El debate sobre el carácter revolucionario de la Independencia es un tema clásico de la historiografía brasileña. Éste proporcionó, de un lado, interpretaciones de cuño nacionalista que endosaron la narrativa de la lucha de los “brasileños” contra el yugo colonial portugués, y, de otro, corrientes más numerosas que, al privilegiar las nociones de una “revolución conservadora” y de una “no revolución”, buscaban explicar por qué el movimiento habría sido incapaz de promover profundas alteraciones en el statu quo.1
A primera vista, algunas particularidades del proceso de emancipación política y de constitución del Imperio de Brasil refuerzan la idea de que la Independencia no habría sido, en el sentido moderno del término, una revolución. De hecho, el traslado de la Corte en 1808, la elección de un gobierno monárquico -el cual mantenía los vínculos dinásticos heredados de la antigua madre patria-, así como la constitución de un Imperio que abarcaba territorialmente la mayor parte de los antiguos dominios lusoamericanos y que mantenía el esclavismo como soporte fundamental del nuevo cuerpo político autónomo, lanzan luz sobre las dimensiones poco transformadoras de la Independencia. Sin rechazarlas, la historiografía de las últimas décadas ha revisado, no obstante, las complejas disputas verificadas entre distintos proyectos políticos en aquel conturbado contexto de comienzos de la década de 1820, con el objetivo de explorar de modo más matizado las dinámicas revolucionarias, contrarrevolucionarias y antirrevolucionarias propias de aquel periodo.
Me gustaría reexaminar este tema adoptando como hilo conductor el gobierno de las provincias entre 1820 y 1824. Con él, pretendo analizar diferentes aspectos de las dinámicas antes mencionadas, a partir de dos procesos revolucionarios: el movimiento veintista portugués y la Independencia de Brasil. En un primer momento, trataré el proceso de institución de las Juntas provisionales lusobrasileñas y el embate entre revolucionarios y contrarrevolucionarios -a esa altura, liberales y absolutistas- que ello deflagró, presentando un estudio de caso que analiza específicamente la provincia de Minas Gerais.
En seguida, con el objetivo general de explorar la aparente paradoja de una “revolución antirrevolucionaria”, o incluso de una “revolución contrarrevolucionaria”, examinaré las discusiones que ocurrieron en la Asamblea General Constituyente y Legislativa del Imperio de Brasil sobre la extinción de las Juntas provisionales y la reforma del gobierno de las provincias. De fundamental importancia para la viabilidad del proyecto imperial y para la “expansión hacia adentro” que le era característica,2 los debates indican el predominio de las posiciones liberal-conservadoras, y, con ellas, el imperativo del orden en detrimento de anhelos y proyectos entonces considerados más radicales, de cuño autonomista o democrático.
Por último, comentaré los fundamentos y debates que dieron origen a la ley de 20 de octubre de 1823, que estableció una nueva forma de gobierno provincial. Así, destacaré la apropiación y el uso de repertorios extraídos de otras experiencias revolucionarias en el proceso de formación de Brasil como cuerpo político autónomo, pero mediados -como no podría dejar de serlo- por la tradición jurídico-institucional portuguesa que, en buena medida, informaba el campo de la praxis política
Las juntas provisionales de gobierno: revolucionarios y contrarrevolucionarios
Regeneración y constitución fueron dos conceptos determinantes en el meollo de la Revolución desencadenada en Oporto en 1820. Las invasiones napoleónicas, las intervenciones inglesas, el traslado de la Corte a Río de Janeiro y la permanencia del monarca en América, incluso después de la derrota de Napoleón Bonaparte -la cual se liga al contexto de la restauración europea, la elevación de Brasil a la condición de Reino, Unido a Portugal y Algarves3-, hacían parte del núcleo de las insatisfacciones compartidas por grupos de peninsulares. Los distintos proyectos políticos que patrocinaban pretendían restaurar la monarquía4 para restituir a los portugueses sus derechos, lo que hacía de la constitución un instrumento de regeneración.5 No obstante, la victoria de los sectores liberales, evidente en la formación de las Cortes Portuguesas en los moldes de una reunión de diputados elegidos en detrimento de las posiciones partidarias de la convocación de Cortes tradicionales, en buena medida restringió los horizontes posibles de aquella regeneración al establecimiento de nuevos vínculos políticos, constitucionales y nacionales.6 Delante de tales imperativos se formaron las Juntas de gobierno en las capitanías de la América lusitana, circunscripciones territoriales moldadas en vínculos identitarios forjados a lo largo de la colonización7 y conmutadas formal y legalmente en provincias por las Cortes Generales Extraordinarias y Constituyentes de la Nación Portuguesa.8
El movimiento juntista fue inicialmente exitoso, sobre todo en la región norte del Reino de Brasil. En Pará, estimulados “por el ejemplo de sus briosos Hermanos de Portugal” y empeñando esfuerzos por la “razonada libertad”, los pueblos “descontentos de los Gobiernos Despóticos” sustituyeron el Gobernador y Capitán General por una Junta elegida, instalada en enero de 1821.9 “Reasumiendo sus Derechos” -recurriendo, por lo tanto, a una lectura de carácter pactista, que en su vertiente tradicional radicaba en el universo político de Antiguo Régimen portugués10-, los paraenses proclamaron la Constitución que sería hecha por las Cortes y juraron obediencia y fidelidad a ella, a la Dinastía de los Braganza y a la Santa Religión.11 Después de la formación de esa Junta, en el mes siguiente, siguió la de Bahía que también adhirió a la sagrada causa “de nuestra libertad y regeneración”. A pesar de los juramentos a la Constitución, al Rey y su dinastía, y a las Cortes, en su pronunciamiento la Junta bahiana enfatizaba la nación y el papel del “Soberano Congreso”, “depositario de los poderes y de la voluntad de la Nación”. El fundamento retórico de la proclamación era consolidar la unidad política del Imperio lusitano, pero no sólo por la conformidad de creencias, leyes y costumbres, sino también de “voluntades, de deseos, muy libremente y decididamente expresados”. La regeneración debería, en suma, firmar una patria común a todos los portugueses, “cualquiera que sea la tierra que les diera el nacimiento”, sobre bases “verdaderamente sólidas y perdurables”, a saber, la “igualdad de derechos” y “reciprocidad de intereses” entre los portugueses de los dos hemisferios.12
Esos movimientos fueron recibidos con entusiasmo en Lisboa. Deseosas de estrechar lazos con las provincias de América -y, como es posible entender, de reafirmar su papel frente al gobierno de Río de Janeiro-, el 18 de abril de 1821 las Cortes aprobaron un decreto que declaraba legítimos todos los gobiernos establecidos o que se establecieran en ultramar e islas adyacentes que “abrazaren la Sagrada Causa de la Regeneración Política”, dando también otras providencias para la elección de los diputados de Cortes.13
El reconocimiento y legitimación conferidos por las Cortes de Lisboa a los gobiernos que a ella se adhiriesen exacerbaron los embates entre diferentes proyectos políticos en América. En distintas provincias ocurrieron enfrentamientos, en los que se opusieron quienes defendían la manutención del orden vigente, por medio de la permanencia, en el gobierno de las provincias, de los antiguos gobernadores y capitanes generales -autoridades tradicionales unipersonales y de nombramiento del monarca-, y los que abogaban por la institución de Juntas electivas en representación de los pueblos de las provincias; éstas fueron alzadas por muchos de sus defensores como una manifestación concreta y simbólica de “verdadera” adhesión a la revolución constitucionalista.
