Y no llamen fijeza
Al sitio donde se unen pasado y futuro.
T. S. Eliot, Cuatro cuartetos
Que el presente es cambiante y el futuro incierto puede aceptarse con relativa facilidad. No tanto así que el pasado no se fija de una vez y para siempre, sino que es igualmente susceptible de transformarse en función de las miradas y los intentos por imprimirle un nuevo significado. Nada de esto resulta inédito para la propia disciplina histórica, cuyas aportaciones suelen asociarse con el hallazgo, el enriquecimiento o la rectificación del conocimiento previo. ¿Qué sucede, no obstante, cuando esta operación se verifica en un territorio no académico ni especializado? ¿Cuál es el valor de aquellas formas de apropiación y reinterpretación elaboradas allende los círculos universitarios? Este par de preguntas, originado en un auténtico interés, cobra redoblada relevancia cuando se advierte el lugar, cada vez más amplio, que desde hace varios años ocupan en la arena pública las discusiones en torno al pasado. Se trate de discursos de gobierno, de movilizaciones colectivas o de llamados a atender los agravios del ayer, las referencias a los tiempos ya idos aparecen como casi una constante en nuestra vida en común. En una época marcada por el presentismo,2 según tiende a admitirse en los análisis acerca de la temporalidad contemporánea, ¿cómo comprender ese viraje en la atención hacia aquello que nos antecede, y qué nos indica sobre la experiencia del tiempo en nuestros días?
Con el propósito de explorar esas interrogantes, pero también de poner a prueba algunas propuestas de orden teórico, quizás vale la pena recurrir a un par de nociones que Hayden White, siguiendo a Michael Oakeshott, sometió a la discusión en el que resultó su último libro.3 Aludimos así a la distinción entre el ‘pasado histórico’ y el ‘pasado práctico’, categorías que corresponden a sendos modos de experiencia. El primero es el producto escrito de la actividad historiadora, es decir, el acto de convertir el curso de los acontecimientos en una secuencia de hechos, a partir de la evidencia disponible y de un método garante de objetividad. El resultado consiste en un sistema de postulados y narrativas por el que se dota al mundo de coherencia.4 Examinarlo como un fin en sí mismo no constituye, sin embargo, la única manera de aproximarse al pasado. Por el contrario, afirma Oakeshott, ahí donde éste
es tan sólo aquello que precede al presente, aquello de lo que surge el presente, ahí donde la relevancia del pasado radica en el haber influido a determinar los destinos presente y futuro del hombre, ahí donde el presente se busca en el pasado, y ahí donde el pasado se considera como un mero refugio ante el presente -el pasado involucrado es el práctico y no el pasado histórico.5
Desinteresado el uno, volcado a las exigencias cotidianas el otro, el pasado histórico y el pasado práctico corresponderían a fines y modos de experiencia en principio opuestos. A partir de esa distinción, con cuya precisión y utilidad analíticas buscamos experimentar, en las páginas siguientes nos detenemos en un ejemplo, representativo de las formas en que el pasado se ha hecho presente en los espacios públicos del México contemporáneo. Se trata de las polémicas y las movilizaciones colectivas que han suscitado los monumentos históricos en años recientes. Un caso en concreto servirá como hilo conductor de la reflexión -el monumento a Cristóbal Colón-, elegido en virtud de su carácter contrastante en términos de los grupos que intervinieron, los discursos que enarbolaron y los fines que perseguían. Más allá de su obvia actualidad, quizás tan efímera como la misma coyuntura en que se desarrolló, nos interesa su igualmente evidente capacidad para interpelar e incitar a la acción. En este sentido, exponer y discutir algunos pormenores que puntuaron este debate tiene por objetivo examinar el tipo de relaciones que se establecieron con el pasado y analizar cómo se modula el tiempo o los tiempos en nuestros días.
Con estos propósitos en mente, en la primera parte de este ensayo exploramos distintas formas de temporalidad, tal como se expresaron en los discursos anudados en torno a las estatuas de Cristóbal Colón. Valorar cómo en ellos se manifestaron aquellos modos de experiencia, designados tentativamente como ‘pasado práctico’ y ‘pasado histórico’, constituye el eje argumentativo de la segunda sección. Por último, hacemos un alto en la idea del ‘canon’, noción que subyace en las querellas sobre los monumentos y que quizás contribuya a esclarecer, no tanto qué se recuerda, sino qué se considera digno de recordar.
I. Tiempo de conservar, tiempo de protestar, tiempo de gobernar
Al reflexionar sobre los nudos entre memorias y experiencias en la urdimbre de una ciudad, Michel de Certeau señaló que “los edificios restaurados, viviendas mixtas que pertenecen a varios mundos, liberan a la ciudad de su aprisionamiento en una univocidad imperialista. Ahí mantienen, por más pintadas que estén, las heterodoxias del pasado”.6 Otro tanto es posible decir de los monumentos históricos, en cuya persistencia a través del tiempo radica su fuerza, pero quizás también una causa de su vulnerabilidad. Ello responde a que los objetos que fijan el pasado e inscriben en el paisaje urbano los hitos de un recorrido que se afirma común, difícilmente lograrán adaptarse al cambio ni hacer frente a nuevas exigencias de la sociedad.
Un ejemplo de ese cisma temporal aparece en los encendidos debates en torno a las estatuas de Cristóbal Colón, denunciadas desde hace varias décadas por parte de quienes ven en su figura el epítome y paradigma de los males del colonialismo, y, en particular, aquella vertiente que, en palabras de Frantz Fanon, “se orienta hacia el pasado del pueblo oprimido, lo distorsiona, lo desfigura, lo aniquila”.7 A la luz de este tipo de reclamos, la presencia del navegante en numerosas plazas y avenidas se habría vuelto anacrónica, cuando no falsificadora de una historia que esconde su violencia tras promesas civilizatorias.
