Introducción
La aparición de Los orígenes del totalitarismo en 1951 marca un momento decisivo en la vida teórica de Hannah Arendt. La obra, preparada en la segunda mitad de la década de 1940, en estrecha colaboración con su esposo Heinrich Blucher, pronto consigue significativas reseñas de autores como David Riesman y George Lichtheim, ya en 1951; Philip Rieff y Waldemar Gurian, en 1952; y Raymond Aron y Erick Voegelin, en 1953. Esta última resultó especial tanto por la originalidad del pensamiento y el prestigio del autor en ese momento, como por el medio en que aparece.1 Al ser Gurian amigo y colaborador de ambos, le permite publicar a Arendt su réplica en el mismo número, concediéndole a Voegelin el privilegio de una observación final. Hay que indicar, por otro lado, que Arendt y Voegelin, más allá de sus discrepancias teóricas, mantuvieron una relación cordial a lo largo de su vida y la polémica sobre el totalitarismo no fue el primer momento en que uno de ellos habla de la obra de su interlocutor. En el caso de Arendt, la primera edición de Los orígenes incluye varias referencias a Voegelin.
La polémica entre ambos autores suele tratarse superficialmente2 en los estudios sobre Arendt, pero cabría examinar si constituye un hito significativo en la explicación de su evolución (es decir, uno de sus trenes de pensamiento característicos), como pretendo mostrar en el presente artículo. Considero que la discusión afecta a tres importantes cuestiones: a) la metodología apropiada para el tratamiento de los fenómenos totalitarios, sus orígenes y significado; b) la determinación del periodo histórico de referencia para la explicación de esos orígenes; c) la relación entre religión, política y totalitarismo en la posible interpretación de este último como una forma de religión secular. Intentaré mostrar su relevancia, dejando aparte las relaciones entre filosofía y totalitarismo, presente en Arendt y en Voegelin, pues rebasa los límites del presente artículo. Arendt prosigue ulteriormente sus reflexiones, apreciándose sus efectos en buena parte de los escritos publicados desde 1953 (año prodigiosamente creativo) hasta La condición humana y Entre el pasado y el futuro, con su prefacio, tan relevante, “La brecha entre el pasado y el futuro”.
Las implicaciones metodológicas de una polémica
La controversia, tal y como se presenta, abarca la reseña de Voegelin, la respuesta de Arendt y la breve anotación conclusiva del primero, textos publicados en 1953, por The Review of Politics.3 Un dato importante e inadvertido es la anticipación del contenido de estos escritos en la correspondencia cruzada entre Voegelin y Arendt durante marzo y abril de 1951, es decir, inmediatamente a la publicación de Los orígenes del totalitarismo.4 Por otro lado, también se debe constatar que entre la fecha de la correspondencia y la del volumen de Review of Politics, media la publicación por Voegelin de The New Science of Politics (1952), a partir de las Walgreen Lectures de 1951 en la Universidad de Chicago. Se trata de un momento especialmente fructífero desde el punto de vista intelectual para ambos autores, que se convertirán en dos de los mayores intérpretes del significado de los movimientos totalitarios para la crisis del mundo occidental y se encuentran en un momento de especial madurez.
En su reseña, Voegelin combina una alta valoración de The Origins of Totalitarianism, como agradece la autora, con fuertes críticas que afectan de manera primordial al método y a las implicaciones filosóficas presentes en el análisis del fenómeno totalitario. A ese respecto, debe resaltarse la profundidad de la comprensión por Voegelin del libro de Arendt, pues capta su originalidad de tal forma que la crítica posterior sólo la confirmó, subrayando la delimitación de la materia a través del estudio del destino de esos seres humanos.
Hay más de una forma de tratar los problemas del totalitarismo, y no está claro, como veremos, que la de la doctora Arendt sea la mejor. No admite duda, en todo caso, que el destino que corrieron los judíos, las matanzas en masa y la condición apátrida de las personas desplazadas son para la autora el epicentro de un choque emocional; un choque del que brota su deseo de investigar las causas del horror, de entender los fenómenos políticos de la civilización occidental que pertenecen a esa misma clase de hecho y de considerar los medios que puedan contener el mal. (Voegelin, 2002a: 6)
A partir de esta alabanza inicial, y dejando atrás aspectos más de detalle como la ausencia de las aportaciones de Arnold J. Toynbee o la discrepancia sobre la reconstrucción de Thomas Hobbes expresada en la correspondencia de 1951, remito a dos temáticas las críticas de Voegelin. En primer lugar, la metodológica, concretada en tres apreciaciones acerca de Los orígenes del totalitarismo: sobre la unidad de la obra, el tono emocional en que está escrita y las herramientas conceptuales utilizadas en sus análisis. En segundo lugar, el periodo histórico abarcado por la autora, que retrotrae los orígenes del totalitarismo al siglo XVIII con las primeras manifestaciones del antisemitismo moderno. Por el contrario, Voegelin sostiene que la cuestión debe relacionarse con la crisis medieval de la concepción trascendental de la vida a partir del inmanentismo de Joaquín de Fiore, lo cual ocasiona consecuencias inmediatas: la aparición del problema de la secularización en tanto trasfondo histórico y la interpretación de los movimientos políticos totalitarios como religiones secularizadas, adelantada en su trabajo de 1938, The Political Religions, y retomada en The New Science of Politics. En conjunto, se trata de una serie de temáticas amplias y variadas, pero esenciales para las ciencias histórica y política. Probablemente ésta sea la recensión de mayor calado recibida por Los orígenes, por ello su repercusión en la evolución de Arendt no debe ser despreciada.
