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Norteamérica

On-line version ISSN 2448-7228Print version ISSN 1870-3550

Norteamérica vol.14 n.2 Ciudad de México Jul./Dec. 2019  Epub Sep 11, 2020

https://doi.org/10.22201/cisan.24487228e.2019.2.402 

Dossier

Hegemonía no liberal

Illiberal Hegemony

José Luis Valdés-Ugalde* 

*Investigador del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (CISAN) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), del cual fue director (2001-2009); profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM; miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y de la Academia Mexicana de Ciencias (AMC). Agradezco el importante apoyo que me brindaron mis asistentes de investigación, Diego Rodríguez Uribe y Jaime Ferrugia Casas. El proyecto de investigación en que se basó este trabajo se titula “Los polos de poder dominantes en el sistema internacional del siglo XXI: Estados Unidos, la Unión Europea y China. El problema del declive relativo de Estados Unidos frente a sus contrapartes”, UNAM-PAPIIT IG300217, auspiciado por la DGAPA, a quien agradezco su apoyo.


Resumen

El internacionalismo liberal había sido históricamente el cuadrante desde el cual Estados Unidos definía su política internacional. Se trata de un espacio en que el multilateralismo y las instituciones internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), creadas por Washington y sus aliados en la segunda posguerra, tenderían a la consecución de los arreglos económicos, políticos y sociales que dieran certidumbre y equilibro a la gobernanza global, al tiempo que contendrían los peligros para la paz mundial que representaban para Occidente las acciones del bloque soviético. Mi argumento aquí, es que con la presidencia de Trump se eclipsó este acuerdo tácito y la política exterior de Estados Unidos perdió el rumbo, no sólo por el barullo que provocó entre aliados y contrarios su narrativa desquiciada y provocadora, sino también porque desacomodó las fichas del tablero de ajedrez que Estados Unidos había jugado tradicionalmente en política exterior, incluidos los avances diplomáticos que Obama, mal que bien, había logrado en Medio Oriente, Cuba, Europa y Asia. A la crisis democrática interna que rodea su anómala elección, se agrega que Trump le quita al principio de hegemonía, tan cuidado por Washington, su carácter “liberal”.

Palabras clave: Liberalismo democrático; hegemón no liberal; hegemonía; democracia liberal; populismo; soberanismo; nacionalismo

Abstract

Historically, the United States has defined its international policy in the sphere of liberal internationalism. It is a space in which multilateralism and international institutions like the United Nations, created by Washington and its allies after World War II, would tend to create economic, political, and social arrangements that would provide certainty and equilibrium for global governance and at the same time contain the dangers to world peace that the West saw as posed by the Soviet bloc’s actions. The author argues here that with the Trump presidency, this tacit agreement has been eclipsed and U.S. foreign policy has lost its way, not only because of the racket caused among allies and opponents by its deranged, provocative narrative, but also because it has upset the pieces on the chess board where the United States had traditionally played out its foreign policy, including diplomatic advances that Obama -for better or worse- had achieved in the Middle East, Cuba, Europe, and Asia. In addition to the internal democratic crisis surrounding Trump’s anomalous election, Trump has eliminated the “liberal” nature of the principle of hegemony, so carefully maintained by Washington.

Key words: democratic liberalism; illiberal hegemon; hegemony; liberal democracy; populism; sovereigntism; nationalism

Somos una raza avanzada de monos

en un planeta menor de una estrell

bastante normal. Pero podemos

entender el universo.

Esto nos hace muy especiales

Stephen Hawking

A Martín, mi príncipe sabio

Introducción

El internacionalismo liberal había sido históricamente el cuadrante desde el cual Estados Unidos definía su política internacional. Se trata de un espacio en que el multilateralismo y las instituciones internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), creadas por Washington y sus aliados en la segunda posguerra, tenderían a la consecución de los arreglos económicos, políticos y sociales que dieran certidumbre y equilibro a la gobernanza global, al tiempo que contendrían los peligros para la paz mundial que representaban para Occidente las acciones del bloque soviético. Era, pues, un frente amplio de Occidente y a la vez un firme componente del control que los países occidentales pretendían detentar en el ámbito de la bipolaridad que dominó durante toda la guerra fría.1

Desde entonces, Estados Unidos se caracterizó por ser, indistintamente de si los demócratas o los republicanos gobernaran, un “hegemón liberal”. En el mundo entero imperaba la dominación estadunidense y la pax americana era el signo de esos tiempos que expresaba que, bajo su sombrilla, se podía mantener una paz duradera. Con base en ello y en la implementación de políticas públicas de largo plazo, el proyecto político económico de Estados Unidos pudo perdurar y afianzarse al interior del orden global. Hasta el fin de la guerra fría en 1989-1990, Washington logró imponer sus reglas e incluso desdibujar el viejo poder soviético, el cual se fragmentó con la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 (Gearson y Schake, 2002; Yergin, 1977).

