Primera escena
Eran cerca de las nueve de la noche cuando llegué a la parada del bus desde la que debía caminar hasta el centro de Ixmiquilpan. Sabía que la última combi1 a la comunidad de El Boxo, desde San Antonio, salía a las nueve y media, por lo que debía acelerar el paso para alcanzarla y, con ello, evitar pasar la noche en la ciudad. Lo logré. Aún quedaban espacios y el conductor esperaba llenar la combi para salir. Nunca antes me había trasladado a la comunidad a esa hora. Percibí, al interior del transporte, un ambiente diferente al que había observado en otras oportunidades en que hice ese trayecto. No solo la gente era diferente, también lo era la decoración interior del transporte. Un tubo con luces fluorescentes enmarcaba el techo de la combi y reverberaba un púrpura saturado en las frentes de los, ahora, jóvenes pasajeros. No había cajas de verduras, ni quintales de maíz, ni bolsas de pollos asados, ni bandejas de huevo. En el piso de la combi lucían una que otra mochila de estudiantes que a esa hora regresaban de Pachuca, la capital del estado, o de trabajadores jóvenes que a diario bajan a Ixmiquilpan.
Finalmente, la combi se llenó. Al encender el motor, se encendió también una pantalla LCD que, en la parte de adelante del transporte, marcaba el punto donde empezaban y acababan las luces de neón. Entonces, en la pantalla apareció David Getta y, con él, los electrónicos y saturados sonidos que por cincuenta minutos fueron la banda sonora de nuestro recorrido hasta la comunidad de El Boxo.
Segunda escena
Gerardo, joven de 26 años de El Boxo, hace unas semanas había comprado un compresor de agua para el lavado de coches. “Mi tirada -me dijo- es que los de las combis pasen hasta aquí a lavar… ya ves que no les gusta traerlas todas puercas, porque la gente luego luego reclama. Allá, en Santuario, hay un señor que las lava, pero así a puro cubetazo, a los choferes no les gusta, no quedan bien pues… por eso van a empezar a venir aquí”.
El lunes, día en que comenzaría a operar el Autolavado El Boxo, visité a Gerardo. Eran casi las once de la mañana y ya habían pasado dos combis. Todo pintaba de maravillas. La neoliberal promesa del microemprendimiento parecía estarse cumpliendo para Gerardo. “Hubiera estado bueno tener unas bocinas, como allá en Ixmiquilpan”, me dijo. “Ya ve que allá cuando hay una inauguración de una tienda ponen bocinas para anunciar y así atraer a la gente.” ¿No tienes estéreo? le pregunté. “No -me dijo-. Ahí hay un radio pequeño”. Fue por él y trajo una especie de radio-reloj en forma de coche de carreras. “Eso sí -apuntó Gerardo-, este tiene la antena mala. No va a jalar ninguna radio. Pero se le puede poner memoria; ahí tengo una, pero ni sé de qué es”.
“¡Órale, ta chingona2 esta!”, dijo Gerardo cuando comenzó a sonar la primera canción, un hip-hop que ni él ni yo supimos identificar. Los niños estaban en la escuela, los gallos habían dejado de cantar hacía varias horas y, más que nunca, era el tiempo en que la comunidad parece vacía. Por ello el sonido de la pequeña radio de Gerardo parecía amplificarse más que las bocinas de Ixmiquilpan.
Luego de la abertura musical que sorprendió a Gerardo, siguió otro hip-hop, luego otro y después otro, más allá de la eternidad del caluroso medio día de la comunidad. La música pasó a ser incidental en nuestra conversación a la espera de la llegada de la siguiente combi, que, según el cálculo de Gerardo, debía llegar a la una de la tarde. Mientras esperábamos al próximo cliente, con la mirada puesta en la serpenteante carretera, llegó Isidra, tía de Gerardo. “¿Y esa música, Gera? ¿Qué te dio por escuchar música de nigger3 ahora?, ¿ya te crees muy nigger?”, preguntó Isidra, con un tono jovial.
Tercera escena
Hacía cerca de una semana habíamos empezado un taller de guitarra para los jóvenes y adultos de El Boxo. Desde el primer día, Esteban parecía inquieto y, en gran parte de las sesiones, aburrido con la petición de repetir hasta el hartazgo el ritmo de chuntata,4 con el que comenzábamos a formar los acordes para el “Cielito lindo”.
