Los estudios sobre la educación en el régimen de Franco han profundizado en el perfil ideológico de los vencedores en la Guerra Civil española (Cámara Villar, 1984). La ideología escolar de la Segunda República fue paralizada por sus antiguos detractores, en un proceso en el que fue paradigmática la depuración del personal docente (Morente Valero, 1997; Otero Carvajal, 2014). En general, se ha subrayado el carácter elitista, nacionalista y estatista de la ideología de los vencedores en la Guerra Civil, muy nítido en materia de enseñanza, en continuidad con la tradición de la derecha española (Redondo, 1999). Desde la historiografía de la educación, estos primeros años del franquismo, hasta los sesenta, se consideran como una larga noche para el sistema educativo (Canales Serrano y Gómez Rodríguez, 2015), pues así se entiende la ruptura entre los fundamentos intelectuales de la llamada Edad de Plata entre 1902 y 1939 y el intento del nuevo régimen de emular el Siglo de Oro de la cultura española. Desde el punto de vista pedagógico, se ha señalado una primera etapa entre 1936 y 1949 de ruptura con el ideal de la Escuela Nueva, cuyos fundamentos fueron criticados por los pedagogos católicos. Estos, en todo caso, conservaron algunos de sus métodos en un cerrado marco antimoderno (Del Pozo Andrés y Braster, 2006; Viñao, 2015), aunque subsistió una sutil continuidad pedagógica que pudo conectarse con los objetivos políticos del régimen (Mainer Baqué, 2009).
Por otra parte, los trabajos biográficos acerca de los ministros Pedro Sáinz Rodríguez, José Ibáñez Martín y sus colaboradores han resaltado sus raíces en el conservadurismo español (Alted Vigil, 1984; Formentín Ibáñez, Carrascosa y Rodríguez Fraile, 2015), reelaborado en la década de los años veinte en un proceso con influencias europeas (Castro Sánchez, 2018). Esta perspectiva ha permitido detectar tanto continuidades (el respeto a la configuración decimonónica del Estado) como novedades (la orientación ideológica a partir del “nacional-catolicismo”) (Carreras Ares y Ruiz Carnicer, 1991; Vicente Jara y González Hernández, 2002; López-Bausela, 2013) en las instituciones educativas. También se ha reparado en la influencia del ambiente totalitario europeo en el nuevo Estado (Morente Valero, 2005). De hecho, existe una preocupación creciente acerca del carácter transnacional del ideario nacionalista radicalizado que contribuyó a legitimar los regímenes autoritarios y de los instrumentos utilizados para controlar la enseñanza (Botti, 1992; Giudici, Ruoss y Van Ruyskensvelde, 2020; Oelkers, 2020). El estudio de la disparidad de proyectos que, sobre una base común autoritaria, elaboraron los vencedores de la Guerra Civil (Ferrary, 1993; Saz, 2007), ha confirmado la influencia de los nacionalismos contrarrevolucionarios europeos en los reaccionarios españoles (Prades Plaza, 2014, 2021). Aún es necesario, sin embargo, detectar hasta qué punto transformaron estos sistemas o apenas modificaron su superficie, dadas las reticencias a acoger una modernidad europea percibida, en ocasiones, como un elemento extraño a la tradición nacional.
Esta amalgama de novedades políticas, rupturas y evoluciones ideológicas fue influida por unas transferencias culturales internacionales mutantes pero ininterrumpidas, cuyo estudio permite profundizar en el peso del impacto europeo en la educación franquista. Al reparar en los ecos del llamado círculo de la Revista de Occidente y en la influencia de su director, José Ortega y Gasset, es posible delimitar el influjo persistente de algunos personajes, instituciones y discursos que habían participado en la Edad de Plata de la cultura española.
En este texto se siguen dos pasos de análisis. Primero, la exposición de las razones desde las cuales los gobernantes de la enseñanza esbozaron un llamado “tipo ideal de hombre español”, vinculado a una idea determinada de sociedad consolidada en las dos décadas anteriores. Segundo, se conectan esta proyección idealizada y las teorías sociológicas elaboradas a la sombra del entramado académico creado por Ibáñez Martín para fundamentar la política del régimen. El hilo conductor es el diálogo entre estos políticos, intelectuales y el llamado círculo de la Revista de Occidente. En las conclusiones aflora una prolongada transferencia del pensamiento europeo a la cultura española que permite entender el papel de la sociología como instrumento de innovación en la enseñanza durante el franquismo. Como nueva disciplina científica en auge, la sociología cumplió una función más allá de la legitimación ideológica. Fue el centro gravitatorio de una pretendida modernización de España en relación con y frente a otros autoritarismos europeos.
Educación nacional en el primer franquismo: formar hidalgos ascéticos
Los primeros ministros de Educación del régimen de Francisco Franco, Pedro Sainz Rodríguez y José Ibáñez Martín, se habían iniciado en la vida pública en ese momento de crisis política e inquietud intelectual que fueron los últimos años de la Restauración borbónica. La universidad española, convertida durante el siglo anterior en organismo del Estado, centralizada en torno a la Universidad de Madrid, estaba siendo sacudida por una corriente renovadora que reclamaba mayor autonomía. Parte de este movimiento era de extracción conservadora y uno de sus epígonos fue la revista Filosofía y Letras, dirigida por Sainz Rodríguez. Esta publicación defendía, inspirada en el intelectual español Marcelino Menéndez Pelayo, la recuperación de la universidad tradicional española, autónoma y basada en la convivencia entre profesores y estudiantes (Alted Vigil, 1981). En 1919, el ministro de Instrucción Pública, el conservador César Silió, introdujo este planteamiento, tal y como había defendido en su libro La educación nacional en 1914, en el que insistía en su valor para regenerar el país. Sainz Rodríguez, que ganó pronto una cátedra de Lengua y Literatura Española en 1920, tomó sus ideas sobre la universidad como referencia para pensar el Estado. Ibáñez Martín, catedrático de Geografía e Historia de Instituto en 1922, también menéndezpelayista, se integró entonces en el cuerpo de catedráticos de Segunda Enseñanza, que en esos momentos se configuraba como corporación definida por sus servicios al Estado, con reivindicaciones profesionales como el privilegio de examinar a los alumnos de los centros privados (Villacorta Baños, 2012; Cuesta Fernández y Mainer Baqué, 2015).
Ambos propugnaron una transformación social a partir de una nueva organización de la educación. Entre 1928 y 1936, lograron acta de diputados en varias ocasiones y coincidieron en proponer una reforma conjunta de la Segunda Enseñanza y de la Universidad para educar ciudadanos, a través del estudio de los clásicos y la cultura nacional, con capacidad para cumplir una función directiva (Diario de Sesiones de la Asamblea Nacional, 1928; Diario de las Sesiones de Cortes, 1934, 1935). Esta intención había erigido el sistema liberal de Instrucción Pública en el siglo XIX. Además, en estos años la derecha española esbozaba una propuesta de regeneración social basada en españolizar a las masas y a las élites a través de la cultura nacional, voluntad clara de los colaboradores del dictador Miguel Primo de Rivera (Quiroga Fernández de Soto, 2008). En el caso de Ibáñez Martín, repercutió su pertenencia a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (A.C.N. de P.), que pretendía crear minorías dirigentes preparadas para cristianizar la sociedad.
