Introducción
El intento de vincular el protestantismo puritano con el ascenso del capitalismo –y, más en general, con la transición hacia el orden político, económico e ideológico que encontró sus primeras expresiones en las revoluciones inglesas de 1648 y 1688– es, sin duda, uno de los grandes aportes de Weber a la comprensión del mundo occidental moderno. En su trabajo pionero de 1905, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Weber se propone confirmar la hipótesis de que la confesión reformada (en especial, en su variante calvinista) fue excepcionalmente beneficiosa para el desarrollo de lo que denominó “espíritu capitalista”, “una mentalidad que aspira a obtener un lucro mediante el ejercicio sistemático y disciplinado de una profesión” (Weber, 1979, p. 38). Con ese fin, destaca tres aspectos del protestantismo. En primer lugar, la valoración ética que hace del oficio o la profesión. En segundo término, y en estrecha conexión con lo anterior, el dogma de la predestinación. En tercer lugar, el ascetismo y la disciplina estricta que, desde la óptica del puritanismo, debía impregnar todas las dimensiones de la vida humana: no sólo la esfera del trabajo sino también la vida familiar, la alimentación, el empleo del tiempo de ocio, etc.
Siguiendo la Confesión de Fe de Westminster (1647) a la que refiere Weber, el contenido del dogma calvinista de la predestinación puede resumirse como sigue:
(i) Al caer el hombre en el pecado original, su voluntad pierde completamente la capacidad de encaminarse al bien espiritual y a la bienaventuranza.
(ii) Por decreto, en virtud de su omnipotencia, Dios destina a unos hombres a la vida eterna y condena a otros a la muerte.
(iii) Los hombres destinados a la vida eterna son elegidos por libre amor y gracia, no por mérito propio (esto es, no por sus buenas obras, su fe, etc.). De igual modo, los destinados al infierno no son condenados por demérito propio (esto es, no por sus pecados, su falta de fe, etc.).
Como efecto de esta doctrina, que excluye toda posibilidad de una salvación eclesiástico-sacramental y deja a los hombres sumidos en una completa incertidumbre respecto de su destino final, se esparce, según Weber, un sentimiento de profunda soledad y angustia. Para lidiar con él, el protestantismo propone dos métodos. Uno consiste en que cada individuo se afirme a sí mismo vehementemente como elegido y rechace como tentación del demonio toda duda acerca de ello (pues la poca seguridad de sí es consecuencia de una fe insuficiente y, por tanto, de una acción insuficiente de la gracia). El otro radica en procurar obtener esta seguridad recurriendo al trabajo metódico y constante (Weber, 1979, pp. 138-139). De estas dos maneras el hombre podía sentirse seguro de ser receptor o instrumento del poder divino. Mientras que el primer camino, impulsado por Lutero, conduce a cultivar el sentimiento místico; el segundo, propio del calvinismo, promueve el ascetismo y la laboriosidad (Weber, 1979, p. 142). El complemento natural de esta exaltación del trabajo incesante –observa Weber– fue la condena moral y el combate práctico del desempleo, la vagancia y la mendicidad (Weber, 1979, p. 226). Asimismo, basándose fundamentalmente en los escritos de Richard Baxter, Weber muestra cómo el puritanismo inglés, además de incentivar el trabajo constante y el lucro racional, aboga también por una disciplina rigurosa, tanto corporal como espiritual, que alcance absolutamente todos los ámbitos de la vida humana y prevenga contra las tentaciones y disipaciones que los puritanos agrupaban bajo el mote de “vida impura” (Weber, 1979, p. 217-218).
Al revelar las repercusiones económicas y sociales del puritanismo, el trabajo de Weber deja al descubierto un aspecto ignorado de la idiosincrasia del capitalismo moderno. Una conclusión paradójica que Weber extrae de su análisis es que el “afán de lucro, la tendencia a enriquecerse, sobre todo a enriquecerse monetariamente en el mayor grado posible, son cosas que nada tienen que ver con el capitalismo” (Weber, 1979, pp. 8-9). De este modo, como efecto de considerar las repercusiones de la ética puritana, el sociólogo alemán plantea la necesidad de abandonar un concepto “elemental e ingenuo” del capitalismo para pasar a concebirlo “como el freno o, por lo menos, como la moderación racional” de ese impulso lucrativo irracional con el que se lo suele asociar (Weber, 1979, pp. 8-9).
