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vol.8 issue34PresentaciónLa política social en América Latina: diez dimensiones para el análisis y el diseño de políticas author indexsubject indexsearch form
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Papeles de población

On-line version ISSN 2448-7147Print version ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.8 n.34 Toluca Oct./Dec. 2002

 

Hacia una nueva visión de la política social en América Latina. Desmontando mitos

 

Bernardo Kliksberg

 

Universidad Nacional de Buenos Aires

 

Resumen

El artículo tiene como objetivo plantear las limitaciones de la política social vigente en América Latina, en el contexto actual de las transformaciones económicas, sociales y políticas, y proponer algunas claves para enfrentar la situación de deterioro social imperante.

El trabajo analiza las tendencias de algunos de los problemas que más afectan a la región, particularmente, la pobreza y la desigualdad social, el deterioro del empleo, la situación crítica de la infancia, el acceso a servicios de salud y educación y la violencia e inseguridad pública.

El planteamiento central del autor gira en torno a la necesidad urgente de pensar una nueva política social que articule ética y economía, y rompa con ciertos mitos o percepciones erróneas respecto del rol supuestamente superfluo de la política social, sustentado en la idea neoliberal de que "la única política social es la política económica". En contraste, reivindica el papel del Estado y la participación de la sociedad civil y destaca sus potencialidades para un desarrollo social integral y sostenible.

 

Abstract

This article shows the social policy limitations in Latin America in the current context of economic, social and political transformation. It later proposes some ideas to cope with the regional social deterioration problem. It starts by analyzing the tendencies of some social problems affecting the region -poverty, social inequality, job deterioration, access to health and education, the status of the infant population and violence and insecurity. The author's argument states that it is necessary to establish a new social policy that can enclose Ethics and Economics, and that can distance itself from current myths and misconceptions about the superfluous role of social policy —an idea implicit in the neo-liberal premise that the only social policy is economic policy. The author then points out the importance of the State and society participation in social policy for achieving a sustainable and integral social development.

 

América Latina en conmoción

El New York Times llama la atención, en reciente nota especial de primera página, sobre la delicada situación de América Latina (Foro, 13/julio/02). Señala que hay un descontento generalizado, que "los sueños económicos se han transformado en despidos y recesión".

Resalta que

millones están haciendo sentir sus voces... contra el experimento económico de la última década... Muchos creen que las reformas han enriquecido a funcionarios corruptos, y multinacionales de rostro desconocido y han fallado en mejorar sus vidas.

En similar dirección señala Birdsall:

Las encuestas de opinión pública a fines de la década de 1990 demostraron que los latinoamericanos sentían que sus economías no marchaban bien, que su calidad de vida era peor que la de generaciones anteriores, y que la pobreza alcanzaba índices sin precedentes (Birdsall, 2001).

La Comisión Económica para América Latina (Cepal, 2002) plantea que "la situación existente en 2002 pone claramente en evidencia la brecha surgida entre las expectativas del nuevo modelo económico aplicado en la región durante el decenio de 1990 y las perspectivas actuales de crecimiento". Estima en el 2002 una caída del producto interno bruto de 0.8 por ciento, una reducción de 1.5 por ciento en las exportaciones, y nuevas disminuciones en las inversiones externas. Mathews y Hakim (2002) describen la situación general en los siguientes términos: "a fines de la década de 1990 el futuro de América Latina aparecía sombrío en razón de cuatro grandes problemas: crecimiento lento e irregular, pobreza persistente, injusticia social e inseguridad personal". Señalan que a lo largo de 10 años los países "habían procurado aplicar con considerable vigor las diez políticas económicas que conforman el Consenso de Washington... pero los resultados estuvieron debajo de las expectativas y se hizo necesario un nuevo enfoque".

Los análisis de muy diversas fuentes indican una América Latina en profunda conmoción. La evolución de los hechos ha generado fuertes protestas sociales en numerosos países de la región que toman formas diferentes de acuerdo con los contextos históricos; sin embargo, existen al mismo tiempo datos esperanzadores. De acuerdo con las encuestas, a pesar de los graves problemas económicos, la gran mayoría de los latinoamericanos respalda firmemente el proceso de democratización emprendido por la región. En un mundo donde sobre 190 países, sólo 82 son democracias, América Latina aparece como una de las áreas del orbe con más avances en este campo. Los datos económicos críticos destruyeron buena parte de la "ilusión económica", pero no han doblegado la ilusión de la democracia. El Latinbarómetro (2002) señala que lejos de caer en tentaciones autoritarias, en 14 países de la región el apoyo a la democracia creció a pesar de la crisis. Un caso muy significativo es el de Argentina. Pese a los dramáticos quiebres económicos y sociales el apoyo a la democracia creció en el último año. Un reclamo muy concreto parece surgir de estas tendencias. Los latinoamericanos, en amplias proporciones, no están pensando en dejar de lado la democracia, no están pidiendo menos democracia, sino más democracia. Una sociedad civil cada vez más articulada y activa está exigiendo participación ciudadana real en el diseño de las políticas públicas, su implantación, transparencia, control social, profundizar la descentralización del Estado y metas semejantes.

Esa combinación, de una situación muy delicada con la búsqueda afanosa de soluciones a través de la democracia, abre muy importantes posibilidades de acción para políticas renovadoras. Urge pensar en nuevas ideas en aspectos cruciales, entre ellas: cómo diseñar políticas económicas con rostro humano, cómo articular estrechamente las políticas económicas y las sociales, como mejorar la equidad en el continente más desigual de todo el planeta, cómo llevar adelante alianzas virtuosas entre Estado, empresas y sociedad civil en todas sus expresiones para enfrentar la pobreza. Una interrogante de fondo es la de cómo recuperar una reflexión que ligue ética y economía, iluminando desde los valores éticos el camino a seguir y recuperando la ética como un motor del proyecto de desarrollo.

La política social es un actor estratégico del futuro en sociedades tan golpeadas por la pobreza.

Si la sociedad en su conjunto tiene una visión apropiada de su rol, se adoptan las políticas apropiadas y se gerencian con efectividad su contribución puede ser fundamental. Si por el contrario la visión es errónea y da lugar a políticas débiles y aisladas, el deterioro social seguirá aumentando con riesgos graves de implosión.

 

Algunas tendencias preocupantes en el campo social

La protesta social en crecimiento en América Latina tiene bases muy concretas. Las tendencias observables inquietan profundamente, e implican serias dificultades en aspectos clave de la vida cotidiana para grandes sectores de la población. Entre ellas destacan las que se presentan resumidamente a continuación:

La pobreza crece

Según la Cepal (2001), la población ubicada por debajo de la línea de la pobreza representaba 41 por ciento de la población total de la región en 1980, cifra muy elevada en relación con los promedios del mundo desarrollado y de los países de desarrollo medio. Portugal, el país con más pobreza de la Unión Europea, tiene 22 por ciento de población pobre. La cifra empeoró en las dos últimas décadas y el porcentaje de pobreza latinoamericano pasó a 44 por ciento de una población mucho mayor, en 2000.

