De la península a Nueva España
“La mutación ha sido completa y tan instantánea como la del teatro, de modo que todo parece un sueño”. Con estas palabras, el 3 de abril de 1820 describía un eclesiástico de Toledo (España) a otro de Guadalajara (Nueva España) el cambio que se había operado en la Península, a raíz del pronunciamiento de Rafael de Riego en Cabezas de San Juan, a comienzos de ese año, en favor de la Constitución gaditana de 1812.1 La metáfora situaba el foco de atención en la idea de ruptura y de transformación de los marcos analíticos de la realidad. Se trataba de una aceleración del tiempo histórico que se encadenaba, sin solución de continuidad, con una cesura extraordinaria respecto a los seis años previos de gobierno absoluto. Los marcos de referencia tradicionales parecían no ofrecer mecanismos válidos a la hora de interpretar una situación que el religioso presentaba a su interlocutor en términos oníricos. En tan sólo cuatro meses se había mutado por completo el panorama político previo y se sentaron las bases para el inicio de un nuevo ciclo. Proclamada y jurada la Constitución por el Rey, las Cortes iniciaron sus sesiones y, en muy poco tiempo, aprobarían distintos decretos que derrumbarían por completo el andamiaje político e institucional del antiguo régimen, para implantar, de nuevo, un sistema constitucional en toda la monarquía española. Entre las actuaciones que más impactaron en todos los territorios -y en especial en Nueva España- se encontraban los decretos de tendencia secularizadora, aprobados entre 1820 e inicios del año siguiente. El posicionamiento de los actores, en favor o en contra de los mismos, generaría numerosas reclamaciones a las Cortes y tendría su secuela en los debates de la Junta Provisional Gubernativa, el primer órgano legislativo del México independiente, como veremos.2 En este sentido, en la Península, los años que trascurren entre 1820 y 1823 muestran de manera nítida el enfrentamiento entre el mundo de la revolución y el de sus contrarios, en una continua dialéctica que se resolvió en términos de guerra civil. Las expectativas puestas sobre ese periodo por liberales y antiliberales, revolucionarios y reaccionarios, fueron muchas y diversas, pues ninguno de esos contingentes era homogéneo.3 En el arco ideológico entre un extremo y otro, encontraremos un crisol de propuestas que se irán acomodando a una ruta de la política no siempre lineal.
En las Cortes de Madrid -entre 1820 y 1822- los diputados americanos, y especialmente los novohispanos, iban a protagonizar importantes debates para obtener una mayor autonomía para sus territorios en el marco del sistema liberal y constitucional recién inaugurado.4 Es decir, paralelamente a la vía insurreccional que inaugurará Agustín de Iturbide en febrero de 1821, con la proclamación del Plan de Iguala, los representantes mexicanos en la Península trataban de consensuar un proyecto descentralizador de la monarquía que, sin romper políticamente con ella, les concediera el deseado autogobierno. Fue lo que por aquel entonces se llamó la independencia pactada.5 La propuesta americana, conocida como “plan de Cortes”, pretendía convertir a la monarquía hispánica en una federación, en la que México, Lima y Santa Fe serían las sedes de tres reinos coronados por infantes de la familia Borbón. Los principales promotores de este proyecto monárquico fueron los diputados novohispanos, quienes, por su correspondencia privada, ya sabían que Iturbide ofrecía en su plan el trono a Fernando VII o un miembro de la familia real.6 El propio O’Donojú lo confirmaría -después de haber firmado con éste los Tratados de Córdoba el 24 de agosto- en una carta a José Dávila en la que le indicaba que: “en efecto ya la representación nacional pensaba antes de mi salida de la península en preparar la independencia mexicana; ya en una de sus comisiones, con asistencia de los secretarios de Estado, se propusieron y aprobaron las bases”.7
En la comisión mixta formada en las Cortes por diputados peninsulares y americanos, se discutió la propuesta de descentralización de la monarquía que habían impulsado los novohispanos y que, en principio, parecía contar con el beneplácito del monarca.8 Pero la llegada de la noticia del Plan de Iguala derrumbó las esperanzas de los mexicanos de establecer una monarquía constitucional en el antiguo virreinato. La comisión no fue capaz de emitir un dictamen para la discusión del proyecto, ya que el gobierno había bloqueado su iniciativa, y el plan de monarquías americanas fue enterrado. Los diputados peninsulares consideraron que esta propuesta de descentralización territorial rebasaba los límites constitucionales. Paradójicamente, una constitución tan avanzada como la de 1812 convertía -por su rigidez- en inviable cualquier tipo de acomodación del territorio que implicara alguna especie de separación.9
Por tanto, a la hora de analizar la ruta de la política en los inicios de la década de 1820 en el ámbito hispano, hemos de tener en cuenta la manera en que se conjugaron cuatro elementos: las expectativas revolucionarias iniciales; el difícil encaje de la Constitución de 1812 en ese nuevo contexto -especialmente perceptible en las demandas de los diputados americanos en Madrid-; la persistente oposición contrarrevolucionaria y un escenario internacional complejo, en el que la Santa Alianza y Gran Bretaña van a disputarse la hegemonía del espacio euroamericano.10 En ese marco histórico deben situarse los acontecimientos que acabaron llevando a la independencia de México en septiembre de 1821, momento en el que se firma el Acta de separación respecto a la monarquía española en la capital del antiguo virreinato. Desde el punto de vista político, ese acontecimiento matricial debe ser visto en una perspectiva multifocal, que tenga en cuenta lo que supuso el inicio del segundo periodo liberal en la monarquía hispánica, las circunstancias que lo rodearon en el territorio novohispano, las múltiples esperanzas e intereses depositados en él, y las interpretaciones que del mismo se realizaron en ese momento. Todo ello resulta pertinente para abarcar en toda su complejidad un proceso que fue visto -y vivido- desde diferentes bagajes y puntos de mira. Además, en los primeros momentos de la vida independiente se creó un sustrato de expectativas diversas que todos esperaban ver materializarse rápidamente. Ello nutrió el debate público, alentó los enfrentamientos discursivos y, como parte de los mismos, acabó generando frustraciones entre aquellos que no veían cumplirse sus anhelos.
De acuerdo con estos presupuestos, el artículo examina algunas de las ideas y proyectos políticos clave que jalonaron, entre 1821 y 1822, una completa transformación política del antiguo virreinato de la Nueva España. En ese breve espacio temporal, se transitó de una monarquía absoluta a una constitucional, primero como parte de la propuesta gaditana y después como Imperio independiente, hasta la formación de una república federal, ya en 1823. Todo este transcurso estuvo marcado por la aplicación de una legislación liberal que iba a generar tanto grandes expectativas como profundos recelos y resistencias. Se abordarán sustancialmente los debates iniciales de la Junta Provisional Gubernativa, por ser el primer órgano político legislativo conformado a partir del acta de independencia.11 En este sentido, consideramos que el periodo debe ser analizado desde una perspectiva capaz de integrar las miradas revolucionarias y contrarrevolucionarias, así como el amplio abanico de posiciones políticas e ideológicas que hay entre los dos extremos. Los inicios del Estado-nación mexicano fueron un momento de cambio acelerado, transición y aprendizaje, en el que las culturas políticas todavía se encuentran en formación. Frente a visiones sesgadas y anacrónicas que, en no pocas ocasiones, han estimado esta etapa como un “fracaso” político,12 apostamos en las siguientes páginas por justipreciar históricamente el proceso de la independencia, a partir de las perspectivas, valores y contradicciones de los individuos que la hicieron posible.
Nuevos caminos, ¿viejas ideas?