Con posterioridad a la aparición de La ética protestante…, algunos autores adoptaron o reforzaron la hipótesis de Weber (Troeltsch 1924, Tawney 1947), otros la rechazaron (Hill, 1958; 1964; 1972; Samuelsson, 1961; Trevor-Roper, 1967) y otros se propusieron rectificarla o debilitarla (Walzer, 2008). El objetivo de este trabajo no es intervenir en esta polémica en torno a la plausibilidad historiográfica de la tesis de Weber sobre la conexión entre el protestantismo y la emergencia del capitalismo. Tomaré de Weber solamente su concepto de “ética protestante” –el conjunto de valores y prescripciones que engloba– con el objetivo de rastrear su presencia en el tratamiento que hace Locke de la pobreza, la explicación de sus causas y los métodos –punitivos y educativos– que propone para paliarla. El análisis procederá en dos partes. La primera sección se centra, principalmente, en el Ensayo sobre la ley de pobres,1 escrito donde Locke asocia a la pobreza con el vicio y la vagancia, y propone medidas punitivas y educativas dirigidas a cultivar la virtud de la laboriosidad. La segunda sección se centra en los escritos pedagógicos de Locke, donde encontramos otros dos elementos que remiten a la moral puritana: la valoración positiva de la abnegación y del control racional del afán de lucro.
La pobreza como signo de corrupción moral
El punto de partida de Locke en su Report son dos datos fácticos que guardan entre sí una conexión causal: el notable aumento del número de indigentes y el consiguiente incremento de los impuestos destinados a su manutención (Locke, 2004, p. 183). Probablemente sea anacrónico esperar otro tipo de análisis de un filósofo del siglo XVII, pero lo cierto es que Locke no alcanza a identificar y dimensionar suficientemente los múltiples factores económicos, sociales y demográficos que agravaron el problema de la pobreza en su tiempo. En cambio, para explicar dicho fenómeno, apela a los prejuicios sociales y las doctrinas religiosas circulantes en la Inglaterra de su tiempo. Según Locke, nadie puede ser pobre a causa de la escasez global de recursos o de fuentes de trabajo: la sociedad es y será siempre lo suficientemente productiva como para que a los hombres (y mujeres y niños) nunca les falte empleo y, consiguientemente, medios de subsistencia, mientras quieran trabajar y sean aptos para ello (Locke, 2004, p. 184). Para Locke no es la guerra, ni la escasez global de alimentos o de empleo lo que genera pobreza. Tampoco la propiedad privada como institución conduciría per se a que algunos hombres vivan en la miseria. Más bien lo contrario: debidamente limitada, la propiedad privada de la tierra beneficia a todos (Locke, 2005, pp. 40-46). Es conocida la provocadora comparación entre un rey americano y un jornalero inglés con la que Locke ilustra esta idea de los efectos benéficos de un régimen de propiedad privada: el rey de un territorio extenso y potencialmente próspero de América –rico en tierras que, sin embargo, están a la espera de ser mejoradas por medio del trabajo– tiene peor alimentación, vivienda y vestimenta que un peón o un jornalero en Inglaterra (Locke, 2005, p. 41). La conclusión de Locke en el Report es que “[e]l incremento del número de pobres debe responder (…) a alguna otra causa y ésta no puede ser otra que el relajamiento de la disciplina y la corrupción de las costumbres; el hecho de que la virtud y la laboriosidad, por un lado, sean tan frecuentes como el vicio y la holgazanería por el otro” (Locke, 2004, p. 184). Descartadas la guerra, la escasez global (de recursos o trabajo) y la propiedad privada como posibles causantes de la pobreza, para Locke los orígenes de la misma sólo pueden ser dos. Por un lado, la incapacidad física o psíquica (total o parcial) para trabajar. Por el otro, la aversión al trabajo, a la que Locke considera como una lamentable muestra del “relajamiento de la disciplina y las costumbres” en los sectores populares. En el Report se hace evidente que Locke concibe a la pobreza como un estigma, como un índice de la corrupción moral de quienes la padecen.
Partiendo de este diagnóstico, para lidiar con la pobreza Locke propone dos sistemas de asistencia complementarios. Por un lado, considera que a los individuos totalmente incapaces de trabajar (y, por este motivo, totalmente incapaces de preservarse a sí mismos) se les debe garantizar el acceso a lo necesario para subsistir a través del otorgamiento de subsidios. Por otro lado, las personas que sí pueden garantizar su propia subsistencia (total o parcialmente) y que, sin embargo, no lo hacen –a juicio de Locke, la mayoría de los pobres–, deben ser puestas a trabajar (Locke, 2004a, p. 188). La explicación de este sistema para asistir a las personas que, pudiendo trabajar en alguna medida, no lo hacen –los “holgazanes”, las mujeres de jornaleros con varios niños pequeños a su cargo, los ancianos y los menores de familias pobres– ocupa la mayor parte del Report. El mismo comprende dos subsistemas complementarios: uno de trabajo forzado y otro educativo centrado en la transmisión de valores religiosos y morales. A los hombres sanos en edad de trabajar que no lo hagan se los debe destinar a alguno de “los barcos de su majestad”, a las plantaciones de ultramar de la corona o a alguna “casa de corrección” para realizar trabajo forzado a cambio de un salario de subsistencia (Locke, 2004a, pp. 185-86). Los ancianos y las mujeres, fuerza de trabajo menos productiva pero igualmente desaprovechada, también deben ser obligados a trabajar en la medida de sus posibilidades. Los niños de entre 3 y 14 años que mendiguen por las calles deben ser confinados en escuelas de oficios.
