley Federal para el Fomento y Protección del Maíz Nativo o la promulgación en diciembre de 2020 de un decreto presidencial que resuelve revocar y abstenerse de otorgar permisos para liberación al ambiente de semillas de maíz genéticamente modificado y eliminar progresivamente el uso del glifosato. A pesar de que estas iniciativas han sido conquistas de un sector del movimiento, existen discrepancias con otros sectores, no sólo por el contenido de estas herramientas legales sino, sobre todo, porque coexisten con la Ley de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados, la Ley de Producción, Certificación y Comercio de Semillas, así como con otras iniciativas del mismo partido en el gobierno que pretenden otorgar derechos de propiedad intelectual sobre semillas, como la reforma a la LFVV, que busca poner en sintonía la legislación mexicana para cumplir el compromiso de adherirse a la UPOV91, tal como lo disponen trata- dos comerciales celebrados por México como el T-MEC -reemplazo del TLCAN-, el Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y México (TLCUEM), y el Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (CPTPP) (Chapela, 2020; Red en Defensa del Maíz, 2021).
Los peligros para el maíz y otras semillas en México continúan con todo este paquete jurídico, que intenta dar certeza legal a la propiedad intelectual de las empresas, las cuales obtendrían derechos de explotación exclusiva de sus innovaciones tecnológicas hasta por 25 años. Con los derechos de los obtentores de variedades vegetales se estaría, al mismo tiempo, penalizando a todos aquellos agricultores que, sin saberlo, podrían hacer uso de estas variedades privadas como resultado de la contaminación genética.
Aunque con el decreto presidencial parecería que se ha disipado el peligro, con las leyes vigentes, más los nuevos tratados de libre comercio, es posible que las corporaciones hayan ganado terreno ante un eventual cambio de régimen político. Se trata de un riesgo latente que obliga a que el movimiento redoble sus fuerzas, las cuales, como hemos querido mostrar en este artículo, dependen de su capacidad de actuación policéntrica y descentralizada, y de las posibilidades políticas de lucha en una sociedad que se abre en redes: una enseñanza fundamental para la mayoría de los países, aún aletargados ante la ofensiva del capital corporativo y sus estrategias de acumulación por despojo de semillas.