El 28 de septiembre de 1821 se instaló la Junta Provisional Gubernativa en la Ciudad de México y, en sesión nocturna, se proclamó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano. Con ello, se daba desenlace temporal a la empresa iniciada por Iturbide en Iguala y ratificada por el último jefe político de la Nueva España, Juan O’Donojú, tras la firma de los Tratados de Córdoba en agosto. Las reuniones de ese órgano legislativo se convirtieron inmediatamente en una caja de resonancia de los diversos temas que se habían estado discutiendo en el contexto de la independencia. Las controversias que allí se entablaron estaban en comunicación permanente con la opinión pública, alimentando así un diálogo abierto -y conflictivo- acerca del cual la historiografía todavía no ha reparado lo suficiente.13 No sólo los publicistas opinaron sobre el transcurso de los debates, sino que los propios vocales intervinieron fuera de la cámara en las discusiones entabladas e invitaron a que otros intelectuales les aconsejaran. Las expectativas puestas en la Junta eran elevadas, pues los distintos grupos de interés esperaban decisiones rápidas que les beneficiaran. Todos los que habían contribuido al éxito de la emancipación se sintieron con autoridad suficiente para exigir la resolución inmediata de las demandas que esperaban ver colmadas con la separación de la monarquía hispánica.
Las esperanzas depositadas en esta nueva etapa quedaron claramente expuestas en el sermón emitido en el momento de abrirse las sesiones de la Junta. El discurso fue pronunciado por José Manuel Sartorio, presbítero y miembro de la misma.14 Este religioso presentó la independencia como una obra providencial en la que Dios había elegido a Iturbide para liderar las tropas trigarantes. El futuro que exponía a su auditorio era del todo halagüeño. Esperaba que la llegada de Fernando VII al Imperio colmara de felicidad a los mexicanos. Se trataría “de un Padre el más tierno para sus hijos, y el de unos hijos los más amantes de su Padre”. Además, según afirmaba, con la emancipación se abría un tiempo inédito para la fe católica en América. La monarquía y la religión eran dos pilares sobre los que se legitimaba el nuevo Estado-nación. Tal era la importancia que Sartorio concedía a esta segunda, que hasta anticipaba que, con la independencia, los “comanches y lipanes” se iban a convertir al catolicismo. En este punto, su imaginario conectaba con los presupuestos más tradicionalistas, al asegurar que en Europa reinaba “el Ateísmo, el Deísmo, el Materialismo, el Francmasonismo, el Jacobinismo, el Iluminismo, de una vez, tanta irreligión”. Frente a ello, hacía un llamamiento para que los vocales revirtieran inmediatamente las medidas secularizadoras aprobadas por las Cortes de Madrid. El Plan de Iguala, en su artículo 14, había devuelto los fueros y preeminencias a los eclesiásticos, pero no estipulaba la reposición de los jesuitas y de las órdenes hospitalarias que habían sido exclaustradas en la capital. Para aquellos que en materia eclesiástica adoptaron posiciones conservadoras, se trataba de una tarea pendiente. Como veremos, Sartorio fue uno de los más incisivos en esta demanda, hasta el punto de desengañarse con la propia Junta, a la que ahora, en su instalación, alababa. Ello nos muestra la confianza depositada en estos primeros momentos del México independiente y las frustraciones inmediatas que van a generarse.
La Junta actuó inicialmente de una forma muy similar a lo acontecido en las Cortes de Cádiz en 1810. En la segunda sesión preparatoria, que tuvo lugar en la villa de Tacubaya el 25 de septiembre, declaró que recaía sobre ella la representación nacional y se concedió el título protocolario de “Majestad”, asumiendo así la autoridad del monarca hasta que éste no se resolviera a ocupar el trono del Imperio y jurar la independencia.15 Los vocales que la integraban fueron elegidos por Iturbide y entre ellos no se encontraba ningún líder de la insurgencia. Desde muy pronto se puso de relieve una cierta división entre aquellos cercanos al liberalismo revolucionario y posiciones más moderadas, en algunos casos con un discurso claramente contrarrevolucionario. Ahora bien, debemos advertir que cualquier división de los vocales en grupos ideológicos resulta orientativa, pues no votaron en el mismo bloque en todas las discusiones. Es decir, las opiniones variaron en función de sus trayectorias particulares, intereses o aspiraciones. Debemos señalar que, lamentablemente, sólo tenemos acceso a una parte resumida de las actas, pues la Junta no contó con taquígrafos profesionales.
Los vocales eligieron una regencia de cinco miembros encargada de ejercer el poder ejecutivo, en la que Iturbide se colocó a la cabeza. Los otros miembros iniciales fueron Juan O’Donojú; Manuel de la Bárcena, arcediano y gobernador del obispado de Valladolid de Michoacán; Isidro Yáñez, oidor de la audiencia, y Manuel Velázquez de León, secretario en los tiempos del virreinato. Al líder trigarante se le ratificó en el mando del ejército -nombrándolo “Generalísimo de las Armas del Imperio de mar y tierra”- y se aprobaron los bandos y circulares que había expedido desde la proclamación del Plan de Iguala.16 Desde el inicio de las sesiones, se pusieron de relieve manifiestas desavenencias entre el primer regente y un número mayoritario de vocales, a pesar de que, como hemos dicho, habían sido elegidos por él. El mayor peso de los representantes liberales bloqueó los planes de los más conservadores y las aspiraciones de Iturbide para controlar el poder legislativo, e incluso el judicial. Aunque se le guardó un puesto como presidente honorífico en las sesiones de la Junta, lo cierto es que cada vez que intervino en los debates actuó tratando de imponer su voluntad y dirigismo. Las dificultades que encontró para ello alimentaron su recelo hacia las discusiones políticas y el parlamentarismo. Su ideal castrense se inclinaba más bien por la concentración de la autoridad en un único mando, que debía recaer en él como líder y artífice de la independencia, pues así era como se veía a sí mismo.
Por razones de espacio, no podemos entrar a valorar el conjunto de los temas que entonces se trataron. Aunque el cometido principal de la Junta -según el artículo 5 del Plan de Iguala- era la convocatoria de Cortes, los vocales entraron a debatir sobre prácticamente todos los aspectos que consideraron necesarios para poner en marcha el funcionamiento del nuevo Estado-nación. Sin embargo, ese afán legislador, propio de quienes se asumían como los constructores de un orden político inédito, tuvo en su contra el rápido avance del tiempo y la enorme cantidad de asuntos pendientes de resolución. Se crearon comisiones diversas, encargadas de abordar propuestas y proyectos sobre negocios eclesiásticos, elecciones, simbología nacional, ceremonial para la instalación del Congreso, premios y distinciones, reglamentos, relaciones exteriores, justicia, comercio, impuestos, minería, policía, deuda nacional, acuñación de moneda, entre otros. A continuación, vamos a prestar atención a los dos primeros temas mencionados. Ellos no sólo fueron objeto de interés preferente por parte de los vocales, sino que, a través de las discusiones que suscitaron, podemos acercarnos a los distintos planteamientos y expectativas depositados en esos momentos.