Los estimados nacionales indican que la pobreza tiene una alta presencia en toda la región con muy pocas excepciones. En Centroamérica son pobres 75 por ciento de los guatemaltecos, 73 por ciento de los hondureños, 68 por ciento de los nicaragüenses, y 55 por ciento de los salvadoreños. Es pobre 54 por ciento de la población peruana, más de 60 por ciento de la ecuatoriana, 63 por ciento de la boliviana, y se estima que más de 70 por ciento de la venezolana. En México es no menor a 40 por ciento. En Argentina, que tenía en la década de 1960 porcentajes menores a 10 por ciento, el cuadro es actualmente de extrema gravedad como puede apreciarse en las cifras del cuadro 1, generadas por su sistema oficial de estadísticas sociales.

Como se observa, ya más de la mitad del país es pobre, y la calidad de la pobreza se ha deteriorado fuertemente. Los pobres extremos representan una proporción creciente de la pobreza total. Las cifras para los jóvenes son aún peores.

Sin trabajo

La encuesta Latinbarómetro 2001 preguntó a los latinoamericanos cómo estaban en materia de trabajo: 17 por ciento contestó que no tenía ningún trabajo y 58 por ciento que se sentía inseguro respecto a si podría mantener su empleo. Tres de cada cuatro tienen importantes dificultades de trabajo. Las cifras estadísticas testimonian la fragilidad del mercado laboral. Según los datos de la Cepal, el total de desocupados pasó de seis millones, en 1980, a 17 millones, en 2000. Se estima que la tasa de desocupación abierta actual de la región supera 9 por ciento. A ello se suma una tendencia alarmante. Ha crecido muy fuertemente la población empleada en la economía informal, en ocupaciones en su gran mayoría precarias. En 1980 representaba 40 por ciento de la mano de obra no activa agrícola, y en 2000 pasó a representar 60 por ciento de la misma.

Particularmente aguda es la situación de los sectores más jóvenes de la fuerza de trabajo. Las tasas de desocupación abierta de éstos duplican en numerosos países las tasas de desocupación abierta general (cuadro 2).

Más de 20 por ciento de la población joven está desocupada, lo que significa una exclusión social severa al inicio mismo de su vida productiva. Ello va a tener todo tipo de impactos regresivos, e incide sobre los índices de delincuencia juvenil. Puede apreciarse en el cuadro 2 la subsistencia, a pesar de avances, de significativas discriminaciones de género. Las tasas de desocupación de las mujeres jóvenes son marcadamente mayores a las de los hombres.

La crítica situación de la infancia

El discurso generalizado en América Latina dice que los niños deben ser prioridad, que la sociedad debe hacer todos los esfuerzos por protegerlos. No lo son. Las elevadas cifras de pobreza son aún mucho mayores en los niños.

Mientras que el promedio de pobreza se estima en 44 por ciento, la pobreza afecta a 58 por ciento de los niños menores de cinco años de edad y a 57 por ciento de los niños de seis a 12 años. Las expresiones de esa situación son muy crudas. Así, según los estimados de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) (2002), 22 millones de niños menores de 14 años trabajan obligados por la pobreza, en muchos casos en condiciones que afectan seriamente su salud y acosta de su educación.

Por otra parte, uno de cada tres niños de la región está experimentando la más severa de las carencias, la desnutrición; se hallan en situación de "alto riesgo alimentario". Crece en la región, como expresión última del desamparo de la infancia, el número de niños viviendo en las calles, en la mayor desprotección, y sujetos a los más graves peligros, entre lo que destaca el asesinato con alta impunidad por grupos parapolicíacos de exterminio de ideología, según las evidencias, sólo equiparable al nazismo. Investigaciones recientes del Banco Internacional de Desarrollo (BID) en Honduras indican que al igual que en otras realidades los niños de la calle aumentan. Se estiman actualmente en 20 000; 60 por ciento sufre depresión y seis de cada 100 optan por suicidarse. 1 300 niños y jóvenes han sido asesinados en los últimos cuatro años. Cesare de la Rocca (BID, 2002), director de un innovativo proyecto para abrirles alternativas en Brasil, Axe de Salvador, dice, precisando la situación, que en realidad no deberían llamarse niños de la calle, el problema no está en ellos. Resalta que "no existen niños de la calle, sino niños fuera de la escuela, la familia y la comunidad", es la sociedad entera la que está fallando.

El derecho a la salud

La prueba más elemental del progreso social es asegurar al conjunto de la población el acceso al derecho humano primario: la salud. A pesar de los grandes esfuerzos realizados, las cifras latinoamericanas indican fuertes brechas entre regiones, sectores de la población, etnias, y edades, y significativas carencias. Problemas básicos que los avances médicos permiten minimizar siguen siendo de alta frecuencia en los sectores pobres de la región. Así, según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), una de cada 130 madres muere durante el embarazo o el parto en América Latina, 28 veces más que en Estados Unidos. 18 por ciento de las madres dan a luz sin asistencia médica de ningún tipo. Aunque hay progresos, las distancias entre países y estratos en mortalidad infantil son muy agudas. En Bolivia mueren 83 niños de cada 1 000 antes de cumplir un año de edad; en Canadá, sólo 5.7. La OPS estima que 190 000 niños mueren anualmente en la región por enfermedades prevenibles o controlables, como las diarreicas y las infecciones respiratorias.

Estos datos están ligados a la baja cobertura. 218 millones de personas carecen de protección en salud. 100 millones no tienen acceso a servicios básicos de salud. 82 millones de niños no reciben las vacunas necesarias. Un elemento vital, el agua, está fuera del alcance de amplios sectores de los pobres. 160 millones de personas no tienen agua potable.

Educación, las preguntas inquietantes

Se han hecho esfuerzos denodados para mejorar los niveles educativos de la región. Si alguien tiene alguna duda de lo que significa vivir en dictadura o en democracia puede encontrar diferencias fundamentales además del campo de las libertades, en la inversión muy superior que las democracias de la región han hecho en educación. Ha subido significativamente el gasto en educación como porcentaje del producto interno bruto. Estos esfuerzos han posibilitado casi universalizar la inscripción en escuela primaria, y reducir considerablemente los niveles de analfabetismo. Sin embargo, hay preguntas inquietantes sobre temas clave, como la deserción, la repetición y la calidad diferenciada de la educación según estratos sociales.

Los datos de la gráfica 1 son ilustrativos al respecto e indican grandes distancias entre la región y otras zonas del planeta.

Mientras en Korea 100 por ciento de los niños terminan el cuarto grado, en América Latina no la finaliza de 25 a 50 por ciento, según el país. Ello se refleja en la baja escolaridad promedio de la región, que se estima en 5.2 años.

La situación es muy desfavorable, asimismo, en la secundaria, como puede apreciarse en la gráfica 2.

En Korea nueve de cada 10 jóvenes terminan la secundaria, en el sudeste asiático, en general, cuatro de cada cinco. En los tres países mayores de América Latina, Brasil, México y Argentina, aproximadamente uno de cada tres.

La escolaridad latinoamericana tiene un perfil fuertemente sesgado. De hecho hay una fuerte discriminación según el grupo étnico y el color, como puede observarse en la gráfica 3.

Los niveles de escolaridad, como se advierte, varían agudamente según se trate de población blanca o afroamericana, de población indígena o no indígena.

Si bien ha aumentado la inversión educativa medida en términos del gasto en educación sobre el producto interno bruto, aspecto de alta positividad, las distancias entre la región y las referencias internacionales se han ampliado en el gasto público por alumno, indicador de valor estratégico (gráfica 4).