Asociar la condena lockeana de la ociosidad (y la correlativa exaltación del trabajo) con los valores morales del puritanismo no es algo completamente novedoso. Aunque al pasar, Macpherson considera que Locke presenta a los pobres como seres inferiores (tanto en términos morales como racionales) y observa que:
[e]xiste una semejanza sugestiva entre esta visión de los pobres y la concepción calvinista del estatus de los no elegidos. Aunque declaraba incluir a toda la población, la Iglesia calvinista sostenía que sólo los elegidos podrían ser miembros plenos de la misma. Los no elegidos (grupo que en su mayoría coincidía, aunque no completamente, con el de los no propietarios), por tanto, pertenecían y no pertenecían a la Iglesia: no eran miembros tan plenos como para participar de su gobierno, aunque lo eran en la medida suficiente para legitimar la sujeción a su disciplina (Macpherson, 2005, p. 227).
También Dunn –aunque rechaza la interpretación global que hace Macpherson de la teoría política lockeana– asocia la visión de la pobreza como estigma moral con los valores del calvinismo (Dunn, 1969, p. 259).2 A su juicio, el tópico que hay que tomar en cuenta para rastrear la impronta puritana en el pensamiento de Locke es, sobre todo, la doctrina de la predestinación en la que se había enfocado Weber –conocida también como “doctrina del llamado” o “doctrina de la vocación” (Dunn, 1969, pp. 217-228). Según la reconstrucción que Dunn hace de esta doctrina, los hombres fueron traídos al mundo por Dios y llamados por Él a cumplir cierta misión que, se supone, pueden y deben discernir fácilmente con sólo reflexionar acerca de sus dotes naturales y su extracción social (Dunn, 1969, pp. 222-223). Una vez reconocida su vocación, deben cumplirla con energía y convicción y satisfacer de ese modo su aspiración a la trascendencia. Tal es así que la sola indecisión crónica –o, al menos, mantenida por un tiempo más que prudente– para abrazar una vocación determinada ya despertaba una fuerte condena social, lo mismo que toda “tentación” que pudiera desviar a los hombres de la senda recta que su “llamado” les traza. La “doctrina del llamado” no comprende reglas unívocas que establezcan qué es concretamente lo que el hombre tiene que hacer o dejar de hacer.3 En principio, la acumulación del capitalista y el trabajo intensivo del pequeño campesino son caminos igualmente válidos. Lo importante no es lo que se hace sino el motivo por el que se lo hace. Esta indeterminación del llamado tenía por consecuencia el conducir a los hombres a maximizar sus esfuerzos. Como no había ningún umbral de suficiencia en las demandas morales impuestas a los hombres, éstos se afanaban desesperadamente por recibir una señal inequívoca de la aprobación divina. Fue así que muchos hombres llegaron a disciplinar todos los aspectos de sus vidas (Dunn, 1969, p. 224).
Lógicamente, dentro de este paradigma, la recreación y el descanso sólo eran permisibles en la medida en que fueran funcionales al cumplimiento del llamado. Los encantos de la recreación sólo eran considerados inocentes por el cansancio físico del cual debían ser el resultado y como forma de reposición de las energías agotadas en el trabajo, con vistas a acometer la nueva labor por delante. Las únicas metas que habilitaban a los hombres para no trabajar eran la preservación de la salud y la recuperación de energías. En el mundo creado por Dios no había espacio para una clase ociosa: los no industriosos estarían pecando, contrariando la voluntad divina, al no cumplir con las obligaciones morales implicadas en el llamado de Dios. Por eso los pobres debían ser castigados, disciplinados y reconducidos, por los medios que fuera necesario, a la buena senda (Dunn, 1969, p. 277). De este modo, en la doctrina de la vocación, el calvinismo unió dos elementos implícitos en su concepción del trabajo: la disciplina social y la autoafirmación. El trabajo era, a la vez que un medio de disciplinamiento, la forma de autoafirmación de los piadosos (Walzer, 2008, pp. 227-228).