Las cuestiones religiosas fueron de las que más dividieron a los vocales. Como hemos visto en las palabras de Sartorio, para ciertos conservadores la independencia estaba intrínsecamente unida a la protección de los eclesiásticos y sus prerrogativas. Frente a una imagen de la Península supuestamente abatida por las políticas anticlericales e impías de las Cortes liberales, la emancipación era vista como una superación de ese lastre traumático.17 La importancia concedida a la salvaguarda de la religión en la socialización de los mensajes favorables a la ruptura con la monarquía fue determinante para que la empresa trigarante fuera acogida, entre amplios sectores de la población, de una forma menos conflictiva que el movimiento insurgente de 1810. Los eclesiásticos que apoyaron el programa de Iturbide, bien desde el púlpito, bien a través de la imprenta, deseaban ver recompensadas sus demandas una vez se consumara la independencia. Por ello, ante la ausencia del emperador, se esperaba que la Junta actuara inmediatamente en dos direcciones: reposición de los jesuitas y de las órdenes religiosas extintas en la capital -betlemitas, juaninos e hipólitos- y blindaje del fuero eclesiástico. Estas demandas restauradoras iban a encontrar la oposición de los vocales más liberales. Éstos supieron retrasar estratégicamente la toma de algunas decisiones hasta la reunión de las futuras Cortes. Con ello, no sólo pretendían ganar tiempo, sino además asentar las bases del país desde presupuestos revolucionarios. Los eclesiásticos debían integrarse en el nuevo Estado-nación como unos ciudadanos más, sin privilegios que les permitieran mantenerse al margen o por encima del mismo. En ese contexto, nadie cuestionó la religión, pero sí los intereses de la Iglesia, los cuales, desde la perspectiva ilustrada y liberal, legitimaban el antiguo ordenamiento político, social y económico. Ello se vio alimentado por la proliferación de una publicística satírica y anticlerical.18
Antes de que los vocales empezaran a deliberar, un folleto aseguró que la reposición de los jesuitas ocurriría muy pronto. La Junta, conocedora del “amor que les profesa el proclamado emperador de México Fernando VII”, iba a “decretarla inmediatamente”. Por su parte, al futuro Congreso le correspondería sostener “por ley” a la Compañía, porque “todo americano ve que es lo muy necesario a la religión y el Estado”.19 Este era el convencimiento de algunos de los que entonces se manifestaron. A pesar del optimismo, el debate sobre la reposición de los regulares no se inició inmediatamente. El primero en llamar la atención sobre este retraso fue Sartorio. El 17 de octubre, entró a formar parte de la comisión de Justicia y Negocios Eclesiásticos, junto a José María Fagoaga y José María Cervantes, pero éstos eran partidarios de que la cuestión quedara postergada, de modo que poco pudo hacer.20 Sin embargo, dos hechos propiciaron que la Junta finalmente deliberara sobre el particular. Por un lado, el 30 de octubre se leyó una exposición de la regencia favorable a la restauración. Por otro, el 2 de noviembre quedó dividida en dos ramas la comisión arriba mencionada. La de Negocios Eclesiásticos fue integrada por Sartorio, Francisco Severo Maldonado y Matías Monteagudo, todos ellos partidarios de lo expuesto por los regentes.21 De nuevo, la iniciativa correspondió al primero de estos vocales. Al día siguiente dio a conocer su opinión, mostrando su malestar al resto de los miembros de la Junta.
El alegato de Sartorio empezaba criticando la falta de acuerdo de la comisión anterior. A partir de aquí, daba paso a un relato sobre los avatares que habían sufrido los miembros de la Compañía. Tomando como referente intelectual al abate y publicista reaccionario Agustín Barruel, señalaba entre sus enemigos históricos a los calvinistas, jansenistas y jacobinos, todos ellos miembros de la conspiración universal que pretendía terminar con el altar.22 Esta trama le servía para enlazar con los hechos que tuvieron lugar tras la revolución de 1820. Según la opinión del vocal, la extinción decretada por las Cortes no fue justa ni legítima, porque contravenía lo dispuesto seis años atrás por Fernando VII. En Nueva España, el virrey Apodaca “comenzó a padecer” después de dar curso a las órdenes de exclaustración. Ello fue lo que avivó el deseo de independencia de los americanos. Se trataba de una acción dirigida desde el Cielo: “España quita a los religiosos, y Dios quita las Indias a la España”. El Imperio mexicano debía reponer inmediatamente a las órdenes religiosas y abrir la puerta a nuevos novicios. Como país emancipado, ya no existía obligación alguna de seguir lo dispuesto por la asamblea madrileña. Este modo de actuar era el único posible para demostrar al pueblo que seguía vivo el espíritu religioso de la independencia.23
Las impresiones de este vocal no fueron bien recibidas por una parte de sus compañeros, pues algunos se sintieron directamente interpelados. En la sesión del 13 de noviembre, se acordó que no era urgente restablecer la Compañía de Jesús ni las tres órdenes hospitalarias. Sartorio trató de impugnar la votación, pero Fagoaga y Sánchez de Tagle consiguieron que se diera por bueno el resultado.24 Dos días después, José Miguel Guridi y Alcocer, como presidente de la Junta y habilidoso orador, volvió a proponer que se debatiera el asunto, asegurando que en esa “prueba de su religión y piedad” estaba comprometido “el propio honor” de los vocales. Con dicha afirmación, se insistía en que el destino de la nación independiente estaba ligado a la defensa de la fe.25 Una vez más, el tema religioso fue objeto de un acalorado enfrentamiento entre los que consideraban que ya estaba todo resuelto y aquellos obstinados en que se repitiera la votación. No estuvo a favor de estos segundos el hecho de que, en la jornada del 17 de noviembre, se remitiera una representación de algunos exbetlemitas en la que abogaban por aplazar la decisión de su restablecimiento.26 La cuestión parecía así no encontrar visos de solución. Tres días más tarde se volvió a tratar sobre el particular. En esta ocasión, José María Jáuregui respondió taxativamente a Sartorio, rechazando que se acusara de “jacobinos y tiznados” a aquellos que disentían de su parecer. Además, le recordó que sí se había aceptado la continuidad de los noviciados, de modo que cualquier acusación de impiedad y radicalismo estaba fuera de lugar. Por su parte, Fagoaga forzó que la propuesta fuese reformulada en los siguientes términos: “¿Es urgente tratar de la disonancia que resulta de que las Religiones Hospitalarias estén quitadas en la Capital?”. De alguna forma, con esta proposición se volvía al mismo punto de partida que se votó en la sesión del 13 de noviembre. La votación estuvo muy ajustada: catorce vocales votaron en favor de la propuesta, mientras que dieciséis lo hicieron en contra.
Esta derrota crispó a los partidarios de la reposición e iba a encontrar un amplio eco entre la publicística, con voces críticas con el curso de los debates en la Junta. En un folleto de claros tintes ultramontanos y contrarrevolucionarios, se exhortaba a que los vocales dieran un “golpe de religión” en el que se antepusieran los intereses del catolicismo a los de la política. Los representantes estaban rodeados por “satélites de la impiedad”, por ello debían actuar con tiento y determinación.27 Otro autor recordaba insistentemente que la “primera garantía” era la religión. Por tanto, no reponer a todos esos frailes era tanto como cuestionar su espíritu. Es más, existía el peligro añadido de que no se convocaran finalmente las Cortes, de modo que entonces nunca sería posible su restauración.28 Por su parte, en algunos impresos se advertía que la Providencia iba a castigar a México si faltaba a las promesas contraídas en el momento de la emancipación. Uno de ellos renegaba de los “malditos filósofos de nuestros tiempos”.29 En otro, se amenazaba a la Junta de estar provocando “que vuelva el Dios de las venganzas su airado rostro contra V.M. […] así como vibró los rayos de su venganza contra la infeliz España que promovió y verificó la extinción de sus hijos”. La ira del Cielo se descargaría sobre los vocales en caso de que no revirtieran las medidas adoptadas por las Cortes madrileñas.30 También hubo quien interpeló a Iturbide para que promoviera por su cuenta la reposición.31 Poco a poco, algunos de los más refractarios empezaron a depositar sus esperanzas en la intervención de un poder fuerte, que veían en la carismática figura del primer regente.32
El otro debate sobre asuntos eclesiásticos que iba a suscitar un mordaz enfrentamiento dialéctico entre los vocales de la Junta fue el referido a la aplicación o no del fuero eclesiástico en materia de libertad de imprenta. El problema estaba en el artículo 72 del Reglamento de Jurados, del 22 de octubre de 1820, en el cual se desaforaba a todos los que cometieran “delito y abuso” de aquélla. Monteagudo, desde posiciones tradicionalistas, fue el primero en hacer notar que esa medida estaba en contradicción con el Plan de Iguala, el cual, recordemos, devolvía los privilegios a los religiosos.33 El interés por preservar las prerrogativas era una reacción ante la posibilidad de que la Junta actuara como las Cortes españolas, que decretaron la modificación del fuero eclesiástico, hasta entonces reconocido en el artículo 249 de la Constitución doceañista. Efectivamente, no tardaron en aparecer voces críticas con el mantenimiento de ciertos privilegios. El 30 de octubre de 1821, se leyó una exposición de algunos militares en la que renunciaban a su fuero en los delitos de libertad de imprenta. Aseguraban que las prerrogativas sólo eran defendidas por aquellos que “delinquen”. Como ciudadanos comprometidos con la independencia, no se podían tolerar esos excesos.34 Guridi y Alcocer y Monteagudo se alarmaron ante semejantes declaraciones.35 Según informan concisamente las actas, el 3 de noviembre se vivió una larga y acalorada discusión entre Jáuregui, Sánchez de Tagle, Juan José Espinosa de los Monteros, Juan Francisco Azcárate, Isidro Ignacio de Icaza y Monteagudo sobre este asunto. Finalmente, se aprobó que no rigiera dicho artículo.36
Este triunfo momentáneo de los defensores del privilegio eclesiástico tuvo su resonancia en un folleto firmado en Puebla el 14 de noviembre. De nuevo, este documento da cuenta de que los debates que venimos examinando eran seguidos día a día y con interés fuera de la cámara. El autor anónimo reconocía las gestiones de Monteagudo y anunciaba al pueblo que las sesiones de la Junta estaban dando los resultados esperados. Aparentemente, se cumplían las promesas de apartarse de lo que decretaron las Cortes madrileñas en materia eclesiástica. Por ello, comentaba, “no os equivocasteis en dar el grito de Independencia para substraeros del dominio de una nación que por desgracia está tan prostituida en esta parte”, y “devorada de divisiones intestinas que verosímilmente no terminarán sino con su ruina total”.37 México se contraponía a España como país protector de la Iglesia, dando una muestra de ello en la defensa de los fueros. En ello radicaba una parte de la esencia de la emancipación para los sectores más conservadores. Ahora bien, los que cuestionaban las prerrogativas eclesiásticas no se conformaron con esta resolución. Jáuregui planteó que a los religiosos delincuentes se les aplicara también la jurisdicción civil.38 Suponemos que esto generó otro enfrentamiento, pues la proposición quedó varada en la comisión especial creada para atender el asunto hasta comienzos de 1822. Según Icaza, se trataba de un tema de extrema “delicadeza”.