El aspecto de Esteban, un adolescente de poco más de 16 años, era diferente al del resto. Traía una muñequera de cuero, un piercing en el labio y un mechón de pelo que siempre le cubría un ojo. Si a todos o casi todos los participantes en el taller les podía parecer lejano o monótono el chuntata, a él debía sonarle todavía más distante, imaginaba.
José Alfredo, amigo de Esteban, era uno de los más avanzados del grupo. Él había llegado al taller con conocimientos previos de guitarra, y siempre estaba ayudando a Esteban con los acordes. En otros momentos le enseñaba algunas escalas para hacer el bajo en canciones norteñas. Un día que estaban en eso, me acerqué y les animé a que formaran una banda. En la comunidad no hay grupos musicales y podrían armar algo bueno para la fiesta de Santos Reyes en enero, les dije. Esteban sonrió con un dejo de ironía y José Alfredo me respondió “no, ¿cómo cree?, si este nada más dice que le gusta el rock. Antes era grupero5 y ahora dice que no”. ¿Qué música escuchas?, le pregunté a Esteban. “Ahora puro ska y reggae”, me respondió. No faltó más para que el resto de los asistentes al taller comenzara a hacerle bromas y a insistirle que se “echara” una de esas canciones que escucha.
Lo nuevo y el tiempo biográfico
Las escenas descritas comparten tres elementos. El primero es su relación con la música. El segundo, vinculado al anterior, es el de la música desde el punto de vista de las audiencias. Finalmente, el tercero se relaciona con el tiempo, en particular con la desestabilización que la novedad ejerce sobre lo presente.
Aun cuando los estudios culturales bastante aportaron sobre la cuestión de las audiencias y, en particular, de las audiencias activas, en gran parte de la antropología de la música o, en términos más generales, en los estudios sociales de la música, los receptores siempre han ocupado un lugar marginal. Ya a finales de los ochenta del siglo XX, James Obelkevitch (1989, p. 102) preguntaba “¿se puede decir que existe la música sin alguien que la escuche?”. Y respondía: “cualquiera que lea el trabajo de los musicólogos -e incluso de los historiadores sociales de la música- puede olvidarse de pensar en ello. Los oyentes no tienen espacio [… o] han tenido muy poca atención […] Hemos aprendido mucho sobre los productores de música, pero los oyentes siguen siendo grandes desconocidos”.
La digresión de Obelkevitch me ayuda a pensar en dos elementos de mi trabajo etnográfico. En El Boxo, comunidad de poco más de doscientos habitantes, donde realizo mi etnografía, ubicada en el municipio de Cardonal, en la frontera que divide el Valle del Mezquital con la Sierra Gorda hidalguense,6 no existe ni un solo músico. El último ejecutor de un instrumento musical falleció hace más de quince años. Don Arón, que era quien a duras penas acompañaba con su violín al difunto, no ha vuelto a tocar porque no sabe cómo afinar su viejo violín. Pero tampoco ha vuelto a tocar porque el difunto sabía en la guitarra la única canción que don Arón podía seguir bien, aquella por la cual se ganó su apodo, el de Muchacha Bonita.7
Por esta razón, una antropología de la música en El Boxo solo puede hacerse considerando a los receptores de sonidos siempre foráneos a la comunidad. Sonidos como los que desde 1999 comenzaron a llegar a los estéreos por las señales de la Radio Indígena. La Voz del Pueblo Hñahñú, y que se han diversificado en la actualidad por la captación de otras emisoras comerciales como la Ke Buena, La Z, o por el acceso a música digital, descargada en algún café internet de Ixmiquilpan o Cardonal.
Entender a los habitantes de El Boxo como consumidores de sonidos siempre externos implica considerar las formas en que dichos sonidos impactan en la cotidianidad de un espacio eminentemente rural. Ello cobra relevancia, más aún si se considera la actual dilatación de las posibilidades de acceso a nuevos sonidos cada vez más distantes de los de aquellos que, por décadas, marcaron los repertorios musicales locales.8 Dicha dilatación ha sido promovida por el acceso a nuevos medios electrónicos que, como ha planteado Arjun Appadurai (2001; 2015), en el marco de la globalización han promovido un giro en el ambiente social y cultural manifiesto aun en los espacios más recónditos del planeta. En estos espacios, el acceso a nuevos estímulos foráneos, sean estos discursos, imágenes o sonidos, instala lo nuevo en las rutinas de la vida cotidiana y otorga nuevas posibilidades a sus habitantes para la construcción de la identidad y la imagen personal. Con ello, los guiones de las historias de vida posible, así como la capacidad de aspirar e imaginar otras vidas (cf. Bodei, 2014), se desanclan cada vez más de los márgenes de lo tradicional o lo ya conocido.