Este énfasis en la arquitectura de sociedad lo coronó un proyecto de Estado corporativo en sintonía con la moda europea. La idea era defendida por la revista Acción Española, en cuyo ambiente se movieron Sainz Rodríguez e Ibáñez Martín. Además, la derecha española (de matriz católica) estaba influida por las propuestas corporativas de Pío IX en la Quadragesimo Anno de 1931, que dos años antes había defendido en la Divini Illius Magistri de 1929 la libertad de enseñanza como derecho de la sociedad para fundar sus propios centros educativos. En España, la recepción de las dos encíclicas fue liderada por la A.C.N. de P. Los propagandistas esbozaron un proyecto de Estado corporativo que trataba de combinar la arquitectura del Estado y la libertad de ciertas corporaciones profesionales en las que debían agruparse los españoles (Redondo, 1993: 99-106; Gutiérrez García, 2010: 413-420, 483-489). La libertad de enseñanza, que Sainz Rodríguez e Ibáñez Martín defendieron cuando la Constitución de la Segunda República prohibió a las Órdenes Religiosas regentar colegios, podía coexistir con el control de un Estado configurado de acuerdo con los valores de la tradición nacional. Sainz Rodríguez desarrolló esta idea cuando fue nombrado primer ministro de Educación Nacional. Defendía que la misión del Estado, a través del Ministerio de Educación Nacional, era elaborar “una verdadera unidad de conciencia nacional” (Sainz Rodríguez, 1938: 56). Él y su sucesor, Ibáñez Martín, concretaron este propósito a través de políticas para consolidar la autoridad del Estado y educar élites dirigentes de acuerdo con su interpretación de la historia patria. Los franquistas trataron de reconstruir el Siglo de Oro español reinterpretando la Monarquía Católica como un Estado-nación, sin renunciar a la influencia estatista del regalismo español del siglo XVIII y del liberalismo moderado del XIX. Además, tomaron la concepción elitista de la sociedad del siglo anterior (Redondo, 1999: 9-26). Esta reinterpretación sobrepuso a la concepción liberal de la enseñanza una reforma en sentido autoritario y nacionalista. Ibáñez Martín reformuló el Ministerio de Educación Nacional y el antiguo Consejo de Instrucción Pública, convertido en Consejo Nacional de Educación, donde otorgó representación a los sectores profesionales de la enseñanza, el partido único fascistizado, al que dio entrada en las discusiones de la enseñanza, y la Iglesia, autorizada por su estrecha relación con la tradición. Ibáñez Martín mantuvo un control personal sobre el organismo y su misión reformadora a través del nombramiento de sus miembros y su presidencia (Ceprián Nieto, 1991: 325-329). El resultado de esta arquitectura política fue la consolidación del Estado a través de un gobierno centralizado de la Enseñanza que tuvo en su cúspide, más que al Ministerio, al ministro de Educación Nacional.
En paralelo, la relectura nacional de acuerdo con un orden mítico basado en el pasado español se extendió a la enseñanza. Así, se quiso resolver una cuestión que ya había señalado Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930) enfatizando el déficit histórico en España, particularmente en la escuela, de una auténtica educación asociada con un denominado plan de vida imperial. Intelectuales como José Pemartín, Alfonso García-Valdecasas, Pedro Laín Entralgo o Pedro Rocamora, que encontraron asiento en las plataformas político-culturales del régimen, en sus revistas y organismos científicos, participaron en el rearme intelectual de la derecha española en diálogo con textos orteguianos y su legado intelectual (Ferrary, 1993: 155; Laín Entralgo, 1989: 223, 286-287).
En la derecha española ya se había producido una recepción de la obra de Ortega y Gasset (González Cuevas, 2001: 126-131). El intelectual y político Pemartín lo radicalizó y derechizó, “ocultando los rasgos liberales del madrileño y acentuando su vitalismo” (Castro Sánchez, 2018: 65) para promover una forma de nacionalismo español (2018: 61-75). Pemartín fue director general de Enseñanza Superior y Media entre 1938 y 1942, cuando se reformó el bachillerato en clave elitista, clásica y nacional. Fue también uno de los responsables del nuevo currículo, tarea en la que insistió en la Historia de España como “la segunda religión de los españoles” (Pemartín, 1937: 162). Se trataba de una aplicación práctico-didáctica de la idea spengleriana de la segunda religiosidad (Lemke Duque, 2022a), que había sido explicada minuciosamente en Acción Española (Pemartín, 1934), a la recuperación fascista-integral del “ser histórico-ético de sustancialidad Católica” de España en clave de un fascismo intensivo cuyo corte “ético-totalitario” se refería explícitamente a la ontología de la ética scheleriana frente a la “hipertrofía bureaucrático-estatal” de un fascismo extensivo (Pemartín, 1937: 161-170). De este modo, pretendía tranquilizar a los sectores eclesiásticos reacios a los totalitarismos europeos, defendiendo que la esencia católica de la nación española bastaba para mitigar sus efectos más estatistas (Canales Serrano, 2012: 73).
Algunos años más tarde, en medio de una intensa polémica sobre la reforma de la Ley de Bachillerato, Pemartín señaló que los clásicos daban “una base cultural espléndida” a los estudiantes para “preservarlos de esa máxima incultura” que, según Ortega y Gasset, resulta de “la excesiva especialización” (Pemartín, 1946: 243). Pemartín había colaborado en la experiencia autoritaria de Primo de Rivera, como su primo José María Pemán, que entonces había defendido las que llamaba “humanidades españolas” (Pemán, 1929: 312-314), es decir, el estudio de la religión y la cultura patria en la Segunda Enseñanza y la universidad. A su juicio, la “enseñanza debe ser formación y moldeamiento espiritual que tienda a la formación, como dice Ortega, de un tipo ideal de hombre”, en referencia a un “tipo ideal de hombre español, dotado de un sentido superior de solidaridad” y que “no puede lograrse sin cultura y formación religiosa” (Pemán, 1929: 312-313). Cuando el ministro Ibáñez Martín completó la reforma del bachillerato con una reforma de la universidad dirigida a formar líderes, contaba con el apoyo de las reflexiones de Pemán, que había fundamentado una propuesta de regeneración de España a partir de “hombres egregios” (Pemán, 1929: 61, 190), i.e., élites con ética, que actuaran a través de la política y le devolvieran su moralidad. Además, con un objetivo educador, conservaron también la relación entre universidad y cultura defendida por Ortega y Gasset en su Misión de la Universidad de 1930. Es llamativa la insistencia en revisar esta idea en hombres e instituciones tan dispares como el propagandista Isidoro Martín Martínez en el Centro de Estudios Universitarios y el nacionalsindicalista Santiago Montero Díaz en la Universidad de Murcia. El ontologismo orteguiano fue traducido a la fórmula nacional-católica (Lemke Duque, 2018: 391-408). Estos profesores corrigieron los aspectos de la idea que consideraban relativistas y propugnaron aplicar el principio de la economía de la enseñanza a la educación en los valores del régimen (Montero Díaz, 1939; Martín Martínez, 1939).