El caso volvió a convertirse en el centro de las discusiones cuando Francisco Ruano, juez de letras de la capital, consultó si se debía aplicar el artículo 74 al eclesiástico autor de un impreso que había sido calificado por los jurados de censura como subversivo.39 Para Jáuregui, resultaba evidente, no así para Monteagudo, quien realizó una apología de los privilegios “sin limitación alguna”. Según este vocal, la postura de Jáuregui ofendía la autoridad de la Iglesia, al pretender la sujeción de los eclesiásticos a leyes temporales.40 La defensa que Guridi y Alcocer pronunció en esta dirección fue desmentida con habilidad por Fagoaga, quien, buen conocedor de las leyes y el derecho, supo dar la vuelta a los argumentos hasta el momento esgrimidos. Consideró que, efectivamente, se debían mantener los fueros eclesiásticos existentes hasta el Plan de Iguala, pero no debían introducirse nuevos. Es decir, entendía que el derecho de no someterse a los jurados era algo inédito y, por tanto, reprobable.41 A partir de aquí, la sesión continuó con las recriminaciones de Fagoaga y Jáuregui contra Guridi y Alcocer, al cual acusaban de no haber tenido escrúpulos de calificar, junto a seculares, impresos de autores religiosos, cuando formaba parte de la Junta de Censura. Con ello, insistían en que los jurados podían perfectamente dictaminar acerca de papeles escritos por eclesiásticos. El tono de la controversia impacientó a Monteagudo, ansioso por que la discusión terminara. En un desesperado intento por cambiar el rumbo, Miguel Sánchez Enciso aseguró que los religiosos sólo podían ser castigados según lo prevenido en los cánones.42 Fue en vano. Los eclesiásticos consiguieron conservar su fuero, pero no se pudo lograr que los delitos por conculcar la libertad de imprenta se mantuvieran al margen de las penas civiles. Por segunda vez, el “grupo” liberal consiguió imponer su parecer.
La cuestión del día
Por su trascendencia, la controversia que generó la manera en que debían convocarse las elecciones al Congreso ha sido uno de los temas más tratados por la historiografía.43 Tal era su importancia que, a instancia de Fagoaga, se acordó “que todos los días manifieste la comisión sobre convocatoria de Cortes lo que vaya trabajando”.44 Al igual que el resto de los debates, esta discusión se vivió con intensidad dentro y fuera de las sesiones de la Junta Provisional Gubernativa. Los publicistas opinaron sobre el transcurso de las sesiones, debatieron entre ellos e hicieron sus propuestas de convocatoria.45 Esta participación pública se vio impulsada por la decisión que tomaron los vocales de introducir algunas modificaciones al sistema electoral que proponía la Constitución doceañista. La posibilidad de variarlo incentivó la emergencia de distintos proyectos alternativos. La comisión de convocatoria -integrada por Monteagudo, Manuel Martínez Mancilla, Juan Horbegoso, José Manuel Velázquez de la Cadena y, más tarde, Icaza y Sartorio-46 tenía preparado el 30 de octubre de 1821 el informe de su propuesta. En él, se alteraban algunos puntos de la legislación hispánica referidos a elecciones: se eliminaba la elección de compromisarios; se establecía un diputado por cada 50 000 almas, en lugar de 70 000, y se daba acceso a las castas a los derechos políticos, de acuerdo con lo establecido en el artículo 12 del Plan de Iguala.47
En esa sesión, Maldonado afirmó que, para la convocatoria de Cortes, se debían adoptar principios “distintos y aún contrarios” a los de la Carta gaditana. Tanto Icaza como Monteagudo reconocieron que la comisión se había alejado menos de lo que hubiera querido respecto de lo recogido en aquélla. Monteagudo, además, agregó que la introducción de una “Cámara intermedia” sería lo mejor para el gobierno del país, opinión que, según anotan escuetamente las actas, “se difundió bastante”. Esta es la primera vez que en el seno de la Junta se abría la puerta a que el futuro Congreso adoptara la fórmula bicameral. La mención, como vemos, venía por parte de una de las voces más conservadoras de la cámara. Aunque entonces no lo enunciara, su propuesta apostaba por moderar al poder legislativo y evitar su preponderancia sobre el ejecutivo, de acuerdo con lo que sancionaba el espíritu de la ley doceañista y habían puesto en práctica las Cortes españolas. Frente a estos pareceres se erigió Guridi y Alcocer, quien todavía fungía como presidente de la Junta. A todos los que concordaban con semejantes ideas, les respondió con un “digno elogio de la Constitución de la Monarquía Española”. Ahora bien, el debate quedó interrumpido en este punto, porque la regencia había hecho saber que tenía una propuesta propia de convocatoria. Desde luego, como vamos a ver, las palabras escuetas de Monteagudo adelantaban el contenido de ésta, preparando así el estado de opinión.48
En ese momento, la regencia continuaba integrada por los mismos miembros, a excepción de O’Donojú, que había fallecido. Su lugar fue ocupado por Antonio Joaquín Pérez, obispo de Puebla. El plan de los regentes para las elecciones fue presentado ante los vocales el 6 de noviembre y también se dio a conocer públicamente.49 Su punto de partida era un alegato en favor de apartarse de la Constitución española de 1812 y la necesidad de introducir un senado. Las razones que se esgrimían para ello tenían que ver con las diferencias entre el nuevo contexto del Imperio mexicano y el momento en que se formó dicho Código. Según explicaban, los legisladores españoles de 1810 no tuvieron entonces en cuenta la importancia de las “clases privilegiadas”, porque éstas, desde el siglo XVIII, se habían visto en la precaria necesidad de subsistir a costa de convertirse en “viles instrumentos del despotismo” de los monarcas. Este descrédito, continuaban, excitó las críticas de los “partidos interesados en conservar las costumbres conocidas”. Desde luego, el obispo Pérez era buen conocedor de quienes integraron esos “partidos” tradicionalistas, pues él mismo contribuyó a la caída del régimen liberal en 1814. De hecho, fue uno de los firmantes de la Representación y Manifiesto que se entregó a Fernando VII para preparar el golpe de Estado. No es casualidad que en dicho documento se hablara también del desacierto que suponía excluir a la nobleza de la toma de decisiones políticas. Ello, según decía, “destruye el orden jerárquico, deja sin esplendor la sociedad, y se priva de los ánimos generosos para su defensa”.50 La regencia, por su parte, aseguraba que el poder de los nobles en México nunca fue tan elevado como en Europa, de modo que no había nada que temer de su concurso en el ejercicio del legislativo.