Fueron esos los tiempos de una hegemonía estadunidense en estado puro, de una hegemonía amplia. No obstante, a partir de los años setenta y hasta nuestros días, es decir, de Richard Nixon a Donald Trump, el poder global de Washington declinó en forma relativa, pero a una velocidad considerable, al tiempo que el poder de China y la Unión Europea, principalmente, crecieron o se mantuvieron como potencias regionales y globales. A todo esto, izquierda y derecha (liberales y conservadores en la jerga que el debate ideológico estadunidense impone), mantenían el acuerdo (que George W. Bush tritura cuando invade Irak en contra del consenso global) de apuntalar el Centro Racional de Decisiones,2 espacio desde el que se supone el acuerdo tácito de respetar que las agencias de las cuales depende la política exterior actúen en forma racional y con la clara consigna de tomar decisiones razonables en la defensa del interés nacional. Durante su mandato, Obama logró rescatar el aparato institucional de política exterior y recuperar el equilibrio en la toma de decisiones sobre la cuestión internacional. Lo suyo fue la política inteligente (Wilson, 2008; Nye, 2013).

Mi argumento aquí, es que con la presidencia de Trump se eclipsó este acuerdo tácito y la política exterior de Estados Unidos perdió el rumbo,3 no sólo por el barullo que provocó entre aliados y contrarios su narrativa desquiciada y provocadora, sino también porque desacomodó las fichas del tablero de ajedrez que Estados Unidos había jugado tradicionalmente en política exterior, incluidos los avances diplomáticos que Obama, mal que bien, había logrado en Medio Oriente, Cuba, Europa y Asia. A la crisis democrática interna que rodea su anómala elección, se agrega que Trump le quita al principio de hegemonía, tan cuidado por Washington, su carácter “liberal”. Peor aún, en el contexto de su visible crisis hegemónica y de credibilidad, Estados Unidos no tiene hoy -aunque conserve una importante cuota de poder hegemónico- un proyecto hegemónico propio, muy a pesar de querer ejercer una voluntad ad hoc en el discurso y en la política global real. El aislacionismo trumpista y su beligerante convicción por iniciar una guerra comercial contra tirios y troyanos (Mallick, 2018; Zhao, 2019; Schweller, 2018) podría significar que Estados Unidos se acerca al abismo cada vez más rápido. Trump no ha cultivado semillas fértiles para la concordia y el acuerdo; se mantiene en la beligerancia verbal, comercial, política y militar; sus alianzas tradicionales son hoy precarias y son más el resultado del chantaje típico en él; su política al respecto se ha desviado de las tradiciones diplomáticas que permitían negociar garantías, desde el consenso (precario, pero al fin, consenso), para asegurar el principio de la defensa colectiva, por ejemplo. En un mundo convulso, el conflicto se negocia. Adentro y afuera. La ceguera de Trump se evidencia en su negativa -ya por ignorancia despótica o incapacidad estratégica- a cumplir la palabra de Estado de Estados Unidos, y rompe obsesivamente con la responsabilidad que cualquier poder hegemónico tiene que cumplir. Y este desequilibrio, extensivo a otros muchos que lo persiguen, incluida su mitomanía, pueden significar su fin y quizá el principio de la renovación política y moral que tanto urge a Estados Unidos desde hace décadas (Valdés Ugalde, ed., en proceso edit.).

Trump y la “esencia” identitaria estadunidense

Donald Trump es el último representante del esfuerzo recuperador de la identidad americana (American identity), un momento por el cual, un sector minoritario, pero importante de la población de Estados Unidos, había estado esperando y que un conjunto de patriotas en silla de ruedas hicieron posible (The Nation, 2013). Se trata de una elite dentro y fuera del Partido Republicano (PR), inspirada en el histórico mesianismo estadunidense que mantienen vivas las expectativas de recuperación del poder perdido de su país, al tiempo que son el reflejo condicionado que estos patriotas imprimen en el establecimiento político estadunidense acerca de mantenerlo como “el policía del mundo”. De hecho, podría ser ésta la última oportunidad de la derecha recalcitrante dentro y fuera del PR, para garantizar el golpe de mano a las instituciones del Estado. Es por esto que la mayoría de los miembros de esta elite se han subido al tren trumpista sin pudor alguno y apuestan por su reelección en 2020, muy a pesar del daño causado por la Alt-Right al proceso político estadunidense.4