La creación de Colegios Mayores es una obra representativa de este empeño educativo. Estas instituciones tradicionales de la universidad española, similares a los colleges ingleses, tuvieron una nueva oportunidad. Desde principios de siglo funcionaban algunos centros parecidos y el más prestigioso, la Residencia de Estudiantes (renombrada Colegio Mayor Jiménez de Cisneros), encargado a la Falange, tuvo como primer director a Laín Entralgo, que a través de la revista Cisneros contribuyó a crear una teoría actualizada sobre los Colegios Mayores. Su primer editorial reconocía la ayuda que la Residencia había prestado a los universitarios, ofreciéndoles no sólo hogar y vida sana, sino contacto con la investigación y la cultura europea. Sin embargo, criticaba que no ofrecía una educación auténticamente religiosa y española. Según Cisneros, a través de una metafísica cristiana los colegiales podrían eludir lo que Ortega y Gasset había llamado la barbarie de la especialización. Como complemento, la vida más disciplinada del Colegio Mayor ofrecería objetivos a los residentes a la par que suscitaría otra premisa necesaria para una educación adecuada: el entusiasmo (Cisneros, 1943: 7-11). Aunque en las páginas de la revista se acusó a Ortega y Gasset de extranjerizante (Ochoa, 1943: 30), un joven doctorando, Joaquín Ruiz-Giménez, también lo definió como un rebelde que había advertido la crisis que sufría la civilización por carecer de referencias vitales (Ruiz-Giménez, 1943: 20).
Al cesar Laín Entralgo como director del Colegio Mayor, fue sustituido por Pedro Rocamora, secretario político del ministro y conocedor del filósofo madrileño. Rocamora continuó la reflexión sobre la cultura que debían ofrecer los Colegios Mayores y, por extensión, la universidad. En este sentido, proclamó que se había subsanado la deficiente transmisión de la cultura, “el sistema vital de las ideas de cada tiempo”, de la universidad española al asumirse por fin “una cultura propia, trazada en los caminos ideológicos que el pensamiento español de nuestra hora actual está dibujando”, en concreto, “sobre nuestro estilo metafísico y nuestra responsabilidad política” (Rocamora, 1944: 2-4). Rocamora se estaba refiriendo a la educación religiosa y política que la universidad española había empezado a ofrecer y su traducción en una cultura que los Colegios Mayores recogían y difundían. Rocamora, como Ibáñez Martín, pertenecía a la A.C.N. de P., que aprovechó el impulso ministerial para poner en marcha el Colegio Mayor San Pablo. La fórmula de estos centros permitía perfeccionar el proyecto de crear minorías dirigentes para recristianizar España. Cuando se inauguró el San Pablo en 1951, en presencia de Franco, a nadie le cupo duda de que representaba otra culminación de la política de educación nacional.
En paralelo, otros intelectuales estaban contribuyendo a encarnar este idealismo al que hacía referencia el ministro a través de otro arquetipo: un ideal de hombre español. Un modelo que se haría célebre fue El caballero cristiano (1938), de Manuel García Morente, compañero de Ortega y antiguo decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, converso al catolicismo y ordenado sacerdote en 1940 (Redondo, 1999: 44-49). Menos conocida es la aportación de Alfonso García-Valdecasas, otro discípulo de Ortega y Gasset, subsecretario del Ministerio de Educación Nacional entre 1938 y 1939 y luego hasta 1943 director del Instituto de Estudios Políticos. En su libro El hidalgo y el honor (1947), que recoge un conjunto de ensayos publicados y estudios inéditos, sugería educar un tipo de español según la figura histórica del hidalgo. El hidalgo, uno de los elementos más notables del imaginario caballeresco español, era una recurrente representación del régimen (Laudo y Vilanou, 2015: 451), pero encontraba un fundamento intelectual en la idea de un singular humanismo español que Luis Díez del Corral, a partir de 1947 primer catedrático de Historia de las Ideas y Formas Políticas en la nueva Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad de Madrid, había defendido en su tesis doctoral de 1944 como supuesta esencia meta-histórica (desde el siglo XVI) prolongada por un tipo de liberalismo específicamente español (Donoso Cortés, etcétera). Con extensas referencias al romanista alemán Karl Vossler, conocido en España por un gran público desde finales de los años veinte, primer honoris causa del franquismo en 1944, Díez del Corral elaboraba una ética metafísica-absoluta del deber encarnado en Don Quijote. Igual al prototipo de hidalgo de García-Valdecasas, identificaba los típicos valores de la “ascética del hidalgo español”, i.e., un “hidalgo disparatadamente quijotesco”, con un “anhelo insaciable, alto, digno y trágico […] caído de un mundo superior” que inevitablemente empujaba hacia lo supra- y, a la vez, intra-humano en lo ajeno, lo divino en lo personal, lo metafísico en la realidad. Siguiendo una lectura scheleriana de la tesis de Max Weber sobre el espíritu protestante del capitalismo, Díez del Corral insistía, con Karl Vossler, que esa esencia meta-histórica del humanismo español era la principal causa de la incapacidad de los españoles de asimilar la idea utilitarista del capitalismo de prosperidad económica (Díez del Corral, 1973: 470-485; Vossler, 1941: 117-138).
En el trabajo El hidalgo, publicado primero en Escorial en 1943, García-Valdecasas localiza su reflexión en un ambiente de “anhelo de renovación del hombre que es al mismo tiempo anhelo de renovación del ser hispánico” (García-Valdecasas, 1947: 8). Está interesado en actualizar a los hidalgos españoles de antaño, que describe, siguiendo la obra Claros varones de Castilla, como el “hombre esencial”, cuya integridad comienza en el interior y sabe dominar las apariencias. Según García-Valdecasas, el hidalgo encarna una dimensión ontológica específica en un momento en el que “la tierra está desolada, porque los hombres no entran en su ser” y “no se siente depender del mundo y del éxito, sino de sí mismo y de Dios” (1947: 63). El hidalgo, y en cierto sentido el gentleman, son para este autor el tipo de hombres capaz de salir triunfantes en la crisis del mundo (1947: 81-82). En El hidalgo y en otro ensayo titulado Hidalgos y gentleman, dialoga con el curso Meditación de la técnica (1933) de Ortega y Gasset. El filósofo madrileño, citado por García-Valdecasas, había comparado el modelo del hidalgo con el del gentleman inglés y concluido que la esencia del hidalgo español no consiste en el trabajo, sino que “reduce al extremo sus necesidades materiales”, algo, según él, ineludible en el mundo contemporáneo (1947: 49). Sin embargo, consideraba que, en cuanto acostumbrado a la pobreza, también sería útil. El autor reinterpretaba el texto del filósofo defendiendo que el hidalgo renovaba la relación del mundo con la técnica, pues “el pensamiento de Ortega, como todo pensamiento rico, ha de entenderse contando con lo que dice y con lo que supone” (Ibid.). La técnica propia del hidalgo sería la de saber convivir noblemente con la pobreza. Con referencia expresa a la “profecía” de Ortega y Gasset en su filosofía de la técnica, García-Valdecasas proyectaba un ideal de hidalgo ascético, i.e., un “hidalgo que en su pobreza”, siendo capaz de “salvar altos valores, tenía una nueva actualidad” (1947: 79).