En su respuesta, Arendt combina cuestiones metodológicas con aspectos de periodización, al hilo de ambas formula la importante metáfora de la cristalización, de resonancia benjaminiana. Con ella pretende rebatir tanto las críticas que aluden a carencias en términos de origen causal, básicamente historiográficas, como a la necesidad de una temporalización más amplia para analizar los antecedentes y los contextos intelectuales en los que es posible ordenar los fenómenos totalitarios.5
Voegelin considera deficiente la organización de los materiales en la sucesión de la obra, subraya su índole no conclusiva, el acento emocional con que está escrita y la carencia de las herramientas conceptuales necesarias. Sobre este último aspecto son significativos los dos párrafos iniciales de la reseña, de carácter genérico y sin referencia explícita a Arendt, en los que constata la influencia casi universal de los movimientos totalitarios traducida en una “comunidad de sufrimiento bajo la expansión universal de la podredumbre de Occidente” (Voegelin, 2002a: 4). El peligro reside en que:
[…] las manifestaciones catastróficas de la revolución, la masacre y miseria de millones de seres humanos impresionan tan vivamente al espectador como algo sin precedentes en comparación con la época inmediatamente anterior y más pacífica, que la diferencia fenoménica oscurecerá la identidad de esencia. (Voegelin, 2002 a: 5)
Por otro lado, el estado de la crítica teórica no ha superado “la destrucción positivista de la ciencia política” (tesis desarrollada en la primera parte de La nueva ciencia de la política), en consecuencia, el gran obstáculo:
[…] sigue siendo la insuficiencia del instrumental teórico. Sin una antropología filosófica bien desarrollada es difícil categorizar con propiedad fenómenos políticos, igual que lo es evaluar fenómenos de desintegración del espíritu sin una teoría del espíritu; pues el horror moral y la carga emocional eclipsarán lo esencial. (Voegelin, 2002 a: 4-5)
La autoconciencia de la crisis científica provocada por el positivismo, la necesidad de una antropología filosófica y de una teoría del espíritu resultan pues condiciones y herramientas necesarias para analizar en profundidad la crisis que conllevan los movimientos totalitarios. El inicio de la reseña de Voegelin puede ser interpretado como un resumen de intenciones de su proyecto intelectual y la crítica a Arendt sólo está implícita, anticipando tópicos que serán desarrollados explícitamente por el autor.
Una forma de entender la discrepancia es que Voegelin reprocha a Arendt haberse movido en un nivel meramente historiográfico sin atender el lado sistemático y estructural propio de la ciencia política. La importancia de contemplar ambos rasgos se justifica en la introducción a La nueva ciencia de la política, aunque su delimitación va desde la teoría de la política a la de la historia: “la existencia del hombre en sociedad política es existencia histórica; y si una teoría de la política profundiza en los principios, debe ser al mismo tiempo una teoría de la historia” (Voegelin, 2006: 13). El ejemplo de Max Weber, analizado por Voegelin como afectado por una contradicción entre sus presupuestos positivistas en defensa de la neutralidad axiológica y las decisiones valorativas presentes en sus estudios históricos, muestra la necesidad de combinar ciencia política con dichos estudios. En su obra, Voegelin pretende ofrecer una respuesta más completa que la weberiana en esa interrelación.6
Arendt capta perfectamente la cuestión y, en su respuesta, aboga por una interrelación entre lo histórico y lo estructural. De hecho, el elogio recibido fue alto (la comparación con Tucídides no podía sino enorgullecerla), pero también envenenado. La autora evita identificarse como mera historiadora, hace esfuerzos ostensibles por alejarse y alude a los malentendidos suscitados por el título de la obra, que en realidad:
[…] ofrece un examen histórico de los elementos que vinieron a cristalizar en el totalitarismo; y a este relato sigue un análisis de la estructura elemental de los movimientos totalitarios y de la propia dominación totalitaria. La estructura de los elementos totalitarios es la estructura oculta del libro, mientras que su unidad más aparente la proporcionan ciertos conceptos fundamentales que como hilos rojos recorren el todo. (Arendt, 2002: 9)