Los antagonistas de este grupo fueron considerados “despóticos”, “absolutos”, “anticonstitucionales”, “corcundas”, adversarios de la regeneración política y de las ideas liberales.14 Entre ellos, se encontraban individuos y grupos que nutrían aspiraciones de conservación de la monarquía tradicional, horizonte, no obstante, continuamente limitado por los juramentos monárquicos de don Juan VI y, después, del príncipe regente don Pedro a la causa constitucional. Pero, ciertamente, no todos eran antiliberales y anticonstitucionalistas, como afirmaban sus enemigos. Había aquellos que, por adaptación a los acontecimientos o por convicción, se mostraban defensores de la Constitución o de determinados principios liberales, al mismo tiempo que buscaban resguardar la soberanía del poder real, minimizar el impacto de las ideas vistas como radicales, incendiarias y potencialmente desorganizadoras, así como preservar la centralidad que Río de Janeiro había adquirido desde el traslado de la Corte. Así, si la revolución era identificada con el veintismo y las Cortes de Lisboa -y, por consiguiente, con la defensa de las Juntas electivas-, no sólo Río de Janeiro,15 sino también los gobernadores y capitanes generales parecían asumir la faz de la contrarrevolución.
Daremos cuerpo a este escenario examinando embates en la provincia de Minas Gerais, la más populosa de la América portuguesa en ese entonces. La capital, Villa Rica, fue palco de exacerbados enfrentamientos entre los autotitulados “constitucionalistas” o “verdaderos liberales”, partidarios de la Revolución de Oporto en 1820, y los llamados “absolutistas”.16 Los constitucionalistas defendían que la obra de regeneración política iniciada en Oporto sólo se concretaría con la instalación de un gobierno provincial compuesto por representantes designados electoralmente, como estipulaba el decreto de las Cortes de 18 de abril de 1821.17 En la contracorriente revolucionaria se situaban los que se contraponían a las mudanzas en la forma de gobierno de las provincias, liderados por dos de sus principales autoridades: don Frei José da Santíssima Trindade, obispo de la Archidiócesis de Mariana, y don Manuel de Portugal e Castro, gobernador y capitán general de la capitanía desde 1813.18
Un momento fuerte del afrontamiento entre los grupos se dio en julio de 1821, cuando el gobernador de la provincia interceptó las articulaciones de un movimiento encabezado por los liberales que pretendía deponerlo e instalar un gobierno electivo; con apoyo de soldados de la Tropa de 1ª Línea, aprisionó a algunos de los implicados en las vísperas del día de juramento de las Bases de la Constitución Portuguesa en la provincia, ordenada por las Cortes y el Príncipe Regente.19 En la ceremonia, don Manuel de Portugal e Castro juró las Bases obedeciendo a la forma determinada por el Príncipe. El obispo de Mariana, a su vez, prestó el juramento, pero se exceptuó del compromiso con algunos de los artículos de las Bases; se mostró contrario a los artículos 8º, 9º y 10º, que versaban sobre la libre comunicación de pensamiento y la libertad de prensa, y el artículo 11º, que establecía la igualdad de todos ante las leyes, extinguiendo privilegios de fuero en las causas civiles o criminales y las comisiones especiales.20 Las prisiones en vísperas del juramento y el posicionamiento del obispo ampliaron las acusaciones de que las dos autoridades actuaban de manera “despótica” y en afinidad con el proyecto de un “gobierno absoluto”.
El gobernador, comprometido en demostrar su “adhesión y aferramiento” a la causa constitucional y disipar las murmuraciones de que no sería uno de “sus mayores apologistas”, convocó a autoridades civiles, militares y eclesiásticas de la provincia en una especie de junta, concebida, con todo, en moldes tradicionales. Además de aclarecer su procedimiento, el objetivo era sondear el deseo de los “súbditos” en cuanto a la institución de un nuevo gobierno provincial. Don Manuel proponía que el sondeo fuera enviado al Príncipe Regente, cuya decisión era imprescindible para cualquier cambio en el gobierno.21 En la práctica, su gesto reafirmaba la obediencia al Príncipe Regente en Río de Janeiro, en detrimento de las Cortes de Lisboa.
A pesar del apoyo que parece haber obtenido junto a las autoridades y población de Villa Rica,22 don Manuel escribió al Príncipe Regente relatando su recelo sobre los desórdenes que pudieran ocurrir. Juzgando “acertada la instalación de un gobierno provisorio”, pedía, en nombre de la tranquilidad de los pueblos y de sí mismo, una resolución del Príncipe y, en caso de decisión por la creación, instrucciones sobre la forma y composición del nuevo gobierno.23 En la respuesta, de agosto de 1821, don Pedro, que también se empeñaba en defender un constitucionalismo ya imprescindible a su autoridad,24 ordenó la creación de Juntas provisionales en Minas Gerais y en otras provincias del Reino de Brasil, que deberían gobernar interinamente de acuerdo con las “leyes actuales” y “bases de la Constitución” y, no menos importante, con “subordinación y obediencia a Su Alteza Real” como regente del Reino de Brasil.25
Como se observa, los embates contenían divergencias profundas en cuanto a las formas de gobierno, a la soberanía y a la representación política entre “liberales” y “absolutistas”, entre constitucionalistas y anticonstitucionalistas, de diferentes matices, prontamente absorbidas por la creciente polarización entre los dos centros de poder representados por las Cortes de Lisboa y por el Príncipe Regente en Río de Janeiro.26 No es improbable que líderes como don Manuel de Portugal e Castro y el obispo de Mariana hayan proyectado en el Príncipe Regente sus esperanzas de preservación del statu quo o, al menos, de refrenar los ímpetus más radicales.27 Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, más allá de la apropiación de lenguajes y readaptación de los proyectos políticos, tales embates no pueden ser interpretados de manera simplista como oposición que gravitaba meramente en torno a una defensa u oposición al constitucionalismo liberal, el cual, al fin y al cabo, la mayoría acabaría por defender públicamente, al menos de forma parcial.