Mientras Canadá invierte 6 000 dólares anuales por alumno en educación, en Perú la inversión es de 200 dólares anuales, y el país de América Latina que más gasta en educación, Chile democrático, invierte la cuarta parte respecto a Canadá, 1 500 dólares.

La promesa de la movilidad social

Uno de los pilares de la democracia es la visión de que es posible, con base en el esfuerzo, mejorar la situación personal y familiar en la sociedad. Esa legítima aspiración está chocando en muchos países de la región con duras realidades inversas. Las clases medias en lugar de ampliarse tienden a reducirse, y resulta para vastos sectores muy difícil permanecer en ellas. El caso más dramático es el de Argentina, donde se ha producido en corto tiempo la destrucción masiva de gruesos sectores de los estratos medios. Pero no es el único, con menores niveles de intensidad el deterioro se registra también en otros países. Las clases medias, potente motor de desarrollo, progreso tecnológico, creación de cultura, ávidas por educación, se hallan acorraladas históricamente por políticas que les han sido desfavorables, limitando sus posibilidades de desempeño micro o mesoempresarial, el acceso al crédito o la tecnología, y protecciones elementales. En Argentina esos procesos llevaron a que un país que tenía en 1960 53 por ciento de clase media, experimentara en la década de 1990 en sólo 10 años, la transformación de siete millones de personas, 20 por ciento de su población de clases medias en "nuevos pobres". Los estratos medios significan actualmente menos de 25 por ciento de su población. Buscando sobrevivir, vastos sectores de clases medias empobrecidas han generado la economía de trueque. Otros registran a diario los tachos de basura buscando desechos de alimentos y elementos para reciclar. La emigración que implica el desarraigo, pérdidas de lazos familiares vitales, la destrucción del capital social de la persona ha sido otro camino preferido para escapar de la falta de oportunidades. La pobreza y la nueva pobreza han alimentado una ola de inmigración sin precedentes.

La familia en riesgo

En la región, hay una víctima silenciosa del aumento de la pobreza, es una institución reconocida unánimemente como pilar de la sociedad, base del desarrollo personal, refugio afectivo, formadora de los valores básicos: la familia. Muchas familias no pueden resistir las penurias permanentes de los recursos más elementales, el desempleo prolongado, las incertidumbres económicas amenazantes cotidianas, y se quiebran. Hoy, más de una quinta parte de los hogares humildes de la región han quedado sólo con la madre al frente. Por otra parte, ha aumentado fuertemente la tasa de renuencia de las parejas jóvenes a formar familia ante los signos de interrogación sobre trabajo, ingresos y vivienda. Las graves dificultades económicas tensan al máximo las familias no sólo humildes, sino también de los estratos medios. Se crean condiciones que favorecen una canalización extremadamente perversa, que es la violencia doméstica. Los estudios del BID (Buvinic et al., 1999) muestran un fuerte aumento de los indicadores respectivos en la región. Según ellos, entre 30 y 50 por ciento de las mujeres latinoamericanas, según el país en que viven, sufren de violencia psicológica en sus hogares, y de 10 a 35 por ciento, de violencia física. Influyen en ello causas múltiples, pero claramente el estrés socioeconómico feroz que hoy viven muchas familias.

Aun en sociedades desarrolladas la pobreza deteriora severamente a las familias. Un estudio reciente de amplia cobertura nacional con 11 000 entrevistas en Estados Unidos (Rumbelow, 2002) concluye que las mujeres negras son las más afectadas por la pobreza, tienen menores tasas de formación de familias, mayores tasas de divorcios y menores tasas de volver a formar familia. La investigadora dice que "las presiones que la pobreza pone sobre la relación familiar son las responsables de ello". Señala que las mismas tasas afectan a las mujeres blancas que viven en áreas pobres.

La desarticulación de numerosas familias en la región bajo el embate de la pobreza significa, a su vez, daños severos a los niños en todos los planos básicos. Repercute en el rendimiento escolar, incide en los índices de deserción y repetición y afecta aspectos físicos básicos. Kaztman (1997) señala, con base en diversos estudios efectuados en Uruguay, que los niños extramatrimoniales tienen una tasa de mortalidad infantil mucho mayor, y que los niños que no viven con sus dos padres tienen mayores daños en diferentes aspectos del desarrollo psicomotriz. En el caso de los hogares con violencia doméstica los efectos son muy graves. Un estudio del BID (1997) en Nicaragua muestra que los hijos de familias con violencia intrafamiliar son tres veces más propensos a asistir a consultas médicas, y son hospitalizados con mayor frecuencia. 63 por ciento de ellos repite años escolares y abandona la escuela, en promedio, a los nueve años de edad.

Una sociedad cada vez más insegura

Los latinoamericanos están pagando muy caro el deterioro social. Uno de los costos más visibles y duros es el aumento incesante de los índices de criminalidad.

El número de homicidios creció en 40 por ciento en la década de 1990. Hay 30 homicidios por cada 100 000 habitantes por año, tasa que multiplica por seis la de los países de criminalidad moderada, como los de Europa occidental. Este aumento continuo de los índices ha convertido a América Latina en la segunda área geográfica con mayor criminalidad del planeta, después de la zona más pobre del mismo, el Sahara africano. En la encuesta Latinbarómetro 2001, dos de cada cinco entrevistados dijeron que ellos o un miembro de su familia habían sido objeto de un delito en los últimos 12 meses.

Los costos económicos de esta situación son muy elevados. Según los estudios del BID, Brasil gasta en fondos públicos y privados para seguridad 10.3 por ciento de su Producto Interno Bruto (PIB), lo que significa una cifra mayor al PIB anual de Chile. Colombia gasta en seguridad 24.7 por ciento de su PIB y Perú, 5.3 por ciento.

La región es continuamente tentada a caer en un razonamiento "facilito" al respecto. La criminalidad se solucionaría con el aumento cada vez más intenso de la represión. Prominentes especialistas del tema, como Louis Vacquant (2000), advierten sobre la ineficiencia y los riesgos de este camino. Analizando los datos comparados internacionales no se observan correlaciones significativas entre aumento de la población carcelaria y reducción de las tasas de criminalidad a mediano y largo plazos. La mera punición no toca las causas básicas que están generando el problema. En cambio, advierte Vacquant, puede llevar al final del camino a "criminalizar la pobreza", a una opinión pública que empiece a ver como criminales en potencia a los pobres, y en lugar de tratar de ayudarlos a salir de su situación, los aísle. Éste puede ser un escenario muy perverso en términos de perfil de sociedad, y sin salida.

La otra vía es buscar las causas profundas. Es posible encontrar correlaciones robustas entre la criminalidad latinoamericana y por lo menos tres variables. En primer lugar parece altamente ligada a las altas tasas de desocupación juvenil antes mencionadas. La criminalidad de la región es de edades muy jóvenes. Un aumento real de oportunidades de integración laboral claramente incidiría sobre ella. Por otra parte, hay correlación fuerte entre criminalidad y familias desarticuladas. Un amplio estudio en Estados Unidos (Whitehead, 1993) comprobó que 70 por ciento de los jóvenes en centros de detención juvenil venían de familias con padre ausente. En Uruguay, Kaztman (1997) encontró, investigando los menores internados en el Instituto Nacional del Menor, que sólo uno de cada tres formaba parte de una familia normal cuando se produjeron los hechos que llevaron a su detención. Los datos responden a una realidad, la familia es una institución fundamental para la internalización de valores morales que alejen de las conductas delictivas. Su buen funcionamiento incidirá de modo relevante en la prevención de éstas.