De acuerdo con esta exposición, los vocales de la Junta Provisional Gubernativa tenían facultades suficientes para decidir cómo formar el Congreso con independencia de las leyes hispanas, pues éstas, se explicaba, “han perdido entre nosotros todos los títulos de su vigor y legitimidad”. En este punto, resulta flagrante la poca honestidad del discurso de los regentes, pues la Constitución doceañista, de acuerdo con el Plan de Iguala, seguía vigente en México, como bien sabían. De hecho, en las actas de la Junta se encuentran referencias continuas a la legislación gaditana y a lo que se había realizado en las Cortes peninsulares.51 En todo caso, su constatación, aunque falsa, les servía para justificar la desviación de la ruta de la política seguida hasta entonces en el territorio. De manera crítica, la regencia equiparaba el unicameralismo, consagrado en las Cortes de Cádiz, con el “poder absoluto” del pueblo y las formas de gobierno democráticas. La Carta gaditana, observaban, “deja algunos resquicios a la introducción del poder arbitrario”. Se temía que dicho modelo se aplicara al Congreso mexicano, con el riesgo de que derivara en una supremacía del legislativo similar a la de las Cortes peninsulares. Iturbide había criticado ya en diversas ocasiones esta preponderancia. Su propuesta ideal, como expuso en su momento al virrey Juan Ruiz de Apodaca, pasaba por ampliar las prerrogativas del futuro emperador, en detrimento de la autoridad del Congreso.52 Por otra parte, se ha hecho notar que en ese contexto pudieron tener influencia las propuestas constitucionales que Gaspar Melchor de Jovellanos formuló en 1809 a favor del bicameralismo. Incluso, se editó su proyecto para convocar Cortes al estilo estamental.53
Como hemos señalado, los regentes apostaban por introducir un senado. A éste correspondería “contener los arrebatos de la representación popular, tan fácil de extraviarse en perjuicio del mismo pueblo”; más aún, añadían, “cuando no hay en la Constitución un cuerpo intermedio que revea y pese sus determinaciones”. Frente al “torrente de abusos en que degeneran las juntas populares”, una segunda cámara traería la moderación al gobierno del país. En su exposición a la Junta Provisional Gubernativa, la regencia presentaba como ejemplos de ello los casos de Estados Unidos y Gran Bretaña, sin reparar demasiado en la distinta naturaleza representativa de sus senados, territorial y aristocrática, respectivamente. En cualquier caso, sobre la base de estas constataciones proponían la siguiente división. La primera sala estaría integrada por 12-15 eclesiásticos e igual número de militares, así como por un procurador por cada ayuntamiento de las ciudades y un apoderado por cada audiencia territorial. La segunda, por su parte, se compondría por diputados elegidos directamente por el pueblo a razón de 1 por cada 50 000 habitantes. En esta cámara se apostaba por una elección más directa que la de la legislación gaditana, aunque cualquier extravío de la misma debería ser contenido por la otra.
En la sesión del 7 de noviembre, se empezó a discutir el proyecto de la regencia. Sobre su contenido, Antonio Gama fue el que realizó la propuesta más clara: “¿Tiene esta Soberana Junta facultad para convocar un Congreso distinto en lo substancial de lo que previene la Constitución de la Monarquía española?”. La resolución fue negativa, pero se acordó que se podrían establecer variaciones en la parte reglamentaria.54 Al día siguiente continuó el debate, con las voces críticas de algunos vocales respecto a la resolución anterior. Conocedor de este bloqueo, Iturbide solicitó a la regencia asistir a la discusión sobre los proyectos de convocatoria. La Junta resolvió que podía exponer lo que deseara, pero que, de acuerdo con el Reglamento interno, mismo que el de las Cortes hispanas, no podría estar presente durante la deliberación y votación. Su reacción no se hizo esperar: entró en el salón de sesiones y revocó el mencionado documento. En su discurso, aseguró que el Reglamento era “nulo y de ningún valor, y no debía observarse por estar en contradicción con el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba”.55
Ante el dirigismo impuesto por el primer regente, se aprobó que existía libertad para variar el modo de convocar el Congreso. En ese momento, Iturbide dio a conocer un proyecto propio y nombró una comisión encargada de examinarlo. En esa elección, se observa que el líder trigarante, desde presupuestos tradicionales, concebía la sociedad como un cuerpo reticulado en el que cada clase, estamento o profesión desempeñaba una función concreta dentro del mismo. Por ello, la comisión estaba integrada por representantes del ramo de mineros, eclesiásticos, labradores, comerciantes, literatos, títulos nobiliarios, militares, artesanos, audiencias, universidades y, finalmente, con un carácter residual, el pueblo.56 Al presentar su propio plan de convocatoria, el primer regente estaba contraviniendo el artículo 5 del Plan de Iguala, según el cual correspondía hacerlo de manera exclusiva a la Junta.
La convocatoria de Iturbide se basaba en unos parámetros muy similares a los criterios con los que eligió a la comisión que debía revisarla. En ella, se proponía un sistema diferente al de la Constitución doceañista. Se trataba de un proyecto bicameral en el que 120 diputados elegidos de manera corporativa se dividirían, equitativamente, entre dos salas, sin distinción alguna de funciones entre ellas.57 Además, los mecanismos de elección dentro de cada una de las “clases” eran distintos, lo cual rompía con el principio de igualdad del artículo 12 del Plan de Iguala. Solamente el “pueblo” sería elegido según las leyes hispanas; el resto, en función del grupo de interés al que pertenecieran, lo haría por sus iguales o superior político. El principio de representación propio del primer liberalismo quedaba desvirtuado en este proyecto un tanto confuso, al establecer que la elección se restringía al criterio de pertenencia a una corporación determinada. El propio Iturbide así lo reconoció: “como cada clase conoce a los suyos, y es al mismo tiempo interesada en elegir a los de más talento, probidad e instrucción, se debe esperar naturalmente que en el Congreso se reúna todo lo mejor”. Lo importante no era el número de los que iban a integrarlo, sino “la influencia que tenga[n] en el estado, el interés que tome[n] por su felicidad, y el talento y probidad que necesiten para acertar con los medios”.58 Se trataba de una representación basada en la función que cada uno desempeñaba en el seno de la sociedad.