Las noticias de la aprobación, por el Príncipe Regente, de la institución de un nuevo gobierno provincial electivo inflamaron una vez más los ánimos en Villa Rica. Según Joaquim Felício dos Santos, los seguidores de don Manuel habrían salido a las calles insultando y amenazando a los “partidarios del sistema constitucional”, por ellos apodados de “provisorios” -una alusión a su principal reivindicación-. Algunos carteles fijados en las calles defendían la continuidad del gobierno de don Manuel, y fue popularizada una parodia del himno constitucional que sustituía las palabras “constitución lusa” por “constitución loca”.28 Se trataba de manifestaciones que contaban con participación popular, incluyendo “clases ínfimas, mulatos, y negros”, que los liberales consideraban instigadas o al menos protegidas por el gobernador en sus “intenciones opuestas al Sistema Constitucional”.29
Los liberales ouropretanos reaccionaron con el apoyo de otras autoridades y de parte de la población. Cuando un conjunto de los electores de otras comarcas se encontraban reunidos en la capital para la designación de los diputados de Cortes, un movimiento de tropa y pueblo exigió y logró, con anuencia de la cámara municipal de Villa Rica, la inmediata elección e instalación del nuevo gobierno.30 El resultado de las votaciones demuestra la absoluta falta de consenso entre las fuerzas políticas entonces en disputa.31 Don Manuel de Portugal e Castro fue designado presidente del gobierno provisorio, lo que confirma el prestigio y apoyo que disfrutaba entre los electores. Pero también fueron votados para la Junta líderes liberales que fueron protagonistas en la campaña por la deposición del exgobernador e instauración de un gobierno provisorio electivo, como el caso de João José Lopes Mendes Ribeiro.
Mientras que en Minas Gerais y otras provincias de Brasil ocurrían enfrentamientos en torno al establecimiento de Juntas provisionales de Gobierno, en Lisboa, en el Soberano Congreso, el tema también era omnipresente. En primer lugar, vemos las discusiones del propio Proyecto de Constitución que, al comienzo, establecía la creación de un cuarto poder: el “Poder Administrativo” o “Poder Regional”,32 objeto de exacerbadas polémicas que tenían como centro la situación de las provincias de Brasil.33 La necesidad de regulación de la jurisdicción y atribuciones de los gobiernos de las provincias de ultramar era, no obstante, urgente, por lo que se sobreponía a los propios trámites de elaboración de la Constitución. Esa necesidad era reconocida desde antes, pero se tornó urgente con las noticias de las convulsiones acontecidas en algunas provincias.
Ya con la presencia de los diputados representantes de Pernambuco, los primeros de las provincias del Reino de Brasil que ingresaron en las Cortes, fue aprobado, a partir de un parecer relativo a los negocios de aquella provincia,34 un decreto que preveía la deposición del gobernador, así como la creación y regulación de una Junta Provisional y de un Gobierno de las Armas en Pernambuco. Poco después, las medidas adoptadas para Pernambuco fueron ampliadas para todas las provincias del Reino de Brasil al abrigo del decreto de 29 de septiembre (o 1º de octubre) de 1821. Con eso, se alteraba, de manera formal y generalizada, el régimen de gobierno de las provincias lusobrasileñas, sustituyendo las autoridades tradicionales de gobierno nombradas por el monarca por Juntas electivas, ligadas directamente a las Cortes de Lisboa.35 En la misma fecha, el Soberano Congreso aprobó otro decreto que exigía el retorno del Príncipe Regente a Europa, con el que anhelaba limitar los poderes del gobierno de Río de Janeiro y afirmar su papel de locus de la soberanía.36
Las medidas fueron contestadas en diferentes provincias. Algunos manifestaron apoyo a la permanencia del Príncipe Regente en Brasil, aspiración materializada con el “Me quedo”; otros, donde las Juntas ya habían sido instituidas, se negaron a ejecutar la organización que las Cortes de Lisboa habían establecido para el gobierno de las provincias, toda vez que las decisiones fueron tomadas sin que sus representantes se hallaran presentes. Ese rechazo estuvo en el meollo de las representaciones de Minas Gerais y de San Pablo al Príncipe Regente, las cuales defendían la creación de un Poder Ejecutivo e incluso la convocación de Cortes Legislativas en Brasil, y que sirvieron de amparo para la creación del Consejo de los Procuradores Generales de las Provincias por don Pedro.
Los dos decretos de las Cortes fortalecieron las insinuaciones de que el Congreso de Lisboa estaba forjando un “sistema desorganizador” entre las provincias,37 con el objeto de esclavizar a Brasil y reducirlo “despóticamente” a la condición de colonia, alimentando un topos ampliamente movilizado por los que pretendían resguardar la autonomía del reino ultramarino y la posición privilegiada de Río de Janeiro.38 En suma, los decretos propiciaron sustratos prácticos y simbólicos que fortalecieron la articulación de las provincias -particularmente de Minas Gerais, San Pablo y Río de Janeiro, en el centro sur- en torno a un determinado proyecto, capitaneado por el Príncipe Regente, quien a lo largo de 1822 ganaba cada vez más cuerpo, estableciendo un horizonte posible para la separación política entre Brasil y Portugal, que después se materializaría39 (lo que no ocurrió, por cierto, sin negociaciones y conflictos, como rebelan los diferentes eventos y personajes mencionados).