La relevancia que Locke otorga al trabajo y el carácter represivo de las medidas que propone para disciplinar, educar y ocupar, en la medida de lo posible, a los indigentes que reclaman ayuda, responden, en gran medida, a este punto de vista característico del puritanismo. Sin duda que a la hora de diseñar su propuesta para asistir a los pobres, el filósofo inglés toma en cuenta razones de índole económica. Emplear de modo máximamente racional los recursos disponibles y afectar lo menos posible el sistema de incentivos son dos objetivos que aparecen explícitamente en su proyecto para reformar la Ley de Pobres. El Report destaca la importancia de no “desaprovechar” fuerza de trabajo y que, en la medida de lo posible, las personas generen ellas mismas los recursos que consumen. Para Locke, la pobreza no sólo es una marca de inmoralidad sino, además, una “carga” para la sociedad, idea que reitera casi obsesivamente a lo largo de su escrito. Priorizar todo lo posible el derecho del propietario no sólo es un deber de justicia, sino también condición sine qua non para incentivar a los hombres a ser máximamente productivos. Sólo si se les asegura que podrán disponer de los frutos de su trabajo, se sentirán motivados a generarlos en cantidades que superen sus posibilidades de consumo.
Sin embargo, la condena de la ociosidad tiene, además, un cariz religioso-moral, y ello se advierte tanto en el lenguaje fuertemente valorativo que emplea Locke como en las propuestas de disciplinamiento y de (re)educación en el ethos del trabajo que forman parte de su proyecto de ley, las cuales revisten tanto una dimensión práctica (el entrenamiento propiamente dicho en un oficio) como religiosa. La propuesta de clausurar tabernas en las que se expenden bebidas alcohólicas es típica del moralismo puritano. Pero en el texto de Locke la religión no sólo se hace presente, indirectamente, a través del ascetismo de la moral puritana, sino también de manera más explícita todavía: “las calles –se lamenta Locke– están por todas partes abarrotadas de mendigos, para incremento de la holgazanería, la pobreza, la villanía, y para deshonra del cristianismo” (Locke, 2004a, p. 190). Evidentemente, para el filósofo contractualista, algo en el fenómeno del vagabundeo contradice los principios de la religión cristiana: el desconocimiento del mandato de trabajar, de responder al llamado de Dios a través de la práctica sistemática de un oficio. En este sentido, difundir la religión puede ser un modo de inculcar una cultura del trabajo a quienes menos oportunidad tienen de adquirirla en el hogar. Las “escuelas de trabajo no sólo resultan ventajosas por razones económicas –en tanto que medio para poner a trabajar a los niños, fuerza de trabajo desaprovechada–, sino porque “de este modo, [los niños] se verán obligados a asistir de manera regular a la Iglesia, cada domingo (…) con lo cual se les podrá inculcar cierto sentido religioso; mientras que, por lo general, en su medio originario de crianza, permanecen tan ajenos a la religión y a la moralidad como a la virtud del trabajo” (Locke, 2004a, pp. 191-192).
Vicio y responsabilidad
Para ahondar en el vínculo entre pobreza y corrupción moral en Locke, resulta útil indagar en sus teorías de las acciones intencionales y de la responsabilidad. En ellas ofrece una explicación para el vicio de la holgazanería que atribuye a los pobres la responsabilidad por su situación.
De acuerdo con Locke, lo que impulsa a los hombres a permanecer en un mismo estado o a persistir en una misma conducta es la satisfacción subjetiva que ello produce; y lo que los insta a actuar (y a trabajar), siempre es una sensación de malestar, de insatisfacción:
Cuando un hombre está perfectamente satisfecho con el estado en que se encuentra, lo que acontece cuando está absolutamente libre de todo malestar, entonces, ¿qué industria, qué acción, qué voluntad le queda si no la de continuar en el mismo estado? (…) Y es así como el sabio Autor de nuestro ser, de acuerdo con nuestra constitución y traza, y sabiendo qué sea lo que determina la voluntad, ha querido poner en el hombre el malestar del hambre y de la sed y de otros deseos naturales, que se repiten a su tiempo y mueven y determinan la voluntad de los hombres para su propia conservación y para la continuación de la especie. (Locke, 1999, p. 34)
Estos malestares que determinan a la voluntad a actuar proceden de diversas fuentes. Una son los dolores corporales, como los “producidos por la indigencia, por la enfermedad o por ciertos daños externos […], dolores que, cuando se experimentan y son violentos operan las más de las veces forzando la voluntad” (Locke, 1999, p. 57). Otra fuente de malestares que determinan a la voluntad a actuar es nuestro deseo de bienes ausentes. Estos deseos, a su vez, se originan en el juicio que nos formamos de ellos. Ahora bien, ocurre que algunos pueden ser equivocados. Este falibilismo explica, según Locke, la conducta de aquellos que, estando capacitados para trabajar, eligen (desean) no hacerlo. Nuestros juicios acerca de un bien o un mal presentes siempre son correctos (Locke, 1999, p. 58). Donde sí existe la posibilidad de error es en los juicios que hacen los hombres acerca de los bienes y males futuros, motivo éste del descarrío de sus deseos (y, por ende, de las acciones u omisiones moralmente reprobables que estos deseos desencadenan).