Esta idea de un valor ascético de la cultura nacional estaba muy presente en la pedagogía del primer franquismo. En 1941, el Instituto Pedagógico San José de Calasanz publicó el libro Pedagogía de la lucha ascética, de Víctor García Hoz, fruto de su tesis doctoral, dirigida por Juan Zaragüeta Bengoechea, a quien el ministro de Educación Nacional solicitó ayuda, como a García Morente, para reformar los planes de estudio de Filosofía.1 El Instituto San José de Calasanz era parte del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), creado por Ibáñez Martín en noviembre de 1939 para coordinar y fomentar la investigación científica desde el Estado, así como elaborar un fundamento intelectual para sus políticas (BOE, 1939: 332). En el primero de los libros que publicó el Instituto Calasanz, García Hoz resaltaba el cultivo de la ascética por autores tradicionales españoles, defendiendo su valor pedagógico y aplicación para la autoeducación del hombre en función de valores superiores. Recomendaba la ascética sobre todo en la etapa de transición entre la infancia y la edad adulta, donde podía ser muy fecunda puesto que, a su juicio, podía encauzar “el sentimiento heroico de la vida” que late de un modo particular entre los jóvenes. De hecho, la ascética contribuiría a llevar a la plenitud el idealismo juvenil al ofrecerle, en el ejercicio cotidiano de la virtud, un “ideal coherente” tan realista como aventurero (García Hoz, 1941: 391-392). Se trataba del valor superior por excelencia: lo divino.
Su director de tesis, Zaragüeta Bengoechea, formaba parte, como su amigo García Morente, de un ambiente influido por Eduard Spranger, cuya defensa de supremos valores trascendentes -en clave culminante de llamados tipos ideales ontológicos de valores éticos objetivos- había tenido un impacto notable en España, sobre todo en el círculo de la Revista de Occidente, como crítica a la sociología weberiana (Jover Olmeda, Laudo Castillo y Vilanou Torrano, 2014: 327-324; Lemke Duque, 2019: 53-65). García Hoz seguía esta misma pedagogía de los valores apoyándose, además, en una tradición científica experimental cuya génesis situaba en Friedrich Fröbel y Georg Kerchensteiner (García Hoz, 1944: 17, 29, 45-46; 1950: 12, 28, 30-32, 36, 39, 48-49, 58, 60). Su concepto de pedagogía ascética seguía a Spranger y también, expresamente, a Johann Friedrich Herbart, insistiendo en el concepto de lucha como “fenómeno base” y “objetivo” de una “técnica pedagógica” (García Hoz, 1941: 11-24). García Hoz representaba así una prolongación ideológicamente potenciada de las respuestas del sector católico durante los años veinte en contra de la influyente Escuela Moderna rousseauniana en España (Avilés Farré, 2006). En el prólogo a su traducción de la Pädagogik (1912) del neokantiano Friedrich Paulsen, el pedagogo y consejero de Instrucción Pública Ramón Ruiz Amado SJ reclamaba explícitamente a Herbart como “padre de la Pedagogía científica moderna, en sus dos ramas racional y experimental” (Ruiz Amado, 1927: v). Junto a la psicología experimental de Ernst Meumann, Paulsen figuraba así como verdadero fundador de la pedagogía racional e iba a tener un impacto decisivo también entre el círculo de la Revista de Occidente (Lemke Duque, 2016: 917). En su estudio Sobre el maestro y la educación (1944), García Hoz se refería explícitamente a la pedagogía de Paulsen, editada por Ruiz Amado, para subrayar una llamada “potencia intrínseca del alumno”, entendida como elemento clave para la pedagogía orgánica estructurada según una psicología de “imitación del prototipo” (García Hoz, 1944: 44-45, 182, nota).
En 1947, el mismo año de la publicación de El hidalgo y el honor, Ibáñez Martín clausuró en Madrid la Asamblea de la Lengua Española en el IV Centenario de Cervantes. Con el trasfondo del aislamiento internacional de España en la posguerra, concretó el planteamiento de García-Valdecasas siguiendo el modelo de Don Quijote. Según el ministro, el hidalgo manchego representaba el arquetipo de lo español, “una metamorfosis espiritual” que le había llevado a descargar en Sancho Panza “el peso de las preocupaciones materiales” para caminar “desprendido de ambiciones mezquinas o de apetitos que se miden con la norma estrecha de lo terrenal” (Ibáñez Martín, 1947: 17). Desprendido de lo material, Don Quijote había abrazado “la causa de los débiles, el sentido de la libertad y el imperio de la justicia” que ahora Ibáñez Martín veía encarnar a España, sola y pobre, frente al materialismo soviético y a pesar de la incomprensión que sufría de las potencias internacionales (1947: 18). El ministro explicó que el régimen español continuaba el peregrinar de Don Quijote, basado en el humanismo que necesitaba el mundo, en la resurrección de viejas figuras de espíritu perenne. Su discurso fue algo más que un intento de legitimación. Planteaba un ideal educativo para el régimen, porque mientras “el hombre no se reforme, no se regenere, es inútil intentar, con máquinas ni economías, instaurar la paz” (1947: 25).
La mirada de Ibáñez Martín era de gobernante pero, en el campo pedagógico, uno de sus colaboradores, Luis Ortiz Muñoz, catedrático de Instituto, secretario técnico del ministerio y sucesor de Pemartín al frente de la Dirección General de Enseñanza Media entre 1942 y 1951, recogía también en un libro de lectura escolar el “tipo hispánico del caballero cristiano” (Ortiz Muñoz, 1940: 132-149). En su caso, proponía emular al Cid Campeador. En el prólogo expresaba su deseo de lograrlo suscitando la emoción del joven, moviendo su fantasía a través del relato y eludiendo el método anquilosado del memorismo enciclopedista, que identificaba, interesadamente, con la pedagogía del régimen anterior. Apenas lograba disimular una continuidad metodológica puesta al servicio de su patriotismo. Por otro lado, a nivel universitario, donde la concepción elitista de la sociedad había de influir en la práctica educativa, Martín Martínez, que, a partir de 1950 sería el director del Colegio Mayor San Pablo de la A.C.N. de P., en el que puso de moda el lema “Cumple con tu deber. Sé sobrio”, defendió completar las lecciones orales de las cátedras, cuya exclusividad reflejaba un predominio del memorismo en el ámbito universitario, por “la participación activa” de los escolares, dirigidos por el profesor, en seminarios y laboratorios (Martín Martínez, 1943: 42). Parecía propia de esta nueva etapa una “mayor intensidad”, que exigía “una tarea minuciosa, en la que se ponga a contribución de un modo primordial la iniciativa y el criterio personales”.