En la provincia de Minas Gerais, el enfrentamiento interno entre los autonomistas, los que defendían el alineamiento directo junto con el Príncipe Regente y los partidarios del Congreso de Lisboa solamente fue superado con el viaje de don Pedro a Minas, lo que posibilitó un relativo y provisorio consenso en torno al proyecto de don Pedro. En seguida, la Junta provisional minera acabó disuelta y fueron convocadas elecciones para la composición de un nuevo gobierno provincial.40
En las nuevas elecciones, en mayo de 1822, don Manuel de Portugal e Castro recibió la mayoría absoluta de los votos para presidente de la Junta de gobierno provisional. Con todo, pocos meses después, con la materialización de la Independencia de Brasil, el antiguo gobernador y capitán general pidió dimisión del cargo, pues “no podía conciliar un nuevo compromiso de aquel por el cual se hallaba ligado a Portugal”.41 Los patriotas “brasileños” se burlaban de él porque se había denominado “D. Manuel de Portugal y no de Brasil”.42 Así, don Manuel, corcunda, opositor de primera hora contra la revolución constitucional veintista y, después, aliado del Príncipe Regente, ahora engrosaba las filas del llamado partido portugués: un pie de chumbo43 contrario a la revolución de Independencia. Ya fuera de Brasil, don Manuel se envolvería directamente en la contrarrevolución portuguesa, al ser nombrado miembro de la Junta constituyente de 1823 encargada de formar una Carta de Ley Fundamental de la Monarquía Portuguesa que sustituiría a la Constitución de 1822, elaborada por las Cortes de Lisboa.44 Don Frei José da Santíssima Trindade, el otro célebre “absolutista” minero, a pesar de ser también acusado por los patriotas de “animadversión”45 contra la Independencia de Brasil, se aproximó al Príncipe Regente y apoyó el proyecto monárquico de un imperio articulado en Río de Janeiro.46 Desempeñó, así, un papel importante en las tramas políticas de Minas Gerais a lo largo del Primer Reinado, y se mantuvo leal al Emperador, engrosando las filas gobiernistas. Pero no faltaron acusaciones, en los periódicos liberales moderados47 de la provincia, de que el obispo era un “antiliberal”, “inconstitucional” y “autoritario”, atributos que, para sus opositores, lo aproximaban negativamente al Emperador, a quien hacían fuerte oposición en ese momento. Con la abdicación de don Pedro I en 1831, el obispo de Mariana sería asociado a la facción política identificada con los antiguos apoyadores del monarca. El corcunda, en aquel nuevo contexto, se transformaba en caramuru.48
Las juntas provisionales de gobierno y la independencia de Brasil: entre la revolución y el orden
El proyecto de Independencia de Brasil fue “contrarrevolucionario” en la medida en que se contrapuso al itinerario de la Revolución de Oporto. Con todo, eso no significa que haya sido “antiliberal” o que no asumiera la forma de una revolución. Ésta se explicita, desde el comienzo, en el compromiso de creación de un régimen constitucional y representativo, aunque sus términos fueran objeto de enfrentamiento.49 La convocación, aún en junio de 1822, de una Asamblea General Constituyente y Legislativa fue determinante para la adhesión a la alternativa de la separación política de Portugal.50 El apoyo a la persona del Príncipe Regente se condicionaba a la elaboración de una constitución,51 compromiso ratificado cuando, al momento de la Independencia, don Pedro I acabó siendo aclamado “Emperador Constitucional y Defensor Perpetuo de Brasil”.52
La Asamblea Constituyente comenzó sus trabajos en mayo de 1823.53 Pocos días después de su apertura, el gobierno de las provincias del Imperio se tornó materia de discusión, en un debate que evidenciaba importantes divergencias sobre la naturaleza del pacto político y las bases de la nueva monarquía que se pretendía constitucionalizar.54 Muchos diputados consideraban que las decisiones de las Cortes de Lisboa sobre los gobiernos provinciales, y en particular el ya citado decreto de 29 de septiembre de 1821, habría sido la “manzana de la discordia” de la separación política entre Brasil y Portugal.55 En aquel momento, innumerables críticas fueron dirigidas a las Juntas provisionales de gobierno.56 El diputado paulista Antônio Carlos Ribeiro de Andrada Machado fue fundamental para la articulación del proyecto de don Pedro. Afirmaba, dando el tono de los debates:
Esto es lo que le sucedió a las celebérrimas Juntas de Gobierno; al comienzo el entusiasmo general con que Brasil se lanzó a la carrera de la libertad que, con cuanto fuera toda nominal y nada tuviera de real, no obstante se le antojó delicioso presente, nos fascinó los ojos, nos hizo pasar por todo; hizo que no viéramos los inconvenientes palpables de una institución que pesaba en sus bases; pasó sin embargo el entusiasmo, resfrió el ardor de la libertad, que nos abrasaba, y ocupaba enteramente: llegó la hora de la observación; la institución marchó, no como esperábamos, sino como debía marchar un artificio político, cuya idea arquetipa era falsa; se desarrollaron las convulsiones y sacudidas naturales en un cuerpo electivo, mal equilibrado y adoptado a los fines propuestos […]. ¿Ahora no sería vergonzoso para esta Asamblea que semejante estado continuara, sin que intentáramos remediarlo?57
El discurso de Andrada Machado reproduce dos argumentos recurrentes de las Juntas provisionales de las provincias en 1823: la ineficacia de cuerpos puramente colectivos que, como tales, contradecían los buenos principios del gobierno y de la administración, y la composición meramente electiva, lo que hacía que sucumbieran a los males de los “gobiernos populares”. Esas posiciones iluminan el liberalismo conservador, que encontraba eco entre muchos de los diputados allí reunidos, exponentes de la llamada “élite coimbrana”, que defendían un proyecto político anclado a un ordenamiento unitario y centralizado para el Imperio de Brasil.58 Como destaca Lúcia Maria Bastos Pereira das Neves, eran simpatizantes del “ideario de un liberalismo clásico”, que reafirmaba la figura del rey como representante de la nación, “pero negaba que la soberanía pudiera residir en el pueblo”.59 Entre ellos, se encontraban figuras próximas al nuevo Emperador, como el ministro José Bonifácio de Andrada e Silva (hermano de Andrada Machado) y Joaquim José Carneiro de Campos. Éste, diputado electo por Río de Janeiro, atribuía, por cierto, los “males que afligían a las provincias” al cambio súbito “del gobierno arbitrario para el libre”:
[…] el Pueblo que de repente pasa de la esclavitud a la libertad, no sabe tomar esta palabra en su verdadero sentido. Se dijo que el Pueblo era Soberano; y de esto se entendió que cada Ciudadano o Villa podía ejercer atribuciones de la Soberanía […]. Se dijo que había llegado la época de nuestra regeneración; y se juzgó que eso quería decir que todo debía ir abajo […]. Además de eso los mismos Miembros de las Juntas, en su mayor parte, afirman que son representantes del Pueblo, y que pueden como tales ejercitar la Soberanía. De estos y otros absurdos es que yo afirmo que nacen todos los males que se han sufrido en las Provincias; porque el Pueblo, que es siempre falto de luces, va a la buena fe de la que predican los malintencionados que lo descaminan para sus fines particulares.60
Carneiro de Campos recurría, así, al lugar común de una supuesta incompetencia de los habitantes del nuevo Imperio para el ejercicio de la libertad, en la medida en que no la “sabían tomar en su verdadero sentido”. Concluyendo que el “Pueblo” carecía de “luces” y de “civilización”, alejaba cualquier posibilidad de cambios radicales e impolíticos para Brasil -como recurrentemente afirmaban, con su “heterogénea población”, “por ser la mayor parte esclava” y por su vasto territorio-, de los cuales sólo podrían obtenerse, en esa perspectiva, el desorden y la anarquía. Las críticas de ese grupo estaban particularmente dirigidas a los proyectos que pueden clasificarse como de orientación más “democrática”.61 A su vez, éstos se presentaban sobre todo a partir de posturas fundamentadas en la soberanía popular,62 con la valorización de los representantes electos como fuente de legitimidad de la soberanía63 y de la defensa de las “libertades” provinciales, incluso con propuestas de unión de las provincias mediante lazos federativos y confederativos.64
Las Juntas provisorias encarnaban, al menos para muchos de sus críticos, las diversas fases de la otra revolución, entonces rechazada por sus excesos. Ellas representaban, por un lado, el primer furor de la libertad, visible en reivindicaciones autonomistas, de soberanía popular o de las provincias; por otro, un eslabón de enlace con las Cortes de Lisboa.65 Por eso reflejaban, en un solo tiempo, el despotismo y la anarquía. El despotismo de los portugueses que querían “recolonizar” y “aprisionar” a Brasil y que, para ello, sancionaron un gobierno provincial anárquico, que creaba autoridades sin vínculo entre sí y sometidas únicamente a las lejanas Cortes, colocando al frente del gobierno civil un cuerpo colectivo y electivo. Ese orden de ideas puede ser sintetizado por el discurso del diputado Manoel Jacinto Nogueira da Gama, también electo por Río de Janeiro y figura próxima a don Pedro, para quien aquel “monstruoso” sistema, “principiado al comienzo de nuestra Regeneración Política, y en el inicio de la mayor efervescencia de los espíritus”, había sido sancionado “maquiavélicamente por las Cortes de Portugal, y por estas últimamente arreglados, solo con el infernal fin de dividirnos, dilacerar y esclavizar”.66
Ciertamente, las Juntas también tuvieron defensores, en especial entre diputados identificados con el ala “radical” de la Constituyente, vistos como partidarios de posturas de orientación más democrática. El padre pernambucano Venâncio Henriques de Resende -tachado por colegas de “federalista”, “demócrata”, “separatista” y “republicano”-67 afirmaba que las Juntas no serían el “origen de todos los males que padecen los Pueblos”, pues ya existían antes del afamado decreto de las Cortes.68 Yendo más allá, Augusto Xavier de Carvalho, electo por Paraíba, argumentaba que las Juntas eran una “institución que los Pueblos esperaron, que recibieron con gusto y que tanto han respetado”, y que, si había males en el gobierno de las provincias, éstos no ocurrían por un “vicio de organización” de las Juntas, sino por los excesos de algunos de sus miembros.69 Para dicho diputado, alterar la forma de gobierno de las provincias alimentaría las desconfianzas que se preparaban, desde Río de Janeiro, los “hierros del antiguo” despotismo, “cadenas duraderas con el nombre lisonjero de Independencia”. En suma, acabar con las Juntas sería un acto que reiteraría la percepción de que se pretendían alzar, al frente de las “doctrinas Liberales”, las “ideas del sórdido servilismo”.70 Presentaba, por lo tanto, una lectura muy opuesta de la experiencia juntista. Destruidos los altares del despotismo -representado por los antiguos gobernadores y capitanes generales, significativamente vituperados en los debates constituyentes-, las Juntas serían, en esa perspectiva, expresiones de la libertad de los pueblos y de las provincias, un “derecho” que adquirieron para elegir su propio gobierno.71
Esas posiciones orientaban un debate más pragmático: la institución de un nuevo gobierno en las provincias, aunque de manera provisional, es decir, hasta la conclusión de la Ley Fundamental por la Asamblea. En ese sentido, las posiciones eran más difusas. Había diputados críticos de las Juntas, tanto contrarios como favorables a la discusión de un proyecto sobre el asunto, así como diputados que veían con buenos ojos a aquellas instituciones, pero que, aun así, defendían la reforma.
La defensa de una nueva organización de los gobiernos provinciales se centraba en dos líneas argumentativas. La primera se relacionaba a la “anarquía” de las provincias en virtud de la actuación de las Juntas Gobernativas, “instigadoras de desórdenes” y “sembradoras de la discordia”.72 La segunda, al “clamor de los Pueblos”, que pedían soluciones para los conflictos generados por la administración existente, los cuales estarían disociados de la actuación de las Juntas, para algunos, o bien habrían sido provocados por ellas, para otros. Entre los opositores a la discusión del proyecto, muchos expresaron recelos de que un cambio podría ser mal recibido por las provincias. En ese sentido, dada la sensibilidad del tema, el argumento era que cualquier decisión exaltaría los ánimos de los “enemigos” de la causa de Brasil -fueran los del “partido de las Cortes de Portugal”, los “republicanos” o los que querían “lazos federativos”-.73 En otros términos, consideraban que el remedio, en aquel momento, podría ser peor que la enfermedad.