Si cada acción concluyera en sí misma y no tuviera consecuencias ulteriores, jamás nos equivocaríamos en la elección de lo bueno. Sin embargo, muchas veces lo que es bueno en el presente muestra no serlo si, en el cálculo, se toma en cuenta el tiempo futuro. La conducta de aquellas personas que, pudiendo hacerlo, no trabajan, se explica para Locke en estos términos. “Si a un mismo tiempo se nos presentaren la pena que produce un trabajo honesto y la que produce la amenaza de morirnos de hambre o de frío, nadie tendría duda acerca de cuál de las dos elegiría” (Locke, 1999, p. 58). Pero lo cierto es que, obnubilados con “la pena que produce un trabajo honesto”, muchos individuos optan por una vida dedicada a la holgazanería y el vagabundeo y llegan así a la situación extrema de no disponer de lo imprescindible para vivir (Locke, 1999, pp. 34; y 58).
A su vez, la posición de Locke en relación con la libertad de la voluntad, desarrollada también en el Ensayo, proporciona una explicación de por qué, desde su perspectiva, las personas que eligen mal, las que (erróneamente, obnubiladas por un supuesto bien presente que no les deja ver el futuro) desean no trabajar, son responsables por su mala elección y deben, por consiguiente, hacerse cargo de los costes que conlleva. La libertad consiste, para él, en una potencia de hacer o dejar de hacer lo que queremos hacer o dejar de hacer. Pero como esta definición sólo comprende las acciones de un hombre realizadas a consecuencia de su volición, todavía cabe preguntarse si tiene o no libertad en sus voliciones. La respuesta de Locke es que “en la mayoría de los casos un hombre no está en libertad de abstenerse del acto de la volición; debe realizar un acto de su voluntad, de donde se siga la existencia o inexistencia de la acción propuesta” (Locke, 1999, p. 56). Pero hay un caso particular en el que Locke considera que el hombre sí es libre para querer o no querer y ese caso es, precisamente, el que, desde la óptica de Locke, explica la existencia de personas que viven sumidas en la pobreza: “cuando se decide sobre un bien remoto como finalidad que debe perseguirse”, Locke considera que
en tal caso, un hombre puede suspender el acto elegido. Puede impedir que ese acto quede determinado a favor o en contra de la cosa que ha sido propuesta, hasta que no haya examinado si esa cosa es, en sí o por sus consecuencias, de tal naturaleza que realmente pueda hacerlo feliz o no. […] Y aquí vemos cómo acontece que un hombre puede hacerse merecedor de un castigo justo, aun cuando no hay duda de que en todos los actos particulares de su volición, su voluntad se ha inclinado necesariamente hacia aquello que estimó entonces ser lo bueno. Porque, si bien su voluntad se ve determinada siempre por aquello que el entendimiento estima ser bueno, con todo, eso no sirve de excusa, porque, debido a una elección propia demasiado precipitada, se ha impuesto a sí mismo unas normas equivocadas de lo bueno y de lo malo […] Ha viciado su paladar, y, por lo tanto, es responsable ante sí mismo de la enfermedad y muerte que ha de seguirse […] Si el descuido o el abuso de la libertad que tenía ese hombre para examinar lo que real y verdaderamente conducía a su felicidad lo ha descarriado, las consecuencias que se siguen a ese extravío deben ser imputadas a su propia elección. Ese hombre gozaba del poder de suspender su determinación; ese poder le fue dado para que examinara, para que atendiera a su propia felicidad, y para no engañarse a sí mismo; y no puedo juzgar si más valía engañarse que no engañarse, en un asunto de tan alta importancia y que le tocaba tan de cerca. (Locke, 1999, p. 56)
Una vez que algo ha sido elegido como fin y que se ha convertido, por eso, en una parte de la felicidad de quien lo elige, entonces surge el deseo de obtenerlo (o conservarlo) y este deseo provoca, en proporción a su vehemencia, un malestar que determina a la voluntad a actuar en consecuencia. Pero si bien esto último ocurre de un modo automático, previamente el individuo es responsable por la elección racional de lo que se propone a sí mismo como fin, elección que, como vimos, no siempre es recta.