El primer regente propuso la partición de la cámara en dos, para debilitarla. Incluso, hubo quien aseguró, como Vicente Rocafuerte, que aspiraba a elevarse por encima de la misma, para reunir en su mando el poder legislativo.59 Carlos María Bustamante, desde La Avispa de Chilpancingo , hizo notar que las Cortes en las que pensaba Iturbide no eran constituyentes, sino que, al determinar él mismo los “estamentos” que debían integrarlas, ya estarían de facto “constituidas” y, por tanto, sin “libertad para establecer el gobierno que gusten y convenga a sus necesidades”.60 También se expusieron otras críticas a que se tratara de mantener el criterio del privilegio en un Imperio liberal.61 Especialmente, hubo quien denunció la excesiva representación que tendrían los eclesiásticos en semejante Congreso.62
Aunque el 10 de noviembre se aprobó, con algunas pequeñas modificaciones, la propuesta de Iturbide, lo cierto es que finalmente no se la tuvo muy en cuenta.63 Siete días más tarde se publicó la convocatoria y en ella se observa cómo el primer regente no fue capaz de imponer por completo su parecer: el número total de diputados se amplió a 172 y 29 suplentes, de los cuales sólo 48 deberían pertenecer o representar a alguna clase o corporación. Frente a los criterios corporativos de Iturbide, se dispuso que se siguiese la legislación gaditana, aunque la base de la representación no fue la población, sino los partidos en cada intendencia. Además, a pesar de que se mantuvo la división bicameral, ésta no se aplicaría sino hasta la república federal.64 Según Azcárate, con esta convocatoria se quería “evitar una reunión que pareciese concilio, consejo de guerra o asamblea de letrados”.65 El líder trigarante la aceptó, aunque dejando la puerta abierta a su mudanza, pues, como dijo de manera un tanto amenazante, “el actual Gobierno, como supletorio o interino, nunca se propuso dictar leyes permanentes”.66 Desde luego, los intentos de Iturbide y la regencia por imponer su criterio no pasaron desapercibidos, pues hubo una conspiración militar para apresar al primer regente y evitar así que interviniera en el proceso electoral.67 La manera en que finalmente se eligieron los diputados al Congreso sería criticada por algunos de los más cercanos a Iturbide. Por ejemplo, el día en que éste fue coronado emperador -21 de julio de 1822-, el obispo de Puebla aseguró que los procedimientos aprobados por la Junta afectaron a su “sentimiento”.68 Con el tiempo, sería el propio Iturbide quien, desde el exilio, calificaría la convocatoria como “defectuosísima”.69
A finales de 1821, se había puesto en evidencia que el sector más cercano al liberalismo revolucionario estaba imponiendo su parecer en algunos de los asuntos de mayor importancia que se trataron en la Junta Provisional Gubernativa. Desde luego, ello no pasó en absoluto desapercibido para los contrarrevolucionarios, quienes vieron en estas derrotas consecutivas una traición al espíritu de la independencia por el que habían combatido, desde sus particulares aspiraciones e imaginarios. Uno de esos antiliberales fue el carmelita fray Pedro de Santa Ana. En una de sus intervenciones públicas se presentó como “muy servil” y aseguró que Iturbide aún contaba con “espada y fuerza” suficiente para “consumar lo que empezó a edificar”. ¿Se trataba de un llamamiento para que promoviera un golpe de Estado? Muy probablemente. Una “mano oculta”, continuaba, estaba impidiendo al primer regente obrar con libertad. En referencia a los hechos de la Junta, aseguraba que aún existían muchos mexicanos “alucinados y preocupados con las máximas liberales y sistema destructor”. Sólo si se extirpaba este mal, con la ayuda de la Inquisición, se podría rectificar de verdad el curso seguido a partir de los sucesos de 1820.70 Desde luego, estas pretensiones reaccionarias iban a encontrar otro escollo en el Congreso constituyente, que se abriría el 24 de febrero de 1822. A su pesar, el proceso revolucionario no se había detenido con la emancipación.
Soberanías en disputa
Como era de esperar, las discrepancias entre Iturbide y los diputados del Congreso se dejaron notar desde el primer día en que éste se instaló. Como ha insistido la historiografía especializada, estas discrepancias derivarán en un enfrentamiento abierto a lo largo de los siguientes meses y tendrán su anclaje en la divergente concepción de la soberanía que ambos poderes van a asumir.71 Desde sus inicios, los diputados se comprometieron con una declaración de principios que contenía la soberanía nacional, la defensa de la religión católica y de la independencia, así como el establecimiento de una monarquía constitucional moderada.72 Pero, en su interpretación, el Congreso se erigía como único poder soberano, asumiendo que de su representación emanaban todos los poderes del Estado y que era él quien los separaba para otorgar el judicial y el ejecutivo, mientras se reservaba el legislativo.73 Consecuentemente, y siguiendo los pasos de la Junta Provisional Gubernativa, los diputados adoptaron el tratamiento protocolario de “Majestad”. Por su parte, como ya hemos apuntado, Iturbide se consideraba a sí mismo como el héroe de la independencia, hacedor exclusivo del Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, y, por tanto, como el legítimo poseedor de la soberanía de la nación.
Con base en estos planteamientos, asentados desde el primer momento, se van a situar las propuestas del Congreso para ir configurando una monarquía moderada y liberal, donde la preeminencia política y legal iba a quedar radicada en el legislativo. Por otro lado, los defensores de proyectos antiliberales reunirán sus fuerzas para concentrar en la figura de Iturbide el programa de “salvación de la patria”, ante las invectivas de lo que consideraban un liberalismo democrático, impío e hijo de la falsa filosofía. El resultado de las elecciones para diputados del Congreso sería una de las cuestiones que incipientemente preocupará a este sector. En un folleto dado a la luz por José Joaquín Fernández de Lizardi, éste se hacía eco -con su habitual tono jocoso- del enfado que el resultado electoral había causado en una señora que había conocido en una casa a la que había ido de visita. En sus diatribas, la dama reconocía su disgusto por ver “la ninguna ilustración de la patria” manifestada en los diputados que habían sido elegidos.74 A todos ellos los reputaba de “masones, jacobinos y herejes”, porque tratarían de autorizar sus ataques contra el altar, camuflándolos de reformas. La culpa de todo, según la señora, la tenían los masones de España y “esa maldita Constitución” que han dado. Y, ante la pregunta incrédula de El Pensador, sobre de dónde había deducido la dama que los diputados eran jacobinos, éste respondía: “¿Cómo de dónde? Unos leen el Francés, otros se visten de negro, otros han leído el Rosseau, el Benté, el Filangieri [sic] y quien sabe si el año milenario, el citador y las ruinas de Palmira, y otros son muchachos que no parecen sino colegiales principiantes. ¿Qué quiere usted que salga de esto?”.75
El sainete representado por la señora bajo la pluma de El Pensador refería una realidad que ya había empezado a calar en una parte de la opinión pública mexicana. Esta consistía en considerar al Congreso y sus diputados continuadores de la obra secularizadora de las Cortes de España y, en su calidad de deudores de la Constitución gaditana, promotores de un radicalismo que atacaba en sus fundamentos a la religión y a la Iglesia. Por su parte, un buen puñado de eclesiásticos asumirán su tarea de convertirse en celadores de la doctrina y la ortodoxia, y, en consecuencia, sostenedores del trono de Iturbide, a quien elevaban a la posición de defensor de la patria y la religión. El panfleto de El Pensador reflejaba, de alguna manera, la noticia que el 18 de marzo de 1822 el Congreso había conocido por boca de su diputado Joaquín Herrera, en la que se daba cuenta de que el mismo día de su instalación hubo en Puebla un principio de sedición. Al parecer, un cura había incitado a sus feligreses con un sermón en contra de los francmasones, identificándolos con los que “visten chaleco negro” y tienen “determinada fisonomía”. Varios diputados relataron la información que tenían del suceso a partir de las cartas particulares recibidas. Por lo visto, el cura también había entrado en una librería, sacando de ella los libros “malos” y en un “autillo público” los había quemado en la plazuela inmediata a su iglesia. Otros diputados desmintieron el relato, asegurando que el incidente, de haberse producido, podía ser calificado de “imprudencia sin trascendencia”, pero que el no haber dado cuenta del mismo el jefe político de aquella ciudad era prueba suficiente para no darle mayor importancia.76 Algunos diputados protestaron alarmados porque el gobierno no hubiera notificado este asunto. Así, exigieron que los secretarios del despacho de Relaciones y de Guerra pasasen al Congreso para instruir lo que conociesen sobre la cuestión y dar cuenta de por qué no se había comunicado hasta entonces a la representación nacional.