Sin embargo, como ya observó Andréa Slemian, tal vez la afirmación más incisiva haya partido del padre cearense José Martiniano de Alencar. Además de hablar en favor de las Juntas, el diputado presentó una indicación para que la deliberación final de la materia ocurriera sólo cuando estuviesen presentes “todos los Srs. Diputados, o al menos los de Bahía, que [era] una provincia de primer orden”. En esa ocasión, recordó a los colegas de bancada que, cuando la provincia de San Pablo se había recusado a obedecer las órdenes de las Cortes de Lisboa, “nosotros la defendemos” con el argumento de que no estaba obligada a hacerlo, pues sus representantes aún no se hallaban reunidos en aquel Congreso. La posición cuestionaba implícitamente la fórmula de un mandato representativo nacional, defendida por muchos diputados, esto es, una representación desvinculada del local de origen y diferente, por lo tanto, de la representación corporativa.74 Andrada Machado ofreció una respuesta contundente. Para él, la antigua “monarquía portuguesa” estaba compuesta “de dos partes distintas, y hasta enemigas”, diversamente del Imperio de Brasil, un “todo homogéneo”.75
A pesar de las objeciones, los diputados reunidos en la Asamblea decidieron favorablemente a la urgencia de instituir una nueva organización de las provincias. Se trataba, en definitiva, de un nuevo escenario político que tenía como fundamento las posibilidades de viabilidad del proyecto monárquico constitucional capitaneado por don Pedro I. En este contexto, muchos de aquellos que poco antes habían participado activamente en la institución de las Juntas en sus provincias, tomándolas como símbolo de la libertad constitucional, ahora las resignificaban, entendiéndolas como una amenaza a los imperativos del orden, de la autoridad y de la unidad que se pretendían construir. Predominaría, entonces, la percepción de que la experiencia juntista -podría decirse, “democrática”- era portadora de aquello que consideraban como atributos negativos de una “licenciosa libertad”: inestabilidad y anarquía, desunión de las provincias, prevalencia del “elemento popular” sobre el “elemento aristocrático”, inadecuación frente a las circunstancias sociales -y territoriales- de Brasil.76 Una imagen que guarda paralelos con la movilizada en diferentes espacios de la América española por los “realistas españoles” y por los “patriotas” conservadores sobre la experiencia juntista77 hispanoamericana -además, también ampliamente presente en el universo lusobrasileño.78
En este sentido, sabemos que, en el contexto en torno a la Independencia de Brasil, el régimen monárquico fue defendido por diferentes grupos políticos como una alternativa para que el nuevo país, conforme a la retórica de la época, no recayera en la “anarquía” y en la “guerra civil”, como la “desgraciada América”, donde “hace 14 años se dilaceran los Pueblos”, e incluso la misma Europa, siempre que “hombres alucinados por principios metafísicos” crearon poderes “imposibles de sustentar”, según las expresiones de José Bonifácio.79 Algo semejante parece proceder también en cuanto al gobierno de las provincias: era preciso adecuarlo a los principios monárquico-constitucionales de aquel proyecto imperial. Para muchos de estos hombres, había llegado la hora de impedir los excesos de la “mal” entendida libertad.
Con eso, queda claro el perfil predominante de los diputados constituyentes; todos eran, ciertamente, revolucionarios, partidarios de la Independencia de Brasil y de la institución de un régimen constitucional, lo que no estaba en contradicción, no obstante, con la necesidad de impedir que la Independencia siguiera hacia ideas autonomistas o democráticas. El imperativo era infundir “orden” en su marcha,80 evitar que recayera en los excesos de otras revoluciones, como la de Lisboa y las que prosperaron entre diferentes pueblos, pero también las anheladas por los grupos provinciales, ya fuera contrarios a la llamada “causa de Brasil” o al gobierno de don Pedro. Así, también se reiteraba la autopercepción, debida a muchos de los actores de la Independencia, de una revolución positiva, “constructiva, ordenada y sin exageraciones”,81 o de una antirrevolución, como señala Ivana Frasquet, que favorecía determinadas transformaciones, pero rechazaba los radicalismos supuestamente subyacentes a las “malas” revoluciones.82
Preceptos, es importante destacarlo, que marcarían, en la retórica de estos hombres, una distinción profunda entre la Independencia de Brasil y la de sus vecinos hispanoamericanos, para legitimar el nuevo país independiente a los ojos de una Europa restaurada que les servía de inspiración, y para la cual, como definía el secretario británico de Asuntos Extranjeros, George Canning, la “preservación de la monarquía en una parte de la América” era esencial, un “objetivo de vital importancia para el Viejo Mundo”.83
El gobierno de las provincias: entre el liberalismo y la tradición
Si en la Asamblea Constituyente de 1823 prevaleció la perspectiva de que las “anárquicas” Juntas de Gobierno provinciales no podrían subsistir, tampoco se podría simplemente retornar a un estado anterior, identificado, principalmente, con el “despotismo” de los antiguos gobernadores y capitanes generales. En fin, fue contra esas autoridades que muchas de las Juntas lusobrasileñas habían sido formadas. Más que eso, en la estela de propagación de los ideales liberales de representatividad política, la legitimidad del poder no prescindiría fácilmente de la participación de los “Pueblos”. Como bien señaló Wilma Peres Costa, al antiguo perfil administrativo y fiscal de las capitanías como unidades administrativas y fiscales, se añadía ahora un papel de unidad política fundamental,84 impuesto por la revolución como una vía de sentido única. Y, de manera evidente, la viabilidad del proyecto de un Imperio de Brasil unitario pasaba, imprescindiblemente, por la adhesión de las provincias.
Tres propuestas de nueva organización de los gobiernos provinciales fueron presentadas; la ofrecida por el diputado paulista Antônio Carlos Ribeiro de Andrada Machado fue escogida como base para las discusiones.85
El proyecto prescribía la extinción de las Juntas provisionales, para confiar temporalmente el gobierno de las provincias a un Presidente, ejecutor y administrador de la provincia, de nombramiento del Emperador, y a un Consejo de Gobierno, en parte electivo y en parte compuesto por miembros natos. Los Presidentes en Consejo tratarían “todos los objetos, que demanden examen y juicio”, por ejemplo: fomentar la agricultura, comercio e industria, promover la educación de la juventud, vigilar establecimientos de caridad, examinar las cuentas de ingresos y gastos de los concejos, y decidir temporalmente conflictos de jurisdicción. El gobierno de las fuerzas armadas sería independiente del Presidente y su Consejo (excepto en lo que se refiere a las ordenanzas y reclutamientos), quedando a cargo de un Comandante Militar, también de nombramiento del Emperador. Además, la administración de Justicia sería igualmente independiente, pero los Presidentes en Consejo podrían suspender magistrados en casos urgentes que no pudieran esperar la resolución del Emperador, informando a la Secretaría de Justicia.86