Además, Arendt rebate la acusación, que ciertamente le ha molestado, de ausencia de unidad y del carácter no conclusivo de sus materiales. Los orígenes no son en sentido propio una obra histórica, sino ante todo un estudio de los rasgos estructurales del fenómeno totalitario, analizados en su tercera parte. Que ésa sea la intención de la autora y el problema lo tuviera en mente se aprecia en los trabajos publicados entre 1953 y 1954 como parte del libro proyectado sobre los elementos totalitarios en el marxismo, pero también tienen que ver con las observaciones de Voegelin.7 Uno de esos escritos será “Ideology and terror. A novel form of government”, publicado en The Review of Politics (Arendt, 1953), luego en el homenaje a Jaspers de ese mismo año e introducido finalmente como capítulo conclusivo de la segunda edición de Los orígenes en 1958. El aspecto estructural del totalitarismo está presente en este texto, en cierta forma responde a Voegelin. El dibujo de los rasgos en los que funda la terrible novedad histórica del totalitarismo y su estudio en términos de los tipos de gobierno, según la clasificación de Montesquieu, constituyen aportaciones del ensayo, que comparte temas con “Understanding and politics”, así como con “Tradition and modern age” y con “Authority in the twentieth century”.8
Si bien la relación entre lo histórico y lo estructural constituye un elemento metodológico central de la polémica, hay otro aspecto que debe ser constatado: la remisión emocional de la obra de Arendt. La cuestión es aludida en varias referencias, en las cuales Voegelin valora con ambivalencia ese matiz, del cual hace derivar tanto su fuerza como sus límites. Lo primero, se debe a que el libro surge desde un deseo de investigar, impulsado por el “destino que corrieron los judíos, las matanzas en masa y la condición apátrida de las personas desplazadas”, como epicentro de un choque. Se trata de una “emoción en estado puro” que “hace del intelecto un instrumento sensible para reconocer y seleccionar los hechos relevantes”, al tiempo que no impide a la autora un “admirable distanciamiento respecto de la pugna partidista del presente”. En este contexto se sitúa la aludida comparación con Tucídides (quien también habría escrito “desde el movimiento catastrófico de su tiempo”) y con la historiografía (estudio histórico de rango notable) (Voegelin, 2002a: 5-6).9
A partir de esta ponderación positiva surge la matización de las limitaciones y carencias que este mismo aspecto entraña para Los orígenes del totalitarismo. La posición de Voegelin es tajante: se trata de una obra sobre las penurias de una época, marcada por esas mismas penurias, valorando al menos que sus descarrilamientos sean instructivos. El autor opera desde los presupuestos metodológicos que en ese momento formula en el prefacio de The New Science of Politics, con su crítica a la “destrucción positivista de la ciencia” y su intento de superar el planteamiento weberiano en ciencia política (Voegelin, 2002a: 5).
En su respuesta, Arendt reconoce la altura de la crítica recibida, pero su reacción también es tajante: por un lado, insiste en la necesidad de profundizar en el tipo de operación propio de la historiografía (por ejemplo, una historia del antisemitismo) y contesta la apariencia no científica de su relato. Desde luego, aboga por un distanciamiento crítico de la tradición de sine ira et studio, la cual se aprecia. En toda historiografía hay un elemento ulterior, tratar de algo que se quiere mantener o criticar, algo que no se quiere conservar, sino destruir, como ocurre con el totalitarismo en general o con el antisemitismo en particular. Por otro lado, no acepta la premisa mayor del razonamiento de Voegelin, la idea de que el aborrecimiento moral o la carga emocional eclipsarán lo esencial. Para Arendt, ambos aspectos forman parte necesaria, pero son diferentes del moralismo o el sentimentalismo, y si se presentaran en su obra, habría que aducirlos como carencias de la misma. Su trabajo no tiene que ver ni con moralización ni con sentimientos, de hecho, ella se aleja de escribir sólo desde el punto de vista de las víctimas.10 La cuestión es que el fenómeno totalitario ha tenido lugar en la tierra y no en la luna. En un gesto que recuerda al presentado en “Comprensión y política. Las dificultades de la comprensión”, el análisis preliminar de dicho fenómeno como algo llamado a ser combatido forma parte de lo esencial. Por ello, “la descripción del campo como Infierno en la Tierra es más ‘objetiva’, es decir, más adecuada a su esencia, que las afirmaciones de naturaleza puramente sociológica o psicológica” (Arendt, 2002: 9) y hacerlo sine ira et studio es indultarlos. El problema entonces no es de neutralidad valorativa, tampoco de estilo, sino que afecta al centro de la comprensión y a las vinculaciones con la facultad de la imaginación, kantianamente considerada. El estudio de Arendt surge desde la profunda preocupación por lo ocurrido, por ello en el prefacio a la primera edición de Los orígenes rechaza los conceptos de progreso y fatalidad.