Las embestidas contra los símbolos de dominación colonial no representan, desde luego, ninguna novedad, sino que se remontan por lo menos al siglo XIX, junto con la necesidad, por parte de los nacientes Estados en la región, de proyectar un nuevo orden y erigir una nueva identidad. La voluntad de destruir antiguas insignias se vio, pues, aparejada con el fervor de construir monumentos susceptibles de imprimir un sentido al cambio y de articular la acción colectiva. En ese contexto se inscribe, asimismo, la decisión de poblar los espacios públicos con efigies de Colón, considerado, según un estudioso de la época, como un agente benefactor, al haber ofrecido “libertad para los míseros indígenas subyugados por déspotas monarcas, de cuya tiranía fueron emancipados por la cruz y librados también por ella, de los horrendos sacrificios humanos”.8
A esa capacidad de conjugar universalidad, modernidad y potencial liberador responde que, de Vancouver a Buenos Aires, se haya celebrado al comerciante marino mediante estatuas talladas a su imagen y semejanza. Aquella que desde 1877 se erguía en el Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México, se debe a la iniciativa de Antonio Escandón y Garmendia, quien comisionó la obra a Charles Cordier, escultor francés que se había hecho a la fama gracias a su habilidad para representar figuras asociadas a la “etnografía”. Que con ese gesto de desprendimiento el empresario poblano buscara la simpatía del gobierno liberal o, más en concreto, alguna concesión ferroviaria, sigue siendo un tema sujeto a discusión en la historiografía.
A diferencia de los motivos que subyacen en la decisión de ofrecer un patrocinio, en torno al valor artístico de la obra prevalece un relativo consenso: si bien desde el momento de su inauguración tanto el imaginado parecido con el almirante como las proporciones entre escultura y basamento fueron objeto de algunas críticas, en general se reconoce el acierto en la composición y la gran calidad de su manufactura.9 A esas cualidades, y a su lugar de referencia en el catálogo artístico y cultural de la ciudad, se debe que, tras convocarse en redes a una movilización colectiva con el lema “lo vamos a derribar”, en octubre de 2020 las autoridades del gobierno de la Ciudad de México decidieran retirarla y solicitar el apoyo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) para llevar a cabo las labores de restauro programadas desde hacía algún tiempo.
Los daños, en efecto, se habían ido sucediendo y acumulando a lo largo de los años, en especial a raíz de las protestas con que, por lo menos desde 1989, se marca cada 12 de octubre: quema de ofrendas, huevos y piedras, pintura roja y consignas inscritas con aerosol, habían ido minando poco a poco el bronce y la piedra.10 Más aún, si ya en el pasado algún grupo de inconformes había colocado cuerdas para tirar y provocar su caída, en esta ocasión había indicios suplementarios de que la estatua no sobreviviría. Bastaba con lanzar una mirada hacia otras latitudes para conocer el destino que gravitaba sobre Colón, cuyos monumentos se habían ido removiendo de los espacios públicos, cuando no precipitando hacia el suelo, primero en Caracas en 2009 y más tarde en Buenos Aires, Los Ángeles, Santiago de Chile, Minnesota, Boston, Barcelona y Bogotá.11
Allende a la lógica que rige los medios modernos de comunicación, las reverberaciones en tan vasta geografía pueden interpretarse como un ejemplo de “memoria transcultural”, concepto que remite al carácter transnacional, híbrido, poscolonial, cosmopolita o global de ciertos recuerdos, entendidos como procesos mnemónicos que a la vez atraviesan y trascienden culturas. Más en concreto, el término hace referencia a la “incesante errancia [wandering] de portadores, medios, contenidos, formas y prácticas de la memoria, sus continuos ‘viajes’ y constantes transformaciones a través del tiempo y el espacio, a lo largo y ancho de fronteras sociales, lingüísticas y políticas”.12 La noción de memoria transcultural nos invita así a explorar distintas escalas de observación, en la medida que, si bien algunos recuerdos traspasan los confines nacionales, cada uno se actualiza en conformidad con las experiencias específicas de un individuo, un grupo, una sociedad.13
Desde una doble perspectiva es posible situar las estatuas de Colón en este amplio marco interpretativo. La más evidente corresponde a lo que podría considerarse como un triunfo de la pedagogía política decimonónica, la cual, además de establecer el “mito” del navegante, junto con la mayoría de los rasgos por los que hoy lo conocemos, logró erigirlo en origen de una historia común para las Américas. Sin embargo, no sólo “viajó” el referente histórico de una punta a la otra del continente; más cercanas en el tiempo, también lo hicieron las formas y las prácticas que acompañaron las protestas, con gestos y consignas tan semejantes que en ocasiones parecían surcos de una misma ola. El activismo desafiaba así las delimitaciones nacionales, al tiempo que se fortalecía con los ecos de la simultaneidad.
Junto a la rapidez y la extensión de las movilizaciones, aludir a una memoria transcultural permitiría dar cuenta de un aspecto suplementario, a saber, el magnetismo que ejerció esta figura histórica específica, por oposición a otros símbolos del poder colonial que también pueblan el espacio urbano. El tratamiento que mereció contrasta, por mencionar un ejemplo notable, con el que se deparó hace unos cuantos años a la estatua ecuestre de Carlos IV, conocida popularmente como El Caballito. Dada su explícita celebración del régimen imperial, llama la atención que, tras las fallidas labores de limpieza que en septiembre de 2013 dañaron la escultura, ni el personaje ni la escena conmemorados en aquel bronce fueron objeto de debate.