Antes de que terminara la década, el mencionado García Hoz propugnaba el modelo de Don Quijote como fórmula para perfeccionar la vida social. De la misma manera que Sancho se había quijotizado admirando y amando al hidalgo manchego, el pueblo español debía emular a los mejores, alcanzándose “el vencimiento de la vida espontánea por la vida espiritual” (García Hoz, 1950: 112). Trataba de lidiar con el fenómeno de la revolución de las masas a partir de una pedagogía del ejemplo y el esfuerzo mediante la cual, “sin salirse de su nivel de escudero” (1950: 108), el simple Sancho llegaba incluso a superar en hidalguía al caballero cervantino. La transformación se había operado, en solución que no es baladí para comprender el valor de los Colegios Mayores, a través de la convivencia entre el héroe y el hombre vulgar, en permanente conversación por los caminos de España. Esta convivencia será el elemento clave de las relaciones que, en torno a los Colegios Mayores, establecieron hombres egregios en la política del régimen: desde Alfredo Sánchez Bella hasta Adolfo Suárez (Cañellas Mas, 2015; Fuentes, 2011). Por otro lado, el ministro los veía como un espacio apropiado, en cuanto exaltaban el espíritu universitario e incitaban a la disciplina del estudio (no faltaba en ellos, como parte esencial, una biblioteca), para nutrir las cátedras vacantes de universidad española. En la primera mitad de la década de los cuarenta, de centros como la Residencia Jenner (futuro Colegio Mayor Moncloa) salían para ganar oposiciones hombres como Vicente Rodríguez Casado, Francisco Botella Raduán o Juan Jiménez Vargas. Del valenciano Colegio Mayor Juan de Ribera de Burjasot, pionero del modelo colegial católico, habían egresado ya protagonistas de la vida política y cultural del régimen como Rafael Calvo Serer y Laín Entralgo (Díaz Hernández, 2008, 2018; Ministerio de Educación Nacional, 1948).
Por supuesto, es posible apreciar una diferencia sustancial entre la “quijotada” de los políticos de Franco y la historia del Siglo de Oro español: ahora parecía necesario que fuera un Estado autoritario el que clavara las espuelas a Rocinante. La pobreza era ineludible en la posguerra, pero los nobles ideales tuvieron que ser apuntalados por comisiones depuradoras y tribunales que controlaron el acceso a la docencia, aquilataron la pureza de los enseñantes y, sobre todo, reprimieron cualquier reacción escéptica. Las penitencias a las que se sometía el caballero andante para disciplinarse no las ejercía ahora el propio brazo enjuto del hidalgo, como podía haber planteado una interpretación de la autoeducación basada en el sacrificio propugnada por García Hoz, sino la estructura estatal al servicio del régimen. Aunque no faltó la pasión en estos años, el entusiasmo del enloquecido lector de novelas de caballerías retratado por Cervantes fue exigido como deber de disciplina. Incluso las aventuras que antaño salían al paso del hidalgo empezaron a proponerse desde las páginas del Boletín Oficial del Estado.
Salto hacia la autenticidad: sociología como ciencia de la realidad
El Estado franquista alentaba en estos años iniciativas intelectuales para fundamentar al nuevo régimen. El CSIC, a través de la revista Arbor, proporcionó una plataforma a la llamada Generación del 48, un grupo que destiló de la historia de España una posible ruta para enlazar la tradición nacional con el régimen de Franco (Ferrary, 1993: 247-312; Díaz Hernández, 2008; Prades Plaza, 2014). Uno de ellos, el historiador Vicente Palacio Atard, argumentaba en el libro publicado a raíz de su tesis doctoral, dirigida por Cayetano Alcázar Molina, director general de Enseñanza Universitaria entre 1946 y 1951, que la crisis del siglo XVII había fracturado Europa en dos modernidades: un racionalismo triunfante y su alternativa (católica, moral) española (Palacio Atard, 1949). Con amplias referencias basadas en las transferencias culturales del círculo de la Revista de Occidente, defendía en la plataforma de su “generación” (Palacio Atard, 1950: 161-178) esta tesis histórica en torno a una modernidad diferente de España.2 En el ámbito de la sociología, la apuesta por vigorizar esta otra modernidad fue evidente. El impulso decisivo para que se institucionalizara fue la fundación de la Sección de Sociología, renombrada Instituto Balmes de Sociología, como parte del CSIC. El Balmes iba a prefigurar el marco para la implementación académica definitiva de la nueva disciplina en las facultades universitarias, dando amplia continuidad al catolicismo social del siglo anterior (Iglesias de Ussel, 2001: 100). Referente clave para esta institucionalización franquista era el católico antimodernista Jaime Balmes y Urpía, recuperado entre otros por el iusnaturalista valenciano José Corts Grau y Wenceslao González Oliveros, presidente del Consejo Nacional de Educación entre 1948 y 1962 (Corts Grau, 1948: 121-140; González Oliveros, 1948: 299-336; Koch, 1993).
Al mismo tiempo, la sociología española fue claramente influida por las escuelas sociológicas alemanas, trasfondo ampliamente explicado por el segundo director del Instituto Balmes de Sociología, Carmelo Viñas y Mey (Viñas y Mey, 1957; Pasamar y Peiró, 2002: 673-674). Además, entre los jóvenes colaboradores del instituto se encontraban también Joaquín Tena Artigas y Manuel Fraga Iribarne, que contribuyeron con los primeros sondeos socio-empíricos entre estudiantes (Fraga Iribarne y Tena Artigas, 1949: 5-45). Cuando Ibáñez Martín (a-1943) recibió el primer número de la Revista Internacional de Sociología, editada por el equipo reunido por el CSIC, destacaba que iba a servir “no sólo para los especialistas en esta materia, sino como base informativa muy importante para una política nacional bien orientada”. Respecto al impacto de escuelas sociológicas alemanas en el primer franquismo, cabe destacar la omnipresencia de Hans Freyer, sociólogo principal de la escuela de Leipzig, como sociólogo de moda en España, cuyos textos llegaron a ser libros de estudio semi-oficiosos de la sociología franquista en muchas universidades. Junto a la Einleitung in die Soziologie de 1931 se trataba, sobre todo, de la famosa Soziologie als Wirklichkeitswissenschaft de 1930 (Freyer, 1944, 1945).3 Habían sido traducidos por dos jóvenes discípulos del círculo de la Revista de Occidente, Felipe Eduardo González Vicén, traductor de la primera versión incompleta de la filosofía del derecho hegeliana, y Francisco Ayala y García Duarte, clave para la recepción de Herman Heller y Karl Mannheim durante los años de la Segunda República Española (Lemke Duque, 2014: 42, 472, 543-546, 551-553, 567-568).4
Freyer había sido introducido en España, efectivamente, a través del círculo de la Revista de Occidente. En 1931 se publicó su contribución inaugural del primer tomo Das Erwachen der Menschheit de la serie Propyläen-Weltgeschichte (1929-1933), traducida para Espasa-Calpe (1932-1936) por García Morente, traductor también de la famosa Decadencia de occidente de Oswald Spengler. Se trataba del boom de la historiografía universal española, provocada por la amplia recepción de Spengler, perceptible más allá de España,5 realizada además en los 10 tomos de Historia del mundo (1926-1933) y los cinco tomos de Summa Artis (1931-1935) editados por el historiador catalán Josep Pijoán y Soteras (Obregón, 1933: 118-123). Freyer arrancaba sus explicaciones en torno a las formas fundamentales de la historia universal con un diagnóstico nietzscheano-spengleriano, según el cual se había extendido el “caos de la moderna educación y la fatiga cansancio de una época decadente” (Freyer, 1931a: 3-6; 1931b: 251, 255). La única cura para volver a una cultura sana era la reactivación de la “conexión íntima” entre historia y presente por medio de una decisión de valor en cuanto a su “relación de sentido”. Recuperar este “nexo inteligible” de unidad requería un “salto de la historia acontecida al presente válido” (Umsprung aus geschehener Geschichte in gelebte Gegenwart) impulsado desde un “ʽpunto de vistaʼ determinado, es decir, la conciencia de determinadas resoluciones estimativas” (bestimmter »Standpunkt«, das heißt das Bewusstsein bestimmter Wertentscheidungen). Freyer se refería aquí a un “contenido valorativo” que irradia hacia el futuro como exigencia y “prosecución necesaria de la historia” capaz de constituir hacia el pasado una “imagen del transcurso histórico y una interpretación de sus etapas y giros” (Freyer, 1931a: 7; 1931b: 259). Este horizonte ontológico-normativo de un salto hacia una supuesta verdad metafísica de la historia era, efectivamente, la clave de inspiración y prefiguración elemental para el “tipo ideal de hombre español” concretado como hidalgo ascético entre los orteguianos de derecha.