En la “Observación conclusiva” con que The Review of Politics cierra el debate, Voegelin responde a Arendt reconociendo los importantes matices aportados por la autora y deja de insistir en la debilidad del aspecto emocional, pero sí lo hace en la ofuscación entre lo fenoménico y lo esencial presente en la obra arendtiana y repite argumentos de su crítica a Weber en La nueva ciencia de la política. El problema para Voegelin es cómo delimitar y definir fenómenos del tipo de los movimientos políticos analizados por Arendt o por él mismo en sus obras sobre las religiones políticas, el cientifismo, la idea de raza, etcétera. Arendt remite al nivel fáctico de la historia en tanto que proporciona los elementos últimos de análisis, como haría Weber en sus propios estudios históricos. Para Voegelin, ese aspecto, justificado dentro de la ciencia política, no puede apreciarse desde la simple aceptación de unidades de valor históricas, pues necesita de principios aportados por la antropología filosófica, aplicados a materiales históricos. De no ser así, puede ocurrir que movimientos políticos opuestos en el escenario de la historia (acusación a Arendt de connivencia con el liberalismo, el positivismo y el pragmatismo) “resulten estar estrechamente emparentados en el plano de la esencia” (Voegelin, 2002b: 11). Esta observación conclusiva no fue respondida por Arendt en el marco mismo de la polémica, sino en aclaraciones ulteriores.
La cuestión de los orígenes del totalitarismo
Se abre camino a una segunda temática de la polémica, la relacionada con la periodización histórica de los orígenes del totalitarismo. En su carta del 16 de marzo de 1951, tras alabar la obra enviada por Arendt, que ha colmado sus expectativas, Voegelin formula sus dudas sobre la perspectiva histórica implícita en la obra y explícita en la conclusión: la conexión entre antisemitismo y cristianismo. Su tesis es que no se puede ser antisemita, en el sentido moderno, si uno es cristiano, enraizando los movimientos totalitarios en la decadencia de la civilización cristiana. En esta misma carta, analiza la necesidad de considerar los aspectos psicológicos en la pretensión de atribución causal histórica, por lo tanto:
[…] las catástrofes totalitarias no pueden ser explicadas exclusivamente por referencia a la situación política, social o económica dentro de la que aparecen, sino que la situación misma, i. e., la conducta de los grupos dominantes y personas responsables de los estados de cosas, y la conducta de las víctimas que reactúan en una situación desesperada, deben ser interpretadas según la salud o enfermedad de orden psicológico. (Citado en Baehr, 2012: 11)
En la reseña a la obra de Arendt, la periodización histórica aparece de forma más explícita: los orígenes del totalitarismo no han de ser examinados “primariamente en el destino del Estado nacional y en relación con los consiguientes cambios sociales y económicos desde el siglo XVIII, sino más bien en el auge del sectarismo inmanentista desde la baja Edad media”, por lo que los movimientos totalitarios no serían movimientos revolucionarios de gentes funcionalmente trastornados, “sino movimientos de un credo inmanentista en el cual habrían terminado por fructificar las herejías medievales” (Voegelin, 2002 a: 7).
Tras recibir la carta de Voegelin, Arendt esboza un proyecto de carta el 8 de abril, finalmente no enviada, y en una sí cursada del 22 de abril. En el primer texto alude al tema de los orígenes, indicando que podría haber un cambio en la pregunta, desde cuál es el origen del totalitarismo hasta cómo es que nuestra tradición no fue capaz de responder a la cuestión política. Respecto al problema histórico planteado por Voegelin, situar los acontecimientos pendientes de explicar en el contexto del declive del mundo judío cristiano y de la ausencia en la creencia en la imagen de Dios, es sencillamente un acontecimiento que no puede ser alterado. Bajo este supuesto, la censura a Voegelin es clara, pues éste remite a un contexto demasiado amplio para explicar un fenómeno tan específico como el que se trata (citado en Baehr, 2012: 16), lo que traslada en la “Réplica” de The Review of Politics, como prevención de deducir de precedentes lo que carece de ellos. Voegelin alude a la putrefacción de la civilización occidental porque para él las afinidades fenoménicas esconden una identidad esencial de orden doctrinal y descubre serias similitudes del totalitarismo con otras tendencias de la historia política o intelectual de Occidente, pero la autora señala de nuevo un fracaso y en todo caso adopta una postura diferente:
Lejos de ‘oscurecer’ alguna identidad esencial, ‘las diferencias fenoménicas’ son aquellos fenómenos que hacen ‘totalitario’ al totalitarismo, los que distinguen esta precisa forma de gobierno y de movimiento de todas las demás, y son, por tanto, las únicas diferencias que pueden ayudarnos a descubrir su esencia. Lo que carece de precedentes en el totalitarismo no es primariamente su contenido ideológico, sino el acontecimiento mismo de la propia dominación totalitaria. (Arendt, 2002: 10)