El episodio no es puramente anecdótico, sino que muestra dos cuestiones muy importantes para lo que aquí sostenemos. La primera -tal y como han demostrado los estudiosos del periodo- es que, desde fechas muy tempranas, la relación entre los diputados y el gobierno va a ser fuertemente conflictiva y tensa, tanto como para suscitar una gran desconfianza entre ambos poderes. También para lanzar contra el Congreso la batería de argumentos contrarrevolucionarios que cuestionarán permanentemente su actuación. La segunda -y aquí reside en parte la novedad de nuestro argumento al conjugar ambas- es que, en el contexto del Imperio, se va a generar un discurso antiliberal, cuando no reaccionario, que se tornará el mayor soporte de Iturbide y en el que algunos eclesiásticos se van a sentir autorizados para intervenir de manera activa en el espacio de la discusión política, hasta el punto de provocar conmociones públicas en nombre de la religión.77
Otro de los temas que va a producir un enfrentamiento abierto entre el Congreso y el gobierno será la cuestión fiscal y el arreglo de la hacienda. La grave crisis económica suscitada por la reducción de los ingresos será el escenario de las pugnas entre el ejecutivo y el legislativo, que se acusarán mutuamente de no hacer nada para paliar la situación.78 Iturbide agobiaba a los diputados con el reclamo constante sobre la escasez de capital para socorrer a la tropa y la necesidad de dictar disposiciones inmediatas para el sostén del ejército. Sin duda, sobredimensionaba conscientemente el peligro de una eventual reconquista por parte de España.79 Por su parte, la comisión del Congreso insistía en que no era de sus atribuciones atender a las urgencias de los soldados, sino establecer un plan general de hacienda para el Imperio. En este caso, aunque se tratara de un tema aparentemente crematístico, los defensores de las ideas ultramontanas también intervendrán en este debate.
Tempranamente, el 16 de marzo, llegó al Congreso la exposición de la comisión de hacienda para proceder a la venta de temporalidades de los jesuitas con la que mitigar las escaseces del erario. Los diputados habían abolido el préstamo forzoso impuesto por la regencia y proponían la venta de los bienes y tierras de la orden para atender al pago de la tropa. Inmediatamente, las voces contrarias a la medida resonaron en el salón de sesiones. Dos eran los argumentos esgrimidos para oponerse a la proposición. Por un lado, la ínfima cantidad que se podía recaudar con la venta de unas tierras para las que apenas había compradores y cuyos precios eran muy bajos; por otro, lo difícil que sería reponer la orden de los ignacianos si se enajenaban sus bienes. Como argumentaba José Mariano Aranda, la propuesta determinaba “indirectamente la extinción de aquel instituto”. El diputado Juan Miguel Riesgo dio un paso más y calificó la medida de injusta, pues consideraba que el gobierno no podía disponer de unas tierras mientras no se decidiese si su expropiación había sido legítima. Respondía así a la intervención de José Hipólito Odoardo, el presidente de la cámara, quien había puntualizado que “el dominio eminente” de las tierras pertenecía ahora al Estado, el cual, por tanto, tenía potestad para promover la venta.80
Pero todavía más, y como será recurrente, los decretos secularizadores aprobados en las Cortes de Madrid en 1820 -y adoptados en México, no lo olvidemos- se empleaban para cuestionar cualquier medida que en este sentido se planteara en el Congreso. De nuevo, Riesgo recordaba que las disposiciones desvinculadoras sancionadas por España eran detestadas en México, y ellas eran las que habían dado impulso a la independencia en febrero de 1821. La resistencia pública a estas actuaciones se dejó notar en varias representaciones que habían llegado al Congreso solicitando la reposición de los jesuitas. En una de ellas, fechada en Puebla el 24 de enero de 1822 y firmada por más de 900 vecinos, se exigía que se atendiera la voluntad popular en este asunto. Si la soberanía residía en el pueblo, asentaban los firmantes, y éste deseaba la restitución de la orden de los ignacianos, el Congreso debía tomarlo como si de una “ley inviolable” se tratara.81 Sin embargo, a pesar de estas opiniones, el Congreso resolvió aprobar el dictamen de la comisión de hacienda, lo que vino a demostrar que seguía la estela de la Junta Provisional Gubernativa en esta cuestión, para agravio complementario de los más refractarios.
El clímax de tensión dentro y fuera del Congreso se irá enardeciendo con el paso de los meses. Cualquier tema que se dirimiera en sus debates era una excusa tanto para recrudecer el enfrentamiento entre Iturbide y los diputados, como para espolear, al calor del mismo, a los publicistas que se apresuraban a tratar de estas cuestiones en sus publicaciones. Es sobradamente conocido el punto de inflexión de esta pugna que supuso la forzada proclamación de Iturbide como emperador. En aquella tensa sesión del 19 de mayo de 1822, la maquinaria propagandística que el héroe de Iguala había estado engrasando durante tanto tiempo dio al fin sus frutos. No sólo los jefes y oficiales del ejército, junto con los regimientos de infantería y caballería, se pronunciaron por el nombramiento inmediato de Iturbide como emperador, sino que arrastraron con ellos el entusiasmo popular. Las masas enfervorecidas rodearon el edificio, a la espera de ocupar las galerías para escuchar la proclamación por el Congreso. No hubo lugar para la discrepancia, apenas quince votos se distanciaron de la mayoría.
Sin embargo, el ascenso al trono de Iturbide no restableció las relaciones con el legislativo; todo lo contrario, se intensificó la rivalidad hasta convertirse en abierta hostilidad. En el fondo de esta situación se encontraba, como venimos insistiendo, la diferente concepción que de la soberanía mantenían uno y otro. A partir de entonces, Iturbide ostentaría el tratamiento de “majestad imperial”, por tanto, el Congreso se autodenominó “soberanía”. El desafío fue mayúsculo. Con este acto, los diputados reiteraban que ellos continuaban representando la única soberanía existente en el Imperio, la de la nación. El Emperador siempre estuvo convencido de que él simbolizaba la voluntad de los pueblos y que gracias a sus victorias militares se había conseguido la independencia. Era producto de la imaginación considerar que le debía su cargo al Congreso, y por ello recordaba a los diputados que su tarea sólo había consistido en confirmar una decisión ya tomada.82 Por el contrario, éstos no se cansarían de repetir que en ellos residía la totalidad de la soberanía, como escribía un diputado anónimo en una conocida carta al padre Mier:
[…] la nación nos ha delegado la plenitud de sus poderes: para constituirla hemos venido a un congreso constituyente, no a un congreso cualquiera: por consiguiente tenemos los poderes de la nación, que regularmente se distribuyen en poder legislativo, judicial y ejecutivo, los tenemos todos. […] algunos dicen que Pío Marcha hizo al emperador y nosotros lo hemos aprobado. Eso es un desatino: nosotros lo hemos nombrado […] se ha dicho que también el emperador representa la nación: hay un equívoco.83
Los valedores del Emperador se emplearon a fondo para defender su legítimo ascenso al trono. El vocero del ejecutivo, la Gaceta del Gobierno Imperial de México, se esforzaba por criticar la postura del Congreso respecto a la cuestión de la soberanía. La consecuencia de haber seguido tan fielmente la Constitución española no era otra que el “democratismo exaltado” ejercido por el pueblo, en detrimento del poder monárquico. De seguir así, se caminaba inexorablemente hacia la disolución “estrepitosa de la máquina social” por las teorías que se manejaban en el Congreso. Éste se había declarado “Soberano absoluto y al Libertador un mero dependiente sujeto a los caprichos de su soberanía”. El desenlace, se afirmaba en el periódico, no podía ser otro que poner término a los opresores que arrastraban al héroe de Iguala y al pueblo mexicano hacia el abismo de la anarquía.84 De este modo, la disolución del Congreso -que Iturbide ejecutaría a finales de octubre de 1822- se alentaba en las calles desde las propias instancias gubernativas y se justificaba por el desvío de su cometido original que era elaborar una Constitución.85