Si bien en la elección de Trump el factor económico estuvo presente, fue la idea que él vendió de sí mismo como el salvador de la dignidad perdida por Estados Unidos adentro y afuera, la que le permitió triunfar. Su narrativa subsumió los factores económicos y dio a la política y a la cultura un peso definitorio para obtener la ma yoría crítica que lo salvó de perder en el colegio electoral. Nuevos signos de intole rancia antidemocrática y racismo reemergieron (Klaas, 2017). El ataque y persecución a la otredad se intensificó. La reinvención del chivo expiatorio en la forma del mexicano feo, del musulmán amenaza terrorista o del afroamericano anómalo le permitió colocar, con un efecto maniqueo espectacular, a la blanquitud cristiana como la esencia del Estados Unidos grandioso (“America great again”) frente al islamismo o el paganismo anticristiano.5 Y para esto, el discurso populista plagado de una alta dosis de mentira, de intolerancia, de misoginia, de xenofobia, de racismo, de un narcisismo explosivo y perverso y de una visión de capitalismo vulgar fue muy funcional para convencer a votantes ideales por desinformados, y dispuestos a creer la amplia gama de mentiras que ha sido capaz de articular Trump; y producir, en consecuencia, un consenso relativo de parte de una minoría de estadunidenses (no hay que olvidar que en su elección Trump perdió el voto popular ante Hillary Clinton por más de tres millones de sufragios).

Estados Unidos es una nación que fue conformada gradualmente por inmigrantes; ingleses, daneses, franceses, italianos, irlandeses, suecos y alemanes al principio, y un poco después por mexicanos y chinos; algunas de las muchas nacionalidades que fundaron ese país. Independientemente de ello, se trata de una nación que creció creyendo que Estados Unidos era el mejor país de la Tierra, y que la consumación del “sueño americano” era la legitimación prístina de este hecho. La idea estadunidense de excepcionalidad hizo que sus habitantes tendieran a conformar una mayoría uniforme, no diversificada; una visión de sí mismos en tanto nación excepcional y pueblo escogido. A partir del excepcionalismo, el mesianismo y la ejemplaridad, es posible comprender los primeros aspectos de la formación de una cultura política en Estados Unidos que tuvo en el intolerante aislamiento del otro, del diferente, su más importante referente. El excepcionalismo y el sentido de misión, aparte de ser rasgos culturales nativos -y legítimos-, fueron antecedentes directos de la posición de poder de Washington en el mapa mundial. No obstante, hoy en día éstos están siendo posicionados en la forma de un nuevo mesianismo excluyente ultraconservador y antidemocrático, que afecta las condiciones de la sana convivencia política y social de Estados Unidos, y revierte la esencia democrática liberal que acompañó el nacimiento de la república.

Junto al matiz proteccionista y aislacionista que Trump ha impuesto a su caótica política global, se puede olfatear, en el actual clima político interno, un tufillo retrógrado que amenaza la arquitectura institucional y de división de poderes que explícitamente este gobierno se ha propuesto destruir. Esto es, en sí mismo, el retroceso de los fundamentos liberales de la democracia estadunidense (y que al respecto se han sembrado semillas en varios países occidentales), toda vez que tal esfuerzo es empujado por impulsos característicos de los gobiernos autoritarios.6 Una muestra reciente de este clima enrarecido la tuvimos en el proceso de confirmación del juez ultraconservador Brett Kavanaugh para ocupar un puesto vitalicio en la Suprema Corte de Justicia (SCJ). Kavanaugh fue acusado por la profesora Christine Blasey Ford de intento de violación cuando ambos eran estudiantes adolescentes (BBC News, 2018; Siddiqui, 2019; Marcus, 2019); a esta acusación se sumaron otras dos. Kavanaugh fue confrontado por el testimonio de la doctora Ford en una audiencia especial del Senado, que la mayoría de los observadores percibieron como un testimonio muy creíble. El candidato a juez reaccionó impulsiva y erráticamente, acusando a los senadores opositores de organizar un complot izquierdista en su contra. Además, a Kavanaugh se le acusó de alcoholismo, lo cual repercute en un temperamento violento contra las mujeres y otros sectores. La obsesión de Trump por saturar de hiperconservadores y secuestrar a la SCJ es un peligro enorme, si consideramos que por ahí pasarán temas históricos trascendentales sobre equidad de género, derechos de los migrantes o derecho al voto de las minorías, acerca de los cuales ya sabemos qué piensa Trump.

Los bienes globales

El mundo de nuestros días asiste, quizá ya en el límite crítico del desarreglo civilizatorio, a un parteaguas que se caracteriza por la crisis fundamental de la política democrática y el desgaste del modelo económico de acumulación capitalista. Si asumimos que el producto de la política y la economía son bienes locales y globales que pertenecen a la gente, me parece que en los últimos años, más en unos que en otros casos nacionales, estamos ante el resquebrajamiento de los valores esenciales que estos bienes globales contienen.