En esta crítica, se advierten dos relaciones diferentes: entre totalitarismo y Modernidad, así como entre eventos e ideas. Arendt se empeña en retrotraer los orígenes del acontecimiento que rastrea a fenómenos factibles de ser identificados en el siglo XVIII y no antes. Un texto básico para esa cuestión puede encontrarse en “Ideología y terror. Una nueva forma de gobierno”. La afinidad se da entre el tipo de lógica presente en el totalitarismo y la filosofía de la historia desplegada en la apelación a las leyes propiamente de la historia (marxismo) o de la naturaleza (Darwin). La consecuencia última de todo ello se condensa en los campos de exterminio entendidos como verdadero centro del experimento totalitario y que cabe considerar como un triunfo del homo faber.11 Se aprecia entonces una importante diferencia con respecto a Voegelin, cuya postura puede tipificarse como antimodernista. En su caso, Arendt establece un vínculo entre dominación totalitaria y Modernidad, sin que signifique un repudio de esta última (Tassin, 1999: 132), como sí ocurre por otra parte en Leo Strauss.12
El segundo aspecto a destacar es la relación entre acontecimiento e idea, que aparece en la réplica de la enfermedad de espíritu como rasgo decisivo de las masas modernas. Arendt apela a la distinción entre las ideas y los sucesos efectivos de la historia, explicando el estado de las masas modernas con la referencia al fenómeno de la desintegración y no a alguna enfermedad del espíritu. Pero considero que la respuesta más clara a Voegelin se encuentra en la carta no enviada de 8 abril de 1951, en la cual cifra la diferenciación entre ambos no tanto en que aquél defendiera la historia de las ideas y ella la de política, social o económica, como Voegelin parece plantear, en tanto contrapone esta última a lo psicológico o espiritual, sino por la diversa consideración del acontecimiento mismo.
Me parece que la diferencia real entre nosotros no consiste en el hecho de que tú seas fundamentalmente un historiador de las ideas o un especialista de humanidades y que yo ofrezca esencialmente explicaciones desde “un punto de vista político, social y económico”, sino que se trata de una diferencia de actitud hacia el evento como tal […], el valor y peso específico de los eventos nunca puede ser derivado de ninguna ideología o desde ningún contexto específico dentro de la historia de las ideas. En los acontecimientos como tales hay revelado siempre algo que no estaba presente o que no era capaz de ser contenido en ningún carácter general. El abismo no consiste sólo en el hecho de que las cosas siempre podrían haber ocurrido de otra forma sino en el hecho de que los ideólogos probablemente nunca hayan estado preparados para liberar la logicidad de sus sistemas dentro de la realidad.13 (Citado en Baehr, 2012: 1-17)
Esta contraposición entre evento e idea constituye una de las distinciones básicas que operan dentro de la obra arendtiana y que en buena parte determinan su relación con la historiografía (una cuestión siempre peliaguda como cabe apreciar por los reparos que recibió de Isaiah Berlin y Eric Hobsbawm). La autora polemiza no sólo con la historia de las ideas, en cuanto ésta se deje llevar por la autonomía de los conceptos, sino también con aquellos planteamientos que quieran establecer relaciones de conexión, incluso causales, entre acontecimiento e idea. Su punto de vista defiende la independencia del evento y su carácter contingente e imprevisible, lo que se puede predicar, por ejemplo, del fenómeno revolucionario (en los análisis de la revolución americana) y del totalitarismo en cuanto supuesto de un tipo de movimiento y de estructura política que impregna toda la experiencia.
En La condición humana el objeto de la historia son los acontecimientos, no las fuerzas o las ideas (Arendt, 1993: 281). En esa misma obra defiende que son los hechos, no las ideas, los que cambian el mundo (Arendt, 1993: 300) y cuando analiza el papel del surgimiento de la ciencia moderna enfatizando la importancia de Galileo, aclara que no estudia a éste desde la historia de las ideas como autor de determinados libros, sino de un hecho determinado.14 Arendt, en consecuencia, distingue entre el logro de Galileo y las especulaciones de filósofos como Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, y de astrónomos como Copérnico, a quienes sitúa en la esfera de la historia de las ideas, donde:
[…] sólo hay originalidad y profundidad, ambas cualidades personales, pero no absoluta y objetiva novedad; las ideas van y vienen, tienen una permanencia, incluso una inmortalidad propia, que depende de su inherente poder de iluminación, el cual es y perdura independientemente del tipo y de la historia. Más aún, las ideas, a diferencia de los hechos, nunca carecen de precedente. (Arendt, 1993: 287-288)
Lo que hizo Galileo antes que nadie fue emplear el telescopio de tal manera que los secretos del universo se entregaran a la cognición humana. “Al confirmar a sus ‘predecesores’, estableció un hecho demostrable donde antes de él hubo inspiradas especulaciones” (Arendt, 1993: 288-289).
