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Polis

On-line version ISSN 2594-0686Print version ISSN 1870-2333

Polis vol.1 n.1 México Jan./Jun. 2005

 

Reseñas

Poliarquías urbanas. Competencia electoral en las ciudades y zonas metropolitanas de México

Erika Granados Aguilar* 

* Ayudante de Investigación del Área de Procesos Políticos de la UAM-I, México.

Aranda Vollmer, Rafael. Poliarquías urbanas. Competencia electoral en las ciudades y zonas metropolitanas de México. Cámara de Diputados, LIX Legislatura, Instituto Federal Electoral, Miguel Ángel Porrúa, México: 2004. 420p.


La competencia electoral en el ámbito local ‒específicamente ciudades y zonas metropolitanas de nuestro país‒ es el punto neurálgico de la investigación Poliarquías urbanas, de Rafael Aranda. A lo largo de tres capítulos y un anexo bastante rico en información gráfica se sustenta la hipótesis de que los municipios urbanos representaron el parteaguas en el proceso de transición a la democracia. Este texto surge en un momento en el cual poco se ha valorado el impacto nacional que han tenido las elecciones locales; más aún, sólo algunas investigaciones desarrollan esta tesis.

Todos los mexicanos hemos vivido la experiencia de la alternancia en el gobierno federal, pero fue en el ámbito local donde la alternancia se empezó a experimentar, pues antes de las elecciones del año 2000, en alrededor de cuatro quintas partes de los municipios del país, ya se había vivido algún tipo de cambio de gobierno. Los electores municipales pudieron conocer la alternancia sin pasar necesariamente por una crisis política o por situaciones violentas o inestables, lo que provocó en ellos una reflexión sobre el poder de su voto, que fue manifestada posteriormente en el ámbito federal. En un lapso de 12 años, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió su categoría de partido hegemónico, por contrapartida, el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) se consolidaron como verdaderos oponentes, capaces de arrebatarle el gobierno al primero.

En este mismo tenor, ya hace algunos años Robert A. Dahl había expuesto lo siguiente:

En un régimen hegemónico […] puede ser más prudente progresar hacia la liberación en los niveles inferiores antes de introducir medidas parecidas en los niveles superiores, sobre todo a escala nacional. [Y de manera casi profética cita a nuestro país diciendo:] En México el cambio eventual de una hegemonía muy pluralista a una poliarquía puede producirse paulatinamente y sin demasiada violencia, según vaya ganando la oposición más victorias electorales en los municipios y tome parte en la siempre amarga responsabilidad de gobernar.1

Como ya se indicó, el estudio de Aranda escoge a las zonas urbanas como campo de análisis, debido a que en ellas se concentra casi 60% de la población, a pesar de que sólo 10% de los municipios en México se encuentran en áreas metropolitanas; esto es, de los 2 408 municipios existentes, únicamente 236 ‒incluidas las 16 delegaciones del Distrito Federal‒ pertenecen a medios urbanos.

Debido al alto número de electores ubicados en las ciudades, a los partidos de oposición al PRI, les pareció más atractivo concentrar sus esfuerzos de campaña política en estos lugares, donde sería más fácil obtener una mayor cantidad de votos y en los cuales la inversión en los costos de campaña les sería más redituable. En este punto encontramos que estas pequeñas zonas urbanas fueron generando a partir de 1988 su propio juego electoral, es decir, su propio microsistema de partidos; en ellas fueron surgiendo sistemas de partidos subnacionales autónomos del sistema federal, que se consolidaron en sistemas municipales tripartidistas donde PRI, PAN y PRD se mostraron como alternativas viables de gobierno local. Cada uno de estos subsistemas municipales es el resultado de las necesidades de las legislaciones electorales estatales y no precisamente el reflejo del sistema de partidos nacional, al cual tampoco están subordinados.