En la parte final, Freyer identificaba a la libertad, el ciclo y la dialéctica como principales resoluciones estimativas, i.e., decisiones de valor (Freyer, 1931a: 9-20, 21, 27-28; 1931b: 261-278, 280, 289-291). Aquí subrayaba a Spengler como mayor y más puro representante de una “pluralidad de las culturas particulares”, basada en “ciclos históricos conclusos”. Esta pluralidad cultural estaba opuesta a la “unidad de la historia universal en un arco de superior radio” estudiado por la historiografía lamprechtiana, etcétera, en cuanto a renacimientos, recepciones y compenetraciones culturales del “producto espiritual que cada pueblo deja”. Freyer había celebrado el opus magnum spengleriano precisamente por su cercanía a la escuela neo-hegeliana, saludando con entusiasmo su visión del porvenir del socialismo en clave de confirmación (Freyer, 1919: 304, 308). Además, desarrolló una filosofía de la técnica como expresión de la cultura fáustica similar a la de Spengler, concebida en términos hegelianos como “manifestación de una voluntad histórica” (Freyer, 1929: 197-198). En 1933, Freyer apoyó enérgicamente la candidatura de Spengler para el cargo de director del Institut für Kultur- und Universalgeschichte, fundado en 1909. Tras el rechazo de Spengler, iba a ocuparse él mismo de dirigir este instituto (Hoyer, 1990: 62-63, 66-67).
Durante estos años se produjo entre la derecha en España una importante transformación del difundido spenglerismo español que iba a acelerarse notablemente hasta mediados de los años treinta. Sobre todo, en Acción Española se buscó convertir a Spengler en un referencia de batalla contra la República. Esta propuesta centrada en un cesarismo católico giraba, particularmente, en torno a la profecía spengleriana de una religiosidad renovada. Durante los años veinte, en cambio, la morfología histórico-universal de las culturas de Spengler había predominado como un referente transideológico en los debates públicos y especializados. Ampliamente introducido e intensamente difundido por el círculo de la Revista de Occidente, se trataba, efectivamente, de un spenglerismo moderado que compartían tanto círculos de izquierda y liberales como monárquico-tradicionalistas (Lemke Duque, 2022a).
Un caso destacado del llamado renacimiento de influencias del pensamiento filosófico de Ortega y Gasset y las diversas transferencias culturales germano-españolas de los años de entreguerras (Castillo Castillo, 2001: 161-180; Rodríguez López, 2008: 101-128) fue Salvador Lissarrague. Declarado orteguiano, fue profesor en el Instituto de Estudios Políticos, catedrático de Filosofía del Derecho en 1944 y ganador en 1955 de la cátedra de Filosofía Social en la nueva Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales en Madrid (Campoy Lozar, 2004: 99-112; Rivaya García, 1991: 365-387), tras ocupar Enrique Gómez Arboleya la primera cátedra de sociología en 1953 (Mesas de Román, 2005: 75-98). En diversos momentos, incluida su primera victoria en oposiciones a cátedras, Lissarrague fue un intelectual protegido por Ibáñez Martín (b-1945).6 Entre 1951 y 1962, dedicó una serie de estudios a los clásicos de la sociología: aparte de Max Weber, también a Emil Durkheim y Henri Bergson (Lissarrague, 1951, 1959, 1961, 1962). Arrancaba con un ensayo que introducía el concepto de acción social de Weber, concebido como “núcleo de la realidad social” (Lissarrague, 1951: 27-29). Se trataba de un concepto clave que el autor había estudiado intensamente en su seminario sobre teoría de la sociedad y de la política en el que utilizaba, además, una traducción privada suya7 de los conceptos sociológicos fundamentales de Weber para el uso exclusivo de los alumnos. En contraste a lo anunciado, sin embargo, se saltaba todos los conceptos fundamentales de Weber repitiendo fielmente el curso dado por Ortega y Gasset sobre El hombre y la gente en el Instituto de Humanidades de 1949-1950. Lissarrague partía de una definición antagónica de la convivencia humana en términos orteguianos de explícita hostilidad como “ámbito básico y previo” a lo colectivo y su realización a través de actos humanos (1951: 29-31, 35, 38, 41).
La serie de estudios sobre clásicos de la sociología de Lissarrague durante los años cincuenta era un intento de subsanación en respuesta a la dura crítica que había provocado su tesis doctoral sobre El poder político y la sociedad de 1944. Este estudio fue rechazado enseguida como eclecticismo vacío por Antonio Perpiñá Rodríguez, colaborador del Instituto Balmes y destacado representante del catolicismo social (Monereo Pérez, 2018). Según Perpiñá Rodríguez (1945: 547-550), se trataba de una “exposición inconexa y fragmentaria” de autores distintos, mentalidades opuestas y escuelas antagónicas que carecía de pensamiento propio del autor. Perpiñá Rodríguez había retomado un año antes el tema del curso de Ortega y Gasset En torno a Galileo de 1933, reeditado en 1942, destacando la fina interpretación pero dejando clara su decepción con las claves sociológicas orteguianas (auténtico ser/falsificación de la vida) (Perpiñá Rodríguez, 1944: 255-258). Se refería, precisamente, a la cercanía a un historicismo que trasladaba “la esencia del ser humano de la naturaleza a la historia (como ya hizo Spengler)”. Frente a esa deshumanización de la historia como “sucesión inconexa de las culturas, a modo spengleriano”, insistía en una teleología divina de la humanidad cuyo fin era facilitar una “comprensión íntegra del hombre y de su misión” (1944: 258-259). Se trataba de un supuesto realismo sano de contemplación de las ideas “por su valor moral y social, por su trascendencia hacia fuera de ellas, so pena de divinizarlas”.