Respecto al totalitarismo como evento, la posición de la autora no podía identificarse con una historia de los acontecimientos en sentido clásico o en el expresado por Fernand Braudel como la espuma de la historia; en todo caso, Arendt se plantea las raíces profundas de lo ocurrido y no se limita a una explicación referida a la propia Alemania, por ello en un texto anterior a Los orígenes del totalitarismo (“Aproximaciones al ‘problema alemán’”), sostiene que el problema no reside tanto en lo alemán, como en el tipo de hombre que lo ha sustituido: “Sintiendo el peligro de una destrucción total, decide convertirse él mismo en una fuerza de destrucción”, lo que no se circunscribe sólo al alemán, pues la nada de la que surgió el nazismo puede definirse como el “vacío resultante del casi simultáneo desplome de las estructuras sociales y políticas europeas” (Arendt, 2005a: 140-141).
Sin entrar en la polémica sobre el significado de la metáfora de la cristalización usada como alternativa a un estudio histórico de antecedentes en términos de causalidad (King, 2007), cabe sostener una noción de historia de los acontecimientos compatible con el análisis de procesos económicos y sociales, tal y como ocurre en Los orígenes del totalitarismo con los elementos plasmados en el totalitarismo, es decir, el antisemitismo, el declive del estado nación, el racismo, la política de expansión imperialista y la alianza entre capital y masa, siendo de todos ellos el antisemitismo el agente catalizador del entero edificio totalitario.15
Totalitarismo como religión política
Una importante acusación de Voegelin se encuentra en su interpretación de que la autora asume presupuestos propios del inmanentismo al recoger el intento totalitario de transformar la naturaleza humana y darlo como posible. Se trata de un tema en el que se muestra especialmente sensible y aún agresivo. Su argumento comienza con la caracterización del agnosticismo como enfermedad del espíritu que hace posible el antisemitismo y la pobreza espiritual de víctimas y victimarios, y es remitido al sectarismo inmanentista desde la baja Edad Media como verdadero origen del totalitarismo. Pero es en la idea de transformación de la misma naturaleza humana donde se mostraría la esencia del totalitarismo como experimento y como credo de la modificación del hombre. Voegelin considera la naturaleza como concepto filosófico, dotado de una esencia inmodificable en sí misma. Arendt, en tanto asume la posibilidad de ese cambio, sería presa de la actitud típicamente liberal, progresista, pragmatista, ante los problemas filosóficos, de ahí que el autor indique el suelo común a liberales y totalitarios y apele a la división esencial entre partidarios de la trascendencia y de la inmanencia, incorporando estos últimos la posibilidad de cambiar la naturaleza humana, lo que es interpretado como pesadilla nihilista.
En La nueva ciencia de la política, Voegelin expresa con claridad que “la esencia de la modernidad es el crecimiento del gnosticismo” (2006: 155) y distingue tres variaciones: la intelectual, representada por Hegel o Schelling (adopta la forma de una “penetración especulativa en el misterio de la creación y la existencia”); la emocional, referida a los líderes sectarios paracléticos (“incorporación de sustancia divina al alma humana”) y, por último, la volitiva. En este último tipo, Voegelin no tiene inconveniente en unir a Comte, Marx o Hitler (toma “la forma de una redención activa del hombre y la sociedad”), de manera que se puede trazar “la lógica interna del desarrollo político occidental a partir del inmanentismo medieval a través del humanismo, la ilustración, el progresismo, el liberalismo, el positivismo, hasta el marxismo” (Voegelin, 2006: 153).16 Como se puede apreciar, una posición claramente antimodernista.
En su réplica, Arendt se refiere explícitamente al concepto de religión secular como caracterización voegeliniana del totalitarismo (Arendt, 2002: 10)17 y su posición es clara: no hay un sustituto de Dios en las ideologías totalitarias, por lo que critica la funcionalización de las ideas puestas en circulación por los científicos sociales. Si bien no pretende situar a Voegelin entre los partidarios de ese proceder, admite que puede haber alguna conexión entre el totalitarismo y el ateísmo, rechaza la vuelta de la religión a la política, lo que da por finalizado en tanto hecho histórico además de incompatible con su propia idea de lo religioso, basada en la fenomenología con que lo caracteriza (Arendt, 2002: 10).