A juicio de Locke, este defecto en la capacidad de juzgar acerca de lo bueno “no sirve de excusa”. Los hombres son responsables por sus elecciones equivocadas y deberán hacerse cargo de las consecuencias. Por otra parte, Locke considera que, bajo condiciones normales, el hombre tiene la capacidad de rectificar sus elecciones, lo cual refuerza la idea de que el hombre es responsable por sus preferencias. Está en su poder el elegir bien o mal pero, si eligiera mal, también está en sus manos el rectificar dicha opción:
está en el poder del hombre mudar el agrado o desagrado que acompaña a cualquier clase de acción [...] Los hombres pueden y deben entrenar el paladar y tomarle sabor a lo que no lo tiene, o a lo que suponen que no lo tiene. […] A veces, una debida consideración bastará para operar el cambio; pero en la mayoría de los casos la práctica, la aplicación y el hábito lograrán ese resultado. (Locke, 1999, p. 69)
Esta doble posibilidad, a saber, la de elegir los fines y la de, una vez adoptados (de modo erróneo), rectificar la opción efectuada, resume la idea de “responsabilidad por fines” que Locke suscribe. Como los “holgazanes” están habituados a su estilo de vida, se necesitan duras medidas educativas y punitorias para modificar sus ideas acerca de lo bueno y lo malo. Si las leyes de pobres no estuvieran respaldadas, como deben estarlo según Locke, por un sistema educativo centrado en el valor del trabajo y por sanciones graves para los infractores (que causen displacer inmediato y significativo), serían ineficaces.
Abnegación y moderación racional de la codicia
Sin duda, los escritos en los que puede rastrearse más claramente la teoría moral sustantiva de Locke son sus escritos pedagógicos (Tarcov, 1999, p. vii; Forde, 2001, p. 403; Yolton, 1998, p. 173). En ellos, al igual que en el Report, se vuelve evidente la influencia del puritanismo.
Según afirma Locke en sus Pensamientos sobre la educación, los educadores deben operar sobre dos dimensiones diferentes del carácter de los niños. En primer lugar, actuar sobre los aspectos viciosos de cada temperamento individual. En tal sentido, la educación debe ser fuertemente personalizada, y este es uno de los motivos aducidos por Locke para recomendar que se desarrolle en el ámbito doméstico y no en escuelas. En segundo lugar, los educadores deben combatir ciertas tendencias generales de la naturaleza humana contrarias a la virtud. La inclinación más extendida de las de esta clase es lo que Locke denomina “amor por el dominio”. “Los niños aman la dominación más que la libertad” (Locke, 1968, p. 103) y esta inclinación natural se manifiesta en dos deseos que todos los niños experimentan: la aspiración a que los demás se sometan a la propia voluntad (Locke, 1968, p. 104) y la avidez de propiedad o, como la llama Locke en varias oportunidades, la “codicia” (Locke, 1968, p. 105). Los dos deseos están íntimamente ligados entre sí –al punto de ser casi identificables– en la medida en que con el deseo de que los otros se sometan a la propia voluntad. Locke parece aludir fundamentalmente a los caprichos, los antojos arbitrarios de los niños y la pretensión de que sean satisfechos por los demás, las “dos raíces de casi toda la injusticia y la lucha que perturban la vida humana” y, por tanto, recomienda que se extirpen lo más temprano posible.
Para cada vicio Locke propone una virtud opuesta que debe oficiar de antídoto. El amor por el dominio –en su doble faceta– se combate cultivando una serie de virtudes estrechamente vinculadas con la propiedad y con la ética puritana, virtudes que, juntas, conforman el carácter moral perfecto que una buena educación debe contribuir a formar. Si bien cultivar la cortesía puede ayudar a atemperar el amor por el dominio (Locke, 1968, p. 109), el mejor antídoto para combatirlo, según Locke, es el cultivo de la “negación de sí” o abnegación, cualidad a la que otorga un lugar de privilegio, calificándola como “el gran principio y base de toda virtud y valía” (Locke, 1968, pp. 56 y 61). Como su nombre sugiere, la negación de sí es la capacidad de controlar –o, incluso, de anular– los propios deseos (Locke, 1968, p. 38). Ahora bien, según Locke, no todos los deseos propios deben ser desoídos, sino sólo los que refieren a cosas superfluas o suntuosas. Por ello es importante que los educadores sepan distinguir entre las “necesidades de fantasía” y las “necesidades de naturaleza”, que son “aquellas contra las que la razón por sí sola, sin ningún otro auxilio, es incapaz de defendernos”, como los dolores físicos, la sed, el frío, la fatiga, etc. Mientras que las necesidades de naturaleza siempre deben ser atendidas, las necesidades de fantasía, “puramente superfluas”, no deberían satisfacerse nunca. Locke estima fundamental que los hombres se acostumbren desde niños a “dominar sus inclinaciones”, “entrenen sus cuerpos en experimentar privaciones” y adquieran, así, “la capacidad de la abstinencia” (Locke, 1968, p. 107), recomendación en la que resuena el ascetismo mundano de la ética puritana que Weber señalara como uno de sus rasgos más característicos (Weber, 1979, pp. 217-218).