En tercer lugar, se observa una alta correlación entre criminalidad y niveles de educación. El ascenso de la escolaridad actúa como un poderoso preventor de la criminalidad.

El análisis de las causas lleva en una dirección muy diferente del enfoque facilista. La clave para atacar este gravísimo problema estructuralmente está ligada a poner en marcha políticas que abran oportunidades para los jóvenes, protejan la estructura familiar y eleven los niveles educativos.

La mayor desigualdad del globo

Existe unanimidad en los organismos internacionales en que América Latina es la región más iniquitativa del orbe. Los datos disponibles testimonian esa situación. La estructura de distribución del ingreso es la más regresiva internacionalmente (gráficas 5 y 6).

América Latina es la región donde 5 por ciento más rico recibe más que en ninguna otra parte, 25 por ciento del ingreso nacional, y el área en donde 30 por ciento más pobre recibe menos, 7.5 por ciento. Tiene la mayor brecha social entre todas las regiones: 10 por ciento más rico de la población de la región tiene un ingreso que es 84 veces el de 10 por ciento más pobre.

La elevada desigualdad determina que de dos tercios a tres cuartos de la población, según el país, tengan un ingreso per cápita menor al ingreso per cápita nacional. Ello verifica el aserto del paradigma de desarrollo humano de la ONU y otras aproximaciones al cuestionar la utilidad del ingreso per cápita nacional como medición del progreso de las naciones. Como se observa en sociedades muy desiguales como las latinoamericanas, no informa sobre la situación real de la gran mayoría de la población.

La iniquidad latinoamericana no sólo se presenta en el plano de la distribución de ingresos. Afecta otras áreas clave de la vida, como el acceso a activos productivos y al crédito, las posibilidades de educación, salud, y actualmente, integración al mundo de la informática. La brecha digital en ascenso está creando el riesgo de un nuevo analfabetismo, el analfabetismo cibernético, que excluye a vastos sectores de la población del fundamental circuito de la información y las comunicaciones avanzadas.

La desigualdad de la región no es un problema más de la lista de problemas sociales enunciados. Todo indica que es una causa clave del no cumplimiento de la "promesa latinoamericana". Cuando se pregunta, como sucede con frecuencia, por qué un continente con recursos naturales de excepcional riqueza, materias primas estratégicas en cantidad, fuentes de energía baratas, campos feraces, una buena ubicación geográfica, tiene indicadores sociales tan deprimentes, una de las razones principales parece hallarse en los impactos regresivos que implican las altas desigualdades. Una abundante bibliografía reciente da cuenta de ellas; demuestra cómo, entre otros impactos, reducen la formación de ahorro nacional, estrechan los mercados impidiendo la producción en escala, y el aprovechamiento de externalidades, permitan la formación de recursos humanos generando fuertes iniquidades a su interior (así, por ejemplo, los jefes de los hogares de 10 por ciento con mayores ingresos de la región tienen 12 años de escolaridad, mientras que los de 30 por ciento más pobre tienen sólo cinco años), reducen los niveles de gobernabilidad, destruyen el clima de confianza interno y el capital social. La evidencia comparada mundial demuestra que la desigualdad es una traba formidable para un desarrollo sostenido. La "promesa latinoamericana" se ha estrellado contra ella. Entre otros efectos, el aumento de la desigualdad aparece como una causa importante del aumento de la pobreza en la región. Los análisis de Birdsall y Londoño demuestran que han contribuido virtualmente a duplicar la pobreza. Berry (1997) denomina a este cuadro una situación de "pobreza innecesaria", porque ella sería mucho menor si los últimos deciles de la distribución del ingreso no tuvieran una fracción tan limitada del mismo.

 

Hora de encarar los mitos sobre la política social

¿Cómo atacar problemas tan graves como los presentados sumariamente, que significan la subutilización de buena parte de los recursos humanos de la región, minan la gobernabilidad y entran en colisión directa con los valores éticos en los que cree América Latina, como la protección a los niños, la familia, oportunidades para los jóvenes, y posibilidades de vida digna para todo ciudadano? La política social aparece como un instrumento central para enfrentarlos. Si los países de la región contaran con políticas sociales integrales, cohesionadas, descentralizadas, cogestionadas con la sociedad civil, participativas, transparentes, con altos estándares de gerencia social, podrían transformase en medios efectivos de movilización productiva, devolución de dignidad e integración social; sin embargo, ese camino está dificultado, entre otras causas, por percepciones erróneas sobre el rol y potencialidades de la política social. Abordaremos sucintamente varios de esos mitos.

Primer mito: la superfluidad de la política social

Un aura de ilegitimidad suele rodear la política social en la región. Sectores influyentes suelen presentar explícita o implícitamente la visión de que es una especie de "concesión forzosa" a la política. El mensaje transmitido es que los esfuerzos deberían concentrarse en el único camino real, que sería el crecimiento económico. La política social sería una especie de "costo forzado" que con frecuencia distrae recursos de ese esfuerzo central. Esta visión ha sido algunas veces verbalizada sintéticamente con la afirmación: "la única política social es la política económica".

Colocada en esa situación difícil, de deslegitimización continua, son limitadas las posibilidades de la política social. Debe, ante todo, argumentar permanentemente sobre su derecho a existir. Es natural que por esas condiciones de debilidad institucional sea víctima fácil de recortes y ajustes, se le ubique en lugares secundarios de los organigramas y sus representantes no formen parte de los espacios en donde se toman las grandes decisiones macroeconómicas. Una experimentada ministra de Desarrollo Social latinoamericana resumió su vivencia al respecto en un foro internacional, narrando que después de largos esfuerzos se consiguió que se admitiera en el gabinete económico al ministro coordinador de lo social, pero, claro está "con voz, pero sin voto".

Los hechos indican que es un grave error considerar casi superflua la política social. En primer lugar, la supuesta concesión política no es tal. Hace a la esencia misma del funcionamiento de una democracia. La acción contra la pobreza es el primer reclamo según las encuestas de la ciudadanía latinoamericana, que es en una democracia la real depositaria del poder. La ciudadanía quiere políticas sociales agresivas, bien articuladas, bien gerenciadas, efectivas. Oírla no es hacerle una concesión, es respetar el sistema democrático.