A favorecer la progresiva neutralización ideológica de la escultura ecuestre sin duda contribuyó tanto la excepcional factura de la pieza como los esfuerzos emprendidos desde el siglo XIX por obviar toda referencia histórica y conservarla “como un monumento al arte”, pero quizás también lo hizo su completa ausencia de los circuitos que alimentan la memoria, dentro y fuera de las fronteras nacionales.14 De ahí que si hubo quien aplaudió las manchas de color que desfiguraban el rostro del monarca, ello aparece sobre todo en insinuaciones, mientras que por lo alto se anunciaba que El Caballito -cuyo mote mismo sugiere la irrelevancia del jinete en el sentir popular- “nos pertenece a todos por igual”.15
A diferencia del relativo consenso que suscitó la escultura de Carlos IV, en torno a la estatua de Colón sólo hubo opiniones encontradas, divididas entre quienes exigieron restituirla en el Paseo de la Reforma una vez concluidos los trabajos de restauración;16 quienes abogaron por encontrarle un nuevo y más discreto emplazamiento, ora en un museo, ora en una plaza con menor significado y visibilidad; y, por último, quienes celebraron su extracción de la avenida, sin preocuparse del final destino que recibiría la pieza o, en unos cuantos casos, con la abierta esperanza de que se devolviera la pieza a un estado líquido.17 Las diferencias no sólo eran de motivos, fines y medios, sino que también revelan modos igualmente distintos de inscribirse en el tiempo.
Uno de ellos -el tiempo de conservar- se expresa en el concepto de ‘patrimonio’, que, de su origen en el lenguaje jurídico, como aquello que se hereda del padre, a su trasposición al ámbito colectivo, refiere al conjunto de bienes tenidos en común y a los que en principio se es acreedor, no en tanto individuo, sino como miembro de una comunidad mnemónica, es decir, unificada por las vías del recuerdo. Tradicional depositario de la soberanía, al Estado suele asignarse el deber de gestionar ese legado, concebido en términos de ‘posesión’ o ‘propiedad’ de una nación, y de garantizar su transmisión entre generaciones, sean éstas remotas, sucesivas o venideras.18
En su acepción decimonónica, sin embargo, el patrimonio no homologa los distintos tiempos históricos, sino que instaura una jerarquía explícita, al exigir que esa herencia se transmita al porvenir sin disminuciones ni cambios sustantivos. Tal es igualmente el mandato que durante largo tiempo sostuvo la teoría y la práctica profesionales de la conservación, cuyos avances suelen asociarse con la posibilidad de prevenir pérdidas, revertir daños y frenar el deterioro que resulta del correr de los días.19 Si bien los especialistas reconocen que no todo resto o marca encierra el mismo valor y, menos aún, que el conjunto pueda o incluso deba conservarse en su integridad, algunos principios vigentes, como los de ‘mínima intervención necesaria’ y ‘reversibilidad’, condensan, en más de un sentido, una escala de valores que favorece los derechos del pasado y del futuro por encima de los derechos del presente.20 ¿Cómo podría ser de otra forma, cuando sobre nuestro propio tiempo parece pesar la sospecha, la incertidumbre y las amenazas del error?
Una jerarquía temporal distinta se percibe, en cambio, en la voz de quienes impugnan los monumentos y exigen destituir los vestigios de un pasado considerado indigno, no tanto de ser recordado, cuanto conmemorado en los objetos que visten la ciudad. Las estatuas de personajes históricos -escribió en ese sentido Fabrizio Mejía- “son reverenciales, no referenciales”, aludiendo de este modo a la función moralizante que inspira su levantamiento, pero también a que, en la medida que están presentes en el espacio público, forman parte de nuestro presente.21
A ese efecto de simultaneidad en parte se debe que la figura de Colón se convirtiera en el epicentro de numerosas protestas y, en especial, aquellas que en las últimas décadas han encabezado agrupaciones indígenas. Por lo menos desde 1989, cuando la Coordinadora Nacional de Pueblos Indios hizo un llamado al entonces presidente Carlos Salinas de Gortari a declinar la participación de México en los festejos por los 500 años del Descubrimiento, cada 12 de octubre se escucha el reclamo de quienes, en ocasiones de manera explícita y otras tantas de forma implícita, se han reconocido como herederos, no sólo de las víctimas subyugadas bajo el poderío español, sino de un sistema apuntalado sobre la injusticia y la opresión. Desde este mirador, en el horizonte no hay más que presente.
El tiempo de conservar y el tiempo de protestar no fueron, sin embargo, los únicos que se articularon en torno a las estatuas de Colón, sino que a fijar la cita también contribuyó el tiempo de gobernar. Al hablar de memorias transnacionales y, en este caso, cuando se busca profundizar en el sentido político de las conmemoraciones, es importante recordar la necesidad de ajustar la escala y volver la mirada a la dimensión nacional y, en ocasiones, subnacional y local. Ello se debe, desde una perspectiva más concreta, a que son las normativas legales y los procedimientos institucionalizados, así como las tradiciones memoriales o los repertorios simbólicos de un país, una ciudad, una localidad, los que vehiculan y dan forma a esas experiencias temporales en el espacio público. En un sentido más teórico (y más interesante), igualmente responde a que no siempre las visiones de la historia, el tiempo y la política que animan a los actores concuerdan acompasadamente con lo que, en la mirada historiadora o, en general, especializada, aparece como el “espíritu de una época”.
Este desfase o, mejor dicho, esta no consonancia plena entre el discurso público político y el diagnóstico especializado de época comenzaba a verse con cierta claridad hace doce años, con ocasión del llamado Bicentenario (de la Independencia y de la Revolución). En aquel entonces, la visión oficial podía hacerse cargo gustosamente de la crítica a los grandes relatos, a la visión unificada del decurso histórico, a la historia partisana de buenos y malos, y a la versión teleológica de la historia nacional. Y ante la falta de una narrativa unificada alternativa, la salida fue la exaltación de la pluralidad (muchas historias, muchas comisiones), junto con la recuperación de episodios hasta entonces cuidadosamente marginados por la narrativa priista (guerras cristeras o memorias familiares de las víctimas de la Revolución). El llamado a la pluralidad y la diversidad se tradujo en la ampliación de la discusión entre expertos y la proliferación de historias públicas. Sin embargo, ello no pudo evitar cierta decepción masiva ante la ausencia de una exaltación memorial que marcara la continuidad con algún pasado común.22
En cambio, los pronunciamientos del gobierno actual revelan una visión que se define desde su ubicación en la Historia: es la gran Cuarta Transformación, una etapa nueva de un proceso unificado y progresivo, de donde extraeremos experiencias y fundamentaremos esperanzas.23 Si bien los diagnósticos especializados hablaban de presentismo y de crisis de la visiones unitarias, lineales y teleológicas de la Historia, habría que reconocer que de esas constataciones resulta difícil articular un discurso que vincule esperanza y responsabilidad, realismo y promesas de emancipación.