Los debates ocurridos durante la presentación del proyecto tomaron argumentos a partir de la constante comparación entre la experiencia lusobrasileña y los caminos trillados que adoptaron otros países, cuyos aportes teóricos y prácticos servían tanto de ejemplos a ser seguidos, como de contraejemplos a ser evitados. Es el caso de Andrada Machado. Al defender su propuesta, afirmó que se asentaba en el axioma: “administrar es propio de un solo hombre, como el de deliberar de muchos”. El diputado ponderaba, entonces, que dar el gobierno a “muchas cabezas” fuera “un delirio de los franceses” de 1789 y 1790, los cuales, al percibir deprisa el error, “destruyeron los altares que habían erguido”, y restituyeron la “administración de cada departamento a la unidad, reservando para la pluralidad solamente lo que demandaba examen y juicio”. Los españoles, que habrían copiado muchos errores de los franceses, en éste no habrían incurrido, al colocar “al frente de la administración de las Provincias administradores únicos con el nombre de Jefes Políticos”. Ya los regeneradores de Portugal, objeto privilegiado de las críticas de Andrada Machado, habrían adoptado instituciones ineficaces, creando “administraciones policéfalas en las provincias”, error que ellos mismos habrían revisado en la Constitución de 1822 con la institución de los administradores generales.87
Para el diputado paulista, las Cortes veintistas, al crear las Juntas Provinciales, no habrían considerado tres elementos fundamentales de la administración: la ejecución propiamente dicha, el examen y el juicio.88 Andrada Machado retomaba, en ese sentido, la definición que Charles Bonnin hizo -a partir de las proposiciones expuestas por Roederer en 1800- sobre los objetos relativos a la administración en el primer libro de los Principes d’Administração Publique, entonces disponible en el resumen publicado en portugués por Francisco Soares Franco, que señalaba: “los objetos relativos a la administración pública son tres, y todos los demás se pueden referir a ellos; 1º acción; 2º juicio; 3º examen”.89 Frente a ello, era preciso “atribuir al individuo aquello que solo un individuo puede hacer bien; dejar a la colección aquello que solo la colección puede bien desempeñar”, y esto, afirmaba el diputado, era exactamente lo que proponía su proyecto, restituyendo las “cosas a su naturaleza”.90 Una posición similar era defendida por el constituyente paulista en lo que se refiere a la participación de los “Pueblos” en el gobierno. Era preciso conferirles injerencia, sin recaer en la anarquía:
De esta manera no se da al pueblo lo que él no puede desempeñar bien, darle sin aquello en que es útil a su injerencia. Ahora yo soy del parecer que todas aquellas materias, en que el pueblo puede tener parte sin daño del orden, sin peligro de anarquía, es bueno que el pueblo trate; lo que a todos interesa, es de la competencia de todos. Pero no se crea que deseo entregar este ejercicio de poder a la multitud; no, por cierto; tenga el pueblo parte, como en general tiene, no por sí, sino por sus elegidos.91
Andrada Machado reforzaba, así, los preceptos de una representación de cuño aristocrático que debería ser acompañada de un agente único de nombramiento, encargado primero de la administración. Su programa buscaba fortalecer los lazos de unión entre las provincias y el Poder Ejecutivo radicado en Río de Janeiro, asegurando la presencia de delegados nombrados -los Presidentes-, y sin dejar de señalar, al mismo tiempo, que las provincias tendrían participación en sus respectivos gobiernos: “en lo que les interesa localmente, por medio de representantes locales, así como tratan los negocios generales con sus representantes generales”.92
La propuesta de reorganización del gobierno de las provincias enviada por Andrada Machado se presentaba, por lo tanto, como una solución entre los excesos asociados a los gobernadores y capitanes generales y a las Juntas provisionales de Gobierno, reflejando un precepto común en aquellos debates -y expresivo del liberalismo conservador ya antes destacado- en cuanto al proyecto monárquico imperial: “una monarquía sin despotismo y una libertad sin anarquía”.93 Para esa tarea, en lo que se refiere al gobierno de las provincias -como ya señalaron Márcia Regina Berbel y Paula Ferreira-, Andrada Machado recurría, dentro del punto de vista de los repertorios externos, a los Jefes Políticos y Diputaciones Provinciales de la Constitución gaditana,94 que complementó con teorizaciones inscritas en la matriz francesa de la Ley de 28 Pluvioso del año VIII. Naturalmente, estos repertorios eran interpretados y emulados a partir de la tradición jurídico-administrativa portuguesa, que delimitaba e informaba el campo de la praxis política. Ejemplo de ello es el rechazo casi unánime, entre los diputados, de incluir en el proyecto cualquier cambio en la organización municipal. Para muchos, el nuevo ordenamiento no podría prescindir por completo de los organismos gobernativos tradicionales de la administración municipal portuguesa, cuyas corporaciones eran llamadas a colaborar en el establecimiento de un nuevo orden.95 Aún más, la propuesta de creación de Consejos de gobierno convergía con el funcionamiento de formas gobernativas tradicionales comunes en el universo ibérico del Antiguo Régimen, constituidas por instancias colegiadas de poder, fueran los Consejos regios que asesoraban al monarca o las cámaras municipales, compuestas por autoridades electas localmente.96
Sin embargo, antes de una aprobación final, el proyecto de Andrada Machado suscitó innúmeras controversias. Siendo una propuesta esencialmente centralista, que preveía la unión de los territorios por una vinculación directa al centro de poder, no sorprende que las mayores críticas hayan sido elaboradas por diputados que aspiraban a un arreglo que confiriese más participación a las provincias, así como por aquellos -principalmente entre los defensores de la federación/ confederación- que no estaban de pleno acuerdo en su categorización como unidades meramente administrativas. Entre los diversos tópicos de divergencia, se encontraba la propuesta de creación de un Presidente, que sería nombrado por el Emperador.97 Los diputados, en general, no eran propiamente contrarios a la existencia de una autoridad de gobierno superior en las provincias, un agente único de ejecución, pero divergían significativamente sobre su forma de elección.
En ese sentido, algunos expresaban el temor de que los presidentes serían mal recibidos por los “Pueblos”, y no fueron pocas las asociaciones hechas entre esas autoridades y los antiguos gobernadores y capitanes generales.98 El diputado José de Alencar tocaba directamente el problema al recordar las sospechas, frecuentes en las provincias, de que el “Ministerio procura entronizar el Despotismo” y que la “inmensidad de empleados de Río de Janeiro suspiran por los tiempos, en que ellos eran respetados”. Corría, por lo tanto, la desconfianza de que se pretendía preparar una Constitución en los moldes de un mero “despotismo disfrazado”, lo que llevaba a Alencar a indagar: ¿cómo esos recelos serían disipados con la creación de “un gobernador con el nombre de Presidente”, enviado por Río de Janeiro?99
A pesar de las disidencias, la propuesta de establecer presidentes de provincia, libremente nombrados por el Emperador, acabó prevaleciendo, aprobándose con ella una declaración de que serían “estrictamente responsables”. Otras importantes alteraciones también prosperaron a lo largo de los debates, algunas elaboradas o apoyadas por el propio constituyente paulista, al paso que otras resultaban de las negociaciones estimuladas por la existencia de diferentes proyectos y anhelos políticos.
En ese escenario, considero que los principales cambios aprobados en la Asamblea se orientaban a la ampliación de las atribuciones y del carácter representativo de los organismos colectivos provinciales: los Consejos de Gobierno. Para muchos diputados, la alternativa equivalía a un camino viable para limitar el arbitrio de los presidentes y, en consecuencia, la interferencia de Río de Janeiro en las administraciones provinciales.100 Al mismo tiempo, buscaban ampliar las posibilidades de inserción y participación de las provincias en su propio gobierno. Se trataba de una demanda prominente y, también, de un tema fundamental para la viabilidad del proyecto imperial, en la medida en que ésa era una de las principales aspiraciones de los grupos políticos a él reticentes o resistentes.