Por otra parte, las experiencias de las últimas décadas en el mundo han demostrado que la política social es, además de una respuesta a demandas legítimas, un aspecto fundamental de la acción para un desarrollo sostenible. El crecimiento económico es imprescindible y deben ponerse en él los máximos esfuerzos posibles. Un país debe hacer todos los esfuerzos para crecer, tener estabilidad, progreso tecnológico, competitividad, pero los hechos indican que el crecimiento solo no resuelve el problema de la pobreza. Uno de los mitos que han quedado en el camino de las ideas convertidas en dogmas con frecuencia en las últimas décadas, es el del "derrame". El supuesto de la visión económica convencional es que producido el crecimiento se irá derramando hacia los desfavorecidos y los sacará de la pobreza. Las realidades han ido en otra dirección. Si una sociedad es muy desigual, como las latinoamericanas, y sus políticas sociales débiles, aun logrando crecimiento casi no permea a los sectores pobres. El Instituto de Investigaciones del Banco Mundial (2000) se pregunta cómo se explica que países que han tenido similares tasas de crecimiento tengan, sin embargo, resultados muy distintos en cuanto a logros en el mejoramiento de la vida de la gente, y en cuanto a la sustentabilidad de ese crecimiento. Hay un gran tema de calidad del crecimiento. Es muy diferente un crecimiento que beneficia principalmente a unos pocos sectores, que concentra aún más las oportunidades y los ingresos, que se da sólo en algunos centros urbanos, que dificulta el desarrollo de las pymes y otros emprendimientos económicos de base, a un crecimiento que genera polos de desarrollo en todo el país, potencia al campo, mejora la equidad, impulsa la pequeña y mediana industria y difunde la tecnología. Es característico del primer tipo de crecimiento, "un crecimiento distorsionado", el relegamiento de la política social, sólo existe para apagar grandes incendios. El segundo, el "crecimiento compartido", tiene como eje una política social que potencie a la población y aumente sus posibilidades de integración al modelo de crecimiento. La política social es una base estratégica para obtener la calidad de crecimiento deseable.

Segundo mito: la política social es un gasto

La terminología está totalmente difundida y afianzada. Cuando hablamos de lo social estamos hablando de un "gasto", recursos que se consumen. Transmite una visión que refuerza la anterior: superflua y gasto. El lenguaje no es un punto menor, expresa con frecuencia concepciones subyacentes muy arraigadas.

A esta altura de la experiencia comparada sobre la política social, corresponde preguntarse: ¿es realmente un gasto?

La Organización Mundial de la Salud (OMS) recogió el guante, en el campo de la salud. Convocó a una comisión de prominentes economistas y especialistas a analizar las relaciones entre salud y economía. El informe producido, Macroeconomía y salud (2002), echa por tierra suposiciones generalizadas y demuestra que asignar recursos a salud no es gastar sino invertir y a altísimos niveles de retorno sobre la inversión. La comisión indica que el mito dice que el crecimiento económico de por sí mejorará los niveles de salud. Los esfuerzos deberían, por ende, concentrase en el mismo. El análisis de la historia reciente muestra realidades diferentes. Examinando las economías más exitosas de los últimos 100 años se verifica que los hechos funcionaron a la inversa. Grandes mejoras en la salud pública y la nutrición estuvieron detrás de impresionantes despegues económicos como el del sur de Estados Unidos, el rápido crecimiento de Japón a inicios del siglo XX y el progreso del sudeste asiático en 1950 y 1960. Fogel muestra estadísticamente que el aumento de las calorías disponibles para los trabajadores en los últimos 200 años en países como Francia e Inglaterra ha hecho una importante contribución al crecimiento del PIB per cápita. Diamond (2002) señala que las historias de éxito económico recientes, como Hong Kong, Mauritania, Malasia, Singapur y Taiwán, tienen algo en común, han invertido fuertemente en salud pública y su PIB creció al descender la mortalidad infantil y aumentar la esperanza de vida. Los buenos niveles de salud pública no son, por tanto, una consecuencia sino un prerrequisito para que una economía pueda crecer. Con una población con problemas de salud, el rendimiento educativo baja, se pierden muchos años de vida activa posible y se reducen los niveles de productividad. La Comisión midió econométricamente los costos que significa no hacer políticas de salud enérgicas. Concluye que el PIB de África sería hoy 100 000 millones de dólares mayor si años atrás se hubieran hecho todos los esfuerzos para actuar contra la malaria. La alta malaria está asociada con una reducción del crecimiento económico de 1 por ciento o más por año.

Los datos informan que la asignación de recursos a la salud, forma típica del llamado gasto social, no es tal gasto, sino una inversión neta. Por otra parte, la comisión estima que tiene una tasa de retorno sobre la inversión de seis a uno.

Múltiples análisis indican que la misma situación se observa en otra expresión básica del llamado gasto social, la educación, la cual es un fin en sí misma en una sociedad democrática. Por otra parte, es un recurso económico decisivo en el escenario económico mundial actual. La calidad de las calificaciones de la población de un país determina aspectos fundamentales de su posibilidad de desarrollo y absorción de las nuevas tecnologías, y de sus niveles de competitividad. Como lo señala Thurow (1996), hemos pasado a economías de "conocimientos intensivos". Las industrias de punta no están basadas en recursos naturales ni en capital, sino principalmente en conocimientos, como sucede con las telecomunicaciones, la biotecnología, la microelectrónica y la informática. En esas condiciones "el conocimiento es la única fuente de ventajas relativas". La educación es la vía maestra para generar y poder utilizar conocimiento. La tasa de retorno sobre la inversión para las industrias que invierten en conocimiento y capacitación duplica a la de las industrias que concentran su inversión en planta y equipo. Lo mismo sucede en otros campos. Según los cálculos de Unicef, un año más de escolaridad para las niñas en América Latina podría reducir las tasas de mortalidad infantil en un nueve por mil. El incremento del capital educativo reduciría el embarazo adolescente, mejoraría la capacidad de manejo de la mujer en los periodos de preparto y posparto, y su cultura para un desempeño nutricional adecuado.

Nuevamente no es gasto el concepto que describe el valor que para la economía y la sociedad tiene la aplicación de recursos a programas educativos eficientes. Como lo señala Delors (1999):

hay mucho más en juego, de la educación depende en gran medida el progreso de la humanidad. Hoy está cada vez más arraigada la convicción de que la educación constituye una de las armas más poderosas de que disponemos para forjar el futuro.

La estrecha visión de la política social como gasto debe dar paso a su rol real; asignar recursos a una política social eficientemente gestionada significa invertir en el desarrollo de las potencialidades y capacidades de la población de un país. Esto es un fin en sí mismo y al mismo tiempo es la herramienta más poderosa de desarrollo que se conozca.

Tercer mito: es posible prescindir del Estado

A las características de superfluas y mero gasto, con que se tiende a asociar a la política social, se les suma con frecuencia una tercera: sería casi por naturaleza altamente ineficiente. Con ello se cierra un círculo que crea las condiciones para pensar como única alternativa reemplazar las políticas sociales públicas por el mercado, en forma total o considerable. El razonamiento ha tomado con frecuencia en América Latina el carácter de "profecía que se cumple a sí misma". Al plantear como punto de partida la inutilidad del Estado, ha generado medidas que debilitaron fuertemente sus capacidades institucionales, desarticularon organismos clave, propiciaron casi agresivamente el retiro del sector público de los más capaces, desjerarquizaron la función pública en el campo social como en otras áreas. Un Estado minado en sus bases organizativas ha cumplido en diversas realidades la profecía. Su capacidad de operación real se redujo significativamente.

Sin embargo, las exigencias de la realidad han ido por otro camino. Stiglitz (2002) retrata su propia experiencia sobre el tema en una visión probablemente representativa de otros muchos especialistas del siguiente modo:

Yo había estudiado las fallas tanto del mercado como del Estado, y no era tan ingenuo como para fantasear que el Estado podía resolver todas las fallas del mercado, ni tan bobo como para creer que los mercados resolvían por sí mismos todos los problemas sociales. La desigualdad, el paro, la contaminación, en esos el Estado debía asumir un rol importante.