Aun considerando a Ortega y Gasset un hombre de genio, Perpiñá Rodríguez concretó más tarde su juicio sobre la sociología orteguiana calificándola como una teoría simplista de los usos cuyo enfoque sobre la ontología del hecho interhumano prescindía de una “noción clara […] como ciencia positiva y empiriológica” (Perpiñá Rodríguez, 1961: 257, 263, 266, 272; 1962). Para el autor, constituía una Filosofía Social, “pero nunca una Sociología”. Este juicio fue debido al trasfondo fenomenológico que, a su juicio (1961: 263) conducía a un solipsismo incapaz de explicar la vida social. Se trataba de un plano puramente teórico que él criticaba desde el primer tomo de su Teoría de la realidad social (1949) como transindividualismo sociológico calificado como “completamente engañoso e inexacto”. En cambio, se apoyaba expresamente en Max Scheler, presentado como sociología auténtica desarrollada sobre las lagunas de Weber. De este modo, aspiraba a defender las llamadas unidades sociales supuestamente “supraobjetivas”, concebidas como dadas por reglamento de la “voluntad de vivir socialmente” y detectables por la sociología “dentro de la vivencia efectiva” (Perpiñá Rodríguez, 1950: 288-289, 293-294, 297-299, 302-303, 306-308, 310).
Sin mencionar a Weber, Perpiñá Rodríguez insistía 10 años más tarde en una sociología como ciencia aplicable según un concepto de “norma que aspira a cumplirse” presentado como concepto ontológico para escapar al dualismo neokantiano (deber ser que es) (Perpiñá Rodríguez, 1961: nota 276). Esta propuesta procedía de su crítica de comienzos de los años cincuenta (Perpiñá Rodríguez, 1951a: 39; 1951b: 325-329, 335, 339; 1952: 19) a la así llamada revolución de la ciencia social freyeriana. Se refería aquí a un rescate del trasfondo diltheyiano, diagnosticando en Freyer un superrealismo gnoseológico anti-kantiano anclado en un análisis fenomenológico que reducía la sociología a una “simple fisiología social”. Al rechazar Freyer (según Perpiñá Rodríguez) la distinción rickertiana entre ciencia idiográfica y nomotética, estaba en oposición a Weber y su lógica del pensamiento “teleológico-racional para construir sus tipos ideales”. Perpiñá Rodríguez elaboró esta oposición simplificada con más detalles en 1958, ubicando la Wertfreiheit weberiana en términos de la Wertbeziehung rickertiana (i.e., como si Weber estuviera siguiendo a Rickert) en cuanto a una selección del objeto operada “por referencia a valores” (Perpiñá Rodríguez, 1958: 123 y 101-104, 243-255, 295-304, 423-427).
El problema nuclear de la sociología freyeriana, según Perpiñá Rodríguez, era el significado que atribuía al “vocablo realidad (Wirklichkeit)”, cuya intención era unir un voluntarismo desmesurado con un fuerte determinismo social, provocando una inversión de la sociología que incluía expresamente una “ciencia de mandatos normativos” (Perpiñá Rodríguez, 1952: 8-15). Rechazaba esa conversión dialéctica freyeriana en categóricas leyes estructurales de la sociedad como un confusionismo anti-sociológico elemental que mezclaba erróneamente la “vivencia de lo social (no simplemente la categoría mental de lo social)” y la “vivencia de la sucesión temporal” (1952: 21-22). Perpiñá Rodríguez seguía aquí la crítica de Leopold von Wiese a Freyer que, por su parte, había identificado a la Beziehungslehre wieseniana como una ciencia lógica a-histórica (Wiese, 1933: 78). Para Freyer, la sociología de Wiese estaba diametralmente opuesta a su idea de la sociología como ciencia de la realidad.
Ante este trasfondo, Perpiñá Rodríguez hablaba de un “error profundo que preside toda la tesis freyeriana”, al saltarse todos los supuestos elementales de construcción del conocimiento racional. Con referencias a los pequeños procesos microscópicos de la sociología simmeliana, insistía en conceptos y leyes abstractos y atemporales construidos sobre el análisis formal-relacional. La “más grave objeción” contra Freyer era, sin embargo, su reducción de la sociología a una “Filosofía de la Historia al revés”, evolucionista del siglo XIX. Perpiñá Rodríguez (1952: 24, 32-33) rechazaba este monismo categóricamente al insistir en una sociología cultural pluralista, apoyándose explícitamente en las “categorías de cultura y civilización de Oswald Spengler”. Esta lectura benevolente de la morfología de las culturas siguiendo la perspectiva de la sociología de Colonia permitía a Perpiñá Rodríguez dar la vuelta a la Wirklichkeitswissenschaft freyeriana para destilar su parte capaz de disgregarse en muchos sistemas según el sentido histórico del así llamado “contenido volitivo valido del presente” (1952: 34). Se refería aquí a las naciones como los “ámbitos de validez” del nuevo principio formador de la sociedad que Freyer había identificado como “concepto de la verdadera voluntad” (Begriff des “wahren Willens”), partiendo del contenido dialéctico del presente en clave de “voluntad históricamente valida de su cambio” (Freyer, 1944: 342, 344; 1964: 306, 307).
La crítica de Perpiñá Rodríguez con y contra la Wirklichkeitswissenschaft freyeriana se refería no sólo a su concreción educativa mediante el ideal español de hidalgo ascético (en clave de tipo de hombre encarnando valores éticos propios y únicos) sino, aparentemente, al contexto original de la introducción de Freyer en España a comienzos de los años treinta. De ahí el argumento de Perpiñá Rodríguez en torno a una nueva “sistemática de la contigüidad”. Se refería aquí a lo explicado por Freyer en cuanto a la “dualidad de valor de grado y valor de capa” (Zweiheit von Stufenwert und Schichtenwert) en el sentido de una delimitación y actuación recíproca (Verschränkung und Ineinanderarbeitung) característica de todas las formaciones de la realidad social (Perpiñá Rodríguez, 1952: 32; Freyer, 1944: 248, 258-259; 1964: 217, 227-228). La sociología como ciencia de la realidad integraba, de esta manera, los así llamados estratos de cualquier estructura social (capas/Schichten) frente al universalismo naturalista de los estadios de la evolución cultural (grados/Stufen). Según Perpiñá Rodríguez, estos estratos se encontraban en correspondencia eminente y preferente a las formas microscópicas de sociabilidad de acuerdo con un análisis científico “realista” de los sistemas de los valores sociales que identificaba como evidentes (respuesta bien sencilla) en cuanto a contenido significativo “específico de la sociedad” (Perpiñá Rodríguez, 1952: 32, 36; Freyer, 1944: 248, 258-259; 1964: 217, 227-228).8
Perpiñá Rodríguez se refería aquí a lo elaborado extensamente en la segunda sección de su Teoría de la realidad social al identificar una serie de supuestos errores. Siguiendo y ampliando a Scheler, argumentaba a favor de una “superación de la categoría del valor” mediante re-inversión de la relación jerárquica con respecto a la dimensión vital de la existencia humana. Basándose en Ortega y Gasset y Spranger, proponía a la religión como “coronación” de los valores en términos de perfecta expresión de la vida moral (Perpiñá Rodríguez, 1949: 416-435). Sintomática aquí era la instrumentalización puramente anti-weberiana de las explicaciones en torno a la necesidad de no hacer juicios de valor en el Verein für Sozialpolitik en 1913. Sacado de contexto, Perpiñá Rodríguez (1949: 287-288) deformaba la diferenciación de Weber entre libertad de cátedra y libertad de opinar en público (Weber, 1917: 44) como si fuera un argumento tomista contra el relativismo. Servía, así, para rechazar cualquier autonomía propia, es decir, valer “por sus propios méritos” que no fuera justificada desde el valor supremo de la religiosidad (Spranger).