En relación con el tiempo social, las tres escenas nos sitúan en el registro de lo nuevo, de la novedad. Aquello que por no haberse experimentado antes sorprende y escapa de los márgenes de lo archivado. Lo nuevo sorprende como me sorprendieron los electrosonidos de la combi, o a Isidra, la música de nigger en una radio de Gerardo, o a los alumnos del taller de guitarra, el ska y reggae de Esteban. En la medida que suspende o por lo menos desestabiliza los márgenes de lo propio, lo conocido y lo cotidiano, lo nuevo sorprende y golpea con lo ajeno la estructura de lo propio o de lo ya apropiado, toda vez que lo nuevo, entendido aquí de modo limitado, adquiere su sentido de novedad únicamente respecto de lo corriente.
La idea de que lo nuevo llega a golpear lo propio y lo conocido viene bien para hablar metafóricamente de la novedad de las músicas de las tres escenas descritas. Kant señalaba que la música es una práctica que violenta o perturba a quien no quiere participar de ella. Como el aroma de un perfume, decía el filósofo, la música se entromete en el receptor sin consentimiento de este. En sus palabras, “el oído no da la forma del objeto […] porque en sí no significan nada, o al menos ningún objeto, sino, en rigor, meros sentimientos íntimos […] la música […] es un juego regular de sensaciones del oído, que es como un lenguaje de meras sensaciones (sin ningún concepto)” (1991, pp. 54-55).
A diferencia de las artes figurativas que van desde los conceptos a las sensaciones, la música, según Kant, lo hace en el camino inverso; vale decir, va de ciertas sensaciones a ideas indeterminadas. Pero aquí, lo primero es fundamental. La música, antes de ser conceptualizada, puede imponer por sí sola sensaciones que conducen a ideas. Lo bueno, lo malo, lo placentero, lo chingón del primer hip-hop para Gerardo, o lo monótono del mismo ritmo después de cinco o seis canciones. Por eso, la música puede golpear como una novedad que luego debe conceptualizarse. Como Isidra, que se sorprende con la música de Gerardo y que, por su experiencia de migrante internacional de retorno, puede vincular esos sonidos a la música de nigger que escuchó alguna vez en Estados Unidos. La misma capacidad de conceptualización de lo nuevo es lo que puede hacer José Alfredo frente a los novedosos gustos musicales de su amigo Esteban. Gracias a esa conceptualización, José Alfredo puede agrupar el ska y el reggae de Esteban en una idea general de lo que entiende por rock.
Para conceptualizar lo nuevo es necesario contar con conceptos, ideas previas, configuradas por la experiencia del sujeto. En un registro fenomenológico, dicha experiencia individual deviene del aspecto temporal tridimensional de la existencia, en tanto que tiempo interior, intersubjetivo y biográfico (cf. Leccardi, 2014). En este punto, me concentro en el tiempo biográfico entendido como el “conjunto de esquemas interpretativos, de carácter cognitivo, en el cual el sujeto se apoya para construir un puente entre el propio tiempo de vida y el espacio temporal que lo trasciende” (Leccardi, 2014, p. 81). En otras palabras, el tiempo biográfico es el que permite al sujeto articular su propia experiencia temporoespacial con aquellas dimensiones estructurales no necesariamente aprehensibles desde la experiencia directa, vale decir, el tiempo de vida del sujeto. La construcción del tiempo biográfico, como elaboración de una narrativa que articula y sincroniza diversas dimensiones temporales, es un ejercicio reflexivo que se hace patente a la hora de evocar la memoria, imaginar proyectos de vida o, como acá nos interesa, interpretar o decodificar estímulos novedosos. En este último aspecto, la experiencia personal es la base para dar forma de objeto a una sensación puntual. La experiencia migratoria de Isidra a Estados Unidos le posibilitó asociar el recitado rítmico que surgía de la radio reloj de Gerardo con lo que ella entiende como música de nigger.