Todo esto lleva al debate sobre el carácter de la secularización y sus consecuencias para una posición teórica y política a la altura de nuestro tiempo. En carta del 8 de abril de 1951, Arendt contesta la nostalgia de Voegelin por un mundo anterior al moderno, pues la secularización es un hecho -el declive del mundo judeo-cristiano y la pérdida de fe en Dios- y no puede ser alterado con lamentos, por ello es más que una idiotez intelectual, como aquél le reprochaba. Por otro lado, en la carta del 22 de abril, respecto a las ideologías totalitarias, interpretadas por Voegelin en términos de religión secular, Arendt reconoce que las odia no menos que él y cree que su irrupción ha producido una ruptura con la entera tradición de Occidente, pero lo fundamental es que ha tenido lugar el acontecimiento decisivo y el proceso destructivo no puede ser detenido.18
Los pronunciamientos sobre la secularización proseguirán en otras obras de la década de 1950 (véase Prior, 2013), insistiendo en la dicotomía entre rasgos intelectuales y acontecimientos. La cuestión puede tratarse desde la historia de las ideas o de los hechos. La postura de la autora es la segunda, mostrando en el ensayo sobre los conceptos de historia las diferencias entre uno y otro proceder, y aplica su peculiar manera de entender la relación entre conceptos y experiencias. En este contexto polemiza con los historiadores (no sólo con Eric Voegelin, sino también con Karl Löwith, al menos implícitamente) que insisten en las continuidades entre la Edad Media y la época Moderna. Esa búsqueda de continuidad ininterrumpida, a pesar de su alto valor es un intento de
[…] cerrar las brechas que separan una cultura religiosa del mundo secular en que vivimos, las evita en lugar de resolverlas […] si por “secularización” no se entiende más que el ascenso de lo secular y el eclipse concomitante de un mundo trascendente, resultará innegable que la conciencia histórica moderna está íntimamente conectada con esta secularización. Sin embargo, esto no implica de ningún modo la transformación dudosa de las categorías religiosas y trascendentes en finalidades y normas terrenas inmanentes, en las que han insistido los historiadores de las ideas en tiempos cercanos. (Arendt, 1996b: 78)
Frente a estos historiadores de las ideas, Arendt indica que “secularización significa simplemente la separación de religión y política, y esto afecta a ambos elementos de una manera fundamental”. La razón de que aquellos historiadores puedan en cierta forma convencernos está “en la naturaleza de las ideas en general”. En efecto:
[…] en el momento en que se separa por entero una idea de su base en la experiencia real, no es difícil establecer una conexión entre ella y casi cualquier otra idea. En otras palabras, si consideramos que existe algo así como un reino independiente de ideas puras, todas las nociones y conceptos no pueden sino estar interrelacionados, porque en ese caso todos deben su origen a la misma fuente […] [en cambio,] si por secularización entendemos un hecho que se puede fechar en el tiempo histórico y no un cambio de ideas, entonces la cuestión no es si la “destreza de la razón” hegeliana era una secularización de la providencia divina o si la sociedad sin clases de Marx representa una secularización de la era Mesiánica. El hecho es que se produjo la separación de Iglesia y Estado y que así se eliminó la religión de la vida pública. (Arendt, 1996b: 79)
En definitiva, al enfatizar los hechos y no las ideas, Arendt se sitúa en el campo de los historiadores que subrayan las discontinuidades históricas objetivas, que no tienen por qué coincidir con las encontradas en el ámbito de las ideas, que tienen una lógica propia. Si la secularización puede citarse como ejemplo de estas últimas, la discontinuidad efectiva sería la que supone el propio totalitarismo.
Las matizaciones presentes en el debate con Voegelin a propósito de las ideologías totalitarias como formas de religión secular, deben ser completadas con otros textos de la década de 1950 igualmente significativos, en los que disputa con Waldemar Gurian y con Jules Monnerot, e implícitamente con Raymond Aron.19 Es decir, Arendt se enfrenta a la postura de aquellos autores que interpretan las ideologías totalitarias como nuevas formas de religión, con el fin de salvaguardar la autonomía tanto de la política como de la religión (véase Prior, 2017a: 161-163).20
Para Voegelin, las ideologías totalitarias no sólo expresan una opinión peligrosa, también significan la destrucción de la propia persona, manifiestan desorden, disonomía,21 esto es, una enfermedad de orden psicológico, ante la cual el científico político debe poner en marcha una metodología de atribución causal-histórica de tipo psicológico. Por el contrario, en su carta del 8 de abril, Arendt habla de un abismo entre las ideologías y la práctica totalitaria plasmada en los campos, considerando que el problema de la relación entre el pensamiento y la acción separa las respectivas posiciones. Voegelin, en su reseña de Los orígenes, alude a la imagen del infierno utilizada por Arendt para referirse a los campos en apoyo de su propia posición del agnosticismo como enfermedad espiritual. Encontramos la respuesta de la autora en textos de la década de 1950 como la reseña del libro de Waldemar Gurian, “Comprender el comunismo”, o el artículo “Religión y política”. En el primer caso se trata de la interpretación del bolchevismo como religión política, es decir, tomado en términos religiosos. La reseña del libro de Gurian es muy elogiosa,22 pero ratifica que si se analizan bolchevismo y comunismo como religiones, no se toma en serio la pretensión ideológica del ateísmo que les era implícito (Arendt, 2005c: 440), por ello la autora, para acentuar la plausibilidad de la obra de su amigo, avanza la idea de que el totalitarismo bolchevique desbordó y aniquiló el comunismo tal y como lo conocíamos desde Marx a Lenin (Arendt, 2005c: 441).