Para combatir la codicia, que es uno de los dos modos en que se manifiesta el amor por el dominio, Locke recomienda cultivar dos virtudes a las que otorga especial relevancia. Por un lado, la liberalidad, virtud que define como la disposición a distribuir o compartir generosamente lo propio. Por el otro, la justicia, que define en términos de respeto de la propiedad ajena. La propuesta lockeana de prevenir el vicio de la codicia cultivando la liberalidad y la justicia sorprende por diferentes motivos. En primer lugar, desconcierta que Locke –el teórico de la propiedad privada y, para muchos, el teórico de la apropiación ilimitada (Strauss 1963; Macpherson 2005)– considere que la avidez de propiedad es un vicio que hay que combatir desde la niñez. En segundo lugar, la importancia que confiere al cultivo de la generosidad puede resultar, en principio, casi tan paradójica como su condena de la codicia.
Consideremos la primera de las mencionadas paradojas. La afirmación de Locke de que la codicia, “el deseo de poseer y de tener en nuestro poder más cosas de las que exigen nuestras necesidades”, es “el principio del mal” (Locke, 1968, p. 110), plantea la controversia sobre su consistencia con el capítulo sobre la propiedad del Ensayo sobre el gobierno civil. En ese capítulo, que desarrolla su justificación de los derechos de propiedad privada, no aparece ni un atisbo de semejante condena. Dunn se toma en serio la crítica de la avidez de posesiones que hace Locke en los escritos pedagógicos –aunque reconoce al pasar que puede sonar “un tanto hipócrita” (Dunn, 1969, p. 228). En cambio, en su célebre estudio sobre los orígenes del “individualismo posesivo”, Crawford Macpherson relativiza la importancia de dicha condena. Sostiene que se trata más bien de un resabio de los valores tradicionales de la sociedad medieval y que, de cualquier modo, el rechazo de Locke de la codicia, heredado del pensamiento medieval, “no es del todo inconsistente” con su reivindicación de la racionalidad del afán de acumulación ilimitada. Para sostener lo segundo, Macpherson propone distinguir entre la codicia, por un lado, y el afán de apropiación ilimitada, por el otro. Esto le permite sostener que, a juicio de Locke,
era la apropiación racional, esto es, industriosa, lo que necesitaba protección contra la codicia de los revoltosos y pendencieros que tratan de conseguir propiedades no mediante la industria sino mediante la trasgresión. El apropiador industrioso no es codicioso; sí lo es, en cambio, quien viola su apropiación [...] La denuncia de la codicia por Locke es una consecuencia de su supuesto de que la apropiación ilimitada constituye la esencia de la racionalidad y no una contradicción de ese supuesto. (Macpherson, 2005, p. 233)
Desde la óptica de Macpherson, por codicia Locke no entiende el mero deseo de posesiones, sino el de obtener posesiones ajenas sin trabajar –fundamentalmente a través del robo. Esto último, y no la mera avidez de posesiones, es lo que Locke rechaza. Para afirmar esto, Macpherson se apoya en la distinción que Locke traza entre los “industriosos y racionales” y los “pendencieros y contenciosos” que se atreven a “inmiscuirse en la tierra ya mejorada por el trabajo de otro”, algo a lo que “no tienen ningún derecho” (Locke, 2005, p. 34). La distinción de Macpherson entre la codicia –entendida como deseo de adquirir propiedad por medios espurios–, por un lado, y la racionalidad apropiadora, por el otro, apunta a salvar la inconsistencia entre los escritos pedagógicos y los políticos. Sin embargo, quizás plantear que por codicia Locke entiende el deseo de adquirir propiedades ajenas sin trabajar (básicamente, robando) sea forzar sus textos en pos de una coherencia que no poseen realmente. La actitud de Locke frente a la codicia parece, en verdad, ambivalente.