La contemporánea dilatación de los estímulos externos y novedosos promovida por el acceso a los medios electrónicos de comunicación, así como por el movimiento migratorio de habitantes rurales de comunidades como El Boxo,9 implica que el ejercicio de construcción del tiempo biográfico sea cada vez más patente o, parafraseando a Margaret Archer (2007), se torne en un imperativo reflexivo para afrontar las inestabilidades del tiempo presente. Del mismo modo, la construcción del tiempo biográfico, en condiciones de desestabilización constante de lo ya conocido y de las posibilidades que ello abre, promueve una fricción entre la biografía personal y las expectativas tradicionales o, dicho de otro modo, entre las trayectorias individuales, su interpretación y los marcos de lo probable, intuidos desde estructuras precedentes.
En el contexto de la modernidad tardía, las “biografías normales” asociadas a instituciones o estructuras “tradicionales” o de la sociedad industrial son bloqueadas por la dilución de las propias estructuras desde las que estas emergían (cf. Beck y Beck-Gernsheim, 2003). En dicho sentido, “la biografía personal queda al margen de pautas previas y queda abierta a situaciones en que cada cual ha de elegir cómo actuar” (Beck, 1998, p. 171). De ahí que las biografías emerjan ahora como “biografías autoproducidas” (Beck, 1998, p. 171).
En los colectivos, las transformaciones descritas implican, volviendo a Appadurai (2001, p. 22), que la imaginación -a la que antes nos referimos- se constituya en una realidad colectiva, un hecho social y un imperativo. Los estímulos externos, así como los flujos migratorios y las grandes diásporas que constituyen la experiencia de grandes contingentes de la humanidad, introducen la fuerza de la imaginación en la vida cotidiana, así como en las mitografías diversas que sustentan las vivencias locales. “Estas nuevas mitografías pasan a convertirse en estatutos fundacionales de nuevos proyectos sociales, y no son contrapunto de las certezas de la vida cotidiana [… aunque] sustituyen la fuerza glacial del habitus por el ritmo acelerado de la improvisación”. De modo tal que en la actualidad los proyectos de vida emergentes del tiempo biográfico “tienden más a sopalancar sobre la capacidad de los sujetos de estar vigilantes y creativos respecto al flujo de los cambios, que no sobre el soporte de un cotidiano capaz de garantizar continuidad y bloquear lo imprevisto” (Leccardi, 2014, p. 46).
La verdadera novedad de lo nuevo, de los sonidos y de aquellos juegos regulares de sensaciones del oído producidos en espacios distantes a la comunidad de El Boxo es, desde luego, disímbola según el tiempo biográfico de cada uno de los miembros de la comunidad expuestos a dichos sonidos nuevos. En este punto cobran relevancia, además de las experiencias y trayectorias individuales, los diferentes niveles de exposición a lo externo vinculados al desigual consumo cultural entre los habitantes de la comunidad. Asimismo, adquieren importancia las diferencias generacionales que tienden a ubicar a ciertos segmentos de la población más cercanos y permeables al flujo de los cambios, mientras que mantienen más distantes de este flujo a otros segmentos.
Lo contemporáneo y el tiempo intersubjetivo
Pero lo nuevo, por su desvinculación con lo propio y lo cotidiano, no es lo contemporáneo. Lo nuevo es apenas una dimensión de lo que entenderé aquí como lo contemporáneo. Distinguir lo nuevo de lo contemporáneo no es, a mi modo de ver, un ejercicio estéril para la antropología. Menos aun para la antropología dedicada a comunidades indígenas y rurales en que las aceleradas transformaciones ligadas a la globalización neoliberal han significado una ruptura respecto del pasado reciente, punto sobre el cual se ha llegado a concluir la emergencia de una nueva ruralidad.10
La distinción entre lo nuevo y lo contemporáneo adquiere relevancia para la antropología, primero, por una cuestión de método y, segundo, por una cuestión de objetivo teórico. En términos de método, la antropología emerge de una metodología relacional y comunicativa. En tal sentido, no es necesario recordar aquí las críticas posmodernas a la cosificación del estar ahí malinowskiano, ni la acusación ético-política de la ausencia de la dimensión relacional en los planteamientos positivistas. A este respecto, contundente fue la crítica de Johannes Fabian (2014) en torno al uso esquizofrénico, o esquizocrónico, del tiempo en la antropología. Lo fundamental en este punto es evocar la dimensión realmente relacional y comunicativa del ejercicio etnográfico en términos dialógicos, como una conversación sostenida en un tiempo y espacio compartido entre el antropólogo y los colaboradores.