Estos valores esenciales son prioritarios e imperativos para cualquier Estado democrático moderno que aspire a velar por el interés y la soberanía nacionales. Se trata de la preservación de seguridad, libertad, orden, justicia y bienestar. El Estado tiene el poder de defender, así como de atentar contra la seguridad de los pueblos; esto es lo que se llama “el dilema de la seguridad”. La libertad se asume como un valor fundamental en la búsqueda del cambio progresivo. No hay libertad individual sin libertad nacional y este objetivo se logra idealmente en un sistema de paz genera lizada.7 Se asume, entonces, que las relaciones internacionales pueden caracterizarse como un sistema dentro del que los Estados cooperan entre sí para preservar paz y libertad. Orden y justicia son bienes intrínsecos al régimen democrático. Tanto el orden como la legalidad internacionales, incluyendo el respeto a los derechos humanos y a un medio ambiente sano, son máximas desde las que los Estados conviven y se obligan a entenderlas como pilares fundamentales para preservar el sistema global. El bienestar económico de la población es vital para el Estado. La expectativa social de que los gobiernos garanticen niveles altos de empleo e ingreso, inflación baja, inversión estable y desarrollo comercial, depende hoy más que nunca de la manera en que los Estados respondan al ambiente económico internacional para fortalecer, o al menos defender los estándares de bienestar existentes.

Los valores mencionados, aunque no siempre se han respetado por determinados Estados-nación, han sido piedra angular de la convivencia internacional y, en consecuencia nacional, desde que se organizó la nueva institucionalidad democrática internacional a partir de la segunda posguerra. Nunca antes habíamos vivido que el proceso democrático produjera anomalías democráticas como las que se han instalado o intentado instalar en Hungría, Suiza, Austria, Holanda, Polonia, Italia y Estados Unidos bajo la forma de frentes y líderes soberanistas extremistas. Esta poderosa internacional populista representa todo lo contrario de lo que la fuerza de los principios mencionados ha podido ser capaz de construir para hacer del mundo un lugar habitable; aquéllos son antitéticos a éstos.8

Trump, por ser líder de una cabeza de playa de este sistema construido por decenios y en el que Estados Unidos había sido puntal indiscutible, es el ancla que ha detenido brutalmente el precario avance que la política y la economía globales habrían logrado para conservar un mínimo equilibrio del sistema mundial en este siglo tan incierto. Migración, guerras comerciales, soberanías amenazadas, acuerdos nucleares, democracia representativa, distribución de la riqueza, respeto a la legalidad estatal, derechos de las mujeres y las minorías, son todos temas en los que los cinco valores descritos han sido violentados desde el espacio legítimo, en efecto, del Estado liberal mismo. Todas las decisiones de Trump, sin excepción alguna, hacen estallar los consensos globales y además fortalecen la posición del putinismo (Valdés-Ugalde, 2014; Hettena, 2018; Hallman, 2016; Harding, 2017; Wolff, 2018) que alegre mente quiere regresar a las peores tradiciones represivas características del sistema soviético, incluida desestabilizar sistemas políticos ajenos y asesinar oponentes en el exterior, violentando las soberanías nacionales.9 Y este enorme peligro que se cierne sobre el mundo en la medida que este impulso regresivo avanza, no es más que responsabilidad de un puñado de votantes y de una clase política que no tuvieron el valor de detener la elección de un déspota antidemócrata.

Hegemón herido y normalidad maligna

De acuerdo a la teoría, hegemonía es liderazgo.10 Sin embargo, Donald Trump se ha encargado de demostrarnos que representa la antítesis de ambos, lo cual ha provocado que tengamos ante nosotros a un hegemón herido. Ante la realidad geopolítica en la que Estados Unidos se encuentra y dado el declive relativo que este país sufre ante jugadores como China y la Unión Europea, uno se pregunta si la errática política interna y externa de Donald Trump no ha deteriorado aún más la imagen estadunidense ante el mundo, se ha autoinflingido daños sistémicos severos y, en consecuencia, ha aumentado la velocidad del declive de su poder. Me pregunto esto debido a que en toda acción política, la naturaleza psicológica y emocional del conductor del Estado es determinante para la obtención de resultados óptimos. Y esto pesa más, cuando este hegemón pulveriza los principios liberales que dieron a su política exterior dominante su razón de ser. En este sentido, la calidad más que la cantidad, en el ejercicio del liderazgo, es fundamental para generar un ambiente de certidumbre y confianza entre los miembros de una comunidad nacional e internacional. Robert Jay Lifton, psicólogo estadunidense,11 nos habla de la “normalidad maligna”. En el texto publicado también parcialmente en el New York Times en marzo de 2017, hace énfasis en “los peligrosos patrones psicológicos” de Trump: la creación de su propia realidad y su inhabilidad para manejar las crisis inevitables que enfrenta un presidente estadunidense, atenta contra la viabilidad de la democracia de ese país, y agrega que “un peligroso presidente” se ve como algo normal y “la normalidad maligna” llega a dominar la dinámica de gobierno -o, se podría decir, de antigobierno-, lo cual requiere que reconozcamos la urgencia de la situación en la cual el hombre más poderoso del mundo es también el portador de una “profunda inestabilidad” (Lee y Lifton, 2019 kindle: locación 34 de 5716).