En cuanto a la “justicia”, el concepto remite aquí –y en la mayoría de los escritos de Locke–4 a los derechos de propiedad legítimamente adquiridos y el respeto que se les debe. Se trata de una categoría que se aplica al reconocimiento y la garantía de los títulos de propiedad sobre bienes objetivos: según Locke, los hombres que mezclan su trabajo con recursos externos (conforme a las reglas y los límites que impone la ley natural) tienen un derecho basado en la justicia a tenerlos en propiedad y a que su propiedad se les garantice. Poseer esta virtud implica tener una noción de qué significa lo propio y lo ajeno. Justamente por ello, los niños son tan proclives a la injusticia: porque “las reglas exactas del bien y del mal […] en el espíritu […] son el fruto de una razón desenvuelta y de una meditación reflexiva”, algo que no se puede esperar de un niño. Los niños no pueden comprender lo que es la injusticia en tanto no saben lo que es la propiedad y cómo se la llega a adquirir (Locke, 1968, p. 110). Entonces, porque no están preparados para honrar el principio de justicia per se, Locke recomienda que se les inculque la liberalidad, un hábito no tan efectivo como la comprensión cabal de lo que significa la propiedad, pero más fácil de transmitir en la etapa en que la razón no alcanzó su maduración plena. Se disuelve así la presunta tensión entre la promoción de la liberalidad y la justicia como dos formas de moderar la avidez desenfrenada de posesiones. Se trata de virtudes que actúan de forma complementaria y la liberalidad es valorada por Locke sólo instrumentalmente. Lo que verdaderamente importa es que los niños, llegados a la adultez, sepan honrar el principio de la justicia, que manda respetar la propiedad ajena. No siendo posible que comprendan desde niños el significado de la propiedad y de la justicia, Locke confía en que la práctica de la liberalidad puede ser una buena propedéutica:
Como los niños no pueden comprender lo que es la injusticia en tanto que no saben lo que es la propiedad y cómo nos hacemos propietarios, el medio más seguro de garantizar la honradez del niño, es darle el comienzo, por fundamento, la generosidad, la tendencia, a partir con los demás lo que poseen o lo que aman. Esto es lo que es preciso enseñarles desde sus primeros años, antes de que sepan hablar, antes de que tengan bastante inteligencia para concebir una idea clara de la propiedad y para reconocer lo que les pertenece en virtud de un derecho particular y exclusivo. (Locke, 1968, p. 110)
Un elemento de juicio que apoya la tesis de que el valor que Locke le atribuye a la liberalidad es instrumental, es el hecho de que la separe del desinterés. Para Locke, si compartimos algo movidos por el propio beneficio que esta conducta puede reportarnos, somos tan generosos como si lo hacemos por auténtica filantropía. De hecho, Locke recomienda provocar artificialmente situaciones en las que los niños experimenten en persona que el generoso siempre sale mejor librado y obtiene alabanzas y premios como resultado de su obrar (Locke, 1968, p. 110).
Comentario final
Como hemos visto, la pobreza representa para Locke un indicio de la corrupción moral de quienes la padecen, responsables de su situación por haberse entregado voluntariamente al vicio (y pecado) de la pereza. De allí que los métodos que propone para paliarla radiquen en la aplicación de diferentes tipos de castigos físicos y en la educación en las virtudes del trabajo, la abnegación, el respeto de la propiedad y el afán adquisitivo racionalmente limitado.
Resulta interesante traer a colación la diferenciación que traza Walzer en La revolución de los santos entre puritanismo y liberalismo y el modo en que ubica a Locke en ese contexto. Según la lectura de Walzer, el triunfo liberal implicado en el fracaso del proyecto teocrático puritano de Cromwell y de la restauración fue un efecto colateral, no buscado, del puritanismo. Walzer reconoce que tanto el puritanismo como el liberalismo son ideologías que promueven de alguna manera el autocontrol y la disciplina pero, observa, mientras que el primero es pesimista en relación a la condición humana (el hombre caído), el segundo es fundamentalmente optimista sobre las posibilidades del individuo como homo faber. En este sentido, según Walzer, el liberalismo lockeano fue un hijo rebelde de la represión puritana (Walzer, 2008, p. 317-337). Habría conservado la idea de la virtud y la voluntad pero suprimiendo el carácter represivo de la cultura del autocontrol de los santos. Sin embargo, de lo desarrollado en este trabajo se desprende que el liberalismo también heredó e internalizó muchos de sus elementos idiosincrásicos. El trasfondo puritano que evidencian el análisis del Report y de los textos pedagógicos desarrollado en el presente trabajo, permite afirmar que Walzer se apresura al incluir a Locke como exponente de este “optimismo liberal” que, en algún momento, sustituyó la visión “pesimista” del puritanismo. Si Locke no hubiera partido de una visión pesimista sobre la naturaleza de los hombres, no habría dispuesto medidas tan duras para su disciplinamiento, castigo o (re)educación.