Cada debate, dictamen o proposición que los diputados aprobaban en contra de los intereses del Emperador se convertía en una razón más para precipitar su extinción. Resulta bien conocido que las discusiones sobre la elección del Consejo de Estado, el veto del Emperador y la formación de un Tribunal Superior de Justicia terminaron con la acusación y encarcelamiento de una veintena de diputados y el posterior cese del Congreso. La opinión pública, azuzada por los publicistas a través de folletos y panfletos, respaldó, una vez más, al Emperador.86 El 31 de julio, una manifestación popular en apoyo de Iturbide exigía la disolución del legislativo y clamaba por un régimen absolutista. Un mes después, grupos de gente recorrían la ciudad provocando escándalos con el pretexto de celebrar la festividad del día de San Agustín. La situación se crispaba y los rumores de que el Congreso sería disuelto e Iturbide aclamado como emperador absoluto inundaron las calles. En este escenario, Lucas Alamán contaba que “los diputados estaban persuadidos que en una asonada semejante a la que había puesto la corona en la cabeza de Iturbide el Congreso sería disuelto y proclamado el gobierno absoluto, corriendo riesgo la vida de varios de ellos, por cuyo motivo algunos no dormían en sus casas”.87
Dadas las circunstancias y el clímax de enfrentamiento abierto entre los partidarios del Emperador y los del Congreso, no es de extrañar que Iturbide se dejara tentar por quienes le aconsejaban que optara por un golpe de fuerza para afianzar su poder. En este contexto, los discursos antiliberales o abiertamente reaccionarios clamaban por el retorno al orden tradicional -personificado en el Emperador- y por la impugnación general de los tiempos modernos. Como venimos demostrando, estos discursos antiliberales encontraron en el Imperio el momento de completar la “restauración” de un orden pasado cuyo tiempo histórico había sido trastocado.88 Las cartas que el obispo de Sonora, fray Bernardo del Espíritu Santo, enviaría al diputado de aquella provincia en el Congreso muestran cómo el régimen de historicidad podía ser transmutado para restablecer el orden perdido por la revolución. En su argumentación, el Congreso se erigía como encarnación de todos los males que había impedido que se restaurara la santa religión a su antiguo esplendor. El obispo imploraba por el establecimiento de una monarquía absoluta que restituyera las facultades soberanas que Dios había depositado en los monarcas. La constitucional le resultaba “odiosa”, pues se basaba en el “sistema de la nueva filosofía”.89 Tras el cierre de la cámara, el religioso Juan José Fernández de Lara -el “cura de Tepeyanco”- acusó a los diputados liberales de “libertinos” e “irreligiosos”, y asentó que la soberanía sólo podía residir en el Emperador, fuente exclusiva de autoridad.90 Algo de estas manifestaciones debió calar en los grupos populares cuando, disuelta la Junta Nacional Instituyente, en marzo de 1823, salieron a la calle profiriendo mueras al Congreso y “vociferando voz en cuello […] que viva el emperador absoluto”.91
Esta fue la dinámica que acompañó los últimos momentos de Iturbide como monarca. El 10 de marzo, una multitud impidió que saliera de la ciudad, desenganchando los caballos de su carruaje y prometiendo “guardar la casa del emperador”. Hubo también intentos de que se destruyeran las imprentas y se hicieran repicar las campanas de la ciudad para movilizar a los grupos de léperos.92 Pero, sin duda, como decíamos, la situación más tensa se vivió en el Congreso. A la jornada siguiente, en medio de unas galerías atestadas de agitadores, algunos diputados denunciaron que, con el apoyo de los eclesiásticos, se estaban formando batallones con el título de “defensores de la fe”.93 Una vez más, la religión se convertía en un instrumento de disputa política y armada.
Ahora bien, los apoyos con los que Iturbide todavía contaba en la capital no eran suficientes para sostener su proyecto centralizador y autoritario. Consciente del fracaso de esa vía, el 19 de marzo presentó su abdicación al trono, aunque todavía se reservó el mando político y la facultad para delegar el poder ejecutivo en una regencia.94 Esta maniobra fue rápidamente cuestionada. Su camino hacia el exilio quedó más claro cuando el Congreso decidió nombrar un supremo poder ejecutivo de tres miembros95 y declaró, después de acalorados debates, que la coronación de Iturbide había sido “obra de la violencia y de la fuerza, y de derecho nula”. La revocación de los artículos sobre la monarquía, recogidos en los Tratados de Córdoba, dejó la puerta abierta a la futura proclamación de la república.96
Breves consideraciones finales
La ruta de la política que hemos estado rastreando desde los sucesos revolucionarios de 1820 no necesariamente conducía, per se, a este desenlace. La caída del Imperio resultó ser un final inaudito para importantes sectores de mexicanos. De hecho, el rechazo del Congreso a la monarquía de Iturbide no se tradujo en una toma de decisión inmediata sobre la forma de gobierno a adoptar. Tampoco parece que tras la abdicación del Emperador hubiera una gran exaltación popular. Todo ello muestra la situación de encrucijada e incertidumbre que se vivía. Por ello, una mirada excesivamente finalista del transcurso histórico puede acabar desdibujando la presencia de otras alternativas políticas, cuyos planes sólo hoy sabemos que no acabaron imponiéndose. La presencia de esas opciones es lo que explica, en buena medida, la riqueza de los debates del periodo y la forma en que las distintas culturas políticas fueron definiéndose a través de una relación conflictiva y dialéctica. La revolución, como partera de la gran transformación que entonces se operaba, no tuvo un único rostro. El proceso histórico en el que se inserta fue el resultado de una interacción más compleja entre diversas manifestaciones ideológicas.
El inicio del segundo periodo constitucional y la proclamación de la independencia supusieron una ruptura temporal desconcertante que todos -antiliberales incluidos- trataron de aprovechar a su favor. A través de algunos de los significativos debates que se sostuvieron en la Junta Provisional Gubernativa, el Congreso constituyente y, de forma paralela, en la prensa pública, hemos visto que esos momentos se convirtieron en un laboratorio de ideas y proyectos, en los que confluyeron diversas experiencias y expectativas. La transición hacia el Estado-nación emancipado se llevó a cabo con una monarquía constitucional y dentro de los parámetros del liberalismo de raíz gaditana. Los políticos más cercanos a estos presupuestos apostaron por que el nuevo país avanzara siguiendo parte de las directrices revolucionarias marcadas por las Cortes españolas. Ello, inmediatamente, fue cuestionado por aquellos que, de manera un tanto ingenua, apoyaron la independencia pensando que la ruptura con la monarquía supondría una rectificación del ciclo iniciado en 1820 o, incluso, para los más optimistas, en 1808.
Los planteamientos y propuestas de los más conservadores y contrarrevolucionarios, aunque peor conocidos, muestran la necesidad de analizar, desde su dimensión histórica, la trascendencia de las transformaciones liberales, así como su capacidad para impactar y modificar los discursos y las prácticas de los actores. La fuerza del primer liberalismo en Nueva España/México se nos muestra más evidente a la luz de las resistencias a las que tuvo que enfrentarse. A su vez, el temprano conflicto entre los poderes legislativo y ejecutivo al que hemos asistido adelantaba una pugna sobre el ejercicio efectivo de la soberanía que se extenderá a lo largo de toda la centuria. Algunas de las brechas políticas y sociorreligiosas abiertas con la independencia tardarían años en suturarse.
En suma, en estas páginas nos hemos acercado a un periodo de la historia contemporánea de México que, pese a su centralidad, no ha sido un objeto de interés preferente por parte de la historiografía. Ciertamente, no estamos ante un páramo, pues nuestro conocimiento del momento en que se completó la independencia resulta hoy bastante completo. Aun así, resulta evidente que todavía quedan muchas cuestiones abiertas. Insistimos en que el estudio de dicho proceso debe hacerse rastreando, de manera contextualizada, los códigos y valores con los que se manejaron los pretéritos, y no a partir de presupuestos ideológicos ajenos al periodo en cuestión. Sólo así se podrán investigar en mayor profundidad los distintos proyectos e ideas que entonces se presentaron con las mismas posibilidades de éxito. Estamos convencidos de que la aproximación que proponemos, a partir del caso mexicano, contribuirá a un mejor conocimiento de las distintas vías políticas que atravesaron la crisis imperial de las monarquías ibéricas y el alumbramiento de las modernas naciones en el espacio Atlántico.