Para dar una idea de cuán desarticulada está la política internacional de Washington y de cómo el hegemón entorpece su propia marcha, observemos el viaje que Trump hizo hace meses hasta Hanoi, Vietnam, a fin de dar continuidad a su reunión de 2018 con Kim Jong-un, el dictador de Corea del Norte. La idea de esta segunda cumbre entre ambos era proseguir las pláticas iniciadas en Singapur en 2018 y lograr que Kim suspendiera toda prueba y construcción nuclear a cambio de que Estados Unidos levantara las sanciones millonarias en su contra y hacer posible que la economía norcoreana saliera del bache en que se encuentra (La Vanguardia, 2019). Esta reunión fue un fracaso y las versiones son confusas, sobre todo por lo que se sospecha son, de nuevo, más mentiras de Trump, quien afirma que Kim demandaba el levantamiento total de las sanciones y no ofrecía desmantelar su poder nuclear; el canciller norcoreano desmintió a Trump en ambos rubros. Lo cierto es que este abrupto fracaso en política exterior y estrategia nuclear demuestra, entre otras cosas, lo valioso del pacto nuclear que se logró con Irán y del cual Trump se ha salido. El P5+1,12 como se llamó el acuerdo nuclear con Teherán fue tejido laboriosamente y en silencio por Obama y John Kerry, mientras que con Corea todo quedó en un espectáculo personalista propio de un personaje oscuro, sin rumbo claro en lo que se refiere a sus objetivos de política exterior y sin talante de estadista.

Con este fracaso a cuestas y humillado, Trump regresó a casa para enfrentar un ambiente calentado por las declaraciones de Michael Cohen, su abogado personal por diez años (Collinson, 2019; Protess et al., 2019). Cohen declaró bajo juramento ante el Congreso que Trump era “racista, tramposo, estafador y mentiroso”, y que sabía y fomentó las filtraciones de Wiki Leaks de los hackeos a la campaña de Hillary Clinton. También afirmó que Trump había contratado gente para inflar su popularidad, que había mentido sobre la dimensión de sus negocios, que había mentido al fisco y a las compañías de seguros y que, a petición de Trump, él había mentido a su esposa sobre sus infidelidades. En suma, tácticas propias de un mafioso. Este ambiente se completa con la resolución de la Cámara de Representantes en contra de la declaración de emergencia que hizo Trump en meses pasados exigiendo, a cambio de no hacerlo, recursos para su muro. El Senado se pronunciaría en el mismo sentido en los días siguientes. Los fiascos de Trump en política interna y externa lo han herido aún más de lo que de por sí ya estaba (y han impactado negativamente en el ejercicio de su poder global). Esto afecta la credibilidad del líder del aún mayor hegemón del planeta, lo cual seguramente minará su presidencia en un momento crucial para su futuro político. Falta ver el resultado de las audiencias en el Congreso a fin de fundamentar el proceso de impeachement (desafuero y destitución) que se le sigue al presidente por al affaire ucraniano.13

Avatares de la internacional populista

En el plano global, y dentro de todo este desafío al liberalismo democrático, tenemos que, con el tiempo, el Brexit se ha convertido en la cereza del pastel de la disputa ideo lógico-política en Europa y de la cual Trump ha formado parte al respaldar incondicionalmente a su aliado Boris Johnson. El 23 de junio de 2016, día en que los británicos votaron por salirse de la Unión Europea, representó un triunfo que dio bríos a otros desplantes y fuerzas eurofóbicas del continente. El ukip (United Kingdom Independence Party, Partido Independiente de Gran Bretaña), de extrema derecha, que impulsó el Brexit junto con otras fuerzas de engañabobos, parecía haber ganado la batalla de los euroescépticos dentro de la sociedad y el Parlamento británicos, todo esto, para el deleite de Ley y Justicia en Polonia, del Fidesz húngaro, el Frente Nacional de Marine Le Pen, el Partido de la Libertad de Austria y el Partido de la Libertad de Holanda y, desde luego, para el deleite de Donald Trump, cuyo triunfo de alguna manera les abrió brecha a todos ellos, miembros de la Internacional Populista, que aunque no se ha constituido formalmente, ya se mueve globalmente. El año del Brexit y los subsecuentes han representado tiempos de enfrentamiento con los establishment europeos y aparecía como el principio de un proceso de ruptura que sería imparable. Se pensó equivocadamente que el Brexit representaba un generador de desconfianza en lo general, cuando en realidad enunciaba un sentimiento muy particular de desconfianza; ha provocado un proceso de polarización que ha tenido como resultado un quiebre de lo que considerábamos normalidad política y un rompimiento parcial con los valores de la democracia liberal; se trata de un movimiento de radicalización que deviene en la amenaza más significativa contra la cohes ión democrática; es un movimiento disruptivo que apuesta por la disfuncionalidad de la gobernanza democrática, al tiempo que ha desunido y enfrentado a la población británica y de otros lares europeos.