En tanto que conversación, las narrativas que circulan en el intercambio etnográfico no pueden ser nuevas del todo. En otras palabras, volviendo a la idea de Kant, no pueden ser meras sensaciones traducidas en ideas indeterminadas. Por el contrario, esos intercambios son ideas consolidadas en las formas de ser y habitar los territorios, en las formas de evocar el pasado e imaginar el futuro, en las formas de pensar los primeros planos que permiten la visión de profundidad del horizonte (cf. Crapanzano, 2005). Pero, además, esos intercambios son, o deberían ser, para el interés de la antropología, ideas medianamente compartidas que den cuenta, no solo de las percepciones de un sujeto o del tiempo biográfico de este, sino también de las formas de entendimiento de un pueblo, aun cuando aceptemos necesariamente una noción de cultura que considere las disidencias y los conflictos en torno a los consensos relativamente permanentes o aquellos apenas situacionales. Por ello, la sorpresa de Isidra no es la sorpresa de todo El Boxo. Ella puede calificar el hip-hop como música de nigger y así dar nombre a su sensación. Esa traducción no podría haberla hecho doña Alberta, una de las tres ancianas monolingües en otomí de la comunidad.11
En términos de objetivo teórico, lo nuevo nos instala solo en un extremo de lo posible. Lo nuevo, en el sentido hasta acá tratado, figura en la antípoda de lo antiguo y lo corriente, abarcando solo un espacio del presente vivido. Por ello, lo nuevo no describe el presente, ni permite pensar el pasado o imaginar el futuro. Como ha defendido Alban Bensa (2016, p. 102), las acciones que describe la etnografía y analiza la antropología “se realizan al mismo tiempo como acción y como relato, como presente vinculado con el pasado, con el futuro del pasado. Así, el pasado se construye en parte para el futuro. Es por ello que, lejos de describir actos, en las acciones describimos un conjunto de relaciones con el pasado y el futuro”.
La antropología, como ha afirmado Marc Augé (1998, p. 75), “no debe perderse ni borrarse en una búsqueda incontenible de los terrenos y los objetos que le propone la actualidad”. La alternativa a la parcialidad de lo nuevo, en el tratamiento antropológico del tiempo social, es el planteamiento de una antropología de lo contemporáneo y la contemporaneidad que, siguiendo a Paul Rabinow (2008, p. 5), nos remite a “un dominio real de objetos en el presente cuyas formas emergentes, del futuro cercano, y del pasado reciente, pueden ser observadas”.
Es lo contemporáneo, según mi modo de ver, lo que otorga viabilidad a la etnografía y fundamenta un objetivo teórico para una antropología que no sea presa de un sesgo etnológico para la búsqueda de la anterioridad pura, de un pasado presente como especie de núcleo pétreo, ni de su contrario: un sesgo modernista que desvaloriza el pasado para pensar futuros ideales y que, con ello, engulle también al presente vivo, desigual, discontinuo y contradictorio de los sujetos de investigación.12 En ambos casos, lo que Agier (2015, p. 111) ha denominado la trampa de la identidad está al acecho, ante ella se manifiesta “el riesgo de una antropología que no sobrevive más que produciendo ficciones etnológicas «descontemporaneizadas»”.
Lo contemporáneo nos acerca, como ha señalado Guadalupe Valencia (2012), a los presentes compartidos; al “vivo presente”, experimentado, según Leccardi (2014), como tiempo común, de interlocutores que experimentan una situación de comunidad y copresencia. Es, nuevamente con Valencia (2012, p. 49), la coexistencia del pasado y el presente o la simultaneidad del pasado con el ahora la que otorga un horizonte de sentido y provee los criterios de inteligibilidad en los que se funda la contemporaneidad entre investigados y, al mismo tiempo, entre estos y el investigador. Ello nos dirige a considerar las consecuencias heurísticas que se derivan del hecho de que la construcción del conocimiento antropológico emerja de relaciones sociales y experiencias intersubjetivas (cf. Caratini, 2013), que requieren que el antropólogo se someta a la condición de contemporaneidad que funda a la etnografía.
Si la contemporaneidad, el tiempo presente compartido, es una condición de la comunicación, y el conocimiento antropológico tiene sus orígenes en la etnografía, que es claramente un tipo de comunicación, entonces el antropólogo qua etnógrafo no está libre de conceder” o “negar” la contemporaneidad de sus interlocutores. O él se somete a la condición de la contemporaneidad y produce conocimiento etnográfico o se engaña en la distancia temporal y no alcanza el objeto de su búsqueda (Fabian, 2014, p. 32).