No es el momento de valorar ni de criticar esas narrativas ni de recurrir a categorías que parecen haber perdido todo alcance explicativo. De lo que se trata es sólo de señalar que desde el Ejecutivo hay, como no ocurría desde hace mucho, una “oferta de sentido temporal” que encuadra las iniciativas sobre el pasado a rescatar y sobre el futuro a construir. Hay un pasado que debe dejarse atrás, que es el más reciente; hay un pasado de los siglos XIX y XX signado por las luchas entre poderes morales antagónicos del cual podemos aprender; y hay un pasado más lejano aún, casi mítico, del cual es posible extraer prefiguraciones de una pretendida afirmación soberana. La Historia como maestra de la vida no ha muerto, y el pasado práctico puede y, es más, debe ser el verdadero pasado histórico.
¿Pero qué ocurre con esta gran oferta de sentido temporal cuando se especifica en el espacio urbano de la Ciudad de México? Por supuesto, la disciplina política y de partido hace que esta visión providencialista de la Historia tenga que aterrizar y enfrentar críticas más duras por parte de la academia, lo cual obliga a ajustar la presión conmemorativa a las exigencias, demandas y movilizaciones de otros actores. La cuestión se vuelve más compleja en tanto ambas instancias, la nacional y la local, se ven sometidas a una doble presión calendárica: la del calendario de las conmemoraciones (que, al parecer, tienen secciones que no derivan de la pura aritmética)24 y el calendario propiamente político (elecciones, término de mandato, etc.). La cuestión parece trivial, pero no lo es: que el sistema político produce tiempo puede aceptarse también por un no sistémico.
Falta agregar que ese tiempo político abre y cierra posibilidades de experiencias y de formas de participación y de opinión. Cómo se informan y se expresan en ellas el conocimiento histórico, producido desde la academia, y el saber práctico, dirigido hacia la acción, es la pregunta que nos ocupará a continuación.
II. Cristóbal Colón, entre el pasado práctico y el pasado histórico
Volvamos a la distinción entre pasado práctico y pasado histórico para reflexionar, desde un ángulo distinto, sobre los modos de experiencia que alcanzan a entreverse en las polémicas en torno a Cristóbal Colón. Según el argumento de White, el primero encontró un cauce en la literatura, una vez que la historia aspiró a erigirse en ciencia y aceptó sacrificar su compromiso ético en el altar de la objetividad. Ante la negativa a iluminar el presente, a la escritura literaria correspondería lidiar en nuestros días con esa dimensión del ayer irreducible a una secuencia de hechos y su consecuente interpretación, es decir, ahí donde intervienen la memoria, los sueños, la fantasía, la experiencia, la imaginación y, más en general, en todos los momentos que nos preguntamos, a la manera de Vladimir Lenin, ¿qué hacer?25 Pasado histórico y pasado práctico habrían quedado así al resguardo, si bien no privativamente, de sendos campos y oficios, el de los historiadores y el de los literatos.
A la luz de las diversas formas de difusión en que en nuestros días circula el conocimiento histórico, mismas que incluyen series de televisión, reconstrucciones fílmicas, documentales y biografías, entre otras, resulta imprescindible subrayar que ambos modos de experiencia no suelen presentarse en su pureza, sino que constituyen, a lo sumo, distinciones analíticas o tipos ideales.26 Ese entrecruzamiento se observa, asimismo, en la novela histórica, género que, por cierto, en numerosas ocasiones ha tomado la vida de Cristóbal Colón como hilo de una trama sólo a medias fantasiosa. De Lope de Vega a Alejo Carpentier, pasando por Jean-Jacques Rousseau, Alphonse de Lamartine, Julio Verne y Paul Claudel, su figura inspiró relatos que intentaron imaginar y traducir una experiencia reservada a menos de unos cuantos: la de avizorar por vez primera un mundo nuevo.
Junto al deseo de concebir y transmitir la excepcionalidad de esa vivencia, otro motivo explica, al menos en parte, el recurso a la ficción en las reconstrucciones biográficas o noveladas de la trayectoria y personalidad del almirante. Hacemos así referencia al carácter oscuro y esquivo de un hombre que al parecer se preocupó por borrar sus propias huellas, al grado de que como testimonios autógrafos de su existencia subsisten apenas unos cuantos documentos, entre los que destacan unas cartas, un diario de navegación, glosas dispersas y su llamado Libro de las Profecías. No obstante, nada de ello ha bastado para poner un coto a su ambigüedad ni a una proliferación de conjeturas más o menos informadas.
De admitir que verdad factual y verdad literaria se confunden sin resquicios en la biografía de Cristóbal Colón, tal vez admire menos que la polémica sobre los monumentos erigidos en su memoria trascendiera los espacios estrictamente académicos y que en ella intervinieran miembros de distintos grupos de la sociedad. Menos aún sorprende que el pasado práctico y el pasado histórico, lejos de contraponerse, se alimentaran mutuamente. Ello aparece de un modo especial en los llamamientos de algunos detractores de la estatua, quienes extrajeron del saber especializado los principales soportes de su argumento.