En la región más desigual del planeta, y con altos niveles de desocupación, el rol social de la política pública es estratégico. Así, enfrentar las desigualdades significa poner en marcha activa y bien gerenciadas políticas públicas que conviertan en hechos los lemas consensuales en la región: educación para todos, salud para todos, trabajo, a los que se pueden agregar hoy otros, como democratización del crédito, impulso a las pequeñas y medianas empresas, y acceso universal a la informática e internet.

Según indica la experiencia, el mercado, que tiene un amplio potencial productivo, pero al mismo tiempo el riesgo de graves fallas, como la sustitución de la competencia por los monopolios u oligopolios, no está en condiciones de dar respuesta a estas perentorias necesidades; por ejemplo, destacando sus limitaciones en el campo de la salud, dice el Informe de la OMS (2001) que las enfermedades típicas de los pobres no interesan a los grandes laboratorios porque no son atractivas en términos de mercado. Así, habiendo 2 000 millones de personas con tuberculosis latente y 16 millones con ella, el último fármaco salió al mercado en 1967. Un estudio de la American Medical Association concluyó sobre las enfermedades tropicales que afectan a sectores humildes en su mayor parte, que entre 1975 y 1997 sólo aparecieron 13 fármacos nuevos, la mitad fruto de investigaciones veterinarias.

En el terreno de la educación, problemas muy delicados, como la alta iniquidad que significa que menos de 20 por ciento de los niños de la región concurren a algún preescolar, instancia obligada de formación hoy en el mundo desarrollado, no tienen resolución de mercado, porque son niños en su gran mayoría de familias sin recursos. Los no concurrentes no tienen posibilidades si no surgen de la política pública.

La ciudadanía capta claramente estas realidades. En la encuesta Latinbarómetro 2001 al preguntar si el Estado no puede resolver ninguno de los problemas que identificaron, sólo 6.6 por ciento de los entrevistados contestó que piensa de ese modo. 53.2 por ciento considera que puede resolver todos, la mayoría o bastantes problemas. Hay una expectativa que ha crecido por las frustraciones por políticas públicas activas, particularmente en el campo social, que sean gerenciadas con eficiencia y transparencia.

¿Son posibles? Un prominente pensador gerencial, Mintzberg (1996), señala que no entiende por qué no, que la ineficiencia no es exclusiva de ningún sector de la economía, que la idea de que el mejor gobierno es el no gobierno; ironiza: "es el gran experimento de economistas que nunca han tenido que gerenciar nada".

Cuarto mito: el aporte de la sociedad civil es marginal

Así como se descalifica a la política social pública, el razonamiento circulante tiende a relativizar las posibilidades de aporte a la acción social de la sociedad civil. Transmite el mensaje de que dicho aporte es meritorio simbólicamente, pero equivale a caridad. No resuelve ningún problema relevante y, por ende, no merecería un apoyo especial. Muy pocos países de la región han intentado explorar seriamente la posibilidad de incentivos fiscales sistemáticos para promover las contribuciones. En general, respondiendo a esta visión subestimante, son débiles las políticas para tratar de potenciar las posibilidades de participación de la sociedad civil en la política social.

Una visión de cada vez más peso en los análisis sobre el desarrollo en nuestros días, la de capital social, pone muy al descubierto la regresividad de este mito. El capital social ha implicado poner en el foco del desarrollo factores poco considerados, como la confianza interpersonal, la capacidad de asociatividad, la conciencia cívica y los valores éticos (Kliksberg, 2002). Las mediciones indican que estos factores tienen un peso directo en los desempeños macroeconómicos, productivos, políticos y sociales de los países. La capacidad de asociatividad se vincula principalmente con la habilidad de una sociedad para generar todo orden de formas de cooperación. Si es fuerte, construirá un tejido social rico, que dará lugar a múltiples formas de aporte al proyecto global de desarrollo. El nivel de conciencia cívica y el tipo de valores predominantes tienen alta incidencia en las decisiones individuales de participar activamente en la resolución de problemas colectivos. Entre otras expresiones del capital social se hallan el voluntariado y la responsabilidad social de la empresa privada.

El voluntariado constituye actualmente, según las estadísticas, la séptima economía del mundo. En diversos países desarrollados genera más de 5 por ciento del PIB, en bienes y servicios principalmente sociales. En países como Noruega, Suecia, Holanda, Israel, Canadá, Estados Unidos y otros, una gigantesca red de organizaciones basadas en trabajo voluntario prestan una gama extensísima de servicios para los sectores más débiles de la población, como los sin techo, los niños, la familia, los inmigrantes, los discapacitados y las edades mayores. La responsabilidad social empresarial empieza a ser evaluada en las mediciones de calidad de las empresas, y han aparecido los primeros fondos de inversión que piden a los inversionistas comprar acciones sólo de las empresas con mejores índices de responsabilidad ciudadana.

En América Latina existe un inmenso potencial en este campo que estimulado y canalizado puede convertirse en un potente instrumento de política social. La actitud positiva hacia el trabajo voluntario es amplia. En Argentina una encuesta Gallupo verificó que 20 por ciento de las personas realizaban trabajo voluntario, y otro 30 por ciento estaba dispuesto a hacerlo, o sea uno de cada dos argentinos. En Brasil, la GIFE integra un grupo creciente de fundaciones empresariales y organizaciones de la sociedad civil que llevan adelante un esfuerzo de alta relevancia con instrumentos cada vez más avanzados. La riqueza del voluntariado en Argentina se mostró como un elemento clave frente a los dramáticos problemas sociales actuales. Actuando coordinadamente con la enérgica política pública social desplegada, diversas organizaciones de la sociedad civil multiplicaron sus esfuerzos ante la emergencia. Entre ellas, Cáritas, gran programa de apoyo social de la iglesia católica, está cubriendo a 600 000 pobres con base en 20 000 voluntarios. La comunidad judía que fue fuertemente golpeada por la destrucción de las pequeñas clases medias en las que estaba concentrada, levantó un amplio programa social —Alianza Solidaria—, que está dando protección a casi una tercera parte de la misma, apoyándose en 9 000 voluntarios. Iniciativas semejantes han surgido en otras religiones, y en la base social, vecindarios, clubes deportivos, asociaciones culturales, donde se multiplican a diario. Brasil ha tenido una gran riqueza de experiencias de este tipo, como la campaña contra el hambre encabezada años atrás por Herbert de Souza (Betinho), que atrajo a millones de personas.

Este capital formidable, latente en una sociedad, que impregna al mismo tiempo de solidaridad, debe ser rescatado, valorizado e impulsado.

Quinto mito: la descalificación de los pobres

El Banco Mundial realizó una encuesta en gran escala a los pobres del mundo. 40 000 pobres de 50 países, entre ellos varios de América Latina, fueron interrogados sobre sus percepciones de la pobreza (Banco Mundial, 2000b). Explicaron que la pobreza no es sólo carencia de recursos básicos. Destruye o erosiona a las familias y causa daños psicológicos y afectivos. Enfatizaron que, sobre todo, es atentatoria contra su dignidad como seres humanos. Una de sus vivencias centrales es la "mirada desvalorizante" que converge sobre ellos desde diferentes sectores de la sociedad. Se les ve como personas inferiores, casi subhumanas por su pobreza material. Ello afecta su autoestima y su dignidad.