La sola dimensión de lo nuevo no permite articular el “no más” con el “no aún”, par indisoluble bajo el cual piensa lo contemporáneo Giorgio Agamben (2009). Lo contemporáneo, según este filósofo, hace de la fractura del tiempo el lugar de una cita y de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Por ello, mientras que lo nuevo puede aprehenderse desde el tiempo biográfico, lo contemporáneo hace necesaria referencia a este y al tiempo intersubjetivo, al tiempo compartido. Considerando los cruces de ambas dimensiones del tiempo, la antropología de lo contemporáneo puede dar cuenta de “la singularidad de una experiencia temporal colectiva, sin por ello abandonar una perspectiva que restituya la temporalidad de la acción individual” (Bensa, 2016, pp. 103-104).
Por esta razón, en lo nuevo de la música de nigger, en el reggae y el ska de Esteban, o de David Getta en la electrónica combi, participa solo lo nuevo y no lo contemporáneo. La cita de generaciones, el encuentro entre el conjunto de audiencias de la comunidad de El Boxo, es imposible si se considera únicamente aquellas nuevas bandas sonoras.
La música de Lupita
Permítame el lector la descripción de una cuarta escena etnográfica que nos ayude a esbozar, como señalo en el título de este artículo, apuntes sobre lo contemporáneo en una comunidad indígena rural como El Boxo.
Era julio y, como en casi todas las milpas de la comunidad, la principal tarea era la de la escarda. En la escarda, además de quitar la maleza y juntar quelites,13 los campesinos de El Boxo deben realizar el aporque o, como ellos dicen, el arrime de tierra a los pies del maíz. La labor de escarda es pesada porque los espacios de cultivo en general se localizan en inclinadas laderas. En otro tiempo, esa tarea agrícola se solía hacer con formas de organización del trabajo colectivo denominadas en la región “mano vuelta”, pero desde hace décadas cada quien la hace en su milpa, aunque casi siempre recurriendo al trabajo familiar.
Un día subí temprano con don Martín, un anciano de poco más de setenta años, a escardar en su milpa. A eso de las once de la mañana llegó doña Esperanza, su esposa y una de sus hijas con un bebé a traer el almuerzo. Después de almorzar, las mujeres se sumaron a la labor. A eso de las tres de la tarde llegó Lupita, adolescente nieta de don Martín. Aún con el uniforme de la secundaria, Lupita se dispuso a la labor de la escarda. “Ya le traje la memoria para su radio” le dijo Lupita a don Martín. En sus tareas en el campo, don Martín se acompaña con una pequeña radio portátil que a veces cuelga de su cintura o que va dejando a unos pasos de la labranza.
En el cerro, donde se localiza el campo de don Martín, su aparato solo logra captar una señal, la Radio Hñahñu, que a don Martín le gusta solo en algunos horarios, “cuando hay huapango o músicas bonitas”, “porque luego los viejos se ponen a hablar mucho y pura chingadera”. El aparato tiene una entrada USB, donde don Martín inserta la memoria con la música que Lupita carga en las computadoras de la secundaria. Además de cuidar a la pequeña niña y colaborar en la escarda, dentro de la división del trabajo familiar campesino, a Lupita le toca la fundamental tarea de renovar cada cierto tiempo el repertorio que acompaña las labores del anciano campesino.
Lupita, al parecer, bien conoce el gusto musical de su abuelo. Apenas comienza a sonar el primer huapango, don Martín se pone a cantar y hacer bromas a su esposa. Entre los huapangos aparecieron versionadas canciones de ídolos populares de antaño como Camilo Sesto y versiones locales de Juan Gabriel. Incluso sonaron, esa tarde, baladas anglo en traducciones huastecas. Pero, además del huapango, el cuidado repertorio que Lupita grabó para su abuelo consideraba guarachas, norteñas y cumbias.