No es improbable que esas alteraciones también se vincularan a las repercusiones en el Brasil de la Vilafrancada, golpe militar en reacción al constitucionalismo veintista que había disuelto a las Cortes de Lisboa y restituido los poderes monárquicos de don Juan VI; al final, uno de sus aspectos centrales giraba alrededor de las insatisfacciones con el desenlace de la “cuestión de Brasil”. En un plano más amplio, la contrarrevolución portuguesa podría representar un desaliento para los constitucionalistas que defendían la unión con Portugal, particularmente en las provincias que vivían enfrentamientos en torno a la Independencia de Brasil. Recordemos, sin embargo, que el proyecto de la facción moderada de Palmela, uno de los grupos políticos implicados en las disputas que ganaban cuerpo al otro lado del Atlántico, prometía la reconstitución del Reino Unido con el otorgamiento de una constitución y de la garantía de autonomía política a Brasil. En Río de Janeiro, tal propuesta fue recibida con preocupación entre los partidarios de la sustentación de la Independencia y del proyecto del Imperio como una monarquía centralizada, pues temían que la promesa del autogobierno provincial sedujera a las provincias, principalmente a las del norte.101
Entre las alteraciones al proyecto inicial de Andrada Machado, se destacan la composición de los Consejos, en su totalidad, por miembros electos; la institución del criterio de elegibilidad de, como mínimo, seis años de residencia en la provincia; la imposibilidad del Emperador de destituir o suspender a los consejeros, definiéndose sólo la responsabilidad de los consejeros por sus votos; la inclusión de un artículo que determinaba que la vicepresidencia de la provincia sería ocupada por el consejero más votado en el pleito electoral, y, finalmente, la ampliación sustantiva de las materias de cooperación obligatoria del Consejo.102
Las discusiones establecidas en la Asamblea Constituyente dieron origen a la ley de 20 de octubre de 1823, que creó en todas las provincias del Imperio -con excepción de la Corte- el cargo de Presidente, de nombramiento del Emperador, así como los Consejos de Gobierno, instituciones electivas y colectivas con voto deliberativo en todas las materias que demandaran “examen y juicio administrativo”.103 Comienza una nueva organización del poder; una forma de cierta manera inédita que, al abrigo de una postura antirrevolucionaria -o incluso contrarrevolucionaria, como en el caso del enfrentamiento a las Juntas provisionales-, introdujo transformaciones profundas en el gobierno de las provincias, que nunca volverían a subsumirse exclusivamente a los antiguos gobernadores y capitanes generales.
Consideraciones finales
La Asamblea Constituyente de 1823 no llegó a concluir la discusión de la nueva Constitución del Imperio de Brasil a causa del cierre de la Casa por el Emperador el 12 de noviembre del mismo año. La delicada tarea de elaborar un nuevo proyecto de Constitución, “doblemente más liberal”, como prometía el monarca, quedó a cargo de un Consejo de Estado nombrado por don Pedro y reunido bajo su presidencia. Finalizados los trabajos, el proyecto fue remitido a las cámaras municipales, lo que le confirió, así, una legitimidad basada en el pacto tradicional entre el Soberano y los cuerpos intermedios.104 Jurada por una cantidad considerable de cámaras y Juntas provinciales, la Constitución Política del Imperio de Brasil fue formalmente otorgada por el Emperador en marzo de 1824.105
La Constitución de 1824 introdujo cambios en el gobierno de las provincias. Confirmó el cargo de los presidentes y creó otro Consejo Provincial: los Consejos Generales de provincia, que garantizaban el “derecho de intervenir a todo Ciudadano en los negocios de su provincia, y que son inmediatamente relativos a sus intereses peculiares”. También electivos, serían encargados de “proponer, discutir y deliberar sobre los negocios más interesantes de sus provincias”, y de formar “proyectos peculiares acomodados a las localidades y urgencias”,106 los cuales serían remitidos, por intermedio del presidente de la provincia, al Parlamento y a los ministros del Imperio conjuntamente. A pesar de estas innovaciones, la ley de 20 de octubre de 1823 estuvo en vigor hasta 1834. Así, a lo largo del Primer Reinado y en los años iniciales de la Regencia, presidentes, Consejos de Gobierno y Consejos Generales constituyeron la espina dorsal del gobierno de las provinciales del Imperio de Brasil.
El cierre de la Constituyente y el otorgamiento de la Constitución, así como la estructura institucional creada para el gobierno de las provincias fueron, evidentemente, objeto de contestación, lo que agravó los conflictos en torno al proyecto imperial. Para algunos, como el federalista pernambucano Cipriano Barata, la introducción de los presidentes tenía como objetivo reducir a las provincias a un “nuevo estado de Colonias”, ahora sometidas a Río de Janeiro.107 Reacciones de esa naturaleza, sumadas a aspectos como la manutención de la dinastía de los Braganza en el nuevo Imperio y la propia adopción del sistema monárquico, subsidiaron interpretaciones historiográficas de que la Independencia de Brasil sería conservadora, e incluso una “no revolución”.108
No obstante, la Independencia de Brasil fue, en definitiva, una revolución.109 A partir de ella se estructuraría un Estado y una nación dotados de una legitimidad jurídico-política que asimilaba las contradicciones de su tiempo, visibles en el texto constitucional. A pesar de haber sido otorgado, éste se inclinaba hacia los preceptos del constitucionalismo liberal entonces vigente,110 por ejemplo, establecía la separación entre los poderes, garantizaba los derechos de ciudadanía y representación política a, por lo menos, una parte de la población. Análogamente, la organización de las provincias dictada por la Asamblea Constituyente de 1823 y por la Constitución de 1824 fomentó en las antiguas capitanías lusobrasileñas aires constitucionales propios de una realidad política e institucional nueva. Conmemoradas por muchos como “saludables instituciones liberales”,111 ellas, con todo, continuaban reflejando luces de la tradición lusa. Si hoy esa disposición múltiple -cuya modernidad se reviste de luces antiguas- parece paradójica, ello no lo era entre sus arquitectos, para quienes una revolución en nombre del orden, esto es, una “revolución contrarrevolucionaria”, nada tenía de oxímoron. Al implementar transformaciones impuestas por una nueva realidad provincial, nacional y transnacional, sin desconsiderar frenos y “contrapesos” que garantizaran una guiñada controlada, ellos tornaron posible la “expansión hacia adentro” que, como bien definió Ilmar Mattos, sería el trazo más distintivo de la construcción de la unidad en el Imperio brasileño.112