Esto se advierte, por ejemplo, en que las acusaciones de Bartolomé de las Casas sirvieran para sostener que Colón, impulsado por la crueldad y la codicia, redujo a una brutal esclavitud a los habitantes del Nuevo Mundo, o en que los trabajos de Ramón Iglesia se asomaran en la sospecha de que, bajo el manto de la evangelización, se escondía la hipocresía religiosa y un pragmatismo inmoral. Tanto los hallazgos arqueológicos como los razonamientos de Edmundo O’Gorman se adujeron para afirmar que “Colón no descubrió América”, mientras que de los estudios de Enrique Semo se concluyó que con la llegada del almirante dio inicio una época marcada por el dominio, la explotación y el racismo.27 Nada había, pues, que celebrar en su figura ni, mucho menos, que lamentar de su expulsión de la avenida.
Entre los historiadores que se pronunciaron sobre el tema, más de uno aplaudió la iniciativa, en la medida que permitía preservar la estatua y dar pie a nuevas narrativas. En un mismo gesto, afirmó en ese sentido Martín Ríos, historiador medievalista, se reconocía el valor del monumento y se daba espacio a otras voces.28 A semejanza de los análisis que en una coyuntura análoga se escucharon en otras geografías, no faltaron, desde luego, quienes lamentaron las ausencias de matiz en los llamados a derribar la escultura y, sobre todo, lo que se interpretó como una evidente displicencia ante las complejidades del pasado.29 A recordar que los actores históricos no están hechos de una pieza, que las grandes transformaciones no ocurren en un solo día, y que resulta por demás simplista reducir los procesos a un enfrentamiento entre buenos y malos, mártires y verdugos, naturales y extranjeros, se dedicó más de un alegato. En ese sentido, el problema no radicaba tanto en la exactitud de los datos enunciados -por ejemplo, que Colón fuera efectivamente un esclavista y un explotador-, sino en que se privilegiaban unos cuantos rasgos en detrimento de otros. Al desconocer el contexto de sus acciones y decretar que su figura no merecía inscribirse en las páginas -o glorietas- de la historia, se imponía una versión maniquea, falsificadora e impostada del recorrido nacional.30
En el acto de sentenciar a los personajes del ayer se ha reconocido una expresión de la creciente tendencia a judicializar los tiempos ya idos, la cual no sería, a su vez, sino un signo del presentismo que caracteriza nuestros días. Un nuevo sentido de la temporalidad, consistente en experimentar la presencia del pasado en el presente, habría abierto a la posibilidad de instituirse en árbitros y arrogarse la facultad de juzgar cualquier acción o momento pretérito mediante los valores imperantes en la actualidad. Además de incurrir así en toda suerte de anacronismos, según denunciaron quienes abogaban por mantener los monumentos en su emplazamiento original y comprenderlos en el contexto en que fueron erigidos, el gesto revelaría la soberbia de la edad contemporánea, convencida de su propia superioridad ética y moral. Sin embargo, desde una perspectiva histórica, si algo quedaba en claro es que “por buenos que nos creamos, seremos los infames de mañana”.31 Alguna certeza -y quizás también un resabio de justicia- cabía pues en la historia.
No deja de llamar la atención que, como parte de este debate, cada uno de los grupos o posiciones en discordia acusara al oponente de ineptitud para entender los ritmos y sentidos del tiempo. ¿Quiénes, en efecto, pecaban de anacrónicos? ¿Los que insistían en mantener en los espacios públicos aquellos monumentos con que ya no se comulgaba? ¿O, por el contrario, quienes se negaban a reconocer en ellos la alteridad de un pasado tan distante como ajeno? En los argumentos que esgrimieron unos y otros se sobrentienden un par de epítetos que calificarían la pretendida falla de sintonía temporal: ‘reaccionario’ correspondería a quienes se resisten a aceptar los cambios que suscita la marcha de la historia, ‘premoderno’ a quienes retroceden hacia formas primitivas o precientíficas de concebir el pasado. Por consiguiente, en ambos casos se puso en movimiento aquello que María Inés Mudrovcic designó como ‘políticas del tiempo’, esto es, el “conjunto de operaciones que, a la vez que sancionan lo que es propio o característico del presente, construyen un ‘otro’ excluyéndolo diacrónica o sincrónicamente de ese presente”.32
En esa pugna por definir qué o quiénes conforman lo contemporáneo, no en una acepción cronológica, sino de concordancia con las exigencias admitidas del ahora, el carácter plural de las relaciones con el tiempo quedó de manifiesto. Amén de subrayar las distintas maneras de articular la triple dimensión temporal, el análisis sugiere una densidad al interior de cada estrato, sin que en ningún momento prive la homogeneidad. De esta manera, así como el presente no se establece a partir de la mera coexistencia ni la llana simultaneidad, tampoco la distancia frente al ayer está simplemente dada, como una separación que surja de modo espontáneo o “normal”. Según recuerda con acierto Victoria Fareld, lejos de constituir el resultado natural de un procedimiento necesario, la otredad defendida por los historiadores “no es algo que pertenezca al pasado en cuanto tal; es algo que se produce como efecto de cierta crononormatividad”.33
Señalar el carácter construido del pasado histórico no significa, desde luego, renunciar a los esfuerzos por alcanzar una comprensión plena desde las coordenadas que van orientando a la propia disciplina. En cambio, sí supone admitir que el valor histórico se fija desde diferentes vertientes, con análogas pretensiones de legitimidad; igualmente implica advertir que la historia, en la medida que se funda en operaciones normativas, hunde sus raíces en una especie de ‘pasado práctico’ y puede propiciar la acción, así sea de modo involuntario o subrepticio. De ahí que sustraer los monumentos de las luchas que embargan el presente tal vez sólo sea posible cuando, por encima de otras formas de apreciación, prevalece el valor de lo antiguo.34 Emancipar a sus objetos de la contingencia y colocarlos en una dimensión atemporal constituye, hasta cierto punto, la tarea que en la edad moderna se ha asignado al canon.