Los populismos soberanistas14 tienen buenas relaciones con Rusia (quien intervino en sus elecciones) y con otros Estados autoritarios; desprecian a Occidente y le hacen la guerra a sus instituciones; se consideran a sí mismos una vanguardia tan revolucionaria como la que representó en su día la Internacional Comunista; pregonan su apego a las masas, a “los olvidados”, al “pueblo ordinario” y frecuentemente se ven a sí mismos como la voz del más genuino de los patriotismos; sostienen, además, en forma mesiánica, que “el pueblo siempre tiene la razón”, Trump dixit. En consecuencia, ellos son herederos de esa “sabia” razón.

Develados los misterios del Brexit, hay que decir que éste se encuentra ante un futuro incierto. Después de que la exprimera ministra Theresa May perdiese todas las batallas para acordar una salida limpia de la Unión Europea, llegó Boris Johnson -hermano menor de Trump-, quien no sorpresivamente convocó a elecciones adelantas para el 12 de diciembre de 2019. Será en esa fecha que se decida en definitiva el futuro de Gran Bretaña en Europa. Este revuelo político en uno de los países más importantes de Europa y del mundo (Gran Bretaña es la quinta economía global), no sólo significa que la dinámica en el Parlamento acusa ingobernabilidad, sino también que ambos partidos, Conservador y Laborista, se encuentran en una crisis funcional, resultado de las tensiones generadas por el extremismo manifiesto de los soberanistas y la extrema derecha británicos.

El atolladero en el que se encuentra el Brexit es un reflejo del vacío y el aislamiento al que el soberanismo eurofóbico puede someter al continente europeo. También es un signo de cuán dañino puede ser el oportunismo del populismo autoritario e i-liberal que asola a Europa. Más que ayudar a solucionar la crisis en la que se encuentran el capitalismo y la democracia liberal, esta nueva forma de populismo, esencialmente antidemocrático, sólo exacerba la crisis de la democracia capitalista, la cual está tristemente dominada por elites hiperconcentradas. El economista británico Martin Wolf (2004) sostiene que la democracia está en “recesión” y la economía global en “retirada”, y describe dos aterradoras alternativas para restablecer el actual sistema capitalista internacional: la primera es una plutocracia globalista en la que, como el imperio romano, las formas de la república quizá aguantarían, pero no la realidad. Y la otra opción para la situación política mundial consiste en “democracias intolerantes” o dictaduras abiertamente plebiscitarias en las que el gobernante electo ejerce el control “tanto sobre el Estado como sobre los capitalistas”. Hay que apostar por que esto no sea así. Y la primera prenda de esta posibilidad podría ser la probable derrota del trumpismo en Estados Unidos.

El contagio populista

Lo que veremos en esta embestida de la Internacional Populista es que su impulso en contra de la institucionalidad democrática existente implicará que, más allá de transformarla y mejorarla, la querrán erradicar por la fuerza inventándose otra que pertenece al pasado, no al futuro. ¿Permitirá esto el lastimado establishment en Estados Unidos?, ¿contagiará el trumpismo a México en su peor versión nacional-populista? Intento establecer un vínculo entre los populistas del pasado reciente -como el de Trump- y los de este presente tan incierto.

Lo más distintivo del populismo del presente no es sólo su ideología (muchas veces imprecisa) sino su insistencia en apelar al pasado nativista para resolver el futuro que hoy se confronta duramente con una realidad alterna en la que la diversidad cultural, política, de pensamiento, domina el firmamento de las relaciones intrasocietales e interestatales. Este nacionalismo a ultranza, siempre peligroso, ha incluido, si bien no una total destrucción de estas relaciones, sí una creciente guerra interna, una agresiva narrativa en contra de las instituciones democráticas del Estado y la división de poderes republicana, a la cual estos mismos regímenes se han debido y se deben, y frente a cuyo equilibrio se rebelan y no en pocos casos quieren destruir.

El liderazgo populista tiende a tomar decisiones en función de la defensa del prestigio del líder, que a su vez hizo al “pueblo” las promesas que éste justamente quería oír. Aunque en un principio actúa en línea con los intereses de la “mayoría”, lo cierto es que el líder lo hace a partir de un guion ya escrito y de acciones que lo redimen y legitiman frente a una base socioelectoral específica y también cautiva, no frente al pleno de la nación, ni con miras a la satisfacción del bien colectivo. Detrás de sus decisiones, un amplio público se queda desprotegido, al tiempo que es supuestamente representado por el conjunto de las decisiones tomadas por el nuevo caudillo. De aquí que en los embates para convencer a “su” público, este liderazgo utilice estratagemas publicitarias estruendosas y alarmistas, y esta circunstancia permea las políticas nacionales que quedan atrapadas por un ánimo cuasi religioso, cuando no peligrosamente mesiánico, al tiempo que hiperconservador. Ejemplos relevantes para este análisis son el muro de Trump, promesa hecha a una mayoría translúcida, que hoy está provocando una crisis constitucional de amplias dimensiones por la polarización política; otros ejemplos se refieren a cómo Putin y Erdogan han pretendido distraer a sus pueblos de los problemas internos con la guerra en Ucrania y en Siria, o bien, el caso de Viktor Orban en Hungría, cuya política migratoria impregnada de un chovinismo racista ha atentado contra la vida de miles de migrantes desprotegidos. En todos los casos están involucrados miles de millones de dólares y de recursos que el pueblo deberá costear para que el líder salve cara en su cruzada hacia la inmortalidad.