Unas semanas más tarde, organizamos un viaje a Nicolás Flores, a la Virgen de Ferrería, el principal centro de peregrinación religiosa de este rincón del Valle del Mezquital. En este viaje participó Lupita, dos de sus tías y seis de sus primos. Gerardo, que nos ayudó a rentar la combi, fue además nuestro conductor. Al partir, Gerardo instaló en el estéreo la misma memoria con canciones hip-hop que acompañaron la inauguración de su, a esa altura, fracasado autolavado. Rápidamen-te los pasajeros reclamaron el cambio de la música. “¡Es la única que tengo, el otro conductor no dejó música!, ¿alguien quiere poner su música?”, preguntó Gerardo. Lupita, que iba adelante, conectó su celular al estéreo.
Desde entonces, al interior de la combi los ánimos cambiaron. Después de una canción electrónica vino una norteña, que todos, o casi todos, conocíamos y que algunos se animaron a cantar. Le siguieron otros cuantos reggetones, cumbias nuevas o desconocidas para mí, junto a otras que estaban también incluidas en el soundtrack que Lupita había seleccionado para la memoria USB de don Martín, además de los mismos huapangos. Rock en español, música de banda y un largo etcétera que, en algún u otro momento, hicieron que cada uno de los pasajeros de la combi lograra identificar y, con ello, seguir la letra de alguna de las canciones.
En la música de Lupita podían aparecer aleatoriamente lo mismo la “Isla bonita”, de Madonna, que el huapango “Corre caballo” o “El Querreque”, Beyonce que el Grupo Pesado, Los Kiero y Daddy Yankee, Giro Hidalguense y David Guetta, Maná y la Banda el Recodo, Justin Bieber o Julión Álvarez.
La música de Lupita puede ayudarnos a pensar el barroco que construye los imaginarios musicales de muchas comunidades rurales mexicanas en la actualidad. En un registro crítico, puede ser el resultado de extravagantes, desiguales y contradictorias formas de apropiación y consumo cultural. Pero desde una lógica afirmativa, la música de Lupita es la expresión de la conformación de una audiencia musical contemporánea, en un espacio donde la música siempre viene de afuera. En ella hay expresión de lo nuevo, pero también hay presencia de lo pasado. De los sonidos que siendo nuevos deben conceptualizarse y de los que ya conceptualizados evocan nuevas sensaciones al aparecer junto a aquellos sonidos novedosos. Sonidos que son parte del tiempo biográfico de algunos, pero que son a la vez banda sonora del tiempo intersubjetivo, del tiempo común orquestado con sonidos compartidos. Esa tarde, el soundtrack de Lupita nos ayudó a percibir el profundo potencial evocador de la música, porque nos hizo reconocer que la “música está dotada de la posibilidad casi mágica de trastornar el sentido del tiempo, haciendo estallar el continuo temporal [… en que] en cada presente sonoro resuena inevitablemente un pasado y se anticipa un futuro” (Gavilán, 2008, p. 97).
En la música de Lupita, lo nuevo rebasa lo limitado, en el sentido que lo he planteado a lo largo de este artículo. Los nuevos sonidos que aparecen junto a otros ya reconocibles y compartidos se hacen contemporáneos al ser vinculados con el pasado y el presente compartido. Lo nuevo se entiende ahora en el sentido deleuziano que vincula lo nuevo a la repetición.14 En otras palabras, lo nuevo en la música de Lupita permite interpretar y traer al presente compartido el pasado.
A diferencia de la música presente en las tres escenas con las que abrí esta comunicación, la música de Lupita hace posible la cita de generaciones. Lupita es contemporánea de su abuelo y de sus primos menores, de sus tías y de una lingüista o de un antropólogo (que han elegido su comunidad para investigar), porque logra participar en situaciones comunicativas que nos hacen compartir inteligibilidad, descubrir humanidad en común y habitar un mismo tiempo.
Además, Lupita está en un lugar estratégico para construir contemporaneidad con su música. Pertenece a una nueva generación en la comunidad de El Boxo que sabe y se relaciona naturalmente con el internet, aunque para ello tenga que bajar a poblados cercanos como Santuario, Cardonal o Ixmiquilpan. Por esto, Lupita puede renovar la lista de canciones para su abuelo, descargar música para su celular e intercambiar con sus amigos sonidos y sensaciones que -para desgracia de Kant- no transcurren solo entre oídos, sino que ahora lo hacen también a través de bluetooth.