En “Religión y política”,23 Arendt polemiza con Voegelin, también lo hace con Monnerot, quien publicó en 1949 Sociologie du comunisme. Échec d’une tentative religieuse au XX e siècle. La autora distingue entre las posiciones de Voegelin y las de Monnerot como representativas de dos perspectivas sobre la relación entre religión y política, un planteamiento histórico por parte del autor de La nueva ciencia de la política, frente al sociológico de Monnerot y advierte en el primero una virtud:
[…] la gran ventaja de la aproximación histórica es su reconocimiento de que la dominación totalitaria no es meramente un deplorable accidente de la historia de Occidente, y de que las ideologías totalitarias deben discutirse en términos de autocomprensión y autocrítica. (Arendt, 2005d: 449)24
Las limitaciones en el punto de vista de Voegelin arrancan del doble sentido no coincidente (político y espiritual) en que se puede entender la secularización. De hecho, por un lado, hay credos e instituciones religiosas carentes de toda autoridad públicamente vinculante y, por otro, la vida política queda falta de sanción religiosa, lo que puede dar lugar a la cuestión de la fuente de autoridad de nuestras leyes, costumbres y criterios de juicio (Arendt, 2005d: 449).
Frente a Voegelin, nostálgico de una presencia de la religión trascendente en la política, y contra Monnerot, quien interpreta el comunismo como religión política, Arendt subraya la autonomía de las dos esferas implicadas,25 no porque opte por una frente a la otra, sino porque, respetando la autonomía tanto de la política como de la religión, advierte los peligros de la unión entre el trono y el altar. La separación entre política y religión es un hecho histórico decisivo, sus consecuencias serán las que sean, pero como tal es irrevocable. Lo mismo ocurre respecto a la moderna pérdida de fe, aunque este fenómeno tenga consecuencias políticas y sin él el totalitarismo tal vez no habría ocurrido de la misma forma. Que la religión pierda su elemento político y que la vida política renuncie a una sanción religiosa de una autoridad trascendente, además de constituir situaciones inapelables, suponen ventajas para ambas esferas. El peligro de su tiempo, para Arendt estribaba en oponerse, como hacían los conservadores americanos, a una ideología, como el comunismo, con otra (el mundo libre como mundo religioso), pues sus resultados serían la transformación de la religión en una ideología y la corrupción de la lucha contra el totalitarismo por un fanatismo ajeno al combate por la libertad (2005d: 466).26 Por lo demás, Arendt constata la debilidad de la religión para la confrontación contra el totalitarismo, como quedó manifiesto en la experiencia de las décadas de 1930 y 1940, oponiéndose a quienes se entusiasman cuando se aprecian signos de revaloración de la vida religiosa en la sociedad o específicamente en los intelectuales.27 Arendt encuentra el único elemento político que queda en el cristianismo en la doctrina del infierno como castigo para una vida injusta y subraya la inevitable pérdida de esa creencia cuyos orígenes retrotrae a Platón y en la que no puede fundarse un sentido de la autoridad política.
Para concluir, la confrontación (1951-1953) de Arendt con Voegelin constituye para ella un reto para perfilar mejor su visión del totalitarismo, tal como lo expresa en la obra publicada en 1951, con la que ha venido desarrollando el historiador alemán, en este caso desde 1933, en sus estudios sobre el racismo, la idea de raza, las religiones políticas, el cientifismo, etcétera. En este sentido, los tres frentes analizados en el presente trabajo suponen aspectos abiertos en su obra que requieren nuevos desarrollos en los años siguientes.
La relación entre lo histórico y lo estructural remite, por un lado, a una mayor aclaración sobre las cuestiones básicas de la filosofía política que llevará a la autora a los recorridos desde Platón hasta Marx, que caracterizan sus muchos cursos impartidos en la década de 1950, centrados en sus análisis de la tradición del pensamiento político occidental. Por otro lado, a constatar la necesidad de una categorización fenomenológica de la condición humana, lo que actuará como alternativa a la reclamación voegeliniana de una antropología filosófica.
En lo referente a la vinculación entre totalitarismo y modernidad, la principal consecuencia del planteamiento de la autora reside en su identificación con una historia de los acontecimientos diferenciada de la historia de las ideas (en la que se encontraría Voegelin), como principal rasgo de su acercamiento al tema. Predomina entonces la pertinencia fenomenológica del acontecimiento con su carga de discontinuidad histórica y no las cadenas de ideas donde pueden resaltarse fácilmente las continuidades.
Finalmente, respecto a la relación entre religión y política, la autora desarrolla coherentemente un reconocimiento de la autonomía de las esferas, en clara similitud con el planteamiento weberiano, como puede apreciarse en la diferencia entre moralidad y política expuesta en Sobre la revolución, entre ciencia y filosofía en La vida del espíritu, entre educación y política en el ensayo sobre educación o entre verdad y política también en el estudio sobre ese tema. No aceptará las coincidencias funcionales como ocasión para la confusión de las esferas, por más que en casos concretos se pueda hacer un uso de los rasgos reiterados y que los cambios ocurridos en una esfera repercuten en las condiciones de otra.