Lo cierto es que esta cruzada de la Internacional Populista es tanto una causa como un efecto de la crisis en la que el Estado-nación se ha visto sumergido en los últimos años en Gran Bretaña, Rusia, Turquía, Estados Unidos, Polonia, Hungría, Italia, Francia, Brasil, México, Venezuela y Bolivia; en éstos como en otros países se ha puesto de manifiesto la debilidad del Estado para hacerse cargo de la gobernanza nacional sin tener que recurrir a opciones del pasado. El nacionalismo ortodoxo se hace presente en forma muy preocupante, a tal grado que confundimos que la democracia no sólo consiste en tener elecciones sino en respetar la separación de poderes. Entender esto y actualizar nuestro entendimiento de la emergencia de la autocracia es un imponderable para evitar la catástrofe político-social a la que puede llevar esta nueva forma de tiranía.

Conclusiones: el acecho de la derecha antidemocrática

El siglo XXI es testigo de que una derecha inmoral y también un populismo conservador están tambaleando las debilitadas instituciones de la democracia liberal del mundo moderno. La historia quedó sitiada por un destino instaurado -para mal- por las acciones de una clase política que olvidó la ética democrática. Esa derecha y este populismo multifacético tienen como propósito desmantelar el Estado administrativo y político que pervive bajo el sello de la democracia liberal. Son, por definición, extremistas y antidemocráticos, al tiempo que son (paradoja incluida) producto del sistema democrático liberal mismo, el cual pretenden liquidar tal como se emprende el asesinato psicoemocional del padre; y así, comérselo vivo, pero preservándose a sí mismos, en tanto nuevos poderes de facto. Un gran sinsentido. Esta fuerza política emergente es retrógrada, misógina, machista, xenófoba, racista, soberanista, autoritaria e intolerante, rayando en el neofascismo. Es también antisistémica pero sin proyecto de renovación institucional, salvo el que le insinúa desordenadamente y al oído el mismísimo movimiento representativo del rezago societal que representa: su horda populista resentida y anticivilizatoria.

Anuncia que no cumplirá nunca con débiles acuerdos del pacto democrático. Rompe con las normas de la convivencia y amenaza, desde el chantaje, al opositor. No cree en la democracia representativa, se vale de ella y a partir de ella despliega su demagogia soberanista que intenta cautivar y seducir a sectores desprotegidos, no sólo porque éstos padecen la inmoralidad democrática de sus líderes, sino también por su enfermiza incontinencia emocional. El público al que se dirige esta facción ideológicamente ambulante está emocionalmente compungido: es resultado de una invalidez político-emocional que le ha corroído por décadas. Dicho público es un subproducto (semihuérfano) del fracaso relativo del proyecto democrático capitalista. Es aquí mismo que la fuerza de los soberanistas populistas se ha fortalecido.

El empoderamiento de la derecha antidemocrática y el empequeñecimiento de la clase política tradicional son consecuencia de los vacíos dejados en el seno del Estado y de las debilidades infligidas en su estructura, por un lado, debido a la crisis de valores ético-político-culturales consecuencia del mal actuar de las elites políticas y económicas que, al corromperse, se alejaron de la democracia representativa y, en consecuencia, de sus descontentas bases electorales; y, por el otro, debido a la pauperización de una fracción de sectores medios, poco educados e ilustrados, que no han podido aliviar su condición económica desde el nacimiento de la cuarta revolución industrial (tecnológica). Esta base social radicalizada se ha convertido en el sustento de esta nueva fuerza populista soberanista. Lo mismo en Austria que en Alemania, Rusia, Suiza, Holanda, Suecia, Francia, Polonia, Hungría, República Checa, Brasil y ahora Estados Unidos, se ha instalado poderosamente y amenaza con ir creciendo gradualmente. Se equivocaron aquellos que, desde el fin de la guerra fría, creyeron consolidado el capitalismo democrático acompañado por una sociedad civil preñada de valores y objetivos progresistas; o al menos, alejada de las políticas conservadoras y retrasadas. Se trató de un espejismo que fue desvelándose en la misma medida en que los actores políticos activos en el poder fueron degradando su valor -y el de la política democrática- en el mercado democrático. La suposición de que el progresismo de la sociedad civil del poscomunismo prevalecería así nomás fue errónea y, al contrario, una nueva fuerza cívica fue forjándose: el activismo social conservador -quizá espoleado por la trágica experiencia comunista en los países de Este- devino en una sociedad civil conservadora que libró las barreras ideológicas y logró asociarse con fuerzas antiliberales que les dieron cobijo y empoderaron hasta volverlos poder constituido, tal y como es el caso de Trump. Es decir, los personeros de la antipolítica sacaron su justa tajada en esta reyerta y son hoy, posados sobre esta base societal, la fuerza política más activa del presente y del mediano futuro de la cruzada del antiliberalismo democrático. La pregunta es si esta venganza de la historia continuará o podremos erradicarla a favor del futuro promisorio del sentido común democrático. Lo veremos en las elecciones presidenciales de noviembre de 2020 en Estados Unidos, en las que se estará jugando una apuesta histórica de grandes alcances. Por lo pronto, la hegemonía ya perdida por Estados Unidos en este periodo se ve irreversible.