Existe otra dimensión en la que la posición de Lupita, para construir contemporaneidad a través de la música, es estratégica. A diferencia de lo que pasa en gran parte de los espacios urbanos, en que la adolescencia es la ruptura con todas las generaciones (hacia abajo y hacia arriba), la situación es algo diferente en espacios rurales o, por lo menos, en El Boxo. Aquí Lupita, por obligación o por gusto, participa de las tareas familiares como la escarda de la milpa de su abuelo. Ahí socializa con los mayores y ocupa tareas específicas. En el plano del análisis temporal, Lupita en ese espacio puede acceder al tiempo pasado, a través de las historias y las anécdotas que evocan los más grandes o de las formas que estos tienen de comunicarse o vivir su cotidianidad. En el otro extremo, un espacio continuo de socialización de Lupita es con sus pares, no solo sus coetáneos, sino también los más pequeños, que, con una especie de admiración mesiánica, “andan a la siga” de los adolescentes. En este espacio de transmisión intergeneracional, la música de Lupita se proyecta al futuro. Así, los gustos musicales de Lupita son objeto de deseo para los más pequeños que construyen sus gustos a imagen y semejanza de aquellos que tienen algunos, pero no muchos, años más que ellos. Quizá por esta razón, una de las canciones de Beyonce de la lista de Lupita es la que bailó su prima pequeña en el evento de la clausura escolar, pocas semanas después de nuestro viaje a Ferrería.
Reflexiones finales
Lupita, y su música, es contemporánea, ya que “ser contemporáneos es ser sensibles a encarnar otros tiempos, que actualizamos a través de su incorporación en nuestras prácticas” (Tapia, 2012, p. 32). Por ello, la música de Lupita posibilita pensar lo contemporáneo, aquel intempestivo de sensaciones que en el presente encierran ideas de lo que fue y de lo que será. Porque, como ha apuntado Valencia (2012, p. 46), la contemporaneidad obliga a discutir el presente como un momento con densidad temporal que nos permite ubicarnos, a la manera de Agustín, en ese momento que contiene la memoria de las cosas pasadas y la expectativa de las cosas futuras.
Lo contemporáneo no es el empate, imposible, por cierto, entre lo viejo y lo nuevo. Es la disrupción del tiempo que permite precisamente aprehender el tiempo vivo, el de la situación, el del transcurrir que siempre tiene un pie en el “no más” y otro en el “no aún”. Es el tiempo sociohistórico de la inteligibilidad, el tiempo en común, el presente compartido, que otorga viabilidad al presente etnográfico y que permite la imaginación histórica y la del futuro en la teoría antropológica.
A esta definición habría que sumar que, como antes lo expresé, en el ejercicio antropológico la contemporaneidad es también una construcción que requiere tomar en serio las consecuencias heurísticas del hecho que, en antropología, “el conocimiento surge ante todo de un conjunto de relaciones sociales entre seres vivos y reposa en una experiencia vivida directamente” (Caratini, 2013, p. 39). De otro modo, la dimensión ético-política del planteamiento de la contemporaneidad que busca romper el alocronismo de la antropología y devela una nueva cronopolítica (cf. Fabian, 2014) se esconde nuevamente en el formalismo teórico de la construcción del Otro antropológico, ubicado en otro espacio y otro tiempo. Para salir del uso esquizocrónico del tiempo es necesario, como ha dicho Agier (2015, pp. 120-121), restablecer “la contemporaneidad de las acciones, de las ideas y de los intercambios observados en [la] situación y en su contexto”, porque lo contemporáneo de la antropología es esa huella de lo que está ocurriendo en el momento y la situación. Es ello lo que debe reflejarse en el texto antropológico: “la huella del movimiento, del cambio, del primer aliento, del por-venir”.
Aquella tarde del viaje a Ferrería, la música de Lupita nos posibilitó intersubjetivamente compartir un tiempo, con su particular sonoridad. Nos hizo, por lo tanto, compartir contemporaneidad escuchando el presente y, con ello, aproximarnos a las sonoridades del pasado e imaginar las del futuro.
En síntesis, la música de Lupita nos permite adentrarnos a la contemporaneidad de una audiencia. Porque la música por sí misma no puede ser contemporánea, en el sentido aquí argumentado. Ella puede solo pertenecer al pasado o vincularse con alguna expresión de la vanguardia. La verdadera contemporaneidad se construye en el plano de las audiencias, en el nivel de las comunidades de sentido. En, y desde, dichas comunidades activas se articulan músicas viejas y nuevas, en un mismo tiempo histórico, en formas de vivir el tiempo social y, por sobre todo, en particulares y cotidianas maneras de sentir, conceptualizar y hacer contemporánea la música.