Al ser interrogados sobre en qué organizaciones confiaban, colocaron en primer lugar de su escala a las organizaciones de los mismos pobres. Uno de los elementos fundantes de ello es que allí los pobres realmente participan y recuperan su confianza en sí mismos y en su comunidad. Las recomendaciones de los investigadores son superar los moldes tradicionales de la política social e invertir en fortalecer las capacidades de organización de los pobres, mediante capacitación de sus líderes, infraestructuras para actividades societarias, desregulación jurídica y otros medios.

Las visiones circulantes en la región suelen ver al pobre encerrado en la mirada desvalorizante, sin incluir estas realidades. El pobre aparece como el objeto de programas que buscan atenuar impactos, y no como un sujeto que puede hacer aportes importantes y a través de ellos, redignificarse.

Diversas investigaciones latinoamericanas indican que cuando la capacidad de organización de los pobres es alentada, o por lo menos no obstruida, los resultados productivos son muy relevantes. Al estudiar econométricamente la movilización del capital social de campesinos pobres a través de los comités de campesinos en el Paraguay, José R. Molinas (2002) concluye:

La acción colectiva entre campesinos es central para cualquier intento efectivo de reducción de pobreza rural. Puede contribuir significativamente a reducir la pobreza rural a través de la provisión de bienes públicos tales como el mejoramiento de la educación pública, mejores rutas, mejores puestos de salud, la ayuda para la diseminación de nuevas tecnologías y la solución de fallas de mercado en la provisión de créditos para los pobres... El capital social facilita la acción colectiva entre los campesinos.

En Perú, una investigación de la Universidad del Pacífico (Portocarrero y Millán, 2001) encontró que los pobres tienen una actitud muy positiva hacia el trabajo voluntario. Señala Díaz (2001): " no tienen acceso al mercado y al estado, luego acuden a ellos mismos para garantizar toda una serie de bienes, servicios y apoyos sociales". Los pobres contribuyen con más de 80 por ciento de los trabajos voluntarios en las principales ciudades del Perú, como lo indica el cuadro 3.

Como se observa, los pobres son una gran mayoría entre los voluntarios. Mientras que los estratos altos y medios hacen sus aportes fundamentalmente en enseñanza y capacitación, los pobres los hacen a través de su mano de obra.

Frente al mito que desvaloriza a los pobres, y se autocumple al profundizar a través de ello su exclusión, surge la posibilidad de una política activa de empoderamiento de sus comunidades y organizaciones. Como destaca Brown (2002), Administrador general del PNUD, "una fuente central de la pobreza es la carencia de poder de los pobres". El empoderamiento puede permitir que recuperen su "voz" sofocada por el mito.

Sexto mito: el escepticismo sobre la participación y cooperación interorganizacionales

Dos instrumentos maestros de la política social necesaria para enfrentar la pobreza, la participación y la cooperación interorganizacionales son fuertemente resistidos en la región.

El discurso latinoamericano es cada vez más unánime respecto a la participación. Tiene un "centimetraje" altísimo en las exposiciones públicas de líderes de todo orden de organizaciones públicas y privadas; sin embargo, los avances en los hechos son limitados. Los indicadores muestran escasos progresos en cuanto al establecimiento de políticas concretas preparticipación, el apoyo sustantivo a las experiencias participativas en marcha, la búsqueda de nuevos instrumentos jurídicos, institucionales y financieros para apoyarla; ¿qué está sucediendo en la realidad? Pareciera que, por un lado, es tan fuerte la demanda pública por participación que resulta casi no viable darle la espalda.

Por otro, como suele suceder, las resistencias profundas que hay a la misma se refugian en el nivel de la gestión, que es aquél que da forma a las políticas reales. Allí la participación tiende a ser bloqueada.

Esto sucede a pesar de las abrumadoras confirmaciones de la superioridad gerencial de la participación. La participación en todas sus formas siempre tuvo legitimidad política. Es una vía que fortalece el sistema democrático. Pero ahora tiene también detrás argumentos gerenciales de peso. Al centro de la gerencia del siglo XI están modelos participativos. La posibilidad de alcanzar, en el campo privado o público, modelos organizacionales considerados óptimos, como "las organizaciones que aprenden", "las organizaciones inteligentes", "las organizaciones capaces de gerenciar conocimiento", está fuertemente ligada al involucramiento de los miembros de la organización en la misma. Un gurú de la gerencia, Peter Drucker, plantea: "El líder del pasado era una persona que sabía cómo ordenar. El del futuro tiene que saber cómo preguntar". Necesita imprescindiblemente del concurso de los otros.

En el campo social se suceden las experiencias que demuestran la superioridad productiva de los modelos organizacionales que apelan a la participación activa y genuina de la comunidad sobre los verticales o paternalistas. Así lo ilustran los siguientes resultados obtenidos por el Banco Mundial al analizar 121 proyectos de agua potable para campesinos pobres en 49 países de Asia, África y América Latina.

Como se observa en el cuadro 4, de 37 proyectos realizados bajo un modelo de baja participación sólo uno tuvo alta efectividad (la efectividad se midió con 140 parámetros). En cambio, de 26 ejecutados con un modelo de alta participación, 21 fueron muy efectivos. Las explicaciones de esta tan acentuada distancia de eficiencia son concretas. La participación comunitaria añade plus gerenciales a cada paso. Ayuda a realizar detecciones correctas de las necesidades reales, genera ideas continuas sobre cómo mejorar la gestión del proyecto, aporta un control social en tiempo real de su ejecución, da un feed back permanente, convoca a hacer suyo el proyecto por parte de la comunidad.

Frente a estas evidencias, algunos argumentos del mito resultan inconsistentes. El viejo alegato de que la participación lleva tiempo y es más costosa, no es sostenible frente a los resultados económicos muy superiores de mediano y largo plazos que genera. La adjudicación de las dificultades en la participación a las mismas comunidades pobres, alegando que no tienen el nivel de educación suficiente, no resiste el cotejo con experiencias como las del Grameen Bank, o Educo en El Salvador, donde sectores muy pobres de la población logran llevar adelante vigorosos procesos participativos y crecer con ellos. En realidad muchas veces ha sido diferente. Las resistencias a la participación determinaron que los encargados de ejecutarla adoptaran desde su inicio normas y actitudes contradictorias con su desarrollo. Después, en la búsqueda de culpables para los fracasos, suelen adjudicarlos a la falta de interés de los pobres cuando hicieron todo lo necesario para que ese interés no surgiera o se frustrara.

Las causas reales del escepticismo antiparticipatorio son variadas y complejas. Tienen que ver, entre otros planos, con el apego cultural a la organización vertical como única forma de organización posible, que caracteriza al medio organizacional latinoamericano, con el predominio del cortoplazismo y de una visión economicista estrecha que niega otros factores que no sean las variables económicas clásicas.

Subyacente hay, en muchas ocasiones, una causa más poderosa: una participación genuina significa, en definitiva, compartir el poder. Ello es lo propio de una democracia, pero no de las estrategias concentradoras de poder.

El bloqueo a la participación quita a la política social una vía maestra para mejorar desempeños. Una vigorosa participación comunitaria ha sido la característica de la mayoría de los programas sociales exitosos de la región.