III. El canon puesto a prueba
Entre narratividad y arquitectura, sostuvo Paul Ricoeur, es posible reconocer un estrecho paralelismo: aquel que se manifiesta en su función configuradora, sea en el tiempo, sea en el espacio. En tanto síntesis de lo heterogéneo, en efecto, una y otra se desenvuelven a partir de operaciones análogas que, en su conjunto, nos permiten orientarnos y prestar un significado a nuestra vida individual y colectiva. De esa manera, mientras que al acto narrativo corresponderían tres momentos o dimensiones -prefigurar, configurar y refigurar-, otros tantos estructuran nuestras relaciones con los medios urbanos, a saber, el habitar, el construir y el reinterpretar. No se agotan ahí, sin embargo, los términos de la comparación entre ambos campos, sino que, en opinión de Ricoeur, relatos y ciudades serían fenómenos “intertextuales”, en la medida que textos o edificios, por azar de la contigüidad, se confrontan sin cesar con otros más, siempre distintos, en un paisaje que ellos mismos modifican y que a su vez nunca deja de cambiar. Con todo, en ningún aspecto aparece tan claramente la cercanía entre narratividad y arquitectura como en aquellos lugares organizados de modo representativo y que, en consecuencia, se prestan a la lectura en un sentido casi literal. “La monumentalidad - afirmó- asume entonces una mayor significación etimológica, que acerca el monumento al documento”.35
Aunque el respectivo funcionamiento de escritura y traza urbana depende de códigos y modos de configuración específicos, la legibilidad constituye, en efecto, un rasgo fundamental de los monumentos históricos, entendidos como “composiciones cívicas que nos enseñan acerca de nuestro patrimonio nacional y nuestras responsabilidades públicas, al considerar que el paisaje urbano es la materialización emblemática del poder y la memoria”.36 La posibilidad de aleccionar a súbditos o a ciudadanos estaría, pues, supeditada a la habilidad para inscribir y hacer reconocible un relato edificante y capaz de instruir sobre los actores y los momentos decisivos en el devenir de la nación como sujeto colectivo.
Durante largos años el Paseo de la Reforma ofreció un ejemplo notable de este tipo de pedagogía histórica, al representar, en los conjuntos escultóricos que ornaban sus sucesivas glorietas, diversos hitos de la gesta nacional. Desde esa perspectiva, la estatua de Cristóbal Colón, el monumento a Cuauhtémoc y la columna de la Independencia, en su secuencia espacial, ofrecían a transeúntes y automovilistas un recorrido, no sólo a través de un pequeño tramo de la ciudad, sino de varios siglos en el tiempo. De ahí que cuando se retiró al primero, también se efectuó una recomposición de la trama por la que hasta entonces se había articulado el pasado compartido de los mexicanos, al menos en la versión liberal labrada en bronce en el tránsito entre los siglos XIX y XX.37
Resultaría relativamente sencillo considerar la remoción de Colón en esta y otras avenidas en el continente americano como una etapa más de ese proceso por el que poco a poco han perdido vigencia los llamados ‘grandes relatos’, es decir, aquellos discursos totalizantes y omniabarcadores que pretendían dar cuenta de la marcha de una sociedad, cuando no del mundo en su conjunto. No obstante, a la luz de los problemas aquí planteados, de un mayor interés y provecho parece acotarla a las discusiones en torno al canon que, en relación con la historia, refiere a
una narrativa dominante, conformada por un abanico de hechos e interpretaciones históricos seleccionados que han sido reconocidos por los miembros de una comunidad para representar su pasado común, asumiendo cierta continuidad entre los protagonistas canonizados y quienes reconocen el pasado representado.38
Circunscrito en lo esencial a los desafíos de la enseñanza, el conflicto se dirime entre quienes postulan abolir el canon, en tanto antigualla obsoleta, excluyente y condenada al fracaso; quienes sugieren ampliarlo, al incluir nuevas voces y dar cabida a la pluralidad; y, finalmente, quienes abogan por la necesidad de mantenerlo, debido a su carácter articulador en términos de identidades y de un conocimiento compartido.39 Ahora bien, qué enseñar y cómo hacerlo constituyen, igualmente, dos preguntas que subyacen en los monumentos históricos, cuya existencia misma responde y presta sustento a su pretendida ejemplaridad. A ello se debe que, con argumentos análogos a los que toman el canon por objeto, durante la polémica sobre las estatuas se discutiera cuáles personajes merecen exhibirse sobre un pedestal.
Con estos elementos en mente resulta comprensible que, tras anunciarse que la escultura de Colón no volvería a la glorieta homónima, las disputas en torno a la memoria encontraran un nuevo asidero en la figura o pieza que debería reemplazarla. Más que derivar de algún mítico horror vacui, la inesperada vacante en el Paseo de la Reforma ofrecía la oportunidad de pasar lista a los valores vigentes, de tal modo que pudieran traducirse en símbolos acordes con el sentir y los ideales de la sociedad de nuestros días. A juicio de las autoridades capitalinas, uno y otros se cifraban en el deseo de descolonizar el imaginario urbano y recuperar el pasado indígena, reconocido como el auténtico origen del país.