El autor analiza tal normatividad, y destaca la manera en que influye en los sistemas de partidos locales y su competencia electoral: “El sistema electoral […] determina la conformación del sistema de partidos respectivo y el marco en que los partidos contienden” (p. 50). Contra la idea de que existe una autonomía condicionada, que afirma que toda la legislación electoral secundaria es un simple eco de la legislación federal preexistente, el autor propone la hipótesis de que cada estado es capaz de instrumentar su propia legislación, pues los principios establecidos en materia electoral por la Constitución Federal son demasiado generales, por lo que cada entidad tiene gran flexibilidad para determinar su sistema electoral y, por lo tanto, su subsistema de partidos. La Constitución Federal sólo señala como obligación de cada estado, a partir de 1983, la implantación del principio de representación proporcional, y deja libres a los estados para determinar la fórmula electoral, esto es, para determinar los umbrales electorales y para definir el número de concejales municipales. Por ello en México existen 32 diferentes sistemas electorales estatales. Lo anterior ocasiona un efecto cascada, ya que cada entidad federativa presenta más de un sistema electoral ‒existen por lo menos 84 variantes electorales municipales‒, debido a que se asignan valores diferentes a cada ley electoral por municipio o grupos de municipios.

El autor ubica la importancia que tuvo la introducción de la representación proporcional en el proceso de democratización. Esta práctica se introdujo en 1977 con la reforma al artículo 115 constitucional, el cual establecía que los estados con un mínimo de 300 mil habitantes estaban obligados a implantar dicho mecanismo. En 1983, se modificó de nuevo este artículo: se amplió dicha representación a todos los estados del país. Así, todas las entidades federativas conocieron los sistemas electorales mixtos, es decir, se establecieron necesariamente los sistemas de mayoría relativa y los de representación proporcional. Con ello, los partidos de oposición pudieron tener representantes en los cabildos. La introducción de la figura de representación proporcional sirvió para incluir en los órganos de representación nacional a los partidos minoritarios, lo que a su vez propició el juego electoral dentro de los subsistemas de partidos, y sirvió de base para consolidar un sistema de partidos nacional plural.

Rafael Aranda estudia el periodo de 1988 a 2000, pues a partir de la primera fecha es cuando la historia político-electoral de México da un vuelco. En ese lapso fue creciendo la cantidad de partidos con registro nacional que contendió en los procesos electorales municipales urbanos. En más de 90% de las elecciones en entidades locales urbanas participa por lo menos uno de los pequeños partidos de oposición con registro nacional y, desde 1994, el PRI contiende en todos los comicios electorales de zonas urbanas con al menos uno de sus dos rivales más fuertes, el PAN o el PRD. Pero esto no ocurre con los llamados partidos estatales, ya que su participación electoral en los municipios urbanos ha ido en detrimento. Su mayor intervención sucedió en el ciclo electoral 1994-1997, cuando marcaron presencia en 35% de los comicios urbanos, pero esta cifra ha caído a la mitad. A partir del año 2000 se están conformando sistemas subnacionales tripartidistas: PRI, PAN, PRD y, en el menor de los casos, sistemas bipartidistas entre cualquiera de los tres partidos anteriores.

En el texto se argumenta que los cambios sufridos por los sistemas de partidos locales a partir de 1988 se han dado por las transformaciones en la manera de votar del electorado; es decir, los ciudadanos, mediante su voto, han ido marcando los lineamientos a los sistemas de partidos subnacionales. El elector de las zonas metropolitanas ha podido manejar su voto como lo cree pertinente, y el sufragio por lealtades partidistas está en extinción. Debido a la socialización política que se ha venido dando en las urbes, la población de esas áreas puede votar por la opción que encuentre más atractiva en ese momento, lo que produce volatilidad electoral, esto es, transferencia del voto de una elección a otra, con lo cual se incentiva la competencia electoral, pero los sistemas de partidos subnacionales no se mantienen estables. Tal volatilidad sólo nos muestra que los partidos políticos no pueden conservar la lealtad de los votantes, ya que estos últimos no se sienten representados por aquéllos; pero también a través del tiempo se ha demostrado que a los electores sólo les interesa apoyar a uno de los tres partidos fuertes en México.

Por lo anterior resulta paradójico que, con la alta volatilidad que registran las zonas urbanas de nuestro país, no se hayan consolidado sistemas subnacionales multipartidistas, sino solamente se hayan fortalecido dos partidos (PAN, PRD) y uno más que ‒se podría considerar‒ perdió fuerza (PRI). Con el surgimiento de los sistemas tripartidistas en nuestro país se está marcando un fenómeno interesante: los márgenes de votación entre un partido y otro se están haciendo cada vez más pequeños. En otras palabras, los márgenes de ventaja entre el partido de primera fuerza en relación con los partidos de segunda fuerza son cada vez más estrechos, lo que incentiva la competencia partidaria y aumenta la incertidumbre electoral.

Es fácil comprender que para las elecciones del año 2000 los sistemas de partidos en las zonas metropolitanas ya eran bastante competitivos y, por ende, la mayoría de las áreas urbanas había conocido la alternancia en sus gobiernos. Más de dos terceras partes de las entidades locales ya habían vivido el “cambio”, lo que se podría traducir en que 60% del total de los electores de la República experimentó un fenómeno antes desconocido: estar bajo un gobierno opositor al PRI. De los 236 municipios urbanos, sólo en 70 de ellos no se había dado este acontecimiento; de ahí que, para una elevada proporción de la población mexicana, la alternancia en el gobierno federal no haya sido un suceso novedoso.

Para Aranda, los procesos de transición y consolidación de la democracia no requieren por fuerza una alternancia en el poder; no es menester un cambio en el gobierno para que existan procesos electorales legítimos, partidos políticos fuertes y un sistema de partidos competitivo, aunque en el caso mexicano requeríamos un cambio en el gobierno para estar seguros de que ya habíamos alcanzado la democracia. Pero pocos se detuvieron a pensar que ésta ya se estaba gestando desde las entidades federativas donde ya se habían empezado a conjugar los elementos necesarios para vivir un proceso democrático nacional.

Podría pensarse que los únicos que se dieron cuenta del alcance que estaban teniendo los comicios en las áreas urbanas fueron los propios partidos nacionales, por lo que empezaron a incidir en éstas generando así una nacionalización de la política local (NPL). Esto es, que la política nacional tiene gran impacto en la política local, donde los principales partidos nacionales ejercen un gran predominio y esto parecería mostrar que no hay sistemas locales de partidos, ya que en estas entidades, lejos de resolverse los conflictos locales, se acentúa la contienda política nacional. La preeminencia de los partidos políticos con registro nacional en la política local se encuentra respaldada por la reforma constitucional de 1977, la cual reconoce el derecho de los partidos políticos nacionales a contender en los comicios locales sin presentar un registro estatal. Sin embargo, como ya se mencionó, los únicos beneficiados de esto ‒hasta la fecha‒ son los tres partidos con mayor fuerza en el país. Sólo algunos partidos con registro nacional, PVEM y PT, y otros cuantos con registro estatal, han podido contrarrestar el dominio de los partidos fuertes, y ello porque se concentran en representar temáticas territoriales. No obstante, Aranda afirma que no debe subestimarse el impacto que puede ejercer el ámbito local en lo nacional, ya que los resultados locales y la importancia que se le da a la agenda de la política local pueden transformar el sistema de partidos y, en general, determinar la política nacional.

Para concluir, diría que la obra de Rafael Aranda amplía el panorama sobre la transición política en México y propicia una reflexión acerca de la trascendencia que tienen los municipios urbanos en el ámbito federal. Asimismo, brinda un gran marco de referencia para entender que fue en las entrañas de la República donde se gestaron los elementos indispensables para vivir la alternancia en el gobierno federal. Aranda crea un gran campo de análisis mediante mapeos electorales para demostrar que en México, después de 1988, el formato de competencia en los sistemas de partidos subnacionales era demasiado restringido, no así para el sistema de partidos nacional, donde había una certidumbre absoluta sobre las elecciones federales, con lo que se deduce que antes del año 2000, desde las unidades geográficas urbanas y municipales, se dio el paso a la transición democrática, por lo que debería reconocerse su gran aportación para el avance político de nuestro país.

1Dahl, Robert, La poliarquía. Participación y oposición, Tecnos, Madrid, 1989, pp. 201-202.

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