Otro recurso maestro dificultado con frecuencia por los mitos es el de las cooperaciones interorganizacionales. Una política social efectiva es aquélla que ataque las causas y no sólo los síntomas de la pobreza. Como ellas son múltiples requerirá necesariamente de la acción integrada de diversas organizaciones de diferentes campos. Hace falta sumar gobierno central, regiones, municipios, sociedad civil, organizaciones de los propios pobres, integrar acciones en los campos de trabajo, educación, salud, familia y otros. Se imponen alianzas estratégicas entre las diferentes organizaciones.

El mito plantea de diversos modos falsas oposiciones. Una de sus expresiones más frecuentes es el supuesto enfrentamiento entre Estado y sociedad civil en el campo social. Son presentadas como opciones excluyentes; sin embargo, se requiere de lo contrario, la suma. Ninguno solo puede hacer la tarea. Una política social pública agresiva es una responsabilidad irrenunciable en América Latina que presenta las alarmantes tendencias que se vieron en la primera parte de este trabajo. Al mismo tiempo, la sociedad civil tiene que ser un factor activo de la política social y hacerse responsable del problema. La suma de ambos a través de alianzas de todo orden los potencia mutuamente, amplía los recursos reales y maximiza las posibilidades de efectividad. Lo que puede hacer políticas públicas activas combinadas con el voluntariado, la responsabilidad social empresarial, la acción vecinal, el respaldo de las comunidades religiosas, la contribución de las universidades, es mucho más que los esfuerzos aislados de los actores.

El "tendido de puentes organizacionales" en la política social contribuye a su eficiencia. La experiencia comparada indica que para potenciar realmente las organizaciones de los pobres hay que crear lazos entre ellas y organizaciones mayores de la realidad que tienen acceso a recursos económicos y poder. De lo contrario, los logros posibles de las organizaciones de los desfavorecidos estarán acotados. Ese papel de facilitadores de esos nexos lo pueden hacer organizaciones de la sociedad civil y las mismas políticas públicas.

Frente al mito que plantea como antagónicos a Estado, sociedad civil y organizaciones de los pobres surge la posibilidad de "alianzas virtuosas" entre políticas públicas que movilizen y aprovechen el apoyo de la sociedad civil, y que combinadamente con ella potencien el capital social de los pobres.

Será difícil abrir paso a una nueva generación de políticas sociales renovadas en América Latina sin encarar frontalmente las resistencias profundas a la participación y las alianzas interorganizacionales, desmontar mitos y prejuicios, enfrentar intereses y avanzar hacia una cultura organizacional superadora de todos ellos.

 

La ética de la urgencia

Urge en América Latina recuperar a plenitud la política social para dar la lucha contra los agudos niveles de pobreza que agobian a gran parte de la población, en un continente pletórico en riquezas potenciales.

Para ello será necesario superar mitos como los reseñados, y otros semejantes muy vinculados a una visión cerradamente economicista y reduccionista del desarrollo de pocos resultados y que ha conducido a serios errores en diversos casos.

Esa visión está en activo cuestionamiento actualmente a nivel internacional. Desde el paradigma de desarrollo humano de las Naciones Unidas, que propone un desarrollo cuyos avances se midan por indicadores que evidencien mejoramiento de aspectos sustanciales de la vida diaria de las mayorías, el ajuste con rostro humano de la Unicef, las críticas desde diversos sectores al Consenso de Washington, hasta la concepción del desarrollo como crecimiento de la libertad de Amartya Sen, múltiples aproximaciones expresan la necesidad de articular un desarrollo integral con equidad.

Todas ellas dan un lugar estratégico en él a una política social activa y jerarquizada. Así sucede también con la nueva generación de prominentes economistas jóvenes preocupados por el desarrollo sobre el que llama la atención un reciente trabajo del New York Times (Altman, 2002). Se desempeñan en algunas de las más reputadas universidades como Harvard, el MIT y la London School of Economics, y tienen varios reclamos de fondo a la economía convencional. Dicen que ésta se concentra sólo en el "gran cuadro" y no tiene en cuenta lo que sucede en la realidad. Por otra parte, ofrece recetas universales, cuando, como señala Besley (London School), "los problemas son diferentes país por país, y aun región por región dentro de los países". Las recetas que ayudaron a algunos en ciertos momentos no funcionaron en África, la ex Unión Soviética, diferentes partes del sudeste Asiático y América Latina. Estos economistas jóvenes "están insatisfechos con las supuestas panaceas como presupuestos equilibrados, nueva infraestructura y estabilidad financiera, buscan en el campo qué está pasando con actores como la motivación de la gente, y los flujos de información que guían las políticas país por país". Uno de sus exponentes más destacados, Ester Duffo, del MIT, dice que "el desarrollo es una serie de preguntas, no se define realmente por técnicas".

Frente a sus detractores, la necesidad de una política social vigorosa puede exhibir junto a su carácter clave para un desarrollo sostenible, una legitimidad ética fundante. Ya los textos bíblicos, pilar de nuestra civilización, no sólo indican que la pobreza es un agravio a la dignidad del ser humano, creación de la divinidad, y que las grandes desigualdades atentan contra la moral básica, sino que además prescriben normas detalladas de política social. El Antiguo Testamento contiene desde un sistema fiscal completo, para financiar la ayuda a los más débiles, el diezmo, hasta regulaciones de la propiedad, protecciones al trabajador, orientaciones para la ayuda al otro, preceptos para asegurar que se respete la dignidad de los pobres y multitud de normas semejantes. La voz de los profetas se levanta en la Biblia para exigir: "no habrá pobres entre vosotros" (Deuteronomio, 15: 4). No es una voz de oráculo, sino de exigencia moral. Está señalando, depende de ustedes, de la comunidad organizada y de cada persona, eliminar la pobreza. Similar es el llamado del Nuevo Testamento.

Construir un modelo de desarrollo integral, productivo y equitativo, orientado por los valores éticos básicos, movilizar como uno de sus ejes una política social de nuevo cuño basada en alianzas entre políticas públicas, sociedad civil y organizaciones de los desfavorecidos, instrumentada de modo descentralizado, transparente y bien gerenciada, plantear la superación de la pobreza y la iniquidad como prioridades fundamentales parece ser el gran desafío que tiene por delante este continente.

Hay, por otra parte, otra consideración ética que debería acompañarnos. No se puede esperar más. Hay una "ética de la urgencia" por aplicar. Muchos de los daños que causa la pobreza son irreversibles. Día a día, hay víctimas irrecuperables, madres que perecen al dar a luz, niños desnutridos cuyas capacidades neuronales son dañadas para siempre por el hambre, jóvenes sin oportunidades al borde del delito, familias destruidas por la pobreza. El campo social no admite postergaciones como otros. Como lo ha marcado el Papa Juan Pablo II (1999): "el problema de la pobreza es algo urgente que no puede dejarse para mañana".

América Latina puede avanzar por esa vía u otra muy riesgosa, pero que también se insinúa en el horizonte. Es el último mito que este trabajo quiere sacarlo a la luz. Hay sectores de nuestras sociedades que sin intención están empezando a perder sensibilidad frente a los males de la pobreza. A acostumbrarse sin rebelión alguna al espectáculo de los niños viviendo en las calles, los ancianos abandonados, los jóvenes sin salida, a ver todo ello como una especie de hecho de la naturaleza, "como si lloviera". Están perdiendo la capacidad de indignación ante la injusticia, uno de los dones centrales del ser humano. Recuperar esa capacidad será la base para dar la lucha por un desarrollo que incluya a todos.

 

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