A ello se abocaron diversas iniciativas que, con ocasión de los 500 años de la caída de Tenochtitlan, incluyeron cambiar los nombres de la avenida Puente de Alvarado y del Árbol de la Noche Triste -hoy Árbol de la Noche Victoriosa-, así como invitar a interpretar la conquista como una invasión, concepto que contempla la misma serie de acontecimientos, pero desde el mirador de los vencidos. En cuanto al pedestal vacío, por su parte, se propuso erigir en su lugar un monumento dedicado a la mujer indígena, en un gesto considerado como un acto de justicia histórica: el de las víctimas enaltecidas, por oposición a su verdugo. Sin embargo, al decir de Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la Ciudad de México, no sólo se trataba de saldar cuentas con el pasado, sino de la posibilidad de imaginar futuros distintos, según explicó en un discurso, pronunciado al recibir las firmas que apoyaban el relevo:
Sin duda Colón significó un cambio en la historia del mundo, pero cómo entendemos ese cambio es lo que hoy nos cuestionamos. Colocar a una mujer y en particular a una mujer indígena en este lugar implica empezar a replantear la mirada histórica. Implica empezar a contar la historia desde otro lugar. Implica colocarnos frente a nuestro pasado y, por tanto, frente a nuestro presente y futuro, desde la mirada de la mujer indígena como parte esencial de la historia de este continente. Implica también que generaciones de mujeres presentes y futuras puedan reconocerse como hacedoras de la historia. Ese es nuestro cambio de conciencia.40
Pese a la voluntad de ampliar el repertorio de protagonistas y esculpir en piedra relatos más incluyentes, las dificultades de concebir lo nuevo y proyectar un porvenir distinto se hicieron evidentes en las críticas proferidas casi de inmediato contra la propuesta. Si bien los medios elegidos fueron poco afortunados, esto es, el haber en un inicio comisionado la pieza a un varón sin vínculos con los pueblos originarios, los problemas eran de fondo y no sólo de forma.41 Una de las críticas consistía en que, lejos de suponer una brecha abierta al futuro, en ese gesto se percibió la mueca hiriente del pasado, tal como aparecía en la imposición, por parte del Estado, de una figura que pretendía, desde fuera, prestar homogeneidad, coherencia y unidad a un grupo diverso, plural y cambiante.
Además de hablar en nombre de otro, el proyecto se calificó como una versión trasnochada de la retórica indigenista, aquella que hace más de cien años se apropió los símbolos reconocidos de las comunidades indígenas, mientras que, con violencia, intentó someterlas a los dictados de la modernidad. Por esos motivos, en opinión de Josefa Sánchez Contreras, originaria de San Miguel Chimalapas y estudiosa de las culturas mesoamericanas, “de las estatuas de Cristóbal Colón del siglo XIX a un monolito olmeca del siglo XXI no hay más que una continuidad del colonialismo que se adapta a nuestro tiempo”.42 La misma lógica combatida desde los discursos de gobierno se replicaba nuevamente en los actos.
Junto a una crisis del tiempo, expresada en la impotencia para escapar al carácter circular del presente, el episodio puso de manifiesto aquello que se conoce como crisis de la representación, en el doble sentido político y estético. Quién tiene el derecho de representar a la mujer indígena, qué significa esta noción y cómo traducirla en una imagen justa, respetuosa y digna, fueron algunos de los dilemas que planteaba la propuesta. Ajena a los preceptos de la abstracción que por lo menos desde hace medio siglo se privilegian en la confección de monumentos y memoriales, que esta última apostara por una estética figurativa no hizo sino exacerbar el conflicto: a diferencia del arte abstracto, susceptible de representar principios, grupos o programas sin necesidad de recurrir a una imposible mímesis, la literalidad del nuevo monumento apelaba a un referente explícito. Con ello, la escultura invitaba a identificarse de manera individual y no colectiva, con lo cual precipitó su propio fracaso. Si algo imitaba, era la misma fuerza canónica y colonizadora de su precedente inmediato.
Dada la dificultad de resolver esa suma de contradicciones, apenas sorprende que en nuestros días se haya anunciado “el fin de la monumentalización del pasado”.43 Una prueba radicaría en la creciente tendencia a erigir antimonumentos, ahí donde se busca conmemorar un pasado envuelto en el dolor y la violencia, sin sucumbir a la misma lógica y presupuestos en que uno y otra se cimientan. A ello responde que, a diferencia de las formas tradicionales con que suelen vestirse los espacios públicos, los antimonumentos busquen provocar, en lugar de consolar; se afinquen en la contingencia, por oposición a la pretendida estabilidad de la historia; subrayen el cambio y disuelvan las certezas; interpelen al observador y lo conviertan en participante activo, susceptible de intervenir e inscribir su propia marca en el objeto exhibido; renuncien a permanecer inmutables; no sólo se resignen a desaparecer, sino que adopten la evanescencia como su razón de ser y su destino. Por todo ello, a juicio de James E. Young, de quien tomamos este conjunto de caracterizaciones,
Al disiparse en el transcurso del tiempo, el antimonumento imitaría la propia dispersión del tiempo y se asemejaría más al tiempo que a la memoria. Nos recordaría que la noción misma de tiempo lineal supone la memoria de un momento pasado: el tiempo como la distancia perpetuamente medida entre este momento y el siguiente, entre este instante y un pasado recordado. En este sentido, el antimonumento nos pide reconocer que el tiempo y la memoria son interdependientes, en un flujo dialéctico.44
Expresión de una experiencia semejante fue la “antimonumenta” que el 25 de septiembre de 2021 un grupo de activistas dispuso sobre el pedestal ya entonces desasido del navegante y los cuatro frailes que lo acompañaban en el basamento. Se trataba de una pieza construida en madera, de 1.90 metros y de color morado; con un vestido que alcanzaba las rodillas, el cabello recortado hacia mitad del cuello y con un puño en alto, la figura representaba, según reivindicó el colectivo feminista, a “las mujeres que luchan”. En su fragilidad, visible tanto en la silueta como en los materiales elegidos, la escultura efímera se erguía como un grito de protesta ante las injusticias, la violencia y los feminicidios, a la vez que celebraba e invitaba a la resistencia. Se ofrecía, pues, como un tributo a la memoria de las víctimas y como un llamado a combatir por un futuro distinto, aquél en que el género ya no constituya un índice de vulnerabilidad.45
En una época marcada por identidades fragmentadas y avara en proyectos en común, la estatua de Cristóbal Colón y su potencial reemplazo ejemplifican las dificultades para establecer vínculos entre los distintos grupos de la sociedad y para tejer narrativas que articulen, de manera conjunta, su pasado, su presente y su futuro. Por ello, casi como un milagro se consideró el reciente hallazgo en la Huasteca Veracruzana de una escultura femenina, perteneciente al Posclásico tardío (1450-1521 e.c.) y en cuyo tocado, postura y atavíos se han reconocido los signos distintivos de una gobernante.46
Denominada “la joven de Amajac” debido al sitio en que se le descubrió, en tanto representación espontánea y no impuesta, la figura parecía resolver un segmento importante de las críticas dirigidas contra el proyecto inicial. Más aún, que se tratara de una mujer detentora de poder abonaba a las ambiciones de mostrar otros modelos de feminidad y de relación entre los sexos. Ni colonialista ni patriarcal, la estatua pretendía ser inobjetable, meta que hasta el momento que escribimos estas líneas más o menos se ha cumplido, salvo entre quienes, allende a los criterios de género y etnicidad, señalaron su lugar de privilegio en la jerarquía económica y social.47 Sólo el paso del tiempo dirá si, una vez que se coloque una réplica agrandada en el Paseo de la Reforma, tal como se ha anunciado, la escultura logrará integrarse en el antiguo canon, dar pie a la conformación de uno nuevo o suscitar renovados llamados a descanonizar los espacios públicos.