De esta manera, quedaba reafirmado el contexto inicial de la recepción de Freyer en España, transferido por el círculo de la Revista de Occidente, que Perpiñá Rodríguez había trabajado algunos años antes exigiendo una investigación histórica de la “verdadera sociología de la Sociología (Freyer)” (Perpiñá Rodríguez, 1944b: 15, 43). Ya en esta ocasión calificó la sociología weberiana como una empresa inacabada por estar “ciega a los valores”. Además, el investigador del Balmes conectó la Beziehungslehre wieseniana directamente con la definición de la política de Carl Schmitt para identificar la contemplación del sustrato vitalista de la sociabilidad humana como “sustancialmente el objetivo de la Ciencia Política” (1944b: 20-21, 28, 34, 38-39).9 En 1949, concretó este anclaje de los conceptos amistad y enemistad de Schmitt explícitamente en los valores de la simpatía y antipatía de Scheler, criticando un “error de perspectiva” en Schmitt por entenderlos exclusivamente como criterios de lo político (Perpiñá Rodríguez, 1949: 357-358).
Conclusiones
A pesar del giro ideológico que imprimió el franquismo a la cultura y a la enseñanza, el eco del círculo de la Revista de Occidente se prolongó en la década de los años cuarenta. Algunas de sus aportaciones se habían introducido en el acervo de los gobernantes de la enseñanza. Estos también incorporaron las ideas de esas élites que pugnaban por orientar y configurar las instituciones del franquismo, que a su vez se correspondían con una idea de sociedad orgánica que canalizaba problemas recientes, como la crisis del sistema de la Restauración y la irrupción de las masas. A pesar de la tirante relación de Ortega y Gasset con el régimen, este enriquecimiento no atenuó los aspectos más radicales del franquismo. Lo cierto es que estas influencias también estaban en deuda con las corrientes europeas inclinadas hacia el autoritarismo. Este diálogo intelectual no lo alentaba, como en otros Estados autoritarios, una generación emergente, un grupo juvenil revolucionario, sino un sector veterano y experto en las lides de la cultura y la política. En todo caso, se trataba de una conversación intergeneracional, volcada a resolver el problema de la educación dirigida de la juventud.
Entre los objetivos prioritarios de Ibáñez Martín estuvo educar a una élite capaz de gobernar, de conservar la victoria y de evitar los errores intelectuales que se achacaban a los dirigentes republicanos. La mentalidad de los dirigentes de la nueva España los condujo a emprender una búsqueda renovada de ideales históricos. La figura del hidalgo acabó destacando sobre el conjunto. Ya fuera Don Quijote o cualquier otro caballero venido a menos pero cargado de virtudes, el caso es que el hidalgo fue traducido a la categoría de valor histórico permanente. Los ideólogos del régimen encontraron una relación entre este llamado “tipo ideal de hombre español” y el imperativo sociológico, percibido como una necesidad de los tiempos, de imponer una pureza y una disciplina doctrinal. En otro plano, se produjo un punto de inflexión respecto al escolanovismo imperante antes de la Guerra Civil, sin que llegara a desaparecer su técnica. En la práctica pedagógica cotidiana, donde pervivió la crítica al memorismo, la pedagogía ascética fomentó a nivel escolar la emoción a partir del ideal nacional y, en la universidad, la experiencia dirigida en la investigación. La priorización de la inspección ascética se refería a una ética absoluta del deber alimentada por el ideal de un tipo de hombre español concretado en la práctica educativa conjuntando al hidalgo obediente con el héroe que lidera. Este ideal absorbió las conclusiones más liberales de la pedagogía del periodo prebélico en paralelo al auge de un optimismo católico respaldado por la victoria en la contienda.
El hidalgo fue ofrecido también como alternativa española ante un horizonte internacional de degradación moral. Su virtuosismo aparecía como una referencia en un mundo trastocado por la guerra. En este sentido, se buscó fortalecer con su ejemplo la posición del franquismo en el concierto de las naciones. Esto era posible todavía porque, terminada la Segunda Guerra Mundial, el hidalgo, como la tradición considerada nacional, poseía una diferencia radical respecto a cualquier posible homólogo fascista o nacionalsocialista: su catolicismo. La idea de una “modernidad” española diferente fundamentaba este enfoque y permitía concebir su extensión universal. En los años siguientes, este horizonte se hizo aún más nítido si cabe. Contribuyeron a ello los intelectuales reunidos en torno a la que sería llamada Generación del 48, pero también los representantes nacionales en el ámbito de la sociología.
La construcción de este ideal de España abarcaba, a su vez, una paradoja: la deuda intelectual con un grupo de hombres, Ortega y Gasset y sus discípulos, que habían conectado primero a España con Europa. Esta transferencia dotó al primer franquismo de las herramientas para justificar esta faceta de la educación nacional. En concreto, la sociología dominante, freyeriana, que legitimaba los ideales normativos dando amplia continuidad a una metodología anti-weberiana. Según esta perspectiva, las naciones representaban ámbitos cerrados cuyo principio social formador seguía una teleología histórica. Ello exigía un salto en la conciencia colectiva mediante decisiones de valor, es decir, resoluciones de acuerdo con el contenido valorativo de lo que supuestamente representaba la verdadera voluntad histórica.
El Instituto Balmes de Sociología cumplió con la función encomendada por el Estado convertido en educador: ofrecer un soporte modernizador eficaz para su política. La sociología fue una herramienta clave de innovación de la educación. No debe sorprender que este esfuerzo intelectual fuera apreciado por sus impulsores y ejecutores como una constatación de que estaba en curso una renovación de la sociedad española que, en cuanto científica, era válida para todos, es decir, apropiada para alcanzar el ecumenismo postulado por los gobernantes españoles en la Europa de la posguerra mundial. Si en los años treinta y cuarenta Freyer había proporcionado una argumentación que permitió entender los hechos sociales en cuanto a la Historia, en las décadas siguientes la crítica de Perpiñá Rodríguez, recuperando a Spengler, Scheler y Spranger, apuntalaba sobre la base de la religiosidad el ideal educativo del primer franquismo.
Cabe destacar, finalmente, que la concreción del “tipo ideal de hombre español” mediante proyección normativa del hidalgo ascético, a su vez, contribuyó a frenar que la sociología en España avanzara hacia una sociología empírica-crítica. Esto fue debido también a su origen y perfil rotundamente anti-weberiano. Durante el primer franquismo, la idea de una sociología española propia estaba impregnada, ante todo, por la idea de validez metafísica del ámbito espacio-temporal singular de lo español. Este enfoque representaba un importante obstáculo para la diferenciación sistemática de la sociología frente a la filosofía y la psicología social.