Fuentes

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1 Para un excelente análisis sobre la guerra fría, véase Halliday (1994).

2 Véanse Halper y Clarke (2007). Se trata del espacio deliberativo y operacional encargado de las decisiones estratégicas en los diversos ámbitos de la política exterior.

3 Para un mayor acercamiento a las características de la personalidad y el desempeño histórico de Trump, véanse Kranish y Fisher (2016).

4 Para entender la emergencia de esta nueva extrema derecha, véanse Gervais y Morris (2018); Sykes (2017).

5 Sobre el racismo en Estados Unidos véase Morse (2017).

6 Véase Woertz (2017); y sobre algunos de los casos que se mencionan véanse Heller (2019); Gonzalez-Paramo (2019a, 2019b); Barbero (2019); O’Sullivan (2019); Benhold (2019); Meschoulam (2019).

7 En su breve ensayo Perpetual Peace ([1795] 2003), Immanuel Kant completa su teoría política y filosófíca de la historia, considerando las perspectivas de paz entre las naciones y abordando preguntas que siguen siendo centrales para nuestros pensamientos sobre el nacionalismo, la guerra y la paz. Kant reflexiona sobre la teoría de una paz democrática; habla de la importancia de preservar la república y de cómo los gobiernos representativos deben de mantenerse como el espacio en donde la división de poderes garantice paz y democracia a la vez.

8 Véase nota anterior sobre populismos y gobiernos autoritarios en Europa.

9 Véase a Brian Taylor, que en State Building in Putin’s Russia (2011) habla sobre cómo construir un Estado ruso fuerte era el objetivo central de la presidencia de Vladimir Putin. A su vez, argumenta que la estrategia de Putin para reconstruir el Estado fue fundamentalmente defectuosa, pues se centró en aquellas organizaciones que controlan la coerción estatal, lo que los rusos llaman los ministerios de poder; véase también Boersner (2009).

10 Véanse Gramsci (2011); Keohane (1984); sobre la hegemonía estadunidense desde 1945 véase Mosler y Catley (2000).

11 Coautor del libro de Bandy X. Lee, The Dangerous Case of Donald Trump (2019), un esfuerzo editorial colectivo de veintisiete expertos en salud mental, todos miembros de la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos y publicado originalmente en octubre de 2017.

12 El P5+1 estuvo conformado por Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, China, Rusia y Alemania; véase Valdés Ugalde (2013); también The Economist (2013). Este reacercamiento de Irán con Occidente se dio a raíz del acuerdo nuclear logrado en Ginebra entre el Grupo P5+1 e Irán, quienes el 24 de noviembre de 2013 firmaron un compromiso que obligaba a Irán a disminuir a hasta un 5 por ciento su producción de uranio 235 y a las potencias a levantar sanciones económicas a Teherán por un monto de siete mil millones de dólares, más treinta mil millones que recuperaría Teherán como fruto del levantamiento de sanciones a sus exportaciones petroleras. Todo esto se derrumbó con la decisión de Trump de retirarse del acuerdo, y hoy las cosas están muy tensas con Teherán.

13 Sobre el affaire ucraniano véase Valdés-Ugalde (2019).

14 Sobre el populismo, se pueden consultar los siguientes textos: Zakaria (2016), Mazowe (2016), Appleabaum (2016), Sánchez (2017), EEAG (2017: 50-66).

El proyecto de investigación en que se basó este trabajo se titula “Los polos de poder dominantes en el sistema internacional del siglo XXI: Estados Unidos, la Unión Europea y China. El problema del declive relativo de Estados Unidos frente a sus contrapartes”, UNAM-PAPIIT IG300217, auspiciado por la DGAPA, a quien agradezco su apoyo.

Recibido: 31 de Octubre de 2019; Aprobado: 02 de Diciembre de 2019

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