A modo de cierre: la doble faz del presentismo
Al examinar los debates que en fechas recientes han rodeado ciertos monumentos históricos, resulta casi inevitable que las reflexiones de Friedrich Nietzsche acudan a la mente. En la muy citada y visitada segunda Consideración intempestiva, identificó tres maneras de encarar el pasado que recuerdan, desde más de una perspectiva, las distintas posturas que asumieron los polemistas de nuestros días. La primera corresponde a la historia monumental, cultivada para servir a un presente con ansias de grandeza y eternidad; pese a su optimismo, fundado en la convicción de que los logros del ayer son reproducibles en el ahora, este tipo de acercamiento carecería de veracidad, debido a que generaliza e iguala al buscar homologar realidades distantes.
La historia anticuaria, por su parte, se caracterizaría por conservar toda huella y vestigio producido en otras épocas en beneficio de las generaciones del mañana; si con ello apuntala las identidades, da continuidad a las tradiciones y presta cohesión a las comunidades, también petrifica la vida y se muestra incapaz de promover el cambio. Por último, la historia crítica permitiría cortar los hilos que unen a los tiempos ya idos; aligera y libera el presente, pero se niega a sí misma al rechazar su propio origen.48
Que las tendencias observadas en el siglo XIX parezcan replicarse en el XXI no significa, desde luego, que nos hallemos ante el retorno de lo mismo, en gran medida porque las condiciones que habilitan la experiencia son hoy radicalmente disímiles. A la necesidad de frenar y poner límites a una historia que todo aparentaba abarcar, tal como sostuvo Nietzsche en su momento, se ha sustituido una muy distinta: la de articular, de manera significativa, pasado, presente y futuro. A esta crisis de la temporalidad quizás puedan atribuirse los renovados intentos por repensar el propio tiempo, así como por hallar al menos unas cuantas líneas de continuidad.
Uno de esos esfuerzos aparece en la distinción entre ‘pasado histórico’ y ‘pasado práctico’, modelo teórico que revela, casi tanto como oculta, diferentes maneras de insertarse en el flujo temporal. De ahí que, pese a habernos servido como punto de partida y permitido subrayar ciertos aspectos del debate, su utilidad para el análisis fuera más bien limitada, puesto que en realidad ambos modos de experiencia se entrecruzan sin cesar. Y aunque planteados como tipos ideales, referirse aisladamente a uno u otro tiende a opacar, en los hechos, tanto la riqueza en perspectivas de la historia como las contradicciones al interior de aquellos movimientos sociales que impulsa la memoria.
También el presentismo en tanto diagnóstico de época surgió más de una vez en el curso de la reflexión. Su eficacia como marco interpretativo se hizo evidente en la posibilidad de entender mejor, desde el plano de la temporalidad, no sólo algunos motivos que condujeron al cuestionamiento o defensa de ciertos monumentos, sino las dificultades para idear una propuesta innovadora de cara al futuro. Aludir a las disyuntivas que enfrenta el canon histórico, en general menesteroso de duración y permanencia, se ofreció a la vez como un ejemplo y como una analogía de los desafíos que se yerguen ante cualquier tentativa por promover el recuerdo en momentos signados por la aceleración, la caducidad y la contingencia.
Reconocer el potencial crítico del diagnóstico sobre el presentismo no debe presuponer, sin embargo, parálisis melancólica ni cancelación del futuro. Por el contrario, la conciencia de vivir un tiempo efímero, incierto e inestable ha inspirado propuestas para hacer nuestras las fuerzas irresistibles del cambio. Así, por mencionar un par de ejemplos, contra la noción del patrimonio como conjunto cerrado, finito y dado de una vez y para siempre, desde el campo de la arqueología se ha invitado a concebirlo como un “recurso renovable”, es decir, susceptible de adquirir nuevos usos y significados a partir de intervenciones activas y responsables.49 De manera análoga, al concepto de conservación, entendido como el mandato de restituir y preservar intacto el pasado en el presente, se ha contrapuesto la idea de una “reutilización adaptativa” o “adaptable”, misma que permitiría adecuar y hacer significativo ese legado a la luz de las necesidades y posibilidades de nuestros días.
Aunque de claro signo presentista, ambos ejemplos revelan el deseo de insertarse resuelta y creativamente en las coordenadas del actual régimen de historicidad. Por ello, parte del reto consiste, en palabras de Caitlin DeSilvey, en “encontrar maneras de habitar el cambio, en lugar de negarlo o neutralizarlo, y encontrar significado en la transición, la transitoriedad y la incertidumbre”.50 Quizás ahí hallemos, no sólo un rostro más amable del presentismo, sino nuevas maneras de vivir en el mundo y de